La roca del Calvario

Impresiones de Tierra Santa

P. Jason Jorquera M.

 

Existe una cualidad en todo ser humano que es esencial para poder abrazar la verdad y aprender a gozar de ella. Y como sabemos que la verdad se identifica con el ser, y que “lo que es” tiene la capacidad de ser amado, concluimos que para amar la verdad, antes es necesario descubrir en ella aquello que tiene de “amable”. Pero es real también que no todo lo que conocemos lo amamos, ¿por qué?, sencillamente porque no todo nos atrae de la misma manera. He aquí la capacidad esencial que necesitamos para enamorarnos de una verdad: la capacidad de asombrarse ante lo bello, bueno y verdadero de las cosas; porque el que no se asombra de algo pasará de largo sin detenerse a considerarlo, en cambio, quien se encuentra con algo deslumbrante –al menos bajo algún aspecto- se vuelve capaz de volverse hacia él y abrazar su verdad-bondad con toda el alma.

De las casi infinitas realidades capaces de asombrar al hombre en este mundo, espirituales o materiales, nos quedamos ahora con la roca del Calvario que, “asombrosamente”, se partió de arriba a abajo cuando el Hijo de Dios consumaba la augusta obra de la redención[1] entregando su espíritu al Padre celestial[2], mientras entraba triunfante en el limbo de los justos para rescatar a los que primero entrarían en el reino de los cielos.

En el santuario del Santo Sepulcro se encuentra signado con solemne precisión el lugar de la roca en que se apoyó la santa Cruz de nuestro Señor Jesucristo. Está en la base de un altar erigido en su honor y rodeado, como otros santos lugares, con un gran aro de plata por el cual se puede introducir perfectamente la mano para tocar dicha roca y rezar…, y rezar…, porque en Tierra Santa prácticamente todo invita a rezar, a considerar los misterios de la vida terrena del Salvador del mundo, a detenerse y leer los hermosos pasajes del Evangelio que hace casi 2000 años se escribieran no con letras sino con hechos, con Vida, con Verdad, etc., y ahora reviven en los corazones de los fieles de la santa Iglesia que se fundó aquí, en Tierra Santa, y que desde aquí comenzó a propagarse por el mundo hasta el fin de los tiempos; Iglesia de la cual sabemos que las puertas del infierno no prevalecerán contra ella[3], ¿por qué?, pues porque lleva en sí la promesa de Jesucristo de acompañarla hasta el fin de los tiempos[4] y porque el mismo Salvador decidió fundarla sobre roca[5], como la Cruz, porque si algo se edifica sobre roca ni las lluvias ni las aguas torrenciales, ni los vientos, ni nada podrá derrumbarlo[6]. Por lo tanto, no es casualidad que Jesucristo haya cambiado el nombre a su vicario por el de Pedro, “Petrus”, es decir roca o piedra asentando así las indefectibles bases de su Cuerpo Místico; y tampoco es coincidencia que la Cruz misma se haya asentado sobre la firmeza de la roca, porque así tenía que ser y así nos enseña también a nosotros a fijar nuestra cruz sobre la sólida base de la roca que es la fe.

El sacrificio de Jesucristo por nosotros en la Cruz, puso sus fundamentos en la roca del Calvario, y así –oscilando y complementando entre el plano histórico y el espiritual- consolidó su entrega hasta la muerte[7]; porque la firmeza última de la Cruz se encontraba en “la roca amante” de la voluntad de Cristo, el Cordero de Dios de amor inamovible. Pero como la roca del Calvario sostenía el instrumento divino que exigía la vida del Redentor, una vez consumado el sacrosanto sacrificio, la roca se rompió. Y es que, como sea, se hallaba ligada tan estrechamente a la muerte del Mesías, que no podía quedar incólume una vez que en ella misma fue vencida la muerte por el Hijo de Dios, perdiendo así la muerte toda su solidez ante la entrega de Aquel que vino a vencerla junto con el pecado[8].

Ante este gran pedazo de historia partida por en medio, Dios me concedió la gracia de rezar embebido del misterio de la Cruz, la de maderos contrapuestos que armonizan perfectamente la horizontalidad de la naturaleza humana con la verticalidad sobrenatural de la gracia; y es que parece que la paradoja se las arregla como sea para acompañar los misterios divinos, comenzando por la Encarnación, y enriqueciéndolos con su consideración. Y “paradojalmente” yo contenía las lágrimas allí donde el Hijo de Dios no contuvo la sangre, porque se hallaba fundida con la divina misericordia que vino a derramar sobre la tierra: ¡y se quiebra la roca cuando no lo hacen los corazones de los hombres!, mas no en vano, porque ni todos seguirán caminando hacia la condenación, ni pocos son los que ven figurada en esta veta de la piedra la “puerta estrecha”[9] que termina en la eternidad.

Y como a Dios no se le escapan los detalles, la roca del Calvario se partió en dos cuando expiró Aquel que también en dos dividió la historia.

 

[1] Cfr. Jn 19,30

[2] Lc 23,46: “y Jesús, dando un fuerte grito, dijo: «Padre, en tus manos pongo mi espíritu» y, dicho esto, expiró.”

[3] Mt 16,18

[4] Cfr. Mt 28,20

[5] Cfr. Mt 16,18

[6] Cfr. Mt 7,24-25; Cant 8,7

[7] Cfr. Fil 2,8

[8] Cfr. 2Ti 1,10

[9] Cfr. Lc 13,24

Sobre la Pasión de Cristo

Si Él dio su vida por mí, dé yo mi vida por Él…

San Alberto Hurtado

«Hagamos un sencillo recorrido de lo que Jesús dejó por mí. Todo lo que puede constituir el bienestar humano lo sacrificó Jesús por mí. Nació sacrificándolo todo, porque para nacer fue a buscar un humilde establo, lo más miserable que parecía existir sobre la tierra; luego fue prófugo en un país extraño, para darnos ejemplo de ese abandono de todo lo humano y descansar tranquilo en la confianza amorosa del Padre de los cielos…

Pobre había sido siempre el vestido de Cristo. Su túnica mojada en su propia sangre… pero ¡es su túnica! Y la ha de dejar para vestir el vestido de los locos, ser el hazmerreír de todos… Se le despoja de todo: sus vestidos son distribuidos entre sus verdugos y sobre su túnica echaron suertes. Y el Rey del cielo, el que ha creado los astros, el sol y el follaje de las plantas, que viste a las aves del cielo y a los lirios del campo, por amor al hombre, por amor a mí, para enseñarme la sublime lección de sabiduría, el saber dejarlo todo cuanto está de por medio la voluntad de su Padre de los cielos, muere desnudo… Cristo fracasó humanamente. Sepamos por Cristo no exigir éxitos, sino los puestos difíciles, los encargos duros, y cuando fuere necesario aceptar un fracaso, no negarle a Cristo nuestro Jefe lo que Él tomó y aceptó por mí…

En la noche de Getsemaní y probablemente durante todo el drama de la pasión, triste estuvo el alma de Cristo, triste hasta la muerte, turbado, angustiado, casi enloquecido de dolor. Ni siquiera quiso reservarse aquello que hubiera parecido lo menos, la entereza de mostrarse inaccesible al dolor. Y ante estos dolores ¡cómo explicarlo! Pero parece que el Hijo se hubiese despojado de su facultad de ser insensible a fin de ponerse mejor a nivel de su criatura y de su modo de sufrir…

No le queda más que un sacrificio que ofrecer, el mayor de suyo, pero en este caso, el menor. Su vida. Ya la había dado, ya había entregado todo lo que puede hacer amable la vida, pero quiso dar la vida misma, y llevar su humana derrota hasta el fin: muerto por nosotros…

Si yo llegara a tomar en serio esta realidad. ¡Jesús muere por mí! ¡Qué arranques de amor sacaría de mi pobre alma, el comprender algo siquiera de lo que Cristo ha hecho por mí! ¡Mi vida sería entonces entera para Él! Si Él dio su vida por mí, dé yo mi vida por Él… y dándola como Él».

Tú, mi Dios, eres el que llena mi alma

Ahora ¡qué feliz soy!

 

San Rafael Arnáiz

Día 12 de abril de 1938.

 

San Rafael Arnáiz

Sólo en Dios encuentro lo que busco, y lo encuentro en tanta abundancia, que no me importa no hallar en los hombres aquello que algún día fue mi ilusión, ilusión que ya paso…

Busqué la «verdad» y no la hallé. Busqué la «caridad» y sólo vi en los hombres algunas chispitas que no llenaron mi corazón sediento de ella… Busqué la paz y vi que no hay paz en la tierra.

Ya la ilusión pasó, pasó suavemente, sin darme cuenta… El Señor que es quien me engañó para llevarme hacia sí, me lo hizo ver…

Ahora ¡qué feliz soy! ¿Qué buscas entre los hombres?, me dice… ¿Qué buscas en la tierra en la que eres peregrino? ¿Qué paz es la que deseas?… ¡Qué bueno es el Señor que de la vanidad y de la criatura me aparta!

Ahora ya veo claramente que en Dios está la verdadera paz…, que en Jesús está la verdadera caridad…, que Cristo es la única Verdad.

Hoy en la santa comunión, cuando tenía a Jesús en mi pecho, mi alma nadaba en la enorme e inmensa alegría de poseer la Verdad… Me veía dueño de Dios, y Dios dueño de mi… Nada deseaba más que amar profundísimamente a este Señor que en su inmensa bondad consolaba mi corazón sediento de algo que yo no sabía lo que era y que en la criatura buscaba en vano, y el Señor me hace comprender, sin ruido de palabras, que lo que mi alma desea es Él… Que la Verdad, la Vida y el Amor es Él… Y que teniéndole a Él… ¿qué busco, qué pido…, qué quiero?

Nada, Señor…, el mundo es pequeño para contener lo que Tú me das. ¿Quién podrá explicar lo que es poseer la suma Verdad? ¿Quién tendrá palabras bastantes para decir lo que es: nada deseo, pues tengo a Dios?

Mi alma casi llora de alegría… ¿Quién soy yo, Señor? ¿Dónde pondré mi tesoro, para que no se manche? ¿Cómo es posible que viva tranquilo, sin temor a que me lo roben? ¿Qué hará mi alma para agradarte?

¡Pobre hermano Rafael, que tendrás que responder delante de Dios a tanto beneficio como aquí te hace! Tienes un corazón de piedra, que no lloras tantas ingratitudes y tantos desprecios a la divina gracia.

Vivo, Señor mío, enfangado en mis propias miserias, y al mismo tiempo, no sueño ni vivo más que para Ti. ¿Cómo se entiende esto? Vivo sediento de Ti… Lloro mi destierro, sueño con el cielo; mi alma suspira por Jesús en quien ve su Tesoro, su Vida, su único Amor; nada espero de los hombres… Te amo con locura, Jesús mío y, sin embargo, como, río, duermo, hablo, estudio, y vivo entre los hombres sin hacer locuras, y aún me avergüenza verlo…, busco mis comodidades. ¿Cómo se explica esto, Señor?

¿Cómo es posible que Tú pongas tu gracia en mi? Si en algo correspondiera…, quizás me lo explicara.

Jesús mío, perdóname…, debía ser santo, y no lo soy. ¿Y era yo, el que antes se escandalizaba de algunas miserias de los hombres? ¿Yo?… qué absurdo.

Ya que me has dado luz para ver y comprender, dame, Señor, un corazón muy grande, muy grande para amar a esos hombres que son hijos tuyos, hermanos míos en los cuales mi enorme soberbia veía faltas, y en cambio no me veía a mí mismo.

¿Si al último de ellos le hubieras dado lo que a mi?. Mas Tú lo haces todo bien… Mi alma llora sus antiguas mañas, sus antiguas costumbres… Ya no busca la perfección en el hombre…, ya no llora el no encontrar donde descansar…, ya lo tiene todo.

Tú, mi Dios, eres el que llena mi alma; Tú mi alegría; Tú mi paz y mi sosiego, Tú. Señor, eres mi refugio, mi fortaleza, mi vida, mi luz, mi consuelo, mi única Verdad y mi único Amor. ¡Soy feliz, lo tengo todo!

Cuánta suavidad me inunda al pensar en estos profundísimos favores que Jesús me hace. Cómo se inunda mi alma de caridad verdadera hacia el hombre, hacia el hermano débil, enfermo… Cómo comprende y con qué dulzura disculpa la flaqueza que antes al verla en el prójimo la hacia sufrir… ¡Ah! si el mundo supiera lo que es amar un poco a Dios, también amaría al prójimo.

Al amar a Jesús, al amar a Cristo, también forzosamente se ama lo que Él ama. ¿Acaso no murió Jesús de amor por los hombres? Pues al transformar nuestro corazón en el de Cristo, también sentimos y notamos sus efectos… Y el más grande de todos es el amor…. el amor a la voluntad del Padre, el amor a todo el mundo, que sufre, que padece… Es el padre, el hermano lejano, sea inglés, japonés o trapense; el amor a María… En fin. ¿quién podrá comprender el Corazón de Cristo? Nadie, pero chispitas de ese Corazón hay quien las tiene…, muy ocultas…, muy en silencio, sin que el mundo se entere.

Jesús mío, qué bueno eres. Tú lo haces todo maravillosamente bien. Tú me enseñas el camino; Tú me enseñas el fin.

El camino es la dulce Cruz…, es el sacrificio, la renuncia, a veces la batalla sangrienta que se resuelve en lágrimas en el Calvario, o en el Huerto de los Olivos; el camino, Señor, es ser el último, el enfermo, el pobre oblato trapense que a veces sufre junto a tu Cruz.

Pero no importa; al contrario…, la suavidad del dolor sólo se goza sufriendo humildemente por Ti.

Las lágrimas junto a tu Cruz, son un bálsamo en esta vida de continua renuncia y sacrificio; y los sacrificios y renuncias son agradables y fáciles, cuando anima en el alma la caridad, la fe y la esperanza.

He aquí cómo Tú transformas las espinas en rosas. Mas ¿y el fin?… El fin eres Tú, y nada más que Tú… El fin es la eterna posesión de Ti allá en el cielo con Jesús, con María, con todos los ángeles y santos. Pero eso será allá en el cielo. Y para animar a los flacos, a los débiles y pusilánimes como yo, a veces te muestras al corazón y le dices…, ¿qué buscas? ¿qué quieres? ¿a quién llamas?… Toma, mira lo que soy… Yo soy la Verdad y la Vida.

Y entonces derramas en el alma delicias que el mundo ignora y no comprende. Entonces, Señor, llenas el alma de tus siervos de dulzuras inefables que se rumian en silencio, que apenas el hombre se atreve a explicar…

Jesús mío, cuánto te quiero, a pesar de lo que soy…, y cuanto peor soy y más miserable, más te quiero…, y te querré siempre y me agarraré a Ti y no te soltaré, y… no sé lo que iba a decir.

¡Virgen María ayúdame!

Blanco de Tentaciones

Una importante consideración para el contemplativo…

P. Bernardo Ibarra, IVE.

El cielo se veía cubierto de parpadeantes estrellas que intentaban suplir la luz lunar que se ausentaba. Y en el fondo de una celda una llama bailaba mientras consumía una vieja vela. Ni las estrellas ni la llama podían iluminar la oscura noche que se cernía sobre el antiguo monasterio, y menos aún la que invadía esa pobre celda.

De puntiaguda capucha y de ascética presencia un hombre cubría sus ojos con sus lastimadas manos. En su escritorio un libro yacía abierto esperando a su lector que no hacía más que suspirar y  combatir.

« ¡Qué monotonía de días! ¡Qué horario agobiante! ¡Qué rutina esclavizante!» pensaba para sí el hombre de ojos sepultados. Ya no aguantaba más el vivir encerrado por horas en cuatro pálidas paredes, o trabajar la tierra sin fruto alguno, o cantar siempre los mismos salmos.

Y a la vez se decía « ¡cuántas cosas por hacer allí afuera! ¡Cuántas almas necesitan sacramentos! Mi vida es una pérdida de tiempo»… y levantando su rostro lloró.

Lloró porque pensaba que no valía la pena encerrarse, que no servía vivir enclaustrado, que su vida sería un malgasto de su sacerdocio, que nunca podría consolar al triste, enseñar al que no sabe…; porque quería salir al mundo a predicar a los cuatro vientos y embarcarse en misiones emblemáticas.

Y de entre las paredes  pudo verse espesas brumas negras brotando que intentaban ahogar al monje; era la misma tentación.

Quitó las manos de su rostro y se levantó del duro lecho en que estaba sentado. Cerró el libro y se quitó la capucha, y fue en ese momento cuando las negras brumas tomaron más fuerzas e hicieron del monje un pobre castillo sitiado por feroces turbas. Y para peor se quitó el escapulario…parecía no tener salvación.

Sus ojos estaban completamente empapados y su alma en plena batalla…deseaba irse de ¡aquellos espantosos lugares, de aquellas salas de torturas, de aquellos hombres de mortífera presencia!

Y sin darse cuenta elevó sus ojos y vio aquella cruz ya olvidada que coronaba la celda…y la tentación fue vencida.

Tomó su silla, se paró en ella y llegando a aquella cruz sucia de telas de arañas la besó, y la tomó en sus manos. Y su memoria voló a años pasados recordando  la historia de aquella cruz sin crucificado.

-¿Así que quieres hacerte monje?-

– Así es padre Abad- le contestó con ilusión juvenil

-¿Y estas preparado…?- le preguntó sin poder terminar la pregunta pues el postulante le interrumpió diciendo – claro  que estoy preparado-

-Pero ¿estás preparado para ser Blanco de Tentaciones?-

Bajó la mirada y no supo que contestar

Y agregó el Abad –mira, cuando estés abrumado por la tentación, eleva los ojos a esta cruz que colgará de tu celda- le decía mientras de su escritorio sacaba un antigua cruz española – y al ver que está vacía de crucificado piensa que allí debes estar crucificado y que no va hacer sino la misma tentación la que allí te crucifique y la que te haga sudar sangre…-

Y siguió diciendo  –y cuando vistas tu armadura blanca, encuentra en ella tu baluarte, tu castillo…porque, aunque es sólo un paño, está bendito y es tu vestimenta de combate. Protégete en ella, nunca te la quites pues en el monasterio serás blanco de tentaciones.-

Y el monje volviendo a colocarse su escapulario y su capucha tomó la cruz y sobre ella talló una frase que hoy reza crucificado en esta cruz soy blanco de tentaciones y me hago uno con mi Dios que vence en el desierto que triunfa en el huerto…

A Jesucristo en el Huerto de los Olivos

Poesía cuaresmal

P. Jason Jorquera Meneses

 

¿Qué puedo hacer Señor,

viéndote así, sufriendo?;

oh torrente de dolor,

en tu corazón, latiendo,

“con denodado amor”.

 

Y es que sólo un amor denodado

es capaz de amar tanto:

si no, ¿cómo “hacerse condenado”

el Inocente en vil quebranto

y no morir de espanto?,

 

Pues tu alma amante casi muere

mas no de espanto sino de pena,

al asumir la culpa ajena

entre divinos quereres

y encadenado,

¡mas no por hierros,

sino por un amor sacrificado!

***

Y en la resolución de tu amor,

aquel empapado en sufrimientos

que no apagan su candor,

brota como una flor

de tus labios, casi gimiendo,

una plegaria de amor

que al eterno Padre alcanza

penetrando sus entrañas,

como en tu corazón la lanza

entrará sin artimañas:

 

“Yo te ruego, Padre mío,

que este cáliz se aparte de mí,

mas no se haga lo que te pido,

que a tu voluntad me fío;

haz lo que quieras de mí”.

 

Oh amor abnegado

que desbordas al Cordero

de Dios, encarnado,

con sudor de sangre fiero,

sangre que baña el vestido

del que bañará el madero.

 

Señor, quisiera detenerte,

mas no puedo, no soy fuerte,

que el pecado me ha herido

con su mancha cruel de muerte

dejándome cautivo…

hasta que Tú cambies mi suerte.

 

Qué paradoja Señor:

no quieres que te detenga,

pero… ¡si yo he sido el autor

de este mal que en Ti se venga!

¿cómo entre tanto dolor

sigue decidido tu amor?

***

Cargas Tú, mi buen Jesús,

todos los pecados del mundo.

Ya se clava tu alma en la cruz

con el penar más profundo:

la ingratitud de los hombres

y el Padre que se esconde…

 

Vas Señor a la pasión

animado de un tierno valor,

que sobrepuja el horror

de morir sin compasión

por los que sin corazón

somos causa de tu dolor.

 

Oh misterioso Amador,

que abrazado de despojos,

haciendo del pecador

las pupilas de tus ojos,

pudiéndolo condenar,

en vez, ocupas su lugar;

 

¡oh resuelto de amores!,

¡oh Cordero callado!,

¡oh Varón de dolores!

¡oh Corazón traspasado!…

 

Es tanta tu soledad

que dejó venir el Cielo,

a fuerza de piedad,

un ángel a dar consuelo

a tu herida humanidad;

mas poco está el compañero

celeste a tu lado,

dejándote prisionero

de tu amor determinado,

que libera del pecado

a los hombres traicioneros.

 

***

Pese a tales tormentos

no detienes tu andar,

pues no derrocha sufrimientos

el que sólo sabe de amar

a los que vino a salvar;

 

y es así, que te hiciste ofrenda

por nosotros, al Padre, agradable,

dejándole como prenda

una entrega irreprochable:

la de Tu Vida, la más amable,

la de un amor probado;

que sediento de amadores

invita a los pecadores,

con su sangre conquistados,

a acompañarlo en su agonía

para reinar con Él un día.

 

Señor, que vas a morir

por darme a mí la vida,

deja que mi alma herida

se quede junto a ti

para siempre asida;

 

que llore mis pecados,

los que hicieron tu tristeza,

mas que me ande con presteza

siempre a tu lado,

abrazado a tu grandeza;

 

y apelando a tu compasión

te suplico, mi Señor:

regálame un corazón

enamorado de tu pasión,

dispuesto a cualquier dolor,

¡como el tuyo, Dios amante!,

con sólo tu Cielo delante…

¡y con denodado amor!

 

Amén.

La Cuaresma, Camino hacia la Pascua

Catequesis del Papa Magno

 

Invitación a la penitencia

1. Nos encontramos hoy en el primer día de Cuaresma, Miércoles de Ceniza. En esta jornada, al comenzar el de cuarenta días de preparación a la Pascua, la Iglesia nos impone la ceniza sobre la cabeza y nos invita a la penitencia. La palabra penitencia se repite en muchas páginas de la Sagrada Escritura, resuena en la boca de tantos profetas y, en fin, de modo particularmente elocuente, en la boca del mismo Jesucristo: «Arrepentios, porque el reino de los cielos está cerca» (Mt. 3,2). Se puede decir que Cristo introdujo la tradición del ayuno de cuarenta días en el año litúrgico de la Iglesia, porque Él mismo «ayunó cuarenta días y cuarenta noches» (Mt 4,2), antes de comenzar a enseñar. Con este ayuno cuadragesimal, la Iglesia, en cierto sentido, esta llamada cada año a seguir a su Maestro y Señor si quiere predicar eficazmente su Evangelio. El primer día de Cuaresma –precisamente hoy– debe testimoniar de modo especial que la Iglesia acepta esta llamada de Cristo y que desea cumplirla.Convertirse a Dios

2. La penitencia en sentido evangélico significa sobre todo conversión. Bajo este aspecto es muy significativo el pasaje del Evangelio del Miércoles de Ceniza. Jesús habla del cumplimiento de los actos de penitencia conocidos y practicados por sus contemporáneos, por el pueblo de la Antigua Alianza. Pero al mismo tiempo somete a crítica el modo puramente externo del cumplimiento de estos actos: limosna, ayuno, oración, porque ese modo es contrario a la finalidad propia de los mismos actos. El fin de los actos de penitencia es un más profundo acercarse a Dios mismo para poderse encontrar con Él en lo íntimo de la entidad humana, en el secreto del corazón.
«Cuando hagas, pues, limosna, no vayas tocando la trompeta delante de ti, como hacen los hipócritas… para ser alabados de los hombres… ; No sepa tu izquierda lo que hace la derecha, para que tu limosna sea oculta, y el Padre que ve lo oculto te premiará.
Cuando oréis, no seáis como los hipócritas…, para ser vistos de los hombres…, sino… entra en tu cámara y, cerrada la puerta, ora a tu padre que está en lo secreto; y tu Padre que ve en lo escondido, te recompensará.
Cuando ayunéis no aparezcáis tristes, como los hipócritas…, (sino)… úngete la cabeza y lava tu cara para que no vean los hombres que ayunas, sino tu Padre que está en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará» (Mt. 6,2).
Por lo tanto, el significado primero y principal de la penitencia es interior, espiritual. El esfuerzo principal de la penitencia consiste en entrar en sí mismo, en lo más profundo de la propia entidad, entrar en esa dimensión de la propia humanidad en la que, en cierto sentido, Dios nos espera. El hombre exterior debe ceder –diría– en cada uno de nosotros al hombre interior y, en cierto sentido, dejarle el puesto. En la vida corriente el hombre no vive bastante interiormente. Jesucristo indica claramente que también los actos de devoción y de penitencia (como el ayuno, la limosna, la oración) que por su finalidad religiosa son principalmente interiores, pueden ceder al exteriorizan corriente, y, por lo tanto, pueden ser falsificados. En cambio, la penitencia, como conversión a Dios, exige sobre todo que el hombre rechace las apariencias, sepa liberarse de la falsedad y encontrarse en toda su verdad interior. Hasta una mirada rápida, breve, en el fulgor divino de la verdad interior del hombre, es ya un éxito. Pero es necesario consolidar hábilmente este éxito mediante un trabajo sistemático sobre sí mismo. Tal trabajo se llama ascesis (así lo llamaban ya los griegos de los tiempos de los orígenes del cristianismo). Ascesis quiere decir esfuerzo interior para no dejarse llevar y empujar por las diversas corrientes exteriores, para permanecer así siempre ellos mismos y conservar la dignidad de la propia humanidad.
Pero el Señor Jesús nos llama a hacer aún algo más. Cuando dice «entra en tu cámara y cierra la puerta», indica un esfuerzo ascético del espíritu humano que no debe terminar en el hombre mismo. Ese cerrarse es, al mismo tiempo, la apertura más profunda del corazón humano. Es indispensable para encontrarse con el Padre, y por esto debe realizarse. «Tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará. Aquí se trata de recobrar la sencillez de pensamiento, voluntad y corazón, que es indispensable para encontrarse con Dios en el propio yo interior. ¡Y Dios espera esto para acercarse al hombre interiormente recogido y, a la vez, abierto a su palabra y a su amor! Dios desea comunicarse al alma así dispuesta. Desea darle la verdad y el amor que tienen en Él la verdadera fuente.
Liberación espiritual
3. Así, pues, la corriente principal de la Cuaresma debe correr a través del hombre interior, a través de corazones y conciencias. En esto consiste el esfuerzo esencial de la penitencia. En este esfuerzo, la voluntad humana de convertirse a Dios es investida por la gracia proveniente de conversión y, al mismo tiempo, de perdón y liberación espiritual. La penitencia no es sólo un esfuerzo, una carga, sino también una alegría. A veces es una gran alegría del espíritu humano, alegría que otros manantiales no pueden dar.
Parece que el hombre contemporáneo haya perdido, en cierta medida, el sabor de esta alegría. Ha perdido además el sentido profundo de aquel esfuerzo espiritual que permite volver a encontrarse a sí mismo en toda la verdad de la intimidad propia. A esto contribuyen muchas causas y circunstancias que es difícil analizar en los limites de este discurso. Nuestra civilización –sobre todo en Occidente–, estrechamente vinculada con el desarrollo de la ciencia y de la técnica, entrevé la necesidad del esfuerzo intelectual y físico; pero ha perdido notablemente el sentido del esfuerzo del espíritu, cuyo fruto es el hombre visto en sus dimensiones interiores.
En fin, el hombre que vive en las corrientes de esta civilización pierde muy frecuentemente la propia dimensión; pierde el sentido interior de la propia humanidad. A este hombre le resulta extraño tanto el esfuerzo que conduce al fruto hace poco mencionado como la alegría que proviene de él: la alegría grande del descubrimiento y del encuentro, la alegría de la conversión (metanoia), la alegría de la penitencia.
La liturgia austera del Miércoles de Ceniza y, después, todo el período de la Cuaresma es –como preparación a la Pascua– una llamada sistemática a esta alegría: a la alegría que fructifica por el esfuerzo del descubrimiento de sí mismo con paciencia: «Con vuestra paciencia compraréis (la salvación) de vuestras almas» (Lc. 21,19).
Que nadie tenga miedo de emprender este esfuerzo.
Juan Pablo II,
Ciudad del Vaticano, 7 de febrero de 1979

Desde Séforis…

Noticias del Monasterio

Queridos amigos:

Por gracia de Dios, hemos tenido la oportunidad de comenzar este nuevo año con la llegada del Hermano Cristóbal el mes pasado, y un notable incremento de peregrinos; pese a las inclemencias propias del invierno y las abundantes lluvias nada usuales por estas fechas, hemos recibido varias visitas de familiares de nuestros religiosos y religiosas, de amigos del IVE en Tierra Santa, un grupo de Nazarenas de Buenos Aires, y de nuevos guías y grupos de variados países que visitan por primera vez las ruinas de la casa de santa Ana en nuestro monasterio. También uno de nuestros sacerdotes, el P. Tobías, misionero en Alemania, ha tenido la oportunidad de realizar Ejercicios Espirituales en el monasterio según el método de san Ignacio de Loyola, y nuestras religiosas de Tel Aviv, Yafo, pudieron realizar también su día de retiro mensual, predicado por el P. Jason.

Agradecemos a Dios en primer lugar, y a todos ustedes, que desde diversas partes del mundo nos acompañan con sus oraciones que tanto nos ayudan y a las cuales, como siempre, nos encomendamos. Comprometemos nuevamente las nuestras por sus intenciones y desde “la casa de santa Ana”, les deseamos a todos una santa y fructífera Cuaresma.

En Cristo y María: Monjes del Monasterio de la Sagrada Familia.

La Cátedra de San Pedro: don de Cristo a su Iglesia

Catequesis de Benedicto XVI

Audiencia general, Miércoles 22 de febrero de 2006.

Queridos hermanos y hermanas: 

La liturgia latina celebra hoy la fiesta de la Cátedra de San Pedro. Se trata de una tradición muy antigua, atestiguada en Roma desde el siglo IV, con la que se da gracias a Dios por la misión encomendada al apóstol san Pedro y a sus sucesores. La «cátedra», literalmente, es la sede fija del obispo, puesta en la iglesia madre de una diócesis, que por eso se llama «catedral», y es el símbolo de la autoridad del obispo, y en particular de su «magisterio», es decir, de la enseñanza evangélica que, en cuanto sucesor de los Apóstoles, está llamado a conservar y transmitir a la comunidad cristiana. Cuando el obispo toma posesión de la Iglesia particular que le ha sido encomendada, llevando la mitra y el báculo pastoral, se sienta en la cátedra. Desde esa sede guiará, como maestro y pastor, el camino de los fieles en la fe, en la esperanza y en la caridad.

¿Cuál fue, por tanto, la «cátedra» de san Pedro? Elegido por Cristo como «roca» sobre la cual edificar la Iglesia (cf. Mt 16, 18), comenzó su ministerio en Jerusalén, después de la Ascensión del Señor y de Pentecostés. La primera «sede» de la Iglesia fue el Cenáculo, y es probable que en esa sala, donde también María, la Madre de Jesús, oró juntamente con los discípulos, a Simón Pedro le tuvieran reservado un puesto especial.

Sucesivamente, la sede de Pedro fue Antioquía, ciudad situada a orillas del río Oronte, en Siria (hoy en Turquía), en aquellos tiempos tercera metrópoli del imperio romano, después de Roma y Alejandría en Egipto. De esa ciudad, evangelizada por san Bernabé y san Pablo, donde «por primera vez, los discípulos recibieron el nombre de cristianos» (Hch 11, 26), por tanto, donde nació el nombre de cristianos para nosotros, san Pedro fue el primer obispo, hasta el punto de que el Martirologio romano, antes de la reforma del calendario, preveía también una celebración específica de la Cátedra de San Pedro en Antioquía.

Desde allí la Providencia llevó a Pedro a Roma. Por tanto, tenemos el camino desde Jerusalén, Iglesia naciente, hasta Antioquía, primer centro de la Iglesia procedente de los paganos, y todavía unida con la Iglesia proveniente de los judíos. Luego Pedro se dirigió a Roma, centro del Imperio, símbolo del «Orbis» —la «Urbs» que expresa el «Orbis», la tierra—, donde concluyó con el martirio su vida al servicio del Evangelio. Por eso, la sede de Roma, que había recibido el mayor honor, recogió también el oficio encomendado por Cristo a Pedro de estar al servicio de todas las Iglesias particulares para la edificación y la unidad de todo el pueblo de Dios.

Así, la sede de Roma, después de estas emigraciones de san Pedro, fue reconocida como la del sucesor de Pedro, y la «cátedra» de su obispo representó la del Apóstol encargado por Cristo de apacentar a todo su rebaño. Lo atestiguan los más antiguos Padres de la Iglesia, como por ejemplo san Ireneo, obispo de Lyon, pero que venía de Asia menor, el cual, en su tratado Contra las herejías, describe la Iglesia de Roma como «la más grande, más antigua y más conocida por todos, que la fundaron y establecieron los más gloriosos apóstoles Pedro y Pablo»; y añade:  «Con esta Iglesia, a causa de su origen más excelente, debe necesariamente estar de acuerdo toda la Iglesia, es decir, los fieles de todas partes» (III, 3, 2-3). A su vez, un poco más tarde, Tertuliano afirma:  «¡Cuán feliz es esta Iglesia de Roma! Fueron los Apóstoles mismos quienes derramaron en ella, juntamente con su sangre, toda la doctrina» (La prescripción de los herejes, 36). Por tanto, la cátedra del Obispo de Roma representa no sólo su servicio a la comunidad romana, sino también su misión de guía de todo el pueblo de Dios.

Celebrar la «Cátedra» de san Pedro, como hacemos nosotros, significa, por consiguiente, atribuirle un fuerte significado espiritual y reconocer que es un signo privilegiado del amor de Dios, Pastor bueno y eterno, que quiere congregar a toda su Iglesia y guiarla por el camino de la salvación.

Entre los numerosos testimonios de los santos Padres, me complace recordar el de san Jerónimo, tomado de una de sus cartas, escrita al Obispo de Roma, particularmente interesante porque hace referencia explícita precisamente a la «cátedra» de Pedro, presentándola como fuente segura de verdad y de paz. Escribe así san Jerónimo:  «He decidido consultar la cátedra de Pedro, donde se encuentra la fe que la boca de un Apóstol exaltó; vengo ahora a pedir un alimento para mi alma donde un tiempo fui revestido de Cristo. Yo no sigo un primado diferente del de Cristo; por eso, me pongo en comunión con tu beatitud, es decir, con la cátedra de Pedro. Sé que sobre esta piedra está edificada la Iglesia» (Cartas I, 15, 1-2).

Queridos hermanos y hermanas, en el ábside de la basílica de San Pedro, como sabéis, se encuentra el monumento a la Cátedra del Apóstol, obra madura de Bernini, realizada en forma de gran trono de bronce, sostenido por las estatuas de cuatro doctores de la Iglesia, dos de Occidente, san Agustín y san Ambrosio, y dos de Oriente, san Juan Crisóstomo y san Atanasio. Os invito a deteneros ante esta obra tan sugestiva, que hoy se puede admirar decorada con muchas velas, para orar en particular por el ministerio que Dios me ha encomendado.

Elevando la mirada hacia la vidriera de alabastro que se encuentra exactamente sobre la Cátedra, invocad al Espíritu Santo para que sostenga siempre con su luz y su fuerza mi servicio diario a toda la Iglesia. Por esto, como por vuestra devota atención, os doy las gracias de corazón.

¡Oh Virgen, por tu bendición queda bendita toda criatura!

“Dios entregó a María su propio Hijo, el único igual a él, a quien engendra de su corazón como amándose a sí mismo…”

Anselmo de Canterbury

Sermón 52: PL 158, 955-956

El cielo, las estrellas, la tierra, los ríos, el día y la noche, y todo cuanto está sometido al poder o utilidad de los hombres, se felicitan de la gloria perdida, pues una nueva gracia inefable, resucitada en cierto modo por ti ¡oh Señora!, les ha sido concedida. Todas las cosas se encontraban como muertas, al haber perdido su innata dignidad de servir al dominio y al uso de aquellos que alaban a Dios, para lo que habían sido creadas; se encontraban aplastadas por la opresión y como descoloridas por el abuso que de ellas hacían los servidores de los ídolos para los que no habían sido creadas. Pero ahora, como resucitadas, felicitan a María, al verse regidas por el dominio y honradas por el uso de los que alaban al Señor.

Ante la nueva e inestimable gracia, las cosas todas saltaron de gozo, al sentir que, en adelante, no sólo estaban regidas por la presencia rectora e invisible de Dios su creador, sino que también, usando de ellas visiblemente, las santificaba. Tan grandes bienes eran obra del bendito fruto del seno bendito de la bendita María.

Por la plenitud de tu gracia, lo que estaba cautivo en el infierno se alegra por su liberación, y lo que estaba por encima del mundo se regocija por su restauración. En efecto, por el poder del Hijo glorioso de tu gloriosa virginidad, los justos que perecieron antes de la muerte vivificadora de Cristo se alegran de que haya sido destruida su cautividad, y los ángeles se felicitan al ver restaurada su ciudad medio derruida.

¡Oh mujer llena de gracia, sobreabundante de gracia, cuya plenitud desborda a la creación entera y la hace reverdecer! ¡Oh Virgen bendita, bendita por encima de todo por tu bendición queda bendita toda criatura, no sólo la creación por el Creador, sino también el Creador por la criatura!

Dios entregó a María su propio Hijo, el único igual a él, a quien engendra de su corazón como amándose a sí mismo. Valiéndose de María, se hizo Dios un Hijo, no distinto, sino el mismo, para que realmente fuese uno y el mismo el Hijo de Dios y de María. Todo lo que nace es criatura de Dios, y Dios nace de María. Dios creó todas las cosas, y María engendró a Dios. Dios, que hizo todas las cosas, se hizo a sí mismo mediante María; y, de este modo, volvió a hacer todo lo que había hecho. El que pudo hacer todas las cosas de la nada no quiso rehacer sin María lo que había sido manchado.

Dios es, pues, el padre de las cosas creadas; y María es la madre de las cosas recreadas. Dios es el padre a quien se debe la constitución del mundo; y María es la madre a quien se debe su restauración. Pues Dios engendró a aquel por quien todo fue hecho; y María dio a luz a aquel por quien todo fue salvado. Dios engendró a aquel sin el cual nada existe; y María dio a luz a aquel sin el cual nada subsiste.

¡Verdaderamente el Señor está contigo, puesto que ha hecho que toda criatura te debiera tanto como a él!

El primado de la santidad

¡Con tal que Cristo sea glorificado, en esto me gozo y me gozaré siempre!

Extracto de un documento redactado en París en Noviembre de 1947 y titulado de la misma manera.

San Alberto Hurtado

Un apostolado racionalizado, una acción eficaz, requiere en primer lugar un hombre entregado a Dios, un alma apostólica, completamente ganada por el deseo de comunicar a Dios, de hacer conocer a Cristo; almas capaces de abnegación, de olvido de sí mismas, con espíritu de conquista, almas para las cuales el grito de San Pablo sea siempre actual ¡con tal que Cristo sea glorificado, en esto me gozo y me gozaré siempre!

La racionalización del apostolado, precisamente exige, que lo supraracional esté en primer lugar. ¡Que sea un santo! En definitiva, no va a apoyarse sobre los medios de su acción humana, sino sobre Dios. Lo demás vendrá después: que trabaje no como guerrillero sino como miembro del Cuerpo místico, en unión con todos los demás, aprovechándose de todos los medios para que Cristo pueda crecer en los demás, pero que primero la llama esté muy viva en él.

Que sea un hombre

Un santo es imposible si no es un hombre, no digo un genio, pero un hombre completo dentro de sus propias dimensiones. Hay tan pocos hombres completos. Los profesores nos preocupamos tan poco de formarlos; y pocos toman en serio el llegar a serlo…

…El hombre tiene dentro de sí su luz y su fuerza. No es el eco de un libro, el doble de otro, el esclavo de un grupo. Juzga las cosas mismas; quiere espontáneamente, no por fuerza, se somete sin esfuerzo a lo real, al objeto, y nadie es más libre que él.

Si se marcha más despacio que los acontecimientos; si se ve las cosas más chicas de lo que son; si se prescinde de los medios indispensables, se fracasa. Y no puede sernos indiferente fracasar, porque mi fracaso lo es para la Iglesia y para la humanidad. Dios no me ha hecho para que busque el fracaso. Cuando he agotado todos los medios, entonces tengo derecho a consolarme y a apelar a la resignación.

Muchos trabajan por ocuparse; pocos por construir; se satisfacen porque han hecho un esfuerzo. Eso no basta. Hay que querer eficazmente.

Guardar su equilibro

El equilibrio es un elemento precioso para un trabajo racional. Vale más un hombre equilibrado que un genio sin él, al menos para realizar el trabajo de cada día.

Equilibrio no quiere decir en ninguna manera, un buen conjunto de cualidades mediocres. Se trata de un crecimiento armónico que puede ser propio del hombre genial, o de una salud enfermiza, o una especialización muy avanzada. No se trata de destruir la convergencia de los poderes que se tiene, sino de sobrepasarlos por una adhesión más firme a la verdad, de completarse en Dios por el amor.

El cristianismo bien comprendido es un maravilloso fermento de equilibrio. El desequilibrio contemporáneo resulta de un crecimiento desordenado del poder material y de las capacidades de gozo. Se abusa de una y otras, en lugar de dominarlas. La vida social es tan compleja, que en lugar de liberar al hombre lo aplasta y lo determina.

La moral cristiana permite armonizarlo todo, jerarquizarlo todo, por más inteligente, ardiente, vigoroso que uno sea. La humildad viene a temperar el éxito; la prudencia frena la precipitación; la misericordia dulcifica la autoridad; la equidad tempera la justicia; la fe suple las deficiencias de la razón; la esperanza mantiene las razones para vivir; la caridad sincera impide el repliegue sobre sí mismo; la insatisfacción del amor humano deja siempre sitio para el amor fraternal de Cristo, la evasión estéril está reemplazada por la aspiración de Dios, cargada de oración, y de insaciable deseo.

El hombre no puede equilibrarse sino por un dinamismo, por una aspiración de los más altos valores de que él es capaz.

El equilibrio no se decreta; no se impone del exterior. Es un asunto personal, del cual cada uno es el primer responsable. Si el equilibrio viene a turbarse por estructuras enfermizas, impuestas desde afuera, será necesario un esfuerzo mayor para recobrarlo, pero será un equilibrio también superior.

Tan pronto como se siente comprometido el equilibrio hay que hacer todo lo posible por ponerse en condiciones de recobrarlo.

Influyen poderosamente en el equilibrio factores del ritmo diario, semanal, de estaciones. Hay que analizarlos con cuidado y corregirlos. El ritmo cotidiano debe armonizarse entre reposo, trabajo difícil, trabajo fácil, comidas, descansos. El ritmo semanal o mensual debe prevenir paradas, detenciones. El ritmo de estaciones y anual debe prever y armonizar períodos de estabilidad y de viajes; trabajo intensivo, trabajo moderado, vacaciones. La buena distinción entre trabajos materiales y espirituales, trabajo manual y esfuerzo intelectual es también muy importante. Es bueno recordar que en muchos casos se descansa de un trabajo pasando a otro trabajo, no al ocio.

A qué paso caminar

Una vez que se han tomado las precauciones necesarias para salvaguardar el equilibrio, hay que darse sin medirse para suprimir, en la medida de lo posible, las causas del dolor humano.

Se trabaja casi al límite de sus fuerzas, pero se encuentra en la totalidad de su donación y en la intensidad de su esfuerzo una energía como inagotable. Los que se dan a medias están pronto gastados, cualquier esfuerzo los cansa. Los que se han dado del todo se mantienen en la línea bajo el impulso de su vitalidad profunda.

Al paso de Dios

Con todo no hay que exagerar y disipar sus fuerzas en un exceso de tensión conquistadora. El hombre generoso tiende a marchar demasiado a prisa: querría instaurar el bien y pulverizar la injusticia, pero hay una inercia de los hombres y de las cosas con la cual hay que contar. Hay lo deseable y lo posible.

Es necesario adquirir el sentido de lo posible, dado lo que somos y lo que tenemos que emprender. Místicamente se trata de caminar al paso de Dios, de tomar su sitio justo en el plan de Dios. Todo esfuerzo que vaya más lejos es inútil, más aún es nocivo. A la actividad la reemplazará el activismo que se sube como la champaña, que pretende objetos inalcanzables, quita todo tiempo para la contemplación; y el hombre deja de ver el diseño de su vida.

Descansos en el camino

Al partir en la vida del espíritu se adquiere una actitud de tensión extrema que niega todo descanso, pero como ni el cuerpo ni el alma están hechos para este juego, viene luego el desequilibro, la ruptura. Se va hasta el extremo en la potencialidad de esfuerzo, sobrepasándose por nuevos esfuerzos de la voluntad, entonces viene el cansancio, el agotamiento…

Hay pues que detenerse humildemente en el camino y descansar bajo los árboles y recrearse con el panorama, podríamos decir, poner una zona de fantasía en la vida.

Peligro del exceso de acción: la compensación

Un hombre agotado busca fácilmente la compensación. Este momento es tanto más peligroso, cuanto que se ha perdido una parte del control de sí mismo, el cuerpo está cansado, los nervios agitados, la voluntad vacilante. Las mayores tonterías son posibles en estos momentos.

Entonces hay sencillamente que relajar; volver a encontrar la calma entre amigos bondadosos, recitar maquinalmente su rosario, dormitar dulcemente en Dios.

Monjes contemplativos del Instituto del Verbo Encarnado