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San Joaquín y santa Ana: por los frutos se conoce el árbol

Solemnidad de san Joaquín y santa Ana,

nuestra gran fiesta.

 

Queridos hermanos:

En este día tan importante para nosotros, monjes del Monasterio de la Sagrada Familia, lugar que resguarda los cimientos de la casa de san Joaquín y santa Ana, podemos considerar varios aspectos acerca de los padres de la Virgen María a la luz de la tradición, algunos textos de los santos, o los datos del evangelio apócrifo de Santiago (donde encontramos, por ejemplo, sus nombres).

En esta oportunidad, quisiéramos referirnos brevemente a tres de ellos:

En primer lugar, siguiendo la idea de san Juan Damasceno, como el árbol se conoce por sus frutos, podemos estar seguros de la santidad de los padres de María santísima, ya que, en palabras del santo: “Toda la creación os está obligada, ya que por vosotros ofreció al Creador el más excelente de todos los dones, a saber, aquella madre casta, la única digna del Creador.” Así como el Hijo de Dios debía nacer de un vientre purísimo, de la misma manera aquella que lo recibiría en el mundo en su vientre fue preparada desde toda la eternidad tanto por el eterno designio fuera del tiempo, como por la santidad de sus padres en la tierra, la cual fue probada con la “paciencia”, ya que fue recién en su vejez y luego de muchas plegarias que pudieron ser padres de tan excelsa niña; y por esta misma razón fue una santidad probada con la confianza en Dios y el santo abandono a su divina voluntad; por eso, dice también el Damasceno de los abuelos del Señor: “Con vuestra conducta casta y santa, ofrecisteis al mundo la joya de la virginidad, aquella que había de permanecer virgen antes del parto, en el parto y después del parto; aquella que, de un modo único y excepcional, cultivaría siempre la virginidad en su mente, en su alma y en su cuerpo.”

En segundo lugar, san Joaquín y santa Ana fueron el instrumento por el cual la Virgen, ya desde niña, aprendió la maternidad que posteriormente se extendería a toda la humanidad, es decir, que fueron el primer ejemplo de lo que implica realmente ser madre o padre. Decía san Juan Pablo II: “La figura de Santa Ana, en efecto, nos recuerda la casa paterna de María, Madre de Cristo. Allí vino María al mundo, trayendo en Sí el extraordinario misterio de la Inmaculada Concepción. Allí estaba rodeada del amor y la solicitud de sus padres Joaquín y Ana. Allí «aprendía» de su madre precisamente, de Santa Ana, a ser madre… Así, pues, cuando como «herederos de la promesa» divina (cf. Gál 4, 28. 31), nos encontramos en el radio de esta maternidad y cuando sentimos de nuevo su santa profundidad y plenitud, pensamos entonces que fue precisamente Santa Ana la primera que enseñó a María, su Hija, a ser Madre”. Es decir, que, en san Joaquín y santa Ana, la Virgen conoció desde su infancia lo que implica el rol de los padres respecto a sus hijos: preocupación por ellos, renuncia, sacrificio, dolor de sus males y alegría de sus bienes; consuelo, compromiso y todo esto sin condiciones, porque así son las buenas madres, con un amor que no sabe de límites y no duda en olvidarse de sí con tal de beneficiar, especialmente el alma, de los hijos.

En tercer lugar, análogamente al Precursor, los santos padres de la Virgen son ejemplo de abandono absoluto a la voluntad de Dios, en concreto, a la misión para la cual el Altísimo los tenía destinados. Porque, así como el Bautista debía señalar al Cordero de Dios que quita el pecado del mundo y luego dar un paso atrás, así también estos ancianos, hacia el ocaso de su vida ofrecieron a la Madre de Dios y de la Iglesia, desapareciendo luego humildemente, pues aquella había sido su misión y la aceptaron y cumplieron cuando Dios lo quiso, encontrando allí su santificación y posterior premio en la eternidad.

En este día en que celebramos la memoria de los abuelos de nuestro Señor Jesucristo y padres de María santísima, a ellos les pedimos que nos alcancen la gracia de abrazar la voluntad de Dios, al tiempo que Él quiera y de la manera que nos la muestre, para asemejarnos así a aquella que más que nadie agradó al Padre del Cielo con su santo abandono y su humildad.

Ave María Purísima.

P. Jason.

Todos estamos invitados a mirar la figura de Santa María Goretti.

DESDE EL SANTUARIO DE NUESTRA SEÑORA DE LAS GRACIAS
Y DE SANTA MARÍA GORETTI

San Juan Pablo II

Queridísimos hermanos y hermanas:

En un período todavía de relativo descanso y de vacaciones, nos encontramos aquí esta tarde en torno al altar del Señor, para celebrar juntos la Eucaristía, meditando sobre el fenómeno del turismo, tan importante hoy en nuestra vida humana y cristiana.

Muy gustosamente he acogido la invitación de venir a estar con vosotros para veros, escucharos, traeros mi saludo cordial y manifestaros mi afecto, orar con vosotros y reflexionar sobre las verdades supremas, que deben ser siempre luz e ideal de nuestra vida.

En esta plaza de Nettuno, ante la iglesia donde descansan los restos mortales de la joven mártir Santa María Goretti, de cara al mar, símbolo de las cambiantes y a veces tumultuosas vicisitudes humanas, escuchemos las enseñanzas de la Palabra de Dios que brotan de las lecturas de la liturgia.

1. La “Palabra de Dios” ante todo expone la identidad y el comportamiento del cristiano.

¿Quién es el cristiano? ¿Cómo debe comportarse el cristiano? ¿Cuáles son sus ideales y preocupaciones?

Son preguntas de siempre, pero se hacen mucho más actuales en nuestra sociedad de consumo y permisiva, en la que sobre todo el cristiano puede tener la tentación de ceder a la mentalidad común, poniendo en segundo plano su excelente y heroica vocación de mensajero y testigo de la Buena Nueva.

— El Apóstol Santiago en su carta especifica claramente la identidad del cristiano: “Todo buen don y toda dádiva viene de arriba, desciende del Padre de las luces, en el cual no se da mudanza ni sombra de alteración. De su propia voluntad nos engendró por la palabra de la verdad, para que seamos como primicias de sus criaturas” (Sant 1, 17-18)

El cristiano, es, pues, una criatura especialísima de Dios, porque, mediante la gracia, participa de la misma vida trinitaria; el cristiano es un don del Altísimo al mundo: desciende de lo alto, del Padre de las luces.

¡No podía describirse mejor la maravillosa dignidad del cristiano e incluso su responsabilidad!

— Por esto, el cristiano debe comprometer a fondo su voluntad y vivir su vocación con coherencia. Dice también Santiago: “Recibid con mansedumbre la palabra injerta en vosotros, capaz de salvar vuestras almas. Ponedla en práctica y no os contentéis sólo con oírla, que os engañaría” (Sant 1, 21-22).

Son afirmaciones muy serias y severas: el cristiano no debe traicionar, no debe ilusionarse con palabras vanas, no debe defraudar. Su misión es sumamente delicada, porque debe ser levadura en la sociedad, luz del mundo, sal de la tierra.

— El cristiano se convence cada día más de la dificultad enorme de su compromiso: debe ir contra corriente, debe dar testimonio de verdades absolutas pero no visibles, debe perder su vida terrena para ganar la eternidad, debe hacerse responsable incluso del prójimo para iluminarlo, edificarlo, salvarlo. Pero sabe que no está solo. Lo que decía Moisés al pueblo israelita, es inmensamente más verdadero para el pueblo cristiano: “¿Cuál es en verdad la gran nación que tenga dioses tan cercanos a ella como Yavé, nuestro Dios, siempre que le invocamos?” (Dt 4, 7). El cristiano sabe que Jesucristo, el Verbo de Dios, no sólo se ha encarnado para revelar la verdad salvífica y para redimir a la humanidad, sino que se ha quedado con nosotros en esta tierra, renovando místicamente el sacrificio de la cruz, mediante la Eucaristía y convirtiéndose en manjar espiritual del alma y compañero en el camino de la vida.

He aquí lo que es el cristiano: una primicia de las criaturas de Dios, que debe mantener pura y sin mancha su fe y su vida.

2. La “Palabra de Dios”, en consecuencia, ilumina también el fenómeno del turismo.

En efecto, la revelación de Cristo, que ha venido a salvar a todo el hombre y a todos los hombres, ilumina e interpreta todas las realidades humanas. También la realidad del turismo se debe contemplar a la luz de Cristo.

— Indudablemente el turismo es ahora ya un fenómeno de la época y de masas: se ha convertido en mentalidad y costumbre, porque es un fenómeno “cultural” causado por el aumento de los conocimientos, del tiempo libre y de la posibilidad de movimientos; y un fenómeno “psicológico”, fácilmente comprensible, dadas las estructuras de la sociedad moderna: industrialización, urbanización, despersonalización, por las que cada individuo siente la necesidad de distensión, de distracción, de cambio, especialmente en contacto con la naturaleza; y es también un fenómeno “económico”, fuente de bienestar.

— Pero el turismo, como todas las realidades humanas, es también un fenómeno ambiguo, es decir, útil y positivo si está dirigido y controlado por la razón y por algún ideal; negativo si decae a simple fenómeno de consumo, de frenesí, a actitudes alienantes y amorales, con dolorosas consecuencias para el individuo y para la sociedad.

— Y por esto es necesaria también una educación, individual y colectiva, al turismo, para que se mantenga siempre al nivel de un valor positivo de formación de la persona humana, esto es, de justa y merecida distensión, de elevación del espíritu, de comunión con el prójimo y con Dios. Por esto es necesaria una profunda y convencida educación humanista para la acogida, el respeto del prójimo, para la gentileza, la comprensión recíproca, para la bondad; es necesaria también una educación ecológica, para respetar el ambiente y la naturaleza, para el sano y sobrio goce de las bellezas naturales, que tanto descanso y exaltación dan al alma sedienta de armonía v serenidad; y es necesaria sobre todo una educación religiosa para que el turismo no turbe jamás las conciencias y no rebaje nunca al espíritu, sino al contrario, lo eleve, lo purifique, lo levante al diálogo con el Absoluto y a la contemplación del misterio inmenso que nos envuelve y atrae.

Esta es, a la luz de Cristo, la concepción del turismo, fenómeno irreversible e instrumento de concordia y amistad.

3. Finalmente, en este lugar concreto, todos estamos invitados a mirar la figura de Santa María Goretti.

No lejos de aquí, el 6 de julio de 1902, se efectuó la tragedia de su asesinato y, al mismo tiempo, la gloria de su santificación mediante el martirio por la defensa de su pureza. Nos encontramos junto a la iglesia dedicada a ella, donde descansan sus restos mortales, y debemos detenernos un momento en meditación silenciosa.

María Goretti, adolescente de apenas 12 años, se mantuvo pura en este mundo, como escribe Santiago, aun a costa de la misma vida; prefirió morir antes que ofender a Dios.

“¡No! —dijo a su desenfrenado asesino—. ¡Es pecado! ¡Dios no quiere! ¡Tú vas al infierno!”.

Desgraciadamente, su fe no valió para detener al tentador, que, luego, gracias a su perdón y a su intercesión, se arrepintió y se convirtió. Ella cayó mártir por su pureza.

“Fortaleza de la virgen —dijo Pío XII—, fortaleza de la mártir; que la juventud colocó en una luz más viva y radiante. Fortaleza que es a un tiempo tutela y fruto de la virginidad” (Discorsi e Radiomessaggi, IX, pág. 46).

María Goretti, luminosa en su belleza espiritual y en su ya lograda felicidad eterna, nos invita precisamente a tener fe firme y segura en la “Palabra de Dios”, furente única de verdad, y a ser fuertes contra las tentaciones insinuantes y sutiles del mundo. Una cultura intencionadamente antimetafísica produce lógicamente una sociedad agnóstica y neo-pagana, a pesar de los esfuerzos encomiables  de personas honestas y preocupadas por el destino de la humanidad. El cristiano se encuentra hoy en una lucha continua, también él se convierte en “signo de contradicción” por las opciones que debe realizar.

Os exhorto, especialmente a vosotras, jovencitas: ¡mirad a María Goretti! ¡No os dejéis seducir por la atmósfera halagüeña que crea la sociedad permisiva, afirmando que todo es lícito! ¡Seguid a María Goretti! ¡Amad, vivid, defended con alegría y valor vuestra pureza! ¡No tengáis miedo de llevar vuestra limpidez en la sociedad moderna, como una antorcha de luz y de ideal!

Os diré con Pío XII: “¡Arriba los corazones! Sobre los cenagales malsanos y sobre el fango del mundo se extiende un cielo inmenso de belleza. Es el cielo que fascinó a la pequeña María; el cielo al que ella quiso subir por el único camino que lleva a él: la religión, el amor a Cristo, la observancia heroica de sus mandamientos. ¡Salve, oh delicada y amable Santa! ¡Mártir de la tierra y ángel en el cielo! ¡Desde tu gloria vuelve tu mirada a este pueblo que te ama, te venera, te glorifica, te exalta!” (Discorsi e Radiomessaggi, Vol. XII, págs. 122-123).

Nettuno, Sábado 1 de septiembre de 1979

“Oración: camino de la unión con Dios”

“¿Quién es este de quien oigo tales cosas?”
Era la pregunta de Herodes acerca de nuestro Señor Jesucristo y tenía ganas de verlo, así como tantos otros que poco a poco se iban enterando de su fama y sus prodigios… Ciertamente que esta pregunta podría tener una respuesta muy sencilla: “el Hijo de Dios que bajó del cielo para rescatarnos”, pero para nosotros, esa respuesta, es mucho más profunda y sólo se responde y profundiza poco a poco mediante nuestra vida de oración, que es el gran medio para ir conociendo más y más a Dios y a nosotros mismos con todas las consecuencias que este conocimiento implica.
Escribía el P. Hurtado: “Nosotros no somos sino discípulos y pecadores. ¿Cómo podremos realizar el plan divino, si no detenemos con frecuencia nuestra mirada sobre Cristo y sobre Dios? Nuestros planes, que deben ser parte del plan de Dios, deben cada día ser revisados, corregidos. Esto se hace sobre todo en las horas de calma, de recogimiento, de oración… El equilibrio de las vidas apostólicas sólo puede obtenerse en la oración. Los santos guardan el equilibrio perfecto entre una oración y una acción que se compenetran hasta no poder separarse, pero todos ellos se han impuesto horas, días, meses en que se entregan a la santa contemplación. ¿Por qué?, porque la oración es la puerta de la unión con Dios.”
Cada vez que rezamos, cada vez que nos ponemos frente al sagrario o frente a la custodia, o inclusive cuando rezamos las oraciones de la noche y de la mañana; cada vez que elevamos a Dios nuestra oración nos encontramos ante Él tal cual somos. Para Dios no existen las caretas ni los disfraces, Él contempla nuestra alma tal cual es y así también nos invita a contemplarnos. En la oración aprendemos a conocer a Dios y a nosotros mismos iluminados por su luz: la luz de la fe.
En la oración es donde realmente vamos aprendiendo cada vez más a respondernos quién es Jesucristo, pero especialmente “quién es para nosotros, aquí y ahora en nuestras vidas”; y así ir aprendiendo también las consecuencias de este conocimiento que comienza con la fe. Y para este propósito, conviene mencionar brevemente algunos de los beneficios que comporta nuestra oración bien hecha:
La oración…
– Fortalece las convicciones que nos da la fe y robustece las decisiones de trabajar y sufrir por amor a Dios. Todo creyente debe buscar momentos de oración para estar a solas con Aquel que sabemos que nos ama. Los novios, por ejemplo, quieren estar juntos continuamente; se llaman, se escriben, se juntan para estar a solas y conversar, reír, tal vez llorar, etc.; cuánto más el corazón creyente debe buscar momentos de trato a solas con Dios. Es luz que precede, orienta e ilumina el camino de unión con el Amado.
– La oración es el ejercicio mismo de la vida espiritual, es decir, que guiará nuestra santificación y removerá los obstáculos que estorban al alma que quiere ir en pos de Dios. Para lo cual es importante enriquecer nuestra oración mediante el estudio y las buenas lecturas, especialmente la Palabra de Dios, que es alimento de la oración, así como las obras su fruto.
– La oración es, además, el termómetro de nuestra vida espiritual. Esto significa que nuestra vida espiritual es reflejo de nuestro trabajo en la oración: si la vida espiritual no anda bien, se va enfriando el fervor y aminorando los santos propósitos, significa que estamos fallando en la oración; pero así también es muy cierto que podemos elevarnos nuevamente intensificando nuestro trato con Dios y dedicándonos a amarlo primero y ante todo, y en Él a los demás, de tal manera que será Él mismo quien se encargue de guiarnos por sus designios de santidad.
Conocida es la definición de la oración de Santa Teresa: “un tratar de amistad muchas veces a solas con quien sabemos que nos ama”: cada momento de oración es actualización del amor de Dios con nuestra alma, es decir, un intercambio entre dos amores, pues el alma que cuenta con la gracia, que es de naturaleza divina, está habilitada para una penetración recíproca, mutua, entre su amor a Dios y el amor de Dios por ella, y este amor es, por tanto, sobrenatural.
¿Cuál es, en definitiva, la finalidad de la oración en cada uno de nosotros? La unión del alma con Dios en esta vida según el amor que el alma le profese. El alma sin oración es como un cuerpo tullido, que no puede caminar ni progresar… en cambio, el alma que reza, se une a Dios, aprende a amar, a no negarle nada a Dios, y produce siempre abundantes frutos de santidad.
Pidamos constantemente a María santísima, nuestro modelo maternal de unión con Dios, la gracia de ser sinceramente almas de oración.
P. Jason.

Las características de la fe

Catecismo de la Iglesia Católica Nº 153-165

La fe es una gracia

Cuando san Pedro confiesa que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios vivo, Jesús le declara que esta revelación no le ha venido «de la carne y de la sangre, sino de mi Padre que está en los cielos» (Mt 16,17; cf. Ga 1,15; Mt 11,25). La fe es un don de Dios, una virtud sobrenatural infundida por Él. «Para dar esta respuesta de la fe es necesaria la gracia de Dios, que se adelanta y nos ayuda, junto con los auxilios interiores del Espíritu Santo, que mueve el corazón, lo dirige a Dios, abre los ojos del espíritu y concede “a todos gusto en aceptar y creer la verdad”» (DV 5).

La fe es un acto humano

Sólo es posible creer por la gracia y los auxilios interiores del Espíritu Santo. Pero no es menos cierto que creer es un acto auténticamente humano. No es contrario ni a la libertad ni a la inteligencia del hombre depositar la confianza en Dios y adherirse a las verdades por Él reveladas. Ya en las relaciones humanas no es contrario a nuestra propia dignidad creer lo que otras personas nos dicen sobre ellas mismas y sobre sus intenciones, y prestar confianza a sus promesas (como, por ejemplo, cuando un hombre y una mujer se casan), para entrar así en comunión mutua. Por ello, es todavía menos contrario a nuestra dignidad «presentar por la fe la sumisión plena de nuestra inteligencia y de nuestra voluntad al Dios que revela» (Concilio Vaticano I: DS 3008) y entrar así en comunión íntima con Él.

En la fe, la inteligencia y la voluntad humanas cooperan con la gracia divina: «Creer es un acto del entendimiento que asiente a la verdad divina por imperio de la voluntad movida por Dios mediante la gracia» (Santo Tomás de Aquino, S.Th., 2-2, q. 2 a. 9; cf. Concilio Vaticano I: DS 3010).

La fe y la inteligencia

El motivo de creer no radica en el hecho de que las verdades reveladas aparezcan como verdaderas e inteligibles a la luz de nuestra razón natural. Creemos «a causa de la autoridad de Dios mismo que revela y que no puede engañarse ni engañarnos». «Sin embargo, para que el homenaje de nuestra fe fuese conforme a la razón, Dios ha querido que los auxilios interiores del Espíritu Santo vayan acompañados de las pruebas exteriores de su revelación» (ibíd., DS 3009). Los milagros de Cristo y de los santos (cf. Mc 16,20; Hch 2,4), las profecías, la propagación y la santidad de la Iglesia, su fecundidad y su estabilidad «son signos certísimos de la Revelación divina, adaptados a la inteligencia de todos», motivos de credibilidad que muestran que «el asentimiento de la fe no es en modo alguno un movimiento ciego del espíritu» (Concilio Vaticano I: DS 3008-3010).

La fe es cierta, más cierta que todo conocimiento humano, porque se funda en la Palabra misma de Dios, que no puede mentir. Ciertamente las verdades reveladas pueden parecer oscuras a la razón y a la experiencia humanas, pero «la certeza que da la luz divina es mayor que la que da la luz de la razón natural» (Santo Tomás de Aquino, S.Th., 2-2, q.171, a. 5, 3). «Diez mil dificultades no hacen una sola duda» (J. H. Newman, Apologia pro vita sua, c. 5).

«La fe trata de comprender» (San Anselmo de Canterbury, Proslogion, proemium: PL 153, 225A) es inherente a la fe que el creyente desee conocer mejor a aquel en quien ha puesto su fe, y comprender mejor lo que le ha sido revelado; un conocimiento más penetrante suscitará a su vez una fe mayor, cada vez más encendida de amor. La gracia de la fe abre «los ojos del corazón» (Ef 1,18) para una inteligencia viva de los contenidos de la Revelación, es decir, del conjunto del designio de Dios y de los misterios de la fe, de su conexión entre sí y con Cristo, centro del Misterio revelado. Ahora bien, «para que la inteligencia de la Revelación sea más profunda, el mismo Espíritu Santo perfecciona constantemente la fe por medio de sus dones» (DV 5). Así, según el adagio de san Agustín (Sermo 43,7,9: PL 38, 258), «creo para comprender y comprendo para creer mejor».

Fe y ciencia. «A pesar de que la fe esté por encima de la razón, jamás puede haber contradicción entre ellas. Puesto que el mismo Dios que revela los misterios e infunde la fe otorga al espíritu humano la luz de la razón, Dios no puede negarse a sí mismo ni lo verdadero contradecir jamás a lo verdadero» (Concilio Vaticano I: DS 3017). «Por eso, la investigación metódica en todas las disciplinas, si se procede de un modo realmente científico y según las normas morales, nunca estará realmente en oposición con la fe, porque las realidades profanas y las realidades de fe tienen su origen en el mismo Dios. Más aún, quien con espíritu humilde y ánimo constante se esfuerza por escrutar lo escondido de las cosas, aun sin saberlo, está como guiado por la mano de Dios, que, sosteniendo todas las cosas, hace que sean lo que son» (GS 36,2).

La libertad de la fe

«El hombre, al creer, debe responder voluntariamente a Dios; nadie debe ser obligado contra su voluntad a abrazar la fe. En efecto, el acto de fe es voluntario por su propia naturaleza» (DH 10; cf. CDC, can.748,2). «Ciertamente, Dios llama a los hombres a servirle en espíritu y en verdad. Por ello, quedan vinculados en conciencia, pero no coaccionados […] Esto se hizo patente, sobre todo, en Cristo Jesús» (DH 11). En efecto, Cristo invitó a la fe y a la conversión, Él no forzó jamás a nadie. «Dio testimonio de la verdad, pero no quiso imponerla por la fuerza a los que le contradecían. Pues su reino […] crece por el amor con que Cristo, exaltado en la cruz, atrae a los hombres hacia Él» (DH 11).

La necesidad de la fe

Creer en Cristo Jesús y en Aquel que lo envió para salvarnos es necesario para obtener esa salvación (cf. Mc 16,16; Jn 3,36; 6,40 e.a.). «Puesto que “sin la fe… es imposible agradar a Dios” (Hb 11,6) y llegar a participar en la condición de sus hijos, nadie es justificado sin ella, y nadie, a no ser que “haya perseverado en ella hasta el fin” (Mt 10,22; 24,13), obtendrá la vida eterna» (Concilio Vaticano I: DS 3012; cf. Concilio de Trento: DS 1532).

La perseverancia en la fe

La fe es un don gratuito que Dios hace al hombre. Este don inestimable podemos perderlo; san Pablo advierte de ello a Timoteo: «Combate el buen combate, conservando la fe y la conciencia recta; algunos, por haberla rechazado, naufragaron en la fe» (1 Tm 1,18-19). Para vivir, crecer y perseverar hasta el fin en la fe debemos alimentarla con la Palabra de Dios; debemos pedir al Señor que nos la aumente (cf. Mc 9,24; Lc 17,5; 22,32); debe «actuar por la caridad» (Ga 5,6; cf. St 2,14-26), ser sostenida por la esperanza (cf. Rm 15,13) y estar enraizada en la fe de la Iglesia.

La fe, comienzo de la vida eterna

La fe nos hace gustar de antemano el gozo y la luz de la visión beatífica, fin de nuestro caminar aquí abajo. Entonces veremos a Dios «cara a cara» (1 Co 13,12), «tal cual es» (1 Jn 3,2). La fe es, pues, ya el comienzo de la vida eterna:

«Mientras que ahora contemplamos las bendiciones de la fe como reflejadas en un espejo, es como si poseyésemos ya las cosas maravillosas de que nuestra fe nos asegura que gozaremos un día» ( San Basilio Magno, Liber de Spiritu Sancto 15,36: PG 32, 132; cf. Santo Tomás de Aquino, S.Th., 2-2, q.4, a.1, c).

Ahora, sin embargo, «caminamos en la fe y no […] en la visión» (2 Co 5,7), y conocemos a Dios «como en un espejo, de una manera confusa […], imperfecta” (1 Co 13,12). Luminosa por aquel en quien cree, la fe es vivida con frecuencia en la oscuridad. La fe puede ser puesta a prueba. El mundo en que vivimos parece con frecuencia muy lejos de lo que la fe nos asegura; las experiencias del mal y del sufrimiento, de las injusticias y de la muerte parecen contradecir la buena nueva, pueden estremecer la fe y llegar a ser para ella una tentación.

Entonces es cuando debemos volvernos hacia los testigos de la fe: Abraham, que creyó, «esperando contra toda esperanza» (Rm 4,18); la Virgen María que, en «la peregrinación de la fe» (LG 58), llegó hasta la «noche de la fe» (Juan Pablo II, Redemptoris Mater, 17) participando en el sufrimiento de su Hijo y en la noche de su sepulcro; y tantos otros testigos de la fe: «También nosotros, teniendo en torno nuestro tan gran nube de testigos, sacudamos todo lastre y el pecado que nos asedia, y corramos con fortaleza la prueba que se nos propone, fijos los ojos en Jesús, el que inicia y consuma la fe» (Hb 12,1-2).

Catecismo de la Iglesia Católica Nº 153-165

“Convertíos al Señor Dios vuestro”…

Miércoles de Ceniza, inicio de la santa Cuaresma

San Juan Pablo II

1. “Rasgad vuestro corazón, no vuestras vestiduras:  convertíos al Señor Dios vuestro; porque es compasivo y misericordioso” (Jl 2, 13).

Con estas palabras del profeta Joel, la liturgia de hoy nos introduce en la Cuaresma. Nos indica que la conversión del corazón es la dimensión fundamental del singular tiempo de gracia que nos disponemos a vivir. Sugiere, asimismo, la motivación profunda que nos impulsa a reanudar el camino hacia Dios:  es la conciencia recuperada de que el Señor es misericordioso y de que todo hombre es un hijo amado por él y llamado a la conversión.

Con gran riqueza de símbolos, el texto profético recién proclamado recuerda que el compromiso espiritual ha de traducirse en opciones y en gestos concretos; que  la auténtica conversión no debe reducirse a formas exteriores o a vagos propósitos, sino que exige la implicación y la transformación de toda la existencia.

La exhortación “convertíos al Señor Dios vuestro” implica el desprendimiento de lo que nos mantiene alejados de él. Este desprendimiento constituye el punto de partida necesario para restablecer con Dios la alianza rota a causa del pecado.

2. “En nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios” (2 Co 5, 20). La apremiante invitación a la reconciliación con Dios está presente también en el pasaje de la segunda carta a los Corintios, que acabamos de escuchar

La referencia a Cristo, que se halla en el centro de toda la argumentación, sugiere que en él se da al pecador la posibilidad de una auténtica reconciliación. En efecto, “al que no había pecado Dios lo hizo expiación por nuestro pecado, para que nosotros, unidos a él, recibamos la justificación de Dios” (2 Co 5, 21). Sólo Cristo puede transformar la situación de pecado en situación de gracia.

Sólo él puede convertir en “momento favorable” los tiempos de una humanidad inmersa y dañada por el pecado, turbada por las divisiones y el odio. En efecto, “él es nuestra paz. Él ha hecho de los dos pueblos uno solo, derribando el muro que los separaba:  el odio. (…) Reconcilió con Dios a los dos pueblos, uniéndolos en un solo cuerpo mediante la cruz” (Ef 2, 14. 16).

¡Este es el momento favorable! Un momento ofrecido también a nosotros, que hoy emprendemos con espíritu penitente el austero camino cuaresmal.

3. “Convertíos  a  mí de todo corazón:  con ayuno,  con llanto, con luto” (Jl 2, 12).

La liturgia del miércoles de Ceniza, por boca del profeta Joel, exhorta a la conversión a ancianos, mujeres, hombres maduros, jóvenes y niños. Todos debemos pedir perdón al Señor por nosotros y por los demás (cf. Jl 2, 16-17).

Amadísimos hermanos y hermanas, siguiendo la tradición de las estaciones cuaresmales, estamos hoy reunidos aquí, en la antigua basílica de Santa Sabina, para responder a esa apremiante exhortación. También nosotros, como los contemporáneos del profeta, tenemos ante los ojos y llevamos grabadas en el corazón imágenes de sufrimientos y de enormes tragedias, a menudo fruto del egoísmo irresponsable. También nosotros sentimos el peso del desconcierto de numerosos hombres y mujeres ante el dolor de los inocentes y las contradicciones de la humanidad actual.

Necesitamos la ayuda del Señor para recuperar la confianza y la alegría de la vida. Debemos volver a él, que nos abre hoy la puerta de su corazón, rico en bondad y misericordia.

4. En el centro de atención de esta celebración litúrgica hay un gesto simbólico, ilustrado oportunamente por las palabras que lo acompañan. Es la imposición de la ceniza, cuyo significado, que evoca con fuerza la condición humana, queda destacado en la primera fórmula del rito:  “Acuérdate de que eres polvo y al polvo volverás” (cf. Gn 3, 19). Estas palabras, tomadas del libro del Génesis, recuerdan la caducidad de la existencia e invitan a considerar la vanidad de todo proyecto terreno, cuando el hombre no funda su esperanza en el Señor. La segunda fórmula que prevé el rito:  “Convertíos y creed el Evangelio” (Mt 1, 15) subraya cuál es la condición indispensable para avanzar por la senda de la vida cristiana:  se requieren un cambio interior real y la adhesión confiada en la palabra de Cristo.

Por tanto, la liturgia de hoy puede considerarse, en cierto modo, como una “liturgia de muerte”, que remite al Viernes santo, en el que el rito actual alcanza su realización plena. En efecto, en Cristo, que “se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz” (Flp 2, 8), también nosotros debemos morir a nosotros mismos para renacer a la vida eterna.

5. Escuchemos la invitación que el Señor nos hace a través de los gestos y las palabras, intensas y austeras, de la liturgia de este miércoles de Ceniza. Acojámosla con la actitud humilde y confiada que nos propone el salmista:  “Contra ti, contra ti solo pequé; cometí la maldad que aborreces”. Y también:  “Oh Dios, crea en mí un corazón puro; renuévame por dentro con espíritu firme…” (cf. Sal 50).

Ojalá que el tiempo cuaresmal sea para todos una renovada experiencia de conversión y de profunda reconciliación con Dios, con nosotros mismos y con nuestros hermanos. Nos lo obtenga la Virgen de los Dolores, a la que, a lo largo del camino cuaresmal, contemplamos unida al sufrimiento y a la pasión redentora de su Hijo.

Catequesis sobre la oración

La oración es el camino del Verbo

que abraza todo.

San Juan Pablo II

Jesús enseña a sus discípulos a orar

Primero, pues, el camino de la oración. Digo “primero”, porque deseo hablar de ella antes que de las otras. Pero diciendo “primero”, quiero añadir hoy que en la obra total de nuestra conversión, esto es, de nuestra maduración espiritual, la oración no está aislada de los otros dos caminos que la Iglesia define con el término evangélico de “ayuno y limosna”. El camino de la oración quizá nos resulta más familiar. Quizá comprendemos con más facilidad que sin ella no es posible convertirse a Dios, permanecer en unión con Él, en esa comunión que nos hace madurar espiritualmente. Sin duda, entre vosotros, que ahora me escucháis, hay muchísimos que tienen una experiencia propia de oración, que conocen sus varios aspectos y pueden hacer partícipes de ella a los demás. En efecto, aprendemos a orar, orando. El Señor Jesús nos ha enseñado a orar ante todo orando Él mismo: “y pasó la noche orando” (Lc6,12); otro día, como escribe San Mateo, “subió a un monte apartado para orar y, llegada la noche, estaba allí solo” (Mt 14,23). Antes de su pasión y de su muerte fue al monte de los Olivos y animó a los Apóstoles a orar, y Él mismo, puesto de rodillas, oraba. Lleno de angustia, oraba más intensamente (cf. Lc 22,39-46). Sólo una vez, cuando le preguntaron los Apóstoles: “Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1), les dio el contenido más sencillo y más profundo de su oración: el “Padrenuestro”.

Dado que es imposible encerrar en un breve discurso todo lo que se puede decir o lo que se ha escrito sobre el tema de la oración, querría hoy poner de relieve una sola cosa. Todos nosotros, cuando oramos, somos discípulos de Cristo, no porque repitamos las palabras que Él nos enseñó una vez —palabras sublimes, contenido completo de la oración—, somos discípulos de Cristo incluso cuando no utilizamos esas palabras. Somos sus discípulos sólo porque oramos: “Escucha al Maestro que ora; aprende a orar. Efectivamente, para esto oró Él, para enseñar a orar” afirma San Agustín (Enarrationes in Ps. 56, 5). Y un autor contemporáneo escribe: “Puesto que el fin del camino de la oración se pierde en Dios, y nadie conoce el camino excepto el que viene de Dios, Jesucristo, es necesario (…) fijar los ojos en Él sólo. Es el camino, la verdad y la vida. Sólo Él ha recorrido el camino en las dos direcciones. Es necesario poner nuestra mano en la suya y partir” (Y. Raguin, Chemins de la contemplation, Desclée de Brower, 1969, pág. 179). Orar significa hablar con Dios -o diría aún más-, orar significa encontrarse en el Único Verbo eterno a través del cual habla el Padre y que habla al Padre. Este Verbo se ha hecho carne, para que nos sea más fácil encontrarnos en Él también con nuestra palabra humana de oración. Esta palabra puede ser muy imperfecta a veces, puede tal vez hasta faltarnos, sin embargo esta incapacidad de nuestras palabras humanas se completa continuamente en el Verbo que se ha hecho carne para hablar al Padre con la plenitud de esa unión mística que forma con Él cada hombre que ora, que todos los que oran forman con Él. En esta particular unión con el Verbo está la grandeza de la oración, su dignidad y, de algún modo, su definición.

Es necesario sobre todo comprender bien la grandeza fundamental y la dignidad de la oración. Oración de cada hombre Y también de toda la Iglesia orante. La Iglesia llega, en cierto modo, tan lejos como la oración. Dondequiera haya un hombre que ora.

La plegaria del Padrenuestro

Es necesario orar basándose en este concepto esencial de la oración. Cuando los discípulos pidieron al Señor Jesús: “Enséñanos a orar”, Él respondió pronunciando las palabras de la oración del Padrenuestro, creando así un modelo concreto y al mismo tiempo universal. De hecho, todo lo que se puede y se debe decir al Padre está encerrado en las siete peticiones que todos sabemos de memoria. Hay en ellas una sencillez tal, que hasta un niño las aprende, y a la vez una profundidad tal, que se puede consumir una vida entera en meditar el sentido de cada una de ellas. ¿Acaso no es así? ¿No nos habla cada una de ellas, una tras otra, de lo que es esencial para nuestra existencia, dirigida totalmente a Dios, al Padre? ¿No nos habla del “pan de cada día”, del “perdón de nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos”, y al mismo tiempo de preservarnos de la “tentación” y de “librarnos del mal”?

Cuando Cristo, respondiendo a la pregunta de los discípulos “enséñanos a orar”, pronuncia las palabras de su oración, enseña no sólo las palabras, sino enseña que en nuestro coloquio con el Padre debemos tener una sinceridad total y una apertura plena. La oración debe abrazar todo lo que forma parte de nuestra vida. No puede ser algo suplementario o marginal. Todo debe encontrar en ella su propia voz. También todo lo que nos oprime; de lo que nos avergonzamos; lo que por su naturaleza nos separa de Dios. Precisamente esto, sobre todo. La oración es la que siempre, primera y esencialmente, derriba la barrera que el pecado y el mal pueden haber levantado entre nosotros y Dios.

A través de la oración todo el mundo debe encontrar su referencia justa: esto es, la referencia a Dios: mi mundo interior y también el mundo objetivo, en el que vivimos y tal como lo conocemos. Si nos convertimos a Dios, todo en nosotros se dirige a Él. La oración es la expresión precisamente de este dirigirse a Dios; y esto es, al mismo tiempo, nuestra conversión continua: nuestro camino.

Dice la Sagrada Escritura:

“Como baja la lluvia y la nieve de los cielos y no vuelven allá sin haber empapado y fecundado la tierra y haberla hecho germinar, dando la simiente para sembrar y el pan para comer, así la palabra que sale de mi boca no vuelve a mí vacía, sino que hace lo que yo quiero y cumple su misión” (Is 55,10-11).

La oración es el camino del Verbo que abraza todo. Camino del Verbo eterno que atraviesa lo íntimo de tantos corazones, que vuelve a llevar al Padre todo lo que en Él tiene su origen.

La oración es el sacrificio de nuestros labios (cf. Heb 13,15). Es, como escribe San Ignacio de Antioquía, “agua viva que susurra dentro de nosotros y dice: ven al Padre” (cf. Carta a los romanos VII, 2).

Con mi bendición apostólica.

Catequesis sobre la oración, 14 de marzo de 1979

Oración: diálogo de confianza y amor

El primero de los caminos indicados por Jesús es el de la oración: “Es preciso orar en todo tiempo y no desfallecer” (Lc 18, 1).

San Juan Pablo II

 

¿Por qué debemos orar?

1. Debemos orar, lo primero de todo, porque somos creyentes.

En efecto, la oración es el reconocimiento de nuestros límites y de nuestra dependencia: venimos de Dios, somos de Dios y retornamos a Dios. Por lo tanto, no podemos menos de abandonarnos en El, nuestro Creador y Señor, con plena y total confianza. Algunos afirman, y tratan de demostrar que el universo es eterno y que todo el orden que vemos en el universo, comprendido el hombre con su inteligencia y libertad, es sólo obra del acaso. Pero los estudios científicos y la experiencia admitida por tantas personas honestas dicen que estas ideas, aunque afirmadas y tal vez enseñadas, no están demostradas y dejan siempre extraviados e inquietos a quienes las sostienen, porque comprenden muy bien que un objeto en movimiento debe tener el impulso de fuera. ¡Comprenden muy bien que el acaso no puede producir el orden perfecto que existe en el universo y en el hombre! Todo está maravillosamente ordenado, desde las partículas infinitesimales que componen el átomo, hasta las galaxias que giran en el espacio. ¡Todo señala un proyecto que comprende cada manifestación de la naturaleza, desde la materia inerte hasta el pensamiento del hombre! ¡Donde hay orden, hay inteligencia; y donde hay un orden supremo, está la Inteligencia suprema que nosotros llamamos “Dios”, y que Jesús nos ha revelado que es Amor y nos ha enseñado a llamar Padre!

Así, reflexionando sobre la naturaleza del universo y sobre nuestra misma vida, comprendemos y reconocemos que somos criaturas, limitadas y, sin embargo, sublimes, que debemos nuestra existencia a la infinita majestad del Creador!

Por esto la oración es, ante todo, un acto de inteligencia, un sentimiento de humildad y de reconocimiento, una actitud de confianza y de abandono en Aquel que nos ha dado la vida por amor.

La oración es un diálogo misterioso, pero real, con Dios, un diálogo de confianza y de amor.

2. Pero nosotros somos cristianos, y por esto debemos orar como cristianos.

Efectivamente, la oración para el cristiano adquiere una característica particular que cambia totalmente su naturaleza íntima y su valor íntimo.

El cristiano es discípulo de Jesús: es el que cree verdaderamente que Jesús es el Verbo encarnado; el Hijo de Dios venido entre nosotros a esta tierra.

Como hombre, la vida de Jesús ha sido una oración continua, un acto continuo de adoración y de amor al Padre, y porque la expresión máxima de la oración es el sacrificio, la cumbre de la oración de Jesús es el sacrificio de la cruz, anticipado con la Eucaristía en la última Cena y transmitido a todos los siglos con la Santa Misa.

Por esto el cristiano sabe que su oración es Jesús; toda oración suya parte de Jesús; es El quien ora en nosotros, con nosotros y por nosotros.

Todos los que creen en Dios, oran; pero el cristiano ora en Jesucristo: ¡Cristo es nuestra oración!

La oración máxima es la Santa Misa, porque en la Santa Misa es el mismo Jesús, realmente presente. quien renueva el sacrificio de la cruz; pero toda oración es válida, especialmente el “Padrenuestro”, que El mismo quiso enseñar a los Apóstoles y a todos los hombres de la tierra.

Pronunciando las palabras del “Padrenuestro”, Jesús creó un modelo de oración concreto y al mismo tiempo universal. De hecho, todo lo que se puede y se debe decir al Padre está encerrado en las siete peticiones que todos sabemos de memoria. Hay en ellas una sencillez tal, que hasta un niño las aprende, pero al mismo tiempo una profundidad tal, que se puede consumir una vida entera en meditar su sentido.

3. Finalmente, debemos orar también porque somos frágiles y culpables.

Es preciso reconocer humilde y realísticamente que somos pobres criaturas, con ideas confusas, tentadas por el mal, frágiles y débiles, con necesidad continua de fuerza interior y de consuelo.

— La oración da fuerza para los grandes ideales, para mantener la fe, la caridad, la pureza, la generosidad;

— La oración da ánimo para salir de la indiferencia y de la culpa, si por desgracia se ha cedido a la tentación y a la debilidad;

— La oración da luz para ver y juzgar los sucesos de la propia vida y de la misma historia en la perspectiva salvífica de Dios y de la eternidad. Por esto, ¡no dejéis de orar! ¡No pase un día sin que hayáis orado un poco! ¡La oración es un deber, pero también es una gran alegría, porque es un diálogo con Dios por medio de Jesucristo! ¡Cada domingo la Santa Misa y, si os es posible, alguna vez también durante la semana; cada día las oraciones de la mañana y de la noche y en los momentos más oportunos!

San Pablo escribía a los primeros cristianos: «Aplicaos a la oración, velad en ella» (Col 4, 2). «Con toda suerte de oraciones y plegarias. orando en todo tiempo» (Ef 6, 18). Invoquemos a María Santísima que os ayude a orar siempre y a orar bien. y encomendando también mi persona y misión a vuestras fervorosas oraciones, os bendigo a todos con gran afecto y benevolencia.

Miércoles 14 de marzo de 1979.

Maximiliano Kolbe y la Inmaculada

Homilía de san Juan Pablo II

 

«Te saludo, llena de gracia, el Señor es contigo» (Lc 1, 28).

1. Mientras estas palabras del saludo del Ángel resuenan suavemente en nuestro alma, deseo dirigir la mirada: junto con vosotros, queridos hermanos y hermanas, sobre el misterio de la Inmaculada Concepción de la Bienaventurada Virgen María con los ojos espirituales de San Maximiliano Kolbe. El dedicó todas las obras de su vida y de su vocación a la Inmaculada. Y por eso en este año, en el que ha sido elevado a la gloria de los Santos: él está mucho más cerca en la Solemnidad de la Inmaculada de quien amo definirse «militante».

El amor a la Inmaculada fue, en efecto, el centro de su vida espiritual, el fecundo principio animador de su actividad apostólica. El modelo sublime de la Inmaculada iluminó y guió su intensa existencia sobre los caminos del mundo e hizo de su muerte heroica en el campo de exterminio de Auschwitz un espléndido testimonio cristiano y sacerdotal. Con la intuición del santo y la finura del teólogo, Maximiliano Kolbe meditó con agudeza extraordinaria el misterio de la Concepción Inmaculada de María a la luz de la Sagrada Escritura, del Magisterio y de la Liturgia de la Iglesia, sacando admirables lecciones de vida. Ha sido para nuestro tiempo profeta y apóstol de una nueva «era mariana», destinada a hacer brillar con fuerte luz en el mundo entero a Cristo y su Evangelio.

Esta misión que él llevó adelante con ardor y dedicación, «lo clasifica —como afirmó Pablo VI en la homilía para su Beatificación— entre los grandes Santos y los espíritus videntes que han comprendido, venerado y cantado el Misterio de María» (lnsegnamenti di Paolo VI, IX, 1971, p. 909). Asimismo, conocedor de la profundidad inagotable del misterio de la Concepción Inmaculada, para la que «las palabras humanas no son capaces de expresar Aquella que ha llegado a ser verdadera Madre de Dios» (Gli escritti di Massimiliano Kolbe, eroe di Oswiecjm e Beato della Chiesa, Vol. 3, Edizione Cittá di Vita, Firenze, 1975, v. III, p. 690), su mayor dolor era que la Inmaculada no fuera suficientemente conocida y amada a imitación de Jesucristo y como nos enseña la tradición de la Iglesia y el ejemplo de los Santos. En efecto, amando a María, nosotros honramos a Dios que la elevó a la dignidad de Madre de su propio Hijo hecho Hombre y nos unimos a Jesucristo que la amó como Madre; no la amaremos nunca como El la amó: «Jesús ha sido el primero en honrarla como su Madre y nosotros debemos imitarle también en esto. No renunciemos nunca a igualarle en el amor con que Jesús la amó» (Ibidem v. 11, p. 351). El amor a María, afirma el P. Maximiliano, es el camino más sencillo y más fácil para santificamos, realizando nuestra vocación cristiana. El amor de que habla no es, en verdad, sentimentalismo superficial, sino que es esfuerzo generoso es donación de toda la persona, como él mismo nos demostró con su vida de fidelidad evangélica hasta su muerte heroica.

2. La atención de San Maximiliano Kolbe se concentró incesantemente sobre la Concepción Inmaculada de María para poder tomar la riqueza maravillosa encerrada en el nombre que Ella misma manifestó y que constituye la ilustración de cuanto nos enseña el Evangelio de hoy, con las palabras del ángel Gabriel: «Te saludo, oh llena de gracia, el Señor es contigo» (Lc 1, 28). Refiriéndose a las apariciones de Lourdes —que para él fueron estímulo e incentivo para comprender mejor las fuentes de la Revelación— observa: «A. S. Bernadetta, que muchas veces le había preguntado, la Virgen responde: Yo soy la Inmaculada Concepción». Con estas palabras Ella manifestó claramente no solamente ser concebida sin pecado, sino ser la misma «Concepción Inmaculada», así como una cosa es un objeto blanco y otra la blancura; una cosa es perfecta y otra la perfección» (ib. v. III, p. 516). Concepción Inmaculada es el nombre que revela con precisión qué es María: no afirma solamente una cualidad, sino que describe exactamente su Persona: María es santa radicalmente en la totalidad de su existencia desde el principio.

3. La excelsa grandeza sobrenatural fue concedida a María en orden a Jesucristo, y en El y mediante El Dios le comunicó la plenitud de santidad: María es Inmaculada porque es Madre de Dios y llega a ser Madre de Dios porque es Inmaculada, afirma escultóricamente Maximiliano Kolbe. La Concepción Inmaculada de María manifiesta de manera única y sublime la centralidad absoluta y la función salvífica universal de Jesucristo. «De la maternidad divina surgen todas las gracias concedidas a la santísima Virgen y la primera de ellas es la Inmaculada Concepción» (lb. v. III, p. 475). Por este motivo, María no es sencillamente como Eva antes del pecado, sino que fue enriquecida con una plenitud de gracias incomparables porque sería Madre de Cristo y la Concepción Inmaculada fue el inicio de una prodigiosa expansión sin pausas de su vida sobrenatural.

4 El misterio de la santidad de María debe ser contemplado en la globalidad del orden divino de la salvación para ser ilustrado de manera armónica y para que no parezca como un privilegio que la separa de la Iglesia que es el Cuerpo de Cristo. El padre Maximiliano Kolbe tuvo sumo cuidado en unir la Concepción Inmaculada de María y su función en el plano de la salvación al misterio de la Trinidad y de forma especial con la persona del Espíritu Santo. Con genial profundidad desarrolló los múltiples aspectos contenidos en la noción de «Esposa del Espíritu Santo», bien conocida en la tradición patrística y teológica y sugerida. en el Nuevo Testamento: «El Espíritu Santo descenderá sobre ti, sobre ti extenderá su sombra el poder del Altísimo. Lo que de ti nacerá será Santo y llamado Hijo de Dios» (Lc 1, 35). Es una analogía, subraya Maximiliano Kolbe, que hace entrever la inefable unión, íntima y fecunda entre el Espíritu Santo y María. «El Espíritu Santo estableció la propia morada en María desde el primer instante de su existencia, tomó posesión absoluta y la compenetró tan grandemente que el nombre de esposa del Espíritu Santo no expresa más que una sombra lejana, pálida e imperfecta de tal unión» (ib. v. III, p. 515).

5. Escrutando con estática admiración el plan divino de la salvación, que tiene su fuente en el Padre el cual quiere comunicar libremente a las criaturas la vida divina de Jesucristo y que se manifiesta en María Inmaculada de forma maravillosa, el Padre Kolbe fascinado y arrebatado exclama: «Por todas partes está el amor» (ib. v. III, p. 690) el amor gratuito de Dios es la respuesta a todas las interrogaciones; «Dios es amor», afirma San Juan (1 Jn 4, 8).

Todo lo que existe es reflejo del amor libre de Dios, y por eso toda criatura traduce, de alguna manera, su infinito esplendor. De forma especial el amor es el centro y el vértice de la persona, hecha a imagen y semejanza de Dios. María Inmaculada, la más alta y perfecta de las personas humanas, reproduce de manera eminente la imagen de Dios y es por consiguiente capaz de amarlo con intensidad incomparable como Inmaculada, sin desviaciones ni retrasos.

Es la única esclava del Señor (cf. Lc 1, 38) que con su fiat libre y personal responde al amor de Dios cumpliendo siempre cuanto El la pide. Como la de toda otra criatura, la suya no es una respuesta autómata, sino que es gracia y don de Dios; en tal respuesta va envuelta toda su libertad, la libertad de Inmaculada. «En la unión del Espíritu Santo con María el amor no enlaza solamente a estas dos personas, sino que el primer amor es todo el amor de la Santísima Trinidad, mientras que el segundo, el de María, es todo el amor de la creación, y así, en tal unión el Cielo se une a la tierra, todo el Amor increado con todo el amor creado … Es el vértice del amor» (ib. v. III, p. 758).

La circularidad del amor, que tiene origen en el Padre, y que en la respuesta de María vuelve a su fuente, es un aspecto característico y fundamental del pensamiento mariano del P. Kolbe. Es este un principio que está en la base de su antropología cristiana, de la visión de la historia y de la vida espiritual de cada hombre. María Inmaculada es arquetipo y plenitud de todo amor creatural; su amor límpido e intensísimo hacia Dios encierra en su perfección el frágil y contaminado de las otras criaturas. La respuesta de María es la de la humanidad entera.

Todo esto no oscurece ni disminuye la centralidad absoluta de Jesucristo en el orden de la salvación, sino que la ilumina y proclama con vigor, porque María recibe toda su grandeza de El. Como enseña la historia de la Iglesia, la función de María es la de hacer resplandecer al propio Hijo, de conducir a El y de ayudar a acogerlo.

El continuo profundizamiento teológico del misterio de María Inmaculada llega a ser para Maximiliano Kolbe fuente y motivo de donación ilimitada y de dinamismo extraordinario; el sabe verdaderamente incorporar la verdad a la vida, también llega al conocimiento de María, como todos los santos, no solamente por la reflexión guiada por la fe, sino especialmente por la oración «Quien no es capaz de doblar las rodillas y de implorar de María, en humilde plegaria, la gracia de conocer lo que ella es realmente no espere aprender otra cosa más sobre ella» (ib. VIII, 474).

6. Y ahora, acogiendo esta exhortación final del heroico hijo de Polonia y auténtico mensajero del culto mariano, nosotros, reunidos en esta espléndida Basílica para la plegaria eucarística en honor de la Inmaculada Concepción, doblaremos nuestras rodillas delante de su imagen y le repetiremos con ardor y piedad filial —que tanto distinguieron a San Maximiliano— las palabras del Ángel: «Dios te salve, llena de gracia, el Señor está contigo». Amén.

Basílica de Santa María la Mayor
Miércoles 08 de diciembre del 1982

Las santidades sospechosas

Diferencias entre verdadera santidad y mera ilusión

 

P. Alfonso Torres, del libro “Los caminos de Dios”

Uno de los caminos por los que naufraga la santificación es el camino de la poesía. Soñar con que pueden acaecernos tales pruebas, soñar con que yo pueda lleva a cabo tal empresa, soñar con que yo me pueda encontrar en tales circunstancias…, ¡es tan fácil! Pero por ahí naufraga la santidad. Nos mecemos en estos ensueños poéticos, esperando que por ahí despunte para nosotros el sol de nuestra santificación, y entre tanto tenemos la santificación en nuestras manos, en la prosa cotidiana de nuestra vida, viéndolo todo en Dios y aprovechándolo todo según Dios, y nos descuidamos, la perdemos de vista para seguir soñando.

Uno de los mayores enemigos que tiene la santificación de las almas son las santidades hipotéticas. Las santidades hipotéticas, por su misma naturaleza, no suelen realizarse. Deja el alma escapar la realidad que tiene delante, en la cual se debería santificar, y se echa a soñar con situaciones irreales, creyendo alucinadamente que en ellas se santificaría.

La santidad no consiste en ciertas prácticas devotas que exteriormente se hagan, la santidad no está en una vida exterior muy ordenada; eso es superfluo; todo lo más, secundario; la santidad está en las virtudes verdaderas, ni siquiera está en los sentimientos, sino en la manera  como el alma reacciona cuando siente o no siente; si reacciona siempre según la virtud, según la perfección de las virtudes, entonces la santidad será verdadera, y la santidad verdadera tiene como características las grandes virtudes religiosas: la humildad, la pobreza, la perfecta abnegación, la completa obediencia, que es como la base y la piedra fundamental de la perfección; y sólo cuando esas virtudes llegan a ser virtudes puras con toda la perfección que el Evangelio les atribuye, entonces es cuando se está en justicia y santidad verdaderas.

Hay una gran diferencia entre el alma fervorosa, que se ha entregado de veras a Dios, y que ve y busca a Dios en todo, y las almas tibias, amigas de sí mismas. Las almas fervorosas tienen un instinto sobrenatural, una habilidad divina para encontrar a Dios en todo: en lo próspero y en lo adverso, en el amor y en el desamor de las creaturas, del que sacan el fruto de desapegarse de ellas; en las alegrías, que miran como migajas que les caen de la mesa del Padre Celestial, y en las lágrimas, porque saben unirlas con las de Jesús; en sus fervores, que son como un vuelo que las acerca a Dios, y en sus sequedades y desolaciones, que las unen con Jesús en el huerto de la agonía. Siempre encuentran a Dios, nada hay que las estorbe para unirse con Él; diríase que desafían a todas las creaturas, seguras de vencerlas. Así son las almas santas.

Todo lo contrario es la condición de las tibias. Hasta en las cosas santas encuentran tropiezos; donde hay la menor cosa, ellas sacan más, van mendigando el amor de las creaturas; su desamor las desilusiona y las llena de amargura, porque no buscan a Dios, sino que se buscan a sí mismas. Si tratan con Dios, no le buscan a Él, sino sus consuelos, y así por todas las sendas espirituales o temporales de la vida convierten en daño lo que debía serles provechoso.

 

La lucha contra la tentación

Parte del camino a la santidad

 

P. Jason Jorquera M.

Dice san Basilio, comentando el final del Padrenuestro, que: «[…] En general, Jesucristo mandó que orásemos para que no cayésemos en la tentación; pero cuando alguno se ve en ella, conviene que pida a Dios la virtud de resistirla, para que se cumpla en nosotros lo que dice San Mateo[1]: “El que persevere hasta el fin, se salvará“»[2].

La tentación, como sabemos y experimentamos, es una realidad de la cual nadie se ve exento; incluso Nuestro Señor Jesucristo se vio tentado, tanto por el demonio como por los hombres. Y como el discípulo no es mayor que el maestro[3], nosotros tampoco podemos estar libres de ellas. Pero como la sabiduría divina dispone todas las cosas en beneficio de aquellos que aman a Dios[4], ni siquiera las tentaciones pueden escapar a la Divina Providencia, que las permite para sacar de ellas abundantes frutos, comenzando por las plausibles  victorias, cada vez que las vencemos ayudados por la gracia.

A la luz de estas verdades podemos hablar de nuestra lucha contra la tentación con la confianza de saber que combatimos del lado de Dios y de que gracias a Él, si permanecemos fieles a su gracia, podremos triunfar sobre todo mal porque Dios es más fuerte que la tentación, siempre.

 Recordemos ahora algunas verdades acerca de la lucha contra la tentación:

1º) Los más tentados son los que más quieren agradar a Dios: los sacerdotes, religiosos, religiosas, laicos verdaderamente comprometidos, etc. De esta verdad se deduce fácilmente que las tentaciones siempre estarán presentes mientras dure nuestra lucha contra el pecado y búsqueda de la virtud; sea que surjan por parte de nuestra herida naturaleza, sean por parte del demonio, debemos estar atentos a rechazarlas en cuanto aparezcan o las percibamos como tales.

Es un hecho presente en toda la hagiografía que el demonio tiene una saña especial contra los santos, y esto no es -obviamente-, por ser ellos más pecadores, sino todo lo contrario: porque son almas que desean realmente agradar a Dios mediante la semejanza con su Hijo en el obrar. El demonio odia de manera especial a los virtuosos y busca desanimarlos de sus buenos propósito, asustarlos y hacerlos retroceder con sus embates, pero a imitación de los santos -y especialmente de Jesucristo-, no debemos desanimarnos sino todo lo contrario, redoblar las fuerzas mediante la oración y el sacrificio para salir vencedores con la gracia que Dios nos concede en el momento de la prueba y salir triunfantes en su nombre, porque, como enseña el libro del Eclesiástico: “Si te has decidido a servir al Señor, prepárate para la prueba.”; pero siempre con la confianza de tener un Defensor fiel e inquebrantable que nos sostiene.

2º) Debemos dejar de lado todo miedo a la tentación: porque si le tememos le estamos dando mayor fuerza de la que realmente tiene. Esto se logra mediante los actos de confianza en Dios que van fortaleciendo nuestra voluntad contra la tentación, comenzando por la oración, como enseña el salmo: “Dios mío, en ti he puesto mi confianza; no me pongas jamás en vergüenza. Tú eres un Dios justo; ¡rescátame y ponme a salvo! ¡Préstame atención y ayúdame! ¡Protégeme como una roca donde siempre pueda refugiarme!”[5]; y como el propio Jesucristo enseña a sus apóstoles: “En el mundo tendréis aflicción; pero confiad, yo he vencido al mundo.”[6]

3º) El demonio no puede hacernos cometer un pecado, es decir, que no puede vencer sino al que se deja vencer, o al que se acerca demasiado a él. Pero si nos mantenemos a distancia, no podrá vencernos porque no tiene dominio directo sobre nuestra voluntad. Podrá sugerir malos pensamientos, malos deseos, insistentemente y sin pretender cansarse siquiera de su actuar, pero debemos estar seguros de que, pese a sus ataques, no es dueño de nuestra voluntad ya que sólo Dios es dueño del alma y no la abandonará si ésta no lo abandona a Él por el consentimiento en el pecado; pues siempre asiste al alma donde habita.

4º) No olvidar jamás que en la medida que crece la tentación, crece también el auxilio divino para vencerlas, razón por la cual escribía san Pablo: “Y Él me ha dicho: Te basta mi gracia, pues mi poder se perfecciona en la debilidad. Por tanto, muy gustosamente me gloriaré más bien en mis debilidades, para que el poder de Cristo more en mí.”[7]

5º) Considerar cual ha de ser nuestra conducta respecto a la tentación, y esto se analiza en tres momentos:

  • Antes de la tentación: debemos prevenir, estar alertas, no exponernos, guardar los sentidos y evitar toda posible ocasión de pecado, ya sean lugares o personas; pues vale más perder un falso amigo a cambio de no ofender a Dios que ofenderlo por quedar bien con los hombres. Vigilar y orar para no caer en ella, depositando la confianza en Dios, en la Virgen Madre y en el ángel de la guarda que Dios ha dado a cada uno para que le proteja del demonio tentador: “Velad y orad para no caer en tentación. El espíritu está animoso, pero la carne es flaca.”[8]; y, por supuesto, vivir en unión con Dios mediante la vida de la gracia: “Someteos, pues, a Dios; resistid al Diablo y él huirá de vosotros”.[9]

–  Durante la tentación: Resistir mediante la oración, y rechazar la tentación con energía, buscando distracciones que lleven nuestros pensamientos a cosas distintas; o bien directamente haciendo lo contrario a lo que la tentación nos incita.

Después de la tentación: sólo tenemos dos opciones; abandonarse a la misericordia de Dios y enmendarse en caso de que hayamos caído recobrando nuevas fuerzas en el perdón divino; o dar gracias a Dios si hemos resistido pues la victoria, en definitiva, ha sido gracias a Él, a quien debemos agradecer.

A María santísima, la mujer que aplastó la cabeza del demonio, el gran tentador, le pedimos la gracia de evitar todas las ocasiones de pecado y ser fieles a la gracia divina para vencer la tentación.

[1] Mt 10,22

[2] San Basilio, in Regul. brevior., ad interrogat. 224

[3] Cf. Jn 13,16

[4] Cf. Ro 8,28

[5] Sal 71

[6] Jn 16, 33

[7] 2 Cor 12, 9

[8] Mt 26,41

[9] Stgo 4, 7