La primera palabra

Padre, perdónalos,

porque no saben lo que hacen

Lc 23,34

 

 Una frase breve y, sin embargo, cargada de toda la profundidad que puede tener aún una sola palabra salida de los labios del Hijo de Dios.

… El perdón, Jesucristo vino a traer el perdón que sólo Dios podía conceder, para lo cual decidió venir Él mismo a ofrecerlo a todo aquel que quiera aceptarlo. Quien se encarna es el Hijo, sí, pero es la Trinidad Santísima toda quien se hace presente en este momento culminante de la vida terrena del “gran perdonador”, que se extingue dejando perennes destellos de luz que iluminan a todo aquel que lo reciba en su corazón: ahí está el Hijo, padeciendo, redimiendo, rescatando las almas, implorando… y muriendo también por ellas; ahí está el Espíritu Santo, santificando, sacralizando el sacrificio voluntario, la entrega generosa; ahí está el Padre, aceptando la cruenta satisfacción por los pecados de la humanidad entera.

Oh cuán desapercibido pasa el perdón de Jesús ante los ojos de aquellos que se burlan;   cuán inapreciable se vuelve injustamente ante los hombres este gesto único de amor puro, es decir, oblativo. Podría Jesús haber exclamado simplemente “los perdono a todos”, y tal vez quedarse esperando una respuesta, pero no, puesto que como su perdón fue siempre evidente, ya que no vino por los justos sino por los pecadores[1], hizo mucho más que eso: suplicó en favor de todos los hombres el perdón del Padre eterno: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”, es como si hubiese dicho “Padre mío, yo ya los he perdonado, por favor te pido que también Tú los perdones”. ¿Cómo no iba a perdonar Aquel que defendió a la pecadora arrepentida asegurándole que Él, Señor y Mesías, “tampoco” la condenaba?[2]; el amor de Jesús no sabe de límites y no conforme con perdonar hasta la crueldad, hasta la sangre y hasta la muerte misma, dedica los últimos momentos de su paso redentor por este mundo a rogar por quienes lo han entregado a la muerte… “Padre, perdónalos…”, Jesús no quiso quedarse “esperando” una respuesta, sino que ha ofrecido un sacrificio que “exige” una respuesta. Por eso afirma acertadísimamente Mons. Fulton Sheen que ante el crucifijo no cabe la indiferencia, o se lo acepta o se lo rechaza.

Un alma que no es capaz de perdonar lleva consigo la ponzoñosa mancha del rencor. Un cristiano que no perdona profesa un cristianismo mutilado. ¿Me cuesta perdonar?, pues mirando a Jesucristo crucificado es menos dificil: he aquí que Jesús nos muestra su “setenta veces siete”[3] perdonando e implorando perdón para los culpables aun en medio de sus terribles y acerbos tormentos.

¿Quién no es culpable?, ¿Quién no ha sido concebido bajo el sello del pecado entre las creaturas?; sólo María santísima, que contempla con fortaleza inefable a Aquél que tomó la sangre de sus purísimas entrañas para verterla toda sobre el madero y sobre las almas, derramando junto con ellas su perdón y el que suplica al Padre celestial.

Nadie puede eximirse de esta plegaria amorosa; nadie puede afirmar que el Salvador no rezó por él, puesto que Jesucristo se entregó por todas y cada una de las almas, por lo tanto, nada más cierto que estas palabras saliendo del Divino Inocente traspasado y penetrando con estruendo en las mismas entrañas de los cielos e intercediendo por mi eterna salvación.

Oración: Señor Jesús, admirable paradigma del perdón, te pido la gracia de perdonar siempre como Tú lo has hecho conmigo; que comparta con los demás lo que de Ti he recibido y que no me canse de agradecer la misericordia que ofreces constantemente a los pecadores que, como yo, tanto la necesitan y tantos beneficios recibimos de ella.

Tú que vives y reinas, por los siglos de los siglos. Amén.

P.  Jason Jorquera M.

 

«Perdónalos, que no saben lo que hacen»

     Vinagre y hiel para sus labios pide,

y perdón para el pueblo que lo hiere,

que, como sólo porque viva muere,

con su inmensa piedad sus culpas mide.

     Señor, que al que le deja no despide,

que al siervo vil que le aborrece quiere,

que porque su traidor no desespere,

a llamarle su amigo se comide.

     Ya no deja ignorancia al pueblo hebreo

de que es Hijo de Dios, si agonizando

hace de amor por su dureza empleo.

     Quien por sus enemigos expirando

pide perdón, mejor en tal deseo,

mostró ser Dios, que el sol y el mar bramando.

 

De Quevedo.

[1] Cf. Mt 9,13  “Id, pues, a aprender qué significa  Misericordia quiero, que no sacrificio. Porque no he venido a llamar a justos, sino a pecadores”.

[2] Cf. Jn 8, 2-11

[3] Cf. Mt 18, 21-22

Vía Crucis

14ª Estación: Jesús es colocado en el sepulcro

 Te adoramos, oh Cristo y te bendecimos,

que por tu santa cruz redimiste al mundo

 

 Descansa finalmente

el cuerpo sacrosanto

de aquel Cristo sufriente

que amó a los hombres tanto;

 

La Virgen silenciosa

se aleja con confianza.

es la única que guarda

en su Hijo la esperanza.

 

 El sacrosanto cuerpo de Jesús es perfumado con suaves aromas y envuelto cuidadosamente en lienzos. Ahora todo es silencio. El universo entero está de luto contemplando la sepultura de aquel que vino a traer vida.

La Virgen santísima, con sobrehumana fortaleza, le da el último abrazo, y besando con inefable ternura la herida frente de su Hijo lo mira resignada dando un tenue, lento y profundo suspiro que misteriosamente alcanza el cielo.

Todo está consumado Virgen fiel, ya descansa en paz tu Hijo amado que venció la muerte muriendo, que venció al pecado sufriendo y conquistó las almas de los pecadores perdonando.

Madre corredentora, ya ves cómo se cierra el sepulcro y queda adentro tu corazón, mas contigo permanecen tu dolor, tu soledad y tu esperanza.

Considera, alma mía, la desolación de la Virgen Madre, ya ni siquiera tiene el consuelo de ver el cuerpo de su Hijo que se esconde tras la inamovible roca. Contempla el corazón herido de María, entre congojas y esperanza, pues todos se marcharon junto con la vida de Jesús pero ella aún, y más que nunca, tiene fe en las palabras de su hijo: “tened fe y confianza en Dios y en mí” (Jn 14,1).

 Señor y Dios mío, te imploro con toda el alma que sepultes mis pecados tras la roca inquebrantable de tu misericordia; concédeme la gracia de vivir muriendo junto a ti; imprime tu pasión en mi alma acongojada, con la misma santa aceptación que mostraste hasta el sepulcro. Afianza, por tu sangre, mi esperanza en tu sacrificio y otórgame, te lo ruego, la sincera, efectiva y perseverante conversión y odio al pecado. Señor Jesús, por tus benditas llagas, que pregone tu misericordia infinita con mi vida, y haz que no cesen de resonar en mi interior aquellas maravillosas palabras que resumen todo el plan de redención: “yo tampoco te condeno, vete y no peques más” (Jn 8,11)

 (Padre Nuestro, Ave María o Gloria)

P. Jason.

Vía Crucis

13ª Estación: Jesús es desclavado de la cruz y puesto en los brazos de su madre

 Te adoramos, oh Cristo y te bendecimos,

que por tu santa cruz redimiste al mundo

 

     María con el alma destrozada

contempla silenciosa

al Hijo cuya vida fue arrancada

con muerte tormentosa.

La Virgen desde entonces fue llamada:

la Madre Dolorosa.

 

El universo entero se conmueve ante la más triste escena de la historia. La Virgen madre del Verbo lo recibe inerte entre sus siempre tiernos y maternales brazos. Jamás una lágrima pudo contener tanto dolor, tanta resignación y tanta soledad como en María santísima. Su regazo fue la cuna que lo recibió en el mundo, y ahora se convierte en la mortaja fúnebre que lo despide.

¡Virgen madre!, cómo resuenan en tu llagado corazón las palabras del anciano Simeón: y a ti misma una espada te atravesará el corazón” (Lc 2,35); ¡madre mía, cuna del Verbo!, agonizas sin poder morir al contemplar el cuerpo inerte de tu divino Hijo cubierto con la misma sangre que tomó de tus purísimas entrañas; bien dice de ti la escritura: “¿a quién te compararé y asemejaré, hija de Jerusalén?, ¿a quién te igualaría yo para consolarte, virgen hija de Sion? Tu quebranto es grande como el mar” (Lam 2,13). El cielo llora contigo Madre; los ángeles parecen sollozar con tus gemidos y tu misma soledad parece balbucear un melancólico suspiro: se ha escrito en la historia de la salvación la página que contiene la más triste tristeza.

Contempla, alma mía, cómo la malicia de tus pecados repercutió hasta convertirse en cruel espada que atraviesa el corazón de María y la sumerge en absoluta soledad, pues perdió a Dios y a su Hijo en un mismo instante.

Madre de dolores, hermosa rosa que padece sus espinas, te suplico en tu soledad que me alcances la gracia de elegir la muerte antes que volver pecar; que pueda unir mis renuncias, esfuerzos, sacrificios y hasta la misma sangre, si Dios lo quiere, a la muerte redentora de tu Hijo.

(Padre Nuestro, Ave María o Gloria)

P. Jason.

Vía Crucis

12ª Estación: Jesús muere en la cruz

 Te adoramos, oh Cristo y te bendecimos,

que por tu santa cruz redimiste al mundo

 

…El precio de esta mi alma pecadora

fue un Dios crucificado

que ofrece eternidad a quien quisiere

morar en su costado.

 

 Señor, que vuestra muerte sea mi muerte

que aquí con vos me muero.

la vida que sufriente me ganasteis

clavado en vos espero.

 

“Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu. Y dicho esto expiró”  (Lc 23,46). Se ha cumplido la hora perentoria… y Jesús permaneció fiel.

El universo entero se muestra dolorido por la muerte del Verbo Encarnado: los cielos se revisten de tinieblas; la tierra vehemente reprocha el deicidio de los hombres estremeciéndose con furia; los mares se agitan, los vientos arrecian, pero los hombres simplemente huyen. El velo del templo se rasga por la mitad porque el Santo de los Santos, venido en carne, fue entregado a la muerte por aquellos que vino a salvar.

¿Ya ves, Jesús mío, cómo he huido tantas veces de tu cruz?, huyo ante los temblores que agitan mi conciencia, ante las mociones de tu espíritu que soplan en mi alma, ante la sombría miseria que se cierne sobre mí, y, sin embargo, tú permaneces ahí, convertido tu cuerpo exangüe en monumento divino-humano de aceptación a la voluntad del Padre, de amor por los hombres y entrega absoluta hasta la muerte por causa de mi alma.

Considera, alma mía, cuánto valió tu salvación; considera la bendita vida del Mesías que humildísimo, siendo Creador de cielo y tierra, se hizo pequeño candil para iluminar tus tinieblas con su luz, aquella luz que despreciaron tus innumerables faltas y que ahora se apaga lentamente con su propia sangre para mostrarte hasta qué punto es capaz de llegar el amor divino por ti.

 Señor y Dios mío, por tu santa muerte, por tus clavos, tus espinas, tu madero, concédeme, te suplico encarecido, un crecido, intenso y constante dolor de mis pecados; concédeme por favor la gracia de crucificarme cada día y morir contigo. Mi buen Jesús, permíteme llorar mis pecados con mi vida tomando cada día mayor conciencia de que sólo cobra sentido si la vivo a la luz de tu entrega por mí hasta la muerte.

(Padre Nuestro, Ave María o Gloria)

P. Jason.

Vía Crucis

11ª Estación: Jesús es clavado en la cruz

 Te adoramos, oh Cristo y te bendecimos,

que por tu santa cruz redimiste al mundo

Jesús, Varón de dolores,

traspasado en el madero,

derramando sus amores

silencioso cual cordero,

ruega al Padre que perdone

la crueldad que le infligieron.

 

 Los encarnizados clavos taladran sin compasión las manos y los pies de Jesús. Terrible sufrimiento del Mesías en que atraviesan también su corazón y, sin embargo, de este mismo corazón herido brota con inefable ternura aquel perdón inabarcable , tan divino como sincero, que implora al Padre eterno una vez más intercediendo por los hombres: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”   (Lc 23,34).

Contempla alma mía el arquetipo divino del perdón, contempla aquella copiosa sangre, divina e inocente, que desea empaparte por completo y purificar tus inmundicias, arrancarte los parásitos del rencor y el resentimiento que buscan continuamente anidar en ti; que quiere enseñarte la verdadera semejanza con Cristo que comienza en el perdón y culmina con la cruz, porque Jesucristo al ser clavado por tus pecados rogó a su Padre por ti. Comparte con los demás lo que has recibido de Dios, lo que Cristo te alcanzó, lo que no mereciste sino en su sangre.

Te suplico Jesús mío, enséñame a perdonar con sincero corazón las pequeñas ofensas, porque muchas más y terribles recibiste por mi causa y sin embargo tu perdón fluye en un desbordante torrente cuyo cause es el madero de la cruz.

Señor, que nunca olvide tu misericordia para ser misericordioso con los demás, y que pueda compartir el tesoro inmensurable de tu perdón contemplando constantemente los impíos clavos en tus pies y manos, pues tan misterioso es el don divino de tu perdón que mientras más se comparte, más abundante se vuelve.

(Padre Nuestro, Ave María o Gloria)

P. Jason.

Vía Crucis

10ª Estación: Jesús es despojado de sus vestiduras

 Te adoramos, oh Cristo y te bendecimos,

que por tu santa cruz redimiste al mundo

 

Arrancan y reparten sus vestidos

verdugos que reviven las heridas

que cubren todo el cuerpo del Ungido:

cumpliendo, una vez más, las profecías

                                     (Mt 27,35)

 

 Los soldados sin compasión y con burlona insolencia  arrancan a Jesús los vestidos que traía ya adheridos a su lastimado cuerpo, reviviendo sus heridas, abriendo sus terribles llagas, y atentando impíamente contra su santo pudor. Jesús queda casi desnudo, cubierto con un manto de sangre y una punzante corona de espinas. ¿Hasta dónde llegará la ponzoñosa actitud de los soldados?; reparten sus vestidos y sortean la túnica, tal cual vaticinaron las escrituras (Sal 22,19).

Entre burlas y desprecios, Jesús mío, continúas padeciendo por amores; ¿cuánto  más soportarás por mí?; ya comprendo, Señor, ya comprendo; de la misma manera quieres que arranque de mí toda falta de recato, toda inmodestia y precipitación.

Considera, alma mía, la misericordia de Cristo que por ti se deja desgarrar, pero más aún ten en cuenta cómo se destroza su Corazón divino cada vez que buscándote a ti misma le arrancas del lugar que por derecho le corresponde a Él para poner allí tus desordenados afectos y tus vicios.

Despójate, alma mía, de tus afectos mundanos así como Jesucristo fue despojado de sus vestidos y de su sangre, revístete de una vez con esta sangre divina que hermosea y fortalece en la adversidad, que purifica y mueve a perseverar en el bien.

Señor Jesús, que tan terribles afrentas padeciste por mis innumerables culpas, concédeme la gracia de arrancar de mi alma los afectos mundanos, cueste el trabajo que cueste, duela cuanto duela, o sangre cuanto sangre.

(Padre Nuestro, Ave María o Gloria)

P. Jason.

Obispos y sacerdotes en Séforis

Muchos consagrados nos visitan

 

Queridos amigos:
Como ya saben, parte de nuestro apostolado es la recepción de peregrinos en este santo lugar, es decir, aquellos que por gracia de Dios han podido visitar Tierra Santa y que dentro de su itinerario han decidido incluir los restos de la casa de santa Ana. Con gran alegría les compartimos un par de visitas muy especiales, ya que hemos tenido la gracia de recibir a 20 obispos de la Conferencia Episcopal de República Checa, y a un grupo de nuestros sacerdotes misioneros en Extremo Oriente.

Obispos de República Checa
El pasado 12 de marzo, hemos recibido a un grupo de 20 Obispos y 4 colaboradores, de República Checa, quienes quisieron aprovechar esta peregrinación para hacer una tarde de formación y retiro en nuestro Monasterio. Al principio les explicamos que no contamos con un lugar para conferencias ni nada más grande que nuestra pequeña capilla, en la cual podrían entrar bastante ajustados agregando algunas sillas; sin embargo, insistieron en que el jardín estaría bien y, en caso de mal tiempo, entrarían sin problemas en la capilla. Providencialmente se nubló antes que llegaran y así permaneció toda la tarde, así que luego del correspondiente recibimiento y presentación comenzaron con una plática y luego reflexión personal por el monasterio, especialmente el jardín de la Cruz.
Antes de partir se quisieron despedir todos de nosotros; se mostraron muy contentos y agradecidos, y por supuesto nos pidieron oraciones por su labor en la Iglesia, esperando “volver a vernos” más adelante si se llega a dar nuevamente la oportunidad.

Nuestros misioneros
Escribía san Juan Pablo II: “Inculturación es lo que permite a la Iglesia encarnar el Evangelio en las diferentes culturas, asumiendo lo que hay de bueno en estas culturas, y renovándolas desde su interior. La inculturación constituye un camino hacia una plena evangelización para que todo hombre pueda acoger a Jesucristo en la integridad de su ser personal, cultural, económico y político, de cara a su plena y total unión con Dios Padre y de una vida santa bajo la acción del Espíritu Santo…”; para lo cual se necesitan almas misioneras, que lleven el mensaje de Jesucristo por todo el mundo; y es así que siempre para nosotros es una gracia recibir a nuestros misioneros que tienen la oportunidad de visitarnos, quienes junto con pedirnos oraciones por la misión de nuestra familia religiosa del Verbo Encarnado y de la Iglesia, además nos cuentan acerca del trabajo que realizan en sus distintas misiones, motivo de acción de gracias y renovación y aumento de plegarias y sacrificios, para cada día sean más las almas que se beneficien del Anuncio del Evangelio.

En esta oportunidad, contamos con la visita nuestros sacerdotes: P. Gervais Baudry, misionero Hong Kong; los padres Salvador Curutchet, Luis Zapata, misioneros en Filipinas; y el P. Michael Zhang, misionero en Taiwan.; quienes celebraron la santa Misa en nuestra capilla y nos acompañaron durante la Adoración Eucarística de la tarde, para luego rezar todos juntos las Vísperas y terminar con una grata cena en Familia.

Damos gracias a Dios por permitirnos recibir a los peregrinos en este santo lugar, especialmente en esta ocasión en que en tan pocos días recibimos a tantos consagrados, es decir, “obreros que trabajan para la mies del Señor”; a quienes encomendamos a sus oraciones junto con pedirles también que tengan presente en ellas el aumento de las vocaciones a la vida consagrada, especialmente para que cada día sean más las almas dispuestas a dejarlo todo por llevar el Evangelio de Jesucristo hasta los confines del mundo.

Con nuestra bendición, en Cristo y María:
Monjes del Monasterio de la Sagrada Familia;
Séforis, Tierra Santa.

Vía Crucis

9ª Estación: Jesús cae por tercera vez

 Te adoramos, oh Cristo y te bendecimos,

que por tu santa cruz redimiste al mundo

 

Por tercera vez rendido

bajo el leño inexorable

se desploma malherido,

cuan divino y lamentable,

Jesucristo escarnecido.

 

 Una vez más el Mesías cae por tierra agobiado y extenuado de sufrimientos. Los soldados le gritan toda clase de insolencias, no sea que no llegue al Calvario. Con perversa ironía los fariseos le preguntan ¿por qué no haces ahora un milagro?, ¿por qué no te sanas a ti mismo?, acudió al Señor, que lo ponga a salvo, que lo libre si tanto lo quiere (Sal 21, 9). Pero Jesús, que en su pasión no profería amenazas, simplemente guarda silencio.

Señor Jesús, Varón de dolores, te golpeas contra el suelo y desde allí observas atento cómo te desprecian aquellos por quienes caes; ¡basta ya!, Señor de misericordia, ¡compadécete de ti mismo!: ¿acaso no te asistieron los ángeles en el desierto?, ¿acaso no te consoló un ángel en el huerto?, mas ahora ni siquiera ellos te vienen a ayudar. Señor, bien veo que mis reincidencias en el pecado te han arrojado por tierra; bien comprendo ahora que mis incumplidas promesas te precipitan nuevamente sin compasión.

Contempla, alma mía, cuán maliciosa tibieza la tuya que hace padecer estos crueles ultrajes al Verbo eterno que vino a salvarte. Considera los frutos de tu deplorable actitud: ¿siembras mediocridad?, entonces cosecharás perdición; ¿condesciendes con el pecado?, entonces recibirás tu justa paga. Mira cuánto se esfuerza el Salvador para que tú no caigas.

Señor Jesús, toma mi voluntad y fortalécela con tu gracia; toma mi arrepentimiento y riégalo con tu preciosa sangre para que pueda cosechar tu misericordia divina. Concédeme la gracia de levantarme con un firme propósito de enmendar mi vida y convertirme a ti con sincero corazón.

(Padre Nuestro, Ave María o Gloria)

P. Jason.

Vía Crucis

8ª Estación: Jesús conforta a las mujeres piadosas de Jerusalén

 Te adoramos, oh Cristo y te bendecimos,

que por tu santa cruz redimiste al mundo

Tan dolidas como el cielo

lloran mares las piadosas

mujeres cuyo anhelo

es que acabe la horrorosa

vejación tan lastimosa.

 

Mas rompiendo sus lamentos

el Sufriente, pues, les dijo:

“No lloréis por mis tormentos,

mas llorad por vuestros hijos

y por vuestros sufrimientos”.

  

Unas mujeres piadosas seguían el camino de Jesús entre sollozos y empujones. Los fariseos se burlan de ellas, los soldados las menosprecian, pero ellas quieren acompañar el Salvador por su vía dolorosa. Se acercan a Él mas no pueden decir nada, tanta es su aflicción por Jesús que rompen continuamente en llanto. Sin embargo, ocurre lo menos esperado; es el mismo Jesús quien intenta confortarlas: “no lloréis por mí”… ¿quién consuela a quién?, quisieron ayudar y ellas mismas son animadas por las palabras siempre vivas del Mesías. Llorad por vosotras mujeres piadosas, llorad más bien por vuestros hijos (Lc 23,28)

Señor Jesús, ¿Cuántas veces he consolado a los demás en sus aflicciones?, ¿cuántas veces me olvidé de mis astillas para aliviar las cruces de mi prójimo?, ¿cuántas veces renuncié a mis preocupaciones para ocuparme de lo verdaderamente importante?

Considera, alma mía, qué bien te enseña el Señor con su vivo ejemplo, mira con cuánta claridad y sencillez te instruye: siempre habrá alguien sufriendo más que tú; siempre encontrarás una pena para aliviar, un consejo para brindar, una verdad para enseñar: un motivo para ayudar.

Jesús paciente, que ofreces consuelo al pecador que te aflige con sus males, otórgame la gracia de consolarte en los demás, olvidándome de mis astillas por el amor de tu cruz.

 (Padre Nuestro, Ave María o Gloria)

P. Jason Jorquera M.

El sentido cristiano de la penitencia: la conversión del corazón

Tomado del Catecismo de la Iglesia Católica

nº 1430-1439

 

La penitencia interior

Como ya en los profetas, la llamada de Jesús a la conversión y a la penitencia no mira, en primer lugar, a las obras exteriores “el saco y la ceniza”, los ayunos y las mortificaciones, sino a la conversión del corazón, la penitencia interior. Sin ella, las obras de penitencia permanecen estériles y engañosas; por el contrario, la conversión interior impulsa a la expresión de esta actitud por medio de signos visibles, gestos y obras de penitencia (cf Jl 2,12-13; Is 1,16-17; Mt 6,1-6. 16-18).

La penitencia interior es una reorientación radical de toda la vida, un retorno, una conversión a Dios con todo nuestro corazón, una ruptura con el pecado, una aversión del mal, con repugnancia hacia las malas acciones que hemos cometido. Al mismo tiempo, comprende el deseo y la resolución de cambiar de vida con la esperanza de la misericordia divina y la confianza en la ayuda de su gracia. Esta conversión del corazón va acompañada de dolor y tristeza saludables que los Padres llamaron animi cruciatus (aflicción del espíritu), compunctio cordis (arrepentimiento del corazón) (cf Concilio de Trento: DS 1676-1678; 1705; Catecismo Romano, 2, 5, 4).

El corazón del hombre es torpe y endurecido. Es preciso que Dios dé al hombre un corazón nuevo (cf Ez 36,26-27). La conversión es primeramente una obra de la gracia de Dios que hace volver a Él nuestros corazones: “Conviértenos, Señor, y nos convertiremos” (Lm 5,21). Dios es quien nos da la fuerza para comenzar de nuevo. Al descubrir la grandeza del amor de Dios, nuestro corazón se estremece ante el horror y el peso del pecado y comienza a temer ofender a Dios por el pecado y verse separado de él. El corazón humano se convierte mirando al que nuestros pecados traspasaron (cf Jn 19,37; Za 12,10).

«Tengamos los ojos fijos en la sangre de Cristo y comprendamos cuán preciosa es a su Padre, porque, habiendo sido derramada para nuestra salvación, ha conseguido para el mundo entero la gracia del arrepentimiento» (San Clemente Romano, Epistula ad Corinthios 7, 4).

Después de Pascua, el Espíritu Santo “convence al mundo en lo referente al pecado” (Jn 16, 8-9), a saber, que el mundo no ha creído en el que el Padre ha enviado. Pero este mismo Espíritu, que desvela el pecado, es el Consolador (cf Jn 15,26) que da al corazón del hombre la gracia del arrepentimiento y de la conversión (cf Hch 2,36-38; Juan Pablo II, Dominum et vivificantem, 27-48).

Diversas formas de penitencia en la vida cristiana

La penitencia interior del cristiano puede tener expresiones muy variadas. La Escritura y los Padres insisten sobre todo en tres formas: el ayuno, la oración, la limosna (cf. Tb 12,8; Mt 6,1-18), que expresan la conversión con relación a sí mismo, con relación a Dios y con relación a los demás. Junto a la purificación radical operada por el Bautismo o por el martirio, citan, como medio de obtener el perdón de los pecados, los esfuerzos realizados para reconciliarse con el prójimo, las lágrimas de penitencia, la preocupación por la salvación del prójimo (cf St 5,20), la intercesión de los santos y la práctica de la caridad “que cubre multitud de pecados” (1 P 4,8).

La conversión se realiza en la vida cotidiana mediante gestos de reconciliación, la atención a los pobres, el ejercicio y la defensa de la justicia y del derecho (cf Am 5,24; Is 1,17), por el reconocimiento de nuestras faltas ante los hermanos, la corrección fraterna, la revisión de vida, el examen de conciencia, la dirección espiritual, la aceptación de los sufrimientos, el padecer la persecución a causa de la justicia. Tomar la cruz cada día y seguir a Jesús es el camino más seguro de la penitencia (cf Lc 9,23).

Eucaristía y Penitencia. La conversión y la penitencia diarias encuentran su fuente y su alimento en la Eucaristía, pues en ella se hace presente el sacrificio de Cristo que nos reconcilió con Dios; por ella son alimentados y fortificados los que viven de la vida de Cristo; “es el antídoto que nos libera de nuestras faltas cotidianas y nos preserva de pecados mortales” (Concilio de Trento: DS 1638).

La lectura de la sagrada Escritura, la oración de la Liturgia de las Horas y del Padre Nuestro, todo acto sincero de culto o de piedad reaviva en nosotros el espíritu de conversión y de penitencia y contribuye al perdón de nuestros pecados.

Los tiempos y los días de penitencia a lo largo del año litúrgico (el tiempo de Cuaresma, cada viernes en memoria de la muerte del Señor) son momentos fuertes de la práctica penitencial de la Iglesia (cf SC 109-110; CIC can. 1249-1253; CCEO 880-883). Estos tiempos son particularmente apropiados para los ejercicios espirituales, las liturgias penitenciales, las peregrinaciones como signo de penitencia, las privaciones voluntarias como el ayuno y la limosna, la comunicación cristiana de bienes (obras caritativas y misioneras).

El proceso de la conversión y de la penitencia fue descrito maravillosamente por Jesús en la parábola llamada “del hijo pródigo”, cuyo centro es “el padre misericordioso” (Lc 15,11-24): la fascinación de una libertad ilusoria, el abandono de la casa paterna; la miseria extrema en que el hijo se encuentra tras haber dilapidado su fortuna; la humillación profunda de verse obligado a apacentar cerdos, y peor aún, la de desear alimentarse de las algarrobas que comían los cerdos; la reflexión sobre los bienes perdidos; el arrepentimiento y la decisión de declararse culpable ante su padre, el camino del retorno; la acogida generosa del padre; la alegría del padre: todos estos son rasgos propios del proceso de conversión. El mejor vestido, el anillo y el banquete de fiesta son símbolos de esta vida nueva, pura, digna, llena de alegría que es la vida del hombre que vuelve a Dios y al seno de su familia, que es la Iglesia. Sólo el corazón de Cristo, que conoce las profundidades del amor de su Padre, pudo revelarnos el abismo de su misericordia de una manera tan llena de simplicidad y de belleza.

Monjes contemplativos del Instituto del Verbo Encarnado