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La cruz y el misionero

(Poesía religiosa)

P. Jason Jorquera M., IVE

I

No se planta la semilla

sin romper antes el suelo;

no se pesca sin anzuelo,

ni se forma la gavilla

si primero no se trilla

con esfuerzo y con sudores,

despreciando los dulzores

con espíritu austero,

como lo hace el misionero

tras celestes amores.

II

Porque el alma que se entrega

al servicio del Dios bueno

por el bien se va de lleno

pero sólo si se niega

a sí misma, mientras riega

con renuncias su misión,

estrechando así la unión

con el Dueño de la mies

que le pide sin doblez

darse entera, sin fracción;

III

Es por eso que el quiera

abrazar la noble empresa

del apóstol que no cesa

de luchar y hacer la guerra

al pecado y su bandera,

no pretenda la conquista

si en las cruces no se alista

con el alma bien briosa,

decidida y generosa

de sufrir lo que la embista…

IV

De las cruces la primera

es aquella que va dentro:

la que quiere ser el centro

y sin cansancio persevera

bien atenta, como fiera,

siendo espina que ha mellado

la existencia del creado

para amar y no lo deja,

como el mal que siempre aqueja:

es la herida del pecado.

V

Pero, aunque haya un aguijón

que acompañe la existencia

no por eso la exigencia

de esta noble vocación

retrocede, y con tesón

se dispone hasta el suplicio

si lo pide el Dios del juicio,

del amor y la piedad,

que establece su amistad

bajo el plan del sacrificio;

VI

Sacrificio generoso,

voluntario y sin sayón

más que el propio corazón

que se ofrece bien celoso

de la gloria del Esposo,

al que sigue en la vigilia

y en la pena que concilia

el afán de misionar

y el pesar de abandonar

a su patria y su familia.

VII

Luego vienen los dolores

que en silencio va llevando

el que vive cultivando

las razones superiores,

misteriosos bienhechores

que combaten el orgullo

con firmeza y sin barullo,

demostrándole al alma

que sólo reina la calma

si renuncia a lo que es suyo;

VIII

Los dolores escondidos

que conoce sólo el Cielo,

como el grande desconsuelo

de saberse incomprendido,

o quedarse confundido

por la falta de respuesta

del rebaño que le cuesta

oración y penitencia,

juntamente con paciencia,

tan probada como expuesta.

IX

Además, en la misión,

siempre hay lobo si hay cordero,

por lo cual el misionero

no está exento de aluvión,

y hasta la persecución

puede ser su compañera

si el Eterno permitiera

que golpeara su puerta;

y por eso estar alerta

nunca es opción somera…

X

¿Qué es lo que hace al consagrado,

sin embargo, ser feliz?;

¿qué razón le da el matiz

de una dicha que ha empezado

al momento que el arado

tomó firme, con sus manos,

dejando casa y hermanos

sin querer mirar atrás?;

justamente aquella Faz

de designios arcanos;

XI

Es feliz el misionero

pues la fe le da la luz

para hallar allí en la Cruz

al Señor que lo hizo obrero

de su mies y amó primero;

cruz que ahora le comparte

pues allí se hizo el arte

del amor crucificado

-el más grande y acendrado-,

que hoy se ha vuelto su baluarte.

 

 

“Yo tampoco lo entiendo”

Recitado a la vida monástica

P. Jason Jorquera Meneses, IVE.

I

¿Cómo se entiende esta vida

-me preguntaba un amigo-,

que pone a Dios por testigo

de una existencia escondida

lo más que pueda, y decida

cerrarle al mundo la puerta;

al tiempo que desconcierta

la inclinación natural

de ceder cuando acecha el mal

o si arrecia la tormenta?

II

Y entonces me puse a pensar:

¿por qué Dios me habrá llamado?;

no por virtuoso probado

ni por ser muy ejemplar;

y tampoco por destacar

en piedad o devoción,

si más bien siempre fui bufón

y sin importarme mucho

de prudencia no ser ducho

cuando andaba de burlón.

III

Y así, comencé a indagar

otras posibles razones;

y mientras más reflexiones

menos podía encontrar

de mérito singular

para ser un elegido,

de aquellos pocos que han sido

apartados del mundo,

para vivir un fecundo

morir de la cruz prendido.

IV

¿Por qué escoger soledades?,

¿por qué huir de los hombres?,

¿por qué despreciar renombres,

aplausos y suavidades?

Oh, misteriosas verdades

que Dios mismo va tejiendo

en el alma poniendo

por su cuenta una elección,

cuya última intención

sólo Él sabe… y yo no entiendo.

V

Pues nunca se podrá entender

que a la simple creatura

el Amor sin mesura

la quiera consigo traer

de cerca, para esconder

en ella una vocación

de silencio y oración,

en favor del mundo entero,

recompensando al obrero

con su propia dilección.

VI

Qué antinomia tan oscura

por un lado, y por otro, luz:

oscura, porque en la cruz

sabe encontrar dulzura;

luminosa, porque cura

la ceguera del corazón

herido de cerrazón

por la culpa del pecado;

pero ahora renovado

por el Autor de la elección.

VII

Un silencio misterioso

para oír mejor la voz

del que invita a andar en pos

de su ejemplo bien copioso

de virtudes, y un ganoso

deseo de santidad,

cimentado en la humildad

de un pasar desapercibido,

cuanto pueda el que ha asumido

esta vida de piedad;

VIII

Oculto en el monasterio,

y viviendo agradecido

de que Dios le haya pedido

abrazar su magisterio

de amor, tomando en serio

el despojo y la renuncia,

el monje sereno anuncia

cuánto vale la pena

esta vida que refrena

al tentador que se pronuncia.

IX

Convertir en oración

la jornada, es sentencia

labradora de la esencia

monástica y arpón

contra el mal y su aguijón;

al mismo tiempo que aliento

que aferra a la Vid el sarmiento

mientras su unión se estrecha,

preparando la cosecha

que dará del uno el ciento.

X

El monje es trigo que muere

combatiendo firme, a diario,

todo afecto contrario

a la virtud que tanto quiere

alcanzar, por eso adhiere

su voluntad a la del Cielo,

despreciando hasta el consuelo

-si lo aleja del camino-

que le trazó el Divino

pa’ emprender junto a Él el vuelo.

XI

En esta entrega completa

de la propia libertad

no hay lugar a flojedad

porque la Gloria es la meta

que mantiene al alma inquieta,

trabajando sin parar

por llegar a conquistar,

en el ocaso de su vida,

la tierra prometida

al que se ocupa en amar.

XII

La vida contemplativa

no se entiende humanamente,

pues su razón y su fuente

es sólo un Dios que cautiva

la existencia; y que motiva

al corazón que eligió

para seguirlo, y apartó

por un designio secreto,

que mantiene discreto

hasta el final que Él trazó.

Como las flores del campo

Vivir sólo para Dios

P.  Alfonso Torres, S.J.

Las flores del campo viven y mueren sólo para Dios

Las flores que nosotros cultivamos nacen, crecen y mueren para recreo de las creaturas, mientras que las flores del campo nacen, crecen y mueren sólo para Dios. ¡Cuántas de esas flores no sentirán posarse sobre ellas una mirada humana! Sólo Dios las ve, sólo Dios goza de su hermosura, sólo Dios, por decirlo así, aspira sus perfumes.

 Esas florecillas perdidas en la inmensidad de los campos, lejos de los poblados, que los ojos humanos no descubren, que no tienen más fin que dar gloria a Dios, que celan las galas de su hermosura para que únicamente recreen los ojos divinos. Se desliza la existencia humilde de esas florecillas entre idilios y tragedias, según reciban un rocío bienhechor o una mortífera helada, pero siempre sin testigos humanos que las admiren ni las compadezcan.

La flor del campo es imagen del perfecto abandono. Fíjense en una de esas florecillas insignificantes que nacen en cualquier parte, en las hendiduras de una roca o en un valle, en la ladera de un monte o en un páramo. Están expuestas a todas las inclemencias y rigores del clima, a soles, vientos y tempestades, sin la menor defensa. Tampoco mitiga nadie la pobreza o dureza del suelo en que nacen; están completamente abandonadas al cuidado de la Providencia, que les sostiene la vida y les da hermosura, sin que con artificios la procuren. Ya en el Evangelio, cuando el Señor quiso recomendarnos el abandono en manos del Padre Celestial, escogió precisamente el ejemplo de los lirios de los valles, que ni hilan ni se afanan, y a los que, sin embargo, viste Dios de hermosura. Las flores del campo son flores de martirio, porque son flores expuestas a vendavales: lo mismo sufren un día un sol abrasador que una lluvia torrencial; lo mismo viven en las horas sosegadas que en las que se desatan los más recios vendavales; alzan su corola al Padre celestial para que haga con ellas lo que quiera, lo que les conviene; que las cubra el rocío o la escarcha, el sol o la lluvia, es igual; esa entrega, ese abandono a la Providencia del Señor para que Él pueda hacer enteramente lo que quiera de ellas, sin que se encojan por el temor de que Dios haga eso o lo otro, sin que reserven sus perfumes, nada de esto.

Llega un día, señalado por Él, en que termina su paso por el mundo. Mueren, y como no han lucido para nadie y no se las ha visto hacer grandes cosas, como han sido así insignificantes, cualquiera diría que su vida ha sido inútil, que no ha servido para nada. Pero, por una divina paradoja, estas almas han hecho el apostolado más fecundo en la Iglesia de Dios, y su apostolado fructifica antes o después, como florecimiento espléndido de vida espiritual y de innumerables bienes espirituales para nuestras almas.

También nosotros somos florecillas del campo

Cristo Jesús es la más bella flor que ha brotado en el campo de este mundo, flor cuya belleza es sobre toda ponderación; y toda su vida vivió como esas flores del campo, abandonado a la voluntad del Padre en el grado más perfecto. Pero donde este abandono de la flor divina llegó a lo sumo fue en el Calvario. Plantada allí, en la más ingrata de las tierras, expuesta a los furores de la tempestad más violenta que vieron los siglos, se abre su corola por completo hacia el cielo, exhalando sus más exquisitos perfumes, abandonándose al huracán furioso, sin cuidarse de otra cosa que de agradar a su Padre celestial.

Así hemos de ser nosotros también, florecillas del campo. Abandonándonos a la Providencia de Dios. Él sabe las condiciones de la tierra en que nos ha plantado, Él es quien envía los vientos y las tempestades que quizás combaten nuestra flor. Dejémosle hacer, aunque sintamos la ingratitud de la tierra, de las creaturas y el calor resecante de las pasiones. Dejémosle hacer, abandonándonos a sus cuidados sin afanes propios, como flores del campo, sin otra solicitud que abrir nuestra corola hacia lo alto y ofrecer nuestro aroma de adoración siempre y en todo.

El mejor apostolado es el que ejercen las flores del campo esparciendo, aunque el mundo no se entere, sus aromas, esparciendo el olor de Jesucristo sobre la tierra.

San Joaquín y santa Ana: por los frutos se conoce el árbol

Solemnidad de san Joaquín y santa Ana,

nuestra gran fiesta.

 

Queridos hermanos:

En este día tan importante para nosotros, monjes del Monasterio de la Sagrada Familia, lugar que resguarda los cimientos de la casa de san Joaquín y santa Ana, podemos considerar varios aspectos acerca de los padres de la Virgen María a la luz de la tradición, algunos textos de los santos, o los datos del evangelio apócrifo de Santiago (donde encontramos, por ejemplo, sus nombres).

En esta oportunidad, quisiéramos referirnos brevemente a tres de ellos:

En primer lugar, siguiendo la idea de san Juan Damasceno, como el árbol se conoce por sus frutos, podemos estar seguros de la santidad de los padres de María santísima, ya que, en palabras del santo: “Toda la creación os está obligada, ya que por vosotros ofreció al Creador el más excelente de todos los dones, a saber, aquella madre casta, la única digna del Creador.” Así como el Hijo de Dios debía nacer de un vientre purísimo, de la misma manera aquella que lo recibiría en el mundo en su vientre fue preparada desde toda la eternidad tanto por el eterno designio fuera del tiempo, como por la santidad de sus padres en la tierra, la cual fue probada con la “paciencia”, ya que fue recién en su vejez y luego de muchas plegarias que pudieron ser padres de tan excelsa niña; y por esta misma razón fue una santidad probada con la confianza en Dios y el santo abandono a su divina voluntad; por eso, dice también el Damasceno de los abuelos del Señor: “Con vuestra conducta casta y santa, ofrecisteis al mundo la joya de la virginidad, aquella que había de permanecer virgen antes del parto, en el parto y después del parto; aquella que, de un modo único y excepcional, cultivaría siempre la virginidad en su mente, en su alma y en su cuerpo.”

En segundo lugar, san Joaquín y santa Ana fueron el instrumento por el cual la Virgen, ya desde niña, aprendió la maternidad que posteriormente se extendería a toda la humanidad, es decir, que fueron el primer ejemplo de lo que implica realmente ser madre o padre. Decía san Juan Pablo II: “La figura de Santa Ana, en efecto, nos recuerda la casa paterna de María, Madre de Cristo. Allí vino María al mundo, trayendo en Sí el extraordinario misterio de la Inmaculada Concepción. Allí estaba rodeada del amor y la solicitud de sus padres Joaquín y Ana. Allí «aprendía» de su madre precisamente, de Santa Ana, a ser madre… Así, pues, cuando como «herederos de la promesa» divina (cf. Gál 4, 28. 31), nos encontramos en el radio de esta maternidad y cuando sentimos de nuevo su santa profundidad y plenitud, pensamos entonces que fue precisamente Santa Ana la primera que enseñó a María, su Hija, a ser Madre”. Es decir, que, en san Joaquín y santa Ana, la Virgen conoció desde su infancia lo que implica el rol de los padres respecto a sus hijos: preocupación por ellos, renuncia, sacrificio, dolor de sus males y alegría de sus bienes; consuelo, compromiso y todo esto sin condiciones, porque así son las buenas madres, con un amor que no sabe de límites y no duda en olvidarse de sí con tal de beneficiar, especialmente el alma, de los hijos.

En tercer lugar, análogamente al Precursor, los santos padres de la Virgen son ejemplo de abandono absoluto a la voluntad de Dios, en concreto, a la misión para la cual el Altísimo los tenía destinados. Porque, así como el Bautista debía señalar al Cordero de Dios que quita el pecado del mundo y luego dar un paso atrás, así también estos ancianos, hacia el ocaso de su vida ofrecieron a la Madre de Dios y de la Iglesia, desapareciendo luego humildemente, pues aquella había sido su misión y la aceptaron y cumplieron cuando Dios lo quiso, encontrando allí su santificación y posterior premio en la eternidad.

En este día en que celebramos la memoria de los abuelos de nuestro Señor Jesucristo y padres de María santísima, a ellos les pedimos que nos alcancen la gracia de abrazar la voluntad de Dios, al tiempo que Él quiera y de la manera que nos la muestre, para asemejarnos así a aquella que más que nadie agradó al Padre del Cielo con su santo abandono y su humildad.

Ave María Purísima.

P. Jason.

“Oración: camino de la unión con Dios”

“¿Quién es este de quien oigo tales cosas?”
Era la pregunta de Herodes acerca de nuestro Señor Jesucristo y tenía ganas de verlo, así como tantos otros que poco a poco se iban enterando de su fama y sus prodigios… Ciertamente que esta pregunta podría tener una respuesta muy sencilla: “el Hijo de Dios que bajó del cielo para rescatarnos”, pero para nosotros, esa respuesta, es mucho más profunda y sólo se responde y profundiza poco a poco mediante nuestra vida de oración, que es el gran medio para ir conociendo más y más a Dios y a nosotros mismos con todas las consecuencias que este conocimiento implica.
Escribía el P. Hurtado: “Nosotros no somos sino discípulos y pecadores. ¿Cómo podremos realizar el plan divino, si no detenemos con frecuencia nuestra mirada sobre Cristo y sobre Dios? Nuestros planes, que deben ser parte del plan de Dios, deben cada día ser revisados, corregidos. Esto se hace sobre todo en las horas de calma, de recogimiento, de oración… El equilibrio de las vidas apostólicas sólo puede obtenerse en la oración. Los santos guardan el equilibrio perfecto entre una oración y una acción que se compenetran hasta no poder separarse, pero todos ellos se han impuesto horas, días, meses en que se entregan a la santa contemplación. ¿Por qué?, porque la oración es la puerta de la unión con Dios.”
Cada vez que rezamos, cada vez que nos ponemos frente al sagrario o frente a la custodia, o inclusive cuando rezamos las oraciones de la noche y de la mañana; cada vez que elevamos a Dios nuestra oración nos encontramos ante Él tal cual somos. Para Dios no existen las caretas ni los disfraces, Él contempla nuestra alma tal cual es y así también nos invita a contemplarnos. En la oración aprendemos a conocer a Dios y a nosotros mismos iluminados por su luz: la luz de la fe.
En la oración es donde realmente vamos aprendiendo cada vez más a respondernos quién es Jesucristo, pero especialmente “quién es para nosotros, aquí y ahora en nuestras vidas”; y así ir aprendiendo también las consecuencias de este conocimiento que comienza con la fe. Y para este propósito, conviene mencionar brevemente algunos de los beneficios que comporta nuestra oración bien hecha:
La oración…
– Fortalece las convicciones que nos da la fe y robustece las decisiones de trabajar y sufrir por amor a Dios. Todo creyente debe buscar momentos de oración para estar a solas con Aquel que sabemos que nos ama. Los novios, por ejemplo, quieren estar juntos continuamente; se llaman, se escriben, se juntan para estar a solas y conversar, reír, tal vez llorar, etc.; cuánto más el corazón creyente debe buscar momentos de trato a solas con Dios. Es luz que precede, orienta e ilumina el camino de unión con el Amado.
– La oración es el ejercicio mismo de la vida espiritual, es decir, que guiará nuestra santificación y removerá los obstáculos que estorban al alma que quiere ir en pos de Dios. Para lo cual es importante enriquecer nuestra oración mediante el estudio y las buenas lecturas, especialmente la Palabra de Dios, que es alimento de la oración, así como las obras su fruto.
– La oración es, además, el termómetro de nuestra vida espiritual. Esto significa que nuestra vida espiritual es reflejo de nuestro trabajo en la oración: si la vida espiritual no anda bien, se va enfriando el fervor y aminorando los santos propósitos, significa que estamos fallando en la oración; pero así también es muy cierto que podemos elevarnos nuevamente intensificando nuestro trato con Dios y dedicándonos a amarlo primero y ante todo, y en Él a los demás, de tal manera que será Él mismo quien se encargue de guiarnos por sus designios de santidad.
Conocida es la definición de la oración de Santa Teresa: “un tratar de amistad muchas veces a solas con quien sabemos que nos ama”: cada momento de oración es actualización del amor de Dios con nuestra alma, es decir, un intercambio entre dos amores, pues el alma que cuenta con la gracia, que es de naturaleza divina, está habilitada para una penetración recíproca, mutua, entre su amor a Dios y el amor de Dios por ella, y este amor es, por tanto, sobrenatural.
¿Cuál es, en definitiva, la finalidad de la oración en cada uno de nosotros? La unión del alma con Dios en esta vida según el amor que el alma le profese. El alma sin oración es como un cuerpo tullido, que no puede caminar ni progresar… en cambio, el alma que reza, se une a Dios, aprende a amar, a no negarle nada a Dios, y produce siempre abundantes frutos de santidad.
Pidamos constantemente a María santísima, nuestro modelo maternal de unión con Dios, la gracia de ser sinceramente almas de oración.
P. Jason.

“Avál kedái -אבל כדאי-” (Pero vale la pena)

Desde la casa de santa Ana

 
Queridos amigos:
 
Como sabrán, la casa de santa Ana se encuentra en un lugar que actualmente no es cristiano, pero haciendo de todas maneras las veces de testigo silencioso siempre vigente -pese a su sencillez-, del lugar que acogiera a María santísima cuando niña junto a sus padres, aun entre tanta historia contenida desde hace siglos en Séforis, conocida en tiempo de los romanos como Eirenopolis y Diocesaraea, y también como “ornamento de la Galilea” según atestigua la pluma de Flavio Josefo. Y es “el encanto de la sencillez” precisamente el que llama la atención de quienes actualmente visitan estas ruinas, para saber algo más sobre su historia y “escuchar a los que viven en silencio”, los monjes, siempre con gran interés en lo que implica la consagración total y todas las renuncias que conlleva. “Esta vida es muy difícil”, dicen a menudo; “avál kedái” (pero vale la pena) por amor a Dios como bien sabemos, es siempre nuestra respuesta. Y a partir de aquí se establece siempre el diálogo que ayuda a compartir opiniones y lo que creemos, siendo el primer testimonio el propio estilo de vida, marcado por la señal de los discípulos de Cristo, es decir, la cruz; e impregnado de la esperanza sobrenatural que Dios ofrece a aquellos le siguen, a aquellos que justamente abrazan la cruz, y que día a día piden al Altísimo que no los deje jamás mirar atrás, pues ya han puesto sus manos en el arado.
 
La vida religiosa sigue siendo una novedad, y, por lo tanto, el testimonio para el mundo de que seguir de cerca a Dios -aún cuando esto implique estar muy lejos de la familia o de la patria-, siempre valdrá la pena: he ahí la razón sobrenatural de la alegría del consagrado, de que su dicha sea estar donde Dios lo quiere y viviendo según lo hiciera Jesucristo en su humanidad: casto, pobre y obediente; testimoniando así un estilo de vida del todo especial, cuyos frutos definitivos se esperan recibir en el Cielo, aunque no sin ver más de una vez la mano de Dios obrando en las almas con las que tiene contacto el religioso en su lugar de misión: “El consagrado es el que afirma y vive en sí mismo el señorío absoluto de Dios, que quiere ser todo en todos… Os pido una renovada fidelidad, que haga mas encendido el amor a Cristo, mas sacrificada y alegre vuestra entrega, mas humilde vuestro servicio” (san Juan Pablo II).
 
Es cierto que no es fácil el camino hacia la gloria, pero como hemos dicho antes, la señal de los discípulos de Jesucristo es la cruz, no los consuelos, no los honores, no los propios antojos o “las cruces a medida”, es decir, las que nosotros nos fabricamos a gusto propio, sino “la cruz que Dios elige para cada uno de nosotros”: será a veces la distancia, o quizás la lengua, la cultura, los propios defectos o alguna enfermedad, no importa; el hecho es que luchar contra todo esto para testimoniar el Evangelio con la propia vida, en consonancia con el anuncio del Hijo de Dios, pese a todo lo que implique -y por difíl que parezca-, “siempre valdrá la pena”; y si algún consagrado cayera en la tristeza sería por haber olvidado esta verdad que venimos mencionando; en cambio, quien se aferra a Dios con santo abandono en vez de vanas y caprichosas exigencias, es el que sabe ser feliz y gozarse sobrenaturalmente en medio de las pruebas y arideces propias de la misión, ya que “no es mayor el discípulo que el maestro”, y para resucitar glorioso Cristo antes pasó por el calvario: el Señor cuenta con nuestros propósitos de ser mejores, de luchar más contra los defectos y contra todo aquello, por pequeño que sea, que nos separa de Él; cuenta con un apostolado intenso entre aquellas personas con las que nos relacionamos más a menudo. Debemos preguntarnos si nuestra vida influye para bien de los demás y pedir la gracia de que así sea.
 
“Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame”, sigue diciendo Jesucristo a sus discípulos, especialmente a los misioneros… pidamos a María santísima que nos alcance la gracia de jamás olvidar que llevar nuestra cruz en esta vida, a cambio de la eternidad, siempre valdrá la pena.
 
P. Jason.

Homilía de Vigilia Pascual

A la dulce espera del Resucitado

San Juan Pablo II

1. “¿Buscáis a Jesús el crucificado?” (Mt 28, 5).

Es la pregunta que oirán las mujeres cuando, “al alborear el primer día de la semana” (ib., 28, 1), lleguen al sepulcro.

¡Crucificado!

Antes del sábado fue condenado a muerte y expiró en la cruz clamando: “Padre, en tus manos entrego mi espíritu” (Lc 23, 46).

Colocaron, pues, a Jesús en un sepulcro, en el que nadie había sido enterrado todavía, en un sepulcro prestado por un amigo, y se alejaron. Se alejaron todos, con prisa, para cumplir la norma de la ley religiosa. Efectivamente, debían comenzar la fiesta, la Pascua de los judíos, el recuerdo del éxodo de la esclavitud de Egipto: la noche antes del sábado.

Luego, pasó el sábado pascual y comenzó la segunda noche.

2. Y he aquí que hemos venido todos a este templo, igual que tantos hermanos y hermanas nuestros en la fe, a los diversos templos en todo el globo terrestre, para que descienda a nuestras almas y a nuestros corazones la noche santa: la noche después del sábado.

Os encontráis. aquí, hijos e hijas de la Iglesia que está en Roma, hijos e hijas de la Iglesia extendida por los diversos países y continentes, huéspedes y peregrinos. Juntos hemos vivido el Viernes Santo: el vía crucis entre los restos del Coliseo —y la adoración de la cruz hasta el momento en que una gran piedra fue puesta a la puerta del sepulcro— y en ella fue colocado un sello.

¿Por qué habéis venido ahora?

¿Buscáis a Jesús el crucificado?

Sí. Buscamos a Jesús crucificado. Lo buscamos esta noche después del sábado, que precedió a la llegada de las mujeres al sepulcro, cuando ellas con gran estupor vieron y oyeron: “No está aquí…” (Mt 28, 6).

Hemos venido, pues, aquí, pronto, ya entrada la noche, para velar junto a su tumba. Para celebrar la Vigilia pascual.

Y proclamamos nuestra alabanza a esta noche maravillosa, pronunciando con los labios del diácono el “Exsultet” de la Vigilia. Y escuchamos las lecturas sagradas que comparan a esta noche única con el día de la Creación, y sobre todo, con la noche del éxodo, durante la cual, la sangre del cordero salvó a los hijos primogénitos de Israel de la muerte y los hizo salir de la esclavitud de Egipto. Y, luego, en el momento en que se renovaba la amenaza, el Señor los condujo por medio del mar a pie enjuto.

Velamos, pues, en esta noche única junto a la tumba sellada de Jesús de Nazaret, conscientes de que todo lo que ha sido anunciado por la Palabra de Dios en el curso de las generaciones se cumplirá esta noche, y que la obra de la redención del hombre llegará esta noche a su cénit.

Velamos, pues, y, aun cuando la noche es profunda y el sepulcro está sellado, confesamos que ya se ha encendido en ella la luz y avanza a través de las tinieblas de la noche y de la oscuridad de la muerte. Es la luz de Cristo: Lumen Christi.

3. Hemos venido para sumergirnos en su muerte; tanto nosotros que, hace tiempo, hemos recibido ya el bautismo, que sumerge en Cristo, como también los que recibirán el bautismo esta noche.

Son nuestros nuevos hermanos y hermanas en la fe; hasta ahora eran catecúmenos, y esta noche podemos saludarlos en la comunidad de la Iglesia de Cristo, que es: una, santa, católica y apostólica. Son nuestros nuevos hermanos y hermanas en la fe y en la comunidad de la Iglesia, y provienen de diversos países y continentes: Corea, Japón, Italia, Nigeria, Holanda, Ruanda, Senegal y Togo.

Los saludamos cordialmente y proclamamos con alegría el “Exsultet” en honor de la Iglesia, nuestra Madre, que los ve reunidos aquí en la plena luz de Cristo: Lumen Christi.

Y juntamente con ellos proclamamos la alabanza del agua bautismal, a la cual, por obra de la muerte de Cristo, descendió la potencia del Espíritu Santo: la potencia de la vida nueva que salta hasta la eternidad, hasta la vida eterna (cf. Jn 4, 14).

4. Así, todavía antes de que despunte el alba y las mujeres lleguen a la tumba de Jerusalén, hemos venido aquí para buscar a Jesús crucificado, porque:

“Nuestro hombre viejo ha sido crucificado con El, para que… no seamos más esclavos del pecado…” (Rom 6, 6), porque nosotros nos consideramos “muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús” (ib., 6, 11); efectivamente: “Porque su morir fue un morir al pecado de una vez para siempre; y su vivir es un vivir para Dios” (ib., 6, 10);

porque: “Por el bautismo fuimos sepultados con El en la muerte, para que, así como Cristo fue despertado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva” (ib., 6, 4);

porque: “Si nuestra existencia está unida a El en una muerte como la suya, lo estará también en una resurrección como la suya” (ib., 6, 5);

porque creemos que “si hemos muerto con Cristo…, también viviremos con El” (ib., 6, 8);

y porque creemos que “Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más; la muerte ya no tiene dominio sobre El” (ib., 6, 9).

5. Precisamente por esto estamos aquí.

Por esto velamos junto a su tumba.

Vela la Iglesia. Y vela el mundo.

La hora de la victoria de Cristo sobre la muerte es la hora más grande de su historia.

 

Sábado Santo, 18 de abril de 1981

¿DE NAZARET PUEDE HABER COSA BUENA?

Testigo de la grandeza y dignidad de María…

P. Gustavo Pascual, IVE.

Nazaret era una insignificante aldea de la provincia de Galilea a 140 Km. de Jerusalén.  En Nazaret hay cosa buena, vaya que si lo hay. En ella vivió la Madre de Dios y el Hijo de Dios hecho hombre, Jesús. Fue la aldea de la Sagrada Familia.

            Nazaret fue testigo de la grandeza y dignidad de María, una de sus hijas. Testigo también de la Encarnación del Verbo, de su infancia y juventud, de su predicación.

            El ángel fue enviado de parte de Dios a Nazaret[1] para llamar a una de sus vírgenes, a María desposada con José[2].

 La grandeza de María

                       El ángel la llama “llena de gracia”[3]. Este saludo lo usa el ángel como si fuera el nombre propio de María. Palabras que son el fundamento del dogma de la Inmaculada Concepción. María es un alma adornada de gracia y santidad.

            “El Señor está contigo”[4]. Gabriel expresa la grandeza de María pero a su vez su humildad. Certifica que lo que tiene María es donado por Dios. Dios le ha comunicado con abundancia sus dones y bienes. Es la más grande entre todos los santos.

            María se turba ante el anuncio pero su turbación no procede de desconfianza sino de respeto ante la divinidad. Pero no se turba de tal manera que no pueda discurrir “se preguntaba”[5].

            El ángel le anuncia que va a concebir y dar a luz un hijo[6] y ella pide que le aclare pues no conoce varón. El sentido de las palabras “no conozco varón”[7] se refiere al futuro, no conozco ni voy a conocer. La Virgen desde pequeña, según la tradición, se habría consagrado en virginidad a Dios.

            Pero ¿por qué se desposa? Para seguir las costumbres de su pueblo. San José habría aceptado secundarla en su promesa y ella se habría desposado con él.

            El ángel le aclara que su concepción va a ser por obra del Espíritu Santo[8].  El Espíritu Santo que permanece infecundo en el seno de la Trinidad se hace fecundo en el seno de María.

            Dios en su infinita Sabiduría pide a una mujer que represente a la humanidad con su aceptación libre y así como por una mujer entró el pecado por una mujer Dios haría la redención e iniciaría la nueva humanidad.

            “He aquí la esclava del Señor”[9]. Ni cooperadora, ni ministro sino esclava. “y el Verbo se hizo carne”[10]. Como lo hace notar San Mateo[11] se cumple la profecía de Isaías[12] “Dios con nosotros”.

            María que no ambicionaba ser la madre del Mesías fue enaltecida[13] y elegida con este don tan sublime.

            Ya se cumplen las profecías del Antiguo Testamento:

            La promesa hecha a Abraham “en tu posteridad serán bendecidas todas las naciones”[14]. A David “del fruto de tus entrañas pondré sobre tu trono”[15]. La profecía de Isaías 7, 14 y también la de Isaías 11, 1: “brotará una vara del tronco de Jesé y retoñará de sus raíces un vástago”. Esa vara es María y el retoño Jesús.

            María es ejemplo de virtudes. Nos hace conocer su maravillosa humildad, su extraordinaria prudencia, su fe filial y su sumisión absoluta a la voluntad de Dios.

            María es bendita entre las mujeres[16]. Es la esperada de las naciones, la que aplastó, por su descendencia, la cabeza de la serpiente[17], el lucero de la mañana, la segunda Eva, la nueva Ester por su intercesión, la nueva Judith por su glorioso triunfo.

La dignidad de María

            María fue llamada a una altísima dignidad, la de ser Madre de Dios. Concibió por obra del Espíritu Santo[18], es bienaventurada por todas las generaciones[19].

            Y María reconoce la dignidad a la que ha sido llamada y por eso alaba a Dios y reconoce su Divina Providencia.

 + María alaba a Dios por la vocación que le ha dado[20]

                        Comienza engrandeciendo a Dios. Lo alaba, le engrandece, lo celebra, lo bendice.

            Se alegra, se goza en Dios su salvador.

            El Dios Salvador es el Dios que ella lleva en su seno y que se llamará Jesús. Ella se goza en su Hijo.

            María atribuye esta obra a la pura bondad de Dios que miró su humildad. Fue pura elección de Dios.

            La humildad de María se ve en el desconocimiento social, era una nazaretana más. Pero por la mirada divina “desde ahora” la van a llamar bienaventurada por todas las generaciones. Estas palabras son proféticas.

            La causa de llamarla bienaventurada es porque Dios hizo grandes cosas en ella. La maternidad mesiánica y divina.

            Lo hizo el “Poderoso”, haciendo referencia a la omnipotencia de Dios. “Su nombre es santo”, su Persona es santa.

            Todo su poder es ejercido por su misericordia y la mayor obra de su misericordia es la redención. Y esta obra de la redención es sobre los que temen a Dios con un temor reverencial.

+ Reconocimiento de la Providencia Divina[21]

Dios utiliza su poder para dispersar a los que “se engríen con los pensamientos de su corazón”. Enemigos son los “sabios” que se guían por la sabiduría del mundo. Les falta la sabiduría que viene de Dios[22].

            Frente a esta sabiduría, Dios realiza sus obras con la suya.

[1] Cf. Lc 1, 26

[2] v. 27

[3] v. 28

[4] Idem

[5] v. 29

[6] Cf. v. 30-33

[7] v. 34

[8] Cf. v. 35

[9] v. 38

[10] Jn 1, 14

[11] 1, 22-23

[12] 7, 14

[13] Cf. Pr 15, 33

[14] Gn 22, 18

[15] Sal 131, 11

[16] Cf. Lc 1, 42

[17] Cf. Gn 3, 15

[18] Cf. Lc 1, 35

[19] Cf. Lc 1, 48

[20] Cf. Lc 1, 46b-50

[21] Cf. Lc 1, 51-53

[22]  Cf. Pr 2, 1-9

Nuestra actitud ante la Cruz

Una consideración siempre actual

P. Jason Jorquera M., IVE.
Es sabido que, en la vida espiritual, las cruces se vuelven estériles cuando “nos las fabricamos a medida”, o cuando hacemos una “minuciosa selección de ellas”; porque naturalmente la cruz repugna, porque es difícil, porque cuesta; y luego del pecado nuestros corazones tomaron la decisión de inclinarse más bien a lo fácil, cómodo y deleitable. Pero cuando renunciamos de verdad a ser nosotros los fabricantes de nuestras cruces y dejamos que sea Dios el artesano, y aceptamos las cruces que Él nos envía o permite que padezcamos, entonces y sólo entonces comienza el mérito y el progreso espiritual…, allí arranca la santidad, nuestra santidad.
La humanidad actual es “culturalmente contraria a la cruz de Cristo”, como hace más o menos 2000 años atrás, en que aquel signo y distintivo de los discípulos del Redentor, no era más que señal de humillación y desprecio. Pero como sabemos también, cuando se cumplió el tiempo… el Hijo de Dios decidió encarnarse (Cf. Gál 4,4) y hacer nuevas todas las cosas (Cf. Ap 21,5); cambiarles a unas el sentido y a otras darles un sentido, y esto es exactamente lo que pasa con la cruz: de señal de ignominia se convirtió en signo de amor, de redención, de seguimiento de la Verdad… pero el problema, aun actual, es que este sentido sólo se ve, se entiende, y se puede sobrellevar con la mirada sobrenatural de la fe. Y por esta razón, es que quienes viven sin fe, y peor aún, quienes la rechazan, no pueden ver más que el peso, el dolor y la dificultad de llevar la cruz.
El espíritu mundano, que hunde sus raíces en todo lo que pueda hacer más terrenas y menos espirituales a las almas, por fuerza ha de ser contrario a la Cruz, porque la cruz que abre sus brazos a la humanidad también se forma con un madero vertical que desde la tierra sube al Cielo en busca de que allá pongan los corazones su mirada; y entonces este espíritu mundano, antagonista de la cruz, pugnará hasta el fin de los tiempos para echarla fuera, quitándola de su vista, de los muros, las calles, las escuelas, etc.; para arrancarla finalmente de los frívolos corazones, y haciendo lo posible para que su sentido sobrenatural -el que el Hijo de Dios le dio-, se pierda poco a poco y se convierta en reproche y desprecio… como antes. Pero como la cruz es salvación, y si bien comienza aquí pero termina en el Cielo, Dios mismo se encarga de enviar o permitir que el instrumento salvífico en que su Amor por nosotros se quedó clavado, extienda sus brazos sobre nosotros y sobre toda la humanidad, recordándonos que no es el fin sino el principio de la eternidad; que “después del Viernes Santo viene el Domingo de Resurrección” (San Alberto Hurtado); que después de la tormenta viene la calma, y que mientras mayor sea la prueba más grande será el premio.
Cuando la cruz nos es dada, y no hemos sido nosotros los artesanos, sólo podemos: o rechazarla con amargura y desconsuelo; o aferrarnos a ella fuertemente y ofrecerla a Dios, quien tiene sus propios designios salvíficos para las almas, y conoce mejor que nadie los bienes espirituales que más nos convienen.
Hubo un viernes en que los de espíritu mundano abandonaron el Gólgota, porque allí estaba la cruz y en ella el Crucificado. Pero también hubieron almas fieles que, en medio del profundo dolor de la cruz, permanecieron firmes junto al Dios-Amor que pendía de ella; porque sabían que allí en la cruz no terminaba todo, sino que era el comienzo de la redención, y por eso “la abrazaron” con santo abandono y ofrecieron su dolor al Altísimo acompañando hasta el final a quien más sufrió en la cruz. Ese viernes nacía el “amor hasta las últimas consecuencias”, y junto con él el Reino de los Cielos. Por eso ese viernes se llama santo.
No nos corresponde pedirle cuentas a Dios de nuestras cruces, pues no todas las quiere, sino sólo las que nos sirven, las que nos acercan a Él, nos asemejan a su Hijo y hermosean nuestras almas; las demás simplemente las permite porque a tal punto nos ama que respeta nuestra libertad aun cuando en vez de invertirla en su gloria la empleemos en el mal. Pero la decisión ante la cruz (o las cruces de nuestra vida), siempre dependerá de nosotros: o la abrazamos o la rechazamos; o santo abandono o tedioso reproche; o dolor confiado o desesperación…
Cuando la cruz se cierne sobre nosotros, no debemos prestar atención tanto a su peso y sus astillas, cuanto a Aquel que está unido inseparablemente a ella, porque es Él quien nos ha enseñado a llevarla tal como corresponde: a veces con gran dolor, pero siempre trazando un surco en dirección al Reino de los Cielos, preparado para los que con Él sepan crucificarse, padecer y ofrecer su sufrimiento, para gloria de Dios y salvación de las almas.
[…] recemos y ofrezcamos nuestras cruces con santo abandono, y dejemos las respuestas para cuando el Hijo de Dios venga en su gloria “a buscar a los benditos de su Padre” (Cf. Mt 25, 34), es decir, aquellos que, abrazando la cruz, pidan constantemente la gracia de perseverar hasta el final.

Más allá del pesebre

Reflexión Navideña
Escribía san Agustín: “Jesús yace en el pesebre, pero lleva las riendas del gobierno del mundo; toma el pecho, y alimenta a los ángeles; está envuelto en pañales, y nos viste a nosotros de inmortalidad; está mamando, y lo adoran; no halló lugar en la posada, y Él fabrica templos suyos en los corazones de los creyentes. Para que se hiciera fuerte la debilidad, se hizo débil la fortaleza… Así encendemos nuestra caridad para que lleguemos a la eternidad.”
Nosotros sabemos bien que, desde la Encarnación hasta su Ascensión, toda la vida de nuestro Señor Jesucristo es mucho más de lo que vemos (o leemos); y que cada una de sus acciones (gestos, palabras, decisiones, etc.), siempre van más allá de lo que ven nuestros ojos terrenales; como en la multiplicación de los panes, en que nos da a entender que con lo poco se puede hacer mucho cuando se confía en Dios, o como hoy que nos enseña que a Dios a veces se lo encuentra donde menos se lo espera, como en un pesebre…, o en una cruz especial, una gran dificultad, en nuestra lucha por alcanzar las virtudes o escondido detrás de los defectos de nuestro prójimo esperando que practiquemos con él la caridad… Como sea, en este día tan importante para nosotros y para el mundo entero, creyentes o no, perseguidos o perseguidores, virtuosos o mediocres (da igual en este caso, porque sea como sea Jesucristo ya cambió la historia); la invitación que se nos propone es la aprender a ver “más allá del pesebre”, en que el Hijo de Dios quiso nacer pobre y humilde, para entrar así en el mundo, sí, pero trayendo consigo una nueva realidad que está, justamente, “más allá del pesebre”… porque esta entrada humilde en extremo, como sabemos, nos dice mucho más, ya que nos presenta de manera plástica, gráfica -si se quiere-, lo que realmente ha venido a hacer Dios al mundo y que es el hecho de querer comenzar a “formar parte de nuestra historia personal”, estableciendo una relación espiritual (y, por lo tanto, sumamente real), entre Él que es Dios y nosotros que somos sus creaturas. Es decir, que Jesucristo nace en el mundo como anticipo y prefiguración de su nacimiento en nuestros corazones, pero de manera efectiva y “llena de consecuencias” que podemos constatar en nuestra vida espiritual. Porque quien deja a Jesucristo reinar su corazón, pero de verdad, sin quitarle las riendas de su vida, ciertamente podrá gozar de la asimilación paulatina de su Rey; así como también se nota cuando un alma se antepone a las inspiraciones que Dios le hace; especialmente con el egoísmo que directamente lo echa afuera.
Más allá del pesebre hay un Dios bueno que no se escandaliza de nuestra miseria y nuestros defectos (como nosotros a veces hacemos con los de los demás); más allá del pesebre hay un verdadero nacimiento espiritual de Jesucristo en el alma dócil a buscar la santidad; más allá del pesebre está toda la grandeza de Dios que nos muestra cómo es capaz de esconderse “en lo pequeño y los pequeños” pero sin dejar por esto de obrar grandemente en favor de las almas; y más allá del pesebre también, hay un designio eterno en el que -como hemos dicho-, todo depende de la relación personal que establezcamos con Jesucristo, que desde su nacimiento nos enseña las virtudes del anonadamiento, siempre agradables a Él y capaces de obrar en nosotros nuestra santificación.
Se preguntaba san Bernardo: “¿Hay algo que pueda declarar más inequívocamente la misericordia de Dios que el hecho de haber aceptado nuestra miseria? ¿Qué hay más rebosante de piedad que la Palabra de Dios convertida en tan poca cosa por nosotros?” … y ese “por nosotros”, como sabemos, es la clave para comenzar a corresponder a Dios y construir una sólida relación con Él; porque tanto es lo que Dios hace por nosotros, que a nosotros nos toca en nuestra vida hacer algo también por Él, y ese algo es buscar imitar a Jesucristo que hoy nos muestra hasta dónde está dispuesto a llegar para llevarnos a Él, como en la humildad del pesebre, queriendo que veamos y descubramos “el designio que se esconde más allá de lo que ven las almas de mirada superficial”, y le correspondamos, cada cual según descubra lo que Él le pide en su intimidad con Él, que es Dios.
Habiéndonos concedido Dios la gracia enorme de celebrar la santa Misa del Navidad en el lugar bendito que recibiera a su Hijo hace poco más de 2000 años, agradecemos este hermoso regalo invitándolos a considerar las profundas palabras de san Juan Pablo II, ante este decisivo acontecimiento que celebramos durante toda esta octava de Navidad: “Contemplemos con María el rostro de Cristo: en aquel Niño envuelto en pañales y acostado en el pesebre (cf. Lc 2, 7), es Dios que viene a visitarnos para guiar nuestros pasos por el camino de la paz (cf Lc 1, 79). María lo contempla, lo acaricia y lo arropa, interrogándose sobre el sentido de los prodigios que rodean el misterio de la Navidad.”
P. Jason Jorquera M.