La Virginidad de María, Madre de Dios

Una verdad de fe

Catequesis de Juan Pablo II, (10-VII-96)

  1. La Iglesia ha considerado constantemente la virginidad de María una verdad de fe, acogiendo y profundizando el testimonio de los evangelios de san Lucas, san Marcos y, probablemente, también san Juan.

En el episodio de la Anunciación, el evangelista san Lucas llama a María «virgen», refiriendo tanto su intención de perseverar en la virginidad como el designio divino, que concilia ese propósito con su maternidad prodigiosa. La afirmación de la concepción virginal, debida a la acción del Espíritu Santo, excluye cualquier hipótesis de partenogénesis natural y rechaza los intentos de explicar la narración lucana como explicitación de un tema judío o como derivación de una leyenda mitológica pagana.

La estructura del texto lucano (cf. Lc 1,26-38; 2,19.51), no admite ninguna interpretación reductiva. Su coherencia no permite sostener válidamente mutilaciones de los términos o de las expresiones que afirman la concepción virginal por obra del Espíritu Santo.

  1. El evangelista san Mateo, narrando el anuncio del ángel a José, afirma, al igual que san Lucas, la concepción por obra «del Espíritu Santo» (Mt 1,20), excluyendo las relaciones conyugales.

Además, a José se le comunica la generación virginal de Jesús en un segundo momento: no se trata para él de una invitación a dar su consentimiento previo a la concepción del Hijo de María, fruto de la intervención sobrenatural del Espíritu Santo y de la cooperación exclusiva de la madre. Sólo se le invita a aceptar libremente su papel de esposo de la Virgen y su misión paterna con respecto al niño.

San Mateo presenta el origen virginal de Jesús como cumplimiento de la profecía de Isaías: «Ved que la virgen concebirá y dará a luz un hijo, y le pondrán por nombre Emmanuel, que traducido significa “Dios con nosotros”» (Mt 1,23; cf. Is 7,14). De ese modo, san Mateo nos lleva a la conclusión de que la concepción virginal fue objeto de reflexión en la primera comunidad cristiana, que comprendió su conformidad con el designio divino de salvación y su nexo con la identidad de Jesús, «Dios con nosotros».

  1. A diferencia de san Lucas y san Mateo, el evangelio de san Marcos no habla de la concepción y del nacimiento de Jesús; sin embargo, es digno de notar que san Marcos nunca menciona a José, esposo de María. La gente de Nazaret llama a Jesús «el hijo de María» o, en otro contexto, muchas veces «el Hijo de Dios» (Mc 3,11; 5,7; cf. 1,1.11; 9,7; 14,61-62; 15,39). Estos datos están en armonía con la fe en el misterio de su generación virginal. Esta verdad, según un reciente redescubrimiento exegético, estaría contenida explícitamente en el versículo 13 del Prólogo del evangelio de san Juan, que algunas voces antiguas autorizadas (por ejemplo, Ireneo y Tertuliano) no presentan en la forma plural usual, sino en la singular: «Él, que no nació de sangre, ni de deseo de carne, ni de deseo de hombre, sino que nació de Dios». Esta traducción en singular convertiría el Prólogo del evangelio de san Juan en uno de los mayores testimonios de la generación virginal de Jesús, insertada en el contexto del misterio de la Encarnación.

La afirmación paradójica de Pablo: «Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer (…), para que recibiéramos la filiación adoptiva» (Ga 4,4-5), abre el camino al interrogante sobre la personalidad de ese Hijo y, por tanto, sobre su nacimiento virginal.

Este testimonio uniforme de los evangelios confirma que la fe en la concepción virginal de Jesús estaba enraizada firmemente en los diversos ambientes de la Iglesia primitiva. Por eso carecen de todo fundamento algunas interpretaciones recientes, que no consideran la concepción virginal en sentido físico o biológico, sino únicamente simbólico o metafórico: designaría a Jesús como don de Dios a la humanidad. Lo mismo hay que decir de la opinión de otros, según los cuales el relato de la concepción virginal sería, por el contrario, un theologoumenon, es decir, un modo de expresar una doctrina teológica, en este caso la filiación divina de Jesús, o sería su representación mitológica.

Como hemos visto, los evangelios contienen la afirmación explícita de una concepción virginal de orden biológico, por obra del Espíritu Santo, y la Iglesia ha hecho suya esta verdad ya desde las primeras formulaciones de la fe (cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 496).

  1. La fe expresada en los evangelios es confirmada, sin interrupciones, en la tradición posterior. Las fórmulas de fe de los primeros autores cristianos postulan la afirmación del nacimiento virginal: Arístides, Justino, Ireneo y Tertuliano están de acuerdo con san Ignacio de Antioquía, que proclama a Jesús «nacido verdaderamente de una virgen» (Smirn. 1,2). Estos autores hablan explícitamente de una generación virginal de Jesús real e histórica, y de ningún modo afirman una virginidad solamente moral o un vago don de la gracia, que se manifestó en el nacimiento del niño.

Las definiciones solemnes de fe por parte de los concilios ecuménicos y del Magisterio pontificio, que siguen a las primeras fórmulas breves de fe, están en perfecta sintonía con esta verdad. El concilio de Calcedonia (451), en su profesión de fe, redactada esmeradamente y con contenido definido de modo infalible, afirma que Cristo «en lo últimos días, por nosotros y por nuestra salvación, (fue) engendrado de María Virgen, Madre de Dios, en cuanto a la humanidad» (DS 301). Del mismo modo, el tercer concilio de Constantinopla (681) proclama que Jesucristo «nació del Espíritu Santo y de María Virgen, que es propiamente y según verdad madre de Dios, según la humanidad» (DS 555). Otros concilios ecuménicos (Constantinopolitano II, Lateranense IV y Lugdunense II) declaran a María «siempre virgen», subrayando su virginidad perpetua (cf. DS 423, 801 y 852). El concilio Vaticano II ha recogido esas afirmaciones, destacando el hecho de que María, «por su fe y su obediencia, engendró en la tierra al Hijo mismo del Padre, ciertamente sin conocer varón, cubierta con la sombra del Espíritu Santo» (Lumen gentium, 63).

A las definiciones conciliares hay que añadir las del Magisterio pontificio, relativas a la Inmaculada Concepción de la «santísima Virgen María» (DS 2.803) y a la Asunción de la «Inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen María» (DS 3.903).

  1. Aunque las definiciones del Magisterio, con excepción del concilio de Letrán del año 649, convocado por el Papa Martín I, no precisan el sentido del apelativo «virgen», se ve claramente que este término se usa en su sentido habitual: la abstención voluntaria de los actos sexuales y la preservación de la integridad corporal. En todo caso, la integridad física se considera esencial para la verdad de fe de la concepción virginal de Jesús (cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 496).

La designación de María como «santa, siempre Virgen e Inmaculada», suscita la atención sobre el vínculo entre santidad y virginidad. María quiso una vida virginal, porque estaba animada por el deseo de entregar todo su corazón a Dios.

La expresión que se usa en la definición de la Asunción, «La Inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen», sugiere también la conexión entre la virginidad y la maternidad de María: dos prerrogativas unidas milagrosamente en la generación de Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre. Así, la virginidad de María está íntimamente vinculada a su maternidad divina y a su santidad perfecta.

[L’Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, del 12-VII-96]

La Virgen María, modelo de la Iglesia en el culto divino

Catequesis de Juan Pablo II

(10-IX-97)

  1. En la exhortación apostólica Marialis cultus el siervo de Dios Pablo VI, de venerada memoria, presenta a la Virgen como modelo de la Iglesia en el ejercicio del culto. Esta afirmación constituye casi un corolario de la verdad que indica en María el paradigma del pueblo de Dios en el camino de la santidad: «La ejemplaridad de la santísima Virgen en este campo dimana del hecho que ella es reconocida como modelo extraordinario de la Iglesia en el orden de la fe, de la caridad y de la perfecta unión con Cristo, esto es, de aquella disposición interior con que la Iglesia, Esposa amadísima, estrechamente asociada a su Señor, lo invoca y por su medio rinde culto al Padre eterno» (n. 16).
  2. Aquella que en la Anunciación manifestó total disponibilidad al proyecto divino, representa para todos los creyentes un modelo sublime de escucha y de docilidad a la palabra de Dios.

Respondiendo al ángel: «Hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38), y declarándose dispuesta a cumplir de modo perfecto la voluntad del Señor, María entra con razón en la bienaventuranza proclamada por Jesús: «Dichosos (…) los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen» (Lc 11,28).

Con esa actitud, que abarca toda su existencia, la Virgen indica el camino maestro de la escucha de la palabra del Señor, momento esencial del culto, que caracteriza a la liturgia cristiana. Su ejemplo permite comprender que el culto no consiste ante todo en expresar los pensamientos y los sentimientos del hombre, sino en ponerse a la escucha de la palabra divina para conocerla, asimilarla y hacerla operativa en la vida diaria.

  1. Toda celebración litúrgica es memorial del misterio de Cristo en su acción salvífica por toda la humanidad, y quiere promover la participación personal de los fieles en el misterio pascual expresado nuevamente y actualizado en los gestos y en las palabras del rito.

María fue testigo de los acontecimientos de la salvación en su desarrollo histórico, culminado en la muerte y resurrección del Redentor, y guardó «todas estas cosas, y las meditaba en su corazón» (Lc 2,19).

Ella no se limitaba a estar presente en cada uno de los acontecimientos; trataba de captar su significado profundo, adhiriéndose con toda su alma a cuanto se cumplía misteriosamente en ellos.

Por tanto, María se presenta como modelo supremo de participación personal en los misterios divinos. Guía a la Iglesia en la meditación del misterio celebrado y en la participación en el acontecimiento de salvación, promoviendo en los fieles el deseo de una íntima comunión personal con Cristo, para cooperar con la entrega de la propia vida a la salvación universal.

  1. María constituye, además, el modelo de la oración de la Iglesia. Con toda probabilidad, María estaba recogida en oración cuando el ángel Gabriel entró en su casa de Nazaret y la saludó. Este ambiente de oración sostuvo ciertamente a la Virgen en su respuesta al ángel y en su generosa adhesión al misterio de la Encarnación.

En la escena de la Anunciación, los artistas han representado casi siempre a María en actitud orante. Recordemos, entre todos, al beato Angélico. De aquí proviene, para la Iglesia y para todo creyente, la indicación de la atmósfera que debe reinar en la celebración del culto.

Podemos añadir asimismo que María representa para el pueblo de Dios el paradigma de toda expresión de su vida de oración. En particular, enseña a los cristianos cómo dirigirse a Dios para invocar su ayuda y su apoyo en las varias situaciones de la vida.

Su intercesión materna en las bodas de Caná y su presencia en el cenáculo junto a los Apóstoles en oración, en espera de Pentecostés, sugieren que la oración de petición es una forma esencial de cooperación en el desarrollo de la obra salvífica en el mundo. Siguiendo su modelo, la Iglesia aprende a ser audaz al pedir, a perseverar en su intercesión y, sobre todo, a implorar el don del Espíritu Santo (cf. Lc 11,13).

  1. La Virgen constituye también para la Iglesia el modelo de la participación generosa en el sacrificio.

En la presentación de Jesús en el templo y, sobre todo, al pie de la cruz, María realiza la entrega de sí, que la asocia como Madre al sufrimiento y a las pruebas de su Hijo. Así, tanto en la vida diaria como en la celebración eucarística, la «Virgen oferente» (Marialis cultus, 20) anima a los cristianos a «ofrecer sacrificios espirituales, aceptos a Dios por mediación de Jesucristo» (1 P 2,5).

[L’Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, del 12-IX-97]

La Virgen María, modelo de la santidad de la Iglesia

Catequesis de Juan Pablo II

(3-IX-97)

1. En la carta a los Efesios san Pablo explica la relación esponsal que existe entre Cristo y la Iglesia con las siguientes palabras: «Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, purificándola mediante el baño del agua, en virtud de la palabra, y presentársela resplandeciente a sí mismo; sin que tenga mancha ni arruga ni cosa parecida, sino que sea santa e inmaculada» (Ef 5,25-27).

El concilio Vaticano II recoge las afirmaciones del Apóstol y recuerda que «la Iglesia en la santísima Virgen llegó ya a la perfección», mientras que «los creyentes se esfuerzan todavía en vencer el pecado para crecer en la santidad» (Lumen gentium, 65).

Así se subraya la diferencia que existe entre los creyentes y María, a pesar de que tanto ella como ellos pertenecen a la Iglesia santa, que Cristo hizo «sin mancha ni arruga». En efecto, mientras los creyentes reciben la santidad por medio del bautismo, María fue preservada de toda mancha de pecado original y redimida anticipadamente por Cristo. Además, los creyentes, a pesar de estar libres «de la ley del pecado» (Rm 8,2), pueden aún caer en la tentación, y la fragilidad humana se sigue manifestando en su vida. «Todos caemos muchas veces», afirma la carta de Santiago (St 3,2). Por esto, el concilio de Trento enseña: «Nadie puede en su vida entera evitar todos los pecados, aun los veniales» (DS 1.573). Con todo, la Virgen inmaculada, por privilegio divino, como recuerda el mismo Concilio, constituye una excepción a esa regla (cf. ib.).

2. A pesar de los pecados de sus miembros, la Iglesia es, ante todo, la comunidad de los que están llamados a la santidad y se esfuerzan cada día por alcanzarla.

En este arduo camino hacia la perfección, se sienten estimulados por la Virgen, que es «modelo de todas las virtudes». El Concilio afirma que «la Iglesia, meditando sobre ella con amor y contemplándola a la luz del Verbo hecho hombre, llena de veneración, penetra más íntimamente en el misterio supremo de la Encarnación y se identifica cada vez más con su Esposo» (Lumen gentium, 65).

Así pues, la Iglesia contempla a María. No sólo se fija en el don maravilloso de su plenitud de gracia, sino que también se esfuerza por imitar la perfección que en ella es fruto de la plena adhesión al mandato de Cristo: «Sed, pues, perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial» (Mt 5,48). María es la toda santa. Representa para la comunidad de los creyentes el modelo de la santidad auténtica, que se realiza en la unión con Cristo. La vida terrena de la Madre de Dios se caracteriza por una perfecta sintonía con la persona de su Hijo y por una entrega total a la obra redentora que él realizó.

La Iglesia, reflexionando en la intimidad materna que se estableció en el silencio de la vida de Nazaret y se perfeccionó en la hora del sacrificio, se esfuerza por imitarla en su camino diario. De este modo, se conforma cada vez más a su Esposo. Unida, como María, a la cruz del Redentor, la Iglesia, a través de las dificultades, las contradicciones y las persecuciones que renuevan en su vida el misterio de la pasión de su Señor, busca constantemente la plena configuración con él.

3. La Iglesia vive de fe, reconociendo en «la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor» (Lc 1,45), la expresión primera y perfecta de su fe. En este itinerario de confiado abandono en el Señor, la Virgen precede a los discípulos, aceptando la Palabra divina en un continuo «crescendo», que abarca todas las etapas de su vida y se extiende también a la misión de la Iglesia.

Su ejemplo anima al pueblo de Dios a practicar su fe, y a profundizar y desarrollar su contenido, conservando y meditando en su corazón los acontecimientos de la salvación.

María se convierte, asimismo, en modelo de esperanza para la Iglesia. Al escuchar el mensaje del ángel, la Virgen orienta primeramente su esperanza hacia el Reino sin fin, que Jesús fue enviado a establecer.

La Virgen permanece firme al pie de la cruz de su Hijo, a la espera de la realización de la promesa divina. Después de Pentecostés, la Madre de Jesús sostiene la esperanza de la Iglesia, amenazada por las persecuciones. Ella es, por consiguiente, para la comunidad de los creyentes y para cada uno de los cristianos la Madre de la esperanza, que estimula y guía a sus hijos a la espera del Reino, sosteniéndolos en las pruebas diarias y en medio de las vicisitudes, algunas trágicas, de la historia.

En María, por último, la Iglesia reconoce el modelo de su caridad. Contemplando la situación de la primera comunidad cristiana, descubrimos que la unanimidad de los corazones, que se manifestó en la espera de Pentecostés, está asociada a la presencia de la Virgen santísima (cf. Hch 1,14). Precisamente gracias a la caridad irradiante de María es posible conservar en todo tiempo dentro de la Iglesia la concordia y el amor fraterno.

4. El Concilio subraya expresamente el papel ejemplar que desempeña María con respecto a la Iglesia en su misión apostólica, con las siguientes palabras: «En su acción apostólica, la Iglesia con razón mira hacia aquella que engendró a Cristo, concebido del Espíritu Santo y nacido de la Virgen, para que por medio de la Iglesia nazca y crezca también en el corazón de los creyentes. La Virgen fue en su vida ejemplo de aquel amor de madre que debe animar a todos los que colaboran en la misión apostólica de la Iglesia para engendrar a los hombres a una vida nueva» (Lumen gentium, 65).

Después de cooperar en la obra de la salvación con su maternidad, con su asociación al sacrificio de Cristo y con su ayuda materna a la Iglesia que nacía, María sigue sosteniendo a la comunidad cristiana y a todos los creyentes en su generoso compromiso de anunciar el Evangelio.

[L’Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, del 5-IX-97]

“Sólo en Dios encuentro lo que busco…”

Meditación escrita un Martes Santo

Santo hermano Rafael Arnáiz

Día 12 de abril de 1938.

Sólo en Dios encuentro lo que busco, y lo encuentro en tanta abundancia, que no me importa no hallar en los hombres aquello que algún día fue mi ilusión, ilusión que ya paso…

Busqué la «verdad» y no la hallé. Busqué la «caridad» y sólo vi en los hombres algunas chispitas que no llenaron mi corazón sediento de ella… Busqué la paz y vi que no hay paz en la tierra.

Ya la ilusión pasó, pasó suavemente, sin darme cuenta… El Señor que es quien me engañó para llevarme hacia sí, me lo hizo ver…

Ahora ¡qué feliz soy! ¿Qué buscas entre los hombres?, me dice… ¿Qué buscas en la tierra en la que eres peregrino? ¿Qué paz es la que deseas?… ¡Qué bueno es el Señor que de la vanidad y de la criatura me aparta!

Ahora ya veo claramente que en Dios está la verdadera paz…, que en Jesús está la verdadera caridad…, que Cristo es la única Verdad.

Hoy en la santa comunión, cuando tenía a Jesús en mi pecho, mi alma nadaba en la enorme e inmensa alegría de poseer la Verdad… Me veía dueño de Dios, y Dios dueño de mi… Nada deseaba más que amar profundísimamente a este Señor que en su inmensa bondad consolaba mi corazón sediento de algo que yo no sabía lo que era y que en la criatura buscaba en vano, y el Señor me hace comprender, sin ruido de palabras, que lo que mi alma desea es El… Que la Verdad, la Vida y el Amor es El… Y que teniéndole a El… ¿qué busco, qué pido…, qué quiero?

Nada, Señor…, el mundo es pequeño para contener lo que Tú me das. ¿Quién podrá explicar lo que es poseer la suma Verdad? ¿Quién tendrá palabras bastantes para decir lo que es: nada deseo, pues tengo a Dios?

Mi alma casi llora de alegría… ¿Quién soy yo, Señor? ¿Dónde pondré mi tesoro, para que no se manche? ¿Cómo es posible que viva tranquilo, sin temor a que me lo roben? ¿Qué hará mi alma para agradarte?

¡Pobre hermano Rafael, que tendrás que responder delante de Dios a tanto beneficio como aquí te hace! Tienes un corazón de piedra, que no lloras tantas ingratitudes y tantos desprecios a la divina gracia.

Vivo, Señor mío, enfangado en mis propias miserias, y al mismo tiempo, no sueño ni vivo más que para Ti. ¿Cómo se entiende esto? Vivo sediento de Ti… Lloro mi destierro, sueño con el cielo; mi alma suspira por Jesús en quien ve su Tesoro, su Vida, su único Amor; nada espero de los hombres… Te amo con locura, Jesús mío y, sin embargo, como, río, duermo, hablo, estudio, y vivo entre los hombres sin hacer locuras, y aún me avergüenza verlo…, busco mis comodidades. ¿Cómo se explica esto, Señor?

¿Cómo es posible que Tú pongas tu gracia en mi? Si en algo correspondiera…, quizás me lo explicara.

Jesús mío, perdóname…, debía ser santo, y no lo soy. ¿Y era yo, el que antes se escandalizaba de algunas miserias de los hombres? ¿Yo?… qué absurdo.

Ya que me has dado luz para ver y comprender, dame, Señor, un corazón muy grande, muy grande para amar a esos hombres que son hijos tuyos, hermanos míos en los cuales mi enorme soberbia veía faltas, y en cambio n d me veía a mí mismo.

¿Si al último de ellos le hubieras dado lo que a mi?. Mas Tú lo haces todo bien… Mi alma llora sus antiguas mañas, sus antiguas costumbres… Ya no busca la perfección en el hombre…, ya no llora el no encontrar donde descansar…, ya lo tiene todo.

Tú, mi Dios, eres el que llena mi alma; Tú mi alegría; Tú mi paz y mi sosiego, Tú. Señor, eres mi refugio, mi fortaleza, mi vida, mi luz, mi consuelo, mi única Verdad y mi único Amor. ¡Soy feliz, lo tengo todo!

Cuánta suavidad me inunda al pensar en estos profundísimos favores que Jesús me hace. Cómo se inunda mi alma de caridad verdadera hacia el hombre, hacia el hermano débil, enfermo… Cómo comprende y con qué dulzura disculpa la flaqueza que antes al verla en el prójimo la hacia sufrir… ¡Ah! si el mundo supiera lo que es amar un poco a Dios, también amaría al prójimo.

Al amar a Jesús, al amar a Cristo, también forzosamente se ama lo que Él ama. ¿Acaso no murió Jesús de amor por los hombres? Pues al transformar nuestro corazón en el de Cristo, también sentimos y notamos sus efectos… Y el más grande de todos es el amor…. el amor a la voluntad del Padre, el amor a todo el mundo, que sufre, que padece… Es el padre, el hermano lejano, sea inglés, japonés o trapense; el amor a María… En fin. ¿quién podrá comprender el Corazón de Cristo? Nadie, pero chispitas de ese Corazón hay quien las tiene…, muy ocultas…, muy en silencio, sin que el mundo se entere.

Jesús mío, qué bueno eres. Tú lo haces todo maravillosamente bien. Tú me enseñas el camino; Tú me enseñas el fin.

El camino es la dulce Cruz…, es el sacrificio, la renuncia, a veces la batalla sangrienta que se resuelve en lágrimas en el Calvario, o en el Huerto de los Olivos; el camino, Señor, es ser el último, el enfermo, el pobre oblato trapense que a veces sufre junto a tu Cruz.

Pero no importa; al contrario…, la suavidad del dolor sólo se goza sufriendo humildemente por Ti.

Las lágrimas junto a tu Cruz, son un bálsamo en esta vida de continua renuncia y sacrificio; y los sacrificios y renuncias son agradables y fáciles, cuando anima en el alma la caridad, la fe y la esperanza.

He aquí cómo Tú transformas las espinas en rosas. Mas ¿y el fin?… El fin eres Tú, y nada más que Tú… El fin es la eterna posesión de Ti allá en el cielo con Jesús, con María, con todos los ángeles y santos. Pero eso será allá en el cielo. Y para animar a los flacos, a los débiles y pusilánimes como yo, a veces te muestras al corazón y le dices…, ¿qué buscas? ¿qué quieres? ¿a quién llamas?… Toma, mira lo que soy… Yo soy la Verdad y la Vida.

Y entonces derramas en el alma delicias que el mundo ignora y no comprende. Entonces, Señor, llenas el alma de tus siervos de dulzuras inefables que se rumian en silencio, que apenas el hombre se atreve a explicar…

Jesús mío, cuánto te quiero, a pesar de lo que soy…, y cuanto peor soy y más miserable, más te quiero…, y te querré siempre y me agarraré a Ti y no te soltaré, y… no sé lo que iba a decir.

¡Virgen María ayúdame!

Nos saciaremos con la visión del Verbo

De los Sermones de san Agustín, obispo
(Sermón 194, 3-4: PL 38, 1016-1017)

¿Quién puede conocer los tesoros de sabiduría y ciencia ocultos en Cristo y escondidos en la pobreza de su carne? Él, siendo rico, se hizo pobre por nosotros, para que nos enriqueciéramos con su pobreza. Al asumir nuestra condición mortal, destruyendo así la muerte, se mostró en pobreza; pero con ello nos garantizó las riquezas futuras, sin perder las que había dejado.

¡Cuán grande es la bondad que ha reservado para sus fieles, y que comunica a los que esperan en él!

Ahora nuestro conocimiento es parcial, hasta que llegue lo perfecto. Para hacernos capaces de esta perfección futura, él, igual al Padre por su condición de Dios, se hizo semejante a nosotros, tomando la condición de esclavo, para restituirnos nuestra semejanza con Dios; él, Hijo único de Dios, se hizo Hijo del hombre, para convertir en hijos de Dios a todos los hijos de los hombres; tomando la condición visible de esclavo, abolió nuestra condición de esclavos, haciéndonos libres y capaces de contemplar la naturaleza de Dios.

Ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es. Aquellos tesoros de sabiduría y ciencia, aquellas riquezas divinas, son llamados así porque ellos nos bastarán. Y aquella gran bondad es llamada así porque nos saciará. Muéstranos, pues, al Padre, y eso nos bastará.

Y, en uno de los salmos, uno de nosotros, en nosotros y por nosotros, le dice al Señor: Me saciaré cuando aparezca tu gloria. Él y el Padre son una misma cosa, y el que lo ve a él ve también al Padre. Por tanto, el Señor, Dios de los ejércitos, es el Rey de la gloria. Cuando se vuelva a nosotros, nos mostrará su rostro; y seremos salvados y quedaremos saciados, y eso nos bastará.

Hasta que llegue este momento, hasta que nos muestre aquello que ha de bastarnos, hasta que podamos beber y saciarnos de aquella fuente de vida que es él mismo, mientras caminamos por la vía de la fe y vivimos en el destierro, lejos de él, mientras tenemos hambre y sed de perfección y santidad y deseamos con ardor inefable contemplar la belleza de Dios, celebremos con humilde devoción su nacimiento en condición de esclavo.

No podemos aún contemplar cómo es engendrado por el Padre antes de la aurora; festejemos su nacimiento de la Virgen en plena noche. Aún no percibimos cómo su nombre es eterno y su fama dura como el sol; reconozcamos que su tienda ha sido puesta en el sol.

Aún no vemos al Unigénito que permanece en el Padre; recordemos al Esposo que sale de su alcoba. Aún no ha llegado el momento de sentarnos a la mesa de nuestro Padre; veneremos el pesebre de nuestro Señor Jesucristo.

Jesucristo, hombre y Dios y jefe de la Iglesia

San Agustín, sermón 341

Cartago, en la basílica Restituta;

12 de diciembre del año 418 ó 419

 

1. Por cuanto he podido vislumbrar en las páginas sagradas, hermanos, a nuestro Señor Jesucristo se le considera y nombra de tres modos cuando es anunciado tanto en la ley y los profetas como en las cartas apostólicas o en los hechos merecedores de fe que conocemos por el Evangelio. El primero de ellos, anterior a la asunción de la carne, es en cuanto Dios y en referencia a la divinidad, igual y coeterna a la del Padre. El segundo se refiere al momento en que ha asumido ya la carne, en cuanto se lee y se entiende que el mismo que es Dios es hombre y el mismo que es hombre es Dios, según una cierta propiedad de su excelsitud, por la que no se equipara a los restantes hombres, sino que es mediador y cabeza de la Iglesia. El tercer modo es lo que en cierta manera denominamos Cristo total, en la plenitud de su Iglesia, es decir, cabeza y cuerpo, según la plenitud de cierto varón perfecto, de quien somos miembros cada uno en particular. Tal es lo que se proclama a los creyentes y se ofrece como cognoscible a los sabios. En tan breve espacio de tiempo no me es posible ni recordar ni explicar los numerosos testimonios de la Escritura con que probar los tres modos mencionados; pero no puedo dejar todo sin probar. Así, pues, trayendo a la memoria algunos de esos testimonios, vosotros mismos podéis ver y encontrar en las Escrituras los restantes, que la premura del tiempo no me permite mencionar.

2. Al primer modo de indicar a nuestro Señor y Salvador Jesucristo, el Hijo único de Dios, por quien fueron hechas todas las cosas, se refiere aquel texto destacado y deslumbrante del evangelio según San Juan: En el principio existía la Palabra, y la Palabra estaba en Dios, y la Palabra era Dios; ella estaba al principio junto a Dios; todo fue hecho por ella, y sin ella no se hizo nada. Todo lo que fue hecho era vida en ella; y la vida era la luz de los hombres, y la luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la acogieron1. Palabras estas que causan admiración y estupor y que hay que abrazar antes incluso de comprenderlas. Si se presenta a vuestra boca cualquier alimento, uno recibe una parte de él y otro, otra: a todos llega el mismo alimento, pero no a todos el alimento entero. De idéntica manera se presentan ahora a vuestros oídos mis palabras a modo de alimento y bebida, pero este alimento y bebida llega a todos íntegramente. ¿O es que, cuando hablo, uno se queda con una sílaba y otro con otra? ¿O uno con una palabra y otro con otra? Si así fuera, tendría que decir tantas palabras cuantos hombres estoy viendo, para que a cada uno le llegue, al menos, una. Ciertamente es muy probable que diga más palabras que hombres veo; pero todas llegan a todos. La palabra, pues, del hombre no se divide en sílabas para que todos la escuchen; ¿y va a haber que dividir en pedazos la Palabra de Dios para que esté por doquier? ¿Acaso pensamos, hermanos, que estas palabras que suenan y pasan sufren alguna comparación con aquella Palabra que permanece inconmutablemente? ¿La he comparado yo al decir lo anterior? No quise más que insinuaros de algún modo que lo que Dios muestra en las cosas corporales ha de serviros para creer lo que aún no veis a propósito de las palabras espirituales. Mas pasemos ya a cosas superiores, pues las palabras suenan y desaparecen. De entre las cosas espirituales, pensad en la justicia. Si piensan en la justicia uno en occidente y otro en oriente, ¿cómo se explica que tanto el uno como el otro piensen en ella en su totalidad y uno y otro la vean en su plenitud? En efecto, se comporta justamente quien ve la justicia y actúa de acuerdo con ella. La ve dentro y actúa fuera. ¿Cómo la ve dentro, si no dispone de nada para ello? Por el hecho de estar uno en un lugar, ¿no puede llegar el pensamiento del otro a ese mismo lugar? Luego, si tú que te hallas aquí ves con tu mente lo mismo que ve el otro tan alejado de ti, si resplandece para ti en su totalidad y en su totalidad resulta visible para él, puesto que las cosas divinas e incorpóreas están íntegras por doquier, cree que la Palabra está íntegra en el Padre e íntegra en el seno. Créelo de la Palabra de Dios, que es Dios cabe Dios.

3. Pero escucha ya otra denominación, otro modo de indicar a Cristo que utiliza la Escritura. Lo que acabo de decir se refería al tiempo anterior a asumir la carne. Ahora, en cambio, escucha lo que, a su vez, proclama de la Escritura: La Palabra, dice, se hizo carne y habitó entre nosotros2. En efecto, el que había dicho: En el principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios; ella estaba al principio junto a Dios; todo se hizo por ella, y sin ella no se hizo nada, hubiese perdido el tiempo al anunciarnos la divinidad de la Palabra si hubiese callado su humanidad. Pues, para que yo pueda verla, ella colabora aquí conmigo; ella viene en socorro de mi debilidad para purificarme y poder contemplarla. Tomando la naturaleza humana de la misma naturaleza humana, se hizo hombre. Con el jumento de su carne se acercó al que yacía herido en el camino3 para dar forma y nutrir con el sacramento de su encarnación nuestra pequeña fe, para purificar el entendimiento para que vea lo que nunca perdió a través de aquello que asumió. Efectivamente, comenzó a ser hombre, no dejó de ser Dios. Esto es, pues, lo que se proclama de nuestro Señor Jesucristo en cuanto mediador, en cuanto cabeza de la Iglesia: que Dios es hombre y el hombre es Dios, puesto que dice Juan: Y la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros4.

4. Escuchad ya una y otra cosa en aquel conocidísimo texto del apóstol Pablo: Quien, existiendo en la forma de Dios, dice, no consideró una rapiña al ser igual a Dios5. Esto equivale a: En el principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios6. ¿Cómo dijo el Apóstol: No consideró una rapiña el ser igual a Dios, si no es igual a Dios? Si, en cambio, es Dios el Padre, pero no él, ¿cómo es igual? Así, pues, donde Juan dice: La Palabra era Dios, dice Pablo: No consideró una rapiña el ser igual a Dios. Y donde aquél: La Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros, éste: Pero se anonadó a sí mismo, tomando la forma de siervo7. Prestad atención: en cuanto que se hizo hombre, en cuanto que la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros, en ese mismo sentido se anonadó a sí mismo, tomando la forma de siervo. ¿Cómo se anonadó? No de manera que perdiese la divinidad, sino revistiéndose de la humanidad, mostrando a los hombres lo que no era antes de ser hombre. Así, se anonadó haciéndose visible, es decir, ocultando la dignidad de su majestad y mostrando la carne, vestimenta de su humanidad. Se anonadó, pues, a sí mismo, tomando la forma de siervo, sin perder la forma de Dios. En efecto, al hablar de la forma de Dios, no dijo «tomó», sino: Existiendo en la forma de Dios, no consideró una rapiña el ser igual a Dios8; mas cuando llegó a la forma de siervo, dijo: Tomando la forma de siervo. Por tanto, en cuanto que se anonadó a sí mismo, es mediador y cabeza de la Iglesia, por quien nos reconciliamos con Dios por el sacramento de su humildad, pasión, resurrección, ascensión y juicio futuro, de forma que se oigan aquellas dos cosas futuras, a pesar de que Dios haya hablado una sola vez. ¿Cuándo se escucharán las dos cosas? Cuando pague a cada uno según las propias obras9.

5. Manteniendo, pues, esto, no os sorprendan las cuestiones humanas, que, según palabras del Apóstol10, se propagan como el cáncer; antes bien, custodiad vuestros oídos y la virginidad de vuestra mente, como desposados por el amigo del esposo a un solo varón para mostraros a Cristo como virgen casta. Vuestra virginidad, pues, está en la mente. La virginidad corporal la poseen pocos en la Iglesia; la virginidad de la mente debe hallarse en todos los fieles. Esta virginidad la quiere profanar la serpiente, de la que dice el mismo Apóstol: Os he desposado con un solo varón para presentaros a Cristo como virgen casta. Y temo que la serpiente os engañe con su astucia, como engañó a Eva, y de esa manera también vuestros sentidos se corrompan y se alejen de la castidad, que radica en Cristo Jesús11. Vuestros sentidos, dijo, es decir, vuestras mentes. Y esta forma de hablar es más apropiada, pues se entiende por sentidos también los de este cuerpo: la vista, el oído, el olfato, el gusto y el tacto. El Apóstol temió que se corrompieran nuestras mentes donde se halla la virginidad de la fe. Ahora, ¡oh alma, ponte en marcha, conserva tu virginidad, que ha de ser fecundada luego en el abrazo de tu esposo. Cercad, pues, según está escrito, vuestros oídos con espinos12.

El problema arriano turbó a los hermanos débiles de la Iglesia; mas, con la misericordia del Señor, triunfó la fe católica. No abandonó él a su Iglesia, y si temporalmente la llenó de turbación, fue para que continuamente le suplicara a él, por quien iba a ser cimentada sobre roca firme. La serpiente sigue susurrando aún y no calla. Con cierta promesa de ciencia, busca arrojar del paraíso de la Iglesia a los cristianos para no permitirles volver al paraíso aquel del que fue arrojado el primer hombre.

6. Estad atentos, hermanos. Lo que ocurrió en aquel paraíso, eso mismo ocurre en la Iglesia. Que nadie nos aleje de este paraíso. Bástenos ya el haber perdido aquél; que al menos la experiencia nos corrija. La serpiente es la misma, la que siempre sugiere la iniquidad y la impiedad. A veces promete la impunidad, como la prometió también allí al decir: ¿Acaso vais a morir?13 Con el fin de que los cristianos vivan mal, sugiere cosas semejantes: «¿Acaso, dice, va a perder Dios a todos? ¿Va a condenarlos a todos por ventura?» Dios dice: «Los condenaré, perdonaré a quienes cambien; si ellos cambian sus hechos, yo cambio mis amenazas». La serpiente es, pues, quien murmura y musita, diciendo: «Ved donde está escrito: El Padre es mayor que yo14; ¿y tú dices que es igual al Padre?» Acepto lo que dices, pero acepto ambas cosas, puesto que ambas leo. ¿Por qué tú aceptas una cosa y no quieres aceptar la otra? Conmigo has leído una y otra. He aquí que el Padre es mayor que yo; lo acepto no porque lo digas tú, sino porque lo dice el Evangelio; acepta también tú que el Hijo es igual a Dios Padre; acepta la palabra del Apóstol. Une ambas afirmaciones; vayan de acuerdo ambas, puesto que quien habló en el Evangelio por medio de Juan fue el mismo que habló por medio de Pablo en su carta. No puede, pues, estar en contradicción consigo mismo; mas tú, como amas el litigar, no quieres comprender la concordia de las Escrituras. Él dice: —Te lo pruebo por el Evangelio: El Padre es mayor que yo. —También yo te lo pruebo con el Evangelio: Yo y el Padre somos una sola cosa15. ¿Cómo pueden ser verdaderas ambas afirmaciones? ¿Cómo nos enseña el Apóstol que yo y el Padre somos una sola cosa? Quien, existiendo en la forma de Dios, no consideró una rapiña el ser igual a Dios. Escucha: El Padre es mayor que yo; pero se anonadó a sí mismo, tomando la forma de siervo16. Advierte que te muestro por qué el Padre es mayor; tú muéstrame en qué no es igual. Una y otra cosa la leemos. Es menor que el Padre en cuanto hijo del hombre; igual al Padre en cuanto Hijo de Dios, puesto que la Palabra era Dios. Como mediador es Dios y hombre, Dios igual al Padre, hombre menor que el Padre. Es, pues, al mismo tiempo, igual y menor: igual en la forma de Dios, menor en la forma de siervo. Muestra, pues, tú de dónde le viene el ser igual y menor. ¿Acaso es igual en una parte y menor en otra? Dejando de lado la asunción de la carne, muéstrame que es igual y menor. Quiero ver cómo lo vas a demostrar.

7. Considerad la impiedad estúpida que es pensar según la carne, de acuerdo con lo que está escrito: Pensar según la carne es la muerte17. Párate aquí. Prescindo todavía, aún no hablo de la encarnación de nuestro Señor Jesucristo, el Hijo único de Dios; como si aún no fuera realidad lo que ya lo ha sido, considero contigo: En el principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios; ella estaba al principio junto a Dios18. Considero contigo: Quien, existiendo en la forma de Dios, no consideró una rapiña el ser igual a Dios19. Muéstrame aquí que es mayor y menor. ¿Qué vas a decirme? ¿Vas a establecer en Dios cualidades, es decir, ciertas afecciones del cuerpo o del alma en las que experimentamos que es una y otra cosa? Con referencia a la naturaleza, puedo afirmarlo ciertamente, pero sabe Dios si también vosotros lo entendéis así. Por tanto, como había comenzado a decir, muéstrame que es menor, muéstrame que es igual antes de la asunción de la carne, antes de que la Palabra se hiciera carne y habitara entre nosotros. ¿Acaso Dios es una y otra cosa, de manera que en una parte el Hijo es menor que él y en otra igual a él? Como si dijéramos que se trata de ciertos cuerpos, donde puedes decirme: «Es igual en longitud, pero menor en dureza». En efecto, con frecuencia ocurre que dos cuerpos son iguales en longitud, mas la dureza de uno es mayor y la de otro menor. Entonces, ¿hemos de pensar a Dios y a su Hijo como si fueran cuerpos? ¿Hemos de imaginar así a quien existió íntegro en María, íntegro junto al Padre, íntegro en la carne e íntegro sobre los ángeles? ¡Aleje Dios estos pensamientos de las mentes de los cristianos! Tus pensamientos pudieran tal vez decir: «Son iguales en dureza y longitud, pero desiguales en el color». ¿Dónde hay color sino en las cosas corporales? Allí, en cambio, existe la luz de la sabiduría. Muéstrame el color de la justicia. Si estas cosas no tienen color, tú no dirías tales cosas de Dios con sólo que tuvieras el color del pudor.

8. ¿Qué has de decir, pues? ¿Que son iguales en poder, pero que el Hijo es menor en prudencia? Dios sería injusto sí hubiese dado un poder igual a una prudencia menor. Si son iguales en prudencia, pero el Hijo es menor en poder, Dios es envidioso al otorgar un poder menor a una prudencia igual. Pero en Dios todo lo que se dice de él es él mismo. Pues en él no es una cosa el poder y otra la prudencia, una la fortaleza, otra la justicia y otra la castidad. Cualesquiera de estas cosas que afirmes de Dios, no se entienden como cosas distintas; además, nada se afirma dignamente de él, puesto que esas cosas son propias de las almas que en cierto modo penetra aquella luz y las llena según sus cualidades, del mismo modo que esta luz visible llena a los cuerpos cuando aparece. Si desaparece, todos los cuerpos tienen el mismo color, aunque es más apropiado hablar de ningún color. Mas cuando, proyectada, ilumina los cuerpos, aunque ella sea uniforme, cubre a los cuerpos con un brillo distinto según las diversas cualidades de los mismos. Así, pues, aquellas virtudes son afecciones de las almas que han sido afectadas positivamente por aquella luz a la que nada afecta y formadas por la que no es formada.

9. Sin embargo, hermanos, hablamos así de Dios porque no encontramos nada mejor que decir. Digo que Dios es justo porque no encuentro palabra humana mejor; en realidad, él está más allá de la justicia. Dice la Escritura: El Señor es justo, y amó la justicia20. Pero allí se dice también que Dios se arrepintió21 y que Dios ignora22. ¿Quién no se horroriza? ¿Ignora Dios algo? ¿Se arrepiente Dios? Sin embargo, también la Sagrada Escritura se rebaja saludablemente hasta estas palabras que te causan horror, precisamente para que no pienses que se afirman de él dignamente aquellas otras que tú consideras grandes. Y así, si preguntas: «¿Qué se puede afirmar dignamente de Dios?», quizá te responda alguien y te diga: «Que es justo». Pero otro más inteligente que éste te dirá que incluso esa palabra queda superada por su excelencia y que es indigna de ser afirmada de él, aunque se acomode justamente a la capacidad humana. De esta forma, si aquél quisiera probar su punto de vista con la Escritura, puesto que está escrito: El Señor es justo23, se le responderá correctamente que en las mismas Escrituras aparece que Dios se arrepiente. Como esto no se entiende en la forma habitual de hablar, es decir, como suelen arrepentirse los hombres, así ha de comprenderse que tampoco corresponde a su sobreeminencia el llamarle justo. Todo ello, aunque la Escritura haya empleado el término de forma adecuada, para conducir gradualmente al alma, por medio de palabras ordinaria, hasta lo que no puede decirse. Dices ciertamente que Dios es justo; piensa, sin embargo, en algo que está más allá de la justicia que sueles aplicar a los hombres. «Pero las Escrituras dijeron que era justo». Por eso dijeron también que se arrepiente e ignora, cosa que ya no quieres afirmar de él. Como comprendes que esas cosas que aborreces se afirman de él en atención a tu debilidad, de idéntica manera estas otras que tú tanto valoras han sido dichas en atención a alguna robustez más consistente. Quien trascienda todo esto y comience a pensar de manera digna de Dios en cuanto le está concedido al hombre, hallará un silencio digno de ser alabado con la voz inefable del corazón.

10. Por tanto, hermanos, puesto que en Dios es lo mismo el poder que la justicia —cuanto digas de él, dices siempre lo mismo, aunque nada digas de manera digna—, no puedes decir que el Hijo es igual al Padre por la justicia y no lo es por el poder, o que es igual por el poder y desigual por la ciencia, puesto que, si es igual en alguna cosa, lo es en todas. Todas las cosas que allí afirmas son idénticas y valen lo mismo. Basta, pues, puesto que no eres capaz de decir cómo el Hijo es desigual al Padre, a no ser que establezcas algunas diversidades en la sustancia de Dios. Y, si las introduces, te arroja fuera la verdad y no accedes a aquel santuario de Dios donde se le ve con absoluta claridad. Dado que no puedes afirmar que es igual en una parte y desigual en otra, puesto que en Dios no hay partes, tampoco puedes decir que en una es igual y en otra es menor, puesto que en Dios no existen cualidades. En cuanto Dios, no puedes hablar de igualdad si no es de igualdad absoluta. ¿Cómo, pues, puedes decir que es menor, a no ser porque tomó la forma de siervo? Por tanto, hermanos, estad siempre atentos a estas cosas. Si en el uso de las Escrituras tomáis una norma fija, la misma luz os mostrará todas las cosas. De esta manera, cuando encontréis que se dice que el Hijo es igual que el Padre, aceptadlo en cuanto a la divinidad. En cambio, por lo que se refiere a la forma asumida de siervo, reconocedle menor. Respectivamente, según se ha dicha: Yo soy el que soy; y: Yo soy el Dios de Abrahán, y el Dios de Isaac, y el Dios de Jacob24; así os aferraréis a lo que es en su naturaleza y lo que es en su misericordia.

Pienso que ya he hablado bastante también de aquel modo por el que a Jesucristo nuestro Señor y Salvador, hecho mediador y cabeza de la Iglesia, por quien nos reconciliamos con Dios, se le indica en las Escrituras como Dios y hombre.

11. El tercer modo tiene lugar cuando se anuncia el Cristo total en cuanto Iglesia, es decir, la cabeza y el cuerpo. La cabeza y el cuerpo forman un único Cristo; no en el sentido de que no esté íntegro sin el cuerpo, sino en cuanto que se dignó ser un todo íntegro con nosotros el que aun sin nosotros existe íntegro no sólo en cuanto Palabra, como Hijo unigénito del Padre, sino incluso en el hombre mismo que tomó, con el cual es, al mismo tiempo, Dios y hombre. Con todo, hermanos, ¿cómo somos nosotros su cuerpo y él un único Cristo con nosotros? ¿Dónde encontramos que el único Cristo lo forman la cabeza y el cuerpo, es decir, la cabeza con su cuerpo? En Isaías, la Esposa habla con el esposo como en singular; ciertamente es una y misma persona la que habla. Pero ved lo que dice: Como a esposo, me ciñó la diadema, y como a esposa, me revistió de adornos25. Como a esposo y como a esposa; a la misma persona llama esposo, en cuanto cabeza, y esposa, en cuanto cuerpo. Parecen dos y es uno solo. De otro modo, ¿cómo somos miembros de Cristo? El Apóstol lo dice clarísimamente: Vosotros sois el cuerpo de Cristo y sus miembros26. Todos en conjunto somos los miembros y el cuerpo de Cristo; no sólo los que estamos en este recinto, sino también los que se hallan en la tierra entera; ni sólo los que viven ahora, sino también, ¿qué he de decir? Desde el justo Abel hasta el fin del mundo, mientras haya hombres que engendren y sean engendrados, cualquier justo que pase por esta vida, todo el que vive ahora, es decir, no en este lugar, sino en esta vida, todo el que venga después; todos ellos forman el único cuerpo de Cristo y cada uno en particular son miembros de Cristo. Si, pues, en conjunto son el cuerpo y en particular son miembros, tiene que haber una cabeza para ese cuerpo. Y él mismo es, dice, la cabeza del cuerpo de la Iglesia; el primogénito, el que tiene el primado27. Y como dijo también de él que siempre es la cabeza de todo principado y potestad28, esta Iglesia, peregrina ahora, se asocia a aquella otra Iglesia celeste, donde tenemos a los ángeles como ciudadanos, y pecaríamos de arrogantes al pretender ser iguales a ellos tras la resurrección de los cuerpos, de no haberlo prometido la Verdad al decir: Serán iguales a los ángeles de Dios29. Así se constituye la única Iglesia, la ciudad del gran rey.

12. Por tanto, Cristo aparece en las Escrituras en forma que has de entenderlo, a veces, como la Palabra igual al Padre; a veces, como mediador, cuando la Palabra se hizo carne para que habitase entre nosotros; cuando el Unigénito, por quien fueron hechas todas las cosas, no juzgó una rapiña el ser igual a Dios, sino que se anonadó a sí mismo, tomando la forma de siervo y haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz30; a veces, como la cabeza y el cuerpo, explicando el mismo Apóstol con toda claridad lo que se dijo en el Génesis del varón y la mujer: Serán dos en una sola carne. Ved que es él quien lo expone, no parezca que soy yo quien osa presentar propias conjeturas. Serán, dijo, dos en una sola carne; y añadió: Esto encierra un gran misterio. Y para que nadie pensase todavía que hablaba del varón y de la mujer, refiriéndose a la unión natural de ambos sexos y a la cópula carnal, dijo: Yo lo refiero a Cristo y a la Iglesia31. Lo dicho: Serán dos en una sola carne, no son ya dos, sino una sola carne, se entiende según esa realidad que se da en Cristo y la Iglesia. Como se habla de esposo y esposa, así también de cabeza y cuerpo, puesto que el varón es la cabeza de la mujer. Sea que yo hable de cabeza y cuerpo, sea que hable de esposo y esposa, entended una sola cosa. Por eso, el mismo Apóstol, cuando aún era Saulo, escuchó: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?32, puesto que el cuerpo va unido a la cabeza. Y cuando él, ya predicador de Cristo, sufría, de parte de otros, lo mismo que él había hecho sufrir cuando era perseguidor, dice: Para suplir en mi carne lo que falta a la pasión de Cristo33, mostrando que cuanto él padecía pertenecía a la pasión de Cristo. Esto no puede aplicarse a él en cuanto cabeza, puesto que, presente ya en el cielo, nada padece; sino en cuanto cuerpo, es decir, la Iglesia; cuerpo que con su cabeza forma el único Cristo.

13. Mostrad, pues, que sois un cuerpo digno de tal cabeza, una esposa digna de tal esposo. Tal cabeza no puede sino tener un cuerpo adecuado a ella, ni tan gran varón toma una mujer no digna de él. Para mostrarse a sí, dijo, a la Iglesia gloriosa, sin mancha, ni arruga, ni nada parecido34. Esta es la esposa de Cristo, la que no tiene ni mancha ni arruga. ¿Quieres no tener mancha? Cumple lo que está escrito: Lavaos, estad limpios; eliminad las maldades de vuestros corazones35. ¿Quieres no tener arrugas? Tiéndete en la cruz. Para estar sin mancha ni arruga no necesitas solamente lavarte, sino también tenderte. Por medio del lavado se eliminan los pecados; al tenderte se produce el deseo del siglo futuro, razón por la que fue crucificado Cristo. Escucha al mismo Pablo, ya lavado: Nos salvó no por las obras de justicia que hubiéramos hecho, sino, en su misericordia, por el baño de la regeneración36. Escúchale a él mismo tendido: Olvidando, dijo, lo que está atrás y tendido hacia lo que está delante, en mi intención, persigo la palma de la suprema vocación de Dios en Cristo Jesús37.

“El monje”

Poesía dedicada a

mis compañeros monjes de todo el mundo

 

“El Monje”
(En ocasión de la jornada pro orantibus 2019)

¿Qué es un monje? me preguntas,
pues te explico lo que entiendo:
por afuera, sólo un hombre,
mas por dentro, un predilecto…;

Es un hombre como todos
carne y huesos más flaquezas,
miserable por ser polvo
pues también salió de tierra.
Más en algo se distingue
y de allí se sigue el resto,
en que a Dios constante sigue,
no se guarda ni un momento.

Ya su vida no es su vida
sólo es suyo el corazón,
corazón que no mezquina
pues de él dispone Dios;
en su entrega generosa
prefirió la soledad,
soledad que al mundo choca
y esto es una gran verdad;
no es ausencia de personas
sólo cambia compañía,
sus palabras se hacen pocas,
sus plegarias infinitas;
pues oculto en el silencio
pide a Cristo que lo tome,
que las culpas de otro tiempo
las convierta en oraciones:

Oraciones que en el cielo
son fragantes como rosas,
que se elevan como incienso
y hermosean al que ora:
oraciones que interceden
por el alma en agonía,
oraciones que mantienen
en los hombres la fe viva;
oraciones que reparan
los pecados cometidos,
oraciones que acompañan
a sus seres más queridos.

Otra cosa que hace el monje
es clamar en el silencio,
se asemeja al Cristo pobre
que lloraba allá en el huerto;
ese Cristo doloroso
que con lágrimas rogaba
a su Padre Bondadoso
que a los hombres perdonara;
aquel Cristo tan amante
que asumiendo los pecados
“por clemente fue culpable”
y al madero lo clavaron.

El monje también se clava,
se clava con el Maestro,
comparte su misma espada
y combate en el silencio;
su batalla no es ruidosa
pues combátese a sí mismo,
los defectos se reprocha,
quiere andar en heroísmo.

Pide a Dios, en su miseria,
le conceda las virtudes;
caridad y fortaleza,
y a la Virgen que lo ayude
a ser ejemplo de humildad,
esperanza y sacrificio,
a ser en definitiva
fiel imagen de su Hijo:
obediente en todo al Padre,
consagrado a sus hermanos,
por amor dispuesto a muerte
y enemigo del pecado.

Caballero del Divino
dejó el mundo por las almas;
de este mundo fue cautivo,
y ahora es libre por la gracia;
de esa gracia que lo alegra,
que regocija su interior,
que promete vida eterna
al vasallo fiel de Dios.

Ya sus armas son distintas
no pelea con fusiles:
un rosario con sus cuentas
y la gracia que lo anime,
fuerte yelmo es su capucha,
lo separa de los ruines,
la armadura que lo cuida
es el hábito que viste.

Sus plegarias son la lanza
con que vence al tentador,
sus palabras son espada
que se blande en el ambón;
con paciencia y sacrificios
cabalgando va en tesón
y la fuente de sus bríos
es la Madre del Señor;
esa Madre que lo cubre,
que protege su pureza,
que lo mira siempre dulce,
que resguarda su inocencia,
que lo toma de la mano
como niño balbuciente
y lo lleva con cuidado
hacia la patria celeste.

Y para llegar al cielo
eligió parte mejor:
de rodillas, al Maestro
se entregó en contemplación.
contribuye al plan divino
con su vida de oración,
pero el mérito es de Cristo:
Verbo eterno y Redentor;

Pide siempre ser constante
a la Santa Trinidad,
y lo libre de aferrarse
a la propia voluntad.
Sólo en Dios abandonado
en la fe vive y se esconde…;
mi respuesta he formulado,
algo de esto es un monje.

P. Jason.
(Escrito durante el tiempo de diaconado)

La Virgen María, modelo de la virginidad de la Iglesia

Catequesis de Juan Pablo II

(20-VIII-97)

 1. La Iglesia es madre y virgen. El Concilio, después de afirmar que es madre, siguiendo el modelo de María, le atribuye el título de virgen, y explica su significado: «También ella es virgen que guarda íntegra y pura la fidelidad prometida al Esposo, e imitando a la Madre de su Señor, con la fuerza del Espíritu Santo, conserva virginalmente la fe íntegra, la esperanza firme y la caridad sincera» (Lumen gentium, 64).

Así pues, María es también modelo de la virginidad de la Iglesia. A este respecto, conviene precisar que la virginidad no pertenece a la Iglesia en sentido estricto, dado que no constituye el estado de vida de la gran mayoría de los fieles. En efecto, en virtud del providencial plan divino, el camino del matrimonio es la condición más general y, podríamos decir, la más común de los que han sido llamados a la fe. El don de la virginidad está reservado a un número limitado de fieles, llamados a una misión particular dentro de la comunidad eclesial.

Con todo, el Concilio, refiriendo la doctrina de san Agustín, sostiene que la Iglesia es virgen en sentido espiritual de integridad en la fe, en la esperanza y en la caridad. Por ello, la Iglesia no es virgen en el cuerpo de todos sus miembros, pero posee la virginidad del espíritu («virginitas mentis»), es decir, «la fe íntegra, la esperanza firme y la caridad sincera» (In Ioannem Tractatus, 13, 12: PL 35, 1.499).

2. La constitución Lumen gentium recuerda, a continuación, que la virginidad de María, modelo de la de la Iglesia, incluye también la dimensión física, por la que concibió virginalmente a Jesús por obra del Espíritu Santo, sin intervención del hombre.

María es virgen en el cuerpo y virgen en el corazón, como lo manifiesta su intención de vivir en profunda intimidad con el Señor, expresada firmemente en el momento de la Anunciación. Por tanto, la que es invocada como «Virgen entre las vírgenes», constituye sin duda para todos un altísimo ejemplo de pureza y de entrega total al Señor. Pero, de modo especial, se inspiran en ella las vírgenes cristianas y los que se dedican de modo radical y exclusivo al Señor en las diversas formas de vida consagrada.

Así, después de desempeñar un papel importante en la obra de la salvación, la virginidad de María sigue influyendo benéficamente en la vida de la Iglesia.

3. No conviene olvidar que el primer ejemplar, y el más excelso, de toda vida casta es ciertamente Cristo. Sin embargo, María constituye el modelo especial de la castidad vivida por amor a Jesús Señor.

Ella estimula a todos los cristianos a vivir con especial esmero la castidad según su propio estado, y a encomendarse al Señor en las diferentes circunstancias de la vida. María, que es por excelencia santuario del Espíritu Santo, ayuda a los creyentes a redescubrir su propio cuerpo como templo de Dios (cf. 1 Co 6,19) y a respetar su nobleza y santidad.

A la Virgen dirigen su mirada los jóvenes que buscan un amor auténtico e invocan su ayuda materna para perseverar en la pureza.

María recuerda a los esposos los valores fundamentales del matrimonio, ayudándoles a superar la tentación del desaliento y a dominar las pasiones que pretenden subyugar su corazón. Su entrega total a Dios constituye para ellos un fuerte estímulo a vivir en fidelidad recíproca, para no ceder nunca ante las dificultades que ponen en peligro la comunión conyugal.

4. El Concilio exhorta a los fieles a contemplar a María, para que imiten su fe «virginalmente íntegra», su esperanza y su caridad.

Conservar la integridad de la fe representa una tarea ardua para la Iglesia, llamada a una vigilancia constante, incluso a costa de sacrificios y luchas. En efecto, la fe de la Iglesia no sólo se ve amenazada por los que rechazan el mensaje del Evangelio, sino sobre todo por los que, acogiendo sólo una parte de la verdad revelada, se niegan a compartir plenamente todo el patrimonio de fe de la Esposa de Cristo.

Por desgracia, esa tentación, que se encuentra ya desde los orígenes de la Iglesia, sigue presente en su vida, y la impulsa a aceptar sólo en parte la Revelación o a dar a la palabra de Dios una interpretación restringida y personal, de acuerdo con la mentalidad dominante y los deseos individuales. María, que aceptó plenamente la palabra del Señor, constituye para la Iglesia un modelo insuperable de fe «virginalmente íntegra», que acoge con docilidad y perseverancia toda la verdad revelada. Y, con su constante intercesión, obtiene a la Iglesia la luz de la esperanza y el fuego de la caridad, virtudes de las que ella, en su vida terrena, fue para todos ejemplo inigualable.

[L’Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, del 22-VIII-97]

Eucaristía, fruto y expresión de la amistad divina en esta vida

“A vosotros os llamo amigos…”

 

P. Jason Jorquera M.

Amor en general

Es bastante conocida la obra literaria de Saint Exupéry titulada “El principito”, en donde el autor narra un inolvidable encuentro con este pequeño hombrecito que busca amigos. Me gustaría citar el libro hacia el final (pero no es el final, por si alguno todavía no lo ha leído), porque resalta de una manera muy clara y a la vez profunda el valor de la verdadera amistad. Comienza así el principito este breve dialogo:

-Mirarás por la noche las estrellas. No sabrás exactamente cuál es la mía pues mi casa es demasiado pequeña. Pero será mejor así. Para ti mi estrella será alguna de todas ellas; te agradará mirarlas y todas serán tus amigas. Luego te haré un regalo…

Rió nuevamente.

-Ah! cómo me gusta oír tu risa!

-Precisamente, será mi regalo… será como el agua…

-No comprendo.

-Las estrellas no significan lo mismo para todas las personas. Para algunos viajantes son guías. Para otros no son más que lucecitas. Para los sabios son problemas. Para mi hombre de negocios eran oro. Ninguna de esas estrellas habla. En cambio tú…, tendrás estrellas como ninguno ha tenido.

-Qué intentas decirme?

-Por las noches tú elevarás la mirada hacia el cielo. Como yo habitaré y reiré en una de ellas, será para ti como si rieran todas las estrellas. Tú poseerás estrellas que saben reír.

Volvió a reír.

-Cuando hayas encontrado consuelo (siempre se encuentra), te alegrarás por haberme conocido. Siempre seremos amigos.

 

La amistad es una de las especies del amor, es decir, que los amigos realmente se aman y buscan acrecentar ese mutuo afecto, estima y deseo del bien del otro; eso es la amistad.

Antes de seguir adelante, mencionemos brevemente el proceso del amor en general, para comprender mejor la particularidad del amor de Cristo.

 Cuando los hombres descubrimos algo de bondad en los demás, ello capta nuestra atención. Luego de detenernos algún tiempo y “comprender” la bondad de aquello que llamó nuestra atención, surge lo que llamamos “atracción” hacia el objeto que contemplamos. Y si el objeto que posee la bondad que nos atrae es capaz de ser alcanzado, brota entonces la esperanza y junto con ella nuestra actitud de ir por él. Finalmente, cuando entre nosotros y el objeto, bajo razón de bien (aun cuando en esto pueda haber error, como el que considera bueno algo que está mal y comete un pecado), se produce verdadera correspondencia entonces surge el amor; y el fruto del amor, es la unión. Es por eso que dos personas que se aman, ya sean hermanos, amigos, esposos, padres e hijos, etc., necesariamente tienden a buscar la unión de corazones; y en la medida que ese amor se vaya acrecentando y se vaya haciendo más puro, el que ama irá haciendo lo posible por entregarse más profundamente a la persona que ama. Y así, pues, podemos decir del amor verdadero que:

–  Se corresponde: por ejemplo, los amigos que se buscan constantemente.

–  Se manifiesta: como los esposos cada vez que se dicen que se quieren.

–  y busca cada vez más la unión de los que se aman.

El amor de Cristo

Habiendo considerado todo esto vemos claramente que el amor de amistad, al igual todas las especies del amor, es capaz de generar lazos tan fuertes entre aquellos que se aman, que se dice que se van volviendo “como una sola alma”, en cuanto que aman lo mismo, es decir, la bondad que descubren en el otro, como por ejemplo David y Jonatán en el Antiguo Testamento: “Saúl ya no dejó que David volviera a su casa, sino que lo mantuvo cerca de él, de modo que Jonatán se hizo muy amigo de David. Tanto lo quería Jonatán que, desde ese mismo día, le juró que serían amigos para siempre, pues lo amaba como a sí mismo” (1 Sam 18, 1-3); “Y Jonatán dijo a David: Lo que deseare tu alma, haré por ti.” (1 Sam 20,4)

La amistad perfecta, verdadera y agradable a los ojos de Dios, es la amistad que se funda en la virtud; por lo tanto:

– no es amistad verdadera la que se funda en el interés,

– no es amistad verdadera la que se funda en el placer,

– y no es amistad verdadera la que se fundamenta en el pecado;

sino la que sinceramente se asienta sobre la base de la virtud, y a partir de ella genera sus lazos. Pero para formase estos lazos se necesita además tiempo y hábito… El deseo de ser amigo puede ser rápido, pero la amistad no lo es.  En consecuencia: la amistad con Jesucristo se va a dar esencialmente a partir de nuestro contacto con Él en la oración; en nuestros ratos a solas con Él y en las obras de caridad que hagamos con los demás por amor a Él.

Por parte de Jesucristo, digamos una vez más, que de alguna manera como que rompe todos estos esquemas, pero porque en realidad los trasciende, está por sobre ellos, ya que Él siendo Dios se dignó amar a los hombres por su solo amor: de modo gratuito, y tomando Él mismo la iniciativa contra todo lo que la humana sabiduría nos podría sugerir, ya que:

– No hay proporción entre ambas partes: Dios es perfecto y el hombre pecador.

– El hombre se había enemistado con Dios por el pecado y lo abandonó… pero Dios no abandonó al hombre y, además, le envió a su propio Hijo.

– El hombre había rechazado la gracia divina: pero Dios se la volvió a ofrecer.

– Correspondía el justo castigo por la rebelión: pero Dios prefirió ofrecernos su misericordia.

Y nos podemos preguntar: ¿cómo es posible que Dios nos ofrezca incansablemente sus dones?, y la respuesta es muy sencilla; Él mismo nos la dejó escrita en una carta que se llama Sª Eª, donde claramente nos dice que “Él  nos amó primero[1]…, porque Dios siempre se nos adelanta; y para que no hubiera lugar a dudas, su propio Hijo decidió hacerse fruto y sacramento de este amor por los hombres “hasta el fin de los tiempos”[2], quedándose presente en la sagrada Eucaristía, con su cuerpo y con su sangre; expresión también de su predilección por los pecadores que ha venido a rescatar y alegría de la humanidad redimida capaz ahora de hacerse poseedora de Dios y de la eternidad: «Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá eternamente, y el pan que yo daré es mi carne para la Vida del mundo[3] Son palabras de Dios hecho hombre, y en favor de los hombres.

Cuando el amor es verdadero, implica el deseo y además la necesidad de darse, y “el que se da, crece” (San Alberto Hurtado). Jesucristo, el Hijo del Dios-Amor, no quiso eximirse de este aspecto y decidió darse a sí mismo a los hombres hecho sacramento. Cierto que nos dio su vida, pero como es Dios bondadoso no se conformó con darnos mucho, y entonces decidió darnos todo. Y Él mismo, para poder dársenos todo y a todos, decidió hacerse sacramento para unir más perfectamente a los hombres con Dios: «El que come mi carne y bebe mi sangre tiene Vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día.
Porque mi carne es la verdadera comida y mi sangre, la verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él
[4]

El mayor fruto de este amor de amistad íntima que nos ofrece Dios en el sacramento del cuerpo y sangre de su Hijo, es la unión. Y este es “el colmo del amor de Dios”, que colma y sobrepasa nuestra medida, y por eso nosotros tenemos un gran consuelo: que a Dios siempre se lo puede amar más y que Él siempre va a corresponder a ese amor con fidelidad.

“Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos.
Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando.
Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor: a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer.” (Jn 15, 13-16)

 

[1] 1Jn 4,19

[2] Cfr Mt 28,20

[3] Jn 6,51

[4] Jn 6, 55-56

Domingo de Pentecostés en Belén

Celebración en Belén

Queridos amigos:

Por gracia de Dios, hemos podido participar este año de la solemnidad de Pentecostés en Belén, junto con nuestra familia religiosa y voluntarios. Y, providencialmente, como queriendo tomar parte de aquella “variedad en la unidad” que se palpa claramente en Pentecostés, para la ocasión celebramos la santa Misa entre cristianos representantes de Belén mismo, Argentina, Chile, España e Italia; de hecho, la predicación fue en árabe e italiano; todo lo cual no es poco significativo, ya que el Espíritu Santo ha venido a ser el alma de la Iglesia, extendida ahora por todo el mundo y sus diversas culturas, pero bajo la sublime unidad de una misma fe.

La santa Misa fue presidida por el P. Pablo De Santo, quien predicó acerca de cómo el Espíritu Santo santifica a la Iglesia -y en ella a nosotros- con sus dones, para emprender valientemente la misión de ser evangelizadores de Jesucristo. De hecho, luego del envío del Espíritu Santo, el Nuevo Testamento nos narra claramente que, gracias a Él, los discípulos que anteriormente estaban escondidos por temor, salen a predicar llenos del Espíritu divino, sin importar ya ningún sufrimiento con tal de defender y difundir nuestra fe, dándolos así preclaro ejemplo de cómo debemos obrar también nosotros.

Los cantos estuvieron a cargo de los voluntarios italianos y las hermanas, y la liturgia se llevó a cabo en la capilla del Hogar Niño Dios.

Posteriormente pudimos compartir un almuerzo festivo todos juntos, como corresponde a tan importante solemnidad, para, finalmente, regresar al monasterio luego de dicha celebración.

Como siempre, damos gracias a Dios por sus innumerables beneficios, especialmente por darse Él mismo como alma de la Iglesia y guía de los corazones. Nos encomendamos a sus oraciones, y pedimos especialmente por todos los cristianos del mundo, especialmente los que más sufren por dar valiente testimonio de nuestra fe, para que jamás pierdan la confianza en Aquel que sabrá bien recompensar sus sacrificios, y que de nosotros también permanezcamos fieles a Jesucristo hasta las últimas consecuencias.

Con nuestra bendición, en Cristo y María:

Monjes del Monasterio de la Sagrada Familia.

“Consumada la obra que el Padre encomendó realizar al Hijo sobre la tierra (cf. Jn 17,4), fue enviado el Espíritu Santo el día de Pentecostés a fin de santificar indefinidamente la Iglesia y para que de este modo los fieles tengan acceso al Padre por medio de Cristo en un mismo Espíritu (cf. Ef 2,18). Él es el Espíritu de vida o la fuente de agua que salta hasta la vida eterna (cf. Jn 4,14; 7,38-39), por quien el Padre vivifica a los hombres, muertos por el pecado, hasta que resucite sus cuerpos mortales en Cristo (cf. Rm 8,10-11). El Espíritu habita en la Iglesia y en el corazón de los fieles como en un templo (cf. 1 Co 3,16; 6,19), y en ellos ora y da testimonio de su adopción como hijos (cf. Ga 4,6; Rm 8,15-16 y 26).”

Lumen Gentium 4.

Con los voluntarios “representantes” de Argentina, Chile, Italia y España.

Monjes contemplativos del Instituto del Verbo Encarnado