El orgullo y la humildad

“Yo detesto la soberbia, el orgullo, la mala conducta y la boca perversa” Proverbios 8, 13
P. Gonzalo Arboleda
Cuando hay un peligro grande en el camino, sería propio de un buen amigo advertírnoslo con insistencia, no sea que caigamos en él y no lleguemos a nuestra meta final. Pues bien, hay un grave peligro en nuestro camino al cielo; y Nuestro Señor, como buen amigo, nos advierte sobre él con gran frecuencia, especialmente en las Sagradas Escrituras. Este peligro es el vicio del orgullo.
El orgullo es un vicio espiritual. ¿Qué es lo que busca y desea? Su propio honor. El orgullo es el vicio que nos impulsa a desear y buscar constantemente nuestro propio honor. En cada situación, el hombre orgulloso busca ser visto por todos como una persona excelente, talentosa, envidiable. No soporta el menor agravio; al momento que siente su honor herido o menospreciado, salta el orgullo como un abogado furioso, acusando al otro de ofensa e injuria.
La Escritura nos enseña cuán desagradable a Dios sea el orgullo. Dice la Sabiduría Eterna en el libro de los Proverbios, 8, 13: “Yo detesto la soberbia, el orgullo, la mala conducta y la boca perversa”. San Pedro también nos enseña en su primera carta, 5, 5, “Dios resiste a los soberbios, y a los humildes da su gracia”. El mismo Señor Jesús nos inculca la fealdad del orgullo ante Dios con su parábola acerca de los dos hombres que fueron al Templo a rezar, un fariseo y un cobrador de impuestos (Lc 18). El fariseo, por muchas que fueran sus buenas obras, no es justificado en su oración – su oración es rechazada. Y, ¿por qué? Por su orgullo: porque consideraba que todo lo bueno que tenía era gracias a sus propios méritos, y no a la gracia de Dios. El soberbio es detestable a Dios porque en fin de cuentas, es mentiroso, ladrón, e idólatra: miente, pues sostiene que su bondad es por su solo esfuerzo y no por la gracia de Dios; roba, pues le quita a Dios la gloria que le pertenece, atribuyéndola a sí mismo; y comete idolatría, porque en su gran soberbia se termina convirtiendo en su propio Dios.
Todo hombre que se entregue al orgullo terminará por caer en infinidad de pecados. Hay que saber que el orgullo es como una fuente de donde brota la iniquidad; una mala raíz de donde crece un árbol podrido que no da sino frutos malos. La razón es porque el orgullo lleva al hombre a pensar que no es necesario someterse a la ley de Dios; el orgullo lleva al hombre a pensar que él puede hacer su propia ley, y ser su propio maestro. Entonces, si no tiene temor de Dios, si no cree en la obligación de someterse a Dios, cometerá toda clase de pecados. Por eso dice el libro de los Proverbios 16, 18: “Antes de la catástrofe está el orgullo, y antes de la caída, el espíritu altanero”. Como si dijera que antes de que un hombre caiga en la catástrofe y desgracia de pecar gravemente contra Dios, ya había dado pie a que el orgullo creciera en su corazón, y fue ese mismo orgullo lo que eventualmente lo llevó a la ruina espiritual.
El orgullo no solamente es causa de destrucción para el individuo, sino para toda la sociedad humana. No hay nada más peligroso para una civilización que el orgullo colectivo de las masas que obra como la levadura, haciendo que las masas se levanten contra la justa autoridad. Esta soberbia lleva a todo desorden civil, y termina en revoluciones que no traen más que violencia, injusticia, y mayor desigualdad que antes. ¿No fue este el caso de la reforma protestante, cuando el orgullo de un fraile contra la autoridad eclesiástica terminó por desestabilizar todo un país, engendrar guerras sangrientas y privar a tantas gentes de la auténtica fe católica de los apóstoles? ¿Acaso no se dio así en el movimiento feminista, que buscando dar a la mujer más lugar en el cuerpo laboral, terminó por quitándole su gran dignidad de madre? Yo no estoy en contra de que una mujer estudie y trabaje, pero sí me opongo a que la mujer sienta que es necesario tener una carrera para desarrollarse como persona y para ser útil a la sociedad, hasta menospreciar el altísimo y potentísimo oficio de madre, oficio sagrado, oficio mil veces más importante que cualquier otro trabajo que pueda tener en el mundo; porque es dar la vida y formar la mente y plantar en las almas las semillas de la fe, que brotarán en el fruto de la vida eterna. Vemos entonces que el orgullo ha sido el origen de toda subversión en la historia, y fuente de la rebelión, la anarquía y el totalitarismo.
Alzándose con esplendor contra la altanería del orgullo, en el lado opuesto, tenemos la hermosa e inestimable virtud de la humildad. Es una defensa segura, un arma potente, un fuerte baluarte contra las acechanzas del orgullo. Por eso es tan recomendada por Nuestro Señor Jesucristo. Es esto lo que significan aquellas luminosas palabras de la primera bienaventuranza. “Bienaventurados los pobres de espíritu” quiere decir, en primer lugar, bienaventurados los humildes. Así lo explica San Agustín diciendo: “Quizá quieras saber de mí qué significa ser pobre de espíritu. Nadie que se infla es pobre de espíritu; luego el humilde es el pobre de espíritu. El reino de los cielos está arriba, pero quien se humilla será ensalzado [hasta él]” (Sermón 53).
La humildad es enormemente agradable a Dios. “Dios da su gracia a los humildes”, declaran tanto San Pedro (1 Pe 5,5) como Santiago (4, 6) en sus cartas. Esta virtud es hermosa a los ojos de Dios porque primero que todo, lo glorifica. Pues el hombre humilde reconoce, no solo con su boca, sino desde lo más hondo de su corazón, que todo lo que tiene se lo debe a Dios, y que solo a él pertenece toda la gloria. El hombre humilde, cuando recibe un alago o alabanza, no se lo apropia, sino que lo entrega a Dios como la Santísima Virgen que, al ser alabada por Santa Isabel, anuncia que es Dios el que debe ser magnificado, diciendo “Proclama mi alma la grandeza del Señor”, y no la mía propia (Lc 1). El hombre humilde, cuando recibe alguna afrenta o desprecio, aun si no lo merece, prefiere agachar la cabeza y poner la otra mejilla, siguiendo así el sublime ejemplo de Nuestro Salvador, que, como dice el Apóstol San Pedro en su primera carta, “ultrajado, no replicaba con injurias, y, atormentado, no amenazaba, sino que lo remitía al que juzga con justicia” (1 Pe 2, 23).
Pero, sobre todo, el hombre humilde es agradable a Dios porque se sujeta a la ley de Dios. La ley de Dios, que no está allí para limitar ni oprimirnos, sino para protegernos, para salvarnos del pecado y la esclavitud que el pecado produce; esta ley, el hombre humilde la ama y la cumple con devoción y reverencia. Y por eso, será bendecido por el Señor, tanto en esta vida como en la futura; porque como dice Cristo, Lc 18, 14 “el que se humilla será engrandecido”.
Queridos hermanos, el orgullo es un gran peligro en nuestra vida espiritual. Es capaz de hacer que nos rebelemos contra la autoridad de Dios, y haciendo así, no nos quedará más que compartir el lote del príncipe de las tinieblas que por su inmensa soberbia se opone a todo lo justo y recto. Pero en la humildad, tenemos un camino seguro contrario a este vicio infernal. Practiquemos, pues, la humildad, en nuestros pensamientos, palabras, y obras. Entonces seremos pobres de espíritu, y nuestro será el reino de los cielos. Amén.

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