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Nos saciaremos con la visión del Verbo

De los Sermones de san Agustín, obispo
(Sermón 194, 3-4: PL 38, 1016-1017)

¿Quién puede conocer los tesoros de sabiduría y ciencia ocultos en Cristo y escondidos en la pobreza de su carne? Él, siendo rico, se hizo pobre por nosotros, para que nos enriqueciéramos con su pobreza. Al asumir nuestra condición mortal, destruyendo así la muerte, se mostró en pobreza; pero con ello nos garantizó las riquezas futuras, sin perder las que había dejado.

¡Cuán grande es la bondad que ha reservado para sus fieles, y que comunica a los que esperan en él!

Ahora nuestro conocimiento es parcial, hasta que llegue lo perfecto. Para hacernos capaces de esta perfección futura, él, igual al Padre por su condición de Dios, se hizo semejante a nosotros, tomando la condición de esclavo, para restituirnos nuestra semejanza con Dios; él, Hijo único de Dios, se hizo Hijo del hombre, para convertir en hijos de Dios a todos los hijos de los hombres; tomando la condición visible de esclavo, abolió nuestra condición de esclavos, haciéndonos libres y capaces de contemplar la naturaleza de Dios.

Ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es. Aquellos tesoros de sabiduría y ciencia, aquellas riquezas divinas, son llamados así porque ellos nos bastarán. Y aquella gran bondad es llamada así porque nos saciará. Muéstranos, pues, al Padre, y eso nos bastará.

Y, en uno de los salmos, uno de nosotros, en nosotros y por nosotros, le dice al Señor: Me saciaré cuando aparezca tu gloria. Él y el Padre son una misma cosa, y el que lo ve a él ve también al Padre. Por tanto, el Señor, Dios de los ejércitos, es el Rey de la gloria. Cuando se vuelva a nosotros, nos mostrará su rostro; y seremos salvados y quedaremos saciados, y eso nos bastará.

Hasta que llegue este momento, hasta que nos muestre aquello que ha de bastarnos, hasta que podamos beber y saciarnos de aquella fuente de vida que es él mismo, mientras caminamos por la vía de la fe y vivimos en el destierro, lejos de él, mientras tenemos hambre y sed de perfección y santidad y deseamos con ardor inefable contemplar la belleza de Dios, celebremos con humilde devoción su nacimiento en condición de esclavo.

No podemos aún contemplar cómo es engendrado por el Padre antes de la aurora; festejemos su nacimiento de la Virgen en plena noche. Aún no percibimos cómo su nombre es eterno y su fama dura como el sol; reconozcamos que su tienda ha sido puesta en el sol.

Aún no vemos al Unigénito que permanece en el Padre; recordemos al Esposo que sale de su alcoba. Aún no ha llegado el momento de sentarnos a la mesa de nuestro Padre; veneremos el pesebre de nuestro Señor Jesucristo.

Jesucristo, hombre y Dios y jefe de la Iglesia

San Agustín, sermón 341

Cartago, en la basílica Restituta;

12 de diciembre del año 418 ó 419

 

1. Por cuanto he podido vislumbrar en las páginas sagradas, hermanos, a nuestro Señor Jesucristo se le considera y nombra de tres modos cuando es anunciado tanto en la ley y los profetas como en las cartas apostólicas o en los hechos merecedores de fe que conocemos por el Evangelio. El primero de ellos, anterior a la asunción de la carne, es en cuanto Dios y en referencia a la divinidad, igual y coeterna a la del Padre. El segundo se refiere al momento en que ha asumido ya la carne, en cuanto se lee y se entiende que el mismo que es Dios es hombre y el mismo que es hombre es Dios, según una cierta propiedad de su excelsitud, por la que no se equipara a los restantes hombres, sino que es mediador y cabeza de la Iglesia. El tercer modo es lo que en cierta manera denominamos Cristo total, en la plenitud de su Iglesia, es decir, cabeza y cuerpo, según la plenitud de cierto varón perfecto, de quien somos miembros cada uno en particular. Tal es lo que se proclama a los creyentes y se ofrece como cognoscible a los sabios. En tan breve espacio de tiempo no me es posible ni recordar ni explicar los numerosos testimonios de la Escritura con que probar los tres modos mencionados; pero no puedo dejar todo sin probar. Así, pues, trayendo a la memoria algunos de esos testimonios, vosotros mismos podéis ver y encontrar en las Escrituras los restantes, que la premura del tiempo no me permite mencionar.

2. Al primer modo de indicar a nuestro Señor y Salvador Jesucristo, el Hijo único de Dios, por quien fueron hechas todas las cosas, se refiere aquel texto destacado y deslumbrante del evangelio según San Juan: En el principio existía la Palabra, y la Palabra estaba en Dios, y la Palabra era Dios; ella estaba al principio junto a Dios; todo fue hecho por ella, y sin ella no se hizo nada. Todo lo que fue hecho era vida en ella; y la vida era la luz de los hombres, y la luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la acogieron1. Palabras estas que causan admiración y estupor y que hay que abrazar antes incluso de comprenderlas. Si se presenta a vuestra boca cualquier alimento, uno recibe una parte de él y otro, otra: a todos llega el mismo alimento, pero no a todos el alimento entero. De idéntica manera se presentan ahora a vuestros oídos mis palabras a modo de alimento y bebida, pero este alimento y bebida llega a todos íntegramente. ¿O es que, cuando hablo, uno se queda con una sílaba y otro con otra? ¿O uno con una palabra y otro con otra? Si así fuera, tendría que decir tantas palabras cuantos hombres estoy viendo, para que a cada uno le llegue, al menos, una. Ciertamente es muy probable que diga más palabras que hombres veo; pero todas llegan a todos. La palabra, pues, del hombre no se divide en sílabas para que todos la escuchen; ¿y va a haber que dividir en pedazos la Palabra de Dios para que esté por doquier? ¿Acaso pensamos, hermanos, que estas palabras que suenan y pasan sufren alguna comparación con aquella Palabra que permanece inconmutablemente? ¿La he comparado yo al decir lo anterior? No quise más que insinuaros de algún modo que lo que Dios muestra en las cosas corporales ha de serviros para creer lo que aún no veis a propósito de las palabras espirituales. Mas pasemos ya a cosas superiores, pues las palabras suenan y desaparecen. De entre las cosas espirituales, pensad en la justicia. Si piensan en la justicia uno en occidente y otro en oriente, ¿cómo se explica que tanto el uno como el otro piensen en ella en su totalidad y uno y otro la vean en su plenitud? En efecto, se comporta justamente quien ve la justicia y actúa de acuerdo con ella. La ve dentro y actúa fuera. ¿Cómo la ve dentro, si no dispone de nada para ello? Por el hecho de estar uno en un lugar, ¿no puede llegar el pensamiento del otro a ese mismo lugar? Luego, si tú que te hallas aquí ves con tu mente lo mismo que ve el otro tan alejado de ti, si resplandece para ti en su totalidad y en su totalidad resulta visible para él, puesto que las cosas divinas e incorpóreas están íntegras por doquier, cree que la Palabra está íntegra en el Padre e íntegra en el seno. Créelo de la Palabra de Dios, que es Dios cabe Dios.

3. Pero escucha ya otra denominación, otro modo de indicar a Cristo que utiliza la Escritura. Lo que acabo de decir se refería al tiempo anterior a asumir la carne. Ahora, en cambio, escucha lo que, a su vez, proclama de la Escritura: La Palabra, dice, se hizo carne y habitó entre nosotros2. En efecto, el que había dicho: En el principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios; ella estaba al principio junto a Dios; todo se hizo por ella, y sin ella no se hizo nada, hubiese perdido el tiempo al anunciarnos la divinidad de la Palabra si hubiese callado su humanidad. Pues, para que yo pueda verla, ella colabora aquí conmigo; ella viene en socorro de mi debilidad para purificarme y poder contemplarla. Tomando la naturaleza humana de la misma naturaleza humana, se hizo hombre. Con el jumento de su carne se acercó al que yacía herido en el camino3 para dar forma y nutrir con el sacramento de su encarnación nuestra pequeña fe, para purificar el entendimiento para que vea lo que nunca perdió a través de aquello que asumió. Efectivamente, comenzó a ser hombre, no dejó de ser Dios. Esto es, pues, lo que se proclama de nuestro Señor Jesucristo en cuanto mediador, en cuanto cabeza de la Iglesia: que Dios es hombre y el hombre es Dios, puesto que dice Juan: Y la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros4.

4. Escuchad ya una y otra cosa en aquel conocidísimo texto del apóstol Pablo: Quien, existiendo en la forma de Dios, dice, no consideró una rapiña al ser igual a Dios5. Esto equivale a: En el principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios6. ¿Cómo dijo el Apóstol: No consideró una rapiña el ser igual a Dios, si no es igual a Dios? Si, en cambio, es Dios el Padre, pero no él, ¿cómo es igual? Así, pues, donde Juan dice: La Palabra era Dios, dice Pablo: No consideró una rapiña el ser igual a Dios. Y donde aquél: La Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros, éste: Pero se anonadó a sí mismo, tomando la forma de siervo7. Prestad atención: en cuanto que se hizo hombre, en cuanto que la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros, en ese mismo sentido se anonadó a sí mismo, tomando la forma de siervo. ¿Cómo se anonadó? No de manera que perdiese la divinidad, sino revistiéndose de la humanidad, mostrando a los hombres lo que no era antes de ser hombre. Así, se anonadó haciéndose visible, es decir, ocultando la dignidad de su majestad y mostrando la carne, vestimenta de su humanidad. Se anonadó, pues, a sí mismo, tomando la forma de siervo, sin perder la forma de Dios. En efecto, al hablar de la forma de Dios, no dijo «tomó», sino: Existiendo en la forma de Dios, no consideró una rapiña el ser igual a Dios8; mas cuando llegó a la forma de siervo, dijo: Tomando la forma de siervo. Por tanto, en cuanto que se anonadó a sí mismo, es mediador y cabeza de la Iglesia, por quien nos reconciliamos con Dios por el sacramento de su humildad, pasión, resurrección, ascensión y juicio futuro, de forma que se oigan aquellas dos cosas futuras, a pesar de que Dios haya hablado una sola vez. ¿Cuándo se escucharán las dos cosas? Cuando pague a cada uno según las propias obras9.

5. Manteniendo, pues, esto, no os sorprendan las cuestiones humanas, que, según palabras del Apóstol10, se propagan como el cáncer; antes bien, custodiad vuestros oídos y la virginidad de vuestra mente, como desposados por el amigo del esposo a un solo varón para mostraros a Cristo como virgen casta. Vuestra virginidad, pues, está en la mente. La virginidad corporal la poseen pocos en la Iglesia; la virginidad de la mente debe hallarse en todos los fieles. Esta virginidad la quiere profanar la serpiente, de la que dice el mismo Apóstol: Os he desposado con un solo varón para presentaros a Cristo como virgen casta. Y temo que la serpiente os engañe con su astucia, como engañó a Eva, y de esa manera también vuestros sentidos se corrompan y se alejen de la castidad, que radica en Cristo Jesús11. Vuestros sentidos, dijo, es decir, vuestras mentes. Y esta forma de hablar es más apropiada, pues se entiende por sentidos también los de este cuerpo: la vista, el oído, el olfato, el gusto y el tacto. El Apóstol temió que se corrompieran nuestras mentes donde se halla la virginidad de la fe. Ahora, ¡oh alma, ponte en marcha, conserva tu virginidad, que ha de ser fecundada luego en el abrazo de tu esposo. Cercad, pues, según está escrito, vuestros oídos con espinos12.

El problema arriano turbó a los hermanos débiles de la Iglesia; mas, con la misericordia del Señor, triunfó la fe católica. No abandonó él a su Iglesia, y si temporalmente la llenó de turbación, fue para que continuamente le suplicara a él, por quien iba a ser cimentada sobre roca firme. La serpiente sigue susurrando aún y no calla. Con cierta promesa de ciencia, busca arrojar del paraíso de la Iglesia a los cristianos para no permitirles volver al paraíso aquel del que fue arrojado el primer hombre.

6. Estad atentos, hermanos. Lo que ocurrió en aquel paraíso, eso mismo ocurre en la Iglesia. Que nadie nos aleje de este paraíso. Bástenos ya el haber perdido aquél; que al menos la experiencia nos corrija. La serpiente es la misma, la que siempre sugiere la iniquidad y la impiedad. A veces promete la impunidad, como la prometió también allí al decir: ¿Acaso vais a morir?13 Con el fin de que los cristianos vivan mal, sugiere cosas semejantes: «¿Acaso, dice, va a perder Dios a todos? ¿Va a condenarlos a todos por ventura?» Dios dice: «Los condenaré, perdonaré a quienes cambien; si ellos cambian sus hechos, yo cambio mis amenazas». La serpiente es, pues, quien murmura y musita, diciendo: «Ved donde está escrito: El Padre es mayor que yo14; ¿y tú dices que es igual al Padre?» Acepto lo que dices, pero acepto ambas cosas, puesto que ambas leo. ¿Por qué tú aceptas una cosa y no quieres aceptar la otra? Conmigo has leído una y otra. He aquí que el Padre es mayor que yo; lo acepto no porque lo digas tú, sino porque lo dice el Evangelio; acepta también tú que el Hijo es igual a Dios Padre; acepta la palabra del Apóstol. Une ambas afirmaciones; vayan de acuerdo ambas, puesto que quien habló en el Evangelio por medio de Juan fue el mismo que habló por medio de Pablo en su carta. No puede, pues, estar en contradicción consigo mismo; mas tú, como amas el litigar, no quieres comprender la concordia de las Escrituras. Él dice: —Te lo pruebo por el Evangelio: El Padre es mayor que yo. —También yo te lo pruebo con el Evangelio: Yo y el Padre somos una sola cosa15. ¿Cómo pueden ser verdaderas ambas afirmaciones? ¿Cómo nos enseña el Apóstol que yo y el Padre somos una sola cosa? Quien, existiendo en la forma de Dios, no consideró una rapiña el ser igual a Dios. Escucha: El Padre es mayor que yo; pero se anonadó a sí mismo, tomando la forma de siervo16. Advierte que te muestro por qué el Padre es mayor; tú muéstrame en qué no es igual. Una y otra cosa la leemos. Es menor que el Padre en cuanto hijo del hombre; igual al Padre en cuanto Hijo de Dios, puesto que la Palabra era Dios. Como mediador es Dios y hombre, Dios igual al Padre, hombre menor que el Padre. Es, pues, al mismo tiempo, igual y menor: igual en la forma de Dios, menor en la forma de siervo. Muestra, pues, tú de dónde le viene el ser igual y menor. ¿Acaso es igual en una parte y menor en otra? Dejando de lado la asunción de la carne, muéstrame que es igual y menor. Quiero ver cómo lo vas a demostrar.

7. Considerad la impiedad estúpida que es pensar según la carne, de acuerdo con lo que está escrito: Pensar según la carne es la muerte17. Párate aquí. Prescindo todavía, aún no hablo de la encarnación de nuestro Señor Jesucristo, el Hijo único de Dios; como si aún no fuera realidad lo que ya lo ha sido, considero contigo: En el principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios; ella estaba al principio junto a Dios18. Considero contigo: Quien, existiendo en la forma de Dios, no consideró una rapiña el ser igual a Dios19. Muéstrame aquí que es mayor y menor. ¿Qué vas a decirme? ¿Vas a establecer en Dios cualidades, es decir, ciertas afecciones del cuerpo o del alma en las que experimentamos que es una y otra cosa? Con referencia a la naturaleza, puedo afirmarlo ciertamente, pero sabe Dios si también vosotros lo entendéis así. Por tanto, como había comenzado a decir, muéstrame que es menor, muéstrame que es igual antes de la asunción de la carne, antes de que la Palabra se hiciera carne y habitara entre nosotros. ¿Acaso Dios es una y otra cosa, de manera que en una parte el Hijo es menor que él y en otra igual a él? Como si dijéramos que se trata de ciertos cuerpos, donde puedes decirme: «Es igual en longitud, pero menor en dureza». En efecto, con frecuencia ocurre que dos cuerpos son iguales en longitud, mas la dureza de uno es mayor y la de otro menor. Entonces, ¿hemos de pensar a Dios y a su Hijo como si fueran cuerpos? ¿Hemos de imaginar así a quien existió íntegro en María, íntegro junto al Padre, íntegro en la carne e íntegro sobre los ángeles? ¡Aleje Dios estos pensamientos de las mentes de los cristianos! Tus pensamientos pudieran tal vez decir: «Son iguales en dureza y longitud, pero desiguales en el color». ¿Dónde hay color sino en las cosas corporales? Allí, en cambio, existe la luz de la sabiduría. Muéstrame el color de la justicia. Si estas cosas no tienen color, tú no dirías tales cosas de Dios con sólo que tuvieras el color del pudor.

8. ¿Qué has de decir, pues? ¿Que son iguales en poder, pero que el Hijo es menor en prudencia? Dios sería injusto sí hubiese dado un poder igual a una prudencia menor. Si son iguales en prudencia, pero el Hijo es menor en poder, Dios es envidioso al otorgar un poder menor a una prudencia igual. Pero en Dios todo lo que se dice de él es él mismo. Pues en él no es una cosa el poder y otra la prudencia, una la fortaleza, otra la justicia y otra la castidad. Cualesquiera de estas cosas que afirmes de Dios, no se entienden como cosas distintas; además, nada se afirma dignamente de él, puesto que esas cosas son propias de las almas que en cierto modo penetra aquella luz y las llena según sus cualidades, del mismo modo que esta luz visible llena a los cuerpos cuando aparece. Si desaparece, todos los cuerpos tienen el mismo color, aunque es más apropiado hablar de ningún color. Mas cuando, proyectada, ilumina los cuerpos, aunque ella sea uniforme, cubre a los cuerpos con un brillo distinto según las diversas cualidades de los mismos. Así, pues, aquellas virtudes son afecciones de las almas que han sido afectadas positivamente por aquella luz a la que nada afecta y formadas por la que no es formada.

9. Sin embargo, hermanos, hablamos así de Dios porque no encontramos nada mejor que decir. Digo que Dios es justo porque no encuentro palabra humana mejor; en realidad, él está más allá de la justicia. Dice la Escritura: El Señor es justo, y amó la justicia20. Pero allí se dice también que Dios se arrepintió21 y que Dios ignora22. ¿Quién no se horroriza? ¿Ignora Dios algo? ¿Se arrepiente Dios? Sin embargo, también la Sagrada Escritura se rebaja saludablemente hasta estas palabras que te causan horror, precisamente para que no pienses que se afirman de él dignamente aquellas otras que tú consideras grandes. Y así, si preguntas: «¿Qué se puede afirmar dignamente de Dios?», quizá te responda alguien y te diga: «Que es justo». Pero otro más inteligente que éste te dirá que incluso esa palabra queda superada por su excelencia y que es indigna de ser afirmada de él, aunque se acomode justamente a la capacidad humana. De esta forma, si aquél quisiera probar su punto de vista con la Escritura, puesto que está escrito: El Señor es justo23, se le responderá correctamente que en las mismas Escrituras aparece que Dios se arrepiente. Como esto no se entiende en la forma habitual de hablar, es decir, como suelen arrepentirse los hombres, así ha de comprenderse que tampoco corresponde a su sobreeminencia el llamarle justo. Todo ello, aunque la Escritura haya empleado el término de forma adecuada, para conducir gradualmente al alma, por medio de palabras ordinaria, hasta lo que no puede decirse. Dices ciertamente que Dios es justo; piensa, sin embargo, en algo que está más allá de la justicia que sueles aplicar a los hombres. «Pero las Escrituras dijeron que era justo». Por eso dijeron también que se arrepiente e ignora, cosa que ya no quieres afirmar de él. Como comprendes que esas cosas que aborreces se afirman de él en atención a tu debilidad, de idéntica manera estas otras que tú tanto valoras han sido dichas en atención a alguna robustez más consistente. Quien trascienda todo esto y comience a pensar de manera digna de Dios en cuanto le está concedido al hombre, hallará un silencio digno de ser alabado con la voz inefable del corazón.

10. Por tanto, hermanos, puesto que en Dios es lo mismo el poder que la justicia —cuanto digas de él, dices siempre lo mismo, aunque nada digas de manera digna—, no puedes decir que el Hijo es igual al Padre por la justicia y no lo es por el poder, o que es igual por el poder y desigual por la ciencia, puesto que, si es igual en alguna cosa, lo es en todas. Todas las cosas que allí afirmas son idénticas y valen lo mismo. Basta, pues, puesto que no eres capaz de decir cómo el Hijo es desigual al Padre, a no ser que establezcas algunas diversidades en la sustancia de Dios. Y, si las introduces, te arroja fuera la verdad y no accedes a aquel santuario de Dios donde se le ve con absoluta claridad. Dado que no puedes afirmar que es igual en una parte y desigual en otra, puesto que en Dios no hay partes, tampoco puedes decir que en una es igual y en otra es menor, puesto que en Dios no existen cualidades. En cuanto Dios, no puedes hablar de igualdad si no es de igualdad absoluta. ¿Cómo, pues, puedes decir que es menor, a no ser porque tomó la forma de siervo? Por tanto, hermanos, estad siempre atentos a estas cosas. Si en el uso de las Escrituras tomáis una norma fija, la misma luz os mostrará todas las cosas. De esta manera, cuando encontréis que se dice que el Hijo es igual que el Padre, aceptadlo en cuanto a la divinidad. En cambio, por lo que se refiere a la forma asumida de siervo, reconocedle menor. Respectivamente, según se ha dicha: Yo soy el que soy; y: Yo soy el Dios de Abrahán, y el Dios de Isaac, y el Dios de Jacob24; así os aferraréis a lo que es en su naturaleza y lo que es en su misericordia.

Pienso que ya he hablado bastante también de aquel modo por el que a Jesucristo nuestro Señor y Salvador, hecho mediador y cabeza de la Iglesia, por quien nos reconciliamos con Dios, se le indica en las Escrituras como Dios y hombre.

11. El tercer modo tiene lugar cuando se anuncia el Cristo total en cuanto Iglesia, es decir, la cabeza y el cuerpo. La cabeza y el cuerpo forman un único Cristo; no en el sentido de que no esté íntegro sin el cuerpo, sino en cuanto que se dignó ser un todo íntegro con nosotros el que aun sin nosotros existe íntegro no sólo en cuanto Palabra, como Hijo unigénito del Padre, sino incluso en el hombre mismo que tomó, con el cual es, al mismo tiempo, Dios y hombre. Con todo, hermanos, ¿cómo somos nosotros su cuerpo y él un único Cristo con nosotros? ¿Dónde encontramos que el único Cristo lo forman la cabeza y el cuerpo, es decir, la cabeza con su cuerpo? En Isaías, la Esposa habla con el esposo como en singular; ciertamente es una y misma persona la que habla. Pero ved lo que dice: Como a esposo, me ciñó la diadema, y como a esposa, me revistió de adornos25. Como a esposo y como a esposa; a la misma persona llama esposo, en cuanto cabeza, y esposa, en cuanto cuerpo. Parecen dos y es uno solo. De otro modo, ¿cómo somos miembros de Cristo? El Apóstol lo dice clarísimamente: Vosotros sois el cuerpo de Cristo y sus miembros26. Todos en conjunto somos los miembros y el cuerpo de Cristo; no sólo los que estamos en este recinto, sino también los que se hallan en la tierra entera; ni sólo los que viven ahora, sino también, ¿qué he de decir? Desde el justo Abel hasta el fin del mundo, mientras haya hombres que engendren y sean engendrados, cualquier justo que pase por esta vida, todo el que vive ahora, es decir, no en este lugar, sino en esta vida, todo el que venga después; todos ellos forman el único cuerpo de Cristo y cada uno en particular son miembros de Cristo. Si, pues, en conjunto son el cuerpo y en particular son miembros, tiene que haber una cabeza para ese cuerpo. Y él mismo es, dice, la cabeza del cuerpo de la Iglesia; el primogénito, el que tiene el primado27. Y como dijo también de él que siempre es la cabeza de todo principado y potestad28, esta Iglesia, peregrina ahora, se asocia a aquella otra Iglesia celeste, donde tenemos a los ángeles como ciudadanos, y pecaríamos de arrogantes al pretender ser iguales a ellos tras la resurrección de los cuerpos, de no haberlo prometido la Verdad al decir: Serán iguales a los ángeles de Dios29. Así se constituye la única Iglesia, la ciudad del gran rey.

12. Por tanto, Cristo aparece en las Escrituras en forma que has de entenderlo, a veces, como la Palabra igual al Padre; a veces, como mediador, cuando la Palabra se hizo carne para que habitase entre nosotros; cuando el Unigénito, por quien fueron hechas todas las cosas, no juzgó una rapiña el ser igual a Dios, sino que se anonadó a sí mismo, tomando la forma de siervo y haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz30; a veces, como la cabeza y el cuerpo, explicando el mismo Apóstol con toda claridad lo que se dijo en el Génesis del varón y la mujer: Serán dos en una sola carne. Ved que es él quien lo expone, no parezca que soy yo quien osa presentar propias conjeturas. Serán, dijo, dos en una sola carne; y añadió: Esto encierra un gran misterio. Y para que nadie pensase todavía que hablaba del varón y de la mujer, refiriéndose a la unión natural de ambos sexos y a la cópula carnal, dijo: Yo lo refiero a Cristo y a la Iglesia31. Lo dicho: Serán dos en una sola carne, no son ya dos, sino una sola carne, se entiende según esa realidad que se da en Cristo y la Iglesia. Como se habla de esposo y esposa, así también de cabeza y cuerpo, puesto que el varón es la cabeza de la mujer. Sea que yo hable de cabeza y cuerpo, sea que hable de esposo y esposa, entended una sola cosa. Por eso, el mismo Apóstol, cuando aún era Saulo, escuchó: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?32, puesto que el cuerpo va unido a la cabeza. Y cuando él, ya predicador de Cristo, sufría, de parte de otros, lo mismo que él había hecho sufrir cuando era perseguidor, dice: Para suplir en mi carne lo que falta a la pasión de Cristo33, mostrando que cuanto él padecía pertenecía a la pasión de Cristo. Esto no puede aplicarse a él en cuanto cabeza, puesto que, presente ya en el cielo, nada padece; sino en cuanto cuerpo, es decir, la Iglesia; cuerpo que con su cabeza forma el único Cristo.

13. Mostrad, pues, que sois un cuerpo digno de tal cabeza, una esposa digna de tal esposo. Tal cabeza no puede sino tener un cuerpo adecuado a ella, ni tan gran varón toma una mujer no digna de él. Para mostrarse a sí, dijo, a la Iglesia gloriosa, sin mancha, ni arruga, ni nada parecido34. Esta es la esposa de Cristo, la que no tiene ni mancha ni arruga. ¿Quieres no tener mancha? Cumple lo que está escrito: Lavaos, estad limpios; eliminad las maldades de vuestros corazones35. ¿Quieres no tener arrugas? Tiéndete en la cruz. Para estar sin mancha ni arruga no necesitas solamente lavarte, sino también tenderte. Por medio del lavado se eliminan los pecados; al tenderte se produce el deseo del siglo futuro, razón por la que fue crucificado Cristo. Escucha al mismo Pablo, ya lavado: Nos salvó no por las obras de justicia que hubiéramos hecho, sino, en su misericordia, por el baño de la regeneración36. Escúchale a él mismo tendido: Olvidando, dijo, lo que está atrás y tendido hacia lo que está delante, en mi intención, persigo la palma de la suprema vocación de Dios en Cristo Jesús37.

Pentecostés: nacimiento oficial de la Iglesia

Homilía del Domingo de Pentecostés 2019

P.Jason Jorquera.

 

Queridos hermanos:

Escribe Dom Próspero Guéranger, abad fundador de Solesmes en su gran obra “el año litúrgico”, que «Desde la pascua hemos visto deslizarse siete semanas; he aquí el día que le sigue y hace el número misterioso de cincuenta. Este día es Domingo, consagrado al recuerdo de la creación de la luz y la resurrección de Cristo; le va a ser impuesto su último carácter, y por él vamos a recibir “la plenitud de Dios”»[1]

Para comprender mejor la importancia que tiene la solemnidad de pentecostés para nosotros, es conveniente distinguir entre el antiguo pentecostés, es decir, el pentecostés del Antiguo Testamente y el de nosotros, los cristianos católicos.

Pentecostés antiguo

 Antes del envío del Espíritu Santo, desde Jesucristo hacia atrás, «…Pentecostés se había transformado de fiesta de la cosecha en fiesta conmemorativa de la conclusión de la alianza en el Sinaí»[2]; el día de pentecostés, para el pueblo de la Alianza, «fue marcado por la promulgación de los diez mandamientos de la ley divina, y este gran recuerdo quedó en Israel con la conmemoración anual de tal acontecimiento. Pero así como la Pascua, también pentecostés era profético: debía haber un segundo pentecostés para todos los pueblos, como hubo una segunda Pascua para el rescate del género humano. Para el Hijo de Dios, vencedor de la muerte, la Pascua con todos sus triunfos; y para el Espíritu Santo, Pentecostés, que le vio entrar como legislador en el mundo puesto en adelante bajo la ley»[3]; es decir, que el antiguo pentecostés, a la luz del Nuevo Testamento, se convirtió en figura del nuevo y definitivo, en que sería el mismo “Dios-Espíritu Santo” el gran protagonista y autor de la santificación de las almas.

Pentecostés cristiano

 ¿Qué significa esto del “nuevo Pentecostés” ?; pues que a partir del envío del Espíritu Santo, el hombre se hace capaz de vivir “eficazmente bajo la ley de Dios” que no es otra cosa que la misma “ley de la gracia”. Esta es la gran diferencia entre el antiguo pentecostés y el nuestro: en que la primera ley se escribió en el desierto, entre truenos y relámpagos, y sobre dos tablas de piedra, como significando la dureza de los corazones de los hombres; la segunda ley, la ley de la gracia, en cambio, se escribió en Jerusalén, la ciudad de Dios y en los corazones de los hombres de buena voluntad.

Esto lo explica de una manera hermosísima el ya citado abad de Solesmes: «En este segundo pentecostés, el cielo no se ensombrece, no se oyen los estampidos de los rayos; los corazones de los hombres no están petrificados de espanto como a la falda del Sinaí; sino que laten bajo la impresión del arrepentimiento y acción de gracias. Se ha apoderado de ellos un fuego divino y este fuego abrasará la tierra entera. Jesús había dicho: “He venido a traer fuego a la tierra y ¡qué quiero sino que se encienda!” Ha llegado la hora, y el que en Dios es amor, la llama eterna e increada, desciende del cielo para cumplir la intención misericordiosa del Emmanuel»[4]

Y esta intención misericordiosa es la que san Pablo nos enseña claramente en su carta a Timoteo: “Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad[5]

A partir de este momento se comprende más claramente la bondad divina y sobre todo la Paternidad de Dios que, buscando siempre su mayor gloria y nuestra salvación, pensó en todo porque a Dios jamás se le escapa nada, y es así que para facilitar al hombre el encuentro con la Verdad, que no es otra cosa que el encuentro con Él mismo, quiso depositar esta verdad de salvación, esta buena nueva del Evangelio, en una sociedad que se extiende desde la tierra hasta el cielo. Esta sociedad es la santa Iglesia católica, nacida el día de Pentecostés en que, a la vez, se constituyó como el cuerpo místico de Cristo; cuerpo en el que el Espíritu Santo hace de alma de esta gran sociedad que ha pasado a llamarse, con toda verdad, “familia de Dios”. La Iglesia es la familia de Dios, y todos los que estamos en ella somos hermanos en Dios: Padre, Hijo y Espíritu Santo.

«En Pentecostés, la Iglesia no es constituida por una voluntad humana, sino por la fuerza del Espíritu de Dios. Inmediatamente se ve cómo este Espíritu da vida a una comunidad que es al mismo tiempo una y universal, superando así la maldición de Babel[6]. En efecto, sólo el Espíritu Santo, que crea unidad en el amor y en la aceptación recíproca de la diversidad, puede liberar a la humanidad de la constante tentación de una voluntad de potencia terrena que quiere dominar y uniformar todo. » (Benedicto XVI)

En uno de sus sermones, san Agustín llama a la Iglesia “Societas Spiritus”, sociedad del Espíritu (Serm. 71, 19, 32: PL 38, 462). Pero ya antes de él san Ireneo había formulado una verdad que quiero recordar aquí: “Donde está la Iglesia, allí está el Espíritu de Dios, y donde está el Espíritu de Dios, allí está la Iglesia y toda gracia, y el Espíritu es la verdad; alejarse de la Iglesia significa rechazar al Espíritu” y por eso “excluirse de la vida” (Adv. haer. III, 24, 1).

A partir del acontecimiento de Pentecostés se manifiesta plenamente esta unión entre el Espíritu de Cristo y su Cuerpo místico, es decir, la Iglesia.

Iglesia, comunidad universal

 «La Iglesia que nace en Pentecostés, ante todo, no es una comunidad particular —la Iglesia de Jerusalén—, sino la Iglesia universal, que habla las lenguas de todos los pueblos. De ella nacerán luego otras comunidades en todas las partes del mundo, Iglesias particulares que son todas y siempre actuaciones de una sola y única Iglesia de Cristo. Por tanto, la Iglesia católica no es una federación de Iglesias, sino una única realidad: la prioridad ontológica corresponde a la Iglesia universal. Una comunidad que no fuera católica en este sentido, ni siquiera sería Iglesia.»[7]

A partir del envío del Espíritu Santo, el llamado de la nuestra Santa Madre Iglesia se ha extendido universalmente (de hecho que sea “católica” significa que es “universal”); no existen más restricciones, ya no hay más distinciones entre judíos y gentiles[8]; la gran obra de la redención de los hombres invita a formar parte del único rebaño de Dios a las ovejas que andaban dispersas para que haya un solo rebaño y un solo pastor[9] santificados en un mismo Espíritu[10]. A partir del envío del Espíritu Santo nuestras propias miserias ya no son excusas puesto que Dios es quien se encarga de devolvernos la amistad con Él que el pecado había destruido y pese a nuestras limitaciones, nuestros defectos e inclusive nuestros propios pecados, la invitación se vuelve eficaz, puesto que es una invitación al arrepentimiento y seguimiento de Dios en su Iglesia animados por su mismo Espíritu: alma de la Iglesia.

Debemos decir que no hay hombre que no esté herido por el pecado, que no esté “enfermo” en este sentido, y, sin embargo, Dios se hace medicina del alma y la invita a entrar a habitar con Él en su morada: la Iglesia militante (y también la purgante), que es como la antesala del encuentro definitivo en la Casa del Padre[11] y que se alcanza en la otra vida en la medida en que seamos fieles a su Iglesia peregrina en el mundo, que nació hace casi 2000 años en un día como hoy. He aquí el gran motivo de alegría para nosotros los católicos en este día: en Pentecostés ha venido el Espíritu Santo a fundar la Iglesia y hacernos partícipes de su peregrinar hacia la eternidad. La Iglesia es nuestra Madre y como tal la debemos defender, respetar y amar.: “La misión de la Iglesia tiene como fin la salvación de los hombres, la cual hay que conseguir con la fe en Cristo y con su gracia. Por tanto, el apostolado de la Iglesia y de todos sus miembros se ordena en primer lugar a manifestar al mundo con palabras y obras el mensaje en Cristo y a comunicar su gracia.”[12]

Le pedimos en este día a María Santísima, quien primero recibió al Espíritu Santo en su corazón maternal, que nos alcance la gracia de ser dóciles a este eficaz santificador de las almas que vino a dar origen oficial a la santa Iglesia, cubriéndola también con su sombra y haciendo las veces de alma.

Ave María Purísima.

[1] Dom Próspero Guéranger, El año litúrgico, primera edición española, Ediciones Aldecoa 1956, tomo III pág. 512.

[2] Homilía del Papa Benedicto XVI el domingo 15 de mayo de 2005

[3] Dom Próspero Guéranger, El año litúrgico, pág. 513.

[4] Ídem, págs. 513-514

[5] 1 Tim 2,4

[6] cf. Gn 11, 7-9: Bajemos, pues, y, una vez allí, confundamos su lenguaje, de modo que no se entiendan entre sí.” Y desde aquel punto los desperdigó Yahvé por toda la faz de la tierra, y dejaron de edificar la ciudad. Por eso se la llamó Babel, porque allí embrolló Yahvé el lenguaje de todo el mundo, y desde allí los desperdigó Yahvé por toda la faz de la tierra.

[7] Ídem.

[8] Ro 3,29 ¿Acaso Dios lo es únicamente de los judíos y no también de los gentiles? ¡Sí, por cierto!, también de los gentiles

[9] Cf. Jn 10,16  También tengo otras ovejas, que no son de este redil; también a ésas las tengo que conducir y escucharán mi voz; y habrá un solo rebaño, un solo pastor.

[10] Cf. Hch 1,14: Hch 2,46; Ro 8,16; 1 Cor 12,4; 2 Cor 12,18; etc.

[11] Cf. Jn 14,2

[12] CONC. VAT. II, Decr. Apostolicam actuositatem, 6.

El hombre en oración V

Moisés, el amigo de Dios

La intercesión de Moisés por su pueblo (Ex 32, 7-14)

Benedicto XVI

Queridos hermanos y hermanas:

Leyendo el Antiguo Testamento, resalta una figura entre las demás: la de Moisés, precisamente como hombre de oración. Moisés, el gran profeta y caudillo del tiempo del Éxodo, desempeñó su función de mediador entre Dios e Israel haciéndose portador, ante el pueblo, de las palabras y de los mandamientos divinos, llevándolo hacia la libertad de la Tierra Prometida, enseñando a los israelitas a vivir en la obediencia y en la confianza hacia Dios durante la larga permanencia en el desierto, pero también, y diría sobre todo, orando. Reza por el faraón cuando Dios, con las plagas, trataba de convertir el corazón de los egipcios (cf. Ex 8–10); pide al Señor la curación de su hermana María enferma de lepra (cf. Nm 12, 9-13); intercede por el pueblo que se había rebelado, asustado por el relato de los exploradores (cf. Nm 14, 1-19); reza cuando el fuego estaba a punto de devorar el campamento (cf. Nm 11, 1-2) y cuando serpientes venenosas hacían estragos (cf. Nm 21, 4-9); se dirige al Señor y reacciona protestando cuando su misión se había vuelto demasiado pesada (cf. Nm 11, 10-15); ve a Dios y habla con él «cara a cara, como habla un hombre con su amigo» (cf. Ex 24, 9-17; 33, 7-23; 34, 1-10.28-35).

También cuando el pueblo, en el Sinaí, pide a Aarón que haga el becerro de oro, Moisés ora, explicando de modo emblemático su función de intercesor. El episodio se narra en el capítulo 32 del Libro del Éxodo y tiene un relato paralelo en el capítulo 9 del Deuteronomio. En la catequesis de hoy quiero reflexionar sobre este episodio y, en particular, sobre la oración de Moisés que encontramos en el relato del Éxodo. El pueblo de Israel se encontraba al pie del Sinaí mientras Moisés, en el monte, esperaba el don de las tablas de la Ley, ayunando durante cuarenta días y cuarenta noches (cf. Ex 24, 18; Dt 9, 9). El número cuarenta tiene valor simbólico y significa la totalidad de la experiencia, mientras que con el ayuno se indica que la vida viene de Dios, que es él quien la sostiene. El hecho de comer, en efecto, implica tomar el alimento que nos sostiene; por eso, en este caso ayunar, renunciando al alimento, adquiere un significado religioso: es un modo de indicar que no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca del Señor (cf. Dt 8, 3). Ayunando, Moisés muestra que espera el don de la Ley divina como fuente de vida: esa Ley revela la voluntad de Dios y alimenta el corazón del hombre, haciéndolo entrar en una alianza con el Altísimo, que es fuente de la vida, es la vida misma.

Pero, mientras el Señor, en el monte, da a Moisés la Ley, al pie del monte el pueblo la transgrede. Los israelitas, incapaces de resistir a la espera y a la ausencia del mediador, piden a Aarón: «Anda, haznos un dios que vaya delante de nosotros, pues a ese Moisés que nos sacó de Egipto no sabemos qué le ha pasado» (Ex 32, 1). Cansado de un camino con un Dios invisible, ahora que también Moisés, el mediador, ha desaparecido, el pueblo pide una presencia tangible, palpable, del Señor, y encuentra en el becerro de metal fundido hecho por Aarón, un dios que se ha vuelto accesible, manipulable, al alcance del hombre. Esta es una tentación constante en el camino de fe: eludir el misterio divino construyendo un dios comprensible, correspondiente a sus propios esquemas, a sus propios proyectos. Lo que acontece en el Sinaí muestra toda la necedad y la ilusoria vanidad de esta pretensión porque, como afirma irónicamente el Salmo 106, «cambiaron su gloria por la imagen de un toro que come hierba» (Sal 106, 20). Por eso, el Señor reacciona y ordena a Moisés que baje del monte, revelándole lo que el pueblo estaba haciendo y terminando con estas palabras: «Deja que mi ira se encienda contra ellos hasta consumirlos. Y de ti haré un gran pueblo» (Ex 32, 10). Como hizo a Abraham a propósito de Sodoma y Gomorra, también ahora Dios revela a Moisés lo que piensa hacer, como si no quisiera actuar sin su consentimiento (cf. Am 3, 7). Dice: «Deja que mi ira se encienda contra ellos». En realidad, ese «deja que mi ira se encienda contra ellos» se dice precisamente para que Moisés intervenga y le pida que no lo haga, revelando así que el deseo de Dios siempre es la salvación. Como en el caso de las dos ciudades del tiempo de Abraham, el castigo y la destrucción, en los que se manifiesta la ira de Dios como rechazo del mal, indican la gravedad del pecado cometido; al mismo tiempo, la petición de intercesión quiere manifestar la voluntad de perdón del Señor. Esta es la salvación de Dios, que implica misericordia, pero a la vez denuncia de la verdad del pecado, del mal que existe, de modo que el pecador, reconociendo y rechazando su pecado, deje que Dios lo perdone y lo transforme. Así, la oración de intercesión hace operante, dentro de la realidad corrompida del hombre pecador, la misericordia divina, que encuentra voz en la súplica del orante y se hace presente a través de él donde hay necesidad de salvación.

La súplica de Moisés está totalmente centrada en la fidelidad y la gracia del Señor. Se refiere ante todo a la historia de redención que Dios comenzó con la salida de Israel de Egipto, y prosigue recordando la antigua promesa dada a los Padres. El Señor realizó la salvación liberando a su pueblo de la esclavitud egipcia. ¿Por qué entonces —pregunta Moisés— «han de decir los egipcios: “Con mala intención los sacó, para hacerlos morir en las montañas y exterminarlos de la superficie de la tierra”?» (Ex 32, 12). La obra de salvación comenzada debe ser llevada a término; si Dios hiciera perecer a su pueblo, eso podría interpretarse como el signo de una incapacidad divina de llevar a cabo el proyecto de salvación. Dios no puede permitir esto: él es el Señor bueno que salva, el garante de la vida; es el Dios de misericordia y perdón, de liberación del pecado que mata. Así Moisés apela a Dios, a la vida interior de Dios contra la sentencia exterior. Entonces —argumenta Moisés con el Señor—, si sus elegidos perecen, aunque sean culpables, él podría parecer incapaz de vencer el pecado. Y esto no se puede aceptar. Moisés hizo experiencia concreta del Dios de salvación, fue enviado como mediador de la liberación divina y ahora, con su oración, se hace intérprete de una doble inquietud, preocupado por el destino de su pueblo, y al mismo tiempo preocupado por el honor que se debe al Señor, por la verdad de su nombre. El intercesor, de hecho, quiere que el pueblo de Israel se salve, porque es el rebaño que le ha sido confiado, pero también para que en esa salvación se manifieste la verdadera realidad de Dios. Amor a los hermanos y amor a Dios se compenetran en la oración de intercesión, son inseparables. Moisés, el intercesor, es el hombre movido por dos amores, que en la oración se sobreponen en un único deseo de bien.

Después, Moisés apela a la fidelidad de Dios, recordándole sus promesas: «Acuérdate de tus siervos, Abraham, Isaac e Israel, a quienes juraste por ti mismo: “Multiplicaré vuestra descendencia como las estrellas del cielo, y toda esta tierra de que he hablado se la daré a vuestra descendencia para que la posea para siempre”» (Ex 32, 13). Moisés recuerda la historia fundadora de los orígenes, recuerda a los Padres del pueblo y su elección, totalmente gratuita, en la que únicamente Dios tuvo la iniciativa. No por sus méritos habían recibido la promesa, sino por la libre elección de Dios y de su amor (cf. Dt 10, 15). Y ahora, Moisés pide al Señor que continúe con fidelidad su historia de elección y de salvación, perdonando a su pueblo. El intercesor no presenta excusas para el pecado de su gente, no enumera presuntos méritos ni del pueblo ni suyos, sino que apela a la gratuidad de Dios: un Dios libre, totalmente amor, que no cesa de buscar a quien se ha alejado, que permanece siempre fiel a sí mismo y ofrece al pecador la posibilidad de volver a él y de llegar a ser, con el perdón, justo y capaz de fidelidad. Moisés pide a Dios que se muestre más fuerte incluso que el pecado y la muerte, y con su oración provoca este revelarse divino. El intercesor, mediador de vida, se solidariza con el pueblo; deseoso únicamente de la salvación que Dios mismo desea, renuncia a la perspectiva de llegar a ser un nuevo pueblo grato al Señor. La frase que Dios le había dirigido, «Y de ti haré un gran pueblo», ni siquiera es tomada en cuenta por el «amigo» de Dios, que en cambio está dispuesto a asumir sobre sí no sólo la culpa de su gente, sino todas sus consecuencias. Cuando, después de la destrucción del becerro de oro, volverá al monte a fin de pedir de nuevo la salvación para Israel, dirá al Señor: «Ahora, o perdonas su pecado o me borras del libro que has escrito» (v. 32). Con la oración, deseando lo que es deseo de Dios, el intercesor entra cada vez más profundamente en el conocimiento del Señor y de su misericordia y se vuelve capaz de un amor que llega hasta el don total de sí. En Moisés, que está en la cima del monte cara a cara con Dios y se hace intercesor por su pueblo y se ofrece a sí mismo —«o me borras»—, los Padres de la Iglesia vieron una prefiguración de Cristo, que en la alta cima de la cruz realmente está delante de Dios, no sólo como amigo sino como Hijo. Y no sólo se ofrece —«o me borras»—, sino que con el corazón traspasado se deja borrar, se convierte, como dice san Pablo mismo, en pecado, lleva sobre sí nuestros pecados para salvarnos a nosotros; su intercesión no sólo es solidaridad, sino identificación con nosotros: nos lleva a todos en su cuerpo. Y así toda su existencia de hombre y de Hijo es un grito al corazón de Dios, es perdón, pero perdón que transforma y renueva.

Creo que debemos meditar esta realidad. Cristo está delante del rostro de Dios y pide por mí. Su oración en la cruz es contemporánea de todos los hombres, es contemporánea de mí: él ora por mí, ha sufrido y sufre por mí, se ha identificado conmigo tomando nuestro cuerpo y el alma humana. Y nos invita a entrar en esta identidad suya, haciéndonos un cuerpo, un espíritu con él, porque desde la alta cima de la cruz él no ha traído nuevas leyes, tablas de piedra, sino que se trajo a sí mismo, trajo su cuerpo y su sangre, como nueva alianza. Así nos hace consanguíneos con él, un cuerpo con él, identificados con él. Nos invita a entrar en esta identificación, a estar unidos a él en nuestro deseo de ser un cuerpo, un espíritu con él. Pidamos al Señor que esta identificación nos transforme, nos renueve, porque el perdón es renovación, es transformación.

Quiero concluir esta catequesis con las palabras del apóstol san Pablo a los cristianos de Roma: «¿Quién acusará a los elegidos de Dios? Dios es el que justifica. ¿Quién condenará? ¿Acaso Cristo Jesús, que murió, más todavía, resucitó y está a la derecha de Dios y que además intercede por nosotros? ¿Quién nos separará del amor de Cristo? (…) Ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, (…) ni ninguna otra criatura podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor» (Rm 8, 33-35.38.39).

Plaza de San Pedro
Miércoles 1 de junio de 2011

Dios alcanzado intelectualmente en la negación, en la noche

Texto de san Alberto Hurtado

 

Reflexión del Padre Hurtado, sobre el proceso del alma que, dejando atrás lo sensible, se aferra a Dios por Él mismo y no por los posibles consuelos, purificando así su fe y estrechando más su unión con Él.

San Alberto Hurtado, un contemplativo en acción.

El primer contacto divino está muy cargado de sensible. El ser dependiente tiende fisiológicamente hacia el Ser superior. Uno es movido por un sentimiento. Uno se da en un tender, uno gusta con suavidad. Pero, sentimiento, tendencia, suavidad, son como la base carnal del acto de adhesión espiritual y de amor voluntario.

Estas dulzuras de la primera contemplación, cuando el alma se resuelve a tender resueltamente a Dios, no son despreciables. Tienen gran importancia en el comienzo de la vida generosa. Dios aparece al alma como el mayor bien que se puede alcanzar, el que asegura más paz y más alegría, Aquel al cual vale más darse y abandonarse, en un deseo ardiente y sincero.

El alma en lo más profundo de ella misma está en apetito de Dios. Desde que se libra del pecado se vuelve a Aquel que la llama, se dirige al Ser. Ella va al Ser, llevando su cuerpo con ella. Éste también necesita ser animado por el amor. Coopera. Ayuda al alma a lanzarse mejor. El alma utiliza sus movimientos, ella resbala, como puede, su amor que comienza. Todo esto aún es pesado, es carnal.

El gozo de la contemplación todavía pesa más que Dios, aunque el alma no se da bien cuenta de esto. Ella se da; está feliz de darse. Dios la invade, la llena. Ella se lanza y se deja llevar. Ella no ve que se busca [a sí misma], que es golosa. Ella necesita numerosas y profundas purificaciones, para llegar a ser cristalina, verdaderamente libre.

Dios la tiene, con todo; no quiere soltarla. Será necesario que aprenda poco a poco, a soportar a Dios solo. Es un aprendizaje duro, en el que el alma sufre de muchas maneras; es aprender a pasar de las tinieblas a la fe pura.

Dios no es ya aprehendido con suavidad, con exuberancia de dulzuras sensibles; es aprehendido por el espíritu sin que la sensibilidad parezca interesada: es lo que los místicos llaman la cima, la punta, la fina punta del espíritu.

El alma adhiere a Dios, un Dios vacío de toda imagen, de todo concepto, trascendente. Negación de todo lo que no es Él. El término absoluto del acto del alma es el mismo Dios, sólo Dios, conocido de una manera mucho más segura. Dios ha conquistado el alma que se ha dado y vuelto a dar en una serie de actos de voluntad muy firmes. El alma vive en Dios, está establecida en Dios, que ella encuentra en el término de su acto, desde que se separa de su actuación material. Dios ha llegado a ser el Omnipresente, el Todo, El que cuenta y da valor a todo lo que no es Él. La vida se hace naturalmente teocéntrica, todo habla de Dios al hombre, todo se lo da.

Y todo esto se realiza en el medio de una noche obscura, la noche de la nada de lo que no es Dios. Dios está presente en todas partes en este vacío. El alma con frecuencia está sola, desamparada, en pleno combate, en medio de las mayores dificultades, como perdida en la noche. Y con todo, en la última punta de su alma, ella permanece tranquila delante de Dios, por encima de las cosas, por su adhesión ya del todo espontánea, ya en tensión al acto puro, más allá de las tinieblas, que es tiniebla.

La tiniebla es también la imagen más exacta del gran Dios que se esconde a la fe, detrás del velo. El alma adhiere a esta tiniebla bienhechora, que la arranca de sí misma y le da una profunda paz.

El hombre en oración IV

Jacob, el combate de la fe

Lucha nocturna y encuentro con Dios (Gn 32, 23-33)

Benedicto XVI

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy quiero reflexionar con vosotros sobre un texto del Libro del Génesis que narra un episodio bastante particular de la historia del patriarca Jacob. Es un fragmento de difícil interpretación, pero importante en nuestra vida de fe y de oración; se trata del relato de la lucha con Dios en el vado de Yaboc, del que hemos escuchado un pasaje.

Como recordaréis, Jacob le había quitado a su gemelo Esaú la primogenitura a cambio de un plato de lentejas y después le había arrebatado con engaño la bendición de su padre Isaac, ya muy anciano, aprovechándose de su ceguera. Tras huir de la ira de Esaú, se había refugiado en casa de un pariente, Labán; se había casado, se había enriquecido y ahora volvía a su tierra natal, dispuesto a afrontar a su hermano después de haber tomado algunas medidas prudentes. Pero cuando todo está preparado para este encuentro, después de haber hecho que los que estaban con él atravesaran el vado del torrente que delimitaba el territorio de Esaú, Jacob se queda solo y es agredido improvisamente por un desconocido con el que lucha durante toda la noche. Este combate cuerpo a cuerpo —que encontramos en el capítulo 32 del Libro del Génesis— se convierte para él en una singular experiencia de Dios.

La noche es el tiempo favorable para actuar a escondidas, por tanto, para Jacob es el tiempo mejor para entrar en el territorio de su hermano sin ser visto y quizás con el plan de tomar por sorpresa a Esaú. Sin embargo, es él quien se ve sorprendido por un ataque imprevisto, para el que no estaba preparado. Había usado su astucia para tratar de evitar una situación peligrosa, pensaba tenerlo todo controlado y, en cambio, ahora tiene que afrontar una lucha misteriosa que lo sorprende en soledad y sin darle la oportunidad de organizar una defensa adecuada. Inerme, en la noche, el patriarca Jacob lucha con alguien. El texto no especifica la identidad del agresor; usa un término hebreo que indica «un hombre» de manera genérica, «uno, alguien»; se trata, por tanto, de una definición vaga, indeterminada, que a propósito mantiene al asaltante en el misterio. Reina la oscuridad, Jacob no consigue distinguir claramente a su adversario; y también para el lector, para nosotros, permanece en el misterio; alguien se enfrenta al patriarca, y este es el único dato seguro que nos proporciona el narrador. Sólo al final, cuando la lucha ya haya terminado y ese «alguien» haya desaparecido, sólo entonces Jacob lo nombrará y podrá decir que ha luchado contra Dios.

El episodio tiene lugar, por tanto, en la oscuridad y es difícil percibir no sólo la identidad del asaltante de Jacob, sino también cómo se desarrolla la lucha. Leyendo el texto, resulta difícil establecer cuál de los dos contrincantes logra vencer; los verbos se usan a menudo sin sujeto explícito, y las acciones se suceden casi de forma contradictoria, así que cuando parece que uno de los dos va a prevalecer, la acción sucesiva desmiente enseguida esto y presenta al otro como vencedor. De hecho, al inicio Jacob parece ser el más fuerte, y el adversario —dice el texto— «no lograba vencerlo» (v. 26); con todo, golpea a Jacob en la articulación del muslo, provocándole una luxación. Se debería pensar entonces que Jacob va a sucumbir; sin embargo, es el otro el que le pide que lo deje ir; pero el patriarca se niega, poniendo una condición: «No te soltaré hasta que me bendigas» (v. 27). Aquel que con engaño le había quitado a su hermano la bendición del primogénito, ahora la pretende del desconocido, de quien quizás comienza a vislumbrar las connotaciones divinas, pero sin poderlo aún reconocer verdaderamente.

El rival, que parece detenido y por tanto vencido por Jacob, en lugar de acoger la petición del patriarca, le pregunta su nombre: «¿Cómo te llamas?». El patriarca le responde: «Jacob» (v. 28). Aquí la lucha da un viraje importante. Conocer el nombre de alguien implica una especie de poder sobre la persona, porque en la mentalidad bíblica el nombre contiene la realidad más profunda del individuo, desvela su secreto y su destino. Conocer el nombre de alguien quiere decir conocer la verdad del otro y esto permite poderlo dominar. Por tanto, cuando, a petición del desconocido, Jacob revela su nombre, se está poniendo en las manos de su adversario, es una forma de rendición, de entrega total de sí mismo al otro.

Pero, paradójicamente, en este gesto de rendición también Jacob resulta vencedor, porque recibe un nombre nuevo, junto al reconocimiento de victoria por parte de su adversario, que le dice: «Ya no te llamarás Jacob, sino Israel, porque has luchado con Dios y con los hombres, y has vencido» (v. 29). «Jacob» era un nombre que aludía al origen problemático del patriarca; de hecho, en hebreo recuerda el término «talón», y remite al lector al momento del nacimiento de Jacob cuando, al salir del seno materno, agarraba con la mano el talón de su hermano gemelo (cf. Gn 25, 26), casi presagiando la supremacía que alcanzaría en perjuicio de su hermano en la edad adulta, pero el nombre de Jacob remite también al verbo «engañar, suplantar». Pues bien, ahora, en la lucha, el patriarca revela a su adversario, en un gesto de entrega y rendición, su propia realidad de engañador, de suplantador; pero el otro, que es Dios, transforma esta realidad negativa en positiva: Jacob el engañador se convierte en Israel, se le da un nombre nuevo que implica una nueva identidad. Pero también aquí el relato mantiene su voluntaria duplicidad, porque el significado más probable del nombre Israel es «Dios es fuerte, Dios vence».

Así pues, Jacob ha prevalecido, ha vencido —es el propio adversario quien lo afirma—, pero su nueva identidad, recibida del contrincante mismo, afirma y testimonia la victoria de Dios. Y cuando Jacob pregunta a su vez el nombre a su adversario, este no quiere decírselo, pero se le revelará en un gesto inequívoco, dándole la bendición. Aquella bendición que el patriarca le había pedido al principio de la lucha se le concede ahora. Y no es la bendición obtenida con engaño, sino la gratuitamente concedida por Dios, que Jacob puede recibir porque estando solo, sin protección, sin astucias ni engaños, se entrega inerme, acepta la rendición y confiesa la verdad sobre sí mismo. Por eso, al final de la lucha, recibida la bendición, el patriarca puede finalmente reconocer al otro, al Dios de la bendición: «He visto a Dios cara a cara —dijo—, y he quedado vivo» (v. 31); y ahora puede atravesar el vado, llevando un nombre nuevo pero «vencido» por Dios y marcado para siempre, cojeando por la herida recibida.

Las explicaciones que la exégesis bíblica puede dar respecto a este fragmento son muchas; en particular los estudiosos reconocen en él finalidades y componentes literarios de varios tipos, así como referencias a algún relato popular. Pero cuando estos elementos son asumidos por los autores sagrados y englobados en el relato bíblico, cambian de significado y el texto se abre a dimensiones más amplias. El episodio de la lucha en el Yaboc se muestra al creyente como texto paradigmático en el que el pueblo de Israel habla de su propio origen y delinea los rasgos de una relación particular entre Dios y el hombre. Por esto, como afirma también el Catecismo de la Iglesia católica, «la tradición espiritual de la Iglesia ha tomado de este relato el símbolo de la oración como un combate de la fe y una victoria de la perseverancia» (n. 2573). El texto bíblico nos habla de la larga noche de la búsqueda de Dios, de la lucha por conocer su nombre y ver su rostro; es la noche de la oración que con tenacidad y perseverancia pide a Dios la bendición y un nombre nuevo, una nueva realidad, fruto de conversión y de perdón.

La noche de Jacob en el vado de Yaboc se convierte así, para el creyente, en un punto de referencia para entender la relación con Dios que en la oración encuentra su máxima expresión. La oración requiere confianza, cercanía, casi en un cuerpo a cuerpo simbólico no con un Dios enemigo, adversario, sino con un Señor que bendice y que permanece siempre misterioso, que parece inalcanzable. Por esto el autor sagrado utiliza el símbolo de la lucha, que implica fuerza de ánimo, perseverancia, tenacidad para alcanzar lo que se desea. Y si el objeto del deseo es la relación con Dios, su bendición y su amor, entonces la lucha no puede menos de culminar en la entrega de sí mismos a Dios, en el reconocimiento de la propia debilidad, que vence precisamente cuando se abandona en las manos misericordiosas de Dios.

Queridos hermanos y hermanas, toda nuestra vida es como esta larga noche de lucha y de oración, que se ha de vivir con el deseo y la petición de una bendición a Dios que no puede ser arrancada o conseguida sólo con nuestras fuerzas, sino que se debe recibir de él con humildad, como don gratuito que permite, finalmente, reconocer el rostro del Señor. Y cuando esto sucede, toda nuestra realidad cambia, recibimos un nombre nuevo y la bendición de Dios. Más aún: Jacob, que recibe un nombre nuevo, se convierte en Israel y da también un nombre nuevo al lugar donde ha luchado con Dios y le ha rezado; le da el nombre de Penuel, que significa «Rostro de Dios». Con este nombre reconoce que ese lugar está lleno de la presencia del Señor, santifica esa tierra dándole la impronta de aquel misterioso encuentro con Dios. Quien se deja bendecir por Dios, quien se abandona a él, quien se deja transformar por él, hace bendito el mundo. Que el Señor nos ayude a combatir la buena batalla de la fe (cf. 1 Tm 6, 12; 2 Tm 4, 7) y a pedir, en nuestra oración, su bendición, para que nos renueve a la espera de ver su rostro. ¡Gracias!

Plaza de San Pedro
Miércoles 25 de mayo de 2011

Nuestra imitación de Cristo

3ª meditación del retiro predicado a los profesores de la UC en 1940: ‘Nuestra imitación de Cristo’.

San Alberto Hurtado

Este es Cristo. Y toda nuestra santificación, conocer a Cristo, e imitar a Cristo. A los que predestinó, los predestinó a ser conformes a la imagen de su Hijo. Ninguno se salva sino en Cristo. “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn 14,6). Camino que andar; Verdad que creer; Vida que vivir… Todo el evangelio y todos los santos llenos de este ideal, que es el ideal cristiano por excelencia. Vivir en Cristo; transformarse en Cristo… San Pablo: “Nada juzgué digno sino de conocer a Cristo y a éste crucificado” (1Cor 2,2)… “Vivo yo, ya no yo, sino Cristo vive en mí” (Gál 2,20)… La tarea de todos los santos es realizar en la medida de sus fuerzas, según la donación de la gracia, diferente en cada uno, el ideal paulino de vivir la vida de Cristo. Imitar a Cristo, meditar en su vida, conocer sus ejemplos…

El más popular libro en la Iglesia después del Evangelio es el de la “Imitación de Cristo”, pero, ¡de cuán diferentes maneras se ha comprendido la imitación de Cristo!

  1. [Maneras erradas de imitar a Cristo].
  2. Para unos, la imitación de Cristo se reduce a un estudio histórico de Jesús. Van a buscar el Cristo histórico y se quedan en Él. Lo estudian. Leen el Evangelio, investigan la cronología, se informan de las costumbres del pueblo judío… Se ponen en contacto con lo que San Pablo llamaba el Cristo según la carne, al cual él decía que no conocía (cf. 2Cor 5,16). Y su estudio, más bien científico que espiritual, es frío e inerte. La imitación de Cristo para éstos ¡qué falseada aparecería! Se reduciría a una copia literal de la vida de Cristo… Arameo, a pie, turbante. Accidentes que asumió per accidens. Así lo entendieron los artistas medievales.

La historia, para el cristianismo, no es la visión total de la vida, sino una visión limitadísima, que puede ser depasada por una superior, en nuestro caso por la fe. La iglesia no es antihistórica, pero la sobrepasa. Pero no es esto. No: “El espíritu vivifica; la letra mata” (2Cor 3,6).

  1. Para otros, la imitación de Cristo es más bien un asunto especulativo. Ven en Jesús como el gran legislador; el que soluciona todos los problemas humanos, el sociólogo por excelencia; el artista que se complace en la naturaleza, que se recrea con los pequeñuelos… Para unos es un artista, un filósofo, un reformador, un sociólogo, y ellos lo contemplan, lo admiran, pero no mudan su vida ante Él. Son a veces paganos, como Ghandi, apóstatas como Renán, poetas semipaganos como tantos que admiramos en los que, sin embargo, por propia declaración, no ha brillado la luz de la fe, pero para quienes, sin embargo, Cristo es el personaje central de su vida y de la historia… Cristo permanece sólo en su inteligencia y en su sensibilidad, pero no ha trascendido a su vida misma. Con frecuencia ésta es inmoral, porque para él Cristo es más un personaje admirable, que una norma de vida. Religiosidad frecuente en el tipo universitario, mucho menos en la mujer. Estos hombres constituyen con frecuencia un peligro para la religión, la evacuan de sentido, la vacían de su sobrenaturalismo. Son el profesor Savagnac que nos describe Bourget en el demonio de mediodía, con Chateubriand que escribía, donde jamás debía haber penetrado un cristiano, su apología del cristianismo. Son a veces hombres que librarán batallas por Cristo, o más bien por su Iglesia, sus instituciones, pero desprovistos de todo espíritu cristiano, del alma del cristianismo. Esa admiración, ¡no es imitar a Cristo!
  2. Otro grupo de personas creen imitar a Cristo preocupándose, al extremo opuesto, únicamente de la observancia de sus mandamientos, siendo fieles observadores de las leyes divinas y eclesiásticas. Escrupulosos en la hora de llegada a los oficios divinos, en la práctica de los ayunos y abstinencias.

Contemplan la vida de Cristo como un prolongado deber, y nuestra vida como un deber que prolonga el de Cristo. A las leyes dadas por Cristo ellos agregan otras, para completar los silencios, de modo que toda la vida es un continuo deber, un reglamento de perfección, desconocedor en absoluto de la libertad de espíritu. Las leyes centrales son desmenuzadas en multitud de aplicaciones rigurosas…

El cristianismo es un fariseísmo, una casuística; se cae en la escrupulosidad. ¡Cuántas veces se ha deformado la conciencia cristiana haciéndole creer que eso es imitar a Cristo! Y tenemos como consecuencias almas apocadas, que no se preocupan sino de conocer ajenas interpretaciones sobre el propio obrar, que carecen de toda libertad de espíritu, y para quienes la vida cristiana es un prolongado martirio. El confesor para estas personas es un artículo de bolsillo a quien deben consultar en todos los instantes de la vida.

El foco de su atención no es Cristo, sino el pecado. El sacramento esencial en la Iglesia no es la Eucaristía, ni el bautismo, sino la confesión. La única preocupación es huir del pecado, y su mejor oración, el examen de conciencia. El sexto mandamiento en especial los atormenta y los preocupa. E imitar a Cristo para ellos es huir de los pensamientos malos, evitar todo peligro, limitar la libertad de todo el mundo y sospechar malas intenciones en cualquier acontecimiento de la vida.

No; no es ésta la imitación de Cristo que proponemos. Esta podría ser la actitud de los fariseos, no la de Cristo. Puede un alma estar tentada de escrúpulos y esta prueba es una prueba y dolor verdadero, tan verdadero como un cáncer, la pobreza o el hambre; pero la escrupulosidad, el rigorismo y el fariseísmo no son la esencia del catolicismo; no consiste en ellos la imitación de Cristo. Nuestra actitud ante el pecado la expresa admirablemente San Juan: “Hijitos míos…”.

  1. Para otros, la imitación de Cristo es un gran activismo apostólico, una multiplicación de esfuerzos de orientación de apostolado, un moverse continuamente en crear obras y más obras, en multiplicar reuniones y asociaciones. Algunos sitúan el triunfo del catolicismo únicamente en actitudes políticas. Lo esencial para ellos es el triunfo de una combinación o de un partido; el cambio de un ministro, la salida de una profesora… Para otros, lo esencial una gran procesión de antorchas, un meeting monstruo, la fundación de un periódico… Y no digo que eso esté mal, que eso no haya de hacerse. Todo es necesario, pero no es eso lo esencial del catolicismo. Cuando eso falla, o no puede realizarse, no por eso dejo yo de imitar a Cristo. Cuando estoy enfermo y no puedo trabajar… Cuando preso, cuando vencido, cuando las fuerzas del mal se enseñorean, no por eso Cristo reina menos en la sociedad, no por eso se le imita menos.

Esta concepción de activismo en la imitación de Cristo, ¡tan frecuente entre nosotros en la imitación de Cristo! No que la condene, pero sí que diga que ella no es lo esencial ni lo primordial en nuestra relación con Cristo. Es algo parecido al Islamismo que es una religión ante todo conquistadora… y éstos en general viven en el pesimismo, pensando que lo primordial, que es la conquista, está en mala situación.

  1. Verdadera solución

Nuestra religión no consiste, como en primer elemento, en una reconstrucción del Cristo histórico (los que no supieran leer, ni tuvieran letras, o vivieran antes que se hubiese escrito el Evangelio); ni en una pura metafísica o sociología o política (¡qué para los ignorantes!); ni en una sola lucha fría y estéril contra el pecado, que es una manifestación del amor, pero no el amor salvador; ni primordialmente en la actitud de conquista, que puede darse en individuos muertos a Cristo por el pecado mortal. Nuestra imitación de Cristo no consiste tampoco en hacer lo que Cristo hizo, ¡nuestra civilización y condiciones de vida son tan diferentes!

Nuestra imitación de Cristo consiste en vivir la vida de Cristo, en tener esa actitud interior y exterior que en todo se conforma a la de Cristo, en hacer lo que Cristo haría si estuviese en mi lugar.

Lo primero necesario para imitar a Cristo es asimilarse a Él por la gracia, que es la participación de la vida divina. Y de aquí ante todo aprecia el bautismo, que introduce, y la Eucaristía que alimenta esa vida y que da a Cristo, y si la pierde, la penitencia para recobrar esa vida… Esa vida de la gracia es la primera aspiración de su alma. Estar en Dios, tener a Dios, vivir la vida divina, ser templo de la Santísima Trinidad… Por no perder esa vida, que es la participación de Dios, su divinización, está dispuesto a perder el ojo, la mano, la vida… No por temor, sino por amor. Esa vida es para él la perla preciosa, el tesoro escondido (cf. Mt 13,44-46).

Y luego de poseer esa vida, procura actuarla continuamente en todas las circunstancias de su vida por la práctica de todas las virtudes que Cristo practicó, en particular por la caridad, la virtud más amada de Cristo. La misión de este hombre es la de iluminar el mundo con la caridad de Cristo. Ofrecerse al mundo como una solución a sus problemas; ser para el mundo una luz, una gracia, una verdad que los lleve al Padre.

La encarnación histórica necesariamente restringió a Cristo y su vida divino-humana a un cuadro limitado por el tiempo y el espacio. La encarnación mística, que es el cuerpo de Cristo, la Iglesia, quita esa restricción y la amplía a todos los tiempos y espacios donde hay un bautizado. La vida divina aparece en todo el mundo. El Cristo histórico fue judío viviendo en Palestina en tiempo del Imperio Romano. El Cristo místico es chileno del siglo XX, alemán, francés y africano… Es profesor y comerciante, es ingeniero, abogado y obrero, preso y monarca… Es todo cristiano que vive en gracia de Dios y que aspira a integrar su vida en las normas de la vida de Cristo, en sus secretas aspiraciones, y que aspira siempre a esto: a hacer lo que hace, como Cristo lo haría en su lugar. A enseñar la ingeniería, como Cristo la enseñaría, el derecho… a hacer una operación con la delicadeza… a tratar a sus alumnos con la fuerza suave, amorosa y respetuosa de Cristo, a interesarse por ellos como Cristo se interesaría si estuviese en su lugar. A viajar como viajaría Cristo, a orar como oraría Cristo, a conducirse en política, en economía, en su vida de hogar como se conduciría Cristo.

Esto supone un conocimiento de los evangelios y de la tradición de la Iglesia, una lucha contra el pecado, trae consigo una metafísica, una estética, una sociología, un espíritu ardiente de conquista… Pero no cifra en ellos lo primordial. Si humanamente fracasa, si el éxito no corona su apostolado, no por eso se impacienta. Si viene sobre el mundo la garra brutal del paganismo y nuevas persecuciones, y aun nuevas apostasías, no por eso cree que el catolicismo está destrozado, no por eso pierde su ánimo, porque su triunfo primordial no es el externo, sino el interior.

Y Cristo triunfó desde la cruz, “Cuando sea elevado sobre la tierra” (Jn 12,32). La misión de Cristo, que es lo que más nos importa, se realizó a pesar de nuestras debilidades: esa misión que consistió en pagar la deuda del pecado, redimir al hombre, darnos la gracia santificante.

Y él, como Cristo, en éxito o en derrota siembra la verdad; respondan o no, da testimonio de la verdad; se presenta como una luz cada día fulgurante, procura buscar las ovejas que no son del rebaño.

Actitud de paz: “La paz con vosotros” (Lc 24,36)… perpetuo triunfo. La única derrota consiste en dejar de ser Cristo por la apostasía o por el pecado. La primera lo expulsa del Cuerpo místico, la segunda lo hace un miembro muerto del mismo. Si el mundo se paganiza, el cristianismo no fracasa, fracasa el mundo por no querer servirse del cristianismo, el único que podría salvarlo.

Este es el catolicismo de un Francisco de Asís, Ignacio, Javier, Vico Necchi, Contardo Ferrini, Salvador Palma, Luis Goycolea, Vicente Philippi, de un don Gilberto Fuenzalida, y de tantos jóvenes y no jóvenes que viven su vida cotidiana de casados, de profesores, de solteros, de estudiantes, de religiosos, que participan en el deporte y en la política con ese criterio de ser Cristo. Éste muestra al hombre egoísta lo que puede ser el hombre que ha encontrado la solución del misterio de la vida por el abandono de sí mismo en la divinidad. Éstos son los faros que convierten las almas, y que salvan las naciones. Éstos son los tipos que ha de producir la Universidad Católica. Esto es lo que primordialmente necesita esta Universidad. Profesores llenos de esta sublime aspiración: ser Cristo, plenamente Cristo, en la seriedad de su vida profesional, en la intimidad de su vida de hogar, en sus relaciones de comercio, en su vida social, en sus relaciones con sus alumnos. Ésta es la vida que con su conducta y sus palabras han de predicar. ¡Ah, si así fuese!, ¡qué juventud la que tendríamos! ¡Qué influencia la de nuestra Universidad! ¡Este es el único camino sólido y seguro de salvar a Chile, y de responder a los deseos de Cristo! Meditemos en el camino, y en nuestra obligación de ser para nuestros alumnos esa luz, esa gracia que oriente sus vidas hacia un cristianismo totalitario que los satisfaga totalmente y que les muestre cómo, en cada circunstancia de la vida, ellos tienen el deber de ser católicos y cómo a su vez pueden serlo.

Los jóvenes de ahora, en este mundo material, sienten como nunca esta inquietud. Es deber nuestro de los sacerdotes y de los catedráticos de saciar esa sed y de mostrarles con nuestras palabras, y sobre todo con nuestras vidas, el camino seguro de realizar esa aspiración.

“Un disparo a la eternidad”, pp. 79-85.

El hombre en oración III

La intercesión de Abraham por Sodoma

(Gn 18, 16-33)

Benedicto XVI

Queridos hermanos y hermanas:

En las dos últimas catequesis hemos reflexionado sobre la oración como fenómeno universal, que, si bien con formas distintas, está presente en las culturas de todos los tiempos. Hoy, en cambio, quiero comenzar un recorrido bíblico sobre este tema, que nos llevará a profundizar en el diálogo de alianza entre Dios y el hombre que anima la historia de salvación, hasta su culmen: la Palabra definitiva que es Jesucristo. En este camino nos detendremos en algunos textos importantes y figuras paradigmáticas del Antiguo y del Nuevo Testamento. Será Abraham, el gran patriarca, padre de todos los creyentes (cf. Rm 4, 11-12.16-17), quien nos ofrecerá el primer ejemplo de oración, en el episodio de la intercesión por las ciudades de Sodoma y Gomorra. Y también quiero invitaros a aprovechar el recorrido que haremos en las próximas catequesis para aprender a conocer mejor la Biblia —que espero tengáis en vuestras casas— y, durante la semana, deteneros a leerla y meditarla en la oración, para conocer la maravillosa historia de la relación entre Dios y el hombre, entre Dios que se comunica a nosotros y el hombre que responde, que reza.

El primer texto sobre el que vamos a reflexionar se encuentra en el capítulo 18 del libro del Génesis; se cuenta que la maldad de los habitantes de Sodoma y Gomorra estaba llegando a tal extremo que resultaba necesaria una intervención de Dios para realizar un acto de justicia y frenar el mal destruyendo aquellas ciudades. Aquí interviene Abraham con su oración de intercesión. Dios decide revelarle lo que está a punto de suceder y le da a conocer la gravedad del mal y sus terribles consecuencias, porque Abraham es su elegido, escogido para convertirse en un gran pueblo y hacer que a todo el mundo llegue la bendición divina. Tiene una misión de salvación, que debe responder al pecado que ha invadido la realidad del hombre; a través de él el Señor quiere reconducir a la humanidad a la fe, a la obediencia, a la justicia. Y ahora este amigo de Dios se abre a la realidad y a las necesidades del mundo, reza por los que están a punto de ser castigados y pide que sean salvados.

Abraham plantea enseguida el problema en toda su gravedad, y dice al Señor: «¿Es que vas a destruir al justo con el culpable? Si hay cincuenta justos en la ciudad, ¿los destruirás y no perdonarás el lugar por los cincuenta justos que hay en él? ¡Lejos de ti tal cosa! matar al justo con el culpable, de modo que la suerte del justo sea como la del culpable; ¡lejos de ti! El juez de toda la tierra, ¿no hará justicia?» (Gn 18, 23-25). Con estas palabras, con gran valentía, Abraham presenta a Dios la necesidad de evitar una justicia sumaria: si la ciudad es culpable, es justo condenar su delito e infligir el castigo, pero —afirma el gran patriarca— sería injusto castigar de modo indiscriminado a todos los habitantes. Si en la ciudad hay inocentes, estos no pueden ser tratados como los culpables. Dios, que es un juez justo, no puede actuar así, dice Abraham, con razón, a Dios.

Ahora bien, si leemos más atentamente el texto, nos damos cuenta de que la petición de Abraham es aún más seria y profunda, porque no se limita a pedir la salvación para los inocentes. Abraham pide el perdón para toda la ciudad y lo hace apelando a la justicia de Dios. En efecto, dice al Señor: «Si hay cincuenta inocentes en la ciudad, ¿los destruirás y no perdonarás el lugar por los cincuenta inocentes que hay en él?» (v. 24b). De esta manera pone en juego una nueva idea de justicia: no la que se limita a castigar a los culpables, como hacen los hombres, sino una justicia distinta, divina, que busca el bien y lo crea a través del perdón que transforma al pecador, lo convierte y lo salva. Con su oración, por tanto, Abraham no invoca una justicia meramente retributiva, sino una intervención de salvación que, teniendo en cuenta a los inocentes, libre de la culpa también a los impíos, perdonándolos. El pensamiento de Abraham, que parece casi paradójico, se podría resumir así: obviamente no se puede tratar a los inocentes del mismo modo que a los culpables, esto sería injusto; por el contrario, es necesario tratar a los culpables del mismo modo que a los inocentes, realizando una justicia «superior», ofreciéndoles una posibilidad de salvación, porque si los malhechores aceptan el perdón de Dios y confiesan su culpa, dejándose salvar, no continuarán haciendo el mal, también ellos se convertirán en justos, con lo cual ya no sería necesario el castigo.

Es esta la petición de justicia que Abraham expresa en su intercesión, una petición que se basa en la certeza de que el Señor es misericordioso. Abraham no pide a Dios algo contrario a su esencia; llama a la puerta del corazón de Dios pues conoce su verdadera voluntad. Ya que Sodoma es una gran ciudad, cincuenta justos parecen poca cosa, pero la justicia de Dios y su perdón, ¿no son acaso la manifestación de la fuerza del bien, aunque parece más pequeño y más débil que el mal? La destrucción de Sodoma debía frenar el mal presente en la ciudad, pero Abraham sabe que Dios tiene otro modos y otros medios para poner freno a la difusión del mal. Es el perdón el que interrumpe la espiral de pecado, y Abraham, en su diálogo con Dios, apela exactamente a esto. Y cuando el Señor acepta perdonar a la ciudad si encuentra cincuenta justos, su oración de intercesión comienza a descender hacia los abismos de la misericordia divina. Abraham —como recordamos— hace disminuir progresivamente el número de los inocentes necesarios para la salvación: si no son cincuenta, podrían bastar cuarenta y cinco, y así va bajando hasta llegar a diez, continuando con su súplica, que se hace audaz en la insistencia: «Quizá no se encuentren más de cuarenta.. treinta… veinte… diez» (cf. vv. 29.30.31.32). Y cuanto más disminuye el número, más grande se revela y se manifiesta la misericordia de Dios, que escucha con paciencia la oración, la acoge y repite después de cada súplica: «Perdonaré… no la destruiré… no lo haré» (cf. vv. 26.28.29.30.31.32).

Así, por la intercesión de Abraham, Sodoma podrá salvarse, si en ella se encuentran tan sólo diez inocentes. Esta es la fuerza de la oración. Porque, a través de la intercesión, la oración a Dios por la salvación de los demás, se manifiesta y se expresa el deseo de salvación que Dios alimenta siempre hacia el hombre pecador. De hecho, el mal no puede aceptarse, hay que señalarlo y destruirlo a través del castigo: la destrucción de Sodoma tenía precisamente esta función. Pero el Señor no quiere la muerte del malvado, sino que se convierta y que viva (cf. Ez 18, 23; 33, 11); su deseo siempre es perdonar, salvar, dar vida, transformar el mal en bien. Ahora bien, es precisamente este deseo divino el que, en la oración, se convierte en deseo del hombre y se expresa a través de las palabras de intercesión. Con su súplica, Abraham está prestando su voz, pero también su corazón, a la voluntad divina: el deseo de Dios es misericordia, amor y voluntad de salvación, y este deseo de Dios ha encontrado en Abraham y en su oración la posibilidad de manifestarse de modo concreto en la historia de los hombres, para estar presente donde hay necesidad de gracia. Con la voz de su oración, Abraham está dando voz al deseo de Dios, que no es destruir, sino salvar a Sodoma, dar vida al pecador convertido.

Esto es lo que quiere el Señor, y su diálogo con Abraham es una prolongada e inequívoca manifestación de su amor misericordioso. La necesidad de encontrar hombres justos en la ciudad se vuelve cada vez menos apremiante y al final sólo bastarán diez para salvar a toda la población. El texto no dice por qué Abraham se detuvo en diez. Quizás es un número que indica un núcleo comunitario mínimo (todavía hoy, diez personas constituyen el quórum necesario para la oración pública judía). De todas maneras, se trata de un número escaso, una pequeña partícula de bien para salvar un gran mal. Pero ni siquiera diez justos se encontraban en Sodoma y Gomorra, y las ciudades fueron destruidas. Una destrucción que paradójicamente la oración de intercesión de Abraham presenta como necesaria. Porque precisamente esa oración ha revelado la voluntad salvífica de Dios: el Señor estaba dispuesto a perdonar, deseaba hacerlo, pero las ciudades estaban encerradas en un mal total y paralizante, sin contar ni siquiera con unos pocos inocentes de los cuales partir para transformar el mal en bien. Porque es este precisamente el camino de salvación que también Abraham pedía: ser salvados no quiere decir simplemente escapar del castigo, sino ser liberados del mal que hay en nosotros. No es el castigo el que debe ser eliminado, sino el pecado, ese rechazar a Dios y el amor que ya lleva en sí mismo el castigo. Dirá el profeta Jeremías al pueblo rebelde: «En tu maldad encontrarás el castigo, tu propia apostasía te escarmentará. Aprende que es amargo y doloroso abandonar al Señor, tu Dios» (Jr 2, 19). De esta tristeza y amargura quiere el Señor salvar al hombre, liberándolo del pecado. Pero, por eso, es necesaria una transformación desde el interior, un agarradero de bien, un inicio desde el cual partir para transformar el mal en bien, el odio en amor, la venganza en perdón. Por esto los justos tenían que estar dentro de la ciudad, y Abraham repite continuamente: «Quizás allí se encuentren…». «Allí»: es dentro de la realidad enferma donde tiene que estar ese germen de bien que puede sanar y devolver la vida. Son palabras dirigidas también a nosotros: que en nuestras ciudades haya un germen de bien; que hagamos todo lo necesario para que no sean sólo diez justos, para conseguir realmente que vivan y sobrevivan nuestras ciudades y para salvarnos de esta amargura interior que es la ausencia de Dios. Y en la realidad enferma de Sodoma y Gomorra no existía ese germen de bien.

Pero la misericordia de Dios en la historia de su pueblo se amplía aún más. Si para salvar Sodoma eran necesarios diez justos, el profeta Jeremías dirá, en nombre del Omnipotente, que basta un solo justo para salvar Jerusalén: «Recorred las calles de Jerusalén, mirad bien y averiguad, buscad por todas sus plazas, a ver si encontráis a alguien capaz de obrar con justicia, que vaya tras la verdad, y yo la perdonaré» (Jr 5, 1). El número se ha reducido aún más, la bondad de Dios se muestra aún más grande. Y ni siquiera esto basta; la sobreabundante misericordia de Dios no encuentra la respuesta de bien que busca, y Jerusalén cae bajo el asedio de sus enemigos. Será necesario que Dios mismo se convierta en ese justo. Y este es el misterio de la Encarnación: para garantizar un justo, él mismo se hace hombre. Siempre habrá un justo, porque es él, pero es necesario que Dios mismo se convierta en ese justo. El infinito y sorprendente amor divino se manifestará plenamente cuando el Hijo de Dios se haga hombre, el Justo definitivo, el perfecto Inocente, que llevará la salvación al mundo entero muriendo en la cruz, perdonando e intercediendo por quienes «no saben lo que hacen» (Lc 23, 34). Entonces la oración de todo hombre encontrará su respuesta; entonces toda intercesión nuestra será plenamente escuchada.

Queridos hermanos y hermanas, que la súplica de Abraham, nuestro padre en la fe, nos enseñe a abrir cada vez más el corazón a la misericordia sobreabundante de Dios, para que en la oración diaria sepamos desear la salvación de la humanidad y pedirla con perseverancia y con confianza al Señor, que es grande en el amor. Gracias.

Plaza de San Pedro
Miércoles 18 de mayo de 2011

Jesucristo en la cruz: ejemplo de todas las virtudes

Fragmento del

“Credo comentado”

Nº 71-73

Santo Tomás de Aquino

 

En efecto, como dice San Agustín, la Pasión de Cristo basta totalmente como instrucción para nuestra vida. Pues quien anhele vivir de manera perfecta, que no haga otra cosa que despreciar lo que Cristo despreció en la cruz y que desee lo que Cristo deseó. Porque ningún ejemplo de virtud falta en la cruz. Pues si buscas un ejemplo de caridad, “nadie tiene mayor caridad que el que da su vida por sus amigos”, Jn 15, 13. Y esto fue lo que hizo Cristo en la cruz. Por lo tanto, si Él dio su vida por nosotros, no se nos debe hacer pesado soportar por El cualquier mal. Salmo 115, 12: “¿Qué le daré al Señor por todo lo que El me ha dado?”.

Si buscas un ejemplo de paciencia, excelentísimo lo encuentras en la cruz. En efecto, de dos grandes maneras se manifiesta la paciencia: o bien padeciendo pacientemente grandes males, o bien padeciendo algo que podría evitarse y que no se evita.
Pues bien, Cristo soportó en la cruz grandes males. Treno I, 12: “Oh, vosotros todos, los que pasáis por el camino, mirad y ved si hay dolor semejante a mi dolor”; y pacientemente, porque, “al padecer, no amenazaba”, I Pedro 2, 23; e Isaías 53, 7: “Como cordero llevado al
matadero, y como oveja muda ante los trasquiladores”. Además, Cristo pudo evitarlos, y no los evitó. Mt 26, 53: “¿O piensas que no puedo yo rogar a mi Padre, que me enviaría luego más de doce legiones de ángeles?”.
Grande es, pues, la paciencia de Cristo en la cruz. Hebr 12, 1-2: “Por la paciencia corramos al combate que se nos ofrece, puestos los ojos en el autor y consumador de la fe, Jesús, el cual, en vez del gozo que se le ofrecía, soportó la cruz, despreciando la ignominia”.

Si buscas un ejemplo de humildad, ve el crucifijo: en efecto, Dios quiso ser juzgado bajo Poncio Pilato y morir. Job 36, 17: “Tu causa ha sido juzgada como la de un impío”. En verdad como la de un impío: “Condenémosle a una muerte afrentosa”, Sabiduría 2, 20. El Señor quiso morir por su siervo, y el que es la vida de los Angeles por el hombre. Filip 2, 8: “Hecho obediente hasta la muerte”.

Si buscas un ejemplo de obediencia, sigúelo a El. que se hizo obediente al Padre hasta la muerte. Rom 5, 19: “Como por la desobediencia de un solo hombre muchos fueron constituidos pecadores, así también, por la obediencia de uno solo muchos fueron hechos justos”.

Si quieres un ejemplo de desprecio de las cosas terrenas, sigúelo a El, que es el Rey de Reyes y el Señor de los señores, en quien se hallan los tesoros de la sabiduría, y que sin embargo en la cruz estuvo desnudo, objeto de burla, fue escupido, golpeado, coronado de espinas, y abrevado con hiel y vinagre, y murió. Por lo tanto, no os impresionéis por las vestiduras, ni por las riquezas, porque “se repartieron mis vestiduras”, Salmo 21, 19; ni por los honores, porque a mí me cubrieron de burlas y de golpes; no por las dignidades, porque tejieron una corona de espinas y la colocaron sobre mi cabeza; no por las delicias, porque “en mi sed me abrevaron con vinagre”, Salmo 68, 22. Sobre Hebr 12, 2: “El cual, en vez del gozo que se le ofrecía, soportó la cruz, despreciando la ignominia”, dice San Agustín: “El hombre Jesucristo despreció todos los bienes terrenos para enseñarnos que deben ser despreciados”.

El sentido cristiano de la penitencia: la conversión del corazón

Tomado del Catecismo de la Iglesia Católica

nº 1430-1439

 

La penitencia interior

Como ya en los profetas, la llamada de Jesús a la conversión y a la penitencia no mira, en primer lugar, a las obras exteriores “el saco y la ceniza”, los ayunos y las mortificaciones, sino a la conversión del corazón, la penitencia interior. Sin ella, las obras de penitencia permanecen estériles y engañosas; por el contrario, la conversión interior impulsa a la expresión de esta actitud por medio de signos visibles, gestos y obras de penitencia (cf Jl 2,12-13; Is 1,16-17; Mt 6,1-6. 16-18).

La penitencia interior es una reorientación radical de toda la vida, un retorno, una conversión a Dios con todo nuestro corazón, una ruptura con el pecado, una aversión del mal, con repugnancia hacia las malas acciones que hemos cometido. Al mismo tiempo, comprende el deseo y la resolución de cambiar de vida con la esperanza de la misericordia divina y la confianza en la ayuda de su gracia. Esta conversión del corazón va acompañada de dolor y tristeza saludables que los Padres llamaron animi cruciatus (aflicción del espíritu), compunctio cordis (arrepentimiento del corazón) (cf Concilio de Trento: DS 1676-1678; 1705; Catecismo Romano, 2, 5, 4).

El corazón del hombre es torpe y endurecido. Es preciso que Dios dé al hombre un corazón nuevo (cf Ez 36,26-27). La conversión es primeramente una obra de la gracia de Dios que hace volver a Él nuestros corazones: “Conviértenos, Señor, y nos convertiremos” (Lm 5,21). Dios es quien nos da la fuerza para comenzar de nuevo. Al descubrir la grandeza del amor de Dios, nuestro corazón se estremece ante el horror y el peso del pecado y comienza a temer ofender a Dios por el pecado y verse separado de él. El corazón humano se convierte mirando al que nuestros pecados traspasaron (cf Jn 19,37; Za 12,10).

«Tengamos los ojos fijos en la sangre de Cristo y comprendamos cuán preciosa es a su Padre, porque, habiendo sido derramada para nuestra salvación, ha conseguido para el mundo entero la gracia del arrepentimiento» (San Clemente Romano, Epistula ad Corinthios 7, 4).

Después de Pascua, el Espíritu Santo “convence al mundo en lo referente al pecado” (Jn 16, 8-9), a saber, que el mundo no ha creído en el que el Padre ha enviado. Pero este mismo Espíritu, que desvela el pecado, es el Consolador (cf Jn 15,26) que da al corazón del hombre la gracia del arrepentimiento y de la conversión (cf Hch 2,36-38; Juan Pablo II, Dominum et vivificantem, 27-48).

Diversas formas de penitencia en la vida cristiana

La penitencia interior del cristiano puede tener expresiones muy variadas. La Escritura y los Padres insisten sobre todo en tres formas: el ayuno, la oración, la limosna (cf. Tb 12,8; Mt 6,1-18), que expresan la conversión con relación a sí mismo, con relación a Dios y con relación a los demás. Junto a la purificación radical operada por el Bautismo o por el martirio, citan, como medio de obtener el perdón de los pecados, los esfuerzos realizados para reconciliarse con el prójimo, las lágrimas de penitencia, la preocupación por la salvación del prójimo (cf St 5,20), la intercesión de los santos y la práctica de la caridad “que cubre multitud de pecados” (1 P 4,8).

La conversión se realiza en la vida cotidiana mediante gestos de reconciliación, la atención a los pobres, el ejercicio y la defensa de la justicia y del derecho (cf Am 5,24; Is 1,17), por el reconocimiento de nuestras faltas ante los hermanos, la corrección fraterna, la revisión de vida, el examen de conciencia, la dirección espiritual, la aceptación de los sufrimientos, el padecer la persecución a causa de la justicia. Tomar la cruz cada día y seguir a Jesús es el camino más seguro de la penitencia (cf Lc 9,23).

Eucaristía y Penitencia. La conversión y la penitencia diarias encuentran su fuente y su alimento en la Eucaristía, pues en ella se hace presente el sacrificio de Cristo que nos reconcilió con Dios; por ella son alimentados y fortificados los que viven de la vida de Cristo; “es el antídoto que nos libera de nuestras faltas cotidianas y nos preserva de pecados mortales” (Concilio de Trento: DS 1638).

La lectura de la sagrada Escritura, la oración de la Liturgia de las Horas y del Padre Nuestro, todo acto sincero de culto o de piedad reaviva en nosotros el espíritu de conversión y de penitencia y contribuye al perdón de nuestros pecados.

Los tiempos y los días de penitencia a lo largo del año litúrgico (el tiempo de Cuaresma, cada viernes en memoria de la muerte del Señor) son momentos fuertes de la práctica penitencial de la Iglesia (cf SC 109-110; CIC can. 1249-1253; CCEO 880-883). Estos tiempos son particularmente apropiados para los ejercicios espirituales, las liturgias penitenciales, las peregrinaciones como signo de penitencia, las privaciones voluntarias como el ayuno y la limosna, la comunicación cristiana de bienes (obras caritativas y misioneras).

El proceso de la conversión y de la penitencia fue descrito maravillosamente por Jesús en la parábola llamada “del hijo pródigo”, cuyo centro es “el padre misericordioso” (Lc 15,11-24): la fascinación de una libertad ilusoria, el abandono de la casa paterna; la miseria extrema en que el hijo se encuentra tras haber dilapidado su fortuna; la humillación profunda de verse obligado a apacentar cerdos, y peor aún, la de desear alimentarse de las algarrobas que comían los cerdos; la reflexión sobre los bienes perdidos; el arrepentimiento y la decisión de declararse culpable ante su padre, el camino del retorno; la acogida generosa del padre; la alegría del padre: todos estos son rasgos propios del proceso de conversión. El mejor vestido, el anillo y el banquete de fiesta son símbolos de esta vida nueva, pura, digna, llena de alegría que es la vida del hombre que vuelve a Dios y al seno de su familia, que es la Iglesia. Sólo el corazón de Cristo, que conoce las profundidades del amor de su Padre, pudo revelarnos el abismo de su misericordia de una manera tan llena de simplicidad y de belleza.