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Paternidad Divina – Catequesis de San Juan Pablo II

Paternidad Divina

(Comentario al Credo, IV Parte)

23.X.85

1. En la catequesis precedente recorrimos, aunque velozmente, algunos de los testimonios del Antiguo Testamento que preparaban a recibir la revelación plena, anunciada por Jesucristo, de la verdad del misterio de la Paternidad de Dios.

Efectivamente, Cristo habló muchas veces de su Padre, presentando de diversos modos su providencia y su amor misericordioso.

Pero su enseñanza va más allá. Escuchemos de nuevo las palabras especialmente solemnes, que refiere el Evangelista Mateo (y paralelamente Lucas): ‘Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque ocultaste estas cosas a los sabios y discretos y las revelaste a los pequeñuelos., e inmediatamente: ‘Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquél a quien el Hijo quisiera revelárselo’ (Mt 11, 25.27. Cfr. Lc 10, 21).

Para Jesús, pues, Dios no es solamente ‘el Padre de Israel, el Padre de los hombres’, sino ‘mi Padre’. ‘Mío’: precisamente por esto los judíos querían matar a Jesús, porque ‘llamaba a Dios su Padre’ (Jn 5, 18). ‘Suyo’ en sentido totalmente literal: Aquel a quien sólo el Hijo conoce como Padre, y por quien solamente y recíprocamente es conocido. Nos encontramos ya en el mismo terreno del que más tarde surgirá el Prólogo del Evangelio de Juan.

2. ‘Mi Padre’ es el Padre de Jesucristo: Aquel que es el Origen de su ser, de su misión mesiánica, de su enseñanza.

El Evangelista Juan ha transmitido con abundancia la enseñanza mesiánica que nos permite sondear en profundidad el misterio de Dios Padre y de Jesucristo, su Hijo unigénito.

Dice Jesús: ‘El que cree en mí, no cree en mí, sino en el que me ha enviado’ (Jn 12, 44). ‘Yo no he hablado de mi mismo; el Padre que me ha enviado es quien me mandó lo que he de decir y hablar’ (Jn 12,49). ‘En verdad, en verdad os digo que no puede el Hijo hacer nada por sí mismo, sino lo que ve hacer al Padre; porque lo que éste hace, lo hace igualmente el Hijo’ (Jn 5, 19). ‘Pues así como el Padre tiene vida en sí mismo, así dio al Hijo tener vida en sí mismo’ (Jn 5, 26). Y finalmente: el Padre que tiene la vida, me ha enviado, y yo vivo por el Padre’ (Jn 6, 57).

El Hijo vive por el Padre ante todo porque ha sido engendrado por El. Hay una correlación estrechísima entre la paternidad y la filiación precisamente en virtud de la generación: ‘Tú eres mi Hijo: yo te he engendrado’ (Heb 1, 5).

Cuando en las proximidades de Cesarea de Filipo, Simón Pedro confiesa: ‘Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo’, Jesús le responde: ‘Bienaventurado tú. porque no es la carne ni la sangre quien esto te ha revelado, sino mi Padre.’ (Mt 16, 16-17), porque ‘sólo el Padre conoce al Hijo’, lo mismo que sólo el ‘Hijo conoce al Padre’ (Mt 11, 27). Sólo el Hijo da a conocer al Padre: el Hijo visible hace ver al Padre invisible. ‘El que me ha visto a mí, ha visto al Padre’ (Jn 14, 9).3.

De la lectura atenta de los Evangelios se saca que Jesús vive y actúa constante y fundamental referencia al Padre. A El se dirige frecuentemente con la palabra llena de amor filial: ‘Abbá’; también n durante la oración en Getsemaní le viene a los labios esta misma palabra (Cfr. Mc 14, 36 y paralelos). Cuando los discípulos le piden que les enseñe a orar, enseña el’ Padrenuestro’ (Cfr. Mt 6, 9-13). Después de la resurrección, en el momento de dejar la tierra, parece que una vez más hace referencia a esta oración, cuando dice: ‘Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios'(Jn 1, 17).

Así, pues, por medio del Hijo (Cfr. Heb 1, 2), Dios se ha revelado en la plenitud del misterio de su paternidad. Sólo el Hijo podía revelar esta plenitud del misterio, porque sólo ‘el Hijo conoce al Padre’ (Mt 11, 27). ‘A Dios nadie le vio jamás; Dios unigénito, que está en el seno del Padre, se le ha dado a conocer’ (Jn 1, 18).

4. ¿Quién es el Padre?. A la luz del testimonio definitivo que hemos recibido por medio del Hijo, Jesucristo, tenemos la plena conciencia de la fe de que la paternidad de Dios pertenece ante todo al misterio fundamental de la vida íntima de Dios, al misterio trinitario. El Padre es Aquel que eternamente engendra al Hijo, al Hijo consubstancial con El. En unión con el Hijo, el Padre eternamente ‘espira’ al Espíritu Santo, que es el amor con el que el Padre y el Hijo recíprocamente permanecen unidos (Cfr. Jn 14, 10).

El Padre, pues, es en el misterio trinitario el ‘Principio-sin principio’.’ El Padre no ha sido hecho por nadie, ni creado, ni engendrado’ (Símbolo ‘Quicumque’). Es por sí solo el Principio de la Vida, que Dios tiene en Sí mismo. Esta vida es decir, la misma divinidad la posee el Padre en la absoluta comunión con el Hijo y con el Espíritu Santo, que son consubstanciales con El.

Pablo, apóstol del misterio de Cristo, cae en adoración y plegaria ‘ante el Padre, de quien toma su nombre toda familia en los cielos y en la tierra’ (Ef 3, 15), principio y modelo.

Efectivamente hay ‘un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, por todos y en todos’ (Ef 4, 6).

Dios Padre – Catequesis de San Juan Pablo II

Dios Padre

(Comentario al Credo, IV Parte)

16.X.85

1. ‘Tú eres mi hijo: / yo te he engendrado hoy’ (Sal 2, 7). En el intento de hacer comprender la plena verdad de la paternidad de Dios, que ha sido revelada en Jesucristo, el autor de la Carta a los Hebreos se remite al testimonio del Antiguo Testamento (Cfr. Heb 1, 4-14), citando, entre otras cosas, la expresión que acabamos de leer tomada del Salmo 2, así como una frase parecida del libro de Samuel:

‘Yo ser para él un padre / y él será para mí un hijo’ (2 Sm 7, 14):

Son palabras proféticas: Dios habla a David de su descendiente. Pero, mientras en el contexto del Antiguo Testamento estas palabras parecían referirse sólo a la filiación adoptiva, por analogía con la paternidad y filiación humana, en el Nuevo Testamento se descubre su significado auténtico y definitivo: hablan del Hijo que es de la misma naturaleza que el Padre, del Hijo verdaderamente engendrado por el Padre. Y por eso hablan también de la paternidad real de Dios, de una paternidad a la que le es propia la generación del Hijo consubstancial al Padre. Hablan de Dios, que es Padre en el sentido más profundo y más auténtico de la palabra. Hablan de Dios, que engendra eternamente al Verbo eterno, al Hijo consubstancial al Padre. Con relación a El Dios es Padre en el inefable misterio de su divinidad.

‘Tú eres mi hijo: / yo te he engendrado hoy’:

El adverbio ‘hoy’ habla de la eternidad. Es el ‘hoy’ de la vida íntima de Dios, el ‘hoy’ de la eternidad, el ‘hoy’ de la Santísima e inefable Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo, que es Amor eterno y eternamente consubstancial al Padre y al Hijo.

2. En el Antiguo Testamento el misterio de la paternidad divina intratrinitaria no había sido aún explícitamente revelado. Todo el contexto de la Antigua Alianza era rico, en cambio, de alusiones a la verdad de la paternidad de Dios, tomada en sentido moral y analógico. Así, Dios se revela como Padre de su Pueblo Israel, cuando manda a Moisés que pida su liberación de Egipto: ‘Así habla el Señor: Israel es mi hijo primogénito. Yo te mando que dejes a mi hijo ir.’ (Ex 4, 22-23).

Al basarse en la Alianza, se trata de una paternidad de elección, que radica en el misterio de la creación. Dice Isaías: ‘Tú eres nuestro padre, nosotros somos la arcilla, y tú nuestro alfarero, todos somos obra de tus manos’ (Is 64, 7; 63, 16).

Esta paternidad no se refiere sólo al pueblo elegido, sino que llega a cada uno de los hombres y supera el vínculo existente con los padres terrenos. He aquí algunos textos: ‘Si mi padre y mi madre me abandonan, el Señor me acogerá’ (Sal 26, 10). ‘Como un padre siente ternura por sus hijos, siente el Señor ternura por sus fieles’ (Sal 102, 13). ‘El Señor reprende a los que ama, como un padre a su hijo preferido’ (Prov 3, 12). En los textos que acabamos de citar está claro el carácter analógico de la paternidad de Dios-Señor, al que se eleva la oración: ‘Señor, Padre Soberano de mi vida, no permitas que por ello caiga. Señor, Padre y Dios de mi vida, no me abandones a sus sugestiones’ (Sir 23, 1-4). En el mismo sentido dice también: ‘Si el justo es hijo de Dios, El lo acogerá y lo librará de sus enemigos’ (Sab 2, 18).

3. La paternidad de Dios, con respecto tanto a Israel como a cada uno de los hombres, se manifiesta en el amor misericordioso. Leemos, p.e., en Jeremías: ‘Salieron entre llantos, y los guiar con consolaciones. pues yo soy el padre de Israel, y Efraín es mi primogénito’ (Jer 31, 9).

Son numerosos los pasajes del Antiguo Testamento que presentan el amor misericordioso del Dios de la Alianza. He aquí algunos: ‘Tienes piedad de todos, porque todo lo puedes, y disimulas los pecados de los hombres para traerlos a penitencia. Pero a todos perdonas, porque son tuyos, Señor, amador de las almas’ (Sab 11, 24-27). ‘Con amor eterno te amé , por eso te he mantenido mi favor’ (Jer 31, 3). En Isaías encontramos testimonios conmovedores de cuidado y de cariño:

‘Sión decía: el Señor me ha abandonado, y mi Señor se ha olvidado de mí. ¿Puede acaso una mujer olvidarse de su niño, no compadecerse del hijo de sus entrañas.? Aunque ella se olvidare, yo no te olvidaría’ (Is 49, 14-15. Cfr. también 54, 10). Es significativo que en los pasajes del Profeta Isaías la paternidad de Dios se enriquece con connotaciones que se inspiran en la maternidad (Cfr. Dives in misericordia, nota 52).

4. En la plenitud de los tiempos mesiánicos Jesús anuncia muchas veces la paternidad de Dios con relación a los hombres remitiéndose a las numerosas expresiones contenidas en el Antiguo Testamento. Así se expresa a propósito de la Providencia Divina para con las criaturas, especialmente con el hombre: vuestro Padre celestial las alimenta.’ (Mt 6, 26. Cfr. Lc 12, 24), ‘sabe vuestro Padre celestial que de eso ten is necesidad’ (Mt 6, 32. Cfr. Lc 12, 30). Jesús trata de hacer comprender la misericordia divina presentando como propio de Dios el comportamiento acogedor del padre del hijo pródigo (Cfr. Lc 15, 11-32); y exhorta a los que escuchan su palabra: ‘Sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso’ (Lc 6, 36).

Terminar diciendo que, para Jesús, Dios no es solamente ‘el Padre de Israel, el Padre de los hombres’, sino ‘mi Padre’.

La Santísima Trinidad – Catequesis de San Juan Pablo II

Acerca de la Santísima Trinidad

Santísima Trinidad

(Comentario al Credo, IV Parte)

9.X.85

1. La Iglesia profesa su fe en el Dios único: que es al mismo tiempo Trinidad Santísima e inefable de Personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Y la Iglesia vive de esta verdad, contenida en los más antiguos Símbolos de la Fe, y recordada en nuestros tiempos por Pablo VI, con ocasión del 1900 aniversario del martirio de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo (1968), en el Símbolo que él mismo presentó y que se conoce universalmente como ‘Credo del Pueblo de Dios’.

Sólo el que se nos ha querido dar a conocer y que ‘habitando en una luz inaccesible’ (1 Tim 6, 16) es en Sí mismo por encima de todo nombre, de todas las cosas y de toda inteligencia creada. puede darnos el conocimiento justo y pleno de Sí mismo, revelándose como Padre, Hijo y Espíritu Santo, a cuya eterna vida nosotros estamos llamados, por su gracia, a participar, aquí abajo en la oscuridad de la fe y, después de la muerte, en la luz perpetua.(Cfr. Pablo VI, Credo.).

2. Dios, que para nosotros es incomprensible, ha querido revelarse a Sí mismo no sólo como único creador y Padre omnipotente, sino también como Padre, Hijo y Espíritu Santo. En esta revelación la verdad sobre Dios, que es amor, se desvela en su fuente esencial: Dios es amor en la vida interior misma de una única Divinidad.

Este amor se revela como una inefable comunión de Personas.

3. Este misterio -el más profundo: el misterio de la vida íntima de Dios mismo- nos lo ha revelado Jesucristo: ‘El que está en el seno del Padre, se le ha dado a conocer’ (Jn 1, 18). Según el Evangelio de San Mateo, las últimas palabras, con las que Jesucristo concluye su misión terrena después de la resurrección, fueron dirigidas a los Apóstoles: ‘Id. y enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo'(Mt 28, 18). Estas palabras inauguraban la misión de la Iglesia, indicándole su compromiso fundamental y constitutivo. La primera tarea de la Iglesia es enseñar y bautizar -y bautizar quiere decir ‘sumergir’ (por eso, se bautiza con agua)- en la vida trinitaria de Dios.

Jesucristo encierra en estas últimas palabras todo lo que precedentemente había enseñado sobre Dios: sobre el Padre, sobre el Hijo y sobre el Espíritu Santo. Efectivamente, había anunciado desde el principio la verdad sobre el Dios único, en conformidad con la tradición de Israel. A la pregunta: ‘¿Cuál es el primero de todos los mandamientos?’, Jesús había respondido: ‘El primero es: Escucha Israel: el Señor, nuestro Dios, es el único Señor’ (Mc 12, 29). Y al mismo tiempo Jesús se había dirigido constantemente a Dios como a ‘su Padre’, hasta asegurar: ‘Yo y el Padre somos una sola cosa’ (Jn 10, 30). Del mismo modo había revelado también al ‘Espíritu de verdad, que procede del Padre’ y que -aseguró- ‘yo os enviaré de parte del Padre’ (Jn 15, 26).

4. Las palabras sobre el bautismo ‘en nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo’, confiadas por Jesús a los Apóstoles al concluir su misión terrena, tienen un significado particular, porque han consolidado la verdad sobre la Santísima Trinidad, poniéndola en la base de la vida sacramental de la Iglesia. La vida de fe de todos los cristianos comienza en el bautismo, con la inmersión en el misterio del Dios vivo. Lo prueban las Cartas apostólicas, ante todo las de San Pablo. Entre las fórmulas trinitarias que contienen, la más conocida y constantemente usada en la liturgia, es la que se halla en la segunda Carta a los Corintios: ‘La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor de Dios (Padre) y la comunión del Espíritu Santo est con todos vosotros’ (2 Cor 13,13). Encontramos otras en la primera Carta a los Corintios; en la de los Efesios y también en la primera Carta de San Pedro, al comienzo del primer capítulo.

Como un reflejo, todo el desarrollo de la vida de oración de la Iglesia ha asumido una conciencia y un aliento trinitario: en el Espíritu, por Cristo, al Padre.

5. De este modo, la fe en el Dios uno y trino entró desde el principio en la Tradición de la vida de la Iglesia y de los cristianos. En consecuencia, toda la liturgia ha sido -y es- por su esencia, trinitaria, en cuanto que es la expresión de la divina economía. Hay que poner de relieve que a la comprensión de este supremo misterio de la Santísima Trinidad ha contribuido la fe en la redención, es decir, la fe en la obra salvífica de Cristo. Ella manifiesta la misión del Hijo y del Espíritu Santo que en el seno de la Trinidad eterna proceden ‘del Padre’, revelando la ‘economía trinitaria’ presente en la redención y en la santificación. La Santa Trinidad se anuncia ante todo mediante la sotereología, es decir, mediante el conocimiento de la ‘economía de la salvación’, que Cristo anuncia y realiza en su misión mesiánica. De este conocimiento arranca el camino para el conocimiento de la Trinidad ‘inmanente’, del misterio de la vida íntima de Dios.

6. En este sentido el Nuevo Testamento contiene la plenitud de la revelación trinitaria. Dios, al revelarse en Jesucristo, por una parte desvela quién es Dios para el hombre y, por otra, descubre quién n es Dios en Sí mismo, es decir, en su vida íntima. La verdad ‘Dios es amor’ (1 Jn 4, 16), expresada en la primera Carta de Juan, posee aquí el valor de clave de bóveda. Si por medio de ella se descubre quién n es Dios para el hombre, entonces se desvela también (en cuanto es posible que la mente humana lo capte y nuestras palabras lo expresen), quién es El en Sí mismo. El es Unidad, es decir, Comunión del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

7. El Antiguo Testamento no reveló esta verdad de modo explícito, pero la preparó, mostrando la Paternidad de Dios en la Alianza con el Pueblo, manifestando su acción en el mundo con la Sabiduría, la Palabra y el Espíritu (Cfr., p.e., Sab. 7, 22-30; 12, 1: Prov 8, 22-30; Sal 32, 4-6; 147, 15; Is 55, 11;11, 2; Sir 48, 12). El Antiguo Testamento principalmente consolidó ante todo en Israel y luego fuera de él la verdad sobre el Dios único, el quicio de la religión monoteísta. Se debe concluir, pues, que el Nuevo Testamento trajo la plenitud de la revelación sobre la Santa Trinidad y que la verdad trinitaria ha estado desde el principio en la raíz de la fe viva de la comunidad cristiana, por medio del bautismo y de la liturgia. Simultáneamente iban las reglas de la fe, con las que nos encontramos abundantemente tanto en las Cartas apostólicas, como en el testimonio del kerigma, de la catequesis y de la oración de la Iglesia.

8. Un tema aparte es la formación del dogma trinitario en el contexto de la defensa contra las herejías de los primeros siglos. La verdad sobre Dios uno y trino es el más profundo misterio de la fe y también el más difícil de Comprender: se presentaba, pues, la posibilidad de interpretaciones equivocadas, especialmente cuando el cristianismo se puso en contacto con la cultura y la filosofía griega. Se trataba de ‘inscribir’ correctamente el misterio del Dios trino y uno ‘en la terminología del será’, es decir, de expresar de manera precisa en el lenguaje filosófico de la poca los conceptos que definían inequívocamente tanto la unidad como la trinidad del Dios de nuestra Revelación.

Esto sucedió ante todo en los dos grandes Concilios Ecuménicos de Nicea (325) y de Constantinopla (381). El fruto del magisterio de estos Concilios es el ‘Credo’ niceno-constantinopolitano, con el que, desde aquellos tiempos, la Iglesia expresa su fe en el Dios uno y trino: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Recordando la obra de los Concilios, hay que nombrar a algunos teólogos especialmente beneméritos, sobre todo entre los Padres de la Iglesia.

9. Del siglo V proviene el llamado Símbolo atanasiano, que comienza con la palabra ‘Quicumque’, y que constituye una especie de comentario al Símbolo niceno-constantinopolitano.

El ‘Credo del Pueblo de Dios’ de Pablo VI confirma la fe de la Iglesia primitiva cuando proclama: ‘Los mutuos vínculos que constituyen eternamente las tres Personas, que son cada una el único e idéntico Ser divino, son la bienaventurada vida íntima de Dios tres veces Santo, infinitamente más allá de todo lo que nosotros podemos concebir según la humana medida’ (Pablo VI. El Credo.): realmente, “inefable y santísima Trinidad – único Dios!.

Dios es Amor – Catequesis de San Juan Pablo II

Acerca de Dios

Dios es Amor

2.X.85

1. ‘Dios es Amor.’: estas palabras, contenidas en uno de los últimos libros del Nuevo Testamento, la Primera Carta de San Juan (4, 16),constituyen como la definitiva clave de bóveda de la verdad sobre Dios, que se abrió camino mediante numerosas palabras y muchos acontecimientos, hasta convertirse en plena certeza de la fe con la venida de Cristo, y sobre todo con su cruz y su resurrección. Son palabras en las que encuentra un eco fiel la afirmación de Cristo mismo: ‘Tanto amó Dios al mundo, que dio su unigénito Hijo, para que todo el que crea en El no perezca sino que tenga la vida eterna'(Jn 3, 16).

La fe de la Iglesia culmina en esta verdad suprema: “Dios es amor!. Se ha revelado a Sí mismo de modo definitivo como Amor en la cruz y resurrección de Cristo. ‘Nosotros hemos conocido y creído en el amor que Dios nos tiene -continúa diciendo el Apóstol Juan en su Primera Carta-. Dios es amor, y el que vive en el amor permanece en Dios, y Dios está en él’ (4,16).

2. La verdad de que Dios es Amor constituye como el ápice de todo lo que fue revelado ‘por medio de los profetas y últimamente por medio del Hijo.’, como dice la Carta a los Hebreos (1, 1). Esta verdad ilumina todo el contenido de la Revelación divina, y en partícula la realidad revelada de la creación y de la Alianza. Si la creación manifiesta la omnipotencia del Dios-Creador, el ejercicio de la omnipotencia se explica definitivamente mediante el amor. Dios ha creado porque podía, porque es omnipotente; pero su omnipotencia estaba guiada por la Sabiduría y movida por el Amor. Esta es obra de la creación. Y la obra de la redención tiene una elocuencia aún más potente y nos ofrece una demostración todavía más radical: frente al mal, frente al pecado de las criaturas permanece el amor como expresión de la omnipotencia. Sólo el amor omnipotente sabe sacar el bien del mal y la vida nueva del pecado y de la muerte.

3. El amor como potencia, que da la vida y que anima, está presente en toda la Revelación. El Dios vivo, el Dios que da la vida a todos los vivientes es Aquel de quien nos hablan los Salmos: ‘Todos ellos aguardan a que les eches comida a su tiempo; se la echas y la atrapan, abres tu mano, y se sacian de bienes; escondes tu rostro, y se espantan, les retiras el aliento, y expiran, y vuelven a ser polvo’ (Sal 103, 27-29). La imagen está tomada del seno mismo de la creación. Y si este cuadro tiene rasgos antropomórficos (como muchos textos de la Sagrada Escritura), este antropomorfismo posee una motivación bíblica: dado que el hombre es creado a imagen y semejanza de Dios, hay una razón para hablar de Dios ‘a imagen y semejanza’ del hombre. Por otra parte, este antropomorfismo no ofusca la transcendencia de Dios: Dios no queda reducido a dimensiones de hombre. Se conservan todas las reglas de la analogía y del lenguaje analógico, así como las de la analogía de la fe.

4. En la Alianza Dios se da a conocer a los hombres, ante todo a los del Pueblo elegido por El. Siguiendo una pedagogía progresiva, el Dios de la Alianza manifiesta las propiedades de su ser, las que suelen llamarse atributos. Estos son ante todo atributos de orden moral, en los cuales se revela gradualmente el Dios-Amor. Efectivamente, si Dios se revela -sobre todo en la alianza del Sinaí- como Legislador, Fuente suprema de la Ley, esta autoridad legislativa encuentra su plena expresión y confirmación en los atributos de la actuación divina que la Sagrada Escritura nos hace reconocer.

Los manifiestan los libros inspirados del Antiguo Testamento. Así, por ejemplo, leemos en el libro de la Sabiduría: ‘Porque tu poder es el principio de la justicia y tu poder soberano te autoriza para perdonar a todos. Tú, Señor de la fuerza, juzgas con benignidad y con mucha indulgencia nos gobiernas, pues cuando quieres tienes el poder en la mano’ (12, 16.18).

Y también: ‘El poder de tu majestad ¿Quién lo contará, y quién podrá enumerar sus misericordias’ (Sir 18, 4).

Los escritos del Antiguo Testamento ponen de relieve la justicia de Dios, pero también su clemencia y misericordia.

Subrayan especialmente la fidelidad de Dios a la alianza, que es un aspecto de su ‘inmutabilidad’ (Cfr., p.ej., Sal 110, 7-9; Is 65, 1-2, 16-19).

Si hablan de la cólera de Dios, ésta es siempre la justa cólera de un Dios que, además, es ‘lento a la ira y rico en piedad’ (Sal 144, 8). Si, finalmente siempre en la mencionada concepción antropomórfica, ponen de relieve los ‘celos’ del Dios de la Alianza hacia su pueblo, lo presentan siempre como un atributo del amor: ‘el celo del Señor de los ejércitos’ (Is 9, 7).

Ya hemos dicho anteriormente que los atributos de Dios no se distinguen de su Esencia; por eso, sería más correcto hablar no tanto del Dios justo, fiel, clemente, cuanto del Dios que es justicia, fidelidad, clemencia, misericordia, lo mismo que San Juan escribió que ‘Dios es amor’ (1 Jn 4, 16).5.

El Antiguo Testamento prepara a la revelación definitiva de Dios como Amor con abundancia de textos inspirados. En uno de ellos leemos: ‘Tienes piedad de todos, porque todo lo puedes. Pues amas todo cuanto existe y nada aborreces de lo que has hecho; pues si hubieses odiado alguna cosa, no la habrías formado. ¿Y cómo podría subsistir nada si Tú no quisieras?. Pero a todos perdonas, porque son tuyos, Señor amigo de la vida’ (Sab 11, 23-26).

¿Acaso no puede decirse que en estas palabras del libro de la Sabiduría, a través del ‘Ser’ creador de Dios, se transparenta ya con toda claridad Dios-Amor (Amor-Caritas)?.

Pero veamos otros textos, como el del libro de Jonás: “Sabía que Tú eres Dios clemente y misericordioso, tardo a la ira, de gran piedad, y que te arrepientes de hacer el mal’ (Jon 4, 2).

O también el Salmo 144: ‘El Señor es clemente y misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad; el Señor es bueno con todos, es cariñoso con sus criaturas’ (Sal 144, 8-9).

Cuanto más nos adentramos en la lectura de los escritos de los Profetas Mayores, tanto más se nos descubre el rostro de Dios-Amor. He aquí cómo habla el Señor por boca de Jeremías a Israel: ‘Con amor eterno te amo, por eso te he mantenido con fervor (hesed) (Jer 31, 3).

Y he aquí las palabras de Isaías: ‘Sión de Cía: el Señor me ha abandonado, y mi Señor se ha olvidado de mí. Puede acaso una mujer olvidarse de su niño, no compadecerse del hijo de sus entrañas?. Aunque ellas se olvidaran, yo no te olvidaría’ (Is 49, 14-15). Qué significativa es en las palabras de Dios esta referencia al amor materno: la misericordia de Dios, además de a través de la paternidad, se hace conocer también por medio de la ternura inigualable de la maternidad. Dice Isaías: ‘Que se retiren los montes, que tiemblen los collados, no se apartará de ti mi amor, ni mi alianza de paz vacilará, dice el Señor que se apiada de ti’ (Is 54, 10).

6. Esta maravillosa preparación desarrollada por Dios en la historia de la Antigua Alianza, especialmente por medio de los Profetas, esperaba el cumplimiento definitivo. Y la palabra definitiva del Dios-Amor vino con Cristo. Esta palabra no se pronunció solamente sino que fue vivida en el misterio pascual de la cruz y de la resurrección. Lo anuncia el Apóstol: ‘Dios, que es rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, y estando nosotros muertos por nuestros delitos, nos dio vida por Cristo: de gracia habéis sido salvados’ (Ef 2, 4-5).

Verdaderamente podemos dar plenitud a nuestra profesión de fe en ‘Dios Padre omnipotente, creador del cielo y de la tierra’ con la estupenda definición de San Juan ‘Dios es amor’ (1 Jn 4, 16).

El Dios de la Alianza – Catequesis de San Juan Pablo II

Acerca de Dios

El Dios de la Alianza

5.IX.85

1. En nuestras catequesis tratamos de responder de modo progresivo a la pregunta: ¿Quién es Dios?. Se trata de una respuesta auténtica, porque se funda en la palabra de la auto-revelación divina. Esta respuesta se caracteriza por la certeza de la fe, pero también por la convicción del entendimiento humano iluminado por la fe.

2. Volvamos una vez más al pie del monte Horeb, donde Moisés que apacentaba la grey, oyó en medio de la zarza ardiente la voz que decía: ‘Quita las sandalias de tus pies, que el lugar en que estás es tierra santa’ (Ex 3, 5). La voz continuó: ‘Yo soy el Dios de tus padres, el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob’. Por lo tanto, es el Dios de los padres quién envía a Moisés a liberar a su pueblo de la esclavitud egipcia.

Sabemos que, después de haber recibido esta misión, Moisés preguntó a Dios su nombre. Y recibió la respuesta: ‘Yo soy el que soy’. En la tradición exegética, teológica y magisterial de la Iglesia, que fue asumida también por Pablo VI en el ‘Credo del Pueblo de Dios’ (1968), esta respuesta se interpreta como la revelación de Dios como el ‘Ser’

En la respuesta dada por Dios: ‘Yo soy el que soy’, a la luz de la historia de la salvación se puede leer una idea más rica y más precisa. Al enviar a Moisés en virtud de este Nombre, Dios -Yahvéh- se revela sobre todo como del Dios de la Alianza: “Yo soy el que soy para vosotros’; estoy aquí como Dios deseoso de la alianza y de la salvación, como el Dios que os ama y os salva. Esta clave de lectura presenta a Dios como un Ser que es Persona y se auto-revela a personas, a las que trata como tales. Dios, ya al crear el mundo, en cierto sentido salió de su propia ‘soledad’, para comunicarse a Sí mismo, abriéndose al mundo y especialmente a los hombres creados a su imagen y semejanza (Gen 1, 26). En la revelación del Nombre ‘Yo soy el que soy’ (Yahvéh), parece poner de relieve sobre todo la verdad de que Dios es el Ser-Persona que conoce, ama, atrae hacia sí a los hombres, el Dios de la Alianza.

3. En el coloquio con Moisés prepara una nueva etapa de la Alianza con los hombres, una nueva etapa de la historia de la salvación. La iniciativa del Dios de la Alianza, efectivamente, va rimando la historia de la salvación a través de numerosos acontecimientos, como se manifiesta en la IV Plegaria Eucarística con las palabras; “Reiteraste tu alianza a los hombres’.

Conversando con Moisés al pie del monte Horeb, Dios -Yahvéh- se presenta como ‘el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob’, es decir, el Dios que había hecho una Alianza con Abrahán (Cfr. Gen 17, 1-14) y con sus descendientes, los patriarcas, fundadores de las diversas estirpes del pueblo elegido, que se convirtió en Pueblo de Dios.

4. Sin embargo, las iniciativas del Dios de la Alianza se remontan incluso antes de Abrahán. El libro del Génesis registra la Alianza con Noé después del diluvio (Cfr. Gen 9, 1-17). Se puede hablar también de la Alianza originaria antes del pecado original (Cfr. Gen 2, 15-17). Podemos afirmar que la iniciativa del Dios de la Alianza sitúa, desde el principio, la historia del hombre en la perspectiva de la salvación. La salvación es comunión de vida sin fin con Dios; cuyo símbolo estaba representado en el paraíso por el ‘árbol de la vida’ (Cfr. Gen 2, 9). Todas las alianzas hechas después del pecado original confirman, por parte de Dios, la misma voluntad de salvación. El Dios de la Alianza es el Dios ‘que se dona’ al hombre de modo misterioso: El Dios de la revelación y el Dios de la gracia. No sólo se da a conocer al hombre, sino que lo hace partícipe de su naturaleza divina (2 Pe 1, 4).

5. La Alianza llega a su etapa definitiva en Jesucristo: la ‘nueva’ y ‘eterna alianza’ (Heb 12, 24; 13, 20). Ella da testimonio de la total originalidad de la verdad sobre Dios que profesamos en el ‘Credo’ cristiano. En la antigüedad pagana la divinidad era más bien el objeto de la aspiración del hombre. La revelación del Antiguo y todavía más del Nuevo Testamento muestra a Dios que busca al hombre, que se acerca a él. Es Dios quien quiere hacer la alianza con el hombre: ‘Ser vuestro Dios y vosotros seréis mi pueblo’ (Lev 26, 12); ‘Ser su Dios y ellos serán mi pueblo’ (2 Cor 6, 16).

6. La Alianza es, igual que la creación, una iniciativa divina completamente libre y soberana. Revela de modo aún más eminente la importancia y el sentido de la creación en las profundidades de la libertad de Dios. La Sabiduría y el Amor, que guían la libertad transcendente de Dios-Creador, resaltan aún más en la transcendente libertad del Dios de la Alianza.

7. Hay que añadir también que si mediante la Alianza, especialmente la plena y definitiva en Jesucristo, Dios se hace de algún modo inmanente con relación al mundo, El conserva totalmente la propia transcendencia. El Dios encarnado, y más aún el Dios Crucificado, no sólo sigue siendo un Dios incomprensible e inefable, sino que se convierte todavía en más incomprensible e inefable para nosotros precisamente en cuanto que se manifiesta como Dios de un infinito, inescrutable amor.

8. No queremos anticipar temas que constituirán el objeto de futuras catequesis. Volvemos de nuevo a Moisés. La revelación del Nombre de Dios al pie del monte Horeb prepara la etapa de la Alianza que el Dios de los Padres estrecharía con su pueblo en el Sinaí. En ella se pone de relieve de manera fuerte y expresiva el sentido monoteísta del ‘credo’ basado en la Alianza: ‘creo en un sólo Dios’: Dios es uno, es único.

He aquí las palabras del Libro del Éxodo: ‘Yo soy el Señor, tu Dios, que te ha sacado de la tierra de Egipto, de la casa de la servidumbre. No tendrás otro Dios que a mí’ (Ex 20, 2-3). En el Deuteronomio encontramos la fórmula fundamental del ‘Credo’ veterotestamentario expresado con las palabras: ‘Oye, Israel: el Señor es nuestro Dios, el Señor es único’ (6, 4; cfr. 4, 39-40).

Isaías dará a este ‘Credo’ monoteísta del Antiguo Testamento una magnífica expresión profética: ‘Vosotros sois mis testigos -dice Yahvéh- mi siervo, a quien yo elegí, para que aprendáis y me creáis y comprendáis que soy yo. Antes de mí no fue formado Dios alguno, ninguno habrá después de mí. Yo, yo soy el Señor, y fuera de mí no hay salvador. Vosotros sois mis testigos, dice Yahvéh, y yo Dios desde la eternidad y también desde ahora lo soy’ (Is 45, 22).

9. Esta verdad sobre el único Dios constituye el depósito fundamental de los dos Testamentos. En la Nueva Alianza lo expresa, por ejemplo, San Pablo con las palabras: “Un Dios y Padre de todos, que está sobre todos, por todos y en todos’ (Ef 4, 6). Y siempre es Pablo el que combatía el politeísmo pagano(Cfr. Rom 1, 23; Gal 3, 8), con no menor ardor del que se halla presente en el antiguo Testamento, quien con igual firmeza proclama que este Único verdadero Dios ‘es Dios de todos, tanto de los circuncisos como de los incircuncisos, tanto de los judíos como de los paganos’ (Cfr. Rom. 3, 29-30). La revelación de un sólo verdadero Dios, dada en la Antigua Alianza al pueblo elegido de Israel, estaba destinada a toda la humanidad, que encontraría en el monoteísmo la expresión de la convicción a la que el hombre puede llegar también con la luz de la razón: porque si Dios es el ser perfecto, infinito, subsistente, no puede ser más que Uno. En la Nueva Alianza, por obra de Jesucristo, la verdad revelada en el Antiguo Testamento se ha convertido en la fe de la Iglesia universal, que confiesa: ‘creo en un sólo Dios’.

Audiencias de san Juan Pablo II

Acerca de Dios

Dios, Padre Omnipotente

18.IX.85

1. ‘Creo en Dios, Padre omnipotente, creador del cielo y de la tierra.’

juan-pablo-magno-MonasterioDios que se ha revelado a sí mismo, el Dios de nuestra fe, es espíritu infinitamente perfecto.

Esta verdad sobre Dios como infinita plenitud ha sido afectada, en cierto sentido, por los símbolos de la fe, mediante la afirmación de que Dios es el Creador del cielo y de la tierra, de todo lo visible y lo invisible. Aunque nos ocuparemos un poco más adelante de la verdad sobre la creación, es oportuno que profundicemos, a la luz de la revelación, lo que en Dios corresponde al misterio de la creación.

2. Dios, a quien la Iglesia confiesa omnipotente (‘creo en Dios Padre omnipotente), en cuanto espíritu infinitamente perfecto es también omnisciente, es decir, que penetra todo con su conocimiento.

Este Dios omnipotente y omnisciente, tiene el poder de crear, de llamar del no-ser, de la nada, al ser. ‘Hay algo imposible para el Señor?’ – leemos en el Génesis (18, 14)-.

‘Realizar cosas grandes siempre está en tu mano, y al poder de tu brazo ¿Quién puede resistir?’, anuncia el Libro de la Sabiduría (11, 22). La misma fe profesa el Libro de Ester con las palabras ‘Señor, Rey omnipotente, en cuyo poder se hallan todas las cosas, a quien nada podrá oponerse’ (Est 4, 17). ‘Nada hay imposible para Dios’ (Lc 1, 37), dijo el Arcángel Gabriel a María de Nazaret en la Anunciación.

3. El Dios, que se revela a sí mismo por boca de los profetas es omnipotente. Esta verdad impregnan profundamente toda la revelación, a partir de las primeras palabras del Libro del Génesis: ‘Dijo Dios: ‘Hágase.'(Gen 1, 3). El acto creador se manifiesta como la omnipotente Palabra de Dios: ‘El lo dijo y existió.’ (Sal 32, 9). Al crear todo de la nada, el ser del no-ser, Dios se revela como infinita plenitud de Bien, que se difunde. El que Es, el Ser subsistente, el ser infinitamente perfecto, en cierto sentido se da en ese ‘ES’, llamando a la existencia, fuera de sí, al cosmos visible e invisible: los seres creados. Al crear las cosas, da origen a la historia del universo, al crear al hombre como varón y mujer, da comienzo la historia. ‘Hay diversidad de operaciones, pero uno mismo es Dios, que obra todas las cosas en todos’ (1 Cor 12, 6).

4. El Dios que se revela a sí mismo como Creador, y, por lo tanto, como Señor de la historia del mundo y del hombre, es el Dios omnipotente, el Dios vivo. ‘La Iglesia cree y confiesa que hay un único Dios vivo y verdadero, Creador y Señor del cielo y de la tierra, omnipotente’, afirma el Vaticano Y. Este Dios, espíritu infinitamente perfecto y omnisciente es absolutamente libre y soberano también respecto al mismo acto de la creación. Si El es el Señor de todo lo que crea ante todo es Señor de la propia Voluntad en la creación. Crea porque quiere crear. Crea porque esto corresponde a su infinita Sabiduría. Creando actúa con la inescrutable plenitud de su libertad, por impulso de amor eterno.

5. El texto de la Constitución Dei Filius del Vaticano I, tantas veces citado, pone de relieve la absoluta libertad de Dios en la creación y en cada una de sus acciones. Dios es ‘en sí y por sí felicísimo’: tiene en sí mismo y por sí la total plenitud del Bien y de la Felicidad. Si llama al mundo a la existencia, lo hace no para completar o integrar el Bien que es El, sino sólo y exclusivamente con la finalidad de dar el bien de una existencia multiforme al mundo de las criaturas invisibles y visibles. Es una participación múltiple y varia de único, infinito, eterno Bien, que coincide con el Ser mismo de Dios.

De este modo, Dios, absolutamente libre y soberano en la obra de la creación, permanece fundamentalmente independiente del universo creado. Esto no significa de ningún modo que El sea indiferente con relación a las criaturas; en cambio, El las guía como eterna Sabiduría, Amor y Providencia omnipotente.

6. La Sagrada Escritura pone de relieve el hecho de que en esta obra Dios está solo. He aquí las palabras del Profeta Isaías: ‘Yo soy el Señor, el que lo ha hecho todo, el que solo despliega los cielos y afirma la tierra. ¿Quién conmigo?’ (44, 24). En la ‘soledad’ de Dios en la obra de la creación resalta su soberana libertad y su paternal omnipotencia.

‘El Dios formó la tierra, la hizo y la afirmó. No la creó para yermo, la formó para que fuese habitada’ (Is 45, 18).

A la luz de la auto-revelación de Dios, que ‘habló por los Profetas y últimamente. por su Hijo’ (Heb 1, 1-2), la Iglesia confiesa desde el principio su fe en el ‘Padre omnipotente’, Creador del cielo y del la tierra, ‘de todo lo visible y lo invisible’. Este Dios omnipotente es también omnisciente y omnipresente. O aún mejor, habría que decir, que en cuanto espíritu infinitamente perfecto, Dios es a la vez la Omnipotencia, la Omnisciencia y la Omnipresencia misma.

7. Dios está ante todo presente a Sí: en su Divinidad Una y Trina. Está presente también en el universo que ha creado; lo está, por consiguiente, en la obra de la creación mediante el poder creador (per potentiam), en el cual se hace presente su misma Esencia transcendente (per essentiam). Esta presencia supera al mundo, lo penetra y lo mantiene en la existencia. Lo mismo puede repetirse de la presencia de Dios mediante su conocimiento, como Mirada infinita que todo lo ve (per visionem, o per scientiam). Finalmente, Dios está presente de modo particular en la historia de la humanidad, que es también la historia de la salvación. Esto es (si nos podemos expresar así) la presencia más ‘personal’ de Dios: su presencia mediante la gracia, cuya plenitud la humanidad ha recibido de Jesucristo Cfr. Jn 1, 16-17). De este último misterio hablaremos en una próxima catequesis.

8. ‘Señor, Tú me sondeas y me conocer.’ (Sal 138, 1).

Mientras repetimos las palabras inspiradas de este Salmo, confesemos juntamente con todo el Pueblo de Dios, presente en todas las partes del mundo, la fe en la omnipotencia, omnisciencia y omnipresencia de Dios, que es nuestro Creador, Padre y Providencia. ‘En El vivimos, nos movemos y existimos’ (Hech 17, 28).

Audiencias de san Juan Pablo II

Acerca de Dios

Dios, espíritu infinitamente perfecto

11.IX.85

1. ‘Dios es espíritu’: son las palabras que dijo nuestro Señor Jesucristo durante el coloquio con la Samaritana junto al pozo de Jacob, en Sicar.

Juan Pablo Magno
Juan Pablo Magno

A la luz de estas palabras continuamos en esta catequesis comentando la primera verdad del símbolo de la fe: ‘Creo en Dios’. Hacemos referencia en particular a la enseñanza del Concilio Vaticano I en la Constitución Dei Filius, capítulo primero: ‘Dios creador de todas las cosas’. Este Dios que se ha revelado a sí mismo, hablando ‘por los profetas y últimamente. por su Hijo'(Heb 1, 1), siendo creador del mundo, se distingue de modo esencial del mundo, que ha creado. El es la eternidad, como quedó expuesto en la catequesis precedente, mientras que todo lo que es creado está sujeto al tiempo contingente.

2. Porque el Dios de nuestra fe es la eternidad, es Plenitud de vida, y como tal se distingue de todo lo que vive en el mundo visible. Se trata de una ‘vida’ que hay que entender en el sentido altísimo que la palabra tiene cuando se refiere a Dios que es espíritu, espíritu puro, de tal manera que, como enseña el Vaticano I, es inmenso e invisible. No encontramos en El nada mensurable según los criterios del mundo creado y visible ni del tiempo que mide el fluir de la vida del hombre, porque Dios está sobre la materia, es absolutamente ‘inmaterial’. Sin embargo, la ‘espiritualidad’ del ser divino no se limita a cuanto podemos alcanzar según la vía negativa: es decir, sólo a la inmaterialidad. Efectivamente podemos conocer, mediante la vía afirmativa, que la espiritualidad es un atributo del ser divino, cuando Jesús de Nazaret responde a la Samaritana diciendo: ‘Dios es espíritu’ (Jn 4, 24).

3. El texto conciliar del Vaticano I, a que nos referimos, afirma la doctrina sobre Dios que la Iglesia profesa y anuncia, con dos aserciones fundamentales: ‘Dios es una única substancia espiritual, totalmente simple e inmutable’; y también: ‘Dios es infinito por inteligencia, voluntad y toda perfección’.

La doctrina sobre la espiritualidad del ser divino, transmitida por la revelación, ha sido claramente formulada en este texto con la ‘terminología del ser’. Se revela en la formulación: ‘Substancia espiritual’. La palabra ‘substancia’, en efecto, pertenece al lenguaje de la filosofía de ser. El texto conciliar intenta afirmar con esta frase que Dios, el cual por su misma Esencia se distingue de todo el mundo creado, no es sólo el Ser subsistente, sino que, en cuanto tal, es también Espíritu subsistente. El Ser divino es por propia esencia absolutamente espiritual.

4. Espiritualidad significa inteligencia y voluntad libre. Dios es Inteligencia, Voluntad y Libertad en grado infinito, así como es también toda perfección en grado infinito.

Estas verdades sobre Dios tienen muchas confirmaciones en los datos de la revelación, que encontramos en la Sagrada Escritura y en la Tradición. Por ahora nos referimos sólo a algunas citas bíblicas, que ponen de relieve la Inteligencia infinitamente perfecta del Ser divino. A la Libertad y a la Voluntad infinitamente perfectas de Dios dedicaremos las catequesis sucesivas.

Viene a la mente ante todo la magnifica exclamación de San Pablo en la Carta a los Romanos: ‘”Qué abismo de generosidad, de sabiduría y de Conocimiento el de Dios!. “Qué insondables sus decisiones y qué irrastreables sus caminos!. ¿Quién no conoció la mente del Señor?’ (11, 33 ss.).

Las palabras del Apóstol resuenan como un eco potente de la doctrina de los libros sapienciales del antiguo Testamento: ‘Su sabiduría no tiene medida’, proclama el Salmo 146, 5. A la sabiduría de Dios se une su grandeza: ‘Grande es el Señor, y merece toda alabanza, es incalculable su grandeza’ (Sal 144, 3). ‘Nada hay que quitar a su obra, nada que añadir, y nadie es capaz de investigarlas maravillas del Señor. Cuando el hombre cree acabar, entonces comienza, y cuando se detiene, se ve perplejo’ (Sir 18, 5-6). De Dios, pues, puede afirmar el Sabio: ‘Es mucho más grande que todas sus obras’ (Sir 43, 28), y concluir” ‘El lo es todo’ (43, 27).

Mientras los autores ‘sapienciales’ hablan de Dios en tercera persona: ‘El’, el Profeta Isaías pasa a la primera persona: ‘Yo’. Hace decir a Dios que le inspira: ‘Como el cielo es más alto que la tierra, mis caminos son más altos que los vuestros, mis pensamiento son más altos que los vuestros’ (Is 55, 9).

5. En los ‘pensamientos’ de Dios y en su ‘ciencia y sabiduría’ se expresa la infinita perfección de su Ser: por su Inteligencia absoluta Dios supera incomparablemente todo lo que existe fuera de El. Ninguna criatura y en particular ningún hombre puede negar esta perfección. ‘”Oh hombre!. ¿Quién eres tú para pedir cuentas a Dios?. ¿Acaso dice el vaso al alfarero: ¿Por qué me has hecho así?. ¿O es que el alfarero no es dueño de la arcilla?’ -pregunta San Pablo- (Rom 9, 20). Este modo de pensar y de expresarse está heredado del Antiguo Testamento: parecidas preguntas y respuestas se encuentran en Isaías (Cfr. 29, 15; 45, 9-11) y en el Libro de Job (Cfr. 2, 9-10; 1, 21). El libro del Deuteronomio, a su vez, proclama: ‘”¡Dad gloria a nuestro Dios!. ¡El es la Roca!”. Sus obras son perfectas. Todos sus caminos son justísimos; es fidelísimo y no hay en El iniquidad; es justo y recto’ (32, 3-4). La alabanza de la infinita perfección de Dios no es sólo confesión de la Sabiduría, sino también de su justicia y rectitud, es decir, de su perfección moral.

6. En el Sermón de la Montaña Jesucristo exhorta; ‘Por tanto, sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto’ (Mt 5, 48). Esta llamada es una invitación a confesar: “Dios es perfecto!. Es ‘infinitamente perfecto’ (Dei Filius).

La infinita perfección de Dios está constantemente presente en la enseñanza de Jesucristo. El que dijo a la Samaritana: ‘Dios es espíritu, y los que le dan culto deben hacerlo en espíritu y verdad.’ (Jn 4, 23-24), se expresó de manera muy significativa cuando respondió al joven que se dirigió a El con las palabras: ‘Maestro bueno.’, diciendo ‘¿Por qué me llamas bueno?. No hay nadie bueno más que Dios.’ (Mc 10, 17-18).

7. Sólo Dios es Bueno y posee la perfección infinita de la bondad. Dios es la plenitud de todo bien. Así como El ‘Es’ toda la plenitud del ser, del mismo modo ‘Es bueno’ con toda la plenitud del Bien. Esta plenitud de bien corresponde a la infinita perfección de su Voluntad, lo mismo que a la infinita perfección de su entendimiento y de su Inteligencia corresponde la absoluta plenitud de la Verdad, subsistente en El en cuanto conocida por su entendimiento como idéntica a su Conocer y Ser. Dios es espíritu infinitamente perfecto, por lo cual quienes lo han conocido se han hecho verdaderos adoradores: Lo adoran en espíritu y verdad.

Dios, este Bien infinito que es absoluta plenitud de verdad. ‘est diffusivum sui’ (S. Th. I, q.5, a.4, ad 2). También por esto se ha revelado, a sí mismo: la Revelación es el Bien mismo que se comunica como Verdad.

Este Dios que se ha revelado a Sí mismo, desea de modo inefable e incomparable comunicarse, darse. Este es el Dios de la Alianza y de la Gracia.

 

Las virtudes viriles

Para un profundo examen personal

(De: “La búsqueda de Dios”)

Fuerza

Realizar lo que parece imposible. Perseverar cuando todo se ve perdido. ‘Saltar’ cuando se trata de la justicia. Decir lo que hay que decir, sabiendo que eso nos va a alejar amigos o bienhechores. Saber estar solo. Guardar inflexiblemente su línea. No sacrificar nunca la doctrina.

Hay que tener enorme obstinación, y no menos adaptabilidad. Hacer una obra grande con medios pequeños, con piedras desiguales, con piedras vivas, redondas, duras, blandas; con los hombres que están cerca de mí; con los genios, que cada día hacen problemas a propósito de todo; los hombres de rutina, que quisieran que todo fuera sobre rieles; los activos, que cada día quieren una obra más; los cansados, que encuentran que se hace demasiado; los salvajes, a quienes no interesa el trabajo en equipo. Estamos en plena guerra. No se trata de perder el tiempo. Hay que ir más a prisa que los otros. Hay que vencer.

La Cruz de Cristo en nuestra piel

De la Cruz hemos hecho un motivo de decoración, y no es inútil. Sólo mirarla nos ayuda a pensar en Cristo. Pero no basta colocarla en el muro, hay que anclarla en la piel. Cristo no quiere quedarnos exterior, quiere transformarnos en Él, el hombre de dolores (Is 53,3). La semejanza a Cristo no se adquiere sin inmensos sufrimientos: todo ha de ser renovado en nosotros por el dolor, hasta que no podamos más bajo el dolor (recuerde Santa Teresita [de Lisieux]: incomprensiones; las dudas de fe; su tisis; su afonía, en que realmente ya no podía más y decía: No me arrepiento de haberme fiado al Amor).

Un día sin dolor debería parecer un día vacío, un día triste. Cuando hay menos dolor podemos preguntarnos qué pasa, pero no hay que maravillarse, porque tal vez mañana será un poco más pesado.

Si nosotros no lo rehusamos, Dios se arregla para hacernos soportar cada día más, un poco más de incomprensión, un poco más de dificultades, un poco más de soledad, un poco más de dolor.

En la vida no hay dificultades. Sólo hay circunstancias. Dios lo conduce todo, y todo lo conduce bien. No hay más que abandonarse, y servir a cada instante en la medida de lo posible. ¿Conflictos? Son inevitables. Son necesarios. Ya se resolverán. Por nada perder la paz (lo de Santa Teresa).

Los grandes dolores

Un gran dolor, cuando se trabaja en común, es el abandono progresivo de muchos, que abandonan el equipo y abandonan el plan de Dios.

Un gran dolor es darse cuenta de la lentitud con que penetra el Mensaje, del rechazo que le oponen los hombres, de ver cómo prefieren las tinieblas a la luz (cf. Jn 3,19).

Un gran dolor, el mayor tal vez, es darse cuenta que la Iglesia tiene en sí todo cuanto puede establecer el mundo en la paz, y encontrar dormidos a la mayor parte de los mejores cristianos, y tantos sacerdotes que no han comprendido el Mensaje.

Un gran dolor es encontrar la oposición de los grupos paralelos o llamados a completarse, con quienes habría que marchar, en perfecta armonía, en la batalla.

Un inmenso dolor es encontrar tanta verdad, tanta generosidad, tanta habilidad, en aquellos que pretenden liberar al hombre, pero que, ignorando a Cristo, no hacen sino encadenarlo.

Un gran dolor es sentirse impotente ante un gran dolor.

Un gran dolor es el amor que fracasa y que no encuentra eco alguno en aquellos a quienes se dirige.

Un gran dolor, en otros momentos, es la soledad. Se puede estar rodeado y sentirse solo. Lleva uno en su interior, sus planes, sus angustias, sus certezas. Los que lo rodean, sin maldad alguna, ni siquiera se interesan por lo que para él es vital.

Y hay un dolor, ese sí que es grande, cuando Dios mismo parece haberse marchado (¡Santa Teresita!).

A veces, al hombre apostólico todo le parece perdido. No hay más que fracasos en perspectiva. Por todos lados, muros. No se ve una salida.

Los colaboradores flaquean; la salud se debilita. Se encuentra privado de su fuerza, de su confianza, de su optimismo, de su testimonio interior. El déficit crece. No entran recursos. Pero, sobre todo, tú mismo no tienes ánimo, te sientes cansado, como sin resorte…

Después de todo, ¿no te equivocaste al tomar este camino? ¿Por qué haber pretendido abarcar tanto, y cosas tan difíciles? ¿¿No quiere todo esto decir que has de echar marcha atrás?

Y aun quizás tratas de echar marcha atrás, pero estás en el tren que echaste a caminar y éste avanza. Aunque quieras frenar, sigue corriendo. Sería necesario que saltaras del carro, que desaparecieras, que abandonaras a los otros. Pero ¡no tienes el derecho de abandonarlos en el combate, después de haberlos lanzado en él! Ellos tienen conciencia clara que te necesitan. Rehusar el esfuerzo ¿no sería traicionar? Todo está perdido. “¡No, todo va bien!”, dice una voz interior.

“Demagogo”, será la palabra que oirás con frecuencia. El que se ocupa de los oprimidos es un demagogo; el que lucha por la justicia, el que afirma el derecho de quienes son incapaces de hacerse respetar es un demagogo. En este sentido, felizmente, el Evangelio todo es demagogia.

Otros, consejeros prudentes, te dirán: ¡¡Anda más despacio, abarca menos!! Pero es el objeto el que impone la rapidez de la marcha. Para quien contempla desde afuera, como espectador indiferente, nada es más fácil que tomar una actitud tranquila. Pero para el que está en la batalla, es distinto; él ve fuerzas ligadas, circunstancias que hay que aprovechar y eso le impone un ritmo.

Alegrarse en los fracasos

Esto parece paradoja o locura. Necesita explicación. Hay falsos místicos, extravagantes, para quienes esta fórmula es peligrosa. Son capaces de una alegría enfermiza en el fracaso, bajo pretexto de abnegación, de unión dolorosa a Cristo, con gran detrimento de la objetividad de su acción y de la obligación que todos tenemos de usar de la prudencia.

El fracaso no debe jamás aparecernos como un fin, y la sucesión indefinida de fracasos como una solución de la vida cristiana. El cristiano debe, más que nadie, conducirse por la razón, y el uso sano de la razón conduce normalmente al éxito. Alegrarse a priori de sus fracasos, sin reflexionar el deber que tenemos de cumplir nuestra misión, de escoger objetivos alcanzables, de adaptar los medios al fin, eso es juego de chiquillos o debilidad de espíritu (cf. Thellier, Luchar contra el mal, en Dans l’épreuve).

Quien se descuida en su acción, consolándose con su unión a Cristo doloroso, necesita detenerse y cambiar de rumbo. A veces se encuentra gente orgullosa que se encapricha en este camino; a veces por orgullo, a veces por un complejo de inferioridad buscará una compensación a su incapacidad en el fracaso. No, no es a éstos a los que decimos que tienen que alegrarse en sus fracasos.

Pero sí a tantos apóstoles que han tomado por Dios, con entusiasmo, el trabajo apostólico, y que llega un momento en que se encuentran ante dificultades insuperables que les hacen pensar en la inutilidad de sus esfuerzos, y están a punto de descorazonarse. No, ¡que aprendan a sacar provecho de sus fracasos!

El fracaso, para el hombre de acción, es su gran educador. La mayor parte de nuestros fracasos vienen por nuestra propia culpa. El objetivo estaba mal definido o mal escogido, o bien usaba medios ineptos… ¡¡o en condiciones en que por falta de realismo no supo prever el fracaso!!

La mayor parte de los hombres, sin embargo, somos inclinados a excusar nuestros fracasos. Estos han ocurrido por casualidad, o por la falta de los otros que se han opuesto, o de circunstancias imprevisibles, de colaboradores flojos o incomprensivos… Pero el testarudo en ningún caso piensa que tal vez sus enemigos tenían razón; que los acontecimientos imprevistos habrían podido ser previstos, que los colaboradores debieron ser mejor escogidos, o mejor formados, o más entrenados en la acción.

La mejor táctica en la acción es tomar para sí toda la responsabilidad del fracaso. Él podrá, reflexionando, descubrir las verdaderas razones. Un hombre prudente no se embarca en una acción sino cuando hay motivos serios; cuando está en la línea de su vocación providencial; bajo el control de la dirección [espiritual] y ayudado por las luces íntimas de la plegaria. Si se aventura a veces, él lo sabe, pero tiene bastantes razones para tentar la aventura, y el fracaso medio previsto no lo sorprenderá ni lo espantará.

Durante años y años el apóstol que comienza no será prudente sino a medias. Debe hacer sus clases en plena vida. Cada fracaso le será una lección amada. Al examinar fríamente la acción emprendida, al criticarla sin vanidad, se dará cuenta de su falta de preparación, de sus prisas desarregladas, de sus motivos pasionales. Antes de obrar habría debido saber más exactamente dónde quería ir, y por qué camino, qué obstáculos iba a encontrar. Pero partió hacia delante con la cabeza abajo, o con los ojos en el Cielo. Nada tiene pues de extraño que se golpeara contra un muro, o se cayera a un barranco.

El humilde, en cambio, saca partido de sus fracasos. El alma de buena voluntad, humilde y objetiva, se hace fuerte por el juego de esta crítica honrada de la acción. El orgulloso se empeñará a comenzar por el mismo camino, pero el humilde rectificará sus encuestas, sus fines, sus métodos: aprenderá a construir. Después de todo, con frecuencia en los fracasos no queda nada del fracaso, y el éxito permanece. Cada fracaso es un vacío: una piedra puede tapar el hueco. Los éxitos son piedras con las cuales se construye un muro, un templo.

¡Cuántos hay que no quieren construir sino catedrales! Dios quiera que los primeros fracasos les hagan comprender que en un pueblecito, basta una capilla, y que es inútil forzar su talento. Cada uno no debe emprender sino obras proporcionadas a su capacidad, y obras útiles. Bendito sea el fracaso que nos enseñó nuestro sitio verdadero.

Después de este examen leal tenemos derecho de considerar las circunstancias independientes de nuestra voluntad, o las malas voluntades que se han mezclado a nuestra acción. Este será el momento de volvernos a Cristo para alegrarnos de parecernos a Él.

Los fracasos conducen al apóstol hacia Cristo. Todos ellos son un eco del fracaso grande de la Cruz, cuando fariseos, saduceos y los poderes establecidos triunfaron visiblemente sobre Jesús. ¿No fue Él acaso vestido de blanco y de púrpura, coronado de espinas y crucificado desnudo, con el título ridículo de Rey de los Judíos? Los suyos lo habían traicionado o huido. Era el hundimiento de su obra, y en ese mismo momento Jesús comenzaba su triunfo. Aceptando la muerte, Jesús la dominaba. Al dejarse elevar sobre la Cruz, elevaba la humanidad hasta el Padre, realizaba su vocación y cumplía su oficio de Salvador. En esa línea van también nuestros fracasos…

Los fracasos de que no somos responsables son el eco de la crucifixión de Cristo en nosotros. Nos hacen semejantes, en nuestra alma espiritual y en nuestra sensibilidad, a Cristo. Los otros fracasos, los que hemos merecido por imprevisión, por precipitación, por mediocridad o por orgullo, lejos de abatirnos deben estimularnos. Y como Cristo fue objetivo, fuerte, perseverante, magnánimo, así también nosotros. Esta reflexión, prudencia, fuerza que nos faltaba, nos la enseñarán nuestros fracasos que nos harán así más semejantes a Cristo.

Feliz falta, decía Agustín. Felices fracasos, diremos nosotros, que nos conducen a nuestro Maestro.

En el estercolero de Job

Esta misma lección podemos sacar al ver los fracasos de uno de nuestros hermanos, gran fracasado: Job.

Allí está, sin poder más, sobre su estercolero. Él ha recorrido espiritualmente el mundo y su propia alma. El mundo lo ha traicionado y él se siente impotente, quebrado, reducido a la nada. Él ha medido la villanía de los hombres y su propia debilidad. Y he aquí que ofrece a todos un triste espectáculo. Sus enemigos pasan delante de él y ríen. ¡Cómo duele su triunfo! Ellos habían visto bien. Con razón le habían dicho: ¡Tú no eres más que apariencia, nada más que viento! El camino está libre ante ellos. Ellos pasan delante de él; se cuchichean. Vuelven a pasar, para gozar mejor de su triunfo… Se van. Ya no eres para ellos más que un mal recuerdo, pronto serás sepultado, ni siquiera una sombra. Los amigos llegan a su vez, predicadores de resignación. Dando consejos, jueces infalibles de sus ilusiones. Lo aplastan con sus palabras sentenciosas. Job, tú eres ahora el vencido de la vida. El que ha visto demasiado grande. A quien el fracaso condena. Uno o dos, tal vez comprenden tu dolor. Tienen el corazón amplio y lo consuelan. Dios te los ha dejado fieles, para que no te pudras completamente sobre tu estercolero… Y he aquí que el estercolero resplandece como el oro. Y he aquí que vuestras lepras se desecan. Y he aquí que vuestras fuerzas vuelven. Y estáis de nuevo plenamente en la vida. En pleno combate. Nuevos enemigos se juntan a los de ayer. Nuevos amigos os rodean. La vida vuelve a su curso. Más dura y más bella. En el amor y en la esperanza.

La continuidad, virtud varonil

Una vida fecunda es una vida continua, en la cual todo aparece ligado como en el árbol. Orientaciones aparentemente nuevas, pero que están en la línea de la elección primera. A veces, cortes dolorosos para despojarse de actividades inútiles.

Asegurar la continuidad en su vida es una de las virtudes más difíciles. Es tan tentador ir a derecha o izquierda; detenerse ante cada flor del camino. Hay tantos caminos sombreados, tantas pistas atrayentes, tanta alegría de que gozar, tanta admiración que recoger, tantas miserias individuales que consolar… Todo esto a nuestro rededor llamándonos como una invitación a vivir.

Y no hay más que un camino que podamos recorrer seriamente. Lo seguimos desde hace tanto tiempo; hemos caído tantas veces, nos hemos levantado tan doloridos que estamos cansados… Y además, hay toda esa gente que arrastrar, esos turbulentos que calmar, esos aventureros que volver a traer al grupo… La ruta es estrecha y empinada, y la vida en otros lados sería tan fácil…

Los ‘no’ indispensables

Si queremos guardar una línea de vida, hemos de aprender a decir muchos “no”: No, a dejarse absorber por los pormenores. No, a dejarse dominar por la sensibilidad, por el corazón. No, a perder su tiempo en futilezas o palabras. No, a dispersarse en todos sentidos, a mariposear. No, a quien viene a verte en la hora de tu trabajo profundo. No, a hacer el trabajo que los demás pueden hacer en lugar tuyo. No, a dejarse corromper. No, a trabajar por dinero o por la gloria. No, al deseo de querer responder inmediatamente a toda pregunta que se haga. No, a tratar los problemas a la ligera. No, a traicionar sus amigos. No, a la polémica con los enemigos. No, a la antipatía a los que te molestan. No, sobre todo, a todo pecado, a todo lo que te aparta del camino comenzado, a todo lo que te disminuye, te mutila.

Contemplar para perseverar

Y para guardar sus ideales, para permanecer fiel al llamamiento divino en medio del trabajo desbordante, de visitas y cartas y confesiones… guardar la actitud contemplativa, como San Ignacio “contemplativo en la acción”, guardar su paz en la posesión de sí y en la luz de Dios. Marchar en forma tal que permanezcamos siempre bajo el influjo divino.

Audiencias de san Juan Pablo II

Acerca de Dios

Un Dios escondido

Dios eterno

 

Un Dios “escondido” 28.08.85

qpcd3wj9acx_tfflv4nnlujta89jepgxkxjt7oll0prpqz-rhoj0gjactiuilyirdqe0882cthpw7jnpwhsrnjc1-fuw1. El Dios de nuestra fe, el que de modo misterioso reveló su nombre a Moisés al pie del monte Horeb, afirmando ´Yo soy el que soy´, con relación al mundo es completamente transcendente. El . es real y esencialmente distinto del mundo. e inefablemente elevado sobre todas las cosas, que son y pueden ser concebidas fuera de El´: ´est re et essentia a mundo distinctus, et super omnia, quae praeter ipsum sunt et concipi possum ineffabiliter excelsus´ (Cons.Dei Filius, I, 1-4). Así enseña el Concilio Vaticano I, profesando la fe perenne de la Iglesia
. Efectivamente, aun cuando la existencia de Dios es concebible y demostrable y aun cuando su esencia se puede conocer de algún modo en el espejo de la creación, como ha enseñado el mismo Concilio, ningún signo, ninguna imagen creada puede desvelar al conocimiento humano la Esencia de Dios como tal. Sobrepasa todo lo que existe en el mundo creado y todo lo que la mente humana puede pensar: Dios es el ´ineffabiliter excelsus´.

2. A la pregunta: ¿quién es Dios?, si se refiere a la Esencia de Dios, no podemos responder con una ´definición´ en el sentido estricto del término. La esencia de Dios -es decir, la divinidad- está fuera de todas las categorías de género y especie, que nosotros utilizamos para nuestras definiciones, y, por lo mismo, la Esencia divina no puede ´encerrarse´ en definición alguna. Si en nuestro pensar sobre Dios con las categorías del ´ser´, hacemos uso de la analogía del ser, con esto ponemos de relieve mucho más la ´no-semejanza ´que la semejanza, mucho más la incomparabilidad que la comparabilidad de Dios con las criaturas (como recordó también el Conc. Lateranense IV, el año 1215). Esta afirmación vale para todas las criaturas, tanto las del mundo visible, como para las de orden espiritual, y también para el hombre, en cuanto creado ´a imagen y semejanza´ de Dios (Cfr. Gen 1, 26).
Así, pues, la cognoscibilidad de Dios por medio de las criaturas no remueve su esencial ´incomprensibilidad´. Dios es ´incomprensible´, como ha proclamado el Concilio Vaticano I. El entendimiento humano, aun cuando posea cierto concepto de Dios, y aunque haya sido elevado de manera significativa mediante la revelación de la Antigua y de la Nueva Alianza a un conocimiento más completo y profundo de su misterio, no puede comprender a Dios de modo adecuado y exhaustivo. Sigue siendo inefable e inescrutable para la mente creada. ´Las cosas de Dios nadie las conoce sino el Espíritu de Dios´, proclama el Apóstol Pablo (1 Cor 2, 11).

3. En el mundo moderno el pensamiento científico se ha orientado sobre todo hacia lo ´visible´ y de algún modo ´mensurable´ a la luz de la experiencia de los sentidos y con los instrumentos de observación e investigación, hoy día disponibles. En un mundo de metodologías positivistas y de aplicaciones tecnológicas, está ´incomprensibilidad´ de Dios es aún más advertida por muchos, especialmente en el ámbito de la cultura occidental. Han surgido así condiciones especiales para la expansión de actitudes agnósticas o incluso ateas, debidas a las premisas del pensamiento común a muchos hombres de hoy. Algunos juzgan que esta situación intelectual puede favorecer, a su modo, la convicción, que pertenece también a la tradición religiosa, podría decirse, universal, y que el cristianismo ha acentuado bajo ciertos aspectos, que Dios es incomprensible. Y sería un homenaje a la infinita, transcendente realidad de Dios, que no se puede catalogar entre las cosas de nuestra común experiencia y conocimiento.

4. Sí, verdaderamente, el Dios que se ha revelado a Sí mismo a los hombres, se ha manifestado como El que es incomprensible, inescrutable, inefable. ´¿Podrías tú descubrir el misterio de Dios?. ¿Llegarás a la perfección del Omnipotente?. Es más alto que los cielos. ¿Qué harás?. Es más profundo que el ´seol´. ¿Qué entenderás?´, se dice en el libro de Job (11, 7-8).
Leemos en el libro del Éxodo un suceso que pone de relieve de modo significativo esta verdad. Moisés pide a Dios ´Muéstrame tu gloria´. El Señor responde: ´Haré pasar ante ti toda mi bondad y pronunciar ante ti mi nombre (esto ya había ocurrido en la teofanía al pie del monte Horeb), pero mi faz no podrás verla, porque no puede hombre verla y vivir´ (Ex 33, 18-20).
El profeta Isaías, por su parte, confiesa: ´En verdad tú eres un Dios escondido, el Dios de Israel, Salvador´ (Is 45, 15).

5. Ese Dios, que al revelarse, habló por medio de los profetas y últimamente por medio del Hijo, sigue siendo un ´Dios escondido´. Escribe el apóstol Juan al comienzo de su Evangelio: ´A Dios nadie lo vio jamás. Dios unigénito, que está en el seno del Padre, se le ha dado a conocer´ (Jn 1, 18). Por medio del Hijo, el Dios de la revelación se ha acercado de manera única a la humanidad. El concepto de Dios que el hombre adquiere mediante la fe, alcanza su culmen en esta cercanía. Sin embargo, aun cuando Dios se ha hecho todavía más cercano al hombre con la encarnación, continúa siendo, en su Esencia, el Dios escondido. ´No que alguno -leemos en el mismo Evangelio de Juan- haya visto al Padre, sino sólo el que está en Dios se ha visto al Padre´ (Jn 6, 46).
Así, pues, Dios, que se ha revelado a Sí mismo al hombre, sigue siendo para él en esta vida un misterio inescrutable. Este es el misterio de la fe. El primer artículo del símbolo ´creo en Dios´ expresa la primera y fundamental verdad de la fe, que es al mismo tiempo, el primer y fundamental misterio de la fe. Dios, que se ha revelado a Sí mismo al hombre, continúa siendo para el entendimiento humano Alguien que simultáneamente es conocido e incomprensible. El hombre durante su vida terrena entra en contacto con el Dios de la revelación en la ´oscuridad de la fe´. Esto se explica en todo un filón clásico y moderno de la teología que insiste sobre la inefabilidad de Dios y encuentra una confirmación particularmente profunda -y a veces dolorosa- en la experiencia de los grandes místicos. Pero precisamente esta ´oscuridad de la fe´ -como afirma San Juan de la Cruz- es la luz que inefablemente conduce a Dios.
Este Dios es, según las palabras de San Pablo, ´el Rey de reyes y Señor de señores,/ el único inmortal,/ que habita en una luz inaccesible,/ a quien ningún hombre vio,/ ni podrá ver´ (1 Tim 6, 15-16).
La oscuridad de la fe acompaña indefectiblemente la peregrinación terrena del espíritu humano hacia Dios, con la espera de abrirse a la luz de la gloría sólo en la vida futura, en la eternidad. ´Ahora vemos por un espejo y oscuramente, pero entonces veremos cara a cara´ (1 Cor 13, 12).
´In lumine tuo videbimus lumen´. ´Tu luz nos hace ver la luz´ (Sal 35, 10).

Dios eterno 4.09.85

1. La Iglesia profesa incesantemente la fe expresada en el primer artículo de los más antiguos símbolos cristianos: ´Creo en un solo Dios, Padre omnipotente, creador del Cielo y de la tierra´. En estas palabras se refleja de modo conciso y sintético, el testimonio que el Dios de nuestra fe, el Dios vivo y verdadero de la Revelación, ha dado de sí mismo, según la Carta a los Hebreos, hablando ´por medio de los profetas´, y últimamente ´por medio del Hijo´ (Heb 1, 1-2). La Iglesia saliendo al encuentro de las cambiantes exigencias de los tiempos, profundiza la verdad sobre Dios, como lo atestiguan los diversos Concilios. Quiero hacer referencia aquí al Concilio Vaticano Y, cuya enseñanza fue dictada por la necesidad de oponerse, de una parte, a los errores del panteísmo del siglo XIX, y de otra, a los del materialismo, que entonces comenzaba a afirmarse.

2. El Concilio Vaticano I enseña: ´La santa Iglesia cree y confiesa que existe un sólo Dios vivo y verdadero, creador y Señor del cielo y de la tierra, omnipotente, eterno, incomprensible, infinito por inteligencia, voluntad y toda perfección; el cual, siendo una única substancia espiritual, totalmente simple e inmutable, debe ser predicado real y esencialmente distinto del mundo, felicísimo en sí y por sí, e inefablemente elevado sobre toda las cosas, que hay fuera de El y puedan ser concebidas´ (Cons. Dei Filius).

3. Es fácil advertir en el texto conciliar parte de los mismos antiguos símbolos de fe que también rezamos: ´creo en Dios. omnipotente, creador del cielo y de la tierra´, pero desarrolla esta formulación fundamental según la doctrina contenida en la Sagrada Escritura, en la Tradición y en el Magisterio de la Iglesia. Gracias al desarrollo realizado por el Vaticano I, los ´atributos´ de Dios se enumeran de forma más completa que la de los antiguos símbolos.
Por ´atributos´ entendemos las propiedades del ´Ser´ divino que se manifiestan en la Revelación, como también en la mejor reflexión filosófica (Cfr. p.e. S. Th. I qq. 3 ss.). La Sagrada Escritura describe a Dios utilizando diversos adjetivos. Se trata de expresiones del lenguaje humano, que se manifiesta muy limitado, sobre todo cuando se trata de expresar la realidad totalmente transcendente que es Dios en sí mismo.

4. El pasaje del Concilio Vaticano I antes citado confirma la imposibilidad de expresar a Dios de modo adecuado. Es incomprensible e inefable. Sin embargo, la fe de la Iglesia y su enseñanza sobre Dios, aun conservando la convicción de su ´incomprensibilidad´ e ´inefabilidad´, no se contenta, como hace la llamada teología apofática, con limitarse a constataciones de carácter negativo, sosteniendo que el lenguaje humano, y, por tanto, también elteológico, puede expresar exclusivamente, o casi, sólo lo que Dios o es, al carecer de expresiones adecuadas para explicar lo que El es.

5. Así el Vaticano I no se limita a afirmaciones que hablan de Dios según la ´vía negativa´, sino que se pronuncia también según la ´vía afirmativa´. Por ejemplo, enseña que este Dios esencialmente distinto del mundo (´a mundo distinctus re et es essentia´), es un Dios Eterno. Esta verdad está expresada en la Sagrada Escritura en varios pasajes y de modos diversos. Así, por ejemplo, leemos en el libro del Sirácida: ´El que vive eternamente creó juntamente todas las cosas´ (18, 1), y en el libro del Profeta Daniel: ´El es el Dios vivo, y eternamente subsistente´ (6, 27).
Parecidas son las palabras del Salmo 101, de las que se hace eco la Carta a los Hebreos: ´al principio cimentaste la tierra, y el cielo es obra de tus manos. Ellos perecerán, Tú permaneces, se gastarán como ropa, serán como un vestido que se muda. Tú, en cambio, eres siempre el mismo, tus años no se acabarán´ (Sal 101, 26-28). Algunos siglos más tarde el autor de la Carta a los Hebreos volverá a tomar las palabras del citado Salmo: ´Tú, Señor, al principio, fundaste la tierra, y los cielos son obras de tus manos. Ellos perecerán, y como un manto los envolverás, y como un vestido se mudarán; pero Tú permaneces el mismo, y tus años no se acabarán´ (1, 10-12).
La eternidad es aquí el elemento que distingue esencialmente a Dios del mundo. Mientras que éste está sujeto a cambios y pasa, Dios permanece por encima del devenir del mundo: El es necesario e inmutable: ´Tú permaneces el mismo´.
Consciente de la fe en este Dios eterno, San Pablo escribe: ´Al Rey de los siglos, inmortal, invisible, único Dios, el honor y la gloria por los siglos de los siglos. Amén´ (1 Tim 1, 17). La misma verdad tiene en la Apocalipsis aún otra expresión: ´Yo soy el alfa y el omega, dice el Señor Dios, el que es, el que era, el que viene, el Todopoderoso´ (1, 8).

6. En estos datos de la revelación halla expresión también la convicción racional a la que se llega cuando se piensa que Dios es el Ser subsistente, y, por lo tanto, necesario, y, por lo mismo, eterno, ya que no puede tener ni principio ni fin, ni sucesión de momentos en el Acto único e infinito de su existencia. La recta razón y la revelación encuentran una admirable coincidencia sobre este punto. Siendo Dios absoluta plenitud de ser (ipsum Ens per se Subsistens) su eternidad ´grabada en la terminología del ser´ debe entenderse como ´posesión indivisible, perfecta y simultánea de una vida sin fin´ y, por lo mismo, como un atributo del ser absolutamente ´por encima del tiempo´.
La eternidad de Dios no corre con el tiempo del mundo creado, ´no corresponde a El´; no lo ´precede´ o lo ´prolonga´ hasta el infinito; sino que está más allá de él y por encima de él. La eternidad, con todo el misterio de Dios, comprende en cierto sentido ´desde más allá´ y ´por encima´ de todo lo que está ´desde dentro´ sujeto al tiempo, al cambio, a lo contingente. Viene a la mente las palabras de San Pablo en el Areópago de Atenas; ´en El. vivimos y nos movemos y existimos´ (Hech 17, 28). Decimos ´desde el exterior´ para afirmar con esta expresión metafórica la transcendencia de Dios sobre las cosas y de la eternidad sobre el tiempo, aun sabiendo y afirmando una vez más que Dios es el Ser que es interior a ser mismo de las cosas, y, por tanto, también al tiempo que pasa como un sucederse de elementos, cada uno de los cuales no está fuera de su abrazo eterno.
El texto del Vaticano I expresa la fe de la Iglesia en el Dios vivo, verdadero y eterno. Es eterno porque es la absoluta plenitud de ser que, como indican claramente los textos bíblicos citados, no puede entenderse como una suma de fragmentos o de ´partículas´ del ser que cambian con el tiempo. La absoluta plenitud del ser sólo puede entenderse como eternidad, es decir, como total e indivisible posesión de ese ser que es la vida misma de Dios. En este sentido Dios es eterno: un ´Nunc´, un ´Ahora´, subsistente e inmutable, cuyo modo de ser se distingue esencialmente del de las criaturas, que son seres ´contingentes´.

7. Así, pues, el Dios vivo que se nos ha revelado a sí mismo, es el Dios eterno. Más correctamente decimos que Dios es la eternidad misma. La perfecta simplicidad del Ser divino (´Omnino simplex´) exige esta forma de expresión.
Cuando en nuestro lenguaje humano decimos; ´Dios es eterno´, indicamos un atributo del ser divino. Y, puesto, que todo atributo no se distingue concretamente de la esencia misma de Dios (mientras que los atributos humanos se distinguen del hombre que los posee), al decir: ´Dios es eterno´, queremos afirmar: ´Dios es la eternidad´.
Esta eternidad para nosotros, sujetos al espacio y al tiempo, es incomprensible como la divina Esencia; pero ella nos hace percibir, incluso bajo este aspecto, la infinita grandeza y majestad del Ser divino, a la vez que nos colma de alegría el pensamiento de que este Ser Eternidad comprende todo lo que es creado y contingente, incluso nuestro pequeño ser, cada uno de nuestros actos, cada momento de nuestra vida.
´En El vivimos, nos movemos y existimos´.

San Alberto Hurtado

Una espiritualidad sana

San Alberto Hurtado S.J.

París, en noviembre de 1947.

FPH104
San Alberto Hurtado

Los que se preocupan de la vida espiritual no son muchos; y, desgraciadamente, entre ésos no todos van por buen camino. ¡Cuántos, durante decenas de años, hacen meditación y lectura sin sacar gran provecho! ¡Cuántos más preocupados de seguir un método que el Espíritu Santo! ¡Cuántos quieren imitar literalmente tal o tal santo, rehacer sus prácticas, renovar sus oraciones! ¡Cuántos aspiran a estados extraordinarios, a lo maravilloso, a las gracias sensibles! ¡Cuántos olvidan que forman parte de una humanidad adolorida y se fabrican una espiritualidad egoísta que no se acuerda de sus hermanos! ¡Cuántos leen y releen los manuales, o buscan recetas, sin conocer el Evangelio, sin acordarse de San Pablo!

Para otros, la vida espiritual se confunde con los ejercicios de piedad: lectura espiritual, oración, exámenes. La vida activa viene a ser un pegote que se le agrega, pero no una prolongación, ni una preparación de su vida interior. Las preocupaciones de su vida ordinaria, las dificultades que tienen que vencer, su deber de estado, son echados fuera de la oración: les parece indigno mezclar Dios a esas banalidades.

Así llegan a forjarse una vida espiritual complicada y artificial. En lugar de buscar a Dios en las circunstancias en que nos ha puesto, en las necesidades profundas de mi persona, en las circunstancias de mi ambiente temporal y local, preferimos actuar como hombres universales o abstractos. Dios y la vida real no aparecen jamás en el mismo campo de pensamiento y de amor. Pelean para mantener en sí una sentimentalidad afectiva de orientación divina, para mantener, con esfuerzo, la mirada fija en Dios, para sublimarse intensamente; o bien se contentan con las fórmulas azucaradas de libros llamados de piedad. Esto hace pensar en el pensamiento de Pascal: el hombre no es ni ángel ni bestia, pero el que quiere hacer el ángel, obra como bestia.

Cosa más grave: Sacerdotes, hombres de estudio, que trabajan materias sobrenaturales, predicadores que preparan su predicación de mañana… no tendrán ni siquiera la idea de introducir estas materias en su vida de oración.

Seglares que dirigen obras de acción se prohibirán pensar en estas materias durante su oración. Hombres que pasan su vida sobre las miserias del prójimo, para socorrerla, apartarán el recuerdo de sus pobres mientras asisten a la misa. Apóstoles abrumados de responsabilidades con miras al Reino de Dios, considerarán casi una falta el verse acompañados por sus preocupaciones y sus inquietudes.

Como si toda nuestra vida no debiera ir orientada hacia Dios, como si pensar en todas las cosas por Dios, no fuera ya pensar en Dios; o como si pudiéramos liberarnos a nuestro arbitrio de las solicitudes que Dios mismo nos ha puesto. Es tan fácil, en cambio, tan indispensable, elevarse a Dios, perderse en Él, partiendo de nuestra miseria, de nuestros fracasos, de nuestros grandes deseos. ¿Por qué, pues, echarlos de nosotros, en lugar de servirnos de ellos como de un trampolín? Con sencillez, pues, arrojar el puente de la fe, de la esperanza, del amor, entre nuestra alma y Dios.

Una espiritualidad sana da a los métodos espirituales su importancia relativa, pero no la exagerada que algunos le atribuyen. Una espiritualidad sana es la que se acomoda a las individualidades, y respeta las personalidades. Se adapta a los temperamentos, a las educaciones, culturas, experiencias, medios, estados, circunstancias, generosidades… Toma a cada uno como él es, en plena vida humana, en plena tentación, en pleno trabajo, en pleno deber. El Espíritu que sopla siempre, sin que se sepa de dónde viene ni a donde va (cf Jn 3, 8), se sirve de cada uno para sus fines divinos, pero respetando el desarrollo personal en la construcción de la gran obra colectiva que es la Iglesia. Todos sirven en esta marcha de la humanidad hacia Dios; todos encuentran trabajo en la construcción de la Iglesia; el trabajo de cada uno, el querido por Dios, será el que a cada uno se revelará por las circunstancias en que Dios lo colocará y la luz que a él dará en cada momento.

La única espiritualidad que nos conviene es la que nos introduce en el plan divino, según mis dimensiones, para realizar ese plan en obediencia total.

Todo método demasiado rígido, toda dirección demasiado definitiva, toda sustitución de la letra al espíritu, todo olvido de nuestras realidades individuales, no consiguen sino disminuir el ímpetu de nuestra marcha hacia Dios… En todo camino espiritual recto, está siempre al principio el don de sí mismo (Principio y Fundamento y Contemplación para alcanzar amor)… Antes que toda práctica, que todo método, que todo ejercicio, se impone un ofrecimiento generoso y universal de todo nuestro ser, de nuestro haber y poseer… En este ofrecimiento pleno, acto del espíritu y de la voluntad, que nos lleva en la fe y en el amor al contacto con Dios, reside el secreto de todo progreso.