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El contemplativo, reflejo de la misericordia del Padre (II)

El contemplativo,

reflejo de la misericordia del Padre

(Segunda parte)

R.P. José Giunta

Monasterio de Nuestra Señora del Socorro

  1. Práctica de la misericordia por los contemplativos
Hno. Rafael35
“…Nos referimos a aquellos que, por vocación, se han consagrado a Dios por medio de la oración, la penitencia y la reparación en los conventos y monasterios.”

Es obvio que al hablar de “contemplativos” no nos estamos refiriendo a aquellos que viven en el mundo llevando adelante distintas obras de misericordia, como son hospitales, escuelas, asilos de ancianos, atención a los pobres, etc., quienes pueden y deben ser verdaderos contemplativos en sus distintos apostolados.  Nos referimos a aquellos que, por vocación, se han consagrado a Dios por medio de la oración, la penitencia y la reparación en los conventos y monasterios.

La vida contemplativa, como no podría ser de otro modo, no está exenta de la práctica de las obras de misericordia. San Benito prescribe en el capítulo IV de su Regla algunas de ellas. En efecto, escribe el Padre del monacato occidental, hablando de los instrumentos de las buenas obras:

“Regalar a los pobres. Vestir al desnudo. Visitar a los enfermos.  Enterrar a los muertos. Socorrer al atribulado. Consolar al afligido.” [1]

Al referirse a los huéspedes del monasterio, señala:

“A todos los huéspedes que vienen al monasterio se les recibe como a Cristo, porque él dirá: fui forastero y me hospedasteis. A todos les darán el trato adecuado, sobre todo a los hermanos en la fe y a los extranjeros. Cuando se anuncie la llegada de un huésped acudan a su encuentro el superior y los hermanos con las mayores muestras de caridad… Póngase el máximo cuidado y atención en recibir a pobres y extranjeros, porque de modo especial en ellos se recibe a Cristo.”[2]

Sobre la atención a los enfermos, manda:

“Ante todo y por encima de todo se debe cuidar de los enfermos, para que de verdad se les sirva como a Cristo, porque él dijo: Estuve enfermo y me visitasteis, y: cada vez que lo hicisteis con uno de estos mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis. Pero recuerden también los enfermos que se les sirve en atención a Dios, y no angustien con sus caprichos a los hermanos que les sirven. No obstante, se les debe soportar con paciencia, porque en con ellos se adquiere una mayor recompensa.”[3]

Sobre la corrección fraterna:

“Si algún hermano recalcitrante, o desobediente, o soberbio, o murmurador, o infractor en algo de la santa regla y de los preceptos de los ancianos demostrara con ello una actitud despectiva, siguiendo el mandato del Señor, sea amonestado por sus ancianos por primera y segunda vez. Y, si no se corrigiere, se le reprenderá públicamente. Pero, si ni aún así se enmendare, incurrirá en excomunión, en el caso de que sea capaz de comprender el alcance de esta pena. Pero, si es un obstinado, se le aplicarán castigos corporales.”[4]

Y sobre la paciencia ante las faltas:

“Tolérense con suma paciencia sus flaquezas así físicas como morales.”[5]

Si en la realización de estas obras el monje no llega al ideal propuesto, “jamás desesperar de la misericordia de Dios[6] sino que debe abandonarse humilde y confiadamente en las manos de este Padre rico en misericordia.

Santa Teresa de Jesús, San Juan de la Cruz y Santa Teresa del Niño Jesús, los santos Doctores del Carmelo, hablan de la misericordia de Dios para con ellos, y dan gran importancia a la práctica de la misma para con los demás.

Escribe Santa Teresa a sus hijas:

“Mas bien sabe Su Majestad que sólo puedo presumir de su misericordia; y ya que no puedo dejar de ser la que he sido, no tengo otro remedio sino llegarme a ella y confiar en los méritos de su Hijo y de la Virgen, madre suya, cuyo hábito indignamente trayo y traéis vosotras.”[7]

Ella se sabe “misericordiada” por parte de Dios:

“Acuérdense de sus palabras y miren lo que ha hecho conmigo, que primero me cansé de ofenderle que Su Majestad dejó de perdonarme. Nunca se cansa de dar ni se pueden agotar sus misericordias; no nos cansemos nosotros de recibir.”[8]

“Por donde claro se me representó el excesivo amor que Dios nos tiene en perdonar todo esto, cuando nos queremos tornar a El, y más conmigo que con naide, por muchas causas.”[9]

De allí que, al saberse objeto de esa misericordia divina, practica la misericordia con aquellos que no la entienden o la calumnian:

“… me parece cualquier cosa perdonara yo por que Vos me perdonárades a mí… que todos quedan cortos; aunque los que no saben la que soy, como Vos lo sabéis, piensan que me agravian. Ansí, Padre mío, que de balde me havéis de perdonar; aquí cabe bien vuestra misericordia. Bendito seáis Vos, que tan pobre me sufrís.”[10]

Ella, que había experimentado el perdón de Dios de modo tan particular, no puede entender al alma que no es capaz de perdonar:

“No puedo yo creer que alma que tan junto llega de la mesma misericordia, adonde conoce la que es y lo mucho que le ha perdonado Dios, deje de perdonar luego con toda facilidad y quede allanada en quedar muy bien con quien la injurió”.[11]

San Juan de la Cruz escribe su Oración del Alma Enamorada como un canto a la misericordia infinita de Dios. Es claro que el alma enamorada no puede sino alabar la misericordia divina.

“¡Señor Dios, amado mío! Si todavía te acuerdas de mis pecados para no hacer lo que te ando pidiendo, haz en ellos, Dios mío, tu voluntad, que es lo que yo más quiero, y ejercita tu bondad y misericordia y serás conocido en ellos. Y si es que esperas a mis obras para por ese medio concederme mi ruego, dámelas tú y óbramelas, y las penas que tú quisieras aceptar, y hágase. Y si a las obras mías no esperas, ¿qué esperas, clementísimo Señor mío?; ¿por qué te tardas? Porque si, en fin, ha de ser gracia y misericordia la que en tu Hijo te pido, toma mi cornadillo, pues le quieres, y dame este bien, pues que tú también lo quieres.”[12]

Comentando la canción 31 del Cantico Espiritual afirma:

“… si él por su gran misericordia no nos mirara y amara primero,… y se abajara, ninguna presa hiciera en él el vuelo del cabello de nuestro bajo amor…”[13]

Y en Llama de amor viva agrega:

“Porque cuando uno ama y hace bien a otro, hácele bien y ámale según su condición y propiedades; y así tu Esposo, estando en ti, como quien él es, te hace las mercedes;… siendo misericordioso, piadoso y clemente, sientes su misericordia y piedad y clemencia.”[14]

El experimentar la misericordia de Dios hizo de Juan de Yepes un insigne practicante de la misericordia con los demás.

“A nuestro Juan de Yepes, a lo largo de la vida –con ser hombre retraído, como si no mirase dentro de sí-, se le iban los ojos hacia toda necesidad que pidiese remedio… Tan embebido como andaba siempre en Dios, a la primera ocasión de hacer caridad se volcaba como si se desdoblase y fuese otro”[15]

“No puede ver tristes a sus frailes. Cuando lo está alguno, le llama, sale con él a la huerta  se lo lleva incluso al campo para distraerle y consolarle; ya no para hasta que logra trocar la tristeza en alegría.”[16]

“Sus correcciones van envueltas en espíritu de mansedumbre, in spiritu lenitatis…  Nadie le ha oído jamás una palabra fuerte ni le ha vista alterado al corregir. Sus súbditos, lejos de exacerbarse, reconocen su falta  quedaban decididos a enmendarse. Lejos de andar a la caza de un religioso que fala al silencia para descargar sobre él el peso de las leyes, la han oído toser por el claustro o hacer ruido con el gran rosario que llevaba pendiente de la correa, como un aviso para que los religiosos que estaban hablando fuera de tiempo y lugar se recojan antes de que les vea.

Si, a pesar de esto, sorprende en falta a alguno, le llama a solas y le reprende en particular, evitando que los demás lleguen a enterarse de la falta cometida.”[17]

La tercera Doctora del Carmelo, Santa Teresa de Lisieux, hizo de la misericordia su vocación, como lo hizo del amor:

“Comprendo, sin embargo, que no todas las almas se parezcan; tiene que haberlas de diferentes alcurnias, para honrar de manera especial cada una de las perfecciones divinas.

A mí me ha dado su misericordia infinita, ¡y a través de ella contemplo y adoro las demás perfecciones divinas…! Entonces todas se me presentan radiantes de amor…”[18]

Todo el manuscrito A[19] es una larga meditación de la acción de la misericordia divina en su vida:

“sólo pretendo una cosa: comenzar a cantar lo que un día repetiré por toda la eternidad: “¡¡¡Las misericordias del Señor!!!”…”[20]

“He ahí el misterio de mi vocación, de mi vida entera, y, sobre todo, el misterio de los privilegios que Jesús ha querido dispensar a mi alma… El no llama a los que son dignos, sino a los que él quiere, o, como dice san Pablo: “Tendré misericordia de quien quiera y me apiadaré de quien me plazca. No es, pues, cosa del que quiere o del que se afana, sino de Dios que es misericordioso” (Cta. a los Romanos, cap. IX, v. 15 y 16).”[21]

“me parece que el amor me penetra y me cerca, me parece que ese amor misericordioso me renueva a cada instante, purifica mi alma y no deja en ella el menor rastro de pecado.”[22]

“[Jesús] quería hacer resplandecer en mí su misericordia. Porque yo era débil y pequeña, se abajaba hasta mí y me instruía en secreto en las cosas de su amor.”[23]

En el culmen del camino del amor, se ofrece como víctima al amor misericordioso de Dios. Escribe el día 9 de junio de 1895:

“A fin de vivir en un acto de perfecto amor, yo me ofrezco como víctima de holocausto a tu Amor misericordioso, y te suplico que me consumas sin cesar, haciendo que se desborden sobre mi alma las olas de ternura infinita que se encierran en ti, y que de esa manera llegue yo a ser mártir de tu amor, Dios mío…”[24]

También ella, al saberse misericordiada de Dios, practica la misericordia con sus hermanas de religión:

“Cuanto más unida estoy a él, más amo a todas mis hermanas. Cuando quiero hacer que crezca en mí ese amor, y sobre todo cuando el demonio intenta poner ante los ojos de mi alma los defectos de tal o cual hermana que me cae menos simpática, me apresuro a buscar sus virtudes y sus buenos deseos, pienso que si la he visto caer una vez, puede haber conseguido un gran número de victorias que oculta por humildad, y que incluso lo que a mí me parece una falta puede muy bien ser, debido a la recta intención, un acto de virtud. Y no me cuesta convencerme de ello, pues yo misma viví un día una experiencia que me demostró que no debemos juzgar a los demás.”[25]

“Entonces, para no ceder a la antipatía natural que experimentaba, me dije a mí misma que la caridad no debía consistir en simples sentimientos, sino en obras, y me dediqué a portarme con esa hermana como lo hubiera hecho con la persona a quien más quiero. Cada vez que la encontraba, pedía a Dios por ella, ofreciéndole todas sus virtudes y sus méritos…

No me conformaba con rezar mucho por esa hermana que era para mí motivo de tanta lucha. Trataba de prestarle todos los servicios que podía; y cuando sentía la tentación de contestarle de manera desagradable, me limitaba a dirigirle la más encantadora de mis sonrisas y procuraba cambiar de conversación, pues, como dice la Imitación: Mejor es dejar a cada uno con su idea que pararse a contestar.

Con frecuencia también, fuera de la recreación (quiero decir durante las horas de trabajo), como tenía que mantener relaciones con esta hermana a causa del oficio, cuando mis combates interiores eran demasiado fuertes, huía como un desertor.

Como ella ignoraba por completo lo que yo sentía hacia su persona, nunca sospechó los motivos de mi conducta, y vive convencida de que su carácter me resultaba agradable.”[26]

“La verdad es que en el Carmelo una no encuentra enemigos, pero sí que hay simpatías. Se siente atracción por una hermana, mientras que ante otra darías un gran rodeo para evitar encontrarte con ella, y así, sin darse cuenta, se convierte en motivo de persecución. Pues bien, Jesús me dice que a esa hermana hay que amarla, que hay que rezar por ella, aun cuando su conducta me indujese a pensar que ella no me ama: «Pues si amáis sólo a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores aman a los que los aman». San Lucas, VI.

Y no basta con amar, hay que demostrarlo. Es natural que nos guste hacer un regalo a un amigo, y sobre todo que nos guste dar sorpresas. Pero eso no es caridad, pues también los pecadores lo hacen. Y Jesús nos dice también: «A todo el que te pide, dale, y al que se lleve lo tuyo no se lo reclames».”[27]

“Y ésta es la conclusión que yo saco: en la recreación y en la licencia, debo buscar la compañía de las hermanas que peor me caen y desempeñar con esas almas heridas el oficio de buen samaritano. Una palabra, una sonrisa amable bastan muchas veces para alegrar a un alma triste.”[28]

No hay duda pues, y no podría haberla, que el contemplativo debe practicar las obras de misericordia, tanto corporales como espirituales.

Si bien el monje no siempre tendrá la posibilidad de atender a los pobres que llegan a golpear la puerta del monasterio, o de servir a los huéspedes que se alojan en la hospedería (ya que sólo pueden hacerlo aquellos monjes designados por el Abad o por el Superior), tendrá la posibilidad de visitar y servir al hermano enfermo con caridad, solicitud y paciencia. Por otro lado, le será  siempre posible instruir al que no sabe, aconsejar al necesitado, corregir al que yerra, soportar los defectos ajenos, perdonar las ofensas recibidas, consolar al triste, y rezar por vivos y difuntos. Difícilmente transcurra un día en el monasterio sin tener ocasión de practicar alguna de estas obras espirituales de misericordia.

“La misericordia fluye espontáneamente de la caridad. Es ésta difusiva y tiende a comunicarse y beneficiar a todos de lo que posee. La vida del monasterio, mientras hace imposible su práctica en algunos de sus aspectos, deja en otros un amplio margen a su ejercicio. Sólo el Abad o aquellos a quienes él lo encomiende podrán satisfacer el anhelo de perdigarse con los pobres y desvalidos que llamen a la puerta del monasterio. No obstante, las diferencias naturales existentes entre los monjes siempre ofrecerán óptimas ocasiones para escanciar en el vaso exhausto de un hermano el vino de la alegría espiritual, el aceite suave de la misericordia, mostrándose asequible y generoso en su afecto hacia aquellos a quienes la naturaleza ha dotado escasamente, haciéndose presente en la soledad al que está enfermo: cumpliendo con respeto las últimas demostraciones de honor a los que abandonan la tierra; llevando al espíritu atribulado una palabra de consejo que contribuya a encontrar de nuevo la paz; sosteniendo al afligido con el bálsamo de una palabra buena,  reanimarlo con demostraciones de compresión que le llenen de consuelo. El monje no puede vivir desinteresado de sus hermanos. Es menester que de su pobreza y austeridad sepa sacar y atesorar las riquezas, si no materiales, al menos espirituales, para satisfacer toda necesidad.”[29]

Por otro lado, ya lo hemos mencionado, el monje que es objeto de la misericordia de otro debe saberse también actor de misericordia. Él es, al mismo tiempo, misericordiado y misericordiante, ya que recibe misericordia de los demás monjes y la practica con ellos.

  1. El monje del IVE

Nuestro Directorio de Vida Contemplativa se hace eco de estas enseñanzas sobre las prácticas de obras de misericordia. Hablando de la oración afirma:

“el monje en su oración pedirá no sólo por sí mismo, sino por todos los hombres, recordando permanentemente lo que enseña el Concilio Vaticano II: “…los institutos de vida contemplativa tienen una importancia particular en la conversión de las almas por sus oraciones, porque es Dios quien, por medio de la oración, envía obreros a la mies (cf. Mt. 9,38),  y abre las almas de los no cristianos para escuchar el Evangelio (cf. Act 16,14), y fecunda las palabras de salvación en sus corazones (cf. 1 Cor 3,7)”. Olvidarse de la dimensión apostólica de su consagración a sólo Dios, sería renunciar a la misma, porque en la raíz de su vocación está el pedir por toda la Iglesia.”[30]

Y más adelante:

“Todo monje del Instituto del Verbo Encarnado consagrará su oración y sacrificio por los  grandes temas e intenciones de la Iglesia, especialmente por aquellos dones que ningún mérito sino sólo la oración y la penitencia pueden obtener de Dios: la conversión de los pecadores -sobre todo de las almas consagradas-, las intenciones del Santo Padre, el acrecentamiento en cantidad y calidad de las vocaciones sacerdotales y religiosas y la perseverancia de todos los miembros de la Iglesia. Rezarán y ofrecerán penitencias, por las almas del Purgatorio, por el ecumenismo, por la vida de la Iglesia, por la promoción humana, y otros problemas que hacen a la realización del orden temporal según Dios y a la instauración del Reino de Dios en las almas.”[31]

También se establecen normas sobre las obras de misericordia:

“De acuerdo con la tradición monástica, atiéndase con especial solicitud a los pobres, los  enfermos, y a los desamparados, que manifiestan especialmente la Pasión de Cristo en sus miembros.”[32]

Y siguiendo la tradición benedictina, se nos manda socorrer a los necesitados y alojar a los visitantes:

“regalar a los pobres, vestir al desnudo, visitar a los enfermos, enterrar a los muertos…. Estas actividades no implicarán obras de caridad organizadas o institucionalizadas, sino atención a las personas que espontáneamente asistan al monasterio.[33]

“A todos los huéspedes que llegan al monasterio recíbaseles como al mismo Cristo, pues Él ha de decir: huésped fui y me recibisteis. Y tribútese a todos el honor debido, en especial a nuestros hermanos en la fe y a los peregrinos.”[34]

Sobre la atención a los enfermos, se dice:

“Cuando en el monasterio haya enfermos se les tendrá en la estima que merecen, y serán una fuente de gracia para todos. Los miembros doloridos son los que exigen la primera y más delicada atención, y se los servirá con la conciencia de que es a Cristo en persona a quien se sirve, pues Él mismo quiso identificarse con ellos…  El que sirve a un enfermo lo hará con el mismo afán con que lo haría por Cristo, y si a cambio de sus delicadezas recibe en premio desatenciones y molestias, las recibirá con paciencia y considerará con gozo, ya que precisamente con eso aumenta el mérito.”[35]

A modo de conclusión

El contemplativo ha de ser misericordioso en sus acciones, en sus palabras, en su oración, en su penitencia. Toda su vida, en cualquier lugar o circunstancia,  debe reflejar la misericordia del Padre “rico en misericordia”.

Jesús mismo le reveló a Sor Faustina Kowalska el plan misericordioso a seguir:

Exijo de ti obras de misericordia que deben surgir del amor hacia Mí. Debes mostrar misericordia siempre y en todas partes. No puedes dejar de hacerlo ni excusarte ni justificarte.

Te doy tres formas de ejercer misericordia: la primera, -la acción, la segunda -la palabra, la tercera – la oración. En estas tres formas está contenida la plenitud de la misericordia y es el testimonio irrefutable del amor hacia Mí. De este modo el alma alaba y adora Mi Misericordia.[36]

El alma unida a su divino Esposo y Maestro no quiere otra cosa sino transformarse en El y ser reflejo de su misericordia. Admirablemente expresa Sor Faustina este modo de actuar misericordioso. He aquí sus palabras que constituyen todo un plan de vida para el cristiano, en general, y para el contemplativo, en particular:

“Deseo transformarme toda en Tu misericordia y ser un vivo reflejo de Ti, oh Señor. Que este más grande atributo de Dios, es decir su insondable misericordia, pase a través de mi corazón al prójimo.

 Ayúdame, oh Señor, a que mis ojos sean misericordiosos, para que yo jamás recele o juzgue según las apariencias, sino que busque lo bello en el alma de mi prójimo y acuda a ayudarla.

Ayúdame a que mis oídos sean misericordiosos para que tome en cuenta las necesidades de mi prójimo y no sea indiferente a sus penas y gemidos.

Ayúdame, oh Señor, a que mi lengua sea misericordiosa para que jamás hable negativamente de mis prójimos sino que tenga una palabra de consuelo y perdón para todos.

Ayúdame, oh Señor, a que mis manos sean misericordiosas y llenas de buenas obras para que sepa hacer sólo el bien a mi prójimo y cargue sobre mí las tareas más difíciles y más penosas.

Ayúdame a que mis pies sean misericordiosos para que siempre me apresure a socorrer a mi prójimo, dominando mi propia fatiga y mi cansancio. (…)

Ayúdame, oh Señor, a que mi corazón sea misericordioso para que yo sienta todos los sufrimientos de mi prójimo (…)[37]

San Juan afirma que “Dios es amor” (1Jn 4,8), y San Juan Pablo II nos dice que la misericordia es el segundo nombre del amor[38]. Por tanto, podemos decir que Dios es misericordia.[39] Dios es amor en sí mismo y cuando ese amor se vuelca en la creación, en la redención y en la santificación es misericordia. El amor del Padre que nos ha creado es misericordia; el amor del Hijo que nos ha redimido es misericordia; el amor del Espíritu Santo que nos ha santificado es misericordia. Dios que es el mismo Amor, es la misma Misericordia.

Jesús nos manda amarnos unos a otros como él nos ha amado (cf. Jn 13,24) y, al mismo tiempo, ser misericordiosos como el Padre celestial es misericordioso (cf. Lc 6,36). Amor y misericordia son dos caras de la misma moneda; no pueden separarse, pues fueron inseparables en Dios. Nosotros, criaturas hechas a su imagen y semejanza (cf. Gen 1,26), hemos de reflejarlas en nuestro accionar cotidiano.[40]  Quien ama a Dios y al prójimo debe ser misericordioso; quien no es misericordioso, no ama ni al prójimo ni a Dios. Y quien no ama y no practica la misericordia, un juicio severo le espera, un juicio sin misericordia, como ya lo hemos indicado.[41]

Sólo nos resta elevar nuestra mirada y nuestro corazón a quien es Madre de la Misericordia Encarnada y Madre de misericordia, María Santísima. Ella que, como nadie, experimentó la misericordia divina por estar íntimamente asociada a la pasión de su divino Hijo,[42] y que la practicó como ninguna otra criatura lo ha hecho, nos conceda la gracia de poder nosotros ser instrumentos de misericordia y manifestar al mundo la novedad de la realidad divina: que Dios es Padre, rico en misericordia.

[1] SAN BENITO, Santa Regla, IV, 14-19.

[2] Ibidem, LIII, 1-3-15.

[3] Ibidem, XXXVI, 1-5.

[4] Ibidem XXIII, 1-5. Pueden verse sobre este tema de la corrección de las faltas los capítulos XXIII a XXVIII. El lenguaje usado por San Benito muestra cuán esencial era en su mente la práctica fiel de la obediencia a la Regla y de la caridad entre los hermanos.

[5] Ibidem, LXXII, 5.

[6] Ibidem, IV, 74.

[7] Moradas Terceras, 1,3, en SANTA TERESA DE JESUS, Obras Completas, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid 1986, 488.

[8] Vida, 19,15, Obras Completas, op. cit., 108. En ediciones anteriores de las Obras Completas editadas por la BAC, como las de 1962 y 1979, el texto citado aparece en Vida 19,17, página 77 y 89, respectivamente.

[9] Cuentas de Conciencia, 14,3, Obras Completas, op. cit., 600.

[10] Camino de Perfección, versión del Escorial, 63,2, Obras Completas, op. cit., 391.

[11] Camino de Perfección, versión de Valladolid, 36,12, Obras Completas, op. cit., 395.

[12] Dichos de luz y amor, 26, en S. JUAN DE LA CRUZ, Obras Completas, Editorial Monte Carmelo, Burgos 1982, 67.

[13] Cantico Espiritual B, 31,8, Obras Completas, op. cit., 1107.

[14] Llama de amor viva, 3,6, Obras Completas, op. cit., 1269.

[15] EFREN DE LA MADRE DE DIOS-STEGGINK OTGER, Tiempo y vida de San Juan de la Cruz, BAC, Madrid 1992, 104.

[16] CRISOGONO DE JESÚS, Vida de San Juan de la Cruz, en Vida y obras de San Juan de la Cruz, BAC, Madrid 1955, 301.

[17] Ibidem, 292-293.

[18] Manuscrito A 83vº (en adelante Ms A), en TERESA DE LISIEUX, Obras Completas, Editorial Monte Carmelo, Burgos 2006, 245.

[19] Escrito por la Santa a pedido de la Madre Inés de Jesus (su hermana Paulina) entre enero de 1895 y enero de 1896.

[20] Ms A 2rº, Obras Completas, op. cit., 83.

[21] Ibidem, 84.

[22] Ms A 84rº, Obras Completas, op. cit., 247.

[23] Ms A 49rº, Obras Completas, op. cit.,  172.

[24] Oración 6: Ofrenda de mí misma como víctima de holocausto al amor misericordioso de Dios, Obras Completas, op. cit., 759.

[25] Ms C 12vº-13rº, Obras Completas, op. cit., 288.

[26] Ms C 13vº-14rº, Obras Completas, op. cit., 290.

[27] Ms C 15vº, Obras Completas, op. cit., 292-293.

[28] Ms. C 28rº, Obras Completas, op. cit., 313.

[29] COLOMBAS GARCIA M., San Benito, su vida y su obra, BAC, Madrid 1968, 371.

[30] Directorio de Vida Contemplativa, 173. (En adelante DVC)

[31] Ibidem, 180.

[32] Ibidem, 187.

[33] DVC, 187. Cf. SAN BENITO, Santa Regla, IV, 14-17.

[34] DVC, 188. Cf. SAN BENITO, Santa Regla, LIII, 1-2.

[35] DVC, 39-40.

[36] SANTA FAUSTINA KOWALSKA, Diario, 742, en SANTA MARIA FAUSTINA KOWALSKA, Diario, La Divina Misericordia en mi alma, Ediciones Levántate, Granada 2003, 305. (El resaltado está en el texto original). “Tú Mismo me mandas ejercitar los tres grados de la misericordia. El primero, la obra de misericordiosa, de cualquier tipo que sea. El segundo, la palabra de misericordia; si no puedo llevar a cabo una obra de misericordia, ayudaré con mis palabras. El tercero, la oración. Si no puedo mostrar misericordia por medio de obras o palabras, siempre puedo mostrarla por medio de la oración. Mi oración llega hasta donde físicamente no puedo llegar.” Diario, 163, op. cit., 109.

[37] Diario, 163, op. cit., 108-109.

[38] Cf. DM, 7.

[39] “Cuando nos damos cuenta que el amor de Dios por nosotros no cesa ante nuestro pecado ni se retracta ante nuestras ofensas, sino que se hace aún más atento y generoso; cuando nos damos cuenta que este amor causó la Pasión y Muerte de la Palabra hecha carne, quien consintió redimirnos al precio de su propia sangre, entonces exclamamos con gratitud: ‘Sí, el Señor es rico en misericordia’, y aún: ‘El Señor es misericordia’.” RP, 2.

[40] Considerando que amor y misericordia son inseparables y, aún más, convertibles entre sí, podríamos reemplazar la palabra amor por la palabra misericordia y sus derivados misericordiar y misericordiado, usados por el Papa, en el texto admirable de la Primera Carta de San Juan del capítulo 4, versículos 7-11. Quedaría del siguiente modo: “Queridos, misericordiémonos unos a otros, ya que la misericordia es de Dios, y todo el que misericordia [es decir -usada en su forma verbal- el que practica la misericordia con el prójimo] ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no misericordia [al prójimo] no ha conocido a Dios, porque Dios es Misericordia. En esto se manifestó la misericordia que Dios nos tiene; en que Dios envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él. En esto consiste la misericordia: no en que nosotros hayamos misericordiado a Dios, sino en que él nos misericordió y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados. Queridos, si Dios nos misericordió de esta manera, también nosotros debemos misericordiarnos unos a otros.”

[41]Si el alma no practica la misericordia de alguna manera no conseguirá Mi misericordia en el día del juicio. Oh, si las almas supieran acumular los tesoros eternos, no serían juzgadas, porque su misericordia anticiparía Mi juicio.” SANTA FAUSTINA KOWALSKA, Diario, 1317, op. cit., 471-472. (El resaltado está en el texto original).

[42] Cf. DM, 9.

El contemplativo, reflejo de la misericordia del Padre (I)

El contemplativo,

reflejo de la misericordia del Padre

(Primera parte)

R.P. José Giunta

Monasterio de Nuestra Señora del Pueyo

“El Señor, tu Dios, es un Dios misericordioso, que no te abandonará, ni te destruirá ni se olvidará de la alianza que estableció con tus padres mediante un juramento.” (Deut 4,31)

Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos     alcanzarán misericordia.” (Mt 5,7)

 

Su finalidad será vivir sólo para Dios: éste es el enérgico resumen que proclama todo el deseo que Dios puso en el corazón de cada monje.
Su finalidad será vivir sólo para Dios: éste es el enérgico resumen que proclama todo el deseo que Dios puso en el corazón de cada monje.

El 22 de mayo, fiesta de la Santísima Trinidad, se celebró el día de oración por los contemplativos, con el lema -aquí en España- Contemplad el rostro de la misericordia. Todo cristiano, y mucho más el contemplativo, está llamado a redescubrir el rostro misericordioso del Padre, que se ha manifestado en Jesucristo, la misericordia encarnada, y a manifestarla en la vida diaria.

Escribe el Papa Francisco en la Bula de convocatoria al año Jubilar de la Misericordia:

“Siempre tenemos necesidad de contemplar el misterio de la misericordia. Es fuente de alegría, de serenidad y de paz. Es condición para nuestra salvación. Misericordia: es la palabra que revela el misterio de la Santísima Trinidad. Misericordia: es el acto último y supremo con el cual Dios viene a nuestro encuentro. Misericordia: es la ley fundamental que habita en el corazón de cada persona cuando mira con ojos sinceros al hermano que encuentra en el camino de la vida. Misericordia: es la vía que une Dios y el hombre, porque abre el corazón a la esperanza de ser amados para siempre no obstante el límite de nuestro pecado”.[1]

Contemplar el misterio de la misericordia divina significa, por un lado, penetrar en la enseñanza de los textos de la Sagrada Escritura sobre el tema, desarrollados y explicitados por los Padres y el Magisterio de la Iglesia, y, por otro lado, adecuar la propia vida a esa enseñanza para manifestar esa misericordia a los demás, pues no puede haber incoherencia entre lo creído y lo vívido, entre lo contemplado y lo experimentado, entre lo leído y lo practicado.

La misericordia divina aparece ante nuestros ojos de criaturas necesitadas e indigentes como el más grande atributo de Dios. Así nos lo indica San Juan Pablo II:

“Si algunos teólogos afirman que la misericordia es el más grande entre los atributos y las perfecciones de Dios, la Biblia, la Tradición y toda la vida de fe del pueblo de Dios dan testimonio exhaustivos de ello. No se trata aquí de la inescrutable esencia de Dios dentro del misterio de la misma divinidad, sino de la perfección y del atributo con que el hombre, en la vida íntima de su existencia, se encuentra particularmente cerca y no raras veces con el Dios vivo.”[2]

Dios es misericordioso, nos enseña Santo Tomás de Aquino, no porque sienta pena, dolor o tristeza en su corazón ante el mal de sus criaturas, sino porque busca remediar ese mal. En efecto, afirma el Aquinate:

“La misericordia hay que atribuirla a Dios en grado sumo. Pero como efecto, no como pasión. Para demostrarlo, hay que tener presente que misericordioso es como decir que alguien tiene miseria en el corazón, en el sentido de que le entristece la miseria ajena como si fuera propia. Por eso quiere desterrar la miseria ajena como si fuera propia. Este es el efecto de la misericordia. Entristecerse por la miseria ajena no lo hace Dios; pero sí, y en grado sumo, desterrar la miseria ajena, siempre que por miseria entendamos cualquier defecto.”[3]

La misericordia, por un lado, no está en contra de la justicia de Dios; ambas se manifiestan en sus obras (cf. Sal 24,10; 84,11).[4] La justicia distributiva de Dios se funda en la misericordia. La razón última por la que Dios confiere dones a sus criaturas y premia las buenas obras de sus criaturas racionales, es su amor y misericordia. El premio de los buenos y el castigo de los malos no es sólo obra de la justicia divina, sino también una obra de la misericordia, en cuanto premia más allá de todo mérito y castiga menos de lo merecido.[5] Por otro lado, la redención del hombre no es sólo un acto de misericordia sino que, al mismo tiempo, es un acto de la justicia divina, ya que Dios ofreció a su Hijo único como propiciación por los pecados y pide del pecador arrepentimiento y reparación.

Aún más, la misericordia es la manifestación de la omnipotencia de Dios (cf. Sab 11,23), ya que solo Él, con su infinito poder, puede remediar todo mal presente en las criaturas.[6]

  1. Misericordia en la Sagrada Escritura

Dijimos que contemplar el misterio de la misericordia divina significa, en primer lugar, penetrar en la enseñanza de los textos de la Sagrada Escritura sobre el tema.

Nos recuerda el Papa Francisco:

“Para ser capaces de misericordia, entonces, debemos en primer lugar colocarnos a la escucha de la Palabra de Dios. Esto significa recuperar el valor del silencio para meditar la Palabra que se nos dirige. De este modo es posible contemplar la misericordia de Dios y asumirla como propio estilo de vida.”[7]

Cada página de la Sagrada Escritura nos habla de la misericordia de Dios. El estudio de todos los textos llevaría más tiempo y espacio del que pretende el presente escrito. Por tanto, indicaremos sólo algunos puntos esenciales de la Teología Bíblica sobre la misericordia.

  1. Concepto de misericordia

El uso moderno identifica misericordia con compasión o perdón. Esta identificación, si bien válida, corre el riesgo de ocultar la riqueza que el pueblo de Israel, a la luz de sus experiencias, dio a la palabra. En efecto, el concepto de misericordia envuelve para Israel los conceptos de compasión y fidelidad.

Básicamente dos conceptos son usados en el Antiguo Testamento para expresar la misericordia[8]. La palabra hebrea hesed designa la piedad, una relación que une dos seres e implica fidelidad. Hesed evoca la idea de bondad, no en sentido genérico o como una mera disposición o espíritu de bondad, sino como una bondad con alguien en vista. Podría ser descripta como una bondad, ayuda o benevolencia que nace de la exigencia de una relación entre personas, como aquella entre los miembros de una familia, amigos, huéspedes, y entre Dios y su pueblo sobre la base de la alianza. Es, por tanto, la manifestación de la solidaridad entre las personas, y es el vínculo que mantiene viva y activa esa solidaridad, y le da su contenido. Las personas no solamente se desean el bien unos a otros sino que son fieles unos a otros en virtud de un compromiso interior, y por tanto, fieles a ellos mismos. Así, la misericordia (hesed) es una bondad que supone la fidelidad a uno mismo; es como una respuesta a un deber interior.

La segunda palabra hebrea para designar la misericordia es rahamin que expresa el apego instintivo de un ser a otro. Este sentimiento, de acuerdo con el pensamiento semítico, tiene su sitio en el seno materno (rahem: 1Re 3,26). Expresa el amor materno, gratuito, inmerecido, una exigencia del corazón.[9] Esta compasión engendra sentimientos de ternura y bondad, de paciencia y entendimiento, de disponibilidad para perdonar. En varios pasajes del Antiguo Testamento Dios aparece con estos sentimientos maternales (cf. Is 49,15; 66,13). Es basado en este amor que Dios liberará a Israel de sus enemigos y perdonará sus infidelidades.

Estas palabras hebreas son traducidas como misericordia y amor, pasando a través de una amplia gama de significados: ternura, piedad, compasión, clemencia, bondad, y aún gracia (hb. hen) que, sin embargo, tiene un sentido mucho más amplio. A pesar de esta variedad, no es imposible encontrar el significado bíblico de la misericordia. Desde el comienzo hasta el fin la manifestación de la ternura de Dios es ocasionada por la miseria humana y basada en la alianza que libremente ha establecido con los hombres.

Los términos griegos, por el contrario, no son tan ricos como los hebreos para expresar los matices propios del texto original. La palabra eleos expresa el aspecto fundamental del hesed de Dios que es la voluntad de salvar no sólo a aquellos que están en necesidad de salvación sino que son indignos de ella (cf. Rom 9,22s.; Tit 3,5). Jesús hace del eleos que uno muestra a otro la condición del eleos que puede esperar de Dios (cf. Mt 5,7; 18,33). La prueba del amor al prójimo será demostrar eleos al necesitado (cf. Lc 10,37). Entre los hombres el eleos se transforma en agape (amor).

Es importante destacar que en el Antiguo Testamento la misericordia de Dios no está ligada solamente a estos conceptos sino también a una gran variedad de imágenes: Dios protege a su pueblo como el águila a su cría (cf. Dt 32,11-12; Sal 57,1; 17,8; 36,7; 61,4; 63,7; Ex 19,4; Rut 2,12), es fiel a su amor de esposo (cf. Is 5,1-7;  Ez 16,23), es una madre que ha engendrado a su pueblo (cf. Is 44,2.24; 46,3) y lo colma de ternura (cf. Sal 49,15; 66,13; 131,2; Os 11,1-8), es como un pastor que cuida el rebaño (cf. Sal 23, 1-6), es como un viñador que cuida su viña (cf. Is 5,1-4), es refugio para el que le teme (cf. Sal 27,10; 32,7; 139,5), es una roca (cf. Dt 32,15; Sal 18,3.47;), es escudo (cf. Sal 18,3; 144,2), etc.

  1. Misericordia en el Antiguo Testamento.

2.1 Misericordia con el pueblo elegido

Podemos afirmar que el Antiguo Testamento y, por tanto, la historia de la salvación comienzan con un gran acto de la misericordia divina. En efecto, al comienzo mismo de la creación, inmediatamente después del pecado original, Dios se compadece del estado en el cual el pecado había dejado al hombre y, libremente, promete enviar un salvador para reparar por la ofensa cometida (cf. Gen 3,15). Esa promesa se hará realidad cuando, llegada la plenitud de los tiempos, el Verbo de Dios se haga carne y habite entre nosotros (cf. Jn 3,14; Gal 4,4).

En todo el Antiguo Testamento Dios se manifiesta como el “Dios de las misericordias” que siempre está dispuesto a ayudar al que se reconoce pecador y miserable (cf. Sal 4,2; 6,3; 9,14; 25,16), y que hace brotar una profunda acción de gracias: “Dad gracias a Yahveh, porque es bueno, porque su amor (hesed) es eterno” (Sal 107,1).[10]

Si bien Dios se manifiesta bondadoso con Abraham y establece libremente una alianza con él (cf. Gen 15,1-21) y se muestra compasivo con Lot (cf. Gen 19,16.19), con Isaac (cf. Gen 24,14), y con José (cf. Gen 39,21), esta firme convicción de la misericordia de Yahveh parece originarse en la experiencia de Israel durante la liberación de Egipto. Aunque el término misericordia no se encuentra en el relato del libro del Éxodo, la liberación de Egipto se describe como un acto de la misericordia divina. En efecto, Dios dice a Moisés: “He visto la miseria de mi pueblo en Egipto y he escuchado sus gritos… Conozco sus sufrimientos. Estoy decidido a liberarlos” (Ex 3,7-10,16-17). El motivo de esa liberación es el recuerdo de la alianza hecha con sus padres (cf. Ex 6,5). Dios no pudo soportar la miseria de su pueblo; estableciendo una alianza con Israel, Dios ha hecho de Israel su linaje y, por tanto, una ternura instintiva lo une a él para siempre.

La bondad (hesed) de Dios no está ligada a una reciprocidad en hesed. La presencia y acción de Dios en medio de su pueblo es totalmente gratuita, no fundadas en la rectitud o mérito del hombre. Dios libremente eligió un pueblo como suyo. La bondad de Dios no es el contenido de lo que Él hace por el hombre, sino que es lo que lo lleva a hacer una alianza con el hombre, y es lo único que mantiene la alianza cuando el hombre ha sido infiel a ella por causa del pecado (cf. 2Re 13,23; Dn 3,35). Si bien no hay una reciprocidad en hesed que antecede a la alianza de Yahveh con Israel, sí la hay después de la alianza ya que, como consecuencia de ella, Dios espera hesed de su pueblo (cf. Os 4,1; 6,4.6).[11]

Dios, habiendo afirmado su libertad para conceder misericordia a aquél que quiere (cf. Ex 33,19), proclama que su ternura puede triunfar sobre el pecado sin perjuicio de su santidad: “Yahveh es un Dios de ternura (rahum) y gracia (hanun) lento a la cólera y rico en misericordia (hesed) y fidelidad (‘emet), que muestra su bondad (hesed) por generaciones, que perdona la iniquidad, la rebeldía y el pecado, pero no los deja impunes; que castiga la iniquidad de los padres en los hijos y en los hijos de los hijos hasta la tercera y cuarta generación” (Ex 34,6-7).

A lo largo de la historia del pueblo elegido Dios ha mostrado efectivamente que, aun cuando debe castigarlo por sus pecados, se mueve a compasión cuando claman a Él desde el fondo de sus corazones. El libro de los Jueces muestra cómo Dios se enoja repetidamente con su pueblo debido a la infidelidad del mismo, y cómo luego obra misericordiosamente enviando salvadores (cf. Jc 2,18). Los profetas, aun anunciando catástrofes sobre el pueblo, saben de la misericordia y ternura de Dios (cf. Jer 31,20; Is 49,14s; 54,7) y que el pecado es la ocasión para entrar más profundamente en el misterio de su ternura (cf. Dn 3,26-43; 9,4-19).

Si Dios no cumple las amenazas dichas y obra con paciencia es porque quiere la conversión de sus elegidos: “Deje el malo su camino, el hombre inicuo sus pensamientos, y vuélvase a Yahveh que tendrá compasión de él, a nuestro Dios que será grande en perdonar” (Is 55,7); “Desgarrad vuestro corazón y no vuestros vestidos, volved a Yahveh vuestro Dios, porque Él es clemente y compasivo, tardo a la cólera, rico en amor, y se ablanda ante la desgracia” (Jl 2,13). El pueblo elegido sabe que su cólera no dura para siempre (cf. Jer 3,12s; Ne 9,17) y que nuevamente se compadecerá de ellos y borrará sus culpas (cf. Mi 7,19; Ne 9,18-19). Con esta convicción David pudo cantar el Miserere: “Ten piedad, Oh Dios, según tu amor, por tu inmensa ternura borra mi delito, lávame a fondo de mi culpa y purifícame de mi pecado” (Sal 51,1-2). La misericordia divina no conoce otro límite que la dureza del corazón del pecador (cf. Is 9,16; Jer 16,5.13).

Esta bondad (hesed) de Yahveh salva a Israel de sus enemigos (cf. Sal 25,6; 40,11; 79,8; Jer 42,12), y pone fin al exilio, trayéndolos nuevamente a la tierra prometida (cf. Ez 39,25; Is 54,10; 63,7).

2.2 Misericordia con los paganos

Esta misericordia fue tenida por mucho tiempo como un privilegio del pueblo elegido. Sin embargo, poco a poco, Dios, por su infinita liberalidad, la va manifestando a otros pueblos. La historia de Jonás es una prueba de la estrechez del corazón humano que no acepta la inmensa compasión de Dios (cf. Jon 4,2). Dios castiga a los paganos para que se arrepientan de su mala conducta (cf. Sab 11,23-26; 12,2.8.19-20). El libro del Eclesiástico afirmará expresamente, “La misericordia del hombre sólo alcanza a su prójimo, la misericordia del Señor abarca a todo el mundo” (Si 18,13).

David, luego de su pecado, prefirió caer en las manos de Yahveh, cuya misericordia era infinita, y no en las manos de los hombres (cf. 2Sam 24,14). Dios, que es compasivo y misericordioso, irá manifestando paulatinamente que también los hombres deben practicar la misericordia.

Dios condena a los paganos que ahogan la misericordia y guardan rencor a su prójimo (cf. Am 1,11). Su voluntad es que el hombre cumpla con la ley del amor fraterno (cf. Lev 19,18) en preferencia a los sacrificios (cf. Os 6,6). Si uno desea ayunar verdaderamente, tiene que socorrer al pobre, a la viuda y al huérfano (cf. Is 58,6-7; Job 31,16-23). Si bien este horizonte del amor se extendía a aquellos de la misma raza o creencia, el mandamiento de no vengarse ni guardar rencor se irá expandiendo. Sin embargo, la idea de la misericordia con todos los hombres no aparecerá hasta los últimos libros de la sabiduría en los cuales se prefigura el mensaje de Jesús sobre el tema: el perdón debe concederse a todo hombre (cf. Si 27,30-28,7); la piedad y la limosna se ha de practicar con todos (cf. Prov 14,21.31; Si 3,30-4,10; 7,32-36; 29,8-9; 40,17).

  1. Misericordia en el Nuevo Testamento

3.1 Jesús revela al Padre

San Pablo nos enseña que “muchas veces y de muchas maneras habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los Profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio de su Hijo” (Heb 1,1-2). Toda la misión de Cristo consistió en revelar los grandes misterios de Dios que estaban escondidos a los hombres desde la creación del mundo. Él nos revela a un Dios que, en la simplicidad de su esencia, es trino en personas;  a un Dios que se anonada hasta hacerse semejante a los hombres y dar la vida para rescatarlos del pecado; Él nos revela no sólo el misterio de un Dios que es rico en misericordia, de lo cual el pueblo elegido tenía una experiencia varias veces milenarias, sino el misterio de un Dios Padre que es rico en misericordia[12]. Jesús afirma: “Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce al  Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo, y a aquél a quien el Hijo se lo quiera revelar” (Mt 11,27). Y San Juan dirá: “A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, Él nos lo ha revelado” (Jn 1,18). Gracias a la Encarnación del Verbo, Dios “viene en Persona a hablar de sí al hombre y a mostrarle el camino por el cual es posible alcanzarlo.”[13]

En el Antiguo Testamento Dios era reconocido como Padre porque Yahveh había elegido libremente a Israel entre muchos otros pueblos como su herencia. De allí que muchas veces se mencione a Israel como el primogénito de Dios: “Y dirás al Faraón, ‘así dice Yahveh: Israel es mi hijo, mi primogénito” (Ex 4,22); “Porque yo soy para Israel un padre, y Efraím es mi primogénito” (Jer 31,9; cf. Os 11,1; Mal 1,6.). El israelita llamaba a Dios “Padre” porque era miembro del pueblo elegido y por la experiencia histórica que tenía de la protección por parte de Dios.[14]

Jesús llama a Dios “mi Padre” (Jn 8,19.38.54; 10,25; Mt 11,27) y “Abba” (Mc 14,36), expresiones que no eran usadas por los israelitas y que suponen una revelación por parte de Jesús.[15] Él quiso que esta íntima relación que tenía con el Padre fuera participada por aquellos a los cuales vino a salvar. También sus discípulos pueden llamar a Dios “Padre Nuestro” (Mt 6,9) y “Abba” (Rom 8,15) porque ellos han creído en Jesús (cf. Jn 1,12) y han renacido del agua y del Espíritu (cf. Jn 3,5), recibiendo la filiación adoptiva (cf. Gal 4,5; Ef 1,5).

La manifestación de la misericordia del Padre se concreta en la persona y en la obra de Jesucristo. San Juan Pablo II nos dice:

“Cristo confiere un significado definitivo a toda la tradición veterotestamentaria de la misericordia divina. No sólo habla de ella y la explica usando semejanzas y parábolas, sino que además, y ante todo, él mismo la encarna y personifica. Él mismo es, en cierto modo, la misericordia. A quien la ve y la encuentra en él, Dios se hace concretamente visible como Padre ‘rico en misericordia’.”[16]

La Encarnación de la Palabra no es sólo una obra del amor de Dios (cf. Jn 3,16), sino también la suprema revelación de la misericordia divina hecha una persona.

La misericordia del Padre será tema central de su predicación:

“Cristo pues revela a Dios que es Padre, que es amor, como dirá san Juan en su primera Carta; revela a Dios ‘rico en misericordia’, como leemos en san Pablo. Esta verdad, más que tema de enseñanza, constituye una realidad que Cristo nos ha hecho presente. Hacer presente al Padre en cuanto amor y misericordia es en la conciencia de Cristo mismo la prueba fundamental de su misión de Mesías; lo corroboran las palabras pronunciadas por Él primeramente en la sinagoga de Nazaret y más tarde ante sus discípulos y ante los enviados por Juan Bautista. En base a tal modo de manifestar la presencia de Dios que es padre, amor y misericordia, Jesús hace de la misma misericordia uno de los temas principales de su predicación.”[17]

En su persona, en sus palabras, en sus obras y en sus actitudes Jesús es el rostro misericordioso del Padre “rico en misericordia” (Ef 2,4).[18] Quien ve a Cristo ve al Padre (cf. Jn 14,9). Toda su vida, desde su nacimiento hasta su resurrección, es una asombrosa manifestación de la misericordia del Padre. En cada página de los Evangelios podemos ver su compasión por los enfermos, lisiados, ciegos, paralíticos, endemoniados, leprosos, etc. No hay miseria alguna en que Jesús no muestre el rostro misericordioso del Padre.[19] Juan Bautista reconocerá en ese actuar misericordioso de Cristo que el Mesías prometido y esperado por siglos estaba entre ellos (cf. Lc 7,22).

Si bien Cristo se mostró misericordioso con todos aquellos que padecían alguna miseria física, lo fue particularmente con los que padecían la miseria espiritual: el pecado. De allí que, tal vez, las páginas más hermosas de los Evangelios sean aquellas en las cuales Jesús trata con pecadores y revela la misericordia del Padre para con ellos. Las parábolas llamadas de la misericordia fueron dirigidas a los fariseos (cf. Lc 15,2; 7,40 18,9; Mc 2,16; Mt 21,23) hombres de corazón duro, sin misericordia, que veían con malos ojos que Jesús comiese con ellos (cf. Mt 9,11; Mc 2,16; Lc 19,7) y los perdonase (cf. Mt 9,2; Lc 7,47; Jn 8,11). La misericordia del Padre, manifestada en el Hijo hecho carne, abre las puertas del reino de los cielos a recaudadores de impuestos y prostitutas (cf. Mt 21,31), algo absolutamente impensable para los fariseos y saduceos. Sin lugar a dudas, la parábola del Hijo pródigo (cf. Lc 15,11-32) es aquella que  manifiesta más tiernamente la misericordia de Dios Padre, que siempre está a la espera del hijo pecador.[20] Los pecadores arrepentidos son los que agradan a Dios y no los que se creen justos (cf. Mt 21,28-31; Lc 18,9-14).

El punto culminante de la revelación de la misericordia del Padre será el misterio pascual de Cristo:

“El mensaje mesiánico de Cristo y su actividad entre los hombres terminan con la cruz y la resurrección. Debemos penetrar hasta lo hondo de este acontecimiento final que, de modo especial en el lenguaje conciliar, es definido mysterium paschale, si queremos expresar profundamente la verdad de la misericordia, tal como ha sido hondamente revelada en la historia de nuestra salvación…El misterio pascual es el culmen de esa revelación y actuación de la misericordia, que es capaz de justificar al hombre, de restablecer la justicia en el sentido del orden salvífico querido por Dios desde el principio para el hombre y, mediante el hombre, en el mundo.”[21]

Todo esto lleva a afirmar al autor de la carta a los Hebreos que Jesús tuvo que asemejarse en todo a nosotros para ser misericordioso (cf. Heb 2,17) y mostrar así a un Dios Padre rico en misericordia. Por ello debemos acercarnos con total confianza al trono de la gracia para alcanzar misericordia, pues tenemos un Sumo Sacerdote misericordioso (cf. Heb 4,15-16) que intercede por nosotros y nos auxiliará en el momento oportuno. En efecto, Dios es el “Padre de las misericordias y Dios de toda consolación, que nos consuela en toda tribulación” (2Cor 1,3), quien mostró misericordia al Apóstol (cf. 1Cor 7,25; 2Cor 4,1; 1Tim 1,13.15-16) y quien la mostrará a todos los creyentes (cf. 1Tim 1,2.16; 2Tim 1,2; Tit 1,4; 2Jn 3).

3.2 Conversión y misericordia

Al comenzar su ministerio público Jesús dice: “Convertíos y creed en la Buena Nueva” (Mc 1,15). La Buena Nueva de Cristo es, según vimos, que Dios es un Padre rico en misericordia, que ha enviado a su Hijo como Salvador y ha abierto las puertas del reino de los cielos a todos los hombres, aún a los pecadores. La condición para ello es el cambio de conducta o, mejor dicho, del corazón. En efecto, la palabra metanoia (y su imperativo metanoiete= convertíos) significa literalmente “cambiar ideas” o “cambiar el corazón”. Jesús invita a las personas a cambiar radicalmente sus vidas.[22]

Jesucristo pidió repetidamente la conversión a sus oyentes (cf. Mt 11,20-21; 12,41; Lc 13,3.5; 15,7.10), y puso de manifiesto que el perdón de las pecados era consecuencia de la conversión, como en los casos de la mujer pecadora (cf. Lc 7, 44-48), de Zaqueo (cf. Lc 19,8-9) y el hijo menor de la parábola del hijo pródigo (cf. Lc  15,17-19). Esta relación conversión-misericordia también se daba en el Antiguo Testamento (cf. Dt 30,9-10; 2Cro 30,9; Si 17,25.29; Jl 2,13; Jon 3,5-10).

El saber que el Padre es rico en misericordia acrecienta la esperanza y la confianza por parte del pecador que será perdonado y abre el amplio horizonte de la conversión. Por otra parte, la conversión consiste en descubrir y abrirse a la misericordia de Dios Padre, quien es  rico en misericordia. De allí que San Juan Pablo II nos diga:

“La misericordia en sí misma, en cuanto perfección de Dios infinito es también infinita. Infinita pues e inagotable es la prontitud del Padre en acoger a los hijos pródigos que vuelven a casa. Son infinitas la prontitud y la fuerza del perdón que brotan continuamente del valor admirable del sacrificio de su Hijo. No hay pecado alguno que prevalezca por encima de esta fuerza y ni siquiera que la limite. Por parte del hombre puede limitarla únicamente la falta de buena voluntad, la falta de prontitud en la conversión y en la penitencia, es decir, su perdurar en la obstinación, oponiéndose a la gracia y a la verdad especialmente frente al testimonio de la cruz y de la resurrección de Cristo. Por tanto la Iglesia profesa y proclama la conversión. La conversión a Dios consiste siempre en descubrir la misericordia, es decir, ese amor que es paciente y benigno a medida del Creador y Padre: el amor al que ‘Dios Padre de Nuestro Señor Jesucristo’ es fiel hasta las últimas consecuencias en la historia de la alianza con el hombre: hasta la cruz, hasta la muerte y la resurrección de su Hijo. La conversión a Dios es siempre fruto del ‘reencuentro’ con ese Padre, rico en misericordia. El auténtico conocimiento de Dios, Dios de la misericordia y del amor benigno, es una constante e inagotable fuente de conversión, no solamente como un momentáneo acto interior, sino también como disposición estable, como estado de ánimo. Quienes llegan a conocer de este modo a Dios, quienes lo ‘ven’ así, no pueden vivir sino convirtiéndose sin cesar a Él. Viven pues in statu conversionis.”[23]

3.3 Práctica de la misericordia

El Padre que ofrece misericordia al hombre en Cristo y a través de Cristo, quiere que también él muestre misericordia con los demás hombres, como enseña Jesús en la parábola del siervo sin misericordia: “¿No debías tú también compadecerte de tu compañero, del mismo modo que yo me compadecí de ti?” (Mt 18,33).

Jesús nos manda: “sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt 5,48).  Esta perfección de acuerdo con Lc 6,36 se identifica con el deber de ser misericordioso “como el Padre es misericordioso”. Solamente el misericordioso recibe la misericordia de Dios (cf. Mt 5,7). Sólo aquel que se comporta como buen samaritano ama realmente a Dios y al prójimo y hereda la vida eterna (cf. Lc 10,25.37). Por el contrario, un juicio severo y sin misericordia espera a los que no practican la misericordia (cf. Mt 18,23-28; 25,41-45; St 2,13).[24]

Por otro lado, la práctica de las obras de misericordia manifiesta la credibilidad del mensaje evangélico sobre la caridad, y la bondad y providencia divina. Se dice, y con razón, que las obras hablan más elocuentemente que las palabras. A las palabras se las lleva el viento; a las obras, no. Las obras de misericordia muestran la cercanía de Dios en la necesidad. ¿Quién no ve, por ejemplo, en Santa Teresa de Calcuta, ese modelo de práctica misericordiosa que llevó a tantos hombres y mujeres necesitados a descubrir el rostro misericordioso de Dios? Así lo recordaba San Juan Pablo II:

“Buscó ser un signo del “amor, de la presencia y de la compasión de Dios”, y así recordar a todos el valor y la dignidad de cada hijo de Dios, “creado para amar y ser amado”. De este modo, la madre Teresa “llevó las almas a Dios y Dios a las almas” y sació la sed de Cristo, especialmente de aquellos más necesitados, aquellos cuya visión de Dios se había ofuscado a causa del sufrimiento y del dolor.”[25]

Sin embargo, el santo Pontífice nos advierte contra la concepción de la misericordia que tiende a ver una relación de desigualdad entre el que la practica y el que la recibe, concepción que degrada al que la recibe y ofende la dignidad del hombre. La práctica de la misericordia se basa en la común experiencia del bien que es el hombre y sobre su dignidad.[26] Tanto el que practica la misericordia como el que la recibe contribuyen al bien de la dignidad humana y a unir a las personas profundamente.[27]

Por ello,

“[es necesario] purificar también continuamente todas nuestras acciones y nuestras intenciones, allí donde la misericordia es entendida y practicada de manera unilateral, como bien hecho a los demás. Sólo entonces, en efecto, es realmente un acto de amor misericordioso: cuando, practicándola, nos convencemos profundamente de que al mismo tiempo la experimentamos por parte de quienes la aceptan de nosotros. Si falta esa bilateralidad, esa reciprocidad, entonces nuestras acciones no son aún auténticos actos de misericordia, ni se ha cumplido plenamente en nosotros la conversión, cuyo camino nos ha sido manifestado por Cristo con la palabra y con el ejemplo hasta la cruz, ni tampoco participamos completamente en la magnífica fuente del amor misericordioso que nos ha sido revelada por Él.”[28]

  1. Vida como manifestación de la misericordia divina

Hemos indicado las ideas bíblicas que permiten penetrar en el sentido de la misericordia divina. La contemplación de esas verdades debe mover a la acción concreta, a reflejar en la propia vida el rostro misericordioso del Padre.

Escribe el Papa Francisco:

“Es mi vivo deseo que el pueblo cristiano reflexione durante el Jubileo sobre las obras de misericordia corporales y espirituales. Será un modo para despertar nuestra conciencia, muchas veces aletargada ante el drama de la pobreza, y para entrar todavía más en el corazón del Evangelio, donde los pobres son los privilegiados de la misericordia divina. La predicación de Jesús nos presenta estas obras de misericordia para que podamos darnos cuenta si vivimos o no como discípulos suyos.”[29]

Y agrega inmediatamente:

“No podemos escapar a las palabras del Señor y en base a ellas seremos juzgados: si dimos de comer al hambriento y de beber al sediento. Si acogimos al extranjero y vestimos al desnudo. Si dedicamos tiempo para acompañar al que estaba enfermo o prisionero (cfr Mt 25,31-45). Igualmente se nos preguntará si ayudamos a superar la duda, que hace caer en el miedo y en ocasiones es fuente de soledad; si fuimos capaces de vencer la ignorancia en la que viven millones de personas, sobre todo los niños privados de la ayuda necesaria para ser rescatados de la pobreza; si fuimos capaces de ser cercanos a quien estaba solo y afligido; si perdonamos a quien nos ofendió y rechazamos cualquier forma de rencor o de odio que conduce a la violencia; si tuvimos paciencia siguiendo el ejemplo de Dios que es tan paciente con nosotros; finalmente, si encomendamos al Señor en la oración nuestros hermanos y hermanas. En cada uno de estos “más pequeños” está presente Cristo mismo. Su carne se hace de nuevo visible como cuerpo martirizado, llagado, flagelado, desnutrido, en fuga… para que nosotros los reconozcamos, lo toquemos y lo asistamos con cuidado. No olvidemos las palabras de san Juan de la Cruz: «En el ocaso de nuestras vidas, seremos juzgados en el amor».”[30]

Las obras de misericordia son acciones caritativas mediante las cuales ayudamos al  prójimo en sus necesidades corporales y espirituales.[31] Es tradicional la enumeración de siete obras de misericordia corporales y siete espirituales. Las obras caporales son tomadas del Evangelio de San Mateo (cf. Mt 25, 34-45) y del libro de Tobías (cf. Tob 2,3-8; 12,12).  Estas obras son: dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento, dar posada al necesitado, vestir al desnudo, visitar al enfermo, socorrer a los presos y enterrar a los muertos. Las obras espirituales se toman de distintos pasajes de la Biblia, especialmente de las enseñanzas de Jesús. Estas son: enseñar al que no sabe, dar buen consejo al que lo necesita, corregir al que está en error, perdonar las injurias, consolar al triste, sufrir con paciencia los defectos de los demás y rogar a Dios por vivos y difuntos.

Es digno de destacar que al mencionar la materia sobre la que versará el juicio en el texto de Mateo antes citado, no se condena a los de la izquierda por haber hecho algo contrario a lo establecido en los mandamientos (es decir, por robar, cometer adulterio o mentir), sino por haber omitido hacer el bien a otros, por no haber obrado con misericordia. De esto se desprende que se puede pecar no solamente actuando positivamente contra los mandamientos de la ley de Dios, sino también omitiendo las acciones que conducen al bien que esos mandamientos suponen. Si hay que amar al prójimo como a uno mismo (cf. Lev 19,18) o como Jesús los ama (cf. Jn 13,34), el no dar de comer o de beber a alguien, el no visitarlo en el hospital cuando está enfermo o en la cárcel cuando está preso, el no enseñar al ignorante, no corregir al que yerra, no consolar al triste o no perdonar las injurias, son omisiones que atentan contra el bien humano y el mandamiento de la caridad.

Una idea que gusta repetir el Papa Francisco al hablar de la práctica de la misericordia es la de ser misericordiado para poder misericordiar.[32]  Así, les expresaba a los sacerdotes reunidos para conmemorar el Jubileo de los sacerdotes:

La misericordia nos permite pasar de sentirnos misericordiados a desear misericordiar.”[33]

Y agregaba:

El corazón misericordiado no es un corazón emparchado sino un corazón nuevo, re-creado… Es un corazón que se sabe recreado gracias a la fusión de su miseria con el perdón de Dios y, por eso, «es un corazón misericordiado y misericordioso».”[34]

Es decir, que uno debe experimentar el haber sido misericordiado, debe ser consciente de ser objeto de misericordia por parte de Dios, para poder practicar la misericordia con los que están en necesidad. Sólo quien experimenta la misericordia del Padre podrá hacer experimentar esa misericordia a otros. Sólo el que se reconoce misericordiado será capaz de engendrar misericordiados.

Sin embargo, no hay que pensar que el misericordiado lo es solamente de Dios sino que lo es también de los misericordiados que ha engendrado. En efecto, como ya lo hemos mencionado, no se debe concebir el acto de misericordia como un acto unilateral, desigual, en el que el que recibe la acción misericordiosa es totalmente pasivo. El misericordiado hace también misericordia al misericordioso o misericordiante (por acuñar una nueva palabra que ni el Papa usa). De allí que, como afirma el Papa,

“Al dignificar —y esto es decisivo, no se debe olvidar: la misericordia da dignidad—, la misericordia eleva a aquel hacia el que uno se abaja y vuelve pares a los dos, al misericordioso y al misericordiado.”[35]

Ello abre el espectro visual del que practica la misericordia, y lo hace ser humilde, caritativo y agradecido.

Realizando las obras de misericordia, los cristianos continúan escribiendo “el Evangelio de la misericordia.”[36] Todos están llamados a través de las obras de misericordia corporales y espirituales a manifestar la enseñanza y el estilo de vida de Jesucristo:

“el Evangelio de la misericordia continúa siendo un libro abierto, donde se siguen escribiendo los signos de los discípulos de Cristo, gestos concretos de amor, que son el mejor testimonio de la misericordia. Todos estamos llamados a ser escritores vivos del Evangelio, portadores de la Buena Noticia a todo hombre y mujer de hoy. Lo podemos hacer realizando las obras de misericordia corporales y espirituales, que son el estilo de vida del cristiano. Por medio de estos gestos sencillos y fuertes, a veces hasta invisibles, podemos visitar a los necesitados, llevándoles la ternura y el consuelo de Dios.”[37]

A través de esas obras, los cristianos buscan crear una “cultura de la misericordia”, que no es lo mismo que una cultura de la beneficencia.[38] No basta con hacer el bien, con practicar la misericordia, aisladamente. Hay que implicarse realmente en socorrer a las necesidades de los demás, y hay que implicarse diariamente.[39]

[1] FRANCISCO, Bula Misericordiae Vultus, 2. (En adelante MV)

[2] SAN JUAN PABLO II, Carta Encíclica Dives in Misericordia, 13. (En adelante DM)

[3] SANTO TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae,  I, q.21, a.3. (En adelante S. Th.)

[4] Cf. Ibidem, a.3 ad 2; a.4.

[5] Cf. Ibidem, a.4 ad 1.

[6] Cf. S. Th., II-II, q.30, a.4; Catecismo de la Iglesia Católica, n° 270.

[7] MV, 13.

[8] Para una síntesis de los términos usados en la Sagrada Escritura para expresar la misericordia puede verse DM, 4, especialmente la nota 52; McKENZIE JOHN, Dictionary of the Bible, The Bruce Publisher Company, Milwaukee 1965, 565-567; DOFOUR LEON, Vocabulario de Teología Bíblica, Herder, Barcelona 1965, 475-479.

[9] Afirma el Papa: “El Señor es “misericordioso”: esta palabra evoca una actitud de ternura como la de una madre con su hijo. De hecho, el término hebreo usado en la Biblia hace pensar a las vísceras o también en el vientre materno. Por eso, la imagen que sugiere es aquella de un Dios que se conmueve y se enternece por nosotros como una madre cuando toma en brazos a su niño, deseosa sólo de amar, proteger, ayudar, lista a donar todo, incluso a sí misma. Esa es la imagen que sugiere este término. Un amor, por lo tanto, que se puede definir en sentido bueno “visceral”.” FRANCISCO, Audiencia General, 13 de enero de 2016.

[10] Los Salmos 107, 118 y 136 cantan el amor (hesed) eterno de Dios por las maravillas que ha hecho por su pueblo.

[11] El contexto de estos pasajes sugiere que el hesed  deseado se dirige a Yanveh y no a los hombres. El hesed hacia Yahveh sólo puede entenderse en el sentido de fidelidad, justicia (santidad) y amor. Cf. McKENZIE JOHN, Dictionary…, op. cit., 566.

[12] “<Dios rico en misericordia> es el que Jesucristo nos ha revelado como Padre.” DM, 1.

[13] SAN JUAN PABLO II, Carta Apostólica Tertio Millennio Adveniente, 6. (En adelante TMA)

[14] Cf. MENGELLE ERVENS, Hermosa novedad: Dios es Padre, en Diálogo 23 (1999) 138-141; Catecismo de la Iglesia Católica, n° 238.

[15] Cf. MENGELLE ERVENS, Hermosa novedad…, op. cit., 142-145; Catecismo de la Iglesia Católica, n° 240.

[16] DM, 2. Escribe el Papa Francisco: “Con la mirada fija en Jesús y en su rostro misericordioso podemos percibir el amor de la Santísima Trinidad. La misión que Jesús ha recibido del Padre ha sido la de revelar el misterio del amor divino en plenitud. « Dios es amor » (1 Jn 4,8.16), afirma por la primera y única vez en toda la Sagrada Escritura el evangelista Juan. Este amor se ha hecho ahora visible y tangible en toda la vida de Jesús. Su persona no es otra cosa sino amor. Un amor que se dona gratuitamente. Sus relaciones con las personas que se le acercan dejan ver algo único e irrepetible. Los signos que realiza, sobre todo hacia los pecadores, hacia las personas pobres, excluidas, enfermas y sufrientes llevan consigo el distintivo de la misericordia. En Él todo habla de misericordia. Nada en Él es falto de compasión.” MV, 8.

[17] DM, 3.

[18] Notemos cómo muchos de los milagros de Jesús fueron precedidos por súplicas ardientes por compasión y misericordia (cf. Mt 9,27; 15,22; 17,15; 20,30.31; Mc 9,22; 10, 47.48; Lc 17,13; 18,38). Tal era la actitud en sus palabras y obras que inspiraba gran confianza en aquellos que le veían y escuchaban.

[19] “El Evangelio es el libro de la misericordia de Dios, para leer y releer, porque todo lo que Jesús ha dicho y hecho es expresión de la misericordia del Padre.” FRANCISCO, Homilía con ocasión del Jubileo de las personas que se adhieren a la espiritualidad de la Divina Misericordia, 3 de abril de 2016.

[20] Cf. SAN JUAN PABLO II, Exhortación Apostólica Post Sinodal Reconciliatio et Paenitentia, 5-6 (En adelante RP); DM, 5-6.

[21] DM, 7. “De ese modo la cruz de Cristo, sobre la cual el Hijo, consubstancial al Padre, hace plena justicia a Dios, es también una expresión radical de la misericordia, es decir, del amor que sale al encuentro de lo que constituye la raíz misma del mal en la historia del hombre: al encuentro del pecado y de la muerte.” Ibidem, 8.

[22] Cf. RP, 4.

[23] DM, 13. Cf. RP, 31 III. Este aspecto de conversión lo indicaba San Juan Pablo II en Tertio Millennio Adveniente, enfatizando su importancia en el itinerario de preparación para el Jubileo del año 2000: “En este tercer año el sentido del ‘camino hacia el Padre’ deberá llevar a todos a emprender, en la adhesión a Cristo Redentor del hombre, un camino de auténtica conversión, que comprende tanto un aspecto ‘negativo’ de liberación del pecado, como un aspecto ‘positivo’ de elección del bien, manifestados por los valores éticos contenidos en la ley natural, confirmada y profundizada por el Evangelio. Es éste el contexto adecuado para el redescubrimiento y la intensa celebración del sacramento de la Penitencia en su significado más profundo.” TMA, 50. Cf. RP, 30-31.

[24] “El hombre alcanza el amor misericordioso de Dios, su misericordia, en cuanto él mismo interiormente se transforma en el espíritu de tal amor hacia el prójimo.” DM, 14.

[25] SAN JUAN PABLO II, Homilía con ocasión de la Beatificación de la Madre Teresa de Calcuta, 19 de octubre de 2003.

[26] Cf. DM, 6.

[27] Cf. Ibidem, 14.

[28] Ibidem.

[29] MV, 15.

[30] Ibidem. “Delante a la Puerta Santa que estamos llamados a atravesar, nos piden ser instrumentos de misericordia, conscientes que seremos juzgados sobre esto. Quien ha sido bautizado sabe que tiene un compromiso más grande. La fe en Cristo lleva a un camino que dura toda la vida: aquel de ser misericordiosos como el Padre. La alegría de atravesar la Puerta de la Misericordia se une al compromiso de acoger y testimoniar un amor que va más allá de la justicia, un amor que no conoce confines.” FRANCISCO, Homilía con ocasión de la apertura de la Puerta Santa de la Basílica San Juan de Letrán, 13 de diciembre de 2015.

[31] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, nº 2447.

[32] Para entender esta terminología, debemos mencionar que el Papa eligió como lema episcopal (y, luego, papal)  Miserando atque eligendo. Si bien no existe una palabra en español equivalente a miserando, puede traducirse por misericordiando o misericordiado. La traducción literal seria “misericordiando y eligiendo”. El lema está tomado de las Homilías de san Beda el Venerable, presbítero, (Hom. 21; CCL 122, 149-151), quien, comentando el episodio evangélico de la vocación de San Mateo, escribe:

«Jesús vio a un hombre, llamado Mateo, sentado ante la mesa de cobro de los impuestos, y le dijo: “Sígueme”. Lo vio más con la mirada interna de su amor que con los ojos corporales. Jesús vio al publicano, y lo vio con misericordia y eligiéndolo, (miserando atque eligendo), y le dijo: “Sígueme”, que quiere decir: “Imítame”. Le dijo “sígueme”, más que con tus pasos, con tu modo de obrar. Porque, quien dice que está siempre en Cristo, debe andar de continuo como él anduvo».

Debido a una experiencia juvenil de la misericordia de Dios, el Papa ha elegido esta frase para indicar que Dios lo miró con misericordia – es decir, lo misericordió– y lo eligió. De allí que use los términos misericordiado para indicar la acción de haber recibido misericordia, y misericordiar para indicar la acción de practicar la misericordia con otros.

[33] FRANCISCO, Retiro espiritual con ocasión del Jubileo de los sacerdotes, Primera meditación, Basílica de San Juan de Letrán, 2 de junio de 2016. “Como se habrán dado cuenta, al hablar de la misericordia a mí me gusta usar la forma verbal: hay que hacer misericordia (misericordiar en español, «misericordiare», tenemos que forzar la lengua) para recibir misericordia, para ser «misericordiati» (ser misericordiados). «Pero Padre, esto no es italiano». «Sí, pero es la forma que yo encuentro para ir adentro: “Misericordiare” para ser “misercordiato”». El hecho de que la misericordia ponga en contacto una miseria humana con el corazón de Dios hace que la acción surja inmediatamente. No se puede meditar sobre la misericordia sin que todo se ponga en acción.” Ibidem.

[34] Ibidem, Segunda meditación.

[35] Ibidem, Primera meditación.

[36] FRANCISCO, Homilía con ocasión del Jubileo de las personas que se adhieren a la espiritualidad de la Divina Misericordia, 3 de abril de 2016.

[37] Ibidem.

[38] FRANCISCO, Retiro espiritual con ocasión del Jubileo de los sacerdotes, Tercera meditación, Basílica de San Juan de Letrán, 2 de junio de 2016.

[39] “No me cansaré nunca de decir que la misericordia de Dios no es una idea bonita, sino una acción concreta. No hay misericordia sin obras concretas. La misericordia no es hacer un bien <de paso>, es implicarse allí donde está el mal, la enfermedad, el hambre, tanta explotación humana. Y, además, la misericordia humana no será auténtica –humana y misericordia- hasta que no se concrete en el actuar diario. La admonición del apóstol Juan sigue siendo válida: <Hijitos míos, no amemos solamente con la lengua y de palabra, sino con obras y de verdad> (1Jn 3,18). De hecho, la verdad de la misericordia se comprueba en nuestros gestos cotidianos que hacen visible la acción de Dios en medio de nosotros.” FRANCISCO, Audiencia Jubilar con ocasión del Jubileo de los operadores de la misericordia, 3 de septiembre de 2016.

Signos de vocación monástica

Para ayudar a discernir…

P. Pablo Di Césare, Monje del IVE

 

8714415_1454367522.1811Nosotros no podemos poner otra condición para aceptar a una persona que pida el ingreso a la Vida Contemplativa dentro de nuestra Familia Religiosa, distinto al que ponían los Santos. San Benito dice en la Santa Regla, “si verdaderamente quiere a Dios” (cf. SR 58,7) Desear a Dios. Dios ha puesto ese deseo en su alma. Y al cual una vez visto y conocido se quiere corresponder, como dice San Gregorio: “Cuando se ha visto a quien se ama, se enciende más ese amor”
Pero no nos engañemos, desde el principio debemos saber que para ver a Dios es necesario morir, como respondió Santa Teresa a su tío interrogada del por qué había huido con su primo, para morir en manos de los moros. (Cf. Libro de la Vida, 1,5) Morir al pecado, al mundo y a los deseos de la carne, morir al hombre viejo, para llegar a descubrir a Dios en todas las cosas, y amar en Dios todas las cosas.
Para alcanzar este fin, los monjes del Verbo Encarnado tomamos el camino más excelente y rápido, a saber, la profesión de los consejos evangélicos de pobreza, castidad y obediencia y para mejor imitar al Verbo que se ofrece al Padre silencioso y escondido, en el seno de María: Sacrificio y oblación no quisiste; pero me has formado un cuerpo. Holocausto y sacrificios por el pecado no te agradaron. Entonces dije: ¡He aquí que vengo- pues de mí está escrito en el rollo del libro- a hacer, oh Dios tu voluntad! (Heb 10, 5-7 hacemos un cuarto voto de esclavitud de amor a María Santísima, para entregarle a Ella toda nuestra vida, pasada, presente y futura. (Cf. Directorio de Vida Contemplativa n° 3)
El modelo de consagración a Dios, no puede ser otro que el mismo Jesucristo, en el misterio de su Encarnación que llevó a su plenitud en la Cruz. De ahí que los monjes del Verbo Encarnado consagrarán sus vidas no solo a contemplar sino a vivir el misterio del Verbo Encarnado por medio de la práctica de las virtudes del anonadamiento, la humildad, la pobreza, la obediencia, sacrificio, amor oblativo, la penitencia reparadora, estará dispuesto a pasar por todas las purificaciones y conversiones que Dios le tenga preparada, hasta alcanzar la medida de Cristo. Y a la vez, se dedicará a practicar en todo lo que haga, las virtudes de la trascendencia, la fe, la esperanza y la caridad que lo unirán directamente con Dios. De este modo recordará a los hombres, no palabras, sino con su vida, la primacía del amor a Dios. ( cf. DVC n° 12)
Estarán dispuesto a vivir en sus vidas el misterio Pascual de Cristo, que es muerte y Resurrección
Llegados a este punto, en el interior de algún lector, puede haberse suscitado cierto movimiento o alguna moción, alguna inquietud. ¿Estaré yo llamado a este estilo de vida? Para ayudar a discernir la vocación, intentaré del mejor modo posible indicar algunos de los signos de vocación contemplativa dentro de nuestra Familia Religiosa del Verbo Encarnado.
Me imagino delante un joven haciéndome esta pregunta. ¿Estaré yo llamado a este estilo de vida? Un tanto nervioso, como cuando se espera la respuesta para dar un paso hacia algo grande. Cierto temor y a la vez un deseo que Dios le esté pidiendo, que imite un aspecto de la vida que su Hijo llevó al hacerse hombre. Es normal que haya temor y nervios, ansias. Es que realmente se está en un momento crucial de la vida, del cual puede depender la salvación eterna del alma y la de muchas otras, mi felicidad temporal y eterna, y la felicidad de muchos que Dios encomienda a mi cuidado. Se está ante algo grande, muy grande. Es la experiencia muy íntima de Dios que quiere tomar parte en mi vida de un modo especial. Me quiere para Él con exclusividad… ¿Puede ser que Dios pida que toda mi vida se la entregue totalmente y exclusivamente a Él? ¿Por qué a mí? Pienso que los caminos de Dios son tan diversos a los nuestros, y Dios llama a quien quiere, cómo quiere, cuándo quiere y del modo que quiere. “Los llamó para que estuvieran con Él”…dice san Marcos en su Evangelio… (Mc 3,14) ¿Estaré yo entre esos que Él llamó y llama y seguirá llamando a lo largo de la historia?
Me llama para que lo imite a Él. Toda vocación es seguimiento de Cristo, para reproducir en el tiempo un aspecto de la vida que Él llevó al hacerse hombre. En el caso de los contemplativos, estamos llamados a imitar los años de la vida oculta de Jesús, y los momentos en los que Él se retiraba al monte a orar a solas.
Creo que el primer signo es la convicción interna de que Dios me llama a estar con Él, en un trato íntimo, exclusivo y profundo. Dice nuestra Regla: “El seguimiento de Cristo en la vida monástica encierra: un deseo ardiente de conócelo y amarlo en la oración, de practicar virtudes heroicas para asemejarse más Él, que todo lo ha hecho bien (Mc 7,37) y un amor entrañable a las almas por quienes Cristo derramó su sangre” (DVC. n° 9)
La idea de Dios y su relación con Él en la soledad, apartado del mundo, “Venid vosotros a un lugar desierto” (Cf. Mc 6,31) toman una fuerza irresistible en mi vida, aun en medio de las ocupaciones diarias. Hay un deseo de alabarlo, bendecirlo, glorificarlo, darle gracias, por medio de la oración, la penitencia reparadora. Hay un deseo intenso de reparar las ofensas que se le realizan a su Hijo con los pecados que cometemos los hombres. Me doy cuenta que quiero estar entre esos consoladores que Dios busca y no encuentra. “Busqué quien me consolara y no los hallé”. (Sal 69,20) Consolar a Jesús, era el deseo del Beato Francisco Marto, vidente de Fátima.
Su finalidad será vivir sólo para Dios: éste es el enérgico resumen que proclama todo el deseo Dios puso en el corazón de cada monje. No ya sólo vivir en presencia de Dios sino para solo Dios, sin más intención que Dios, “porque es más precioso delante de él y del alma un poquito de este puro amor y más provecho hace a la Iglesia, aunque parece que no hace nada, que todas esas obras juntas” (San Juan de la Cruz, Cántico, 29,1)
En este sentido nuestro Fundador el p. Carlos Miguel Buela, decía en octubre de 1988, palabras que quedaron grabadas en nuestra Regla. “Por tanto que todos los actos de su vida suban al Señor en suave olor de santidad, quemándose como el incienso en adoración al solo Santo, en acción de gracias por tanto bien recibido, “en todo amando y reconociendo” (Cf. DVC, n° 10
Ayudar a los hombres de un modo misterioso pero no menos fecundo por medio de la oración. Poniéndome en la brecha: “Busqué entre ellos alguno que levantara un muro y se pusiera en pie en la brecha delante de mí a favor de la tierra, para que yo no la destruyera, pero no lo hallé” (Ez 22,30). Los monjes de nuestra Familia Religiosa estarán en la vanguardia de la obra misionera del Instituto, y guardianes de su espíritu. (DVC n°12)
Es cierto que cada vocación es una obra de arte de Dios, y son tan variados los modos que Él tiene para llamar… pero creo que en todos la idea de fondo es: Dios sólo en mi vida. Yo sólo para Dios.
Todo lo que he dicho, se debe hacer personal, lo debo ver proyectado en mi vida personal, saber que Dios quiere eso para mí aquí y ahora y por eso lo quiero yo. No se trata de traer a Dios a mi voluntad o capricho, sino adherir mi voluntad a la de Dios.
“Él nos amó primero” (I Jn 4,19). En la vocación a la vida contemplativa hay como siempre, un amor que nos precede. El amor de Dios. Al que yo, de algún modo quiero corresponder. Amor con amor se paga. Esto explica las renuncias y privaciones que implica la vida contemplativa, silencio, oración, penitencia, ayuno, vigilias. Esto explica el morir cada día a uno mismo, condición puesta por nuestro Señor para todo aquel que quiera ser su discípulo. “El que quiera ser mi discípulo, niéguese a sí mismo, cargue la cruz cada día y después venga y me siga”. Como vemos la renuncia a todo lo que impida el seguimiento de Cristo, está al inicio de toda vocación. Por eso, quien no esté dispuesto a morir a sí mismo, no puede ser discípulo de Cristo, y que ni siquiera intente entrar a nuestros monasterios.
Esta renuncia a todo, sólo puede exigirla Quien nos amó hasta el extremo, tomando la forma de siervo, pasando por uno de tantos, entregándose a la muerte y muerte de Cruz. Experimentamos el amor de Dios que nos amó hasta entregando a su único Hijo, y el amor de Cristo, que nos amó hasta el extremo entregando su vida por nosotros en la Cruz.
Es signo de vocación contemplativa para nuestro Instituto el amor a la Eucaristía, prolongación del misterio de la Encarnación, y a su vez, origen y culmen de toda la actividad apostólica de la Iglesia. De este modo, los monjes del Instituto del Verbo Encarnado, colaboramos en la obra de la Evangelización de la cultura, fin específico de nuestra Familia Religiosa.

 

Lectio Divina

Práctica de la Lectio Divina para principiantes

 Lic. José A. Marcone, I.V.E.

 Definición de Lectio Divina

 9b2c4b44fb86522964124ed80d03c5e8_XLLa Lectio Divina es un diálogo con Dios tomando como punto de partida y como argumento de este diálogo la Palabra de Dios escrita, que es la Biblia, también llamada Sagrada Escritura o Escritura Divina. Por eso también puede definirse como una lectura orante de la Biblia.

 Es muy importante estar convencidos que si bien el título que lleva esta acción es de ‘lectura’ (lectio), se trata de una lectura en la que se entabla una relación dialogal, un diálogo: “En realidad, no sería preciso que los padres y otros maestros espirituales aconsejaran asociar la oración a la lectura. Cuando la lectio divina se practica como enseña la tradición, es decir, cuando la «lectura divina» es verdaderamente «lectura divina» y no mera «lectura espiritual» ni está dominada por preocupaciones intelectuales o utilitarias; cuando la lectio es atención a Dios y contacto personal e íntimo con su Palabra, la oración brota espontánea e irresistiblemente. Esmás, la oración forma parte de la lectio. En efecto, a Dios no se le lee como se lee un autor cualquiera. Se ha insistido mucho en que leer es ponerse en íntima comunicación con el autor, y es cierto. Para leer bien, para que un autor nos comunique de verdad su pensamiento y conteste a nuestras interrogaciones, es preciso-que consideremos que estamos conversando con él. Claro que esto es una ficción, porque ni el autor nos conoce ni está presente, y por tanto no puede responder a nuestras preguntas sino en cuanto las respuestas están ya escritas en su texto. Con la Biblia es diferente. Dios, que está presente en ella, es un Dios vivo, un Dios que no sólo habló sino que habla, que me habla. Por eso, «lectura de Dios» equivale a «conversación con Dios»”[1].

 También podemos definirla de la siguiente manera: “La Lectio Divina es una lec­tura personal de la palabra de Dios, mediante la cual nos esforzamos por asimilar su substancia; una lectura que se hace en la fe, en espíritu de oración, creyendo en la presencia actual de Dios que nos habla en el texto sagrado, mientras nos esforzamos por estar nosotros mismos presen­tes, en espíritu de obediencia y de completa entrega tanto a las promesas como a las exigen­cias divinas”[2].

 “Si se mantiene el concepto auténtico de «lectura divina» se mantendrá ipso facto la neta distinción entre ella y el estudio. Esto no implica, claro es, ningún desprecio para el estudio. Una vida espiritual profunda requiere, por lo general, una buena formación intelectual, teológica, en quienes son capaces, y tienen oportunidad de adquirirla. Dom Ambrose Southey, como de ordinario, acierta plenamente cuando escribe: «La lectio divina se refiere a un tipo de conocimiento especial; el estudio, a un conocimiento más conceptual. Como es natural, no hay que reaccionar exageradamente contra la insistencia actual sobre la inteligencia de Occidente, cayendo en un anti-intelectualismo. No; ambos conocimientos van a la par. Son complementarios, y no mutuamente exclusivos»”[3]

 “La convicción fundamental de fe que guía este modo de acercarse a la Sagrada Escritura es la expresada, entre otros, por Adalgero: “cuando oramos, nosotros hablamos con Dios; cuando leemos (lectio) Dios habla con nosotros”. También San Jerónimo decía: “oras, hablas con el Esposo; lees, Él te habla a ti”[4].

“La lectio es una lectura desinteresada. Se lee por leer. Se penetra en la lectura como si se entrara en la sala de audiencia de Dios, de Jesucristo. Lo que interesa es estar con Dios, con Jesús; escuchar su voz para responderle primero, en la misma lectio, con palabras y luego, a lo largo de la vida, con obras. Pero todo esto no significa que el hombre no recoja otros frutos de su diálogo con Dios, además de la gran merced de haber sido recibido en audiencia.

“Muchos y muy sabrosos son los frutos de la lectio divina. Según san Benito, nos conduce a la perfección; según san Bernardo, nos infunde sabiduría; según san Ferreolo, engendra el fervor espiritual; según Bernardo Ayglier, disipa la ceguera de la mente, alumbra el entendimiento, sana la debilidad del espíritu, sacia el hambre del alma, engendra la compunción de corazón187. Resumiendo los frutos de la «lectura de Dios» entre los monjes antiguos, se ha escrito: «La lectio divina era el paraíso del monje, el lugar de sus deleites espirituales. Ella le consolaba en sus pruebas, le purificaba de sus pasiones, le mantenía fervoroso en el servicio divino y le procuraba las lágrimas de la compunción, la voz de su oración y el alimento de su contemplación»”[5]

 La Lectio Divina bien hecha provoca en el alma una profunda consolación. Alcuino decía: “Como la luz alegra los ojos, así la lectura de la Biblia el corazón”[6]. “La «lectura de Dios»—no se insistirá nunca bastante en ello—es una lectura gustosa y gustada, paladeada. Es saborear al Verbo, sabo­rear a Dios, en el Espíritu Santo, que vivifica la letra y suscita en el lector un gusto secreto para que se ponga en armonía con lo leído y responda con su oración y toda su vida a la Palabra del Padre. Es una experiencia de Dios, pues en ella se verifica una comunicación de vida, una parti­cipación, una comunión”[7]

Hacer la Lectio Divina trae grandes provechos. “Dietrich Bonhoffer tiene a este propó­sito unas líneas preciosas: «Si fuera yo quien tuviera que determinar dónde hallar a Dios, encon­traría siempre a un Dios que está de acuerdo con mi manera de ser. Pero si es Dios quien esta­blece el lugar de encuentro, en tal caso no será un lugar para halagar a la humana naturaleza, un lugar conforme a mi gusto. Este lugar es la cruz de Cristo, y todo aquel que quiera hallarlo debe acudir al pie de la cruz, como lo exige el Sermón de la Montaña. Esto no complace en nada a nuestra naturaleza, sino que le es enteramente contrario. Pero tal es el mensaje bíblico, no sólo en el Nuevo Testamento, sino también en el Antiguo. Y quisiera haceros una confidencia personal: desde que considero la Biblia como el lugar de encuentro con Dios, ‘el lugar que Dios me ofrece para encontrarlo’, todos los días voy de maravilla en maravilla.

“La leo mañana y tarde, y con frecuencia, a lo largo del día, medito un texto que he escogido para la semana y procuro sumergirme en él profundamente para poder entender de verdad lo que en él nos dice. Estoy convencido de que sin esto no podría vivir verdaderamente y ciertamente ya no podría creer…»”[8]

Preparación remota

Como preparación remota para poder hacer la Lectio Divina sólo hace falta:

  1. a) Saber que la Sagrada Escritura es la Palabra de Dios viva, y tener firme fe en esa verdad. Esto significa que se trata de una “convicción de que la Biblia es un libro actualmente vivo y operante. Bajo las fórmulas, está la presencia misteriosa de Dios que me interpela. Escu­chando sus palabras “es como si viese su propia boca”. Por tanto, Dios inspira siempre al que la lee con fe. La palabra “es fecundada milagrosamente por el Espíritu”, que continúa animándola con su soplo y asegura su juventud perenne. No sólo transmite un mensaje, una doctrina, sino que además es una presencia, es alguien (de aquí que la consideremos un modo de contemplación). Es el acto con que Dios me busca, se revela a mí y exige que me comprometa con Él. De ahí que se diga que la lectura de la Sagrada Escritura tiene una eficacia salvífica: en ella “se bebe la salvación”[9].

Pero es necesario, como decíamos recién, que no basta con creer que Dios ha hablado. “Dios ha hablado; Dios habla; Dios mehabla. Se dirige a mí, personalmente, aquí y ahora. Así pensaban los monjes antiguos, profesionales de la «lectura divina». Estaban convencidos de que cada uno de los vocablos contenidos en la Escritura es una palabra que Dios dirige a cada uno de los lectores para su salvación y santificación: siendo la Biblia «ciencia de salvación», creían sin la menor vacilación que todo tiene en ella un valor personal, actual, para la vida pre­sente y con vistas a la vida eterna.

“Dios dirige a cada uno de sus lectores un mensaje personal y único. Este mensaje personal está contenido en e! gran mensaje universal, enderezado a la comunidad de los hombres. San Gregorio lo ha explicado. Dios —viene a decir— nos lo ha dicho todo. Ha hablado una vez, y es suficiente. No hay que esperar otra revelación. Dios no responde al corazón de cada uno por revelaciones privadas porque ha preparado una palabra que puede solucionar todos los proble­mas. En la Palabra de su Escritura, en efecto, si sabemos buscar, encontraremos respuesta a cada una de nuestras necesidades… Para poner un solo ejemplo: si estamos afligidos por un sufrimiento cualquiera o por una enfermedad corporal, encontramos alivio al conocer sus causas ocultas. Como a cada una de nuestras pruebas no se nos responde en particular, recurrimos a la Sagrada Escritura. Allí encontramos que Pablo, tentado por la fragilidad de la carne, oye esta respuesta: ‘Te basta mi gracia, porque mi fuerza se manifiesta en la flaqueza’ 81. Dios ha recogido en la Escritura Santa todo lo que puede suceder a cada uno y nos ha dado por modelo los ejemplos de los que nos precedieron»82. Admirable lección sobre la actualidad de la Palabra de Dios.

“Claro que Dios no se ha quedado aprisionado en la Biblia. Dios es un Dios vivo que habla «ora por la Escritura, ora por una inspiración secreta». Pero la norma de toda «inspiración secre­ta» es la Biblia. «Se cae fácilmente en el error si no se sabe confrontar lo que se ha recogido en la contemplación secreta con la eminente verdad de la Escritura Santa». Hasta aquí san Gregorio Magno”[10].

 Esta actitud de fe intensa en la Biblia en cuanto verdadera palabra de Dios implica también la entrega total del creyente, del lector y del orante al texto bíblico. “Los maestros de la espiritualidad cristiana, especialmente los Padres, pueden y deben iniciar­nos en esta lectura espiritual de la Biblia. Pero todos los libros del mundo son incapaces de formarnos en esta sabrosa ciencia si no ponemos de nuestra parte una generosidad total. Casiano lo subraya con gran energía. Si no nos entregamos con alma y cuerpo a la Palabra de Dios, ésta nunca se entregará plenamente a nosotros. La Sagrada Escritura tiene una gracia especial: sus vocablos, además de su sentido literal, poseen una profunda resonancia espiritual, que el hombre sólo puede descubrir gracias a cierta connaturalidad. El hombre, cuanto más haya progresado en el trabajo de purificarse de sus vicios y pecados y en la adquisición de las virtudes cristianas, tanto más percibirá este sentido hondo y escondido. Sólo el hombre espiritual puede gustar el sentido espiritual.128

San Gregorio Magno observa por su parte que si la Biblia resulta en parte fácil, en parte difícil, esto se debe a que ha sido escrita para todos, tanto para los fuertes como para los débiles; ejercita a los primeros por sus oscuridades y se muestra indulgente con los segundos gracias a su simplicidad. Se pone al alcance de cada lector. «Si buscas en las palabras de Dios algo elevado, estas palabras santas se elevan contigo y suben contigo a las alturas». Como el maná en el desier­to, la Escritura se adapta al gusto de cada uno; conviene a todos y, permaneciendo fiel a sí mis­ma, condesciende con las posibilidades de los que la utilizan” [11]

  1. b) Tener deseos de conversión; tener deseos de llevar una vida santa. No es posible extraer frutos del diálogo que se establece con Dios en la Lectio Divina si no hay un decidido propósito de cambiar nuestra conducta moral diaria. Incluso más, los frutos de la oración serán muy escasos si no aspiro un perfeccionamiento continuo  en la virtud de la caridad. La Lectio Divina hecha a modo de ejercicio puramente intelectual y animado sólo por la curiosidad del contenido de la Biblia trae frutos escasísimos, por no decir nulos[12].

Preparación próxima

Como preparación próxima solamente hace falta una cosa: ponerse en la presencia de Dios. Lograr el recogimiento interior “que haga confluir en la escucha todas las energías del ser” [13]. Invocar al Espíritu Santo.

Breve descripción de lo que es la Lectio Divina

Usaremos para esta breve descripción un texto de Benedicto XVI: “Quisiera recordar aquí brevemente cuáles son los pasos fundamentales: se comienza con la lectura (lectio) del texto, que suscita la cuestión sobre el conocimiento de su contenido auténtico: ¿Qué dice el texto bíblico en sí mismo? Sin este momento, se corre el riesgo de que el texto se convierta sólo en un pretexto para no salir nunca de nuestros pensamientos. Sigue después la meditación (meditatio) en la que la cuestión es: ¿Qué nos dice el texto bíblico a nosotros? Aquí, cada uno personalmente, pero también comunitariamente, debe dejarse interpelar y examinar, pues no se trata ya de considerar palabras pronunciadas en el pasado, sino en el presente. Se llega sucesivamente al momento de la oración (oratio), que supone la pregunta: ¿Qué decimos nosotros al Señor como respuesta a su Palabra? La oración como petición, intercesión, agradecimiento y alabanza, es el primer modo con el que la Palabra nos cambia. Por último, lalectio divina concluye con la contemplación (contemplatio), durante la cual aceptamos como don de Dios su propia mirada al juzgar la realidad, y nos preguntamos: ¿Qué conversión de la mente, del corazón y de la vida nos pide el Señor? (…) Conviene recordar, además, que la lectio divina no termina su proceso hasta que no se llega a la acción (actio), que mueve la vida del creyente a convertirse en don para los demás por la caridad” [14].

Resumamos lo dicho por Benedicto XVI. La Lectio Divina consta de cuatro pasos. Los expresamos en sus nombres latinos porque son nombres técnicos que es necesario recordar.

  1. Lectio: es la lectura de la Palabra de Dios.
  2. Meditatio: es la meditación de lo leído en el texto bíblico.
  3. Oratio: es la oración que brota del que lee la Biblia como respuesta a la Palabra de Dios.
  4. Contemplatio: es la contemplación o admiración que surge de entrar en contacto con la Palabra de Dios. Esta contemplación implica también el tomar decisiones para cambiar aquellas cosas que haya que cambiar en nuestra propia vida.[15]

Junto con el Papa Benedicto XVI podemos agregar un quinto paso, la actio, es decir la acción que sigue a la oración, el llevar a la acción lo que se ha rezado, el llevar a la vida lo que se ha considerado en la oración.

“La actio consiste en poner en práctica el fruto de todos los otros aspectos descriptos en los pasos anteriores. (…) La actio se refiere sobre todo a la elección de la vocación y al modo de llevar adelante mi vocación”[16]. En este breve escrito sobre la Lectio Divina no nos vamos a extender sobre la actio dado que queremos concentrarnos en el acto mismo de oración, constituido por los cuatro primeros pasos: lectio, meditatio, oratio y contemplatio, mientras que la actio dice relación a una acción que viene a ser una consecuencia de la oración, importantísima sin duda, pero que ya entra en el aspecto conductual o moral del sujeto orante. De ninguna manera queremos quitar importancia a la consecuencia moral de la oración que es la actio, es decir, la puesta en práctica de lo que se ha tratado en el trato íntimo con Dios, sino solo poder enseñar lo esencial de la Lectio Divina que, por otra parte, si se hace bien, de ella la actio brotará sola y espontáneamente.

Una tarea ardua y penosa

No hay que imaginarse que hacer la lectio divina implica pocos esfuerzos. Dice García Colombás: “La Biblia es «el libro de los buscadores de Dios»; la «lectura divina», una tarea propia de los buscadores de Dios. Ahora bien, buscar supone siempre algún esfuerzo. Aunque reposada y apacible, la lectio divina requiere a menudo una notable, una perseverante aplicación.

“Hay que desechar de una vez para siempre la idea de que la lectio consiste o puede consistir en una especie de «pasatiempo espiritual», una leve recreación piadosa. (…)

“La lectio, fundamentalmente, representa el ejercicio del «hombre interior»; un ejercicio que requiere, sin excusa posible, la total atención, la enérgica aplicación de las potencias del alma: la memoria, el entendimiento, la afectividad. Implica la lectio una gran firmeza de ánimo para escrutar, captar y comprender, en el sentido más pleno del vocablo, la Palabra de Dios. Hay que aplicarse a ello (…) con perseverante esfuerzo.

“Ahora bien, el cansancio, el sueño, la desgana, el tedio, la pereza son realidades demasiado humanas para que no afecten, al menos de vez en cuando, al lector de la Escritura. (…). Mucho más a menudo, sin duda, el individuo está poco dispuesto a leer, sobre todo con la atención y la total dedicación propias de la lectio divina. Casiano nos pinta una pequeña escena que debía repetirse con cierta frecuencia en la prosaica realidad cotidiana del desierto cuando escribe: «Tal vez deseo dar fir­meza a mí corazón forzándome a leer la Escritura; pero un dolor de cabeza me lo impide, y hacia las nueve de la mañana me he dormido con la cabeza sobre el libro». Otras veces, el alma se siente como sumergida en el letal sopor de la akedía, y la lectura causa aversión y dis­gusto. Perseverar en ella, cueste lo que cueste, supone una voluntad casi heroica. En la senten­cia de la Regla de San Benito: «Lectiones sanctas libenter audire» (“Hay que aplicarse con gusto a la lectura de las Sagradas Escrituras”), el adverbio libenter(con gusto) se refiere a la repugnancia que ciertos espíritus sentían por la lectura. San Benito reprime severamente tales negligencias.

“A estas dificultades de tipo más bien subjetivo se añaden otras de carácter objetivo, derivadas de la naturaleza misma de la Escritura. Porque, no nos engañemos, la lectura de la Biblia es una lectura austera en muchísimas de sus páginas. Por varias razones. Una de ellas son sus oscurida­des, las dificultades de interpretarla correctamente. Incluso el Evangelio las presenta”[17] .

Otro de los peligros que hace de la Lectio Divina una tarea ardua y penosa es “«el querer conseguir resultados inmediatos». Vivimos en la sociedad de consumo, en la que «todo está organizado para producir lo más posible en el menor tiempo». Esto engendra una «mentalidad utilitarista», y por eso «nos es difícil el dedicarnos a algo que no esté orientado a resultados inmediatos»”[18].

“Otro enemigo acaso más temible y poderoso es el ritmo trepidante, desenfrenado, de la vida moderna, al que difícilmente podemos sustraernos: no hay tiempo; las ocupaciones apremiantes nos absorben, y, si hallamos unos momentos para la lectio, sentimos demasiado a menudo un real vacío interior”[19]

Una pequeña observación sobre el tiempo y el lugar

Mi opinión personal es que no puede hacerse la Lectio Divina  de otro modo que en el espíritu de la sentencia de Nuestro Señor Jesucristo: “Tú, cuando vayas a orar, entra en tu aposento y, después de cerrar la puerta, ora a tu Padre, que está allí, en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará” (Mt 6,6). A mi modo de ver la soledad es condición indispensable para hacer la lectura de Dios, como la llama García Colombás[20]. Esta soledad puede entenderse de diversas maneras: puede ser la soledad exacta de la que habla Jesucristo, es decir, la propia habitación; puede ser la soledad que a veces nos regala la naturaleza, un bosque, una montaña, etc.; puede ser la soledad de una Iglesia con la compañía del Santísimo Sacramento que se encuentra en el sagrario, aun cuando en la misma Iglesia haya otros fieles que adoran en silencio e incluso, pienso yo, puede ser la soledad que nos proporciona un viaje de un tiempo de cierta duración en medios públicos, cuando se tiene mucha gente al lado pero uno puede abstraerse en la lectura de la Biblia y en la realización de los pasos subsiguientes. Nos convertimos por un momento en ermitaños urbanos.

También puede hacerse la Lectio Divina de manera grupal. Conozco parroquias donde el sacerdote explica un trozo de la Sagrada Escritura y luego cada oyente se retira a la soledad de la Iglesia a realizar por su propia cuenta los pasos propios de la Lectio Divina. Este es un medio óptimo, ya que se tiene una explicación de un especialista en la Biblia que favorece mucho la lectio y los demás pasos. Además, el hecho de haberse comprometido a concurrir a un lugar y a un horario determinado ayuda mucho a la voluntad para que el ejercicio de la Lectio Divina se haga efectivamente.

Pero debe quedar absolutamente claro que la Lectio Divina puede ser hecha por cualquier cristiano que sepa leer, que tenga fe en que la Biblia es Palabra de Dios y que tenga verdaderos deseos de convertirse, es decir, de cumplir cada vez mejor los mandamientos de Dios.

Descripción más detallada de cada paso de la Lectio Divina o Lectura orante de la Biblia

1) Lectio: consiste en la lectura de un trozo unitario de la Sagrada Escritura. Esta lectura implica la comprensión del texto, al menos en su sentido general.

“La Lectio es el primer paso, por el cual se lee con la convicción de que Dios está hablando. No es la lectura de un libro, sino la escucha de alguien. Es “escuchar la voz de Dios hoy”. Se trata de leer un pasaje de la Sagrada Escritura, que debe ser ni demasiado largo ni excesivamente corto. Es necesario que el texto elegido tenga cierta unidad y que haya en él un concepto clave que unifique los demás elementos. Para esto puede servir mucho seguir los textos que ofrece la liturgia de la Misa de cada día que están seleccionados ya con ese criterio”[21].

Éste es un trabajo objetivo, es decir, se trabaja sobre el texto sagrado, que tiene un mensaje objetivo. Nuestra labor en la lectioconsiste en descubrir y desentrañar ese mensaje objetivo.

Esta actividad debe responder a la pregunta: ¿Cuál es el mensaje, cuál es el contenido de este texto de la Biblia?

Para llevar a cabo este primer paso (lectio) lo ideal es lo siguiente:

Hacer, con anterioridad, un estudio del texto que se va a utilizar en la Lectio Divina[22].

Luego, ya en la Lectio Divina misma:

  1. Tener solamente el texto de la Sagrada Escritura, teniendo en la memoria todo lo que se ha estudiado.
  2. Si no es posible manejarse solamente con la memoria, entonces hacer un resumen o un esquema de lo que se ha estudiado y tenerlo al lado del texto de la Sagrada Escritura.
  3. Si tampoco le es útil el resumen o esquema, tener junto al libro de la Biblia los apuntes completos que se han tomado del estudio.

Sin embargo, es necesario tener en cuenta lo siguiente. Hay distintos niveles para hacer el primer paso, la lectio. El primer nivel, indispensable, es la simple lectura de un trozo unitario. ‘Simple lectura’ significa leer varias veces el texto. Leer con paciencia y atención varias veces el texto propuesto. Esto debe hacerse hasta que se hayan encontrado ideas y temas suficientes para ser procesados y reflexionados en la meditatio. En este primer nivel, al alcance de todo cristiano que simplemente sepa leer, no hace falta un conocimiento científico de la Biblia. Bastan sólo dos cosas: saber leer y tener fe en que la Sagrada Escritura es Palabra de Dios.

Un segundo nivel para hacer el primer paso de la Lectio Divina, la lectio, es la lectura previa de algunos comentarios al trozo propuesto de la Sagrada Escritura. En esta lectura previa de algunos comentarios tienen preeminencia los textos de los Santos Padres. Luego los comentarios de Santo Tomás de Aquino a la Sagrada Escritura. Luego la de los santos en general. Finalmente, comentarios de la Sagrada Escritura modernos y de sana doctrina.

“La Lectio consiste en una repetida lectura de un paso de la Escritura con el fin de comprender el significado que el autor originario trataba de comunicar a sus lectores y auditores. Es necesario leer varias veces el texto. En la Lectio tratamos de captar el trozo en su contexto original histórico, geográfico, cultural. ¿Cuál era el motivo religioso que el autor tenía en mente? ¿Cuándo lo escribió? ¿Dónde? ¿En qué circunstancias? ¿Cómo ha sido recibido este mensaje por los destinatarios originales? Para este aspecto de la Lectio los comentadores pueden ser de gran ayuda (…). Pero es crucial el elemento religioso. En efecto, él trasciende las circunscriptas condiciones originarias en las cuales el texto ha visto la luz y por lo tanto este elemento religioso tiene una validez universal y duradera. La relectura continuada puede ayudarnos a comprender este elemento religioso”[23]

Un tercer nivel para hacer la Lectio es la investigación científica del trozo propuesto. Para esto es necesario leer no sólo comentarios a la Sagrada Escritura, sino estudios exegéticos. Para esto se requiere tener un cierto hábito y una cierta destreza que se adquiere con el estudio y la dedicación especial a la Sagrada Escritura. De esta manera uno puede captar con más profundidad y exactitud el sentido literal del texto de la Biblia, y de allí descubrir el sentido dogmático, el sentido moral y el sentido escatológico, que son los sentidos espirituales de la Sagrada Escritura.

Mientras más alto sea el nivel de la lectio al que podamos acceder, más profunda, más fructuosa y más gozosa será la Lectio Divina. Pero es necesario saber que aun cuando nos mantengamos en el primer nivel, la Lectio Divina despliega todo su poder y potencialidad, haciendo tocar al creyente la Palabra viva de Dios. La distinción de estos niveles debe ser un acicate para hacer crecer nuestros conocimientos sobre las Sagradas Escritura, pero la ausencia de la posibilidad de acceder a los dos niveles superiores no debe desalentar a nadie, sino convencerse que un lectura simple, bien intencionada y perseverante de la Biblia es suficiente para proporcionar la materia necesaria para realizar la Lectio Divina. “Orígenes, uno de los maestros en este modo de leer la Biblia, sostiene que entender las Escrituras requiere, más incluso que el estudio, la intimidad con Cristo y la oración” [24].

Es por eso que no hace falta para hacer la Lectio Divina tener una comprensión total del texto, con un estudio demasiado profundo. La Sagrada Escritura es un mar lleno de perlas y el que la lee o la medita puede concentrarse en alguna de esas perlas. Así por ejemplo, se da el caso de que algunos encuentran saciedad en algún versículo o incluso palabra, cuyo significado investigan en la lectio y que sirve muy bien para meditar y hacer la oratio y la contemplatio.

De todas maneras me parece conveniente que se lea numerosas veces el texto sobre el cual se hace la Lectio Divina, de tal manera de tener la comprensión general más exacta posible. Una vez que se hace eso entonces sí podemos detenernos en un versículo o una palabra que nos ha llamado la atención.

Una misma lectio (primer paso) puede servir para varias Lectio Divina. De la misma manera que los rumiantes traen a la boca varias veces el mismo alimento, así, se puede hacer la meditatio y el resto con el pan de la Palabra ya masticado en una lectio.

2) Meditatio: estando siempre en la presencia de Dios, reflexionar en nuestro interior y con nuestra inteligencia sobre lo que se ha leído y comprendido.

Reflexionar significa pasar de una verdad conocida a otra verdad que esté relacionada de algún modo con la primera, y todo esto usando como instrumento nuestra propia razón, nuestra propia capacidad de raciocinio, sin olvidar que estamos en presencia de Dios.

De este modo se van encontrando nuevas verdades y nuevas relaciones entre las verdades. También se van encontrando nuevas aplicaciones de estas verdades a mi vida personal, al contexto en el que se sitúa mi vida personal y al “aquí y ahora” de los tiempos que nos toca vivir.

Estas reflexiones deben suscitar en mí afectos de la voluntad que impriman con más fuerza en mi alma las verdades descubiertas. Nuestro corazón debe encenderse al reflexionar sobre la verdad divina aplicada a mi vida.

Es necesario advertir que en estas nuevas verdades que he descubierto, en las nuevas relaciones que he visto y en los afectos que han nacido en mi corazón está la voz de Dios. En efecto, si bien en la meditatio uso libremente de mis facultades intelectuales y volitivas, sin embargo, lo específico de este paso es la actitud de escucha de mi alma a todo lo que Dios quiera decirme y que toque de cerca mi vida personal, en la situación concreta en que me encuentre. Dios tiene muchas cosas que decirme y sólo espera que nosotros nos dispongamos a escucharlo. La meditatio es esa disposición del alma que usa de todas sus facultades intelectuales y volitivas para poder captar lo que Dios le dice … al modo de Dios.

Esta actividad debe responder a la pregunta: ¿Qué me dice Dios a mí, en mi situación actual, a través de este texto de la Biblia?

“La meditatio consiste en una reflexión sobre el objeto último del texto – el elemento religioso originario del autor humano y divino- que trasciende las limitaciones temporales y espaciales de la situación original del texto. La meditatio trata de reconocer lo que el texto me dice a mí hoy. (…) Las preguntas que la meditatio me provoca son las siguientes: ¿Cuál es la relevancia para el hoy del elemento religioso que el autor, humano y divino, expresa en el texto? ¿En qué modo soy provocado por este elemento religioso que es comunicado a través del texto?”[25]

3) Oratio: “es la plegaria que brota del corazón al toque de la divina palabra” [26]. En este paso los conceptos asimilados en lalectio y la meditatio se convierten en plegaria. “Dios habla, nosotros escuchamos y acogemos, y respondemos a Dios y le hablamos. El texto puede suscitar varios tipos de oración: alabanza, profesión de fe, acción de gracias, adoración, petición de perdón y de ayuda” (Card. Scherer).

“La oratio consiste en la oración que viene de la meditatio. Es un espontánea reacción del corazón en respuesta al texto”[27]

Los modos en que nuestra oración puede subir hacia Dios son: petición, intercesión, agradecimiento y alabanza.

Se pueden usar los mismos textos de la Sagrada Escritura, cuando ayudan para este fin, por ejemplo, los Salmos.

Esta actividad debe responder a la pregunta: ¿Qué me hace decirle a Dios este texto?

Si se hacen bien la Lectio y la Meditatio, la Oratio aparece casi como una exigencia del espíritu, nace sola, sin forzarla[28].

Cuando en la meditatio, la Palabra me hace una reprensión, sola hace nacer en la oratio una oración de súplica de perdón. Cuando en la meditatio, la Palabra me llena de gozo o me alienta, nace espontáneamente en la oratio una oración de acción de gracias.

Una de las preguntas importantes para pasar de la meditatio a la oratio es: ¿qué sentimientos ha generado en mí la meditatio? Puede ser que haya sentido sentimientos de culpa, ante un trozo de la Escritura que denuncia un pecado mío o una carencia moral o intelectual. Un ejemplo. En Mc.1,16-20 se dice que los hombres llamados se ligan a Jesús como discípulos y, por lo tanto, Jesús también se compromete a ligarse a ellos como maestro. La misma cercanía que Jesús pide que los discípulos tengan con Él, la tiene Él con ellos en cuanto Maestro. Él también se compromete a estar muy cerca del que lo sigue, del que va detrás de él. Y por esta razón la vocación también es un don, porque es el llamado a una vida íntima con Jesús. Al hacer yo la meditatio me doy cuenta que no he considerado suficientemente la vocación como un don. Siento una carencia. Ese es el sentimiento que generó en mí la meditatio. Por lo tanto, en la oratio elevaré al Señor un pedido de perdón por mi falta de agradecimiento, agradeceré el don de la vocación y le pediré que crezca en mí la concepción de la vocación como un don y que crezca, por lo tanto, el agradecimiento por ese don.

El paso que se da entre la meditatio y la oratio es el mismo movimiento que sucede cuando alguien viene navegando en cayac por un rápido montañés y de golpe llega a un gran remanso. Allí cesa la actividad de la razón y se encuentra cara a cara con Dios para hablarle y decirle todo aquello que la lectio y la meditatio le han hecho decirle a Dios. Y luego con la contemplatio viene una calma mayor aun.

La imagen del cayac que viene por un rápido de la montaña está tomada del hecho que en la lectio y en la meditatio el creyente investiga diligentemente en el texto, va y viene, de una palabra a otra, luego vuelve a la misma palabra, anota, etc. En cambio en laoratio se acabó toda actividad de investigación. Ahora es el momento de encontrarse con Dios. Y la contemplatio es el momento de compenetrarse con Dios: hacer que Dios penetre en nosotros y que nosotros penetremos en Dios.

De acuerdo a esto la Lectio Divina es un proceso de interiorización siempre mayor. De la lectio a la meditatio, de la meditatio a laoratio y de la oratio a la contemplatio hay una flecha que indica el interior del corazón del hombre, donde habita Dios. Por lo tanto el movimiento es del exterior del hombre a lo más interior. Pero como Dios mora en lo más interior del hombre este mismo movimiento es también de una interiorización en Dios; es decir, es un movimiento que va de lo más exterior de Dios a lo más interior de Dios. Por eso podemos decir que hay como una progresión de mayor intimidad con Dios de la lectio a la contemplatio.

4) Contemplatio: como último paso de la Lectio Divina debemos abandonarnos totalmente en los brazos de Dios. Esta actividad de la Lectio en realidad no es una actividad sino más bien una cesación de toda actividad. La mejor imagen que nos puede dar a entender lo que es la contemplatio es aquella que nos presenta el salmo: “Señor, yo estoy callado y tranquilo, / como un niño recién amamantado / que está en brazos de su madre. / ¡Soy como un niño / recién amamantado!” (Sal.130,2). El bebé de brazos que ha sido recién amamantado por la madre se siente absolutamente seguro, pleno y feliz; no tiene necesidad de más nada; no tiene necesidad de decir nada para expresar su felicidad.

Otra imagen que nos puede ayudar a comprender lo que es la contemplatio es la de aquel que mora dentro del templo de Dios. Como cuando estamos en un templo y la realidad sagrada nos rodea por todos lados y nos sentimos como sumergidos en ese ambiente sagrado, así debemos morar y permanecer en el misterio de Dios durante la contemplatio. Así como la nube llenó el Templo de Jerusalén (cf. 2Crón 7,1-3), así también durante la contemplatio debe rodearnos el misterio de Dios, debemos introducirnos en Dios, morar en Él, morar en la Palabra. Dejar que la Palabra nos penetre y nos ‘empape’.

Otra imagen que puede ayudarnos es la de aquel que toma sol. Debemos estar en la Contemplatio como aquel que plácidamente recibe los rayos benéficos del sol. Debemos estar en silencio y sin esfuerzo alguno recibiendo la acción del “Sol que nace de lo alto” (Lc.1,78), que es la Palabra.

La contemplatio debe hacerse sobre Dios mismo y no sobre las verdades de Dios. El objeto de nuestra contemplación no pueden ser los conceptos acerca de Dios que hemos encontrado en la meditatio, sino  Dios mismo. Así por ejemplo, no puede ser objeto de la contemplatio el concepto de bondad de Dios, sino el Dios bueno, cuyo concepto de bondad he encontrado en la meditatio. La contemplatio tiene un gran carácter de adoración y esa es una de las razones por las que tiene por objeto a Dios mismo.

“La contemplatio consiste en la adoración, en la alabanza y en el silencio delante de Dios que se está comunicando conmigo. Es un tentativo de estar delante de Dios omnipotente teniendo expuesto nuestro corazón. (…) La contemplatio confiere a todo el proceso de lectura de un texto el aspecto del deleitarse en el comprender”[29].

“Contemplar es un acto más simple que la oración, pero muy rico; a él pertenecen sentimientos como el estupor, la admiración, el reconoci­miento, la adoración, la confesión de las grandezas de Dios, la alabanza”[30].

Si quisiéramos resumir la contemplatio en una sola palabra, esa palabra sería ‘estupor’. Puede ayudarnos el saber la definición de ‘estupor’ según el Diccionario de la Real Academia Española: “Estupor. Asombro, pasmo. Disminución de la actividad de las funciones intelectuales, acompañada de cierto aire o aspecto de asombro o de indiferencia”. Y la definición de ‘pasmo’: “Pasmo. Admiración y asombro extremados, que dejan como en suspenso la razón y el discurso”. Según esto, debemos ponernos ante la Palabra, ante su grandeza y su belleza, con un corazón lleno de asombro y admiración, dejando como en suspenso la razón y el discurso.

“Entre los antiguos esta última etapa de la Lectio Divina expresa una experiencia religiosa que se parece mucho al éxtasis” [31].

“Quédate impresionado, fascinado, en silencio, en calma. Déjate animar por el ardor de la Palabra, como quien recibe el calor del sol” (P. Irure).

 Otro de los modos de hacer la  contemplatio es contemplar al Espíritu Santo, que es el que engendra la Escritura. Contemplarlo y entrar en contacto con Él.

 Toda la LD es un proceso que parte de la palabra de Dios escrita y debe llegar a la Palabra, el Verbo. Así, la contemplatio se convierte en una contemplación de la Palabra. De la palabra a la Palabra.

La contemplatio es como la flor y la coronación de toda la Lectio Divina [32].

Si fuera posible, anotar las luces y las gracias que Dios me ha concedido, y los propósitos que he formado.

La Lectio Divina, un proceso unitario

La Lectio Divina puede compararse al proceso de alimentación de los animales rumiantes. Éstos, una vez que ya han ingerido los alimentos, los vuelven a llevar a la boca para volver a masticarlos y poder así extraerle toda la sustancia. Así también nosotros masticamos el pan de la Palabra cuando hacemos el primer paso, la lectio; rumiamos el alimento de la Palabra cuando hacemos la meditatio; y lo asimilamos, lo hacemos parte de nosotros mismos, con la oratio y la contemplatio. “La lectio presenta un manjar sólido, la meditatio lo mastica,… la oratio lo saborea,… la contemplatio es el sabor mismo”[33].

“El Evangelio es el libro de la vida del Señor y está escrito para que se convierta en el libro de nuestra vida. No sólo hay que leerlo, sino interiorizarlo. Cada Palabra es Espíritu y vida, y está esperando un corazón hambriento para entrar en él” (M. Delbrel).

“La LD es un modo de leer la Sagrada Escritura que implica varios aspectos, que no deben ser considerados como fases netamente separable, sino puntos de vista de un solo acto que es al mismo tiempo simple y complejo: simple, porque fundamentalmente es un tentativo de responder  a la Palabra de Dios con todo el corazón; complejo, porque fundamentalmente es un tentativo de responder a la Palabra de Dios con todo nuestro corazón” [34]

Otro modo en que pueden definirse los pasos de la Lectio Divina es:

  1. Comprensión de la Palabra de Dios (lectio)
  2. Escucha de lo que la Palabra de Dios me dice a mí (meditatio)
  3. Reacción espiritual y orante a la escucha (oratio)
  4. Gozo sapiencial de toda la realidad aprehendida en los tres pasos anteriores, es decir, gozo sapiencial del mismo Dios (contemplatio)

Si bien la Lectio Divina es un proceso unitario, sin embargo podemos distinguir, sin destruir su unidad, dos binomios: la lectio y lameditatio constituyen el primer binomio; la oratio y la contemplatio constituyen el segundo binomio. En otras palabras, podemos organizar la Lectio Divina en dos grupos: el primero conformado por lectio y la meditatio; el segundo conformado por la oratio y lacontemplatio.

  1. Lectio
  2. Meditatio

———————————-

  1. Oratio
  2. Contemplatio

En el primer binomio o grupo predomina más la acción de la razón discursiva. En el segundo predomina la razón contemplativa. En el primero predomina más la reflexión; en el segundo predomina la contemplación. En el primer binomio predomina la conversación con uno mismo (siempre en la presencia de Dios). En el segundo binomio predomina la conversación con Dios.

Otra característica del primer binomio es que la lectio y la meditatio se compenetran mutuamente. A medida que uno va haciendo la lectio es imposible no meditar sobre lo que se está leyendo, es decir, es imposible que no se haga meditatio mientras se hace la lectio. Espontáneamente el espíritu humano en una verdad descubierta de la Sagrada Escritura percibe si esa verdad lo toca personalmente o no. Y ese percibir que lo toca personalmente pertenece a la meditatio[35].

“No debemos considerar la lectura, la meditación, y la oración como grados sucesivos, sino como tres ramales de una misma cuerda. Sus grados o peldaños no se suceden uno después de otro: son elementos que coexisten pacíficamente. Y no sólo coexisten sino que se interfieren y presentan características tan semejantes que con frecuencia, es muy difícil distinguirlos entre sí” [36].

Otro aspecto que resalta la unidad de la LD es el siguiente: como la LD se trata verdaderamente de rumiar, es lógico que estando haciendo la oratio o la contemplatio, quiera volverse a la meditatio y a la lectio, para cotejar lo que estamos hablando con Dios con la norma objetiva de lo que hemos estudiado y meditado. Esta vuelta a la meditatio y a la lectio cuando ya se está en las dos etapas posteriores (que son de relación directa con Dios) también tiene el objetivo de recrear el motivo por el cual nos habíamos sentido inclinados a hablar a Dios, y recrear el tema original que motivó la conversación con Dios en la oratio y la contemplatio.

En la meditatio hay una  mayor introspección y, por lo tanto, una relación del yo consigo mismo, siempre en la presencia de Dios. La oratio es el paso del tú a tú con Dios; se habla en intimidad con Dios. Y la contemplatio es el momento del abrazo con Dios. Dos personas que se quieren mucho hablan confidencialmente y en intimidad un cierto tiempo, hasta que esa conversación se hace tan íntima que provoca un abrazo de unión, que sella de una manera afectiva todo lo que se ha estado hablando. Esa es la relación que hay entre la oratio y la contemplatio.

Diferencia entre la Lectio Divina y la meditación clásica

Una de las preguntas que puede brotar en aquel que se dispone a ejercitar la Lectio Divina es: ¿qué diferencia hay entre la meditación que hago todos los días y la Lectio Divina? Trataremos de dar a esta pregunta una respuesta lo más concreta posible.

En primer lugar debemos decir que meditación clásica (también llamada ‘oración mental’) y Lectio Divina son de naturaleza distinta y, por lo tanto, son esencialmente distintas.

Esta distinción esencial entre una y otra consiste fundamentalmente en el objeto sobre el cual se aplica el alma para hacer oración. En la meditación clásica u oración mental la mente se aplica a un texto escrito por un teólogo o un autor espiritual. En laLectio Divina el alma se aplica a la Palabra de Dios escrita que es la Biblia, y que ha sido escrita por un hagiógrafo con Inspiración Bíblica. Ambas, meditación clásica y Lectio Divina, coinciden en que ambas ‘trabajarán’ sobre verdades reveladas por Dios, pero hay una diferencia esencial entre tomar esas verdades de un texto humano de tomarlas de un texto divino, como es la Biblia. El que hace la Lectio Divina entra en contacto directo con la Palabra viva.

De esta distinción fundamental brota la dificultad y el gran desafío que comporta la Lectio Divina. En la meditación clásica lalectio de la Lectio Divina se ofrece ya hecha, de manera que no hace falta más que leer lo que es presentado en el libro que se usa para meditar, para comprender el sentido. En cambio, Lectio Divina implica un trabajo personal en buscar las verdades reveladas directamente del texto sagrado. Hacer la Lectio Divina es arrojarse a un océano inmenso y lleno de riquezas, pero que requiere la ausencia de temor al mar. En la meditación clásica otro, el autor, ha hecho la lectio por nosotros.

Otra distinción muy importante está en el hecho que en la meditación clásica se destina el mayor tiempo de ella a lo que en laLectio Divina es la Meditatio, es decir, el pasar de una verdad conocida a una verdad desconocida por el método de la reflexión discursiva, dándole a la conversación directa y formal con Dios un espacio pequeño, al final de la meditación en el coloquio. En cambio, en la Lectio Divina, la meditatio ocupa un espacio menor, el mínimo indispensable para que abra al orante a la conversación con Dios, para que incite al orante a hablar con Dios, para que invite al que ora a decirle a Dios lo que tiene en su corazón, todo esto en la oratio. Y luego, de este dirigirse a Dios con la oratio, se abre a la compenetración con Dios en lacontemplatio.

Otra diferencia muy importante está en el método en que se desarrolla una y otra. El método en la Lectio Divina es mucho más simple y más unitario. El método en la meditación clásica implica pasos distintos (materia, composición de lugar, historia, petición, reflexión, coloquio, propósitos).

Otra diferencia importante consiste en que la Lectio Divina implica una confrontación mucho más franca con la vida concreta del hombre. Esto se hace en la meditatio. En cambio, en la meditación clásica, si bien no puede estar desprovista de propósitos concretos, se va de verdad en verdad sin que tenga una parte particular en la cual hacer la confrontación de la verdad contemplada con la vida concreta del que medita.

Otra diferencia entre meditación clásica y LD es que la misma meditación de la LD es distinta de la meditación clásica. Y esto es así porque es muy distinto meditar sobre una verdad abstracta (aun cuando sea un dogma) que meditar sobre una palabra o una frase de la SE, que evoca, no solamente una verdad abstracta sino un grupo de existentes concretos. Por eso en la LD la meditación será siempre un movimiento de desentrañar el sentido de las palabras, mientras que en la meditación clásica se trata de relacionar verdades ya conocidas y comprendidas por el solo hecho de comprender sus términos.

Podemos decir, entonces, de acuerdo a lo dicho recién, que la LD es más existencial y más integral, hace implicar en la oración a todas las potencias y posibilidades del hombre. La meditación clásica, en cambio, es más abstracta e involucra sobre todo la razón del que reza.

De esto no podemos concluir que la Lectio Divina sea más importante que la meditación clásica. Simplemente afirmamos que se diferencian esencialmente. Aún más, en todo aquel que se encuentra en un estado de perfección (sacerdocio, vida religiosa), no debe faltar ni la meditación clásica u oración mental, ni la Lectio Divina.

Conclusión

Debemos, entonces, animarnos a hacer la Lectio Divina. Dice Benedicto XVI: “Orígenes, uno de los maestros en este modo de leer la Biblia, sostiene que entender las Escrituras requiere, más incluso que el estudio, la intimidad con Cristo y la oración. En efecto, está convencido de que la vía privilegiada para conocer a Dios es el amor, y que no se da una auténtica scientia Christi sin enamorarse de Él. En la Carta a Gregorio, el gran teólogo alejandrino recomienda: «Dedícate a la lectio de las divinas Escrituras; aplícate a esto con perseverancia. Esfuérzate en la lectio con la intención de creer y de agradar a Dios. Si durante la lectio te encuentras ante una puerta cerrada, llama y te abrirá el guardián, del que Jesús ha dicho: “El guardián se la abrirá”. Aplicándote así a la lectio divina, busca con lealtad y confianza inquebrantable en Dios el sentido de las divinas Escrituras, que se encierra en ellas con abundancia. Pero no has de contentarte con llamar y buscar. Para comprender las cosas de Dios te es absolutamente necesaria la oratio. Precisamente para exhortarnos a ella, el Salvador no solamente nos ha dicho: “Buscad y hallaréis”, “llamad y se os abrirá”, sino que ha añadido: “Pedid y recibiréis”»

 “ (…)

 “La lectio divina, que es verdaderamente «capaz de abrir al fiel no sólo el tesoro de la Palabra de Dios sino también de crear el encuentro con Cristo, Palabra divina y viviente»” [37].

Recordemos, como lo hace Benedicto XVI, que media hora de lectura de la Biblia trae aparejada, con las condiciones necesarias, el don de la indulgencia plenaria [38].

Terminemos con una mención a la Virgen María, tomada de Benedicto XVI: “Encontramos sintetizadas y resumidas estas fases de manera sublime en la figura de la Madre de Dios. Modelo para todos los fieles de acogida dócil de la divina Palabra, Ella «conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón» (Lc 2,19; cf. 2,51). Sabía encontrar el lazo profundo que une en el gran designio de Dios acontecimientos, acciones y detalles aparentemente desunidos” [39].

Dos apéndices interesantes

Presentamos dos textos de García Colombás sobre dos complementos de la Lectio Divina y que algunos los consideran como dos pasos más dentro del mismo proceso de la Lectio Divina.

Uno de ellas, la collatio, ciertamente que es un elemento que completa la Lectio Divina, pero que no necesariamente forma parte de su estructura esencial.

La otra, la eructatio, es una consecuencia de la Lectio Divina, la cual, hecha con asiduidad y seriedad, crea en la persona que la practica aquella disposición de la que habla Jesucristo: “De la abundancia del corazón habla la boca” (Mt 12,34)[40].

He aquí los textos.

Collatio

“La lectio divina hecha en privado, encuentra un complemento frecuente, por lo menos según los textos monásticos antiguos y medievales, en la collatio. La palabra es expresiva. Viene de confero, en el sentido de «confrontar» y también de «contribuir».

“¿En qué consistía la collatio? En un coloquio de tipo estrictamente espiritual, en el que se po­nían en común las experiencias individuales obtenidas al contacto de la Palabra de Dios. En dicho coloquio cada participante era libre de exponer lo que el texto sagrado, leído y saboreado en la intimidad del diálogo con Dios, le había sugerido: ideas, sentimientos, propósitos…; lo que redun­daba en edificación y enriquecimiento de todos. Con frecuencia el fin que pretendían los partici­pantes en el coloquio no era otro que ayudarse mutuamente a resolver los problemas que el texto bíblico planteaba: qué significaba tal o cual vocablo, cómo debía interpretarse determinado pasaje… Y siempre con un propósito práctico: amoldar mejor la propia vida a la Palabra de Dios.

“(…) En el suplemento sobre san Orsiesio a una vida de san Pacomio leemos: «Desde los principios, acostumbraban todos los días por la tarde, después del trabajo y la refección, sentarse juntos y discutir sobre las Escrituras».

“El interés y provecho de tales conferencias espirituales para los que tomaban parte en ellas es patente. Compartir las experiencias personales al contacto con la Escritura, contrastarlas con las de otros monjes, no podía menos de constituir un estímulo poderosísimo para seguir adelante por el camino del ascetismo y en la práctica asidua de la «lectura de Dios»”[41].

Eructatio

“La palabra eructatio, tan desagradable para la sensibilidad moderna, es el sustantivo del verbo eructare, «eructar». Pertenece, pues, a la terminología de la comida y la digestión. Eructa el que está harto, ahíto, repleto de alimento. Probablemente, sugirió el uso de este término el principio del salmo 44 en versión de la Vulgata: «Eructavit cor meum verbum bonum», que hoy traduci­mos mucho más finamente: «Me brota del corazón un poema bello».O acaso el versículo 7 del salmo 144: «Memoriam abundantiae suavitatis tuae eructabunt», que hoy suena así en nuestros templos: «Difunden la memoria de tu inmensa bondad». Hay que notar que no son infieles estas traducciones al texto original, puesto que eructare significa también «proferir», «expresar», y se usa sobre todo para hablar del lenguaje inspirado de los profetas.

“¿Qué querían significar los autores espirituales al utilizar este vocablo, símbolo bíblico del entusiasmo y del amor? Simplemente, que toda nuestra conversación, todos nuestros escritos, no deberían ser otra cosa que una efusión, un rebosar, de la superabundancia e intensidad de los pensamientos y afectos que la lectio divina, la meditatio, la frecuentación asidua, personal e íntima de la Palabra de Dios, han ido engendrando y acumulando en nuestro espíritu.

“El abad Hiperiquio decía: «Que el monje desborde de palabras de bondad; que de su boca broten las palabras del Altísimo».  Y, según san Juan Crisóstomo, los solitarios de Siria reco­gían en la lectura de los libros sagrados «la miel de sus oraciones y de su conversación». Son pensamientos hermosos y verdaderos. La Palabra de Dios escrita nos proporciona «las palabras del Altísimo», «la miel»—es decir, lo mejor—que podemos devolver al mismo Dios, después de apropiárnosla, en la oración, y compartir con los hermanos en nuestro trato con ellos. Una miel que fluye espontáneamente de los labios y del corazón, sin premeditación, sin esfuerzo, sin dar­nos siquiera cuenta de ello. Que todo esto no es una pura imaginación, nos lo prueba una multi­tud de escritos debido a hombres y mujeres que, en realidad, no son otra cosa que un desborda­miento, una comunicación irreprimible, una efusión irrestañable, de lo mejor que había en su alma; y que todo ello era efecto de la lectio divina, de la meditatio, nos lo prueban irrebatible­mente las continuas citas, reminiscencias, imágenes, expresiones y vocablos procedentes de la Escritura que forman la trama de tales escritos[42].

“En resumen, podría decirse que la lectio divina, en que se gusta la Palabra de Dios, en que uno se maravilla al contacto y comunión con esta Palabra, sólo es posible en el espacio interior del corazón, caja de resonancia en que los ecos dan vida a una meditación, un continuo revolver de la verdad y la vida que se nos revelan y comunican. Como María conservaba y revolvía en su corazón todas las palabras pronunciadas a propósito de su Hijo 221, el lector fiel de la Escritura no deja de ejercitarse en lameditatio para profundizar la Palabra de Dios, para apropiársela y con­vertirla en sustancia de su propio ser. Y luego la comunica naturalmente a los hermanos, la comparte, como canta la liturgia de la Iglesia en las fiestas de sus doctores: «La boca del justo expone la sabiduría, su lengua explica el derecho, porque lleva en el corazón la ley de su Dios». Lo que exponen sus labios lo ha meditado largamente, lo ha vivido en su interior.

“A propósito de la predicación de san Agustín ha escrito F. van der Meer: «Apenas toca él los textos, éstos se abren como flores al sol de la mañana. Y cuando los textos lo tocan a él, seconvierten en fuentes de agua que salta hasta la vida eterna. Entonces, de los más recónditos pasajes de la Escritura brota de sus labios agua viva ». Ésta es la eructatio de que hablan los antiguos”[43].

Un tercer apéndice interesante

Con otra frase tomada de García Colombás afirmamos la siguiente verdad, que es también un complemento para el ejercicio de la Lectio Divina: para San Benito las obras de los Santos Padres eran también objeto de la Lectio Divina.

He aquí el breve texto de García Colombás: “Dice la Regla de San Benito en el capítulo 73 y último: «El que tenga prisa por llegar a una perfección de vida, tiene a su disposición las enseñanzas de los Santos Padres, que, si se ponen en práctica, llevan al hombre a la perfección. Porque ¿hay alguna página o palabra inspirada por Dios en el Antiguo o en el Nuevo Testamento que no sea una norma rectísima para la vida del hombre? ¿O es que hay algún libro de los Santos Padres católicos que no nos repitan constante­mente que vayamos por el camino recto hacia el Creador? Ahí están las Colaciones de los Pa­dres, sus Instituciones y Vidas, y también la Regla de nuestro Padre san Basilio. ¿Qué otra cosa son sino medios para llegar a la virtud de los monjes, obedientes y de la vida santa?» (Regla, 72,2-6)

“San Benito recomienda aquí, evidentemente, tres clases de lecturas: la Biblia, los Padres católicos y los Padres monásticos. No dice que se lean las obras de los Padres durante el tiempo destinado a la lectio, pero es evidente que, en particular, o se leían entonces, o no se leían, pues no quedaba otro tiempo disponible durante la jornada, ni en los días laborables ni en los domin­gos y fiestas. Las obras de los Padres, por consiguiente, eran objeto de la lectio divina, según san Benito”[44].

Y unas páginas más adelante vuelve a repetir: Además de la Sagrada Escritura, “para saber lo que se puede y lo que no se debe leer en la lectio divina, la Regla de San Benito nos proporciona un criterio precioso: sólo se deben leer obras de los «Santos Padres católicos» (Regla, 73,4)”[45]

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***

[1] Colombás, G., La lectura de Dios. Aproximación a la lectio divina, BAC, Madrid, 2004, p. 29-30. Ya casi al final de su trabajo, este mismo autor tiene una página hermosísima acerca del “Concepto de lectio divina” (ese es el subtítulo). En ella hace como un resumen de lo dicho en todo el libro en palabras que no tienen desperdicio (Colombás, G., La lectura de Dios…, p. 64). Lo mismo puede decirse del colofón con el que termina el librlo (p. 69)

[2] Bouyer, L., Parola, Chiesa e Sacramenti nel Protestantesimo e nel Cattolice­simo, Brescia, 1962, p. 17, citado en Fuentes, M.,Rezar con la Biblia, Colección Bíblica. Como una breve introducción a la necesidad y al provecho de la lectura de la Biblia aconsejamos leer este breve y profundo opúsculo del P. Fuentes.

[3] Colombás, G., La lectura de Dios…, p. 67-68.

[4] Fuentes, M., Rezar con la Biblia, Colección Bíblica.

[5] Colombás, G., La lectura de Dios. Aproximación a la lectio divina, BAC, Madrid, 2004, p. 47.

[6] Citado en Fuentes, M., Rezar con la Biblia, Colección Bíblica.

[7] Colombás, G., La lectura de Dios. Aproximación a la lectio divina, BAC, Madrid, 2004, p. 25.

[8] Colombás, G., La lectura de Dios. Aproximación a la lectio divina, BAC, Madrid, 2004, p. 20-21.

[9] Fuentes, M., Rezar con la Biblia, Colección Bíblica. Otro texto que aclara esta verdad es el siguiente: “La característica primera y fundamental de la lectio divina es la fe que la anima. Sin una fe viva, radical, en que Dios ha escrito la Biblia, en que el autor último, principal y verdadero de la Escritura es el propio Dios, ¿cómo sería posible «leer a Dios»?

“Pero no basta estar persuadido de que Dios ha escrito, de que Dios ha hablado. Es preciso hacer un acto de fe en que Dios sigue hablando. No se leen sus palabras como se leen las de un autor de otros tiempos. Dios no está muerto. Es el «Dios vivo». Su palabra está viva. «La Pala­bra de Dios es viva y enérgica», dice la Carta a los Hebreos (Heb 4,12). Sin creer firmemente que «abrir la Biblia es encontrar a Dios», que «en los libros sagrados, el Padre que está en el cielo sale amoro­samente al encuentro de sus hijos para conversar con ellos», que «Cristo está presente en su palabra», la verdadera «lectura de Dios» resulta completamente imposible” (Colombás, G., La lectura de Dios…).

[10] Colombás, G., La lectura de Dios…

[11] Colombás, G., La lectura de Dios…, p. 31.

[12] “Otra de las disposiciones fundamentales para acercarnos a Dios que nos espera en la Escritura son la sencillez, el desprendimiento, la docilidad, la entrega. (…)

“El desprendimiento debe liberarnos, como dice A. Southey, del «deseo ansioso de los resulta­dos». Pues no se debe «ir a la búsqueda de sentimientos, de ‘experiencias’, de ideas bonitas para comunicar a los demás… La lectio es una labor de larga duración, que lleva a una profundiza­ción incesante, pero normalmente imperceptible, de nuestra intimidad con Dios» 166.

“En el simposio cisterciense sobre la lectio divina ya citado se notó con insistencia que solemos acudir a la Biblia para ver qué podemos sacar de ella, no para ver lo que ella puede sacar de nosotros… Esto, naturalmente, es de la mayor importancia. Para que la «lectura de Dios» sea auténtica, es preciso acercarse a ella con espíritu de entrega, de perfecta disponibilidad a lo que el Señor va a pedirnos. «La lectio es una verdadera ascesis. No se queda en un nivel teórico, sino que, como la misma Palabra de Dios, es una espada de doble filo, que llega a las profundi­dades más íntimas y requiere una respuesta personal. (…)

“Esta disposición fundamental de escudriñar las Escrituras para cumplir y poner por obra la voluntad del Señor que en ella se mani­fiesta, esta actitud generosa del corazón abre a los sencillos y menos preparados el sentido de los preceptos divinos que ignoran por negligencia espíritus mejor dotados. «El ojo del amor ilumina las tinieblas de su rudeza… Llegan así a las cumbres del entendimiento, porque no dejan de cumplir lo que han comprendido, hasta las cosas más pequeñas»” (Colombás, G., La lectura de Dios…, p. 40-41)

[13] Fuentes, M., Rezar con la Biblia, Colección Bíblica

[14] Benedicto XVI, Exhortación Apostólica post-Sinodal Verbum Domini, nº 87.

[15] La letra t de cada  palabra debe pronunciarse como la letra c castellana cuando está delante de una i o un e; es decir: debe leerse: leccio, meditacio, oracio  y contemplacio.

[16] Swetnam, J., La Lectio Divina, 1999, p. 2

[17] Colombás, G., La lectura de Dios. Aproximación a la lectio divina, BAC, Madrid, 2004, p. 35-36.

[18] Colombás, G., La lectura de Dios…, p. 66.

[19] Colombás, G., La lectura de Dios…, p. 67.

[20] “La «lectura divina» sólo puede florecer y fructificar en un clima hecho de recogimiento, de paz, de oración. Hay que restaurar ese clima si se quiere restaurar la lectio. Porque «nadie puede penetrar el sentido del Evangelio si no ha descansado como Juan, en íntimo coloquio, sobre el pecho de Jesús», como dice Orígenes . ¿Y quién puede desmentirle?” (Colombás, G., La lectura de Dios…, p. 67)

[21] Fuentes, M., Rezar con la Biblia, Colección Bíblica, San Rafael.

[22] “Pedro el Grande, zar de todas las Rusias, dio este decreto: «Los monjes no sólo lean las Sa­gradas Escrituras, sino que las entiendan» De nada, en efecto, sirve leer la Biblia si no se la entiende. La lectura de la Palabra de Dios nunca fue considerada por la Iglesia como un rito mágico.

“Unas páginas de la Biblia son claras; otras, oscuras. Considerada globalmente, la Escritura resulta más bien oscura que clara. No es fácil, muchas veces, entender perfectamente lo que quiere decir. La transmisión del texto ha sido a menudo defectuosa; la lengua hebrea, como toda lengua, ha ido evolucionando a través de los siglos; la forma de expresarse de autores tan remo­tos y tan personales como san Pablo dista mucho de la nuestra… Descubrir el significado preciso de ciertos vocablos, de ciertos pasajes, no sólo del Antiguo Testamento, sino también del Nue­vo, presupone un esfuerzo, un estudio.

“Es un esfuerzo y un estudio del que el lector de la Escritura no puede prescindir, según nos advierten los maestros de la lectio divina. Esto no significa, naturalmente, que todo lector de la Biblia tenga que ser maestro consumado en exégesis; pero sí que hay que utilizar los trabajos de los maestros en exégesis. Recordemos los sudores de un Orígenes, de un san Jerónimo, para llegar a poseer un texto correcto de la Escritura y penetrar su verdadero sentido. Ante todo, su sentido literal, al que debe ajustarse la «lectura divina». Nada debe quedar borroso, vago, impre­ciso, en cuanto sea posible. La filología, las ciencias naturales, todo el saber humano debe po­nerse en juego para descubrir el sentido histórico de la Palabra de Dios escrita” (Colombás, G., La lectura de Dios…, p. 30-31).

 [23] Swetnam, J., La Lectio Divina, 1999, p. 1

[24] Benedicto XVI, Exhortación Apostólica post-Sinodal Verbum Domini, nº 86.

[25] Swetnam, J.. La Lectio Divina, 1999, p. 1

[26] Fuentes, M., Rezar con la Biblia, Colección Bíblica.

[27] Swetnam, J.. La Lectio Divina, 1999, p. 2

[28] “No olvidemos nunca que la lectio divina es a la vez lectura y oración. Cuando san Jerónimo escribía a santa Eustoquia: «Cuando oras, hablas a tu Esposo; cuando lees, él te habla a ti», no quería significar que debe terminarse primero la lectura para dedicarse luego a la oración. Leer y orar—lo hemos visto— eran para los antiguos dos actividades espiri­tuales que se compaginaban, que debían compaginarse en la lectio divina. Y es perfectamente claro que los antiguos y los medievales no conocieron otro método de oración que la «lectura divina» y que oraban habitualmente teniendo el texto sagrado ante los ojos o, al menos, en la memoria” (Colombás, G., La lectura de Dios…, p. 65)

[29] Swetnam, J., La Lectio Divina, 1999, p. 2.

[30] Fuentes, M., Rezar con la Biblia, Colección Bíblica

[31] Fuentes, M., Rezar con la Biblia, Colección Bíblica.

[32] Existe un libro italiano que divide la Lectio Divina en, fundamentalmente, tres partes: Lectura, Interpretación y Actualización. Entendemos que la Lectura y la Interpretación corresponden a lo que en la Lectio Divina tradicional se señala por Lectio, mientras que la Actualización corresponde a la Meditatio; cf. Stock, K., Vangelo secondo Marco, Edizioni Messaggero Padova, Collanna Dabar – Logos – Parola, Lectio divina popolare, Padova, 2002, 225 pp. (ver documento de Word aparte).

[33] Guigo II, gran prior de la Cartuja, Scala claustralium, sive de modo orandi. VPL 184,476, citado en Colombás, G., La lectura de Dios…, p. 54

[34] Swetnam, J., La Lectio Divina, 1999, p. 1.

[35]

[36] Dicesare, P., Lectio Divina, trabajo no publicado todavía.

[37] Benedicto XVI, Exhortación Apostólica post-Sinodal Verbum Domini, nº 86.87.

[38] Cf. Benedicto XVI, Exhortación Apostólica post-Sinodal Verbum Domini, nº 87, nota 298.

[39] Benedicto XVI, Exhortación Apostólica post-Sinodal Verbum Domini, nº 87.

[40] En esta cita Jesucristo se refiere a los fariseos, para hacer resaltar las palabras malas que salen de un corazón malo. Sería laeructatio en su sentido más desagradable. También puede citarse como una eructatio mal aplicada aquella que lleva a una conversación trozos bíblicos para aplicarlos humorísticamente a situaciones concretas.

[41] Colombás, G., La lectura de Dios…, p. 55.

[42] Nota nuestra: de esta manera se explica cómo era posible que Jesucristo citara constantemente el AT. Y también explica cómo era posible que muchos de los cánticos del NT (Benedictus, Magnificat, etc.) estén tan llenos de reminiscencias bíblicas

[43] Colombás, G., La lectura de Dios…, p. 55-56.

[44] Colombás, G., La lectura de Dios…, p. 58.

[45] Colombás, G., La lectura de Dios…, p. 65.

Un instrumento de santificación

El silencio como virtud

Beneficios y circunstancias

P. Jason Jorquera M., Monje IVE.

P1020945 - CopyDice el P. Alonso Rodriguez que el silencio es un medio muy importante para ser hombres [y mujeres] de oración. Y esto parece muy adecuado si consideramos que la oración y la penitencia son llamadas “las alas que nos han de elevar hacia las altas cumbres de la santidad”, y justamente el silencio es una de las virtudes mor­tificativas junto con la penitencia, la obediencia, el sacrifi­cio y el amor oblativo, que se vuelven eficaces instrumentos para una mayor unión con Dios. Pero el principal beneficio del silencio en nuestras vidas es que ha de ser la ocasión de aprender a hablar con Dios y convertirnos así en almas de profunda oración.

Tomamos para este trabajo el esquema que ofrece el P. Alonso Rodríguez en su muy recomendable libro “Ejercicio de perfección y virtudes cristianas.”

Beneficios del silencio

1º) Nos permite escuchar a Dios

«[Es] por esto que los padres del yermo, enseñados del Espíritu Santo, guardaban con suma diligencia el santo silencio, como causa de la santa contemplación. Y san Diádoco, tratando del silencio dice: “grande y excelente cosa es el silencio, porque es madre de santos y levantados pensamientos. Pues si queréis ser espiritual y hombre de oración, si queréis tratar y conversar con Dios, guardad silencio. Si queréis tener siempre buenos pensamientos y oír las inspiraciones de Dios, tened silencio y recogimiento; porque así como unos son sordos por impedimentos que tienen en el órgano del oído, otros por haber gran ruido no oyen, así también el ruido y estruendo de las palabras y cosas y negocios del mundo impide y nos hace sordos para oír las inspiraciones de Dios y caer en la cuenta de lo que nos conviene. Quiere Dios soledad para tratar con el alma. Llevarla a la soledad, [como] dice el profeta Oseas (2,14), y allí hablarle al corazón” »[1]

Respecto a este “escuchar a Dios” escribía el santo hermano Rafael: “Callen los hombres, callen las criaturas… Callemos a todo, para que en el silencio oigamos los susurros del Amor, del Amor humilde, del Amor paciente, del Amor inmenso, infinito que nos ofrece Jesús con sus brazos abiertos desde la Cruz.

El mundo loco, no escucha… Loco e insensato vuela embriagado en su propio ruido…, no oye a Jesús, que sufre y ama desde la Cruz.” El silencio, en consecuencia, se ha de mirar y buscar bajo la razón de lugar y disposición de encuentro con Dios, es decir, que el silencio nos proporciona la “ocasión” de dejar a Dios hablar al corazón y dejarnos a nosotros escucharlo; de hecho a menudo oímos personas que se quejan de no poder hacer oración, o al menos no con verdadera atención, y es justamente porque no se han preparado anteriormente a ella mediante la práctica del silencio; pero si pese a las naturales distracciones que sobrevienen al alma al estar herida por el pecado original, perseveramos y le rogamos a Dios que nos enseñe a escucharlo, ciertamente que la paciencia y la constancia darán en algún momento sus frutos, comenzando por los mismo méritos de querer oír mejor la voz de Dios mediante la búsqueda del silencio.

2º) Protege y fomenta nuestra devoción

Si queréis andar siempre devoto y muy dispuesto y preparado para entrar fácilmente en oración, tened silencio.

San Diádoco propone otra comparación: “así como cuando la puerta del baño se abre muchas veces, se sale presto por allí el calor, así cuando uno habla mucho, todo el calor de la devoción se va por la boca, luego se derrama el corazón, y el alma es desamparada de buenos pensamientos”[2]

De este texto se entiende perfectamente que hablamos del “silencio interior”, es decir, de aquel que busca acallar en el alma a las creaturas que intentan distraerla de su Creador; porque cuando un alma anda distraída de Dios y no busca momentos para encontrarse a solas con Él en el silencio, entonces su devoción se va enfriando, como cualquier otra especie del amor,  ya que el amor –lo sabemos- necesita de actos que mantengan avivado su fuego para que no se apague.

Escribía san Juan de la Cruz: «el alma que presto advierte en hablar y tratar, muy poco advertida está en Dios; porque cuando lo está, luego con fuerza la tiran de dentro a callar y huir de toda conversa­ción, porque más quiere Dios que el alma se goce con Él que con otra alguna creatura por más aventajada que sea y por más al caso que le haga»[3]. Nos sirva esto para examinar cuánto nos dejamos atraer interiormente por Dios.

3º) El silencio es utilísimo para la templanza

Según San Gregorio de Nacianzo «el silencio es una de las for­mas más útiles de templanza, uno de los medios más eficaces para regular los movimientos del corazón, la mejor salvaguar­dia del tesoro del alma, es decir, Dios y su Verbo, que exigen una habitación digna y recogi­da»[4].

Recordemos que la templanza es de hecho, la virtud que establece el “orden en el interior del hombre”, y por lo tanto, el silencio contribuye a ella en cuanto implica de suyo moderación (que es lo propio de esta virtud). Hablamos aquí del silencio que se contrapone a las palabras ociosas e inútiles y que nos permite entrar en intimidad con Dios mediante la oración; y que ha de redundar necesariamente (y a la vez será indicio de templanza) en quien sepa valerse de él como acicate de virtud.

De las circunstancias que hemos de guardar en el hablar

Las circunstancias en general

San Ambrosio y san Jerónimo tratan acerca de los muchos males que pueden seguirse del mal de la lengua. Pero también aclaran a qué se refiere este “refrenarla” para recogerse en el silencio. Y así se pregunta san Ambrosio: “¿qué queréis que hagamos?, ¿Qué seamos mudos? No queremos decir eso, porque la virtud del silencio no está en no hablar. Expliquemos: así como la virtud de la templanza no está en no comer, sino en comer cuando es necesario y lo que es necesario, y en lo demás abstenerse; así también la virtud del silencio no está en no hablar, sino en saber callar a su tiempo y en saber hablar a su tiempo”. Y este conocimiento obviamente lo va a dictar la virtud de la prudencia; por lo tanto, se nos hace necesario pedir constantemente en la oración la prudencia sobrenatural y cultivar la prudencia natural mediante el estudio.

Dice la sagrada escritura: “Pon, Señor, en mi boca un centinela, un vigía a la puerta de mis labios.”(Sal 141,3) y nota muy bien san Gregorio que no pide David que le ponga una pared en su boca y la cierre a pared y lodo para que nunca [más] se abra, sino que la puerta se abra y se cierre a sus tiempos, para darnos a entender que hemos de callar y cerrar la boca a su tiempo y abrirla [también] a su tiempo, y en esto está la discreción y la virtud del silencio. Esta es la razón de que existan ocasiones que se hablar se convierta en una obligación o un deber de justicia, así como por ejemplo cuando Dios nos pide defender la verdad, a un inocente o para extirpar un error; pensemos por ejemplo en la magna figura monástica de San Bernardo, quien amaba el silencio como pocos para encontrarse en él a solas con Dios, y sin embargo, no tuvo reparos en “romperlo” cuando se trataba de combatir el error.

Las circunstancias en particular

La primera y principal –dice el P. Alonso Rodríguez- es mirar primero muy bien lo que se ha de hablar[5], es decir, la materia. La misma naturaleza nos da a entender bien el recato que hemos de tener en esto, pue así guardó y escondió la lengua, no solamente con una puerta y cerradura sino con dos, primero con los dientes y después con los labios. Por eso dice el apóstol Santiago que “sea todo hombre presto y fácil para oír y tardo para hablar”.

San Cipriano dice que “así como el hombre sobrio y  templado ninguna cosa echa en su estómago sin que sea primero bien masticada , así el hombre prudente y discreto ninguna palabra echa de la boca sin que primero la rumie muy bien en su corazón; porque las palabras no bien pesadas y pensadas suelen levantar contiendas.”

San Vicente dice que tanta dificultad habríamos de tener en abrir la boca para hablar como la bolsa para pagar”; y san Efrén agrega que nuestras palabras antes bien deberían pasar por dos limas: la lima de Dios y la de nuestra razón. “esta es la principal circunstancia para hablar bien, y si esta guardamos, fácilmente podemos guardar las demás”. En definitiva, lo que nos quieren decir estos santos, es que debemos tender a que nuestro hablar sea edificante y cuando corresponda hacerlo. Esto no significa que no sea lícito alguna plática más bien para distenderse de vez en cuando, lo cual es completamente lícito y a veces hasta necesario, como un padre o madre de familia luego de una extenuante jornada de trabajo, o para fomentar la vida familiar, un jefe con sus empleados para descansar, tal vez con los amigos para celebrar, etc., e inclusive los mismos contemplativos ocasionalmente para retomar fuerzas y despejar la mente y así poder luego rezar mejor. Aquí nos referimos propiamente al hecho de de evitar caer en falta con nuestra lengua.

La segunda circunstancia que debemos atender en nuestro hablar es el fin e intención que nos mueve a hablar[6]: porque no basta que las palabras sean buenas, sino que además es necesario que el fin también sea bueno. Porque algunos -dice san Buenaventura-, hablan cosas buenas por parecer espirituales; otros por venderse por agudos y bienhablados: de lo cual, lo uno es hipocresía y fingimiento; y lo otro vanidad y locura (y notemos que dice “locura” porque la locura es, justamente, un estado de carencia de la razón; es decir, que sería irracional). Es decir, que aquello que ha de movernos tanto en el hablar como en cualquier otra de nuestras acciones, ha de ser siempre la rectitud de intención, o sea, el querer hacer el bien y hacerlo bien, como para corregir, edificar, aconsejar, rezar, etc.

 La tercera circunstancia, dice san Basilio, consiste en que es necesario es mirar quién es el que habla y a quién y delante de quién se habla[7]; así por ejemplo los jóvenes delante de los mayores, o los hijos de los padres, los súbditos de los superiores, etc., teniendo en cuenta que el guardar silencio y escuchar a los mayores, o revestidos de mayor dignidad, es un acto de reverencia. Y dice además san Bernardo que: “el silencio es un acto muy principal de la vergüenza (de la sana vergüenza, claro) que viene muy bien a los jóvenes”, porque es un notable signo de respeto y a menudo de buena educación.

La cuarta circunstancia, dice san Ambrosio, es mirar el tiempo en que se ha de hablar[8]: porque una de las principales partes de la prudencia -que rige, reiteramos, el silencio-, es saber decir las cosas a su tiempo. Como dice el libro del eclesiástico: “El sabio guarda silencio hasta su hora, mas el fanfarrón e insensato adelanta el momento.” (Ecclo 20,7).

A esta circunstancia pertenece el no interrumpir a otro cuando esté hablando, como dice la SªEª: “Sin haber escuchado no respondas ni interrumpas en medio del discurso.”(Ecclo 11,8).

Conclusión

Ante todo esto, concluye el P. Alonso Rodríguez (a quien principalmente hemos seguido en este trabajo) diciendo que: en muchas ocasiones lo más conveniente será recogernos en el puerto del silencio, donde sólo con callar está uno guardado de los muchos inconvenientes y peligros que hay en el hablar. Considerando las palabras del Kempis de que “Siempre es más fácil callar que hablar sin errar”; y la Sagrada Escritura cuando nos enseña que “El que guarda su boca y su lengua, guarda su alma de la angustia.” (Prov. 21,23).

Finalmente, nos han de servir de guía las palabras del santo abad Arsenio cuando decía: “muchas veces me pesó de haber hablado, y ninguna de haber callado”.

En definitiva, el silencio es necesario para el recogimiento interior y es instrumento de moderación para que cuando llegue el momento de hablar lo hagamos virtuosamente, para mayor gloria de Dios, edificación de nuestro prójimo y nuestro propio enriquecimiento espiritual.

A.M.D.G.

[1] P. Alonso Rodriguez, Ejercicio de perfección y virtudes cristianas, 7ª ed., Madrid, 1950. Pág. 793.

[2] Ídem. Pág. 794.

[3] San Juan de la Cruz, Epistolario, carta VI.

[4] Cf. D. García M. Colombás, op. cit., loc. cit.,  p. 197.

[5] P. Alonso Rodriguez, Ejercicio de perfección y virtudes cristianas, 7ª ed., Madrid, 1950. Pág. 803.

[6] P. Alonso Rodriguez, Ejercicio de perfección y virtudes cristianas, 7ª ed., Madrid, 1950. Pág. 805.

[7] Ídem.

[8] ídem. Pág. 806.

Un aspecto propio de monje

El retiro monástico

P. Jon de Arza Blanco, Monje del IVE

DSC01494No se puede vivir la vida contemplativa sin un ambiente de retiro y una cierta soledad, aunque se viva en comunidad de monjes (vida cenobítica). Por eso, en el monacato primitivo, los hombres que querían intimar con Dios y llevar una vida espiritual más intensa, “huían” a los desiertos, retirándose de las ciudades y del mundanal ruido.

Obviamente no se trata de un mero apartamiento físico (pues existen monasterios denominados “urbanos”, es decir, que están en medio de una ciudad); esto es ideal, pero debe servir de marco para un retiro de todo lo que distraiga de la atención amorosa de Dios e impida el recogimiento. Porque puede darse la paradoja de que un cristiano esté en el mundo sin ser del mundo, y que un monje, esté afectivamente en el mundo aunque viva apartado de él, y esto se da cuando, aun estando retirado en los muros de un monasterio, tiene su corazón apegado a lo que hay más allá de esos claustros, o vive pendiente de lo que sucede en el mundo.

San Rafael Arnáiz, el santo hermano trapense, escribía a sus padres, a este respecto, su primera experiencia de vida retirada: “no podéis imaginaros lo agradable que se me hace el no saber nada del mundo… En los dos meses y medio que llevo aquí, me he enterado solamente de dos noticias (…); es todo lo que a mí me ha llegado en este tiempo…y no tengo ganas de saber más”.

Puede parecer egoísmo, insensibilidad, indiferencia, pero no lo es, pues lo que se busca es saber más de Dios, saber más a Dios para amarlo mejor, con todas las fuerzas, sin dispersión, y poder cumplir con la misión de interceder por las necesidades espirituales y materiales de quienes viven en el mundo, es decir, lejos de ser indiferentes y fríos persiguen el bien de sus hermanos con un vivo interés.

Si bien los monjes, en principio, no salen en busca de las ovejas, son las ovejas las que van al Monasterio en busca del agua que calme su sed espiritual. Por eso, el retiro no obsta a la caridad, que pide muchas veces al monje, atender las necesidades del prójimo que acude al monasterio, e incluso, en alguna circunstancia, tener que salir del claustro para socorrerlo, como la Virgen dejó por un tiempo la paz de su “Arca” para salir al encuentro de su prima Isabel.

Ahora bien, se puede decir que en el mismo Monasterio hay como un retiro dentro de otro, pues, dentro del monasterio, que es como un arca que lo mantiene a flote en las aguas del mundo, el monje tendrá, además, su “celda”, es decir, no solamente se retirará del mundo, sino que tendrá largos momentos durante el día en que se vivirá oculto incluso a sus propios hermanos de vida monástica. Estos son los tiempos de “celda”, que deben ser entendidos primariamente en sentido espiritual, como tiempos de soledad total, en los cuales se encuentra el alma a solas con Dios, como Jesús, que subió al monte a solas para orar (Mt 14, 23).

“Qué alegre es el estar solo con Dios… Qué paz tan grande se respira cuando nos vemos solos…solos, el alma y Dios”, exclama el Hermano Rafael.

Este retiro de la celda será vital para el monje, que lo necesita como el pez al agua, en el decir de san Antonio Abad; y Dionisio Cartujano, escribía: “La celda es la tierra santa y el lugar santo donde el Señor y su siervo hablan frecuentemente como dos amigos…”

Allí se ora, se practica la lectio divina (lectura sabrosa de la Biblia), se hacen algunos trabajos manuales, se estudia, se ríe, se llora, en fin, se recrea el alma con Dios, dejándose labrar por Él. Es cierto que el monje sale de su celda y puede ver a Dios en todo, pero ese todo no es Dios. Por eso, nunca se está más libre como cuando se está con Dios, aunque sea encerrado en una celda, porque allí, si es dócil a la acción divina, se va desprendiendo el alma de todo lo creado: “Qué claramente se llega a ver que es en la soledad de todo, donde de veras se encuentra a Dios. Qué gran misericordia es la suya, cuando haciéndonos saltar por encima de todo lo creado, nos coloca en esa llanura inmensa, sin piedras ni árboles, sin cielo ni estrellas…En esa llanura que no tiene fin, donde no hay colores, donde no hay ni hombres, donde no hay nada que al alma distraiga de Dios” (San Rafael Arnáiz). Claro que, aunque suene paradójico, el monje sabe que no está solo en este estar a solas con Dios, pues en la misma Arca hay otros hermanos, que, como él, pared de por medio, “en la soledad han puesto ya su nido” (S. Juan de la Cruz).

Comentando a Isaías -Vete, pueblo mío, entra en tus cámaras y cierra la puerta tras de ti, escóndete un instante hasta que pase la ira (Is 26, 20)-, escribe el santo Doctor carmelita:
“Isaías te llama a este retiro: anda pueblo mío, entra en los aposentos y cierra la puerta por dentro, escóndete un breve instante. El breve instante de la vida temporal” (Cántico Espiritual, 10).

 

Ora et labora

La vida monástica

P. Jon de Arza Blanco, Monje del IVE

Su finalidad será vivir sólo para Dios: éste es el enérgico resumen que proclama todo el deseo que Dios puso en el corazón de cada monje.
Su finalidad será vivir sólo para Dios: éste es el enérgico resumen que proclama todo el deseo que Dios puso en el corazón de cada monje.

Jesucristo dijo a sus discípulos: Orad siempre sin desfallecer (Lc 18,1b) y San Pablo exhortó: Orad constantemente (1Tes 5,17). Esto vale para cada cristiano, pero como no es posible llevar una vida incesante de oración en medio de las ocupaciones del mundo, y como somos un Cuerpo, hay algunos miembros, los religiosos, cuyo primer y principal deber es la contemplación de las cosas divinas y la unión asidua con Dios en la oración.

De entre los religiosos, y en el Cuerpo Místico de Cristo, los monjes se dedican exclusivamente a cumplir este mandato del Señor, y podría decirse que ocupan toda su vida en este divino oficio. Ellos son como lámparas votivas, como cirios encendidos que arden y se consumen a los pies del Sagrario, y velan en lugar de los otros miembros de la Iglesia que, teniendo otras misiones y encargos del Señor, no pueden dedicar todo su tiempo a la adoración; y también adoran por aquellos hombres y mujeres que viven en el mundo como si Dios no existiera y como si este mundo fuera definitivo. Por eso, los monjes reciben el elogio de Cristo a María de Betania: eligió la mejor parte, que no le será quitada (Lc. 10,42), y no le será quitada porque la vida del Cielo será una incesante contemplación y alabanza divinas.

La actividad más importante de un monje, es pues, la oración, especialmente por el canto de las alabanzas de Dios en el Coro, al que acude siete veces al día, al llamado de la campana, que es la voz de Dios. Como decía el Rey David, que fue poeta y cantor de Dios: siete veces al día te alabo (Sal 118, 164). Venid, adoremos al Señor, demos vítores a la roca que nos salva (Sal 94), canta el monje cuando aún no ha rayado el alba: Me adelanto a la aurora y pido auxilio, en tu palabra espero (118, 147).

Y en este entonar las alabanzas del Creador, el monje se une a la voz de las creaturas, las celestes y las terrestres, y así eleva su canto. San Rafael Arnáiz lo describe hermosamente: “A la hora de vísperas, no se percibían en el Monasterio más que dos cosas, el viento al correr por la llanura, y el canto de la salmodia; la naturaleza y los hombres tributaban a Dios sus alabanzas; el viento acariciaba al Monasterio, resbalando sobre las campanas, y los monjes en el Coro acariciaban con los salmos a Jesús en el Sagrario”.

Unida a la oración, especialmente al sacrificio de alabanza, está el sacrificio y la penitencia que realiza el monje, en reparación por sus propios pecados y los de los hombres, pues, si se asemejan a los ángeles en el Coro, fuera de él son bien humanos y por eso necesitan purificarse, como lo han hecho todos los santos: “El monasterio va a ser para mí dos cosas –escribía el Hermano Rafael-; primero, un rincón del mundo donde sin trabas pueda alabar a Dios noche y día; y segundo, un purgatorio aquí en la tierra donde pueda purificarme…”.

Y esta alabanza y esta purificación, las realiza el monje como a escondidas, solo para el que ve en lo secreto (Mt 6, 6), viviendo una vida oculta, con Cristo en Dios (Col 3, 3). Por eso agregaba el santo trapense: “donde pueda purificarme, perfeccionarme y llegar a ser santo (…) delante de Dios y no de los hombres; una santidad que se desarrolle en el silencio, y que solamente Dios la sepa y ni aun yo mismo me dé cuenta, pues entonces ya no sería verdadera santidad…”. Y en esto imita el monje los treinta años de la vida escondida de Jesús y María en Nazareth, sólo que Jesús era el Santísimo y María “la llena de gracia”, y no necesitaban purificarse, pero su santidad permaneció oculta a los hombres hasta el tiempo de su manifestación.

Instituto-del-verbo-encarnado-ive-monjes-contemplativos-el-pueyo-reunion-7Paradójicamente, aunque los monjes se olvidan del mundo para acordarse totalmente de Dios, esto no les impide de ninguna manera olvidarse de sus hermanos que viven en el mundo, por quienes tienen el deber de orar especialmente: los monjes, por el contrario, están presentes, de una manera más profunda en las entrañas de Cristo ya que todos somos una cosa en Cristo (cf. 1 Cor 10,17; Jn 17,20-22). Y en la misma oración se unen a sus seres más queridos, como lo hacía con sus padres el mismo Hermano Rafael cuando rezaba el santo Rosario: “Ahora yo lo rezo solo –le escribía a su padre- pero siempre lo hago como si estuviera con vosotros, y yo creo que la Virgen recibe las oraciones vuestras y las mías al mismo tiempo, aunque sean en distintas horas…”.

La vida contemplativa requiere de mucho recogimiento y silencio, sobre todo interior, para recibir las mociones de Dios que habla al corazón. Como bien decía el P. Segundo Llorente, gran misionero jesuita y, al mismo tiempo, gran contemplativo y amante del silencio y la soledad: “cuando Dios quiere comunicarse a fondo con un alma, lo primero que hace es inspirarle amor al silencio y recogimiento”. Como se lo inspiró a la Santísima Virgen, modelo de toda vida contemplativa, con quien tanto comunicó, que se hizo carne en sus purísimas entrañas.

 

Santa Teresa de Jesús de los Andes

Una vida intensa en deseos de santidad

 

d1aeab82d7add2daec2686dbaded4ccdFue bautizada en la Parroquia de Santa Ana con el nombre de Juana Enriqueta Josefina de los Sagrados Corazones Fernández Solar, pero todos en la familia la conocían como Juanita.

Su infancia se desarrolló en el seno de una familia profundamente católica: sus padres, don Miguel Fernández Jaraquemada y Lucía Solar Armstrong; sus tres hermanos y dos hermanas; su abuelo materno, tíos, tías y primos. La familia gozaba de muy buena posición económica.

Desde muy niña había dado muestras de su espiritualidad: quiso comulgar con tan sólo cinco años, prometió a los seis rezar el rosario todos los días y a los catorce amadrinó a un niño que le había pedido limosna en la calle.

Juanita realizó sus estudios en el Colegio del Sagrado Corazón de Santiago. Entre sus estudios, la vida familiar y su apostolado de caridad con los más pobres, se desarrolló su intenso amor por Jesucristo. A los catorce años de edad decidió consagrarse a Dios como religiosa, como Carmelita Descalza.

Un dato muy interesante de su vida es el hecho de que de los 11 a los 15 años sufrió trastornos de salud cada 8 de diciembre, estando varias veces en peligro de muerte. Nunca expresó, sin embargo, la más mínima queja, ya que consideraba que era Dios quien le “permitía sufrir“.

untitledDurante su preparación para el Carmelo, el 7 de diciembre de 1915, un día antes de que su confesor le permitiera hacer su primer voto de castidad, Juana escribió en su diario: “Es mañana el día más grande de mi vida. Voy a ser esposa de Jesús. ¿Quién soy yo y quién es Él? El todopoderoso, inmenso, la Sabiduría, Bondad y Pureza misma se va a unir a una pobre pecadora. ¡Oh, Jesús, mi amor, mi vida, mi consuelo y alegría, mi todo! ¡Mañana seré tuya! ¡Oh, Jesús, amor mío! Madre mía, mañana seré doblemente tu hija. Voy a ser Esposa de Jesús. Él va a poner en mi dedo el anillo nupcial. Oh, soy feliz, pues puedo decir con verdad que el único amor de mi corazón ha sido Él“.

A pesar de la oposición de sus padres, cuyos problemas económicos les impedían obtener la dote necesaria, en agosto de 1918 abandonó el colegio con la intención de ingresar en la orden del Carmelo. Pero su deseo de consagración total se hizo realidad cuando ingresó finalmente al pequeño Monasterio del Espíritu Santo de las Carmelitas Descalzas de Los Andes, en la V Región de Valparaíso, el 7 de mayo de 1919. El 14 de octubre hizo su primera profesión, tomó el Hábito y recibió el nombre de Teresa de Jesús. Durante su estancia en el convento no dejó de escribir cartas a sus familiares y amistades en las que pregonaba su amor a Cristo, a la Eucaristía y a la Virgen, además de su alegría y su felicidad por ver cumplida su vocación: “así pasamos la vida; orando, trabajando y riéndonos“.

Sólo once meses llevaba en el convento cuando murió de tifus a las 19:15 horas del 12 de abril de 1920, a la edad de 19 años. Fue, después de todo, una vida breve y sencilla, pero viviendo el amor en gran medida. Hablaba familiarmente con Dios y así aprendió a serle fiel. “Cristo, ese loco de amor, me ha vuelto loca.”, escribió.

Poco a poco creció su fama de santidad, cada vez eran cientos y miles de personas las que llegaban a su tumba a pedir su intercesión o agradecer favores recibidos.

STT06001Fue sepultada inicialmente en el cementerio del convento y en 1940 fue trasladada al Coro Bajo, junto a la nueva gran Capilla, donde permaneció junto a sus Hermanas Carmelitas hasta el 18 de octubre de 1987, fecha en la que fueron trasladadas (y con ellas los restos de Teresita) hasta el nuevo convento y Santuario ubicados en el sector de Auco, comuna de Rinconada, el que fue inaugurado el 11 de diciembre de 1988 con la presencia del Sr. Nuncio y el episcopado chileno. Hoy, el convento antiguo de Los Andes aún se conserva, es Monumento Nacional, se puede visitar la Capilla, la Gruta y el Museo del convento, que ilustra la vida de Santa Teresa de los Andes. El Santuario de Auco, por su parte, constituye uno de los mayores lugares de peregrinación del país durante todo el año, siendo su evento más importante la peregrinación juvenil De Chacabuco al Carmelo, el tercer sábado de octubre de cada año.

En una convulsionada ceremonia en el Parque O’Higgins de Santiago, fue beatificada por Su Santidad Juan Pablo II el 3 de abril de 1987, durante su visita pastoral a Chile. Un imborrable recuerdo de esa ceremonia serán las palabras pronunciadas por el Papa: “El Amor es más fuerte”. La situación que se vivía en Chile en esos momentos, a causa de la polémica dictadura del general Pinochet, era de suma tensión y división, por lo que estas palabras del Papa constituyeron el punto de partida para una reconciliación nacional.

teresalaFue canonizada el 21 de marzo de 1993, en la Basílica de San Pedro del Vaticano por el mismo Sumo Pontífice, con la presencia de alrededor de 5.000 chilenos que viajaron a Roma para asistir al histórico momento, encabezados por una delegación oficial del Estado chileno.

Que el ejemplo de santa Teresa de los Andes nos mueva, al igual que a ella, a “vivir nuestra vida” con la máxima intensidad evangélica.

11 de julio: san Benito abad

San Benito abad, padre de monjes

 

 1Hablar de san Benito es hablar de monacato, es decir, de una vida consagrada totalmente al servicio de Dios dedicada particularmente a la oración y el trabajo. Pero en el caso de san Benito, debemos resaltar de manera particular su fecundidad espiritual, enraizada firmemente en su íntimo e intenso trato con Dios, y de la cual se desprende su aun palpable paternidad espiritual que a tantos monjes, aun hoy en día, sigue iluminando y atrayendo hacia las soledades de los monasterios para vivir sólo para el Todopoderoso.

Ofrecemos una semblanza de este padre de monjes, con el mejor prólogo que de ella se ha escrito, el de san Gregorio Magno, otra gran figura de la Iglesia.

Hubo un hombre de vida venerable, por gracia y por nombre Benito, que desde su infancia tuvo cordura de anciano. En efecto, adelantándose por sus costumbres a la edad, no entregó su espíritu a placer sensual alguno, sino que estando aún en esta tierra y pudiendo gozarlibremente de las cosas temporales, despreció el mundo con sus flores, cual si estuviera marchito. Nació en el seno de una familia libre, en la región de Nursia, y fue enviado a Roma a cursar los estudios de las ciencias liberales. Pero al ver que muchos iban por los caminos escabrosos del vicio, retiró su pie, que apenas había pisado el umbral del mundo, temeroso de que por alcanzar algo del saber mundano, cayera también él en tan horrible precipicio. Despreció, pues, el estudio de las letras y abandonó la casa y los bienes de su padre. Y deseando agradar únicamente a Dios, buscó el hábito de la vida monástica…(Del prólogo de la vida de San Benito)

Más adelante, como a no pocos grandes monjes les aconteció, san Benito comenzó a atraer otras almas para el servicio de Dios.

Atraídos por su santa vida, algunos monjes que moraban en los alrededores, le requieren con insistencia como su superior y maestro: Benito acepta, pero en cuanto trata de corregir su conducta, no muy ejemplar, atentan contra su vida con una copa envenenada que él rompe al bendecirla con el signo de la cruz.

Una anécdota 

En uno de aquellos monasterios fundados por él, había un monje que no podía permanecer en oración, sino que no bien los monjes se disponían a orar, él salía fuera del oratorio y se entretenía en cosas terrenas y fútiles. Después de haber sido amonestado repetidamente por su abad, finalmente fue enviado al hombre de Dios, quien a su vez le reprendió ásperamente por su necedad. Vuelto al monasterio, apenas hizo caso un par de días de la corrección del hombre de Dios, pero al tercer día volvió a su antigua conducta y comenzó de nuevo a divagar durante el tiempo de la oración. Habiéndolo comunicado al hombre de Dios, el abad que él mismo había puesto en el monasterio, dijo: “Iré y le corregiré personalmente”. Fue el hombre de Dios al monasterio, y cuando a la hora señalada, concluida ya la salmodia, los monjes se ocuparon en la oración, vio cómo un chiquillo negro arrastraba hacia fuera por el borde del vestido a aquel monje que no podía estar en oración. Entonces dijo secretamente a Pompeyano, el abad del monasterio, y al monje Mauro: “¿No veis quién es el que arrastra fuera a este monje?”. “No”, le respondieron. “Oremos, pues, para que también vosotros podáis ver a quién sigue este monje”.

Después de haber orado dos días, Mauro lo vio, pero Pompeyano, el abad del monasterio, no pudo verlo. Al tercer día, concluida la oración, al salir del oratorio el hombre de Dios encontró a aquel monje fuera. Y para curar la ceguera de su corazón le golpeó con su bastón, y desde aquel día no volvió a sufrir más engaño alguno de aquel chiquillo negro y perseveró constante en la oración. Así, el antiguo enemigo, como si él mismo hubiera recibido el golpe, no se atrevió en adelante a esclavizar la imaginación de aquel monje.                                                                                                                                                                                                             (De la “vida de san Benito”, de san Gregorio Magno)

Después de haber constituidos doce pequeños monasterios, San Benito deja Subíaco y se dirige hacia el sur, acompañado por algunos discípulos. No se conocen las razones por las cuales selecciona el monte «en el cual Cassino está: En la costa» (Dante, XXII, 37), aun cuando puede pensarse en la generosidad de algún benefactor patricio.

22Dotado de sentido práctico, Benito, en la zona del actual claustro de acceso, adapta el templo pagano a oratorio de su comunidad y utiliza los restantes edificios como habitaciones de monjes y peregrinos y también como áreas para las diferentes actividades de trabajo.

En la cima del monte, donde surgía un bosquecito pagano, es construido un pequeño oratorio en honor a San Juan Bautista, destinado para fines de camposanto. Aún hoy en día el venerado sitio del sepulcro de San Benito y de su hermana Santa Escolástica corresponde exactamente a la parte inferior Altar mayor, Basílica.

A la obra de la implantación monástica, San Benito une el anuncio del Evangelio entre los pobladores de la llanura de abajo. Esta misión está aún hoy día encomendada a la comunidad monástica, por lo cual la ciudad de Cassino y las veinte comunidades aledañas forman parte de la jurisdicción pastoral del abad de Monte Cassino.

En Monte Cassino, San Benito completa la implantación de su Regula monachorum, o Regla de los monjes; «pequeño compendio del Evangelio», como la definió Bossuet. Siempre en Monte Cassino, el gran Patriarca, cercano a los setenta años, cerrará su existencia terrenal. Apenas antes de su muerte, sintiendo flaquear sus fuerzas, se hará llevar al oratorio de San Martín y allí, con los brazos tendidos hacia el cielo, después de haber recibido el Cuerpo de Nuestro Señor. La fecha de su muerte ha sido fijada por la tradición en el día 21 de marzo del 547.

ORACIÓN PARA PEDIR SU PROTECCIÓN

Santísimo confesor del Señor; Padre y jefe de los monjes, interceded por nuestra santidad, por nuestra salud del alma, cuerpo y mente.

Destierra de nuestra vida, de nuestra casa, las asechanzas del maligno espíritu. Líbranos de funestas herejías, de malas lenguas y hechicerías.

Pídele al Señor, remedie nuestras necesidades espirituales, y corporales. Pídele también por el progreso de la santa Iglesia Católica; y porque mi alma no muera en pecado mortal, para que así confiado en Tu poderosa intercesión, pueda algún día en el cielo, cantar las eternas alabanzas. Amén.

Jesús, María y José os amo, salvad vidas, naciones y almas.

Rezar tres Padrenuestros, Avemarías y Glorias.

La presencia monástica en la Iglesia

Vida contemplativa en la exhortación apostólica “Vita Consecrata”

Juan Pablo II

 

La obra del Espíritu en las diversas formas de vida consagrada

monje-cisterciense-leyendo5. ¿Cómo no recordar con gratitud al Espíritu la multitud de formas históricas de vida consagrada, suscitadas por El y todavía presentes en el ámbito eclesial? Estas aparecen como una planta llena de ramas[8] que hunde sus raíces en el Evangelio y da frutos copiosos en cada época de la Iglesia. ¡Qué extraordinaria riqueza! Yo mismo, al final del Sínodo, he sentido la necesidad de señalar este elemento constante en la historia de la Iglesia: los numerosos fundadores y fundadoras, santos y santas, que han optado por Cristo en la radicalidad evangélica y en el servicio fraterno, especialmente de los pobres y abandonados[9]. Precisamente este servicio evidencia con claridad cómo la vida consagrada manifiesta el carácter unitario del mandamiento del amor, en el vínculo inseparable entre amor a Dios y amor al prójimo.

El Sínodo ha recordado esta obra incesante del Espíritu Santo, que a lo largo de los siglos difunde las riquezas de la práctica de los consejos evangélicos a través de múltiples carismas, y que también por esta vía hace presente de modo perenne en la Iglesia y en el mundo, en el tiempo y en el espacio, el misterio de Cristo.

Vida monástica en Oriente y en Occidente

6. Los Padres sinodales de las Iglesias católicas orientales y los representantes de las otras Iglesias de Oriente han señalado en sus intervenciones los valores evangélicos de la vida monástica[10], surgida ya desde los inicios del cristianismo y floreciente todavía en sus territorios, especialmente en las Iglesias ortodoxas.

monja-rezandoDesde los primeros siglos de la Iglesia ha habido hombres y mujeres que se han sentido llamados a imitar la condición de siervo del Verbo encarnado y han seguido sus huellas viviendo de modo específico y radical, en la profesión monástica, las exigencias derivadas de la participación bautismal en el misterio pascual de su muerte y resurrección. De este modo, haciéndose portadores de la Cruz (staurophóroi), se han comprometido a ser portadores del Espíritu (pneumatophóroi), hombres y mujeres auténticamente espirituales, capaces de fecundar secretamente la historia con la alabanza y la intercesión continua, con los consejos ascéticos y las obras de caridad.

Con el propósito de transfigurar el mundo y la vida en espera de la definitiva visión del rostro de Dios, el monacato oriental da la prioridad a la conversión, la renuncia de sí mismo y la compunción del corazón, a la búsqueda de laesichia, es decir, de la paz interior, y a la oración incesante, al ayuno y las vigilias, al combate espiritual y al silencio, a la alegría pascual por la presencia del Señor y por la espera de su venida definitiva, al ofrecimiento de sí mismo y de los propios bienes, vivido en la santa comunión del cenobio o en la soledad eremítica[11].

monjes-famosos-cine-internet_1_914978Occidente ha practicado también desde los primeros siglos de la Iglesia la vida monástica y ha conocido su gran variedad de expresiones tanto en el ámbito cenobítico como en el eremítico. En su forma actual, inspirada principalmente en san Benito, el monacato occidental es heredero de tantos hombres y mujeres que, dejando la vida según el mundo, buscaron a Dios y se dedicaron a El, « no anteponiendo nada al amor de Cristo »[12]. Los monjes de hoy también se esfuerzan enconciliar armónicamente la vida interior y el trabajo en el compromiso evangélico por la conversión de las costumbres, la obediencia, la estabilidad y la asidua dedicación a la meditación de la Palabra (lectio divina), la celebración de la liturgia y la oración. Los monasterios han sido y siguen siendo, en el corazón de la Iglesia y del mundo, un signo elocuente de comunión, un lugar acogedor para quienes buscan a Dios y las cosas del espíritu, escuelas de fe y verdaderos laboratorios de estudio, de dialogo y de cultura para la edificación de la vida eclesial y de la misma ciudad terrena, en espera de aquella celestial.

Institutos dedicados totalmente a la contemplación

8. Los Institutos orientados completamente a la contemplación, formados por mujeres o por hombres, son para la Iglesia un motivo de gloria y una fuente de gracias celestiales. Con su vida y su misión, sus miembros imitan a Cristo orando en el monte, testimonian el señorío de Dios sobre la historia y anticipan la gloria futura.

En la soledad y el silencio, mediante la escucha de la Palabra de Dios, el ejercicio del culto divino, la ascesis personal, la oración, la mortificación y la comunión en el amor fraterno, orientan toda su vida y actividad a la contemplación de Dios. Ofrecen así a la comunidad eclesial un singular testimonio del amor de la Iglesia por su Señor y contribuyen, con una misteriosa fecundidad apostólica, al crecimiento del Pueblo de Dios[15].

monje-viejoEs justo, por tanto, esperar que las distintas formas de vida contemplativa experimenten una creciente difusión en las Iglesias jóvenes como expresión del pleno arraigo del Evangelio, sobre todo en las regiones del mundo donde están más difundidas otras religiones. Esto permitirá testimoniar el vigor de las tradiciones ascética y mística cristianas, y favorecer el mismo diálogo interreligioso[16].

Vita Consecrata, nº 5, 6 y 8; del 25 de marzo del año 1996, solemnidad de la Anunciación del Señor.