“Felices son los misericordiosos, puesto que a ellos se les mostrará misericordia.” Mt 5, 7
(Homilía)
“Felices son los misericordiosos, puesto que a ellos se les mostrará misericordia.” Mt 5, 7
(Homilía)
“Si todos los días de nuestra vida están marcados por este gran misterio de la fe, el de hoy lo está de modo particular. Este es nuestro día con él.”
San Juan Pablo II
1. «Jesucristo es el mismo ayer y hoy y siempre» (Hb 13, 8).
Queridos hermanos en el sacerdocio de Cristo: Mientras nos encontramos hoy en torno a tantas cátedras episcopales del mundo —los miembros de las comunidades presbiterales de todas las Iglesias junto con los pastores de las diócesis—, vuelven con nueva fuerza a nuestra mente las palabras sobre Jesucristo, que han sido el hilo conductor del 500 aniversario de la evangelización del nuevo mundo.
«Jesucristo es el mismo ayer y hoy y siempre»: son las palabras sobre el único y eterno Sacerdote, que «penetró en el santuario una vez para siempre… con su propia sangre, consiguiendo una redención eterna» (Hb 9, 12). Éstos son los días —el «Triduum sacrum» de la liturgia de la Iglesia— en los que, con veneración y adoración incluso más profunda, renovamos la pascua de Cristo, aquella «hora suya» (cf. Jn 2, 4; 13, 1) que es el momento bendito de la «plenitud de los tiempos» (Ga 4, 4).
Por medio de la Eucaristía, esta «hora» de la redención de Cristo sigue siendo salvífica en la Iglesia y precisamente hoy la Iglesia recuerda su institución durante la última Cena. «No os dejaré huérfanos: volveré a vosotros» (Jn 14, 18). «La hora» del Redentor, «hora» de su paso de este mundo al Padre, «hora» de la cual él mismo dice: «Me voy y volveré a vosotros» (Jn 14, 28). Precisamente a través de su «ir pascual», él viene continuamente y está presente en todo momento entre nosotros con la fuerza del Espíritu Paráclito. Está presente sacramentalmente. Está presente por medio de la Eucaristía. Está presente realmente.
Nosotros, queridos hermanos, hemos recibido después de los Apóstoles este inefable don, de modo que podamos ser los ministros de este ir de Cristo mediante la cruz y, al mismo tiempo, de su venir mediante la Eucaristía. ¡Qué grande es para nosotros este Santo Triduo! ¡Qué grande es este día, el día de la última Cena! Somos ministros del misterio de la redención del mundo, ministros del Cuerpo que ha sido ofrecido y de la Sangre que ha sido derramada para el perdón de nuestros pecados. Ministros de aquel sacrificio por medio del cual él, el único, entró de una vez para siempre en el santuario: «ofreciéndose a sí mismo sin tacha a Dios, purifica de las obras muertas nuestra conciencia para rendir culto a Dios vivo» (cf. Hb 9, 14).
Si todos los días de nuestra vida están marcados por este gran misterio de la fe, el de hoy lo está de modo particular. Este es nuestro día con él.
2. En este día nos encontramos juntos, en nuestras comunidades presbiterales, para que cada uno pueda contemplar más profundamente el misterio de aquel sacramento por medio del cual hemos sido constituidos en la Iglesia ministros del sacrificio sacerdotal de Cristo. Al mismo tiempo, hemos sido constituidos servidores del sacerdocio real de todo el pueblo de Dios, de todos los bautizados, para anunciar las «magnalia Dei», las «maravillas de Dios» (Hch 2, 11).
Este año es oportuno incluir en nuestra acción de gracias un particular aspecto de reconocimiento por el don del «Catecismo de la Iglesia católica». En efecto, este texto es también una respuesta a la misión que el Señor ha confiado a su Iglesia: custodiar el depósito de la fe y transmitirlo íntegro a las generaciones futuras con diligente y afectuosa solicitud.
Fruto de la fecunda colaboración de todo el Episcopado de la Iglesia católica, el Catecismo es confiado ante todo a nosotros, pastores del pueblo de Dios, para reforzar nuestros profundos vínculos de comunión en la misma fe apostólica. Compendio de la única y perenne fe católica, constituye un instrumento cualificado y autorizado para testimoniar y garantizar la unidad en la fe por la que Cristo mismo, al acercarse su «hora», dirigió al Padre una ferviente plegaria (cf. Jn 17, 21-23).
Al proponer de nuevo los contenidos fundamentales y esenciales de la fe y de la moral católica, tal y como la Iglesia de hoy los cree, celebra, vive y reza, el Catecismo es un medio privilegiado para profundizar en el conocimiento del inagotable misterio cristiano, para dar nuevo impulso a una plegaria íntimamente unida a la de Cristo, para corroborar el compromiso de un coherente testimonio de vida.
Al mismo tiempo, este Catecismo nos es dado como punto de referencia seguro para el cumplimiento de la misión, que se nos ha confiado en el sacramento del orden, de anunciar la «buena nueva» a todos los hombres, en nombre de Cristo y de la Iglesia. Gracias a él podemos cumplir, de manera siempre renovada, el mandamiento perenne de Cristo: «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes… enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado» (Mt 28, 19-20).
En ese sintético compendio del depósito de la fe, podemos encontrar una norma auténtica y segura para la enseñanza de la doctrina católica, para el desarrollo de la actividad catequética entre el pueblo cristiano, para la nueva evangelización, de la que el mundo de hoy tiene inmensa necesidad.
Queridos sacerdotes, nuestra vida y nuestro ministerio llegarán a ser, por sí mismos, elocuente catequesis para toda la comunidad que se nos ha encomendado si están enraizados en la verdad que es Cristo. Entonces, nuestro testimonio no será aislado sino unánime, dado por personas unidas en la misma fe y que participan del mismo cáliz. A este «contagio» vital es al que debemos mirar juntos, en comunión efectiva y afectiva, para realizar la «nueva evangelización», que es cada vez más urgente.
3. El Jueves santo, reunidos en todas las comunidades presbiterales de la Iglesia en toda la faz de la tierra, damos gracias por el don del sacerdocio de Cristo, del que participamos a través del sacramento del orden. En esta acción de gracias queremos incluir el tema del «Catecismo» porque su contenido y su objetivo están vinculados particularmente con nuestra vida sacerdotal y el ministerio pastoral en la Iglesia.
En efecto, en el camino hacia el gran jubileo del año 2000, la Iglesia ha conseguido elaborar, después del concilio Vaticano II, el compendio de la doctrina sobre la fe y la moral, la vida sacramental y la oración. De diversas maneras, esta síntesis podrá ayudar a nuestro ministerio sacerdotal. También podrá iluminar la conciencia apostólica de nuestros hermanos y hermanas que, en conformidad con su vocación cristiana, juntamente con nosotros desean dar testimonio de aquella esperanza (cf. 1 P 3, 15) que nos vivifica en Jesucristo.
El Catecismo presenta la «novedad del Concilio» situándola, al mismo tiempo, en la Tradición entera; es un Catecismo, tan lleno de los tesoros que encontramos en la sagrada Escritura y después en los padres y doctores de la Iglesia a lo largo de milenios, que permite que cada uno de nosotros se parezca a aquel hombre de la parábola evangélica «que extrae de su arca cosas nuevas y cosas antiguas» (Mt 13, 52), las antiguas y siempre nuevas riquezas del depósito de la revelación.
Al reavivar en nosotros la gracia del sacramento del orden, conscientes de lo que significa para nuestro ministerio sacerdotal el «Catecismo de la Iglesia católica», confesamos con la adoración y el amor a aquel que es «el camino, la verdad y la vida» (Jn 14, 6).
«Jesucristo es el mismo ayer y hoy y siempre».
Vaticano, 8 de abril, jueves santo, del año 1993, decimoquinto de mi pontificado.
Homilía de Domingo de Ramos
P. Jason Jorquera M., IVE.
Queridos hermanos:
Finalmente nos encontramos en la antesala de la Semana Santa, en el llamado: Domingo de Ramos; donde conmemoramos la entrada triunfal de nuestro Señor Jesucristo en Jerusalén, entre aplausos y alabanzas, entre el reconocimiento de algunos como Mesías y la incredulidad definitiva de otros; y sin embargo, entre todo ese jolgorio y alegría de quienes lo acompañaban y ponían sus mantos y ramas a lo largo del camino, solamente Jesús podía ver perfectamente lo que significaba esta entrada definitiva, en que se celebraría tanto la última Pascua figurada, como la primera santa Misa de la historia oficiada por el mismo Hijo de Dios, mediante un sacrificio real, cruento, triste hasta la muerte… y dónde ninguna de estas personas que ahora lo aclamaban intercedería después por Él ante sus mortales acusadores. Jesucristo sabía todo esto perfectamente, y aun así continúa adelante, hacia la ciudad santa.
Jesucristo sabía bien que había llegado su hora, “la gran hora del Cordero de Dios”, del “Siervo sufriente”; y que esta hora sería cubierta por la sombra de cruz y el sacrificio inigualable de su propia vida, y aún así -como hemos dicho- continúa; porque sabe bien también las consecuencias de esta entrega, y cómo de esta manera se abrirán nuevamente las puertas del Cielo para las almas que lo acepten con fe; y justamente es esta fe la que nos debe enseñar a ver mucho más allá de la cruz, de nuestras cruces, que a veces parecen hasta castigos cuando en realidad pueden perfectamente bendiciones: cuántas veces una cruz aleja a algunos del pecado y hace a otros ir corriendo tras de Dios en busca de ayuda, fortaleza, consuelo, etc. Dicho todo esto, vemos con mayor claridad en Jesucristo el modelo perfecto de entrega generosa que no retrocede ante el sufrimiento que se avecina, porque lo mueve un amor que llega siempre hasta las últimas consecuencias.
Jesucristo sabe bien lo que se viene, sabe que las turbas de hoy no estarán el viernes siguiente ni siquiera para consolarlo; sabe que algunos lo verán en la cruz como alguien que fracasó… pero también sabe que las almas con fe sabrán ir más allá del Calvario… Jesucristo con su muerte conquistará la vida eterna para todos aquellos que sepan llegar también con Él hasta el calvario, con todos aquellos que vayan más allá de la entrada triunfal y lo acompañen hasta ese amor extremo que solamente la fe puede mostrar. Respecto a esto escribía muy acertadamente el Kempis: “Jesús tiene ahora muchos enamorados de su reino celestial pero muy poco que quieran llevar su cruz. Tiene muchos que desean los consuelos y pocos la tribulación. Muchos que aspiran comer en su mesa y pocos que anhelan imitarlo es su abstinencia. Todos apetecen gozar con Él pero pocos sufrir algo por él.
Muchos siguen a Jesús hasta la fracción del pan, mas pocos hasta beber el cáliz de la pasión. Muchos admiran sus milagros, pero pocos le siguen en la ignominia de la cruz.
Muchos aman a Jesús mientras no haya contrariedades. Muchos lo alaban y bendicen en el tiempo de las dulzuras, pero si Jesús se esconde y los deja por un tiempo, enseguida se quejan o desalientan.”
Podemos ver esta entrada triunfal de Jesucristo como lo que Él quiere realizar en nosotros: entrar en nuestras almas como Rey, entre nuestras aclamaciones y compromiso de seguirlo hasta el final. Pero la diferencia aquí es que nosotros sí tenemos la oportunidad de no abandonarlo cuando llegue su pasión; y nosotros sí tenemos la oportunidad de defenderlo a Él y a nuestra fe con nuestras palabras, ejemplos y hasta con nuestra propia vida si Él así lo dispone; nosotros aun estamos a tiempo de acompañarlo hasta el final y no salir huyendo como los apóstoles y todos los demás cuando se acerca la hora de la dificultad, de la oscuridad, de la sequedad, en definitiva, de la Cruz.
La invitación de hoy, queridos hermanos, es a considerar hasta dónde estamos dispuestos a seguir a Jesucristo ahora que comienza su camino final a la pasión, es decir, a ofrecerse como Víctima inocente y expiatoria por cada uno de nosotros… sabemos bien que Jesucristo llegó hasta la cruz por nosotros; la pregunta es pues, ¿hasta dónde estamos nosotros dispuestos a llegar por Jesucristo?; no digo solamente asistir fielmente cada Domingo a la santa Misa, sino más (Dios se preocupa cada instante de nosotros y nos pide como mínimo esa horita a la semana); no digo solamente confesarse frecuentemente y más o menos llevar una vida de oración, sino mucho más. Esto está bien, está perfecto, pero es sólo la base de la gran obra de santidad que Jesucristo tiene dispuesta para cada uno de nosotros si lo dejamos obrar, si vamos más allá de la entrada a Jerusalén y llegamos hasta el Calvario, y sabemos ser generosos con Él, enamorados realmente, con sed de aprender más y más sobre la verdad, sobre nuestra fe, en definitiva, sobre cómo darle mayor gloria a Dios con nuestra vida. Entonces, y sólo entonces, podremos arrogarnos la verdadera victoria, la entrada triunfal definitiva en el Reino de los Cielos, reservada para aquellos que sigan a Jesucristo realmente hasta el final: con la cruz, con trabajos, con esfuerzos; pero especialmente con la alegría sobrenatural que nos mueve a emprender lo que sea que Dios nos pida con tal de tomar parte de su victoria absoluta en la Cruz: aparente fracaso para los incrédulos, señal de predilección para los creyentes.
Respecto a esto último escribía san Alberto Hurtado: “Los fracasos conducen al apóstol hacia Cristo. Todos ellos son un eco del fracaso grande de la Cruz, cuando fariseos, saduceos y los poderes establecidos triunfaron visiblemente sobre Jesús. ¿No fue Él acaso vestido de blanco y de púrpura, coronado de espinas y crucificado desnudo, con el título ridículo de Rey de los Judíos? Los suyos lo habían traicionado o huido. Era el hundimiento de su obra, y (sin embargo), en ese mismo momento Jesús comenzaba su triunfo. Aceptando la muerte, Jesús la dominaba. Al dejarse elevar sobre la Cruz, elevaba la humanidad hasta el Padre, realizaba su vocación y cumplía su oficio de Salvador.”
Queridos hermanos, pidamos en este día a María santísima que nos alcance la gracia de no retroceder jamás ante la cruz, y de acompañar a nuestros Señor Jesucristo hasta el final, hasta el verdadero final que consiste en poder estar toda la eternidad junto con Él.
Sobre el sacramento de la confesión
P. Jason Jorquera M., IVE.
“…habrá más alegría en el cielo
por un solo pecador que se convierta
que por 99 justos que no tengan
necesidad de conversión”
(Lc 15, 7)
A menudo nos encontramos ante la siguiente objeción: ¿por qué confesarse? Ciertamente que para nosotros, los cristianos católicos, la respuesta no tendría mayor complejidad que afirmar que así lo enseña la santa iglesia, cuerpo místico de Cristo, mediante la jerarquía que Él mismo instituyó para guía y salvación de las almas mediante los sacramentos… o porque es un regalo más que Dios nos dejó en su Iglesia.
Pero el problema es que más de una vez pueda pasar que estas interrogantes salgan de labios de los mismos católicos que, a causa de la falta de formación debida (no necesariamente culpable, claro), no han profundizado bien su fe y, por tanto, pueden engañarse o dejarse engañar respecto a este sacramento, y así alejarse de él paulatinamente privándose de sus maravillosos beneficios comenzando por la santificación y salvación del alma, todo lo cual, en definitiva, se fundamenta en una lamentable y perniciosa pérdida del sentido del pecado: “Este sentido tiene su raíz en la conciencia moral del hombre y es como su termómetro. Está unido al sentido de Dios, ya que deriva de la relación consciente que el hombre tiene con Dios como su Creador, Señor y Padre. Por consiguiente, así como no se puede eliminar completamente el sentido de Dios ni apagar la conciencia, tampoco se borra jamás completamente el sentido del pecado”[1].
Para ilustrar un poco acerca de este admirable sacramento, daremos algunas simples pautas acerca de lo que es, implica y significa en la vida del cristiano católico.
LO QUE ES
La confesión o penitencia es definida por Royo Marín como el Sacramento de la nueva ley, en el que por la absolución del sacerdote, se confiere al pecador penitente la espiritual reparación, o sea, la remisión de los pecados cometidos después del bautismo[2]; y la Lumen Gentium enseña que “los que se acercan al sacramento de la penitencia obtienen de la misericordia de Dios el perdón de los pecados cometidos contra Él y, al mismo tiempo, se reconcilian con la iglesia, a la que ofendieron con sus pecados. Ella les mueve a la conversión con su amor, su ejemplo y sus oraciones”[3]
Es llamado sacramento de la confesión porque la declaración o manifestación, la confesión de los pecados ante el sacerdote, es un elemento esencial de este sacramento. En un sentido profundo este sacramento es también una “confesión”, reconocimiento y alabanza de la santidad de Dios y de su misericordia para con el hombre pecador.
Se le llama sacramento del perdón porque, por la absolución sacramental del sacerdote, Dios concede al penitente “el perdón y la paz“[4] .
Se le denomina sacramento de reconciliación porque otorga al pecador el amor de Dios que reconcilia: “Dejaos reconciliar con Dios“[5] . El que vive del amor misericordioso de Dios está pronto a responder a la llamada del Señor: “Ve primero a reconciliarte con tu hermano” (Mt 5, 24)[6].
Para un cristiano el sacramento de la penitencia es el camino ordinario para obtener el perdón y la remisión de sus pecados graves cometidos después del bautismo. Es cierto que la acción del Salvador no está ligada a ningún signo sacramental, de tal manera que no pueda en cualquier tiempo y sector de la historia de la salvación actuar fuera y por encima de los sacramentos. Pero la fe nos dice que el Salvador ha querido y dispuesto que los sacramentos de la fe sean ordinariamente los medios eficaces por los que pasa y actúa su redención.
Sería insensato y presuntuoso querer prescindir arbitrariamente de los instrumentos de la gracia que Dios ya ha dispuesto.[7]
Es así que el mismo Jesucristo, Hijo de Dios y Redentor nuestro, ha instituido este sacramento en atención a su infinita misericordia para con nosotros y en consideración a nuestra frágil condición humana. Nuestra naturaleza, herida por el pecado, ha quedado inclinada al mal y por tanto necesitamos un auxilio especial que eleve nuestra naturaleza para poder combatir el pecado y adquirir las virtudes que nos vayan asemejando a Jesucristo, el varón perfecto y modelo de nuestro obrar. Este auxilio sobrenatural se llama gracia divina y como sabemos, se nos comunica cada vez que recibimos los sacramentos y, por lo tanto, también cuando realizamos una humilde sincera confesión de nuestros pecados ante el ministro de Dios.
Una vez más se ha de proclamar la fe de la Iglesia en el acto redentor de Cristo, en el misterio pascual de su muerte y resurrección, como causa de la reconciliación del hombre en su doble aspecto de liberación del pecado y de comunión de gracia con Dios [8].
Este importante aspecto de la obra realizada por Cristo en beneficio del hombre –liberación del pecado y comunión con Dios- continúa realizándose ininterrumpidamente en el cuerpo místico de Cristo que nació del costado herido y es quien nos hace partícipes, por el bautismo, es sus sagrados misterios: … como decía San León Magno hablando de la pasión de Cristo, “todo lo que el Hijo de Dios obró y enseñó para la reconciliación del mundo, no lo conocemos solamente por la historia de sus acciones pasadas, sino que lo sentimos también en la eficacia de lo que él realiza en el presente”.
Experimentamos la reconciliación realizada en su humanidad mediante la eficacia de los sagrados misterios celebrados por su Iglesia, por la que Él se entregó a sí mismo y la ha constituido signo y, al mismo tiempo, instrumento de salvación [9].
De aquí deducimos que el sacramento de la reconciliación, al igual que los demás sacramentos, ha sido verdaderamente querido e instituido por Cristo quien transmitió tal poder a sus ministros en bien de las almas por las cuales murió y resucitó[10]; venciendo con la muerte en la cruz el mal y el poder del pecado con su total obediencia de amor, Él ha traído a todos la salvación y se ha hecho “reconciliación” para todos. En Él Dios ha reconciliado al hombre consigo mismo[11].
Podemos decir con total propiedad que la confesión es, una vez más, una amorosa invitación de Dios a reencontrarnos con él mediante un humilde y sincero acto de reconocimiento de nuestras ofensas, lo cual implica necesariamente realizarlo con
LO QUE IMPLICA
Para realizar una buena confesión de los pecados, recordemos la clásica y clarísima síntesis explicativa en 5 pasos:
1º Examen de conciencia.
2º Dolor de los pecados.
3º Propósito de enmienda.
4º Decir los pecados al confesor.
5º Cumplir la penitencia.
Examen de conciencia: para el examen de conciencia es conveniente, aunque no obligatorio, hacer alguna breve oración pidiendo la gracia de recordar lo mejor posible los pecados cometidos. Tenemos un deber de conciencia de confesar todos los pecados graves para que la confesión sea auténtica, de tal manera que la gracia nos sea restituida en caso de haberla perdido. Este examen debe ser realizado “desde la última confesión bien hecha”. Este punto es muy importante pues si alguna vez hemos callado algún pecado grave por vergüenza o lo que sea, significa que esa confesión no ha sido válida y, por lo tanto, tampoco las posibles confesiones posteriores. Muy distinto es el caso de haberlo omitido por haberlo olvidado en dicho momento, en este caso simplemente hay que hacer un acto de contrición y manifestarlo en la siguiente confesión en cuanto sea posible, tal cual ha sido y quedarse tranquilo: “padre, perdón, pero en la confesión anterior olvidé mencionar que…”, y listo. También es lícito y hasta conveniente examinar los pecados veniales que, si bien no son materia obligatoria de la confesión, nos pueden ayudar a aprender a detestar cada vez más el pecado y movernos a practicar las virtudes de manera más determinada, además de manifestar a Dios mejor nuestra buena voluntad de querer alejarnos de cualquier tipo de ofensa a su bondad.
Dolor de los pecados: es aquella pena o dolor interior que surge en el alma por haber ofendido a Dios, pero no un dolor que hunde y aplasta al alma, sino un dolor confiado, que se abandona a la Divina Misericordia de Dios, el gran perdonador. En definitiva, un dolor que incentiva y mueve al alma a la reparación y verdadera conversión.
Propósito de enmienda: es una firme resolución de no volver a pecar y de evitar todo lo que pueda ser ocasión de cometer pecados. Este propósito supone la confianza en Dios que es quien devuelve la gracia a aquel que la ha perdido, gracia que a partir de ahora puede ser incluso mayor que antes en la medida de la compunción con la cual nos hayamos confesado. Esta determinación deja atrás el pasado y se concentra más bien en el futuro, en lo que a partir de ahora puede hacer el alma con la gracia y la asistencia del Cielo.
Decir los pecados al confesor: como enseña el Catecismo de la Iglesia Católica, “La confesión de los pecados (acusación), incluso desde un punto de vista simplemente humano, nos libera y facilita nuestra reconciliación con los demás. Por la confesión, el hombre se enfrenta a los pecados de que se siente culpable; asume su responsabilidad y, por ello, se abre de nuevo a Dios y a la comunión de la Iglesia con el fin de hacer posible un nuevo futuro. La confesión de los pecados hecha al sacerdote constituye una parte esencial del sacramento de la Penitencia: “En la confesión, los penitentes deben enumerar todos los pecados mortales de que tienen conciencia tras haberse examinado seriamente, incluso si estos pecados son muy secretos y si han sido cometidos solamente contra los dos últimos mandamientos del Decálogo (cf Ex 20,17; Mt 5,28), pues, a veces, estos pecados hieren más gravemente el alma y son más peligrosos que los que han sido cometidos a la vista de todos” (Concilio de Trento: DS 1680): «Cuando los fieles de Cristo se esfuerzan por confesar todos los pecados que recuerdan, no se puede dudar que están presentando ante la misericordia divina para su perdón todos los pecados que han cometido. “Quienes actúan de otro modo y callan conscientemente algunos pecados, no están presentando ante la bondad divina nada que pueda ser perdonado por mediación del sacerdote. Porque si el enfermo se avergüenza de descubrir su llaga al médico, la medicina no cura lo que ignora” (Concilio de Trento: DS 1680; cf San Jerónimo, Commentarius in Ecclesiasten 10, 11).”[12]
Recordemos que la confesión no debe ser exhaustiva, sino sencilla, sincera y precisa: “padre, pido perdón a Dios por haber cometido tal y tal pecado”; es acusarse y no excusarse, y en esto se deja ver claramente su sinceridad, en que no busca justificarse sino reconocer y esperar confiadamente de Dios su perdón. Debemos aprender a confesarnos bien, de tal manera que el sacerdote pueda aconsejar con mayor precisión al penitente y éste pueda aprovechar al máximo este bendito sacramento.
Cumplir la penitencia: El sentido de la penitencia que impone el confesor al penitente es el de satisfacer de alguna manera por las faltas cometidas, ya que todo pecado implica un daño que debe ser reparado en la medida de las posibilidades. Por más oculto que pueda ser un pecado, siempre tiene alguna repercusión en el Cuerpo místico, y esta satisfacción es la que justamente busca reparar el daño cometido y enderezar nuevamente al alma hacia el bien.
Respecto a esto nos enseña claramente el catecismo que: “Muchos pecados causan daño al prójimo. Es preciso hacer lo posible para repararlo (por ejemplo, restituir las cosas robadas, restablecer la reputación del que ha sido calumniado, compensar las heridas). La simple justicia exige esto. Pero además el pecado hiere y debilita al pecador mismo, así como sus relaciones con Dios y con el prójimo. La absolución quita el pecado, pero no remedia todos los desórdenes que el pecado causó (cf Concilio de Trento: DS 1712). Liberado del pecado, el pecador debe todavía recobrar la plena salud espiritual. Por tanto, debe hacer algo más para reparar sus pecados: debe “satisfacer” de manera apropiada o “expiar” sus pecados. Esta satisfacción se llama también “penitencia”.”[13]
LO QUE SIGNIFICA EN LA VIDA DEL CATÓLICO
El sacramento de la confesión en nuestra vida es un tesoro más de esos que solamente Dios nos podía regalar. Es un tesoro que podemos tomar cuando queramos; está allí, esperando que nos decidamos a aprovechar de su riqueza, de la gracia que nos ofrece a cambio del humilde y sincero arrepentimiento de nuestras ofensas. Por medio de la confesión podemos degustar de una manera del todo especial la misericordia divina, aquella siempre sale al encuentro del pecador para sacarlo del lodo y devolverle su dignidad de hijo de Dios, como el padre del hijo pródigo de la parábola: “Pero el padre dijo a sus siervos: Pronto; traigan la mejor ropa y vístanlo; pónganle un anillo en su mano y sandalias en los pies. Traigan el becerro engordado, mátenlo, y comamos y regocijémonos; porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y ha sido hallado” (Lc 15, 11-32).
Cada confesión que realizamos es importante, tanto para nosotros como para Dios: para nosotros, porque ayuda a recuperar lo perdido o a fortalecer lo débil, a renovar nuestro interior y manifestarle a Dios nuestra buena voluntad al levantarnos y seguir en pos de la santidad que nos ofrece; y para Dios, porque se alegra con nosotros y nos brinda aquellas gracias que por medio de este sacramento nos quiere conceder. Es por eso que debemos acudir a la confesión cuando la precisemos y debemos aprender a hacerla bien: preparada, clara y precisa; conscientes de sus beneficios y teniendo muy presente que siempre marca un antes y un después, el cual a veces puede transformar completamente una vida como tantas veces vemos relatado en las vidas de los santos, especialmente los santos confesores como el padre Pío, el cura de Ars o san Leopoldo Mandic, quienes tuvieron la dicha inefable de ver tantas veces en sus vidas entrar al confesionario a grandes pecadores que salieron de allí mansos como corderos, realmente decidido a cambiar y hasta perfumando santidad completamente renovados por el perdón divino y la gracia recuperada o acrecentada; por eso nos aconseja el santo: “Emplea tus tiempos libres también en preparar tu confesión. No es menester que ésta sea general, pero sí es absolutamente necesario que arregles todas tus cuentas con Dios, resuelvas todas las dudas que puedas tener y empieces una página nueva. Acuérdate que, si tienes a Dios, aunque te falte todo lo demás, serás millonario. Si Él te falta, aun teniendo todo lo demás, serás un pordiosero.” (san Alberto Hurtado)
[1] Reconciliatio et Poenitencia 18
[2] Teología moral para seglares
[3] LG 11
[4] OP, fórmula de la absolución
[5] 2Co 5:20
[6] Catecismo de la Iglesia Católica 1423-1425
[7] “Revestíos de entrañas de misericordia”, manual de preparación para el ministerio de la penitencia. P. Miguel Ángel Fuentes, IVE. Introducción, pág 17.
[8] Reconciliatio et Poenitentia 7
[9] Reconciliatio et Poenitentia 8
[10] Cfr. Mt 18,18 “Yo os aseguro: todo lo que atéis en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en el cielo.
[11] Reconciliatio et Poenitentia 10
[12] Catecismo de la Iglesia Católica 1455-1456
[13] Catecismo de la Iglesia Católica 1459
El valor del buen ejemplo
(Homilía)
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Vosotros sois la sal de la tierra. Pero si la sal se vuelve sosa, ¿con qué la salarán? No sirve más que para tirarla fuera y que la pise la gente. Vosotros sois la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte. Tampoco se enciende una lámpara para meterla debajo del celemín, sino para ponerla en el candelero y que alumbre a todos los de casa. Brille así vuestra luz ante los hombres, para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en los cielos». (Mt 5, 13-16)
Cuando un alma se va alejando de Dios, por más que no lo haga completamente cometiendo un pecado mortal, poco a poco ella misma se va privando de innumerables beneficios que tendría si estuviera más cerca de Él, como le pasa a la persona que tiene frío y se aleja del fuego… obviamente que dejará de recibir el calor que necesita para no congelarse. Y aquí entramos en el tema que nos presenta la liturgia de este Domingo en el Evangelio que acabamos de escuchar: el cristiano, el católico, debe convertirse en “sal de la tierra y luz del mundo”, para poder cooperar con su vida en bien de los que aman a Dios.
Así como podemos contribuir al plan de salvación de Dios mediante nuestras oraciones y sacrificios, no debemos olvidar nunca que existe algo más, de un valor tan grande y tan poderoso que siempre, sea como sea, produce frutos y nos referimos aquí al valor incalculable que tiene “nuestro buen ejemplo ante los demás”.
Tal vez más de alguna vez habremos oído aquello de “los pensamientos vuelan, las palabras permanecen, pero “los ejemplos arrastran”, y de una manera más hermosa y evangélica: “vosotros sois sal de la tierra y luz del mundo”; es como si Jesucristo nos dijera “ustedes han de ser ejemplo mío para los demás” … ¿de qué manera?, podríamos decir: como sazonando e iluminando a los demás con el buen ejemplo.
A lo largo de la historia de la Iglesia podemos leer en la vida de los santos cuánta importancia tiene los ejemplos de virtud, cuantas almas se han salvado gracias al buen obrar de otro, a veces sin palabras. A veces sin siquiera enterarnos estamos sembrando semillas que después brotarán para la gloria de Dios y salvación de las almas.
Por el buen ejemplo de los cristianos que ayudaban a todos sin distinción se convirtió a la fe un joven llamado Pacomio que sería después padre de monjes, y fundador de monasterios con alrededor de 400 monjes cada uno; por el buen ejemplo de una madre que prefirió morir antes abortar a su hijo se han salvado muchísimas vidas de niños indefensos y también muchas almas de mujeres que comprendieron la importancia de no cometer semejante pecado y eligieron lo correcto: ser madres. Esa mujer se llama ahora santa Gianna Beretta Molla…
Podríamos citar muchísimos ejemplos, cada uno mejor que el otro, pero debemos decir simplemente que nuestro mayor ejemplo y al que ningún otro se le puede comparar es el de Jesucristo, el Dios que por amor a los hombres bajó del cielo, por amor a los hombres murió en una cruz, y por amor a los hombres los resucitará en el día final si aceptamos vivir según su ejemplo: Para regalarnos el Cielo, Dios nos pone solamente una condición: que no le pongamos condiciones..
Ahora sí, podemos retomar el con mayor claridad el relato del Evangelio. Jesús nos llama a todos a ser sal de la tierra y luz del mundo. Para comprender mejor este llamado hay que considerar que aquí Jesús está haciendo una analogía que se debe entender a la luz de las propiedades de estos elementos y aplicarlos así en nuestra vida espiritual.
¿Qué significa ser sal de la tierra? La respuesta no es difícil, basta con decir que la sal es capaz de conservar, de impregnar y adentrarse en las cosas que toca y finalmente de darles otro sabor, pero un sabor mejor, de condimentarlas.
El católico se vuelve sal de la tierra cuando se ha dejado impregnar de tal manera del Evangelio que los demás lo notan, eso no se puede ocultar porque las virtudes siempre se manifiestan a los demás, pues tienen una especie de brillo especial capaz de ser percibido hasta por los malos (para quienes se vuelve un reproche en la conciencia). No nos tiene que pasar lo mismo que a los peces del mar, a los cuales san Alberto Hurtado compara las almas de los creyentes que viven rodeados de las aguas del Evangelio pero “jamás se salan con ella”: el pez vive toda su vida en el mar y, sin embargo, cuando se lo pesca y se lo cocina para comer hay que ponerle sal porque no es de carne salada.
Nosotros debemos ser todo lo contrario: almas que se dejen “salar” por el Evangelio, que se dejen impregnar de la sagrada revelación, de la vida de gracia, de la práctica de las virtudes… quien se deja salar por Jesucristo, es el que practica la caridad con los demás (amigos o enemigos), es el que sabe perdonar, el que habla bien de los demás y no murmura a sus espaldas, el que no miente por quedar bien con otros sino que prefiere la gloria de Dios antes que la de los hombres; el que no tiene miedo de defender su fe, el que sabe cargar su cruz con alegría… en definitiva, el que hace carne en su vida el mensaje de Cristo y es fiel al Espíritu Santo que nos reveló todas estas cosas.
La vida de pecado hace que el alma se vuelva impermeable a la gracia de Dios, pero la vida de los sacramentos y la práctica de las virtudes, nos ayuda a que nos dejemos “condimentar” por su gracia.
No debemos olvidar nunca que nosotros tenemos una gran ventaja: si la sal pierde su sabor no se la puede volver a salar… pero el amor de Dios nos ha ofrecido una manera de acrecentar, de intensificar o de recuperar ese sabor si por desgracia lo hubiésemos perdido: Dios nos quiso dejar el sacramento de la confesión para que no perdiéramos el sabor de nuestra sal… así como nos dejó la Eucaristía para iluminar en nuestras almas la imagen de su Hijo amado.
Escribía san Alberto Hurtado: Cada uno de nosotros, por ser cristiano, está llamado a ser apóstol, o mejor dicho: somos apóstoles por vocación… Pero ser apóstoles no significa llevar una insignia; no significa hablar de la verdad, sino vivirla, encarnarse en ella, transubstanciarse –si se puede hablar así– en Cristo. Ser apóstol no es llevar una antorcha en la mano, o poseer la luz, sino ser la luz… debemos ser delegados de la luz –enviados- en estos tiempos de oscuridad, en estos tiempos en que la fe de muchos se está apagando, nosotros debemos: “Iluminar como Cristo que es la luz que alumbra a todo hombre que viene a este mundo”[1] (cf. Jn 1,9).
El Evangelio no es tanto la doctrina de Cristo como la manifestación de la doctrina de Cristo; más que una lección es un ejemplo porque Jesucristo mismo vino al mundo… dejándoos un modelo para que sigáis sus huellas (1Pe_2:21).
Ser luz del mundo es llevar a los demás el mensaje del evangelio convertido en vida viviente.
Ser apóstol significa vivir nuestro bautismo, vivir la vida divina, transformados en Cristo,… ser continuadores de su obra, irradiar en nuestra vida la vida de Cristo.
Esta idea la expresaba un joven con esta hermosa plegaria: “Que al verme, oh Jesús, os reconozcan”.
…es como decir: Señor Jesús, que me parezca a ti… y ya está; porque si buscamos la semejanza con Cristo en la práctica de las virtudes, entonces nos iremos convirtiendo poco a poco en sal de la tierra y luz del mundo.
¿Qué es la virtud?: recordemos que la virtud es aquella acción que hace buena una obra al mismo tiempo que hace bueno a quien la realiza. Tenemos dos condiciones entonces para el acto virtuoso: que la obra sea buena y que haga bueno a quien la realiza. Es por eso que no es virtud si doy una limosna para ser alabado de los demás, o si soy amable sólo por buscar algún beneficio, pero si soy caritativo, amable, generoso, atento, etc., con todos por amor de Cristo, por amor de Dios, de María, del cielo, etc., entonces esa obra sí es completamente buena, en sí misma, y también en nosotros porque nos hace mejores, nos hace más semejantes a Cristo.
Para terminar simplemente hay que notar un pequeño gran detalle: que Cristo llama a sus discípulos “luz del mundo”, y esto es sumamente interesante ya que unos versículos más adelante se va a llamar a sí mismo luz del mundo: “yo soy la luz del mundo, y todo el que viene a mí no permanece en tinieblas” ¿qué significa esto?, pues significa que la luz es lo que más nos hará parecidos a Jesús. Él es la luz del mundo… pero nos invita a ser también nosotros luz del mundo.
Ser sal de la tierra y luz del mundo significa cooperar con Cristo, cooperar con la redención, iluminando sobre las tinieblas y salando a los demás con las virtudes para ir quitando el “sabor del pecado”.
Para ser sal de la tierra y luz del mundo no hace falta hacer grandes milagros o cosas extraordinarias, basta con comenzar haciendo grandemente las cosas pequeñas: desde pelar una papa hasta dar la vida por Cristo, todo hay que hacerlo por amor a Dios… eso es lo que sazona e ilumina nuestras vidas y las de los demás.
Que María santísima, la Madre Virgen que nos ilumina silenciosa, nos conceda la gracia de jamás perder el brillo que se nos dio en nuestro bautismo y de que jamás nos privemos de degustar los beneficios que nos trajo Jesucristo con la vida de la gracia.
P. Jason Jorquera Meneses.
[1] Claudel, carta.
“Día del religioso”
(Homilía dedicada especialmente a los consagrados)
La liturgia de hoy conmemora la presentación de Jesucristo, nuestro Señor, en el templo. Esta celebración litúrgica ya la encontramos testimoniada en el siglo IV y por lo tanto debemos decir que debido a su antigüedad es de suma importancia para nosotros; de hecho, lo conmemoramos también cuando rezamos los misterios de gozo en el santo rosario.
Jesucristo, la consagración perfecta
Es bueno recordar que en tiempos de Jesús los niños varones primogénitos debían ser presentados en el templo a los cuarenta días desde su nacimiento, para ser ofrecidos a Dios y para que la madre quedara purificada. Ciertamente que ni Jesús ni la Virgen santísima estaban obligados a este rito por ser Jesús el Hijo de Dios y porque María santísima no tiene pecado, razón por la cual este rito constituye en ellos un verdadero ejemplo de humildad o, como dice el santoral, “coronación de la meditación anual sobre el gran misterio navideño”, es decir, coronación de la humildad del pesebre.
Pero no es ésta la única enseñanza de esta celebración litúrgica, sino que hay otra verdad más profunda y que depende directamente del hecho mismo de ser presentado “en el templo”, es decir, en el lugar sagrado donde Dios habitaba como su morada; y esta verdad es que: “la ofrenda de Jesús al Padre, en el Templo de Jerusalén, es un preludio de su ofrenda sacrificial sobre la cruz”. Esto significa que la presentación en el templo es a la vez figura y anticipo de la entrega total que haría Jesucristo de sí mismo por nosotros entregándose en la cruz.
Y notemos cuánto se parece esta ofrenda al sacrificio de la cruz:
– Aquí Jesús derramará la sangre de la circuncisión; y en la cruz entregará también su sangre, aunque allí será toda.
– Aquí es presentado por su Madre y san José; y en la cruz también será su Madre quien lo ofrezca con el corazón traspasado de dolor.
– Aquí su divinidad está escondida y su grandeza sólo se manifiesta a unos pocos; y en la cruz también serán muy pocos quienes lo reconozcan como el Mesías.
– Aquí es presentado en la casa del Padre; en la cruz será Él mismo quien se presente entregándole su espíritu, entrando así con todo su poder en la casa eterna del Padre.
La presentación de Jesús en el templo, nos debe ayudar a considerar que el Hijo de Dios se hizo ofrenda agradable al Padre “por nosotros” y para salvarnos de las consecuencias del pecado; y para darnos a la vez ejemplo de que debemos también nos debemos presentar delante de Dios como Él lo hizo: con la sencillez de un niño que busca a su padre, y haciéndonos cada vez más dignos de la presencia de Dios por medio de la gracia y las virtudes, especialmente la humildad, recordando siempre que “No soy nada más que lo que valgo delante de Dios”; y por lo tanto, debemos estar siempre con el corazón preparado para cuando Dios nos llame a presentarnos delante de Él.
El religioso, a imitación de Cristo
Escribía san Juan Pablo II: La identidad y autenticidad de la vida religiosa “se caracteriza por el seguimiento de Cristo y la consagración a El” mediante la profesión de los consejos evangélicos de castidad, pobreza y obediencia. Con ellos se expresa la total dedicación al Señor y la identificación con El en su entrega al Padre y a los hermanos. El seguimiento de Cristo mediante la vida consagrada supone “una particular docilidad a la acción del Espíritu Santo”, sin la cual la fidelidad a la propia vocación quedaría vacía de contenido.
Jesucristo, crucificado y resucitado, Señor de la vida y de la historia, tiene que ser el “ideal vivo y perenne de todos los consagrados.” De su palabra se vive, en su compañía se camina, de su presencia interior se goza, de su misión salvífica se participa. Su persona y su misterio son el anuncio y el testimonio esencial de vuestro apostolado. No pueden existir soledades cuando el llena el corazón y la vida. No deben existir dudas acerca de la propia identidad y misión cuando se anuncia, se comunica y se encarna su misterio y su presencia entre los hombres.
Al igual que Jesucristo, el religioso se ha consagrado al servicio de Dios de manera exclusiva, imitándolo en aquello que se ha convertido en el distintivo propio del religioso: los sagrados votos, mediante los cuales imitará por el resto de su vida a quien por Él entregó la suya en una búsqueda ininterrumpida de la gloria de Dios.
Toda la vida del religioso ha de ser una afectiva y efectiva prolongación del ofrecimiento total que hoy conmemoramos, a imitación de Jesucristo; con sincera humildad ante el don recibido que es esta especial consagración; buscando en todo el Reino de los cielos y gozando desde ya lo que este estilo de vida le anticipa, como bien entendieron los santos: “Si llegaran a entender los hombres la paz de la que gozan los buenos religiosos, el mundo se trocaría en un vasto monasterio”(santa Escolástica); y a la vez pidiendo cada día la perseverancia y santificación que no se logra sin esfuerzo, sin sudor, sin trabajo, en definitiva sin la cruz; y, por supuesto, sin la fidelidad a los sagrados votos de pobreza, castidad y obediencia, señal de la consagración total, ya que “El religioso inobservante camina hacia la perdición decididamente”(san Basilio); en cambio, quien hace de Dios su prioridad exclusiva en todo y desde allí al prójimo, ése es el imitador fiel y discípulo verdadero del Señor.
Que María santísima nos alcance la gracia de convertirnos también nosotros, mediante la docilidad a la gracia, en una ofrenda agradable al Padre y digna de presentarse delante de Él cuando así lo disponga.
P. Jason Jorquera M.
El llamado divino y nuestro acto de fe
(Homilía)
P. Jason Jorquera M.
Escribe san Pablo en su carta a los hebreos estas palabras: Muchas veces y de muchas maneras habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los Profetas. En estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo…
La solemnidad de la epifanía, como cada uno de los misterios de la vida de Nuestro Señor Jesucristo, nos viene a instruir acerca de las verdades de nuestra fe, de esa fe que el mismo Dios nos ha querido regalar, para que la vayamos fortaleciendo, madurando y manifestando en nuestra vida de cristianos católicos.
Debemos recordar que la palabra epifanía es una palabra griega que significa “manifestación”, y es por eso que podríamos hablar, en sentido amplio, de varias epifanías de Nuestro Serñor Jesucristo a lo largo de su vida, porque se manifestó a san Juan Bautista mediante los signos que hacía; se manifestó a sus discípulos, a los sumos sacerdotes y escribas, a las masas del pueblo elegido e inclusive a algunos paganos.
Pero esta epifanía o manifestacion que hoy celebramos, es la primera en que Dios se muestra a los hombres de todo el mundo “representados por aquellos que lo visitan”:
A partir de este día, “la Epifanía de Jesús”, se convierte en nuestra gran fiesta, porque también a nosotros se nos ha manifestado y nos ha hecho miembros de su Iglesia mediante la gracia.
Consideremos algunos aspectos de la epifanía.
La Epifanía de Jesucristo, el Niño-Dios nacido en Belén, nos revela, en primer lugar, “el llamado de Dios a todas las almas”, a todos los hombres del mundo entero para que se salven y lleguen al conocimiento de la verdad.
Como sabemos, Dios se eligió un pueblo, en el cual se debían cumplir las profecías y las promesas que Dios había hecho… es este el pueblo que recibió la ley y las escrituras y además la promesa del Mesías que nacería de la estirpe de David, por lo tanto, parece justo que sean ellos los primeros en recibir la manifestación de Dios en la persona de los pastores.
Pero Dios, que quiere colmar al hombre de sus beneficios y, por tanto, quiere también la salvación de su alma, una vez más no se contenta sólo con manifestarse a unos pocos, y es entonces que se da a conocer a todos los hombres para ofrecerles la gloria del cielo viniendo Él mismo a la tierra a llamarlos. Y es por eso que enseguida de manifestado a los judíos se manifiesta a los gentiles, a los paganos, en la persona de estos reyes magos; así nos lo han enseñado los santos padres desde los comienzos de la Iglesia y así lo hemos experimentado nosotros al hacernos miembros del nuevo pueblo de Dios, que quiere abarcar a todos los hombres. Y es justamente la actitud de los magos la que nosotros debemos tener como cristianos, es decir, la de seguir con perseverancia al Dios que se nos ha manifestado: los magos vinieron de lejanas tierras, atravesaron países, peligros, largas caminatas, probablemente noches frías y días de calor, y sin embargo, no se detuvieron hasta encontrar al Rey de los judíos, en el que reconocieron al Dios del universo pues, como ellos mismos dijeron, venían a adorarlo.
Nosotros hoy, para ir en busca de ese Rey-Dios, debemos caminar por el sendero una “seria vida de santificación”: tal vez no tendremos que atravesar ni desiertos ni montañas, pero sí practicar las virtudes, acrecentar nuestra fe, cumplir los mandamientos, aprovechar los sacramentos, etc., ese es el llamado que hoy nos hace Jesucristo, a vivir nuestra fe de manera activa, en cada momento de nuestras vidas. Decía el Papa Francisco: Hay que buscar a Dios para encontrarlo, y encontrarlo para buscarlo una y otra vez. Sólo esta inquietud da paz al corazón…Sin inquietud somos estériles”
¿Qué es lo que nos mueve a ir continuamente hacia el Dios que se nos ha manifestado?, lo mismo que movió a los magos a venir desde lejanas tierras: solamente la fe.
Decía el P. Sáenz que: El llamado a creer en Cristo es universal. Dios es quien invita, de Él es la iniciativa. El hombre, creado libre y por lo tanto capaz de decidir, puede responderle que sí a Dios, con lo cual se acerca a la luz, o puede negarse a la convocatoria, en cuyo caso permanece en la noche tenebrosa… La estrella de Belén invitó a los Magos a seguirla a través de un largo y dificultoso camino. Fatigas, hambre, vigilias, acecharon el itinerario. Pero ellos no se amedrentaron, porque estaban deseosos de encontrar a quien ya no se hallaba lejos de sus corazones. La estrella de la fe brilla en la oscuridad de este mundo, haciéndonos buscar a Dios incansablemente. Ella no sólo será la luz que nos ilumina para poder ver, sino la guía del camino. Tal es el cometido de la estrella, figura de la fe, conducimos por el sendero de la vida, hasta el encuentro definitivo con Cristo.
Los Magos la siguieron, y encontraron efectivamente al Señor. Su “orientadora” (la estrella) no les falló. Así también la fe, luz que guía nuestra inteligencia, no nos defraudará. Nos llevará hasta el final, y hasta el término en el camino de este peregrinar, que no es otro que el descanso en la contemplación del Verbo Encamado, y a través de Él, de la Santísima Trinidad.
Y escribía también San Juan de la Cruz: “La fe y el amor serán los lazarillos que te llevarán a Dios por donde tú no sabes ir. La fe son los pies que llevan a Dios al alma. El amor es el orientador que la encamina“.
Para encontrar a Dios, es necesario vivir una fe auténtica, una fe pura, es decir, no mezclada con los criterios de la tierra sino los del cielo: ¿cómo decir que amo a Dios si no me reconcilio con Él en la confesión?; ¿cómo rezar el Padre Nuestro si no vivo como hijo de Dios?… tenemos que vivir lo que creemos, y creer lo que Dios nos ha manifestado:
Los reyes magos se dejaron guiar sólo por la fe, y gracias a su fe es que encontraron al Dios que buscaban.
Escribía el Papa Francisco: “Una fe auténtica implica siempre un profundo deseo de cambiar el mundo. Es esta la pregunta que debemos hacernos: ¿tenemos esas grandes visiones y el impulso? ¿Somos audaces? ¿Nuestro sueño vuela alto? ¿El celo nos devora? ¿O somos mediocres y nos contentamos con nuestras programaciones apostólicas de laboratorio? Recordémoslo siempre: la fuerza de la Iglesia no está en sí misma y en su capacidad de organizar, sino que se esconde en las aguas profundas de Dios. Y estas aguas agitan nuestros deseos y los deseos expanden el corazón. Es lo que dice San Agustín: rezar para desear y desear para agrandar el corazón. … Sin deseos no se va a ninguna parte y es por eso que se tienen que ofrecer los propios deseos al Señor…”
Buscad y hallareis, dice Jesucristo. Y si buscamos a Dios, ¿acaso no se va a dejar encontrar?… Dios siempre se deja encontrar.
Cuando los Magos llegaron a Belén, al final de tantas fatigas, de tanto buscar al que con Amor eterno ya los había llamado (y germinalmente encontrado), por fin descansaron. Quizás esperaban hallar un palacio, riquezas, lujo y ostentación. Sólo vieron a un Niño en brazos de su Madre. Y sin embargo, la luz que los trajo, suscitó en su interior un sagrado deber de piedad y religiosidad. Se arrodillaron entonces, ante el Niño, para expresar con tal postura su tributo de adoración. Habían encontrado, por fin, a su Dios y Señor: ese es el premio de la fe.
Que María santísima nos alcance la gracia de tener una fe inquieta, no muerta ni estancada, que no se canse de buscar a Dios en esta vida hasta encontrarlo en la eternidad.
“No podemos colaborar si no tenemos el espíritu de la Iglesia militante.”
San Alberto Hurtado
Reglas para estar siempre con la Iglesia, en el espíritu de la Iglesia militante. No podemos colaborar si no tenemos el espíritu de la Iglesia militante. Nuestra primera idea es buscar enemigos para pelear con ellos… es bastante ordinaria…
Alabar las largas oraciones, los ayunos, las órdenes religiosas, la teología escolástica… Alabar, alabar.
¡¡No se trata de vendarse los ojos y decir amén a todos!! Pero el presupuesto profundo está un poco escondido. Hay un pensamiento espléndido, a veces olvidado: tengo que alabar del fondo de mi corazón lo que legítimamente no hago. ¡¡No medir el Espíritu divino por mis prejuicios!! Voy a alabar largas oraciones en casa, que yo no hago… Alabar las procesiones, que yo no hago.
La mente de la Iglesia es la anchura de espíritu. Si legítimamente ellos lo hacen, yo legítimamente no lo hago. La idea central es que, en la Iglesia, para manifestar su riqueza divina, hay muchos modos: “En la casa de mi Padre hay muchas habitaciones” (Jn 14,2). La vida de la Iglesia es sinfonía. Cada instrumento tiene el deber de alabar a los demás, pero no de imitarlos. El tambor no imita la flauta, pero no la censura… Es un poco ridículo, pero tiene su papel. ¿Los demás pueden mofarse del bombo? No porque no son bombo. Es como el arco iris… El rojo ¿puede censurar al amarillo? Cada uno tiene su papel (qué bien cuadra esto dentro del Espíritu del Cuerpo Místico).
Luego, no encerrar la Iglesia dentro de mi espíritu, de mi prejuicio de raza, de mi clase, de mi nación. La Iglesia es ancha. Los herejes so pretexto de libertad estrecharon la mente humana. Nosotros con nuestros prejuicios burgueses, hubiéramos acabado con las glorias de la Iglesia.
En el siglo IV: “Queremos servir a Dios a nuestro modo. Vamos a construir una columna y encima de la columna una plataforma pequeña… bastante alta para quedar fuera del alcance de las manos, y no tanto que no podamos hablarles… La caridad de los fieles nos dará alimento, ¡oraremos!”. Nosotros ¿qué habríamos hecho? -Esos son los locos… ¿Por qué no hacen como todos? El hombre no es ningún loco. La Iglesia no echó ninguna maldición, ¡les dio una gran bendición! Ustedes pueden hacerlo, pero no obliguen a los demás. Ustedes en su columna, pero el obispo puede ir sentarse en su trono y los fieles dormir en su cama. De todo el mundo Romano venían a verlos, arreglaban los vicios, predicaban. San Simón Estilita, y con él otros. Voy a alabar a los monjes estilitas, pero no voy a construir la columna.
Otro grupo raro: “Nos vamos al desierto, a los rincones más alejados para toda la vida. Vamos a pelear contra el diablo, a ayunar y a orar… a vivir en una roca”. ¿Y nosotros? Con nuestro buen sentido burgués barato, diríamos: Quédense en la ciudad. Hagan como toda la gente. Abran un almacén; peleen con el diablo en la ciudad. La Iglesia tiene para ellos una inmensa bendición. ¡No peleen demasiado entre sí! Pero no obliguen a los demás a ir al desierto; lo que ustedes legítimamente hacen, ¡¡otros no lo hacen!! Nosotros hoy, despedazados al loco ritmo de la vida moderna, recordamos a los Anacoretas con un poco de nostalgia; todos los santos monjes y eremitas, ustedes que hallaron a Dios en la paz: rogad por nosotros.
El tiempo de las Cruzadas. La gran amenaza contra el Islam. Llegan unos religiosos bien curiosos. ¿Para nosotros qué es un religioso? ¿Manso, manos en las mangas, modesto, oye confesiones de beatas, birrete? No tienen birrete sino casco, espada en lugar de Rosario… Religiosos guerreros. Hacían los tres votos de religiosos para pelear mejor. Hacían un cuarto voto: el de los templarios, voto solemne: “no retroceder lo largo de su lanza, cuando solos tenían que enfrentar a tres enemigos”. Era el cuarto voto. La Iglesia lo aprobó. Luego, ¿todos tienen que pelear y ser matamoros? Lo que ellos legítimamente hacen; nosotros, no.
Vienen otros, tímidos, humildes, pordioseros:
-Un poco de oro y de plata, pero oro es mejor…
-¿Qué van a hacer con el oro de los cristianos?
-¡Llevarlo a los Moros!
-¿Van a enriquecer a los Moros? ¡¿El tesoro de la cristiandad que se va?!
-En la cristiandad no hay mejor tesoro que la libertad de los cristianos.
Los de la Merced, un voto: ¡quedarse como rehenes para lograr la libertad de los fieles! Bendijo la Iglesia a los militares y a la Merced.
¿Qué habríamos hecho nosotros con San Francisco de Asís? ¡Lo habríamos encerrado como loco! ¿No es de loco desnudarse totalmente en el almacén de su padre para probar que nada hay necesario? ¿No era de loco cortar los cabellos de Santa Clara sin permiso de nadie? Cuando el fuego le devoraba el hábito, dice: “no lo apagues, es tu hermano fuego que tiene hambre”. ¿Qué habríamos hecho nosotros? En el almacén, el obispo le arrojó su manto, símbolo de la Iglesia que lo acepta.
Vienen los Cartujos, que no hablan hasta la muerte. Si el superior le manda a predicar, puede decir: ¡No, es contra la Regla! ¡Absurdo, después de 7 años… a predicar! La Iglesia mantuvo la libertad de los Cartujos: quieren mantenerse en silencio, ¡pueden hacerlo! Pozos de ciencia, sin hablar. ¡Nuestro sentido burgués!
Vienen los Frailes Predicadores, los Dominicos: le da su bendición a los Predicadores… Lo que ustedes legítimamente…
San Francisco de Asís: una idea: construir un templo con cuatro paredes sin ventanas, un pilar, un techo, un altar, dos velas y un crucifijo. ¡Ah no! Eso es un galpón… Vamos a colgar cuadritos… vamos a poner bancos y cojines… ¡Nada!, dice San Francisco. Gran bendición a su Iglesia y fabulosas indulgencias. Es el recuerdo del Pesebre de Belén.
En los primeros tiempos de los Jesuitas, hay dos cardenales Farnese y Ludovisi y construyen el Gesù y San Ignacio. El Gesù: columnas torneadas, oro y lapislázuli… La bóveda… 20 años pintando la bóveda: Nubes, santos y bienaventurados. Y San Luis… ángeles mofletudos y barrigones… El altar hasta el techo, con Moisés y Abraham bien barbudos. Nosotros diríamos: “eso es demasiado, falta de gusto, de moderación”. Y la Iglesia bendijo al Gesù y San Ignacio. No es el pesebre, es la gloria tumultuosa de la Resurrección.
En la Iglesia se puede rezar de todos modos: vocal, meditación, contemplación, hasta con los pies (es decir, en romería). Los herejes, en cambio: fuera lámpara, fuera imágenes, fuera medallas… Hay pueblos que no quieren besar el anillo, sino que lo olfatean. ¡Bien, pueden hacerlo! Iglesias en estilo chino ¿De dónde sacan que el Gótico es el único estilo? Santa Sofía, San Pedro…
¡Todos los desastres de la Iglesia vienen de esa estrechez de espíritu! ¡El clero secular contra el regular, y orden contra orden! Para pensar conforme a la Iglesia hay que tener el criterio del Espíritu Santo que es ancho.
En el Congo ¿podemos pintar Ángeles negros? ¡Claro! ¿Y Nuestra Señora negra y Jesús negro? ¡Sí! Ese Jesús chino… ¡admirable! Nuestro Señor, en los límites de su cuerpo mortal, no podía manifestar toda su riqueza divina. En el Congo un Padre compró cuadros de la Bonne Presse. Muestra el infierno, y los negros entusiasmados. No había ningún negro, ¡sólo blancos! ¡Ningún negro en el infierno!
En la Compañía de Jesús a veces odio, por carecer de este espíritu. Los demás que se queden cada uno conforme a su vocación. Este es un pensamiento genial de San Ignacio, expuesto sencillamente: alabar, alabar, alabar. Alabemos todo lo que se hace en la Iglesia bajo la bendición del Espíritu Santo. ¡Cuando la Iglesia mantiene una libertad, alabémosla!