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Lo que veía Jesucristo

“Colócate delante del Señor,

déjate mirar por Él,

y descansa en Él”

 San Alberto Hurtado

 

Existe una escena en la vida de nuestro Señor Jesucristo que en más de una oportunidad me he detenido a considerar. Es una escena cotidiana, sin nada de extraordinario, perfectamente fácil de imaginar y que, sin embargo, no termino de rumiar ni de detenerme en ella de vez en cuando, para preguntarme y especular acerca de lo que pasaba por el Sagrado Corazón cada vez que ésta se repetía. Es sumamente sencilla: Jesucristo mirando a sus apóstoles y ya. Pero claramente es mucho más que eso, es decir, Jesucristo es Dios y su mirada va mucho más allá, porque conoce hasta lo más profundo de los corazones[1] y sabía perfectamente a quiénes había elegido para que estuviesen junto con Él, después de haber pasado la noche entera en oración… y éstos son “los que Él quiso”[2].

Y ya a partir de aquí no deja de resonar la gran interrogante de “¿por qué ellos?”[3]. Jesucristo podría haber comenzado, como sabemos, reclutando a san Juan Bautista para delegarle posteriormente el timón de su Iglesia, ya que era el mayor entre los nacidos de mujer[4], el primero en reconocerlo[5] y alegrarse de su entrada redentora en el mundo, ya desde el vientre de su madre[6]; y comenzando por él forjar un elenco apostólico a partir de los sabios de entre el pueblo elegido, los letrados, los que conocían y amaban las Escrituras y las profecías, los que esperaban con ansias el tiempo del Mesías y hasta vivían entre oraciones y penitencias atentos a su venida. Y, sin embargo, de alguna manera que sólo Él comprendía, para confundir a la sabiduría humana[7], en vez de buscar para su Iglesia los cimientos entre las canteras que ofrecían nobles materiales, decidió sacarlos de entre las orillas del rústico mar de Galilea[8], de la mesa de un cambista[9], o de entre los sencillos seguidores del citado precursor que vestía pieles de camello[10]; y decidió hacerse cargo en persona del labrado de las futuras columnas… y qué firme y paciente cincel el de nuestro Señor, que no dejaba de observar su obra mientras la llevaba a cabo.

Más o menos esto es lo que podemos llegar a ver nosotros, pero Jesucristo veía mucho más.

Jesucristo por ser Dios puede verlo todo, puede ver el interior y puede ver hasta el final; es así que contemplaba desde el momento de la llamada de cada uno de ellos -y desde la eternidad-, hasta la solemne cena de despedida y ordenación sacerdotal de sus predilectos[11]; y más allá, hasta la huida en Getsemaní[12]; y más allá… hasta el reencuentro en el Cenáculo[13] y después. Pero en esta escena cotidiana, en aquello en que acostumbro a detenerme, es en el contraste natural que existe con lo extraordinario de un Dios hecho hombre que no se espanta de los pecadores, y hasta acepta vivir su vida entre ellos[14], por ellos, y alistándolos en las filas del Reino de los Cielos que comienza aquí, en la vasta redondez e imperfección de la tierra. Jesucristo, en definitiva, veía a sus apóstoles tales cuales eran: toda una variada y colorida gama de imperfecciones, que pasaban por los arrebatos de entusiasmo desencaminado[15], la vergonzosa pretensión de los primeros puestos[16], la absurda búsqueda de venganza tan opuesta a la predicación del Maestro[17]; hasta la cobardía[18], traición[19] y negación[20] de las promesas y hasta del mismo Señor a quien seguían. Jesucristo veía abundancia de defectos y pecados, pero lo especial y propio de aquel que venía no por los justos sino por los que necesitan conversión[21], es que Él los veía “a su modo”: he aquí la gran novedad de este Dios hecho hombre, que fija sus ojos en la humanidad con la mirada propia del Creador que, conmovido[22] por la herida del pecado que signó a su creatura predilecta, posa sobre ella una mirada llena de misericordia que no ha venido a condenar sino a salvar[23].

La mirada de Jesucristo va más allá del defecto y del pecado, y traspasando la ofensa descubre una herida que no puede ser sanada más que por Él mismo, el de las entrañas compasivas, el del perdón hasta el extremo[24], el mismo que decide llamar a los que Él quiere y designarlos como sus amigos[25]. Pero hay algo más, “profundamente interesante” y siempre digno y provechoso de volver a meditar, y es el hecho de que, conociendo el Señor las miserias pasadas, presentes y futuras de sus discípulos, sin embargo, Él jamás dio un paso atrás en su elección.

Jesucristo es el Verbo Encarnado, Dios verdadero[26] a quien nada ni nadie se le escapa de las manos y que dispone todo en orden a un designio eterno que no puede no cumplirse. Es así como, en su perfecta humanidad, nos adoctrina tanto con lo que dice y hace[27] cuanto con lo que no hace; porque absolutamente nada deja al azar ni le es indiferente. Todo tiene su lugar correspondiente, en perfecta armonía con este designio misterioso en que incluso la permisión del pecado está presente cumpliendo una función, hasta que sea consumado el plan de redención. Y parte de este plan divino fue la elección de los apóstoles del Cordero, quebrachos toscos y difíciles de trabajar, amalgama de rudeza, debilidad y posterior compunción, aptos “sólo a los ojos de Cristo” para asentar sobre ellos las bases de su Iglesia formada por los hijos adoptivos de Dios, los que a diferencia de Él sí podemos fallar, sí podemos traicionar, sí podemos apostatar y hasta perdernos; pero sobre los cuales también se cierne una mirada bondadosa y deseosa de ir curando sus miserias, de ir puliendo y acrisolando sus corazones a través del arrepentimiento y del perdón, de las pruebas, oscuridades, sequedades y todo tipo de cruces que sean necesarias para volverlos una y otra vez hacia el Señor, que los llamó para que estuvieran con Él tanto en esta vida mortal como en la venidera, la que no termina, porque Jesucristo jamás retrocede…; y todo esto -pido perdón por la extensión-, para remarcar de manera especial que entre las cosas que Jesucristo “no hizo”, está el retractarse de haber llamado a estos imperfectos, débiles y faltos tantas veces de entendimiento respecto a sus enseñanzas; es decir, los doce íntimos que lo abandonaron en el momento de la prueba, y que Jesús sabía perfectamente que lo harían y hasta se los había anunciado[28], y, sin embargo, a ninguno ni antes ni después le pidió que dejara su puesto como apóstol; a ninguno le quitó la vocación ni decidió quedarse con los más o menos fieles, como tal vez Juan que regresaría después al Gólgota[29] o Pedro que al menos lloraría amargamente su traición[30]. Pero no, Jesucristo no se retracta y hasta intentó hacer entrar en razón al traidor en el momento terrible de la entrega, sin negarle su amistad ni su cercanía, llamándolo por su nombre[31], llamándolo amigo[32], y posando sobre él ciertamente una mirada que nada tenía de rencor, reproche o desdén, sino llena de un terrible y amargo dolor, porque era el discípulo quien se alejaba de la vista del Maestro para siempre, porque fue Judas el que renunció a su elección, no Jesucristo quien se la quitó.

Hoy en día el Hijo natural de Dios sigue contemplando a los hombres con compasión, y continúa fijando su mirada de predilección sobre aquellos que Él quiere que estemos junto con Él: los consagrados. Y Jesucristo sigue viendo en nosotros la imperfección, porque lo ve todo; pero prefiere fijarse más bien en nuestra compunción, en cada vez que nos levantamos para seguir adelante, en cada vez que reconocemos nuestras heridas y lo buscamos a Él como nuestro médico fiel, y en vez de correr tras el pecado decidimos correr tras Él. Y jamás nos quita la elección de su mirada.

Parece que para nuestro Señor es más grato poner los ojos en la meta que nos tiene preparada, que en el arduo y empinado camino que nos conduce a ella, donde podemos fallar, donde nos podemos perder, pero donde también podemos decidirnos de una vez por todas a caminar fielmente hacia la santidad que Él, en su designio amoroso para con los pecadores, dispuso para todos aquellos que se dejen labrar y decidan corresponder a la misericordia que ha venido en busca de la imperfección, esperando que ésta eleve su mirada hacia lo alto, donde espera el Maestro, el que perfecciona, el que transforma, el que convierte y santifica… el que siempre puede ver más allá.

P. Jason Jorquera M.

[1] Cf. Lc 16, 15

[2] Lc 6, 12-16

[3] Mc 3, 16-19

[4] Mt 11,11

[5] Cf. Jn 1,29

[6] Lc 1, 41

[7] 1 Cor 1,27

[8] Cf. Mc 1, 19-20; Mt 4, 18-22; etc.

[9] Mt 9,9; Mc 2,14

[10] Jn 1, 25-37

[11] Jn 13 ss.

[12] Mc 14,50; Mt 26,56

[13] Cf. Jn 20, 26 ss.

[14] Cf. Jn 1,14

[15] Cf. Jn 18,10; Mc 8,32; Mc 14,29

[16] Mc 10, 35-37

[17] Cf. Lc 9,54

[18] Mc 14,50; Mt 26,56

[19] Mc 14, 10-11; 43,26, etc.

[20] Cf. Mc 14, 66-72

[21] Cf. Lc 5,32

[22] Cf. Mc 6,34

[23] Cf. Jn 12,47

[24] Cf. Lc 23,34

[25] Jn 15,14-15

[26] Cf. Mt 16,16; Jn 1,49 etc.

[27] Cf. Mt 7,29; Lc 4,32; Mc 7,37

[28] Mc 14,27; Mt 26,31 etc.

[29] Cf. Jn 19,26

[30] Mt 26,75

[31] Lc 22,48

[32] Mt 26,50

La mujer adúltera

  • Poesía
  • (JN 8, 1-11)
+++
Se encontraba Jesucristo
predicando allá en el templo,
multitudes lo escuchaban
como auténtico maestro;
+
Acudían las ovejas
a los pastos del divino
que curaba las dolencias
de los tristes y afligidos;
+
Cuando entonces los escribas
con los zorros fariseos
le presentan una rea
sorprendida en adulterio,
+
Y poniéndola en el medio,
aumentando su ignominia,
con irónica consulta
se dirigen al Mesías:
+
“La mujer que estás mirando
por culpable la traemos,
descubierta fue flagrante
en delito de adulterio;
+
En la ley Moisés nos manda
que apedreemos sin demora
a mujeres semejantes:
¿Tú, qué dices de estas cosas?”;
+
Pero hablaban con engaño
pues buscaban un motivo
de acusarle de rebelde
a la ley de los antiguos.
+
Mas Jesús no dice nada
e inclinándose hasta el suelo
sus deseos desconcierta
escribiendo con el dedo;
+
Mas como ellos insistiesen
exigiendo una respuesta,
se levanta bien erguido
y responde con sorpresa:
+
“De vosotros quien se encuentre
en conciencia sin pecado,
la primera de las piedras
que le arroje sin retraso”,
+
E inclinándose de nuevo
tan sereno como era,
sin mirarlos continúa
escribiendo en la tierra.
+
Y en oyendo sus palabras,
perturbados y molestos,
uno a uno se marcharon
comenzando por los viejos;
+
La mujer de pie en el medio
continúa sin moverse,
solamente quedó Cristo,
los demás están ausentes.
+
Levantando la cabeza
se dirige a la culpable
el Autor de la justicia
con mirada penetrante:
+
¿Dónde están los fariseos
que apedreada te quisieran?,
¿dónde fueron los escribas?;
¿es que nadie te condena?
+
Sollozante y compungida,
con extraña fortaleza,
y un susurro quebrantado:
“Señor, nadie”, le contesta.
+
Y el Mesías bondadoso,
perdonándola con creces,
le responde con ternura:
“ve tranquila; ya no peques”
+
P. Jason.

“Las Obras de la Cuaresma”

POESÍA
(Décima en cuatro estrofas)
P. Gonzalo Arboleda, IVE
El ayuno que hoy se eleva
en este tiempo sagrado
dejará el cuerpo cansado
mientras que el alma renueva.
Porque aquí la gracia nieva
para los que se desdeñen
y su apetito ordeñen
aunque les cause gran duelo;
ayuno, serás consuelo
para los que en ti se empeñen.
Junto al ayuno se impone
de la limosna el mandato;
sin duda será un ingrato
quien a dar no se propone.
El que bienes amontone
que sepa que no es su dueño;
y si privara al pequeño
de lo que le es menester
por no querer él perder:
será para el fuego leño.
Limosna y ayuno quieren
con la oración compañía;
las tres serán dura guía
sanando al tiempo que hieren.
Los que a la oración se dieren
con humildad y esperanza
a meditar en la lanza,
los clavos y las espinas,
sacarán de aquellas ruinas
la fuerza que todo alcanza.
Las tres obras meritorias
limosna, oración y ayuno
no pueden dar fruto alguno
a los que las creen victorias
y no serán más que historias
si les faltase el llorar,
el deseo de cambiar,
el corazón compungido.
El que hiciere aquí su nido
en la Pascua ha de cantar.

Siete palabras y un mensaje

Meditaciones cuaresmales

P. Jason Jorquera M., IVE.

… “¿quién podrá explicar el amor de Cristo?… callen los hombres, callen las criaturas… callémonos a todo, para que en el silencio oigamos los susurros del Amor, del Amor inmenso, infinito que nos ofrece Jesús con sus brazos abiertos desde la cruz”.

 San Rafael Arnáiz.

En este sencillo escrito, simplemente me limito a transcribir y retocar algunos apuntes personales acerca de las denominadas “siete palabras”, que no son otras que las siete veces en que nuestro Señor Jesucristo habla desde la cruz antes de expirar y, por lo tanto, con toda razón podemos decir que son el maravilloso testamento del Redentor.

Muchos otros han escrito antes acerca de estas siete palabras, y de manera excelente, por ejemplo, los padres de la iglesia, Mons. Fulton Sheen, el P. Royo Marín, etc., por lo tanto, aquí no se encontrarán más que sencillas y personales reflexiones que si de algún provecho sirven a alguno creeré justificado el haberlas puesto por escrito.

La primera palabra

Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen

Lc 23,34

 Una frase breve y, sin embargo, cargada de toda la profundidad que puede tener aún una sola palabra salida de los labios del Hijo de Dios.

… El perdón, Jesucristo vino a traer el perdón que sólo Dios podía conceder, para lo cual decidió venir Él mismo a ofrecerlo a todo aquel que quiera aceptarlo. Quien se encarna es el Hijo, sí, pero es la Trinidad Santísima toda quien se hace presente en este momento culminante de la vida terrena del “gran perdonador”, que se extingue dejando perennes destellos de luz que iluminan a todo aquel que lo reciba en su corazón: ahí está el Hijo, padeciendo, redimiendo, rescatando las almas, implorando… y muriendo también por ellas; ahí está el Espíritu Santo, santificando, sacralizando el sacrificio voluntario, la entrega generosa; ahí está el Padre, aceptando la cruenta satisfacción por los pecados de la humanidad entera.

Oh cuán desapercibido pasa el perdón de Jesús ante los ojos de aquellos que se burlan; cuán inapreciable se vuelve injustamente ante los hombres este gesto único de amor puro, es decir, oblativo. Podría Jesús haber exclamado simplemente “los perdono a todos”, y tal vez quedarse esperando una respuesta, pero no, puesto que como su perdón fue siempre evidente, ya que no vino por los justos sino por los pecadores[1], hizo mucho más que eso: suplicó en favor de todos los hombres el perdón del Padre eterno: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”, es como si hubiese dicho “Padre mío, yo ya los he perdonado, por favor te pido que también Tú los perdones”. ¿Cómo no iba a perdonar Aquel que defendió a la pecadora arrepentida asegurándole que Él, Señor y Mesías, “tampoco” la condenaba?[2]; el amor de Jesús no sabe de límites y no conforme con perdonar hasta la crueldad, hasta la sangre y hasta la muerte misma, dedica los últimos momentos de su paso redentor por este mundo a rogar por quienes lo han entregado a la muerte… “Padre, perdónalos…”, Jesús no quiso quedarse “esperando” una respuesta, sino que ha ofrecido un sacrificio que “exige” una respuesta. Por eso afirma acertadísimamente Mons. Fulton Sheen que ante el crucifijo no cabe la indiferencia, o se lo acepta o se lo rechaza.

Un alma que no es capaz de perdonar lleva consigo la ponzoñosa mancha del rencor. Un cristiano que no perdona profesa un cristianismo mutilado. ¿Me cuesta perdonar?, pues mirando a Jesucristo crucificado es menos difícil: he aquí que Jesús nos muestra su “setenta veces siete”[3] perdonando e implorando perdón para los culpables aun en medio de sus terribles y acerbos tormentos.

¿Quién no es culpable?, ¿Quién no ha sido concebido bajo el sello del pecado entre las creaturas?; sólo María santísima, que contempla con fortaleza inefable a Aquél que tomó la sangre de sus purísimas entrañas para verterla toda sobre el madero y sobre las almas, derramando junto con ellas su perdón y el que suplica al Padre celestial.

Nadie puede eximirse de esta plegaria amorosa; nadie puede afirmar que el Salvador no rezó por él, puesto que Jesucristo se entregó por todas y cada una de las almas, por lo tanto, nada más cierto que estas palabras saliendo del Divino Inocente traspasado y penetrando con estruendo en las mismas entrañas de los cielos e intercediendo por mi eterna salvación.

Oración: Señor Jesús, admirable paradigma del perdón, te pido la gracia de perdonar siempre como Tú lo has hecho conmigo; que comparta con los demás lo que de Ti he recibido y que no me canse de agradecer la misericordia que ofreces constantemente a los pecadores que, como yo, tanto la necesitan y tantos beneficios recibimos de ella.

Tú que vives y reinas, por los siglos de los siglos. Amén.

La segunda palabra

Hoy mismo estarás conmigo en el paraíso

Lc 23,43

 No es difícil notar, una vez más, la inmensa desproporción entre lo que Jesucristo nos pide y lo que nos ofrece: el buen ladrón, reconociendo su culpa y el señorío de Jesús, le pide simplemente “que lo recuerde” y Él, el mesías siempre misericordioso, le ofrece “desproporcionalmente” el paraíso; ¡bendita desproporción la que a todos se nos ofrece!, ¡renunciar al pecado en esta corta vida a cambio de una gloria que no se acabará jamás!

La actitud de “Dimas” (según nos cuenta la tradición), es una actitud completamente humilde y como Dios “enaltece a los humildes[4]  fue así que el Hijo de Dios quiso elevar al ladrón arrepentido desde la cruz, junto consigo, al paraíso. No pide ser desclavado como sí lo hacía el otro ladrón en medio de insolencias y blasfemias; no pedía que se aliviasen sus dolores y ni siquiera pedía la muerte para que éstos se terminaran: ¡Oh alma que te dejaste cautivar por el Cordero sufriente!, ¡oh pecador arrepentido que te convertiste en ejemplo de conversión y santa resignación!, aseguras merecer “justamente” tu condena  y defiendes la causa de Jesús[5]; reprochas al impío buscando la compunción de su corazón y le pides a Aquel que vendrá con su reino, simplemente, que se acuerde de ti[6]… y es mucho más lo que consigues.

Jesús está sufriendo como nadie: sostiene su cuerpo llagado y destruido tan sólo con los tres inamovibles clavos; casi no puede respirar; escucha las burlas, los insultos, blasfemias, y como si esto no bastara su alma triste hasta la muerte[7] soporta, además, todos los pecados de todos los hombres y de todos los tiempos. Es en medio de este aberrante tormento que, entre indecibles dolores se levanta, mira con ternura, y con las pocas fuerzas que le van quedando se dirige a este ladrón de su costado para prometerle Él mismo, puerta y llave divina, que “ese mismo día” estarán juntos en el paraíso[8]: Dios misericordioso y pecador arrepentido, porque Dios también se deja conmover de la humildad y fue ésta la que juntamente con la fe del buen ladrón le concedieron “arrebatar el cielo” a un Dios tan bueno que ha enviado a su propio Hijo a ofrecerlo a todos aquellos que quieran aceptarlo. Jesucristo siempre es un desproporcionado con nosotros: desproporción fue elegir a un pobre pescador, sabiendo que lo negaría[9], como administrador de la inefable riqueza del perdón divino y convertirlo en su vicario; desproporción fue renunciar a la defensa de la corte celestial para dejarse clavar por los hombres[10]; desproporción fue hacerse un simple carpintero siendo el Rey de los cielos[11];  desproporción fue venir Él mismo a buscar a quienes rechazaron a Dios… desproporción, así la llamamos nosotros mientras que los ángeles y los santos en el cielo lo llaman amor, amor divino.

La promesa que Jesucristo hiciera a san Dimas hace casi 2000 años sigue “latiendo” en el divino corazón; promesa que trasciende el tiempo mismo para penetrar en la eternidad; promesa que se nos repite “a todos los Dimas”, es decir, a todos aquellos que hemos ofendido a Dios con nuestros pecados; promesa que se cumplirá fielmente en todos aquellos que, reconociendo su maldad y la bondad y realeza de Jesucristo, depositen tan sólo en Él su esperanza. Dimas se convirtió en “san Dimas”, sencillamente por haber confiado en Dios.

Oración: Señor Jesús, que prometes el paraíso al pecador arrepentido, concédeme por favor un corazón compungido y confiado inquebrantablemente en tu misericordia infinita. Que no me deje abatir por mis miserias sino más bien que de ellas aprenda constantemente a levantarme con tu gracia redentora.

Tú que vives y reinas, por los siglos de los siglos. Amén.

 

La tercera palabra

Mujer, ahí tienes a tu hijo… ahí tienes a tu madre

Jn 19, 26-27

 Si mal no recuerdo, es Mons. Fulton Sheen quien dice que “Jesús, cuando ya no le quedaba nada más para darnos, nos dio a María, su Madre”

Jesucristo ya nos había dado sus deseos, puesto que deseaba “ardientemente”[12] comer la pascua y convertirse Él mismo en nuestra pascua; ya nos había dado su amor firmado con tres clavos; ya nos daba su vida terrena que estaba a punto de extinguirse; nos había dado sus palabras de vida eterna[13]; sus milagros[14] para confirmar su misión, su ejemplo para que sigamos sus huellas[15]; su cansancio, sus fatigas y trabajos e inclusive su propia sangre y su perdón: ¿qué más podía darnos este divino sufriente?, pues una sola cosa le quedaba, y lícitamente, pero hasta de ello quiso desprenderse y dárnoslo como cosa propia; es así que nos quiso regalar a su propia madre como Madre Nuestra: ¡oh santísima ofrenda!; cuando todas las mujeres de Israel soñaban con dar a luz al mesías anunciado[16] la Virgen María, en cambio,  acepta tiernamente desprenderse de su amado Hijo y hacerse madre de la humanidad entera redimida por Él, haciéndose así corredentora en esta noble empresa. ¡Oh bendito dechado del amor!, ¡desprendido hasta de aquella que fielmente te acompañó desde que entraste en este mundo hasta que “saliste” de Él!… aunque para regresar para siempre.

Qué doloroso y amante desprendimiento el de Jesucristo, impronta del amor más puro, pues todo verdadero amor implica renuncia y Cristo mismo quiso asumir esta renuncia inclusive hasta regalarnos a María… y el fruto de este amor del Hijo de Dios es que propiamente no pierde a su Madre, sino que la llena de Hijos extendiendo su tierna maternidad a toda la creación.

Ahí tienes a tu Madre”, ¿qué me dicen estas palabras?: que el Hijo eterno del Padre, desde toda la eternidad, se eligió para sí a la creatura más perfecta de todas, la más humilde y santa de las mujeres y la hizo su Madre, pero como su bondad divina nunca se conforma con dar mucho nos lo dio todo y es así que quiso hacernos hijos también de esta Virgen Inmaculada, por la cual ha venido la salvación del mundo; también dicen que es imposible que el hombre esté huérfano en esta tierra pues tiene una buena Madre que lo acompaña siempre en su peregrinar hacia la eternidad; que quien desespera lo hace por no ir a abrazar a la Madre del cielo que al igual que su Hijo espera pacientemente a sus “hijos pródigos”[17] con los brazos abiertos para presentarlos ante el Padre eterno; que desde aquel momento se han creado lazos imborrables entre María santísima y cada uno de sus hijos, pero con una relación de maternidad y filiación del todo particular: María entra así a formar parte integral y fundamental en la vida espiritual del creyente puesto que Jesucristo nos vino por María y es por ella también que nosotros debemos ir a su Hijo.

María santísima nos fue dada por Madre, y nosotros le fuimos dados por hijos: ¿cómo no querer ser cada día menos indignos de tan pura Madre celestial? A María se la debe acoger tierna y filialmente en la morada del alma, como la gracia, pues es la llena de gracia[18] y, por lo tanto, le corresponde reinar junto con su Hijo en los corazones de los hombres.

Oración: oh María santísima, Madre de los dolores, Señora de los cielos y Reina de las almas, recibe sobre tus tiernos brazos a este pobre hijo tuyo pecador que, arrepentido de sus muchos pecados, se abandona a tu siempre maternal protección suplicando a tu purísimo corazón que lo conduzca siempre por los caminos del Padre. Virgen santísima, por la sangre de tu Hijo que tomó de tus entrañas para convertirse en el garante de mi alma, te suplico que “jamás me dejes, ni me dejes que te deje”. Por Jesucristo Nuestro Señor. Amén.

 

La cuarta palabra

Dios mío, Dios mío, ¿Por qué me has abandonado?

Mt 27,46

 Para darnos a conocer hasta dónde llegaron sus sufrimientos por amor a las almas, Jesús deja salir de sus propios labios las palabras más tristes que jamás se hayan podido decir ni con tanto dolor: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”; ¡¿qué más triste que experimentar el abandono de Dios?!, ¿qué más doloroso que sentirse, Jesucristo, Hijo único de Dios, como desterrado del divino seno de su Padre?; ¿qué noche puede decirse más oscura que este día?; ¿qué agonía sino ésta tuvo como protagonista al Siervo sufriente y Varón de dolores[19] anunciado por las Escrituras?; ¿qué soledad se puede llamar mayor que ésta?, ¿qué angustia más terrible?, ¿qué tormentos más crueles?, ¿qué suspiros más profundos?, ¿qué melancolía más intensa?, ¿qué corazón más destrozado?, ¿qué voluntad más inmolada?, y ¿qué sentidos más escarnecidos?

Ni aun si se convirtiera el mundo entero en un árido yermo con un solo habitante podría sentirse éste tan solitario como Jesús, que hasta del consuelo de su Padre quiso privarse para redimir al pecador.

A la luz de este acerbo sufrimiento cabe preguntarse, además ¿acaso es posible dudar siquiera de que Jesucristo puede compadecerse de nuestras miserias?, ¡eso jamás!, ¿acaso un Dios que estuvo dispuesto a sentirse abandonado del Padre abandonará a los pecadores en sus angustias?, ¡imposible! He aquí cómo “arremete” toda la humanidad de Jesucristo para mostrarnos su anonadamiento; he aquí cómo el Verbo eterno se humilló por amor, al punto de experimentar la sola humanidad, débil, aunque paciente, que ante el sacrificio más doloroso de la historia deja escapar esta triste exclamación que fue a la vez tan profunda (pues penetró en la creación entera) que el mismo cielo quiso cubrir con un lúgubre manto de nubes[20]: ¡Dios se ha hecho hombre! Grita la creación, ¡Dios se ha hecho hombre para poder padecer por los hombres!

Después del pecado original, el hombre debió asumir todas las consecuencias de su culpa, comenzando por el destierro del Edén y terminando con la muerte que, a su vez, le negaba la entrada en el paraíso. La Sagrada Escritura pone palabras humanas en boca de Dios, y en esta sencilla reflexión quisiera, con toda reverencia y consciente del abismo existente entre la majestad divina y mi miseria, imaginar que al marcharse Adán y Eva habrán comprendido en sus conciencias que la voz de Dios se hacía sentir de alguna manera que se podría también expresar con palabras: “Adán, ¿por qué me has abandonado?” … y justamente este abandono de Adán –y en él, de todo hombre al pecar- es el que Dios en persona ha venido a redimir, para lo cual no rechazó siquiera asumir la frágil humanidad: el hombre abandonó a Dios y el Hijo hecho hombre experimenta ahora el abandono del Padre para terminar con toda excusa que se pudiera interponer entre el alma y su redención. El Hijo de Dios experimentó por nuestra causa el abandono; y a nosotros nos corresponde imitar el ejemplo de este segundo Adán que siempre caminó bajo la tierna mirada del Padre, a la luz de sus preceptos, y no hacer en cambio como el primero, que abandonó a Dios mediante el pecado.

Dios mío, Dios mío…” dice Jesús para manifestar su total humillación puesto que deja hablar a su agonizante humanidad, pero siempre confiando en el Padre, por eso no le habla en tercera persona sino como quien sabe que el Padre vela por él aun entre la oscuridad… le habla directamente, como quien sabe que es escuchado.

Oración: Oh Jesús mío, Dios y hombre perfecto, que por mi causa experimentaste el sufrimiento hasta sentir el abandono de tu Padre eterno; te suplico que me ayudes a no hacerte sentir el abandono de mi alma alejándose de ti tras el pecado, sino más bien quédate siempre a mi lado y no permitas que me separe de ti.

Tú que vives y reinas, por los siglos de los siglos. Amén.

 

La quinta palabra

Tengo sed

Jn 19,28

       Sabiendo Jesús que ya todas las cosas estaban cumplidas… dice: Tengo sed.” Ciertamente que después de la flagelación, después del extenuante camino hacia el calvario y luego de estar clavado durante horas en la cruz desangrándose, entre crueles espasmos, no resulta extraño que Jesucristo tenga sed, de hecho, daba así cumplimiento una vez más a las Escrituras, puesto que el salmo que comienza con la cuarta palabra reza claramente: “Mi paladar está seco como teja y mi lengua pegada a mi garganta…”[21]. Está sediento, el Hijo de Dios está sediento, pero no es ésta una sed cualquiera, ¡oh, no!, no es tan sólo la necesidad del agua para satisfacer al cuerpo… es mucho más que eso; más que una necesidad es un deseo ardiente de quien “ardientemente” ha deseado comer esta pascua[22], y ardientemente también esperaba su momento triunfal en el madero, y que sólo se comprende con los ojos de la fe: Jesucristo desde siempre, pero sobre todo desde la cruz, tiene una vehemente sed de almas: ¿cómo no tenerla en esta hora culminante de su obra el Buen Pastor que vino a dar la vida por sus ovejas? [23]; ¿cómo no tenerla quien se hizo Camino, Verdad y Vida[24] para quien se hallaba bajo el sello del pecado? Oh misteriosos designios divinos, locura para la sabiduría humana[25], ápice del amor divino para la fe: quien vino a saciar la sed de Dios que tenían los hombres, hombre también se hace y de ellos tiene sed; el que beba del agua que yo le dé, no tendrá sed jamás[26], le dijo a la samaritana, y en ella a todos nosotros y, sin embargo, Él mismo tiene sed; ¡qué gran paradoja, un Dios encarnado y padeciendo por amores!, ¡el Dios de vida, sediento de dar vida!; y es que este es el precio que el amor impuso a quien nos amó primero[27]: saciar nuestra sed de eternidad, la que comenzó al salir del Edén a causa de un desordenado deseo de ser como dioses[28], a cambio de un sacrificio tan grande que implicó la crucifixión del Hijo de Dios que muere sediento de las almas de los hombres que vino a conducir de regreso al redil de su Padre[29].

Al leer la quinta palabra no podemos menos que movernos a compasión. Pero si, en cambio, nos detenemos unos instantes a meditarla se deja traslucir claramente que es más bien una invitación a la acción que se resume en esta sencilla pregunta: ¿acaso tengo derecho a no querer saciar la sed de mi alma que tiene Jesucristo?… y la respuesta es más que evidente.

A partir de este momento podríamos decir que la vida del creyente consiste en realizar de su parte todos los actos que, de alguna manera, tienen la capacidad de ir saciando la sed de Cristo, es decir, todo aquello que contribuya a “irle entregando el alma”: la práctica de las virtudes, las renuncias, el ofrecimiento de nuestros sufrimientos, etc., y todo esto siguiendo el ejemplo del maestro crucificado, es decir, hasta la muerte, hasta que llegue el tiempo de presentarle el alma pidiéndole que la tome para sí como ofrenda generosa y a la vez conquista de su sangre, para saciar en alguna medida su sed, que es sed de almas y sólo con almas se saciará.

Oración: Señor Jesús, Dios y hombre verdadero, sediento de las almas que viniste a conquistar para la eternidad, te ruego que me concedas la gracia de tener un corazón generoso, capaz de darse constantemente a Ti buscando, según mis muchas limitaciones pero movido por una profunda confianza en Ti, aliviar cuanto pueda tu sed, que es deseo ardiente de llevar a tu redil, que es la santa Iglesia, a todos aquellos hombres y mujeres que has amado “insaciablemente” hasta la muerte. Que no te niegue nada Señor mío: ni mis acciones, ni mis pensamientos, ni mi vida, que todo sea tuyo; he ahí tu triunfo, he ahí mi verdadera felicidad.

Tú que vives y reinas por los siglos de los siglos. Amén.

 

La sexta palabra

Todo está consumado

Jn 19,30

 Consumar quiere decir llevar a cabo totalmente algo, terminarlo hasta en los más mínimos detalles. Así, pues, consumar una obra no es otra cosa que terminarla perfectamente. ¿Qué es lo que Jesucristo ha consumado?, pues nada menos que su gran obra, la de venir al mundo a entregar su vida y ofrecerla al Padre en reparación de los pecados de los hombres, alcanzándoles así su redención.

Todo está consumado, porque en Jesucristo se cumplen las Escrituras, Él es el siervo sufriente que, por su obediencia al Padre, se ha convertido en el Defensor vivo del hombre[30], porque ha venido a morir, pero para resucitar y ofrecer resurrección.

Jesucristo no ha venido a abolir la ley ni los profetas[31], sino a dar cumplimiento a los misteriosos designios de salvación, dando con su muerte en la cruz cumplimiento perfecto a las profecías, pues ¿acaso no era necesario que el Cristo padeciera eso para entrar así en su gloria?[32] Jesucristo consuma su paso por la tierra dándonos su vida para volver a tomarla Él mismo después, glorificado, porque Cristo nunca deja las cosas a medias: no se limitó tan sólo a defender a la mujer adúltera arrepentida, sino que además le perdonó sus pecados[33]; no se conformó con alabar la fe de la mujer cananea delante de todos sino que además le aseguró el cumplimiento de lo que pedía[34]; no restringió la salvación tan sólo al pueblo elegido sino que la extendió a todos los hombres que quieran abrazarla; y ahora, en sus últimos momentos de vida mortal, nos manifiesta claramente que no le bastó con el Tabor sino que quiso llegar hasta el Gólgota para, desde allí, atraer a todos hacia Él[35].

Es llamativo encontrar aquí estas palabras con que Jesús se dirige al Padre ofreciéndole toda su obra en favor de las almas y no, por ejemplo, en la Ascensión, ¿Por qué?, ¿acaso no falta aún la resurrección y la segunda venida?, ¿cómo es posible que todo esté consumado en el momento en que se va extinguiendo poco a poco la vida terrena del Cordero de Dios?, y la respuesta es, sencillamente, que justamente en ese mismo momento Jesús comenzaba su triunfo[36], porque la victoria de Jesús está latente en la cruz, donde venció la muerte muriendo, y junto con ella al pecado para enseñarnos que también nuestra vida no podrá jamás decirse triunfante sobre el pecado si no es en la cruz que manifiesta su entrega total, absoluta, es decir, que allí y sólo allí, realmente “todo está consumado”. De la misma manera que no hubiese habido pascua sin el cordero pascual, tampoco hubiese habido redención sin el sacrificio del Cordero de Dios que quita los pecados del mundo [37]y da la vida eterna a sus ovejas, pero esta vida eterna debía ser conquistada mediante este misterioso holocausto llevado a cabo en el Gólgota y sobre el altar santo de la cruz, donde la Víctima perfecta se ofrece plenamente hasta consumirse en ese amor del Padre que tanto amó al mundo[38]

El sacrificio requería un ministro, y éste fue el Sacerdote eterno; exigía una víctima, y ésta fue el mismo Cordero de Dios; necesitaba fuego, y éste fue el fuego del amor divino; y, finalmente, la ofrenda debía consumirse completamente, y ésta fue la vida del Hijo de Dios que se extingue lentamente perfumando eternidad… nada más falta: “Todo está consumado”.

Oración: Oh Jesús mío, Cordero de Dios sin mancha, concédeme la gracia de consumar mi vida a tu servicio; te ruego que escuches mi sencilla súplica y me brindes, por tu infinita misericordia, la triple perseverancia: en la vocación que me has dado, en la gracia que me has concedido, y en el trance final de mi breve paso por este mundo en búsqueda de tu gloria y mi eterna salvación.

Tú que vives y reinas por los siglos de los siglos. Amén.

 

La séptima palabra

Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu

Lc 23,46

  Las primeras palabras que Jesucristo declamó en la cruz fueron dirigidas al Padre y en favor de los hombres. Éstas últimas también se dirigen al Padre, pero esta vez para poner en sus manos la obra que acaba de consumar entregando hasta el último hálito de vida, cerrando así esta especie de “testamento ejemplar”, que se pronunció con palabras humanas pero se escribió con la sangre divina del Hijo… y fue sellado con la aceptación benévola del Padre.

Es muy significativo que Jesús hable aquí de “las manos del Padre”, por toda la riqueza nocional que posee esta realidad aplicada a Dios, espiritual y, por tanto, incorpóreo. Las manos sirven para trabajar, manifiestan poder, fuerza; son capaces de defender y defenderse, de ayudar, de dar… y también de recibir, de aceptar, e inclusive nos ayudan a rezar. A la luz de esta sencilla consideración podríamos notar que Jesucristo se encomienda en las manos divinas del Padre que han sido las mismas que escribieron  la historia de la salvación del hombre: Ellas lo formaron[39], ellas lo protegieron, le enviaron mensajeros para preparar la venida del mesías Redentor[40], ellas acompañaron toda la obra de Cristo desde que entró en este mundo como Hijo del Altísimo[41] para salvarlo, y ahora, en esta hora culminante, son estas mismas manos las que reciben paternalmente el sacrificio del Cordero sin mancha[42], porque las manos de Dios siempre están abiertas, tanto para dar como para recibir, y ¡¿cuánto más para aceptar este santo sacrificio obrado por su Hijo amado, aquel en quien tiene sus complacencias?! [43]

Toda obra puesta en las manos de Dios y según su voluntad produce siempre frutos abundantes y tal es la virtud, la eficacia de la obra redentora de Jesús, que nos alcanzó las llaves de los cielos que con el pecado se habían extraviado, puesto que Jesucristo vino para cumplir la voluntad del Padre[44]  y la llevó a cabo en plenitud.

…“en tus manos encomiendo mi espíritu”… lo único que le quedaba a Jesús era su vida, consagrada toda a pregonar la misericordia infinita del Padre, a ofrecer su perdón a los pecadores, en definitiva, a salvar lo que se había perdido[45]; esta maravillosa vida es la que encomienda con su espíritu en las manos del Padre. Jesús cita el salmo 31 y se lo apropia en este último aliento que le queda para luego expirar triunfantemente en el madero de la cruz, manifestando así que toda su confianza está puesta en el Padre, ya que el versículo termina afirmando: “Tú, el Dios leal, me librarás[46]; leal, porque Dios no puede fallar; libertador, porque ciertamente que librará a su Hijo de la muerte, al igual que a todos aquellos que aprovechen esta sangre redentora que, a partir de este momento, seguirá llamando a las almas junto al seno del Padre hasta el fin de los tiempos. De esta manera la invitación de Jesucristo permanecerá latente mientras permanezca la cruz en el mundo, invitación a encomendarse sin reservas a “las manos del Padre”, cada uno uniendo su cruz a la del Cordero de Dios que desea con ardor compartir su cáliz: copa de eternidad, locura para el mundo, pero sabiduría de Dios y victoria del alma sobre el pecado y sobre la muerte.

Oración: Dios Padre Todopoderoso, te suplico por tu Hijo Jesucristo, que me concedas la gracia de encomendarte la vida sin condiciones ni reservas, sino completamente abandonado a tu santa voluntad y no a mis caprichos. Que te sea fiel hasta la muerte, en la fe que me has brindado, en la enseñanza que me has dejado, en la santa Iglesia que has instituido como madre de las almas, y en el seguimiento de tu Hijo amado, obediente hasta la Cruz.

Tú que vives y reinas por los siglos de los siglos. Amén.

 

El mensaje de Cristo

Algunos dicen que el mensaje de Cristo es el mensaje de la cruz. Hay quienes aseguran que es el amor, y otros afirman que es el de la misericordia de Dios. Debemos decir que estamos de acuerdo absolutamente con esto… con que es un mensaje del amor de Dios, amor que en Dios se identifica con su misericordia y que a tal punto llegó a encenderse que se clavó en una cruz; por lo tanto, todas estas afirmaciones se resumen en el amor.

El amor más perfecto –y propiamente verdadero- es el amor oblativo, es decir, el que se entrega y es capaz de renunciar incluso a la propia vida por aquel a quien ama. Es por esto que aquel amor que nos manifestó el Hijo de Dios hasta entregarse a la cruz por nosotros, no puede ser más grande, puesto que nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos[47]…; y Jesucristo nos hizo sus amigos al momento de reconciliarnos con Dios. No nos referimos aquí, entonces, al amor meramente sensible, imperfecto, sino al amor que llega a negarse completamente en miras al bien del amado. El amor que Jesucristo nos revela es el amor sin límites, crucificado, incondicional, viril, sincero, profundo…, y sólo este amor era capaz de satisfacer por los pecados de todo el género humano, porque implicaba la más absoluta de las entregas, como hemos dicho: la de la vida y, junto con ella, la de la voluntad, es decir, que el sacrificio del amor de Cristo fue completamente libre, porque el amor verdadero está siempre dispuesto al sacrificio y Dios, para perfeccionarlo, lo convirtió Él mismo en sacrificio.

A partir de este momento, a partir de la cruz, ya no hay más excusas para con Dios, pues desde la crucifixión hasta ahora sigue resonando el mensaje del amor de Dios por los hombres, ya que “…tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo unigénito, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna.”[48] Y éste “Hijo amado del Padre” seguirá invitando a cada alma hasta el fin de los tiempos a reconocer que no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos.[49] Puesto que en esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como víctima de expiación por nuestros pecados.[50] Jesucristo es quien nos ha venido a ofrecer el verdadero amor de Dios que desea morar en cada alma que le abra la puerta dispuesta a unirse a Él y a su victoria en la cruz a cambio, tan sólo, de dejarse crucificar también con Él para alcanzar así la gloria imperecedera, que no es otra cosa que la consecuencia lógica del amor de Dios en el alma que lo recibe y de esta manera permite que tome amorosa posesión de ella: he aquí el mensaje de Cristo, el mensaje de la cruz, el mensaje del amor de Dios.

«Antes de iluminar a la inteligencia, el amor se instala en la voluntad; antes de derramarse como conocimiento de connaturalidad, se apodera del alma, la transforma y la une a Dios. Además, entrega el alma a Dios, como instrumento de sus designios, antes incluso o, más bien, al mismo tiempo, que hace del hombre un contemplativo que descubre el amor.

 Unida a Dios y transformada en él, el alma ya no puede separarse de él y le acompaña por todas partes donde la arrastra el peso de la misericordia. Vuelve de nuevo al mundo con Cristo y encuentra en la Iglesia su objeto pleno, Dios y el prójimo. Activa y realizadora, no puede la caridad sino compartir los trabajos de inmolación de Cristo en favor de su Iglesia[51]

A.M.D.G.

 

[1] Cf. Mt 9,13  “Id, pues, a aprender qué significa  Misericordia quiero, que no sacrificio. Porque no he venido a llamar a justos, sino a pecadores”.

[2] Cf. Jn 8, 2-11

[3] Cf. Mt 18, 21-22

[4] Cf. Lc 1,52; Stgo 4,6; 1Pe 5,5

[5] Lc 23,41  “Y nosotros con razón, porque nos lo hemos merecido con nuestros hechos; en cambio éste nada malo ha hecho.”

[6] Lc 23,42  Y decía: “Jesús, acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino.”

[7] Cf. Mc 14,34  Y les dice: “Mi alma está triste hasta la muerte; quedaos aquí y velad.”

[8] Lc 23,43  Jesús le dijo: “Te aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso.”

[9] Cf. Mt 26,75  Y Pedro se acordó de aquello que le había dicho Jesús: “Antes que el gallo cante, me habrás negado tres veces.” Y, saliendo fuera, lloró amargamente.

[10] Cf. Mt 26,53  ¿O piensas que no puedo yo rogar a mi Padre, que pondría al punto a mi disposición más de doce legiones de ángeles?

[11] Cf. Mt 13,55  ¿No es éste el hijo del carpintero? ¿No se llama su madre María, y sus hermanos Santiago, José, Simón y Judas?

12 Cf. Lc 12,15

[13] Jn 6,68  Le respondió Simón Pedro:Señor,  ¿a quién vamos a ir? Tú tienes palabras  de vida eterna”.

[14] Cf. Mt 13,54; Mt 13,58; Mt 21,15; Mc 6,2; etc.

[15] 1Pe 2,21  Pues para esto habéis sido llamados, ya que también Cristo sufrió por vosotros, dejándoos un modelo para que sigáis sus huellas.

[16] Is 7,14  Pues bien, el Señor mismo va a daros una señal: He aquí que una doncella está en cinta y va a dar a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel.

[17] Cf. Lc 15, 11-32, Parábola del “hijo pródigo”.

[18] Cf. Lc 1,28

[19] Is 53,3

[20] Mc 15,33  Llegada la hora sexta, hubo oscuridad sobre toda la tierra hasta la hora nona.

[21] Sal 22,16

[22] Lc 22,15

[23] Cf. Jn 10,11

[24] Cf. Jn 14,6

[25] Cf. 1 Cor 1,23

[26] Jn 4, 14

[27] Cf. 1Jn 4,19

[28] Cf. Gén 3,5

[29] Cf. Jn 10,16

[30] Cf. Job 19,25

[31] Cf. Mt 5,17

[32] Lc 24,26

[33] Jn 8,11

[34] Cf. Mt 15,28

[35] Cf. Jn 12, 32

[36] San Alberto Hurtado, La  búsqueda de Dios, Las virtudes viriles pp. 50-56.

[37] Cf. Jn 1,29

[38] Jn 3,16  “Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna”.

[39] Cf. Gén 1,26 y sgts.

[40] Cf. Jer 29,19

[41] Lc 1,35  “El ángel le respondió: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo y se le llamará Hijo de Dios.”

[42] Cf. Lev 9,3; 23,12; Núm 6,14; Ez 46,13; etc.

[43] Cf. Mt 17,5

[44] Cf. Lc 22,42

[45] Mt 18,11

[46] Sal 31,6

[47] Jn 15,13

[48] Jn 3,16

[49] Hch 4,12

[50] 1Jn 4,10

[51] P. María Eugenio del Niño Jesús, Quiero ver a Dios, Èditions du Carmel, 4ª ed. Pág. 773

Romance sobre los votos en general

Siguiendo las Constituciones, Parte 4, Artículo 1

P. Gonzalo Arboleda, IVE.

 

Tres votos nos ha entregado

Su Divina Majestad

Para por ellos tender

A perfecta caridad.

Y tanto bien es pa’l alma

Vivir según estos votos

Que no hay camino más recto

Al cielo, ni lo hay más corto.

Consideremos, por tanto

Los votos y su sentido

Para mejor apreciar

Lo que Dios ha concedido.

Y para hacerlo, propongo

Con la bondad del Señor

Usar aquel texto hermoso

Que nos diera el Fundador.

En primer lugar, digamos

Que la vida religiosa

Extraerá del bautismo

Su gracia la más copiosa.

Pues en el mismo morimos

Pa’ vivir resucitados;

Los votos, que son más muerte

Dan más vida al consagrado.

Segunda cosa: los votos

Son un martirio incruento

no se derrama la sangre

Pero se derrama el ego.

Pues como dijo el Gregorio

Con su habitual elocuencia

Con la espiritual espada

Matamos concupiscencias.

Si el mártir se va pa’l cielo

Al instante de su muerte

Al religioso inmolado

No le tocará otra suerte.

Siguiendo con lo tercero

Se debe bien destacar

Que la vida religiosa

Es holocausto sin par.

Holocausto significa

La victima abrasada

En el fuego consumida

Y de ella no queda nada.

Así pues, la religiosa

Por los tres votos entrega

Los tres bienes que más ama

Y no queda nada de ella.

Por la pobreza, la herencia

Por la castidad, el cuerpo

Por la obediencia consagro

Sin duda lo que más quiero;

La libertad, el albedrío

La autonomía, el yo

Así el religioso queda

Toda una cosa de Dios.

Que, de hecho, nos lleva al cuarto

Punto de este discurso:

El religioso es sagrado;

No se pertenece, es Suyo.

Sagrado por “consagrado”,

Separado pa’l Tres-Santo;

De aquí se desprende dicha

Pa’ unos, y pa’ otros llanto.

Porque el que por el pecado

De Dios profanara el templo,

A su crimen desgraciado

Aumentará sacrilegio.

Para avanzar el discurso

Y cabalmente entender

La doctrina espiritual

Conviene ahora rever.

Ahora bien, recordemos:

Son tres las inclinaciones

Que heredamos del pecado

De los primogenitores.

El deseo de la carne,

El deseo de los ojos,

La soberbia de la vida;

Las tres te quieren de hinojos.

Que corresponden precisas

A la tentación que el diablo

Le sugirió a Jesucristo

Y que Él venció cómo sabio.

Y las tres concupiscencias

¡Con los votos anulamos!

No sólo con profesarlos

Sino si los practicamos.

Habiendo ya resumido

Los votos en general

Dejemos para otro día

Se estudio en particular.

Y dando fin al discurso

A ti, María, me dirijo

Para suplicar me alcances

La gracia que necesito.

Y no confiando en mí mismo

Sino sólo en tu bondad,

Renuevo hoy mi obediencia

Mi pobreza y castidad,

Y ser siempre yo tu esclavo

Y verte siempre de Madre

Para gloria del Tres-Santo:

Espiritu, Hijo, y Padre.

 

 

 

 

 

 

La cruz y el misionero

(Poesía religiosa)

P. Jason Jorquera M., IVE

I

No se planta la semilla

sin romper antes el suelo;

no se pesca sin anzuelo,

ni se forma la gavilla

si primero no se trilla

con esfuerzo y con sudores,

despreciando los dulzores

con espíritu austero,

como lo hace el misionero

tras celestes amores.

II

Porque el alma que se entrega

al servicio del Dios bueno

por el bien se va de lleno

pero sólo si se niega

a sí misma, mientras riega

con renuncias su misión,

estrechando así la unión

con el Dueño de la mies

que le pide sin doblez

darse entera, sin fracción;

III

Es por eso que el quiera

abrazar la noble empresa

del apóstol que no cesa

de luchar y hacer la guerra

al pecado y su bandera,

no pretenda la conquista

si en las cruces no se alista

con el alma bien briosa,

decidida y generosa

de sufrir lo que la embista…

IV

De las cruces la primera

es aquella que va dentro:

la que quiere ser el centro

y sin cansancio persevera

bien atenta, como fiera,

siendo espina que ha mellado

la existencia del creado

para amar y no lo deja,

como el mal que siempre aqueja:

es la herida del pecado.

V

Pero, aunque haya un aguijón

que acompañe la existencia

no por eso la exigencia

de esta noble vocación

retrocede, y con tesón

se dispone hasta el suplicio

si lo pide el Dios del juicio,

del amor y la piedad,

que establece su amistad

bajo el plan del sacrificio;

VI

Sacrificio generoso,

voluntario y sin sayón

más que el propio corazón

que se ofrece bien celoso

de la gloria del Esposo,

al que sigue en la vigilia

y en la pena que concilia

el afán de misionar

y el pesar de abandonar

a su patria y su familia.

VII

Luego vienen los dolores

que en silencio va llevando

el que vive cultivando

las razones superiores,

misteriosos bienhechores

que combaten el orgullo

con firmeza y sin barullo,

demostrándole al alma

que sólo reina la calma

si renuncia a lo que es suyo;

VIII

Los dolores escondidos

que conoce sólo el Cielo,

como el grande desconsuelo

de saberse incomprendido,

o quedarse confundido

por la falta de respuesta

del rebaño que le cuesta

oración y penitencia,

juntamente con paciencia,

tan probada como expuesta.

IX

Además, en la misión,

siempre hay lobo si hay cordero,

por lo cual el misionero

no está exento de aluvión,

y hasta la persecución

puede ser su compañera

si el Eterno permitiera

que golpeara su puerta;

y por eso estar alerta

nunca es opción somera…

X

¿Qué es lo que hace al consagrado,

sin embargo, ser feliz?;

¿qué razón le da el matiz

de una dicha que ha empezado

al momento que el arado

tomó firme, con sus manos,

dejando casa y hermanos

sin querer mirar atrás?;

justamente aquella Faz

de designios arcanos;

XI

Es feliz el misionero

pues la fe le da la luz

para hallar allí en la Cruz

al Señor que lo hizo obrero

de su mies y amó primero;

cruz que ahora le comparte

pues allí se hizo el arte

del amor crucificado

-el más grande y acendrado-,

que hoy se ha vuelto su baluarte.

 

 

“Yo tampoco lo entiendo”

Recitado a la vida monástica

P. Jason Jorquera Meneses, IVE.

I

¿Cómo se entiende esta vida

-me preguntaba un amigo-,

que pone a Dios por testigo

de una existencia escondida

lo más que pueda, y decida

cerrarle al mundo la puerta;

al tiempo que desconcierta

la inclinación natural

de ceder cuando acecha el mal

o si arrecia la tormenta?

II

Y entonces me puse a pensar:

¿por qué Dios me habrá llamado?;

no por virtuoso probado

ni por ser muy ejemplar;

y tampoco por destacar

en piedad o devoción,

si más bien siempre fui bufón

y sin importarme mucho

de prudencia no ser ducho

cuando andaba de burlón.

III

Y así, comencé a indagar

otras posibles razones;

y mientras más reflexiones

menos podía encontrar

de mérito singular

para ser un elegido,

de aquellos pocos que han sido

apartados del mundo,

para vivir un fecundo

morir de la cruz prendido.

IV

¿Por qué escoger soledades?,

¿por qué huir de los hombres?,

¿por qué despreciar renombres,

aplausos y suavidades?

Oh, misteriosas verdades

que Dios mismo va tejiendo

en el alma poniendo

por su cuenta una elección,

cuya última intención

sólo Él sabe… y yo no entiendo.

V

Pues nunca se podrá entender

que a la simple creatura

el Amor sin mesura

la quiera consigo traer

de cerca, para esconder

en ella una vocación

de silencio y oración,

en favor del mundo entero,

recompensando al obrero

con su propia dilección.

VI

Qué antinomia tan oscura

por un lado, y por otro, luz:

oscura, porque en la cruz

sabe encontrar dulzura;

luminosa, porque cura

la ceguera del corazón

herido de cerrazón

por la culpa del pecado;

pero ahora renovado

por el Autor de la elección.

VII

Un silencio misterioso

para oír mejor la voz

del que invita a andar en pos

de su ejemplo bien copioso

de virtudes, y un ganoso

deseo de santidad,

cimentado en la humildad

de un pasar desapercibido,

cuanto pueda el que ha asumido

esta vida de piedad;

VIII

Oculto en el monasterio,

y viviendo agradecido

de que Dios le haya pedido

abrazar su magisterio

de amor, tomando en serio

el despojo y la renuncia,

el monje sereno anuncia

cuánto vale la pena

esta vida que refrena

al tentador que se pronuncia.

IX

Convertir en oración

la jornada, es sentencia

labradora de la esencia

monástica y arpón

contra el mal y su aguijón;

al mismo tiempo que aliento

que aferra a la Vid el sarmiento

mientras su unión se estrecha,

preparando la cosecha

que dará del uno el ciento.

X

El monje es trigo que muere

combatiendo firme, a diario,

todo afecto contrario

a la virtud que tanto quiere

alcanzar, por eso adhiere

su voluntad a la del Cielo,

despreciando hasta el consuelo

-si lo aleja del camino-

que le trazó el Divino

pa’ emprender junto a Él el vuelo.

XI

En esta entrega completa

de la propia libertad

no hay lugar a flojedad

porque la Gloria es la meta

que mantiene al alma inquieta,

trabajando sin parar

por llegar a conquistar,

en el ocaso de su vida,

la tierra prometida

al que se ocupa en amar.

XII

La vida contemplativa

no se entiende humanamente,

pues su razón y su fuente

es sólo un Dios que cautiva

la existencia; y que motiva

al corazón que eligió

para seguirlo, y apartó

por un designio secreto,

que mantiene discreto

hasta el final que Él trazó.

Como las flores del campo

Vivir sólo para Dios

P.  Alfonso Torres, S.J.

Las flores del campo viven y mueren sólo para Dios

Las flores que nosotros cultivamos nacen, crecen y mueren para recreo de las creaturas, mientras que las flores del campo nacen, crecen y mueren sólo para Dios. ¡Cuántas de esas flores no sentirán posarse sobre ellas una mirada humana! Sólo Dios las ve, sólo Dios goza de su hermosura, sólo Dios, por decirlo así, aspira sus perfumes.

 Esas florecillas perdidas en la inmensidad de los campos, lejos de los poblados, que los ojos humanos no descubren, que no tienen más fin que dar gloria a Dios, que celan las galas de su hermosura para que únicamente recreen los ojos divinos. Se desliza la existencia humilde de esas florecillas entre idilios y tragedias, según reciban un rocío bienhechor o una mortífera helada, pero siempre sin testigos humanos que las admiren ni las compadezcan.

La flor del campo es imagen del perfecto abandono. Fíjense en una de esas florecillas insignificantes que nacen en cualquier parte, en las hendiduras de una roca o en un valle, en la ladera de un monte o en un páramo. Están expuestas a todas las inclemencias y rigores del clima, a soles, vientos y tempestades, sin la menor defensa. Tampoco mitiga nadie la pobreza o dureza del suelo en que nacen; están completamente abandonadas al cuidado de la Providencia, que les sostiene la vida y les da hermosura, sin que con artificios la procuren. Ya en el Evangelio, cuando el Señor quiso recomendarnos el abandono en manos del Padre Celestial, escogió precisamente el ejemplo de los lirios de los valles, que ni hilan ni se afanan, y a los que, sin embargo, viste Dios de hermosura. Las flores del campo son flores de martirio, porque son flores expuestas a vendavales: lo mismo sufren un día un sol abrasador que una lluvia torrencial; lo mismo viven en las horas sosegadas que en las que se desatan los más recios vendavales; alzan su corola al Padre celestial para que haga con ellas lo que quiera, lo que les conviene; que las cubra el rocío o la escarcha, el sol o la lluvia, es igual; esa entrega, ese abandono a la Providencia del Señor para que Él pueda hacer enteramente lo que quiera de ellas, sin que se encojan por el temor de que Dios haga eso o lo otro, sin que reserven sus perfumes, nada de esto.

Llega un día, señalado por Él, en que termina su paso por el mundo. Mueren, y como no han lucido para nadie y no se las ha visto hacer grandes cosas, como han sido así insignificantes, cualquiera diría que su vida ha sido inútil, que no ha servido para nada. Pero, por una divina paradoja, estas almas han hecho el apostolado más fecundo en la Iglesia de Dios, y su apostolado fructifica antes o después, como florecimiento espléndido de vida espiritual y de innumerables bienes espirituales para nuestras almas.

También nosotros somos florecillas del campo

Cristo Jesús es la más bella flor que ha brotado en el campo de este mundo, flor cuya belleza es sobre toda ponderación; y toda su vida vivió como esas flores del campo, abandonado a la voluntad del Padre en el grado más perfecto. Pero donde este abandono de la flor divina llegó a lo sumo fue en el Calvario. Plantada allí, en la más ingrata de las tierras, expuesta a los furores de la tempestad más violenta que vieron los siglos, se abre su corola por completo hacia el cielo, exhalando sus más exquisitos perfumes, abandonándose al huracán furioso, sin cuidarse de otra cosa que de agradar a su Padre celestial.

Así hemos de ser nosotros también, florecillas del campo. Abandonándonos a la Providencia de Dios. Él sabe las condiciones de la tierra en que nos ha plantado, Él es quien envía los vientos y las tempestades que quizás combaten nuestra flor. Dejémosle hacer, aunque sintamos la ingratitud de la tierra, de las creaturas y el calor resecante de las pasiones. Dejémosle hacer, abandonándonos a sus cuidados sin afanes propios, como flores del campo, sin otra solicitud que abrir nuestra corola hacia lo alto y ofrecer nuestro aroma de adoración siempre y en todo.

El mejor apostolado es el que ejercen las flores del campo esparciendo, aunque el mundo no se entere, sus aromas, esparciendo el olor de Jesucristo sobre la tierra.

San Joaquín y santa Ana: por los frutos se conoce el árbol

Solemnidad de san Joaquín y santa Ana,

nuestra gran fiesta.

 

Queridos hermanos:

En este día tan importante para nosotros, monjes del Monasterio de la Sagrada Familia, lugar que resguarda los cimientos de la casa de san Joaquín y santa Ana, podemos considerar varios aspectos acerca de los padres de la Virgen María a la luz de la tradición, algunos textos de los santos, o los datos del evangelio apócrifo de Santiago (donde encontramos, por ejemplo, sus nombres).

En esta oportunidad, quisiéramos referirnos brevemente a tres de ellos:

En primer lugar, siguiendo la idea de san Juan Damasceno, como el árbol se conoce por sus frutos, podemos estar seguros de la santidad de los padres de María santísima, ya que, en palabras del santo: “Toda la creación os está obligada, ya que por vosotros ofreció al Creador el más excelente de todos los dones, a saber, aquella madre casta, la única digna del Creador.” Así como el Hijo de Dios debía nacer de un vientre purísimo, de la misma manera aquella que lo recibiría en el mundo en su vientre fue preparada desde toda la eternidad tanto por el eterno designio fuera del tiempo, como por la santidad de sus padres en la tierra, la cual fue probada con la “paciencia”, ya que fue recién en su vejez y luego de muchas plegarias que pudieron ser padres de tan excelsa niña; y por esta misma razón fue una santidad probada con la confianza en Dios y el santo abandono a su divina voluntad; por eso, dice también el Damasceno de los abuelos del Señor: “Con vuestra conducta casta y santa, ofrecisteis al mundo la joya de la virginidad, aquella que había de permanecer virgen antes del parto, en el parto y después del parto; aquella que, de un modo único y excepcional, cultivaría siempre la virginidad en su mente, en su alma y en su cuerpo.”

En segundo lugar, san Joaquín y santa Ana fueron el instrumento por el cual la Virgen, ya desde niña, aprendió la maternidad que posteriormente se extendería a toda la humanidad, es decir, que fueron el primer ejemplo de lo que implica realmente ser madre o padre. Decía san Juan Pablo II: “La figura de Santa Ana, en efecto, nos recuerda la casa paterna de María, Madre de Cristo. Allí vino María al mundo, trayendo en Sí el extraordinario misterio de la Inmaculada Concepción. Allí estaba rodeada del amor y la solicitud de sus padres Joaquín y Ana. Allí «aprendía» de su madre precisamente, de Santa Ana, a ser madre… Así, pues, cuando como «herederos de la promesa» divina (cf. Gál 4, 28. 31), nos encontramos en el radio de esta maternidad y cuando sentimos de nuevo su santa profundidad y plenitud, pensamos entonces que fue precisamente Santa Ana la primera que enseñó a María, su Hija, a ser Madre”. Es decir, que, en san Joaquín y santa Ana, la Virgen conoció desde su infancia lo que implica el rol de los padres respecto a sus hijos: preocupación por ellos, renuncia, sacrificio, dolor de sus males y alegría de sus bienes; consuelo, compromiso y todo esto sin condiciones, porque así son las buenas madres, con un amor que no sabe de límites y no duda en olvidarse de sí con tal de beneficiar, especialmente el alma, de los hijos.

En tercer lugar, análogamente al Precursor, los santos padres de la Virgen son ejemplo de abandono absoluto a la voluntad de Dios, en concreto, a la misión para la cual el Altísimo los tenía destinados. Porque, así como el Bautista debía señalar al Cordero de Dios que quita el pecado del mundo y luego dar un paso atrás, así también estos ancianos, hacia el ocaso de su vida ofrecieron a la Madre de Dios y de la Iglesia, desapareciendo luego humildemente, pues aquella había sido su misión y la aceptaron y cumplieron cuando Dios lo quiso, encontrando allí su santificación y posterior premio en la eternidad.

En este día en que celebramos la memoria de los abuelos de nuestro Señor Jesucristo y padres de María santísima, a ellos les pedimos que nos alcancen la gracia de abrazar la voluntad de Dios, al tiempo que Él quiera y de la manera que nos la muestre, para asemejarnos así a aquella que más que nadie agradó al Padre del Cielo con su santo abandono y su humildad.

Ave María Purísima.

P. Jason.

“Oración: camino de la unión con Dios”

“¿Quién es este de quien oigo tales cosas?”
Era la pregunta de Herodes acerca de nuestro Señor Jesucristo y tenía ganas de verlo, así como tantos otros que poco a poco se iban enterando de su fama y sus prodigios… Ciertamente que esta pregunta podría tener una respuesta muy sencilla: “el Hijo de Dios que bajó del cielo para rescatarnos”, pero para nosotros, esa respuesta, es mucho más profunda y sólo se responde y profundiza poco a poco mediante nuestra vida de oración, que es el gran medio para ir conociendo más y más a Dios y a nosotros mismos con todas las consecuencias que este conocimiento implica.
Escribía el P. Hurtado: “Nosotros no somos sino discípulos y pecadores. ¿Cómo podremos realizar el plan divino, si no detenemos con frecuencia nuestra mirada sobre Cristo y sobre Dios? Nuestros planes, que deben ser parte del plan de Dios, deben cada día ser revisados, corregidos. Esto se hace sobre todo en las horas de calma, de recogimiento, de oración… El equilibrio de las vidas apostólicas sólo puede obtenerse en la oración. Los santos guardan el equilibrio perfecto entre una oración y una acción que se compenetran hasta no poder separarse, pero todos ellos se han impuesto horas, días, meses en que se entregan a la santa contemplación. ¿Por qué?, porque la oración es la puerta de la unión con Dios.”
Cada vez que rezamos, cada vez que nos ponemos frente al sagrario o frente a la custodia, o inclusive cuando rezamos las oraciones de la noche y de la mañana; cada vez que elevamos a Dios nuestra oración nos encontramos ante Él tal cual somos. Para Dios no existen las caretas ni los disfraces, Él contempla nuestra alma tal cual es y así también nos invita a contemplarnos. En la oración aprendemos a conocer a Dios y a nosotros mismos iluminados por su luz: la luz de la fe.
En la oración es donde realmente vamos aprendiendo cada vez más a respondernos quién es Jesucristo, pero especialmente “quién es para nosotros, aquí y ahora en nuestras vidas”; y así ir aprendiendo también las consecuencias de este conocimiento que comienza con la fe. Y para este propósito, conviene mencionar brevemente algunos de los beneficios que comporta nuestra oración bien hecha:
La oración…
– Fortalece las convicciones que nos da la fe y robustece las decisiones de trabajar y sufrir por amor a Dios. Todo creyente debe buscar momentos de oración para estar a solas con Aquel que sabemos que nos ama. Los novios, por ejemplo, quieren estar juntos continuamente; se llaman, se escriben, se juntan para estar a solas y conversar, reír, tal vez llorar, etc.; cuánto más el corazón creyente debe buscar momentos de trato a solas con Dios. Es luz que precede, orienta e ilumina el camino de unión con el Amado.
– La oración es el ejercicio mismo de la vida espiritual, es decir, que guiará nuestra santificación y removerá los obstáculos que estorban al alma que quiere ir en pos de Dios. Para lo cual es importante enriquecer nuestra oración mediante el estudio y las buenas lecturas, especialmente la Palabra de Dios, que es alimento de la oración, así como las obras su fruto.
– La oración es, además, el termómetro de nuestra vida espiritual. Esto significa que nuestra vida espiritual es reflejo de nuestro trabajo en la oración: si la vida espiritual no anda bien, se va enfriando el fervor y aminorando los santos propósitos, significa que estamos fallando en la oración; pero así también es muy cierto que podemos elevarnos nuevamente intensificando nuestro trato con Dios y dedicándonos a amarlo primero y ante todo, y en Él a los demás, de tal manera que será Él mismo quien se encargue de guiarnos por sus designios de santidad.
Conocida es la definición de la oración de Santa Teresa: “un tratar de amistad muchas veces a solas con quien sabemos que nos ama”: cada momento de oración es actualización del amor de Dios con nuestra alma, es decir, un intercambio entre dos amores, pues el alma que cuenta con la gracia, que es de naturaleza divina, está habilitada para una penetración recíproca, mutua, entre su amor a Dios y el amor de Dios por ella, y este amor es, por tanto, sobrenatural.
¿Cuál es, en definitiva, la finalidad de la oración en cada uno de nosotros? La unión del alma con Dios en esta vida según el amor que el alma le profese. El alma sin oración es como un cuerpo tullido, que no puede caminar ni progresar… en cambio, el alma que reza, se une a Dios, aprende a amar, a no negarle nada a Dios, y produce siempre abundantes frutos de santidad.
Pidamos constantemente a María santísima, nuestro modelo maternal de unión con Dios, la gracia de ser sinceramente almas de oración.
P. Jason.