La Eucaristía, fuente de vida divina III/V

Se reproduce y renueva por el sacrificio de la Misa

Tomado de “Jesucristo, vida del Alma”

Dom Columba Marmion

 

No os extrañéis que me haya extendido tratando del sacrificio del Calvario; esta inmolación se reproduce en el altar: el sacrificio de la Misa es el mismo que el de la Cruz. No puede haber, en efecto, otro sacrificio, sino el del Calvario; esta oblación es única, dice San Pablo; es suficientísima, pero Nuestro Señor ha querido que se continúe en la tierra para que sus méritos sean aplicados a todas las almas.

¿Cómo ha provisto Jesús a la realización de este su deseo, puesto que ya subió a los cielos? Es verdad que sigue siendo eternamente el Pontífice por excelencia; pero, por el sacramento del Orden, ha escogido a ciertos hombres, a quienes hace participantes de su sacerdocio. Cuando el obispo extiende, en la ordenación, las manos para consagrar a los sacerdotes, la voz de los ángeles repite sobre cada uno: «Tú eres sacerdote para siempre; el carácter sacerdotal que recibes, nunca te será quitado; ese carácter lo recibes de manos de Jesucristo, y su Espíritu es quien toma posesión de ti para convertirte en ministro de Jesucristo». Jesús va a renovar su sacrificio por medio de los hombres.

Veamos lo que se verifica en el altar. ¿Qué es lo que vemos? -Después de algunas oraciones preparatorias y algunas lecturas, el sacerdote ofrece el pan y el vino: es la «ofrenda» u «ofertorio»; esos elementos serán muy pronto transformados en el cuerpo y en la sangre de Nuestro Señor. El sacerdote invita luego a los fieles y a los espíritus celestiales a rodear el altar, que va a convertirse en un nuevo Calvario, a acompañar con alabanzas y homenajes la acción santa. Después de lo cual, entra silenciosamente en comunicación más íntima con Dios, llega el momento de la consagración: extiende las manos sobre las ofrendas como el sumo sacerdote lo hacía en otro tiempo sobre la víctima que iba a inmolar, recuerda todos los gestos y todas las palabras de Jesucristo en la última cena, en el momento de instituir este sacrificio: «En el dia antes de padecer»; después, identificándose con Jesucristo, pronuncia las palabras rituales: «Este es mi cuerpo», «Esta es mi sangre»… Estas palabras verifican el cambio del pan y del vino en el cuerpo y en la sangre de Jesucristo. Por su voluntad expresa y su institución formal, Jesucristo se hace presente, real y sustancialmente, con su divinidad y su humanidad, bajo las especies, que permanecen y le ocultan a nuestra vista.

Pero, como sabéis, la eficacia de esta fórmula es más extensa: por estas palabras, se realiza el sacrificio. En virtud de las palabras: «Este es mi cuerpo», Jesucristo, por mediación del sacerdote, pone su carne bajo las especies del pan; por las palabras: «Esta es mi sangre», pone su sangre bajo las especies del vino. Separa de ese modo, místicamente, su carne y su sangre, que, en la Cruz, fueron físicamente separadas; separación que le produjo la muerte. Después de su resurrección, Jesucristo no puede ya morir, «la muerte no hará presa en El ya nunca más» (Rom 6,9); la separación del cuerpo y de la sangre, que se verifica en el altar, es mística. «El mismo Cristo que fue inmolado sobre la Cruz es inmolado en, el altar, aunque de un modo diferente»; y esta inmolación, acompañada de la ofrenda, constituye un verdadero sacrificio. [In hoc divino sacrificio quod in Missa peragitur, idem ille Christus continetur et immolatur, qui in ara crucis seipsum cruentum obtulit. Conc. Trid., Sess. XXII, cap.2].

La comunión consuma el sacrificio; es el último acto importante de la Misa.- El rito de la manducación de la víctima acaba de expresar la idea de sustitución, y sobre todo, de alianza, que se encuentra en todo sacrificio. Uniéndose tan íntimamente a la víctima que le ha sustituido, el hombre se inmola a su vez, si así puede decirse; siendo la hostia una cosa santa y sagrada, al comerla, uno se apropia, en cierto modo, la virtud divina que resulta de su consagración.

En la Misa, la víctima es el mismo Jesucristo, Dios y Hombre; por eso la comunión es por excelencia el acto de unión a la divinidad; es la mejor y más íntima participación en los frutos de alianza y de vida divina que nos ha procurado la inmolación de Cristo.

Así, pues, la Misa no es sólo una simple representación del sacrificio de la Cruz; no tiene únicamente el valor de un simple recuerdo, sino que es un verdadero sacrificio, el mismo del Calvario, el cual reproduce y prolonga, y cuyos frutos aplica.

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