Solemnidad de San Joaquín y santa 2018 en Séforis

Desde la casa de santa Ana

 

Queridos amigos:

Bien sabemos nosotros los creyentes que la Divina Providencia no descansa. Dios siempre está trabajando y derramando sus bendiciones sobre nosotros, aun cuando a veces no le prestemos mucha atención a todas sus gracias, o al menos no de inmediato, sin embargo, en todo momento Él se está preocupando por nosotros y ofreciéndonos sus abundantes beneficios.

Pero también es cierto que son muchas las gracias que se nos manifiestan de manera notable y que vale la pena compartir. Pues bien, de estas gracias -como siempre- no estuvimos exentos este año, y es así que los queremos hacer partícipes de nuestra alegría por los beneficios recibidos para la celebración de este año.

Preparativos

Todos los años, para la celebración, ponemos un pequeño techo al lado izquierdo de la basílica, donde desgraciadamente no entran todas las personas que asisten, obligando a los demás a buscar la sombra para participar mejor de la santa Misa. Este año, por primera vez, pudimos cubrir prácticamente toda la ruina con grandes “media sombras”, haciendo así no sólo que el lugar quedase más fresco, sino que además el altar para la santa Misa quedó al centro de todo, con los restos de la casa de santa Ana atrás y todos los feligreses sentados. Pero antes de esto recordemos todo el trabajo de limpieza y orden del lugar, para el cual la Divina Providencia nos envió con gran generosidad las manos que nos hacían falta, en atención al día de sus abuelos terrenos, por lo cual queremos resaltar de manera especial las manos de cinco jóvenes voluntarios españoles, quienes durante su peregrinación, al enterarse de la fiesta y de que éramos sólo dos monjes ofrecieron en seguida su ayuda, gracias a la cual se pudo techar, limpiar y ordenar de manera notable. Después vinieron también nuestras hermanas a cooperar con la preparación, con lo cual terminamos de formar el “equipo de trabajo” de este año, importantísimo para nosotros también por algunas innovaciones, como el ya mencionado techo, una sencilla reja para resaltar más aún los restos de los que fue (según nos enseña la tradición y antigua peregrinación a este santo lugar), la casa de santa Ana, y la petición de una veneración especial de la gran roca que nos ha quedado como gran reliquia, más sillas para que todos pudieran participar cómodamente, etc.

“El gran día”

 Ya dijimos que por vez primera todo pudo estar techado, y cómo llegaron providencialmente más manos voluntarias; pues bien, la ayuda continuo cuando llegaron nuestras religiosas a ayudarnos con la liturgia y últimos detalles del lugar. Ya para la ceremonia tuvimos el altar al centro, 14 sacerdotes concelebrantes venidos de distintas parroquias de Nazaret junto con los frailes de la Custodia de Tierra Santa y hasta un matrimonio cristiano que amablemente se ofreció a dirigir los cantos trayendo ellos mismos el órgano, parlantes y micrófonos. Las “Hijas de santa Ana” (religiosas italianas vecinas, a quienes celebramos la santa Misa) nos prestaron la imagen de santa Ana junto con una reliquia; luego pusimos el cuadro de santa Ana con la Virgen niña que está en nuestra capilla y gracias a Dios la Ruina de la Basílica se vio notablemente embellecida, dejando también muy contentos a los feligreses que participaron de la celebración.

“Un regalo especial”

Como les contamos en la crónica anterior, habíamos hecho una petición especial de veneración de la roca al centro de la basílica, la gran reliquia de la casa de santa Ana, la cual fue solemnemente aprobada por los padres franciscanos y llevada a cabo antes de la bendición final: se rezó una oración especial, luego pasamos a la roca donde se leyó el Evangelio para luego incensar la roca y bendecirla con cantos. Finalmente se dio la bendición a todos los feligreses y después de la santa Misa pudimos participar de un sencillo festejo con nuestra familia religiosa presente en la solemnidad.

Damos gracias a Dios por todos sus beneficios, por las manos que nos envió y por las muchas oraciones de ustedes por esta celebración que Él atendió paternalmente y de manera tan notable.

Nos encomendamos como siempre a sus oraciones y comprometemos las nuestras por sus intenciones.

Con nuestra bendición, en Cristo y María:

Monjes del Monasterio de la Sagrada Familia,

Séforis, Tierra Santa.

P. Jason Jorquera M.

P. Néstor Andrada

Adorar a Dios en espíritu y en verdad

Los verdaderos adoradores

“Pero llega la hora (ya estamos en ella)

en que los verdaderos adoradores

adorarán al Padre

en espíritu y en verdad”

 

P. Jason Jorquera M.

El afamado escritor Chesterton, convertido al catolicismo, escribía las siguientes palabras en su libro titulado “El hombre eterno: “La naturaleza no se llama Isis ni busca a Osiris; pero reclama desesperadamente lo sobrenatural;… Abatiéndose se eleva; con las manos juntas es libre; prosternado es grande. Liberadlo de su culto y lo encadenaréis; prohibidle arrodillarse y lo rebajaréis. El hombre que no puede rezar lleva una mordaza… El individuo que ejecuta los gestos de la adoración y del sacrificio, que derrama la libación o levanta la espada, no ignora que ejecuta un acto viril y magnánimo y vive uno de los momentos para los cuales ha nacido[1]

Sabemos que el hombre es la creatura más noble del universo creado, “la única criatura en la tierra a la que Dios ha amado por sí misma[2]; las demás criaturas han sido creadas para el hombre, para que le ayuden a alcanzar su fin, pero el hombre es el único llamado a participar, por el conocimiento y el amor, en la vida íntima de Dios.

 “¿Qué cosa, o quién -pregunta Santa Catalina-, fue el motivo de que establecieras al hombre en semejante dignidad? Ciertamente, nada que no fuera el amor inextinguible con el que contemplaste a tu criatura en ti mismo y te dejaste cautivar de amor por ella. Por amor lo creaste, por amor le diste un ser capaz de gustar tu Bien eterno[3]; y más en concreto podemos decir junto con san Ignacio, que El hombre es creado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor y, mediante esto, salvar su ánima[4]; es decir, que el hombre a diferencia de los seres irracionales, y a semejanza de los ángeles, posee una capacidad especial que surge de su misma naturaleza, y específicamente de su alma (inteligencia y voluntad) y esta es la capacidad de rendirle a Dios un culto exclusivo que se llama adoración. El hombre es capaz de darle a Dios el culto que se merece. El hombre es capaz de Dios y lo debe adorar.

Si prestamos atención a la historia del pueblo elegido, cuando Dios quiso sacarlos de Egipto y dispuso todo para hacerlo, debemos notar cuáles fueron las intenciones del mismo Dios para con ellos. Generalmente nos quedamos con la idea de la tierra prometida, de la liberación y conquista de un lugar terreno. Sin embargo, si nos adentramos en los textos de la escritura podemos notar que Dios le dice a Moisés que debe guiar a su pueblo y sacarlo de Egipto  para que vaya al desierto a rendirle culto, es decir, para que lo puedan adorar: “Yo estaré contigo y ésta será la señal de que yo te envío: Cuando hayas sacado al pueblo de Egipto daréis culto a Dios en este monte.”  Es decir que el pueblo elegido debe ser liberado y debe heredar una tierra, pero la finalidad de esta liberación, que con Jesucristo se manifestará ya más claramente como la liberación del pecado, es la de rendir culto al Dios viviente, o sea, la de adorarlo; porque sólo a Dios se adora.

La adoración se define como el acto de reverenciar con sumo honor y respeto a Dios por ser divino y honrarlo con el culto religioso que le es debido. Distinto de la veneración que es respetar en sumo grado a alguien por su santidad, dignidad o grandes virtudes, o a algo por lo que representa o recuerda. De aquí deducimos dos cosas:

1º que a los protestantes que dicen que adoramos imágenes los podemos refutar diciéndoles que simplemente busquen en un diccionario lo que es adorar y lo que es venerar.

2º la confirmación de que sólo a Dios se lo debe adorar

Toda la historia del pueblo elegido, tanto en el antiguo como en el nuevo Testamento, gira en torno al culto de adoración que se le debe brindar al Dios verdadero.

Cuando la samaritana reconoce a Jesús como profeta[5], lo primero que hace es hablarle acerca del lugar de adoración. Recordemos que los judíos con los samaritanos no tenían trato, al punto de que un samaritano no podía beber agua en un vaso de un judío y viceversa, por eso se sorprende tanto la samaritana de que Jesús le hable y encima le pida de beber; y como sabemos, la salvación obrada por Jesucristo es universal, se ofrece a todos y por lo tanto no se queda en resentimientos absurdos.

Pero volvamos al  mensaje: el hombre debe rendir adoración al Dios verdadero y Jesucristo en el centro del diálogo con la samaritana podríamos decir que rompe toda restricción y así extiende el culto a Dios a todos los hombres de buena voluntad, porque a todos quiere hacer parte de su iglesia: Pero llega la hora (ya estamos en ella) en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque así quiere el Padre que sean los que le adoren. Dios es espíritu, y los que adoran, deben adorar en espíritu y verdad.

 Y aquí llegamos al centro del mensaje de Jesucristo, en el que se nos habla de los verdaderos adoradores, para distinguirlos de los falsos, como los fariseos. Comentando este versículo dice el cardenal Gomá que estas palabras de Jesús son la condenación de la manera de practicar la religión y el culto que tienen muchos cristianos, es decir, que Jesús nos advierte. Por lo tanto debemos evitar dos errores:

1º)   El error de los fariseos: que creían que por cumplir una serie de ritos externos ya estaban salvados. Este es el error de los cristianos que piensan que porque no matan ni roban y van a misa y se confiesan una vez al año ya tienen el cielo comprado. Podríamos decir que son los que practican su fe, pero no viven la fe. Estos son los que se olvidan que cuando uno está afuera de la iglesia sigue siendo católico, en la casa, en el trabajo, en la calle, etc. éstos son los católicos que dejan mal a la iglesia.

Tal vez muchos de nosotros hayamos escuchado alguna vez decir: “este va siempre a misa pero después, es peleador, habla mal de los demás, es rencoroso”, etc.; eso no justifica ciertamente a alguien para que se aleje de la iglesia, pero lo toman muchos de fe débil o mediocre como excusa para alejarse. En definitiva este es el error de los que escandalizan con su doble vida: cumpliendo exteriormente con el culto, pero viviendo después sin querer parecerse a Cristo en su corazón, evocando la actitud del publicano de la parábola, que se golpeaba el pecho diciendo todo lo que cumplía, pero dice Jesús que éste no bajó a su casa justificado.

) El error de los que se llenan de devociones pensando que mientras más oraciones y devociones tenga más se me asegura el cielo: no estamos diciendo que eso esté mal, ¡de ninguna manera!, de hecho hay devociones que nos las reveló el mismo Dios o la Virgen como el Sagrado Corazón, el Inmaculado Corazón, el escapulario, el rezo del santo Rosario, etc., sino que aquí estamos hablando de los que ponen su fe en esas devociones y no en Dios. En otras palabras, los que las ven como un fin y no como un medio para unirse más a Dios. Hay que ser devoto, hay que aprovechar la ayuda inmensa que nos brinda la devoción a algún santo, algunas oraciones, pero siempre pidiendo la gracia de que nos ayuden a crecer en las virtudes y siempre que nos permitan cumplir bien nuestro deber de estado.

¿Qué significa, entonces, adorar “en Espíritu y en verdad”?

 En la religión católica, la verdadera adoración que Dios nos pide y que Él se merece, es la que supone una vida informada toda en el sentir de Cristo en su Iglesia. Es el cumplimiento de nuestras obligaciones para con Dios, el prójimo y nosotros mismos, lo cual se realiza cuando dejamos que Cristo habite en nosotros y realizamos todos nuestros actos conscientes de que  en todos ellos podemos darle gloria a Dios. El cardenal Gomá, que citábamos arriba, tiene una expresión muy linda, cuando  dice que es una manera de vivir que nos hace difundir a nuestro alrededor el buen olor de Cristo, lo cual se logra cuando aprendemos a adaptar todos nuestros actos a lo que se llama “el sentido de Cristo”; es lo que san Alberto Hurtado se preguntaba antes de cualquier obra: ¿qué haría Cristo en mi lugar?, y ¿cómo lo haría?

Desde que vino Jesucristo a la tierra todos nosotros hemos sido llamados  a adorar a Dios en Espíritu y en verdad, porque todos nosotros somos parte de su Iglesia y por lo tanto a todos nosotros se nos ofrecen constantemente las gracias necesarias para rendir a Dios el culto que se merece.

Para adorar a Dios en Espíritu y en vedad Dios nos ha dejado un culto riquísimo en su iglesia: por ejemplo la administración y recepción de los sacramentos; si uno presta atención a los ritos son un verdadero tesoro espiritual, nos enseñan a rezar, a comprender mejor el plan de salvación, a unirnos más a Dios; miremos las procesiones a la Virgen y a los santos, o la elección del vicario de Cristo, la adoración al Santísimo Sacramento, las noches heroicas, los tiempos litúrgicos, las solemnidades, etc. y principalmente la santa Misa, en que se nos ofrece el mismo Dios a quien debemos adorar; y aquí está lo central que debemos comprender, que todo esto sólo lo aprovechamos cuando se prolonga y se hace carne en nuestras vidas.

Adorar a Dios en espíritu y en verdad significa que nuestra vida sea consecuente con la fe que profesamos, es decir, que seamos consecuentes con Jesucristo y con sus principios.

El verdadero adorador es el que se rige por los principios del Evangelio; quien adora a Dios “en espíritu y en verdad” es el que ha decidido hacerlo todo por desterrar de su vida el pecado mortal; es el que va contra la corriente del espíritu mundano porque posee el espíritu de Dios; es el que se convierte en sal de la tierra y luz del mundo, el que lucha por causa de la justicia, el pacífico, el limpio de corazón, el perseguido por el nombre de Cristo, etc., en definitiva los verdaderos adoradores son aquellas almas que aprovechan los medios que Dios nos ha dejado, que defienden y viven su doctrina y que de esta manera han llegado a abrazar el espíritu de las bienaventuranzas…

Decía san Hilario: Cuando [Jesús] enseñó que Dios-espíritu debe ser adorado en espíritu, manifestó la libertad y la ciencia, como también la infinidad de los que habrían de adorarle, según aquellas palabras del Apóstol: “Donde está el espíritu de Dios, allí está la libertad“; por eso los verdaderos adoradores son, en definitiva, los que le rinden a Dios el culto que se merece libres de las ataduras del pecado.

Que María santísima, la primera en adorar a Dios encarnado en su purísimo vientre, nos conceda la gracia aprender a rendirle culto a Dios con nuestra vida en consonancia con los principios del Evangelio y así le adoremos realmente en espíritu y en verdad.

[1] Chesterton, El hombre eterno, 1548 y 1533.

[2] GS 12; Catecismo de la Iglesia Católica, n. 356.

[3] Santa Catalina de Siena, Dialoghi, 4, 13.

[4] E.E. nº 23, Principio y fundamento

[5] Cf. Jn 4, 5-42

Homilía en ocasión del XV centenario del nacimiento de san Benito

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Plaza de Nursia
Domingo 23 de marzo de 1980

 

Gloria a ti, Cristo, Verbo de Dios.

Gloria a ti cada día en este período bendito que es la Cuaresma. Gloria a ti hoy, día del Señor y V domingo de este período.

Gloria a ti, Verbo de Dios, que te has hecho carne y te has manifestado con tu vida y has realizado en la tierra tu misión con la muerte y la resurrección.

Gloria a ti, Verbo de Dios, que penetras lo íntimo de los corazones humanos y les muestras el camino de la salvación.

Gloria a ti en todo lugar de la tierra.

Gloria a ti en esta península, entre las cumbres de los Alpes y el Mediterráneo. Gloria a ti en todos los lugares de esta bendita región; gloria a ti en cada ciudad y pueblo, donde desde ya casi hace dos mil años te escuchan sus habitantes y caminan a tu luz.

Gloria a ti, Verbo de Dios, Verbo de la Cuaresma, que es el tiempo de nuestra salvación, de la misericordia y de la penitencia.

Gloria a ti por un hijo ilustre de esta tierra.

Gloria a ti, Verbo de Dios, a quien aquí, en esta localidad, llamada Nursia, un hijo de esta tierra —conocido en toda la Iglesia y en el mundo con el nombre de Benito— escuchó por vez primera y acogió como luz de la propia vida, y también de la de sus hermanos y hermanas.

Verbo de Dios que no pasarás jamás. Han transcurrido ya mil quinientos años desde el nacimiento de Benito, tu confesor y monje, fundador de la Orden, Patriarca del Occidente, Patrono de Europa.

Gloria a ti, Verbo de Dios.

2. Permitidme, queridos hermanos y hermanas, que intercale estas expresiones de veneración y agradecimiento en las palabras de la liturgia cuaresmal de hoy. La veneración y el agradecimiento constituyen el motivo de nuestra presencia hoy aquí, de mi peregrinación junto con vosotros al lugar del nacimiento de San Benito, al cumplirse mil quinientos años de la fecha de este nacimiento.

Sabemos que el hombre nace al mundo gracias a sus padres. Confesamos que, habiendo venido al mundo por sus procreadores, que son el padre y la madre, renace a la gracia del bautismo sumergiéndose en la muerte de Cristo crucificado, para recibir la participación en esa vida que Cristo mismo ha revelado con su resurrección. Mediante la gracia recibida en el bautismo, el hombre participa en el nacimiento eterno del Hijo del Padre, puesto que se hace hijo adoptivo de Dios: hijo en el Hijo.

No se puede menos de recordar esta verdad humana y cristiana acerca del nacimiento del hombre, hoy, en Nursia, en el lugar del nacimiento de San Benito. Al mismo tiempo se puede y se debe decir que, juntamente con él, nacía en cierto sentido una época nueva, una nueva Italia, una nueva Europa. El hombre siempre viene al mundo en determinadas condiciones históricas; incluso el Hijo de Dios se hizo Hijo del hombre en cierto período de tiempo, y en él dio comienzo a los tiempos nuevos que han venido después de El. Igualmente, en una determinada época histórica, nació en Nursia Benito que, gracias a la fe en Cristo, obtuvo “la justicia que viene de Dios” (Flp 3, 9), y supo injertar esta justicia en las almas de sus contemporáneos y de la posteridad.

3. El año en que, según la tradición, vino a la luz Benito, el 480, sigue muy de cerca a una fecha fatídica, o mejor, fatal, para Roma: aludo a ese 476 después de Cristo, en el cual, con el envío a Constantinopla de las insignias imperiales, el Imperio Romano de Occidente, después de un largo período de decadencia, tuvo su fin oficial. Se derrumbaba ese año una estructura política, esto es, un sistema que había condicionado, poco a poco, casi por un milenio, el camino y el desarrollo de la civilización humana en el área de todo el litoral del Mediterráneo.

Pensemos: Cristo mismo vino al mundo según las coordenadas —tiempo, lugar, ambiente, condiciones políticas, etc.— creadas por este mismo sistema. Y también la cristiandad, en la historia : gloriosa y doliente de la “Ecclesía prímaeva”, tanto en la época de las persecuciones, como en la sucesiva libertad, se desarrolló en el marco del “ordo Romanus”, más aún, se desarrolló, en cierto sentido, “a pesar” de este “ordo”, en cuanto ella tenía una dinámica propia que le hacía independiente de él y le consentía vivir una vida “paralela” a su desarrollo histórico.

Tampoco el llamado edicto de Constantino, en el 313, hizo depender a la Iglesia del Imperio: si le reconocía la justa libertad “ad extra” después de las sangrientas represiones de la época anterior, no fue él quien le confirió esa igualmente necesaria libertad “ad intra” que, en conformidad con la voluntad de su Fundador, le viene indefectiblemente del impulso de vida que le comunica el Espíritu. Incluso después de este importante acontecimiento, que selló la paz religiosa, el Imperio Romano continuó su proceso de desintegración: mientras en Oriente el sistema imperial se pudo reforzar, también con notables transformaciones, en Occidente se debilitó progresivamente por una serie de causas internas y externas, entre las cuales el choque de las migraciones de los pueblos, y en un determinado momento no tuvo ya la fuerza de sobrevivir.

4. De hecho, cuando aquí en Nursia vino al mundo San Benito, no sólo “el mundo antiguo se encaminaba al fin” (Krasinski, Irydion), sino que en realidad este mundo ya había sido transformado: babían subintrado los “Christiana tempora”. Roma, que en un tiempo había sido el testigo principal de la potencia en la ciudad del más grande esplendor del Imperio, se había convertido en la Roma cristiana. En cierto sentido había sido realmente la ciudad con la que se había identificado el Imperio. La Roma de los Césares ya se había desvanecido. Quedaba la Roma de los Apóstoles. La Roma de Pedro y de Pablo, la Roma de los mártires, cuya memoria todavía estaba relativamente fresca y viva. Y, mediante esta memoria estaba viva la conciencia de la Iglesia y el sentido de la presencia de Cristo, del que tantos hombres y mujeres no habían vacilado en dar su testimonio, mediante el sacrificio de la propia vida.

Así, pues, nace en Nursia Benito y madura en ese clima particular, en el que el fin de la potencia terrena, la mayor de las potencias que se han manifestado en el mundo antiguo, habla al alma con el lenguaje de las realidades últimas, mientras, al mismo tiempo, Cristo y el Evangelio hablan de otra aspiración, de otra dimensión de la vida, de otra justicia, de otro Reino.

Benito de. Nursia crece en este clima. Sabe que la verdad plena sobre el significado de la vida humana lo ha expresado San Pablo, cuando ha escrito en la Carta a los Filipenses: “dando al olvido a lo que ya queda atrás, me lanzo tras lo que tengo delante, mirando hacia la meta, hacia el galardón de la soberana vocación de Dios en Cristo Jesús” (Flp 3, 13-14).

Estas palabras las había escrito el Apóstol de las Gentes, el fariseo convertido, que así daba testimonio de su conversión y de su fe. Estas palabras reveladas contienen también la verdad que retorna a la Iglesia y a la humanidad en las diversas etapas de la historia. En esa etapa, en la que Cristo llamó a Benito de Nursia, estas palabras anunciaban el comienzo de una época que sería precisamente la época de la gran aspiración “hacia lo alto”, en pos de Cristo crucificado y resucitado. Tal como escribe San Pablo: “para conocerle a El y el poder de su resurrección y la participación en sus padecimientos, conformándose a El en su muerte, por si logro alcanzar la resurrección de los muertos” (Flp 3, 10-11).

Así, pues, más allá del horizonte de la muerte que sufrió todo el mundo construido sobre la potencia temporal de Roma y del Imperio, emerge esta nueva aspiración: la aspiración “hacia lo alto”, suscitada por el desafío de la nueva vida, el desafío que Cristo trajo al hombre juntamente con la esperanza de la futura resurrección. El mundo terrestre —el mundo de las potencias y de las derrotas del hombre— se convierte en el mundo visitado por el Hijo de Dios, el mundo sostenido por la cruz en la perspectiva del futuro definitivo del hombre, que es la eternidad: el Reino de Dios.

5. Benito fue para su generación, y aún más para las generaciones sucesivas, el apóstol de ese Reino y de esa aspiración. Y sin embargo, el mensaje que él proclamó mediante toda su Regla de vida, parecía —parece incluso hoy— ordinario, común y como menos “heroico” que el que dejaron los apóstoles y los mártires sobre las ruinas de la Roma antigua.

En realidad es el mismo mensaje de vida eterna, revelado al hombre: en Cristo Jesús, el mismo, aun cuando dicho con el lenguaje de tiempos ya diversos. La Iglesia lee siempre de nuevo el mismo Evangelio —Palabra de Dios que no pasa— en el contexto de la realidad humana que cambia. Y Benito supo ciertamente interpretar con perspicacia los signos de los tiempos de entonces, cuando escribió su Regla en la cual la unión de la oración y del trabajo se convertía en el principio de la aspiración a la eternidad, para aquellos que la habrían de aceptar. “Ora et labora” era para el gran fundador del monaquismo occidental la misma verdad que el Apóstol proclama en la lectura de hoy, cuando afirma que lo ha dejado todo por Cristo:

“Todo lo tengo por pérdida a causa del sublime conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por cuyo amor todo lo sacrifiqué y lo tengo por basura, con tal de ganar a Cristo y ser hallarlo en El” (Flp 3, 8-9).

Benito, al leer los signos de los tiempos, vio que era necesario realizar el programa radical de la santidad evangélica, expresado con las palabras de San Pablo, de una forma ordinaria, en las dimensiones de la vida cotidiana de todos los hombres. Era necesario que lo heroico se hiciese normal, cotidiano, y que lo normal, cotidiano, se hiciese heroico.

De este modo él, padre de los monjes, legislador de la vida monástica en Occidente, vino a ser también indirectamente el precursor de una nueva civilización. Dondequiera que el trabajo humano condicionaba el desarrollo de la cultura, de la economía, de la vida social, allí llegaba el programa benedictino de la evangelización, que unía el trabajo a la oración, y la oración al trabajo.

Hay que admirar la sencillez de este programa y, al mismo tiempo, su universalidad. Se puede decir que este programa ha contribuido a la cristianización de los nuevos pueblos del continente europeo y, a la vez, se ha encontrado también en la base de su historia nacional, de una historia que cuenta con más de un milenio.

De este modo, San Benito se convierte en el Patrono de Europa durante el curso de los siglos: mucho antes de ser proclamado como tal por el Papa Pablo VI.

6. El es Patrono de Europa en esta época nuestra. Lo es no sólo por sus méritos particulares hacía este continente, hacia su historia y su civilización. Lo es, además, por la nueva actualidad de su figura en relación con la Europa contemporánea.

El trabajo se puede separar de la oración y hacer de él la única dimensión de la existencia humana. La época contemporánea lleva consigo esta tendencia. Esta época se diferencia de los tiempos de Benito de Nursia, porque entonces Occidente miraba hacia atrás, inspirándose en la gran tradición de Roma y del mundo antiguo. Hoy Europa tiene a sus espaldas la terrible segunda guerra mundial y los consiguientes cambios importantes en el mapa del globo, que han limitado la dominación de Occidente sobre otros continentes. Europa, en cierto sentido, ha retornado dentro de sus propias fronteras.

Y sin embargo, lo que está a nuestras espaldas no es el objeto principal de la atención y de la inquietud de los hombres y de los pueblos. El objeto no cesa de ser lo que está ante nosotros.

¿Hacia dónde camina toda la humanidad, ligada con los múltiples vínculos de los problemas y de las recíprocas dependencias, que se extienden a todos los pueblos y continentes? ¿Hacia dónde camina nuestro continente y, apoyados en él, todos esos pueblos y tradiciones que deciden de la vida y de la historia de tantos países y de tantas naciones?

¿Hacia dónde camina el hombre?

Las sociedades y los hombres, en el curso de estos quince siglos que nos separan del nacimiento de San Benito de Nursia, han llegado a ser los herederos de una gran civilización, los herederos de sus victorias, pero también de sus derrotas, de sus luces, pero también de sus sombras.

Se tiene la impresión de que prevalece la economía sobre la moral, de que prevalece la temporalidad sobre la espiritualidad.

Por una parte, la orientación casi exclusiva hacia el consumo de los bienes materiales, quita a la vida humana su sentido más profundo. Por otra parte, el trabajo está volviéndose en muchos casos casi una coacción alienante para el hombre, sometido al colectivismo, y se separa, casi a cualquier precio, de la oración, quitando a la vida humana su dimensión ultra-temporal.

Entre las consecuencias negativas de una semejante actitud de cerrarse a los valores transcendentes, hay una de ellas que hoy preocupa de modo especial: consiste en el clima cada vez más difundido de tensión social, que degenera tan frecuentemente en episodios absurdos de feroz violencia terrorista. La opinión pública está profundamente impresionada y turbada por ella. Sólo la conciencia recuperada de la dimensión transcendente del destino humano puede conciliar el compromiso por la justicia y el respeto a la sacralidad de cada una de las vidas humanas inocentes. Por esto la Iglesia italiana se recoge hoy particularmente en apremiante oración.

No se puede vivir para el futuro sin intuir que el sentido de la vida es mayor que la temporalidad, que está sobre ella. Si la sociedad y los hombres de nuestro continente han perdido el interés por este sentido, deben encontrarlo de nuevo. Con esta finalidad, ¿pueden volver quince siglos atrás, al tiempo en que nació San Benito de Nursia?

No, no pueden volver atrás. Deben encontrar de nuevo el sentido de la vida en el contexto de nuestro tiempo. De otro modo no es posible. Ni deben ni pueden volver atrás, a los tiempos de Benito; pero deben volver a encontrar el sentido de la existencia humana según la medida de Benito. Sólo entonces vivirán para el futuro. Y trabajarán para el futuro. Y morirán, en la perspectiva de la eternidad.

Si mi predecesor Pablo VI ha proclamado a San Benito de Nursia el Patrono de Europa, es porque él podrá ayudar en esto a la Iglesia y a las naciones de Europa. Deseo de corazón que esta peregrinación de hoy al lugar de su nacimiento pueda constituir un servicio a esta causa.

La Eucaristía: suprema celebración terrena de la gloria

Catequesis sobre la Eucaristía 


Audiencia General, S.S. Juan Pablo II
27 de septiembre, 2000

1. Según las orientaciones trazadas por la Tertio millennio adveniente, este Año jubilar, celebración solemne de la Encarnación, debe ser un año “intensamente eucarístico” (n. 55). Por este motivo, después de haber fijado la mirada en la gloria de la Trinidad, que resplandece en el camino del hombre, comenzamos una catequesis sobre la grande y, al mismo tiempo, humilde celebración de la gloria divina que es la Eucaristía. Grande porque es la expresión principal de la presencia de Cristo entre nosotros “todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20); humilde, porque está confiada a los signos sencillos y diarios del pan y del vino, comida y bebida habituales de la tierra de Jesús y de muchas otras regiones. En esta cotidianidad de los alimentos, la Eucaristía introduce no sólo la promesa, sino también la “prenda” de la gloria futura: “futurae gloriae nobis pignus datur” (santo Tomás de Aquino, Officium de festo corporis Christi). Para captar la grandeza del misterio eucarístico, queremos considerar hoy el tema de la gloria divina y de la acción de Dios en el mundo, que unas veces se manifiesta en grandes acontecimientos de salvación, y otras se esconde bajo signos humildes que sólo puede percibir la mirada de la fe.

2. En el Antiguo Testamento, el vocablo hebreo kabôd indica la revelación de la gloria divina y la presencia de Dios en la historia y en la creación. La gloria del Señor resplandece en la cima del Sinaí, lugar de revelación de la palabra divina (cf. Ex 24, 16). Está presente en la tienda santa y en la liturgia del pueblo de Dios peregrino en el desierto (cf. Lv 9, 23). Domina en el templo, la morada -como dice el salmista- “donde habita tu gloria” (Sal 26, 8). Envuelve como un manto de luz (cf. Is 60, 1) a todo el pueblo elegido: el mismo san Pablo es consciente de que “los israelitas poseen la adopción filial, la gloria, las alianzas…” (Rm 9, 4).

3. Esta gloria divina, que se manifiesta de modo especial a Israel, está presente en todo el universo, como el profeta Isaías oyó proclamar a los serafines en el momento de su vocación: “Santo, santo, santo es el Señor de los ejércitos. Llena está toda la tierra de su gloria” (Is 6, 3). Más aún, el Señor revela a todos los pueblos su gloria, tal como se lee en el Salterio: “Todos los pueblos contemplan su gloria” (Sal 97, 6). Así pues, la revelación de la luz de la gloria es universal, y por eso toda la humanidad puede descubrir la presencia divina en el cosmos.

Esta revelación se realiza, sobre todo, en Cristo, porque él es “resplandor de la gloria” divina (Hb 1, 3). Lo es también mediante sus obras, como testimonia el evangelista san Juan ante el signo de Caná: “Manifestó su gloria, y creyeron en él sus discípulos” (Jn 2, 11). Él es resplandor de la gloria divina también mediante su palabra, que es palabra divina: “Yo les he dado tu palabra”, dice Jesús al Padre; “Yo les he dado la gloria que tú me diste” (Jn 17, 14. 22). Cristo manifiesta más radicalmente la gloria divina mediante su humanidad, asumida en la encarnación: “El Verbo se hizo carne, y puso su morada entre nosotros, y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad” (Jn 1, 14).

4. La revelación terrena de la gloria divina alcanza su ápice en la Pascua que, sobre todo en los escritos joánicos y paulinos, se describe como una glorificación de Cristo a la diestra del Padre (cf. Jn 12, 23; 13, 31; 17, 1; Flp 2, 6-11; Col 3, 1; 1 Tm 3, 16). Ahora bien, el misterio pascual, expresión de la “perfecta glorificación de Dios” (Sacrosanctum Concilium, 7), se perpetúa en el sacrificio eucarístico, memorial de la muerte y resurrección que Cristo confió a la Iglesia, su esposa amada (cf. ib., 47). Con el mandato: “Haced esto en memoria mía” (Lc 22, 19), Jesús asegura la presencia de la gloria pascual a través de todas las celebraciones eucarísticas que articularán el devenir de la historia humana. “Por medio de la santa Eucaristía, el acontecimiento de la Pascua de Cristo se extiende por toda la Iglesia (…). Mediante la comunión del cuerpo y la sangre de Cristo, los fieles crecen en la misteriosa divinización gracias a la cual el Espíritu Santo los hace habitar en el Hijo como hijos del Padre” (Juan Pablo II y Moran Mar Ignatius Zakka I Iwas, Declaración común, 23 de junio de 1984, n. 6: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 22 de julio de 1984, p. 9).

5. Es indudable que la celebración más elevada de la gloria divina se realiza hoy en la liturgia. “Ya que la muerte de Cristo en la cruz y su resurrección constituyen el centro de la vida diaria de la Iglesia y la prenda de su Pascua eterna, la liturgia tiene como primera función conducirnos constantemente a través del camino pascual inaugurado por Cristo, en el cual se acepta morir para entrar en la vida” (Vicesimus quintus annus, 6). Pero esta tarea se ejerce, ante todo, por medio de la celebración eucarística, que hace presente la Pascua de Cristo y comunica su dinamismo a los fieles. Así, el culto cristiano es la expresión más viva del encuentro entre la gloria divina y la glorificación que sube de los labios y del corazón del hombre. A la “gloria del Señor que cubre la morada” del templo con su presencia luminosa (cf. Ex 40, 34) debe corresponder nuestra “glorificación del Señor con corazón generoso” (Si 35, 7).

6. Como nos recuerda san Pablo, debemos glorificar también a Dios en nuestro cuerpo, es decir, en toda nuestra existencia, porque nuestro cuerpo es templo del Espíritu que habita en nosotros (cf. 1 Co 6, 19. 20). Desde esta perspectiva, se puede hablar también de una celebración cósmica de la gloria divina. El mundo creado, “tan a menudo aún desfigurado por el egoísmo y la avidez”, encierra una “potencialidad eucarística: (…) está destinado a ser asumido en la Eucaristía del Señor, en su Pascua presente en el sacrificio del altar” (Orientale lumen, 11). A la manifestación de la gloria del Señor, que está “por encima de los cielos” (Sal 113, 4) y resplandece sobre el universo, responderá entonces, como contrapunto de armonía, la alabanza coral de la creación, para que Dios “sea glorificado en todo por Jesucristo, a quien corresponden la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén” (1 P 4, 11).

La Eucaristía: banquete de comunión con Dios

Catequesis sobre la Eucaristía

Audiencia General, S.S. Juan Pablo II
18 de octubre, 2000

1. “Nos hemos convertido en Cristo. En efecto, si él es la cabeza y nosotros sus miembros, el hombre total es él y nosotros” (san Agustín, Tractatus in Johannem, 21, 8). Estas atrevidas palabras de san Agustín exaltan la comunión íntima que, en el misterio de la Iglesia, se crea entre Dios y el hombre, una comunión que, en nuestro camino histórico, encuentra su signo más elevado en la Eucaristía. Los imperativos: “Tomad y comed… bebed…” (Mt 26, 26-27) que Jesús dirige a sus discípulos en la sala del piso superior de una casa de Jerusalén, la última tarde de su vida terrena (cf. Mc 14, 15), entrañan un profundo significado. Ya el valor simbólico universal del banquete ofrecido en el pan y en el vino (cf. Is 25, 6), remite a la comunión y a la intimidad. Elementos ulteriores más explícitos exaltan la Eucaristía como banquete de amistad y de alianza con Dios. En efecto, como recuerda el Catecismo de la Iglesia católica, “es, a la vez e inseparablemente, el memorial sacrificial en que se perpetúa el sacrificio de la cruz, y el banquete sagrado de la comunión en el Cuerpo y la Sangre del Señor” (n. 1382).

2. Como en el Antiguo Testamento el santuario móvil del desierto era llamado “tienda del Encuentro”, es decir, del encuentro entre Dios y su pueblo y de los hermanos de fe entre sí, la antigua tradición cristiana ha llamado “sinaxis”, o sea “reunión”, a la celebración eucarística. En ella “se revela la naturaleza profunda de la Iglesia, comunidad de los convocados a la sinaxis para celebrar el don de Aquel que es oferente y ofrenda: estos, al participar en los sagrados misterios, llegan a ser “consanguíneos” de Cristo, anticipando la experiencia de la divinización en el vínculo, ya inseparable, que une en Cristo divinidad y humanidad” (Orientale lumen, 10).
Si queremos profundizar en el sentido genuino de este misterio de comunión entre Dios y los fieles, debemos volver a las palabras de Jesús en la última Cena. Remiten a la categoría bíblica de la “alianza”, evocada precisamente a través de la conexión de la sangre de Cristo con la sangre del sacrificio derramada en el Sinaí: “Esta es mi sangre, la sangre de la alianza” (Mc 14, 24). Moisés había dicho: “Esta es la sangre de la alianza” (Ex 24, 8). La alianza que en el Sinaí unía a Israel con el Señor mediante un vínculo de sangre anunciaba la nueva alianza, de la que deriva, para usar la expresión de los Padres griegos, una especie de consanguinidad entre Cristo y el fiel (cf. san Cirilo de Alejandría, In Johannis Evangelium, XI; san Juan Crisóstomo, In Matthaeum hom., LXXXII, 5).

3. Las teologías de san Juan y de san Pablo son las que más exaltan la comunión del creyente con Cristo en la Eucaristía. En el discurso pronunciado en la sinagoga de Cafarnaúm, Jesús dice explícitamente: “Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre” (Jn 6, 51). Todo el texto de ese discurso está orientado a subrayar la comunión vital que se establece, en la fe, entre Cristo, pan de vida, y aquel que come de él. En particular destaca el verbo griego típico del cuarto evangelio para indicar la intimidad mística entre Cristo y el discípulo, m+nein, “permanecer, morar”: “El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él” (Jn 6, 56; cf. 15, 4-9).

4. La palabra griega de la “comunión”, koinonìa, aparece asimismo en la reflexión de la primera carta a los Corintios, donde san Pablo habla de los banquetes sacrificiales de la idolatría, definiéndolos “mesa de los demonios” (1 Co 10, 21), y expresa un principio que vale para todos los sacrificios: “Los que comen de las víctimas están en comunión con el altar” (1 Co 10, 18). El Apóstol aplica este principio de forma positiva y luminosa con respecto a la Eucaristía: “El cáliz de bendición que bendecimos ¿no es acaso comunión (koinonìa) con la sangre de Cristo? Y el pan que partimos ¿no es comunión (koinonìa) con el cuerpo de Cristo? (…) Todos participamos de un solo pan” (1 Co 10, 16-17). “La participación (…) en la Eucaristía, sacramento de la nueva alianza, es el culmen de la asimilación a Cristo, fuente de “vida eterna”, principio y fuerza del don total de sí mismo” (Veritatis splendor, 21).

5. Por consiguiente, esta comunión con Cristo produce una íntima transformación del fiel. San Cirilo de Alejandría describe de modo eficaz este acontecimiento mostrando su resonancia en la existencia y en la historia: “Cristo nos forma según su imagen de manera que los rasgos de su naturaleza divina resplandezcan en nosotros a través de la santificación, la justicia y la vida buena y según la virtud. La belleza de esta imagen resplandece en nosotros, que estamos en Cristo, cuando con nuestras obras nos mostramos hombres buenos” (Tractatus ad Tiberium diaconum sociosque, II, Responsiones ad Tiberium diaconum sociosque, en In divi Johannis Evangelium, vol. III, Bruselas 1965, p. 590). “Participando en el sacrificio de la cruz, el cristiano comulga con el amor de entrega de Cristo y se capacita y compromete a vivir esta misma caridad en todas sus actitudes y comportamientos de vida. En la existencia moral se revela y se realiza también el servicio real del cristiano” (Veritatis splendor, 107). Ese servicio regio tiene su raíz en el bautismo y su florecimiento en la comunión eucarística. Así pues, el camino de la santidad, del amor y de la verdad es la revelación al mundo de nuestra intimidad divina, realizada en el banquete de la Eucaristía.

Dejemos que nuestro anhelo de la vida divina ofrecida en Cristo se exprese con las emotivas palabras de un gran teólogo de la Iglesia armenia, Gregorio de Narek (siglo X): “Tengo siempre nostalgia del Donante, no de sus dones. No aspiro a la gloria; lo que quiero es abrazar al Glorificado (…). No busco el descanso; lo que pido, suplicante, es ver el rostro de Aquel que da el descanso. Lo que ansío no es el banquete nupcial, sino estar con el Esposo” (Oración XII).

La devoción mariana y el santo Rosario

La señal de los hijos de María santísima

 

P. Jason Jorquera M.

 

 «Al recitar el Rosario pedimos repetidamente a la Virgen que ruegue por nosotros “ahora y en la hora de nuestra muerte”. Al hacer así, tenemos siempre abierta una ventana hacia la eternidad en las ocupaciones y en las preocupaciones de cada día. La característica principal de esta oración es la de ser al mismo tiempo oración y meditación de los principales misterios cristianos. Por esto es por lo que en Fátima la Virgen propone el Rosario como antídoto contra el ateísmo: el hombre de hoy más que nunca necesita meditar y orar sobre las grandes verdades reveladas. Y no debemos tener nunca miedo de ser piadosos, repetitivos y rutinarios en la recitación de las decenas. Si nos viene la duda basta con pensar en la fortuna que tuvo santa Bernardita en las apariciones, pudiendo constatar que también la Virgen repasaba entre los dedos las cuentas del Rosario junto con ella»[1]; y san Juan Pablo II escribía: «… el motivo más importante para volver a proponer con determinación la práctica del Rosario es por ser un medio sumamente válido para favorecer en los fieles la exigencia de contemplación del misterio cristiano…»[2]

Para profundizar más acerca de la importancia del rezo del santo rosario, recomiendo el libro de San Luis María Grignion de Montfort “El secreto admirable del santísimo Rosario”.

Antes de hablar directamente del rezo del santo rosario conviene dar un pantallazo general acerca del culto y devoción a María santísima en la historia de la Iglesia para comprender mejor la importancia que tiene el rezo del santo rosario como medio verdadero y eficaz para unirnos más a Jesucristo por medio de su madre.

La devoción

Santo Tomás de Aquino explica en la suma teológica que “La devoción es un acto de la virtud de la religión, aunque proviene también de la virtud de la caridad, pues, si se intenta con ello la unión en el amor de Dios, es un acto de caridad y si se intenta el culto o servicio de Dios, es acto de religión. Ambas virtudes se influyen mutuamente: la caridad causa la devoción porque el amor nos hace prontos para servir y la devoción aumenta el amor, porque la amistad se conserva y aumenta con los servicios que se prestan.”[3]. Por otra parte, no debemos olvidar nunca que “La devoción, como acto de religión que es, recae propiamente en Dios, no en sus criaturas. La devoción a los santos, incluida la misma Virgen María, no debe terminar en ellos mismos, sino en Dios a través de ellos, de otro modo existiría un gran desorden, porque “la devoción que tenemos a los santos de Dios… no tiene a ellos por fin, sino a Dios, es decir, que veneramos a Dios en los ministros o representantes de Dios” (S.Th. II-II, Q.82, a.2 ad 3).”

Pero debemos decir que la santísima Virgen María ocupa un lugar muy particular en lo que se refiere al culto que debemos tributarle… hacemos aquí algunas aclaraciones que nunca están de más.

A Dios se lo venera con un culto llamado de adoración o latría en virtud de su excelencia infinita y es propio y exclusivo de Dios, por lo que un culto de este tipo tributado a una criatura constituye un pecado grave: la idolatría (Cf. S.Th. II-II, Q.94, a.3).

            A los santos les corresponde el culto de dulía o de simple veneración por lo que tienen de Dios. Nada tiene que ver con la adoración, y es lícito, útil y conveniente invocarlos y reverenciarlos. La doctrina contraria está expresamente condenada por la Iglesia (Cf. Dz 984ss.342.679).

            A la Virgen María, por su singular dignidad de Madre de Dios, se le debe culto llamado de hiperdulía o de veneración muy superior a la de los santos, pero que no es de ningún modo culto de latría. Este culto corresponde exclusivamente a la Virgen porque supera en grado y especie la santidad de los demás santos: todo esto contra los errores de los protestantes, que nos acusan a los católicos de adoración de imágenes, de los santos, de la virgen, etc.; no es lo mismo “venerar” que “adorar”. Así de sencillo.

Necesidad de la devoción mariana

Respecto a la necesidad de la devoción mariana, la mayoría de los autores y teólogos marianos la considera más bien hipotética y no absoluta según la afirmación de San Luis M. Grignion de Montfort, en el Tratado de la verdadera devoción a María, donde dice lo siguiente: “Debemos concluir que, como la Santísima Virgen ha sido necesaria a Dios con una necesidad que llamamos hipotética, en consecuencia de su voluntad, Ella es aún más necesaria a los hombres para llegar a su último fin…, y es una señal infalible de reprobación… el no tener estima y amor a la Santísima Virgen, así como, por el contrario, es un signo infalible de predestinación el entregársele y serle devoto entera y verdaderamente” (VD 39-40).

Pero ahora debemos decir que para quienes buscan seriamente alcanzar la santidad, la devoción a María santísima parece mucho más indispensable puesto que es en ella donde mejor se moldean las almas según la imagen que Dios quiere que alcancen sus hijos adoptivos por la gracia, como enseña el mismo Montfort: “… El gran molde de Dios, hecho por el Espíritu Santo para formar al natural un Dios-hombre por la unión hipostática, y para formar un hombre-Dios por la gracia, es María. Ni un solo rasgo de divinidad falta en ese molde. Cualquiera que se arroje en él y se deje moldear, recibe allí todos los rasgos de Jesucristo, verdadero Dios” (SM 16-17).” Por eso a la espiritualidad mariana algunos la llaman “espiritualidad de molde”, en cuanto a que moldea, forja, da forma al alma devota según Dios lo quiere en la medida  de su generosidad para con Él.

Resumiendo un poco toda la historia del culto a la santísima Virgen y su desarrollo, debemos decir que desde los comienzos de la Iglesia la Madre de Dios ha estado presente con su maternal intercesión:

– Es ella la mujer elegida y preparada desde toda la eternidad para convertirse en la madre del salvador del mundo y madre nuestra también por la gracia.

– Es ella la joven inmaculada que le da su “Sí” al ángel y comienza así la salvación del género humano.

– Está junto al Verbo de Dios encarnado en Nazaret cuidándolo y acompañándolo durante sus años de vida oculta mientras preparaba gran misión apostólica de predicar el evangelio.

– Está presente en las bodas de Caná que parecen adelantar la manifestación de Jesús como el mesías esperado.

– Está presente fielmente al pie de la cruz para recibirnos como hijos suyos.

– Está presente en pentecostés para recibir al Espíritu Santo que desde allí comienza a habitar en los corazones.

– Y está presente para siempre en el cielo intercediendo por nosotros pero a la vez cercana cubriendo a sus hijos con su manto de amor maternal.

La devoción a María santísima y su especial presencia junto a nosotros, parece que se fundieran en una sola cosa cada vez que rezamos el santo rosario.

El Rosario: historia

            El desarrollo del Rosario como plegaria difundida en la Iglesia está comprendido entre los siglos XII al XVI. A partir del siglo VII se recitaba la primera parte del Ave María 150 veces y lo mismo ocurría con el Padrenuestro. Esta recitación de 150 Ave Marías o Padrenuestros, era practicada por los monjes analfabetos en sustitución del salterio davídico. El salterio del Padrenuestro fue subdividido por los monjes y laicos devotos en tres cincuentenas que se rezaban a distintos momentos del día a modo de la Liturgia de las Horas.

           Sabemos que Santo Domingo de Guzmán (1170-1221), y también su discípulo San Pedro de Verona con las confraternidades fundadas, utilizaron y divulgaron abundantemente esta devoción mariana.

            A partir del siglo XVII el Rosario se fue difundiendo cada vez más y su devoción fue indulgenciada, promovida y recomendada por innumerables pontífices hasta el día de hoy: por ejemplo «a Juan XXIII le gustaba decir que su jornada no había terminado si antes no había rezado los 15 misterios del Rosario. Pablo VI hablaba del Rosario como “Compendio de todo el evangelio”. León XIII escribió doce encíclicas sobre el Rosario. Juan pablo II dedicó importantes escritos al Rosario, quiso ampliar este valor de “compendio” añadiendo la carta apostólica Rosarium Virginis Mariae, también los 5 misterios luminosos y afirmó que “nuestro corazón puede encerrar en las decenas del Rosario los hechos que componen la vida del individuo, de la familia, de la nación, de la Iglesia, de la humanidad entera. El Rosario marca el ritmo de la vida humana”»[4].

Excelencia del santo Rosario

El santo Rosario está compuesto principalmente por el rezo del Ave María, y san Luis María dice al respecto: “El Ave María es un dardo penetrante e inflamado que, unido por un predicador a la palabra de Dios que anuncia, le da fuerza para atravesar y convertir los corazones más duros, aun cuando no tenga el orador extraordinario talento natural para la predicación[5].

Es tanta y tan grande la excelencia de esta oración que los santos le tenían una devoción tan grande que no podían vivir sin ella. Podemos leer por ejemplo en las memorias biográficas de san Juan bosco la siguiente anécdota:

«Mientras tanto don Bosco le enseñó la casa, le habló de sus planes para el futuro, y le fue describiendo el horario de las ocupaciones de sus muchachos. El Marqués expresaba su admiración y alababa todo, pero juzgaba tiempo perdido el empleado en las largas oraciones y decía que la antigualla de cincuenta Avemarías ensartadas una tras otra no tenían razón de ser y que don Bosco debía haber abolido tan aburrida rutina.

   -Pues mire, respondió amablemente don Bosco; tengo metida en el alma esa rutina; y puedo decirle que mi institución se apoya en ella: estaría dispuesto a dejar muchas otras cosas muy importantes, antes que ésta; y hasta, si fuera menester, renunciaría a su valiosa amistad, pero no al rezo del santo rosario».[6]

Cada vez que rezamos el Rosario con devoción recibimos muchísimos beneficios y además muchas otras gracias que la Virgen nos regala y que ni siquiera nos enteramos. Además es verdadera fuente de fortaleza en las dificultades, en las pruebas, en los sufrimientos, y, en consecuencia, es de alguna manera escuela, real, escuela de espiritualidad en cuanto que nos ayuda a ir profundizando poco a poco en los misterios que meditamos cada vez que lo rezamos con devoción.

Antes de concluir mencionamos, además, los beneficios del rezo del santo Rosario que menciona san Luis María[7]:

1º nos eleva insensiblemente al perfecto conocimiento de Jesucristo,

2º purifica nuestras almas del pecado,

3º nos permite vencer a nuestros enemigos,

4º nos facilita la práctica de las virtudes

5º nos abrasa en amor de Jesucristo,

6º nos proporciona con qué pagar todas nuestras deudas con Dios y con los hombres; y en fin, nos consigue de Dios toda clase de gracias.

Conclusión

Finalmente citamos un hermoso párrafo de la carta apostólica Rosarium Virginis Mariae de Juan Pablo II que sintetiza perfectamente lo principal que busca el rezo del santo Rosario: la devoción filial a María santísima y, por medio de ella, conducir al alma a la unión con Dios:

(El Rosario) «Es al mismo tiempo el camino de una devoción mariana consciente de la inseparable relación que une a Cristo con su Santa Madre: los misterios de Cristo son también, en cierto sentido, los misterios de su Madre, incluso cuando Ella no está implicada directamente, por el hecho mismo de que Ella vive de Él y por Él. Haciendo nuestras en el Ave Maria las palabras del ángel Gabriel y de santa Isabel, nos sentimos impulsados a buscar siempre de nuevo en María, entre sus brazos y en su corazón, el «fruto bendito de su vientre» (cf. Lc 1, 42)»[8].

[1] P. Gabriel Amorth – Roberto Ítalo Zanini; Más fuertes que el mal, Ed. San Pablo, 3ª edición, 2011. Págs.. 228-229.

[2] Juan Pablo II, Carta apostólica Rosaruim Virginis Mariae, nº 5

[3] Cf. S.Th. II-II, Q.82, a.2

[4] P. Gabriel Amorth – Roberto Ítalo Zanini; Más fuertes que el mal, Ed. San Pablo, 3ª edición, 2011. Págs.. 228.

[5] San Luis María Grignion, El secreto del Rosario, Rosa 17.

[6] Memorias biográficas de san Juan Bosco, tomo III

[7] San Luis María Grignion de Montfort, El secreto admirable del Santísimo Rosario, Ed. Apostolado mariano, pág. 71

[8] Juan Pablo II, carta apostólica Rosarium Virginis Mariae, n. 24

“Somos hijos de la Iglesia”

Sobre la maternidad que la santa Iglesia ejerce sobre nosotros

 

P. Jason Jorquera Meneses

 

“La iglesia es un organismo espiritual concreto que prolonga en el espacio y en el tiempo la oblación del Hijo de Dios, un sacrificio aparentemente insignificante respecto a las dimensiones del mundo y  de la historia, pero decisivo a los ojos de Dios.”  (Benedicto XVI)

Cuando hablamos de “maternidad” o “paternidad” necesariamente tenemos que hablar de “filiación”, es decir, de la relación real, íntima y especialmente unitiva entre los padres y los hijos, la cual como sabemos implica tanto derechos como obligaciones que bien debemos conocer: amor, respeto, responsabilidad, atención, etc. Ahora bien, cuando se trata de la “santa madre Iglesia” (como la llamamos también los católicos), de la cual somos miembros por el bautismo, estos mismos derechos y obligaciones permanecen vigentes en nosotros, lo cual debemos tener muy presente ya que el ignorarlos por razonamientos mundanos, desgraciadamente, hoy en día es un peligro demasiado difundido. Cuántas personas se excusan de ir a la Iglesia por el mal ejemplo de algunos que se dicen creyentes, cuando justamente el mal ejemplo se produce cuando no somos fieles a los principios y enseñanzas de la Iglesia; en otras palabras, que algunos miembros se corrompan no significa que la Iglesia lo haga, ya que la instituyó Jesucristo y se dice que e santa en cuanto lo son sus principios, análogo al auto nuevo que le salpica encima un poco de barro, pues no por eso decimos que deja de funcionar y ya no sirve sino que simplemente hay que quitarle la mancha; y dicho sea de paso, estemos atentos a no formar parte de estos “criticones” sino más bien ser parte de los “reparadores”, de los que al ver que un miembro va mal, antes que detenerse a criticar se ponen a trabajar por hacerlo volver al correcto camino, es decir, al camino de los principios capaces de santificarnos y que nuestro Señor Jesucristo nos dejó en su Iglesia que nos acoge verdaderamente como sus hijos. De ahí que escribiera el santo: “Lo más grande que tiene el mundo es la Santa Iglesia, Católica, Apostólica, Romana, nuestra Madre, como nos gloriamos en llamarla. ¿Qué sería del mundo sin ella? Porque es nuestra Madre, tenemos también frente a ella una responsabilidad filial: ella está a cargo de sus hijos, confiada a su responsabilidad, dependiendo de sus cuidados… Ella será lo que queramos que sea. Planteémonos, pues, el problema de nuestra responsabilidad frente a la Iglesia”. [1]

Antes de considerar esta verdadera maternidad espiritual de la esposa de Cristo, conviene considerar algunas otras denominaciones que le damos, para tratar luego mejor el aspecto que queremos resaltar:

  • Iglesia, Cuerpo místico: porque es realmente un organismo vivo y a la vez trascendente, … a la vez humana y divina, visible y dotada de elementos invisibles, entregada a la acción y dada a la contemplación, presente en el mundo y, sin embargo, peregrina. De modo que en ella lo humano esté ordenado y subordinado a lo divino, lo visible a lo invisible, la acción a la contemplación y lo presente a la ciudad futura que buscamos (Cat 771).

“La iglesia no es una asociación que quiere promover cierta causa. En ella no se trata de una causa. En ella se trata de la persona de Jesucristo, que también como Resucitado sigue siendo “carne”. Tiene carne y huesos (Lc 24,39), como afirma el evangelio de san Lucas, el Resucitado ante los discípulos que creían que era espíritu. Tiene cuerpo.

Está presente personalmente en su iglesia: “Cabeza y cuerpo” forman un único sujeto, dirá san Agustín. ¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo?, escribe san Pablo a los Corintios (1Cor 6,15). Y añade: del mismo modo que, según el libro del génesis, el hombre y la mujer llegan a ser una sola carne, así también Cristo con los suyos se convierte en un solo espíritu, es decir, en un único sujeto en el mundo nuevo de la resurrección” (Benedicto XVI)

Si preguntamos a la propia Iglesia Católica qué pretende ser -escribía el P. Hurtado-, nos responderá: La Iglesia es la realización del Reino de Dios sobre la tierra. “La Iglesia actual, la Iglesia de hoy, es el Reino de Cristo y el Reino de los cielos”, nos dice con emoción San Agustín. El grano de mostaza que crece y se desarrolla; la levadura que penetra y levanta el mundo; la mies que lleva trigo y cizaña (cf. Mt 13,31-43).

Tiene conciencia la Iglesia de ser la manifestación de lo sobrenatural, de lo divino, la manifestación de la santidad. Es ella, bajo la apariencia de las cosas que pasan, la realidad nueva, traída a la tierra por Cristo, lo divino que se muestra bajo una envoltura terrenal.

  • Iglesia, Esposa de Cristo: Para dar a entender esta unión de Cristo con la Iglesia San Pablo nos habla del desposorio. La Iglesia es la Esposa de Cristo por la cual Él se entregó a la muerte (cf. 2Cor 11,2). El Apocalipsis, por el mismo motivo, celebra las bodas del Cordero con la Esposa ataviada (cf. Ap 21,2). De aquí la [teología] mística sacará esta atrevida imagen: Cristo Esposo y la Iglesia su esposa, por unión íntima, dan a luz a los hijos de la vida nueva.
  • La Iglesia, somos también nosotros:
  • La Iglesia es Jesús, pero Jesús no es Jesús completo considerado independientemente de nosotros. Él vino para unirnos a Él, y formar Él y nosotros un solo gran cuerpo, el Cuerpo Místico de que nos habla San Pablo: “Pero la Iglesia somos todos, ¡todos! Desde el primer bautizado, todos somos Iglesia. Y todos tenemos que seguir el camino de Jesús, que se despojó a sí mismo. Se hizo siervo, servidor; quiso humillarse hasta la cruz. Y si nosotros queremos ser cristianos, no hay otro camino”. (Papa Francisco)

 La iglesia es nuestra Madre

 ¿Qué significa que la iglesia sea nuestra madre? Todos los grandes santos han sido unos fervorosos convencidos de que la santa Iglesia católica, apostólica y romana, es nuestra madre.

  • De san Marcelino Champagnat se dice: En la Santa Madre Iglesia, a la que amaba con todo el afecto de su corazón y a la que profesaba la más sincera sumisión
  • San Francisco de Asís escribe: Y sabemos que estamos obligados por encima de todo a observar todas estas cosas según los preceptos del Señor y las constituciones de la santa madre Iglesia.

 San Juan de la Cruz dice: no es mi intención apartarme del sano sentido y doctrina de la santa Madre Iglesia Católica, porque en tal caso totalmente me sujeto y resigno no sólo a su mandato, sino a cualquiera que en mejor razón de ello juzgare.

  • Papa Pío XI: Bien podemos decir que es la voz de nuestra Santa Madre Iglesia la que nos propone solemnemente la infancia evangélica, tal como la entendió, propuso y practicó Santa Teresita.

 

Características de esta maternidad

Que la iglesia sea nuestra madre implica una serie muy amplia de características que hacen referencia directamente a su actitud hacia nosotros en cuanto somos, por el bautismo, verdaderamente sus hijos.

1º) La Iglesia nos acoge: así como el niño al nacer es puesto en brazos de su madre, de la misma manera la Iglesia nos ampara al momento de nacer a la vida espiritual, a la vida de la gracia, en definitiva, a la vida eterna. La Iglesia es aquel regazo que nos recibe con gran gozo de tener un hijo más en su familia,  que no es otra que la de Cristo.

2º) La Iglesia nos conduce al cielo: porque sólo en ella encontramos los medios eficaces para poder alcanzar la eternidad, sólo la iglesia ha recibido del mismo Cristo los sagrados sacramentos que nos confieren la gracia necesaria para ir al cielo. Y esta unión entre la Iglesia y la gracia es tan estrecha que al momento de perder la gracia se pierde automáticamente la comunión con la Iglesia… pero como ella es madre siempre está dispuesta a recibir nuevamente a sus hijos arrepentidos mientras no los alcance antes la muerte. Todos los condenados se separaron en algún momento de la Iglesia… y todos los bienaventurados, que se encuentran en el cielo, alcanzaron el paraíso por haber muerto en comunión con la Iglesia por su vida de gracia.

3º) La Iglesia vela por nosotros: porque sabemos que así como los pecados de todos los miembros, por más ocultos que sean, siempre repercuten en perjuicio de los demás miembros del cuerpo, de la misma manera influyen sobre los demás miembros las oraciones que elevan a Dios desde el seno de la iglesia, así como todos los sufrimientos sobrellevados en manos de Dios y ofrecidos por los demás hermanos de la familia de Cristo. Es lo que se llama la comunión de los santos.

4º) La Iglesia nos enseña la verdad y nos protege así del error y de la condenación: simplemente porque es quien ha recibido, custodiado y transmitido el mensaje de la salvación de manos del mismo Jesucristo.

Consecuencias de nuestra filiación: nuestras obligaciones

Respeto: A ninguna madre, por mala que fuera, le ha de faltar el respeto su hijo. ¡Cuánto más respecto a la Santa Madre Iglesia!, aquella madre que nos ha dado a luz para el cielo.

Fidelidad: es decir, lealtad, ser fiel a sus preceptos, a su doctrina, a sus dogmas, a sus sacramentos, sus consejos; al ejemplo de sus santos, etc. En el mundo actual ésta es una de las tentaciones más grandes para el cristiano, para el católico: traicionar a su madre, ¿cómo? Pactando con el pecado, y no hablamos aquí de alguna caída por debilidad, sino de una vida en comunión con el pecado, con el error, con el espíritu del mundo. Dijo el papa Francisco hace 3 días: “El cristiano no puede convivir con el espíritu del mundo. La mundanidad que nos lleva a la vanidad, a la prepotencia, al orgullo. Eso es un ídolo: no es Dios. Y la idolatría es el pecado más grave”.

Defensa: si un hijo ve que le hacen daño a su madre sale en seguida en su defensa, no importa cómo, pero la defiende a morir; de la misma manera nosotros debemos defender a la Iglesia que es nuestra madre.

Docilidad: sencillamente porque su enseñanza, en lo que respecta a fe y moral, es infalible por promesa directa de Jesucristo, por lo tanto la doctrina de la iglesia es siempre segura, cierta y aceptable. Quien quiera madurar su fe, debe vivir su vida a la luz de las enseñanzas de la Iglesia, la mejor maestra y escuela de los cristianos.

Amor: ¿cómo no amar a esta madre que nos dio el mismo Cristo?, ¿cómo no amarla si nos colma de sus cuidados y beneficios?, ¿cómo no amarla si está llamando constantemente a los hombres a ser sus hijos? El amor es la primera consecuencia en realidad que se sigue del hecho de ser nosotros sus hijos.

 

Conclusión

Jesucristo le dice a Jerusalén: … ¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como la gallina a sus polluelos bajo las alas, y no habéis querido! Esa pareciera ser la súplica de la iglesia hacia todos los bautizados que no han correspondido a su amor… así también podríamos decir, que a sus hijos fieles, a aquellos que la aman con sinceridad y docilidad, oirán su dulce voz al final de sus vidas al cerrar los ojos llamándolos a despertar para siempre, como dice el salmo 100: Entrad por sus puertas dando gracias, por sus atrios cantando alabanzas, dadle gracias, bendecid su nombre.

[1] San Alberto Hurtado: “Responsabilidad frente a la Iglesia”, Charla, posiblemente a jóvenes de la A.C., el año 1944. La búsqueda de Dios, pp. 135-141.

Pesimistas y optimistas

Conferencia a señoras pronunciada en Viña del Mar en 1946.

San Alberto Hurtado S.J.

 

Hecho curioso, paradoja cruel. Nunca como hoy el mundo ha manifestado tantos deseos de gozar, y nunca como hoy se había visto un dolor colectivo mayor. Al hambre natural de gozo, propia de todo hombre, ha venido a sumarse la serie de descubrimientos que ofrecen hacer de esta vida un paraíso: la radio que alegra las horas de soledad; el cine que armoniza fantásticamente la belleza humana, el encanto del paisaje, las dulzuras de la música en argumentos dramáticos, que toman a todo el hombre; el avión que le permite estar en pocas horas en Buenos Aires; en Nueva York, en Londres o en Roma… la cordillera que ve invadida su soledad por miles de turistas que saborean un placer nuevo: el vértigo del peligro; la prensa que penetra por todas las puertas aún las más cerradas por el estímulo de la curiosidad, por la sugestión del gráfico y de la fotografía. Fiestas, Excursiones, Casinos, Regatas, todo para gozar… Y sin embargo, hecho curioso, el mundo está más triste hoy que nunca; ha sido necesario inventar técnicas médicas para curar la tristeza. Frente a esta angustia contemporánea muchas soluciones se piensan a diario:

Algunas soluciones son del tipo de la evasión. En su grado mínimo es huir a pensar; atontarse… Para eso sirve maravillosamente la radio, el auto, el cine, el casino, … Se está, no me atrevería a decir ocupado, pero sí, haciendo algo que nos permita escapar de nosotros mismos, huir de nuestros problemas, no ver las dificultades. Es la eterna política del avestruz. Los turistas que vienen a estas lindas playas ¿qué hacen aquí en el verano sino eso? Playa, baño, baño de sol, aperitivo, almuerzo, juego, terraza, cine, casino, hasta que se cierran los ojos para seguir así, no digo gozando, sino “atontándose”. Esta política de la evasión lleva a algunos más lejos, a la morfina, al “opio” que se está introduciendo, al trago, demasiado introducido, e incluso al suicidio… Nunca me olvidaré de uno que me tocó presenciar en Valparaíso.

Otros, más pensadores, no siguen el camino de la “evasión”, sino que afrontan el problema filosóficamente y llegan a doctrinas que son la sistematización del pesimismo.

Para ambos grupos el fondo, confesado o no, es que la vida es triste, un gran dolor, y termina con un gran fracaso: la muerte. Y sin embargo, la vida no es triste sino alegre, el mundo no es un desierto, sino un jardín; nacemos, no para sufrir, sino para gozar; el fin de esta vida no es morir sino vivir. ¿Cuál es la filosofía que nos enseña esta doctrina? ¡¡El Cristianismo!!

Hay dos maneras de considerarse en la vida: Producto de la materia, evolución de la materia, hijo del mono, nieto del árbol, biznieto de la piedra, o bien Hijo de Dios. Es decir, producto de la generación espontánea, de lo inorgánico, o bien término del Amor de un Dios todo poder y toda bondad.

Claro está que para quien se considera hijo de la materia, y pura materia, el panorama no puede ser muy consolador. La materia no tiene entrañas, carece de corazón, ni siquiera tiene oídos para escuchar los ruegos, ni ojos para ver el llanto.

Pero para quien sabe que su vida no viene de la nada, sino de Dios, el cambio es total. Yo soy la obra de las manos de Dios. Él es el responsable de mi vida. Y yo sé que Dios es Belleza, toda la belleza del universo arranca de Él, como de su fuente. Las flores, los campos, los cielos, son bellos, porque como decía San Juan de la Cruz pasó por estos sotos, sus gracias derramando, y vestidos los dejó de su hermosura.

El cristiano no pasa por el mundo con los ojos cerrados, sino con los ojos muy abiertos, y en la naturaleza, en la música, y en el arte todo… goza, se deleita, ensancha su espíritu porque sabe que todo eso es una huella de Dios, que todo eso es bello, que esas flores no se marchitan… porque su belleza más completa y cabal la va a encontrar en el mismo Dios.

“Dios es amor”, dice San Juan al definirlo, y nosotros nos hemos confiado al amor de Dios (1Jn 4,8.16). Todo lo que el amor tiene de bello, de tierno: entre padre e hijo, esposo y esposa, amigo y amiga, todo eso lo encontraremos en Él, pues es amigo, esposo, más aún, Padre. Estamos tan acostumbrados a esta revelación de la paternidad divina que no nos extraña. Dios, Señor, sí, pero ¿Padre? ¿Padre de verdad? Y de verdad, tan verdad es padre: “Para que nos llamemos y seamos hijos de Dios” (1Jn 3,1). Cuando oréis… ¡Mi Padre y Padre vuestro! Padre que provee el vestido, el alimento, Padre que nos recibe con sus brazos abiertos cuando hemos fallado a nuestra naturaleza de hijos y pecamos. Si tomamos esta idea profundamente en serio, ¿cómo no ser optimistas en la vida?

Ni la muerte misma enturbia la alegría profunda del cristiano. Los antiguos, ¡cómo la temían! ¡La gran derrota! En cambio, para el cristiano no es la derrota, sino la victoria: el momento de ver a Dios. Esta vida se nos ha dado para buscar a Dios, la muerte para hallarlo, la eternidad para poseerlo. Llega el momento en que, después del camino, se llega al término. El hijo encuentra a su Padre y se echa en sus brazos, brazos que son de amor, y por eso, para nunca cerrarlos, los dejó clavados en su cruz; entra en su costado que, para significar su amor, quedó abierto por la lanza manando de él sangre que redime y agua que purifica (Jn 19, 34).

Si el viaje nos parece pesado, pensemos en el término que está quizás muy cerca. En nuestro viaje de Santiago a Viña, estamos quizás llegando a Quilpué… Y al pensar que el tiempo que queda es corto, apresuremos el paso, hagamos el bien con mayor brío, hagamos partícipes de nuestra alegría a nuestros hermanos, porque el término está cerca. Se acabará la ocasión de sufrir por Cristo, aprovechemos las últimas gotas de amargura y tomémoslas con amor.

Y así, contentos, siempre contentos. La Iglesia y los hogares cristianos, deben ser centros de alegría. Los cristianos siempre alegres, que el santo triste es un triste santo. Jaculatorias que broten del fondo del alma, contento, Señor, contento. Y para estarlo, decirle a Dios siempre: “Sí, Padre”.

El que hace la voluntad de Dios ama a Dios, y aquél que ama a Dios pondrá en Él su morada, y brotará en el fondo de su alma una fuente de aguas vivas, de paz y de gozo, que brotan hasta la vida eterna.

Cristo es la fuente de nuestra alegría. En la medida que vivamos en Él viviremos felices.

 

¡Celebrando a nuestra Patrona!

Nuestra Señora de Luján, festejos en Belén

 

Queridos amigos:
“Toda madre tiene una misión específica, que le corresponde por título: velar por sus hijos; pero en la Virgen de Luján, en cuanto nuestra patrona, esta misión se ensancha y se extiende de una manera completamente diferente, especial, magnánima, “irrefrenable” -podríamos decir-; ya que por medio de la misión su maternidad no se detiene, al ir abarcando junto con su Hijo a todas las almas que Él va conquistando, porque donde está Jesús está María, y donde están los misioneros de Jesucristo está la Reina de las misiones acompañando, confortando, sosteniendo e intercediendo por nosotros, “sus primeros misionados”; y esta consideración nos recuerda que así como la Virgen nos asumió con las responsabilidades propias de su patrocinio, así también nosotros tenemos deberes de amor filial con nuestra madre y patrona…” (Extracto de la Homilía predicada en el Hogar Niño Dios, Belén).

Por gracia de Dios hemos podido festejar, el pasado 8 de mayo, a nuestra Señora de Luján como corresponde: en familia, y en un lugar tan significativo como lo es Belén, donde por divina disposición el Hijo de Dios fue recibido en este mundo por las purísimas manos de la Virgen. Para celebrar nos reunimos todos en el Hogar Niño Dios, donde rezamos ya la noche anterior los Maitines, y luego la santa Misa al día siguiente, presidida por el P. Pablo De Santo, rindiendo homenaje a nuestra Patrona y compartiendo a la vez la alegría, en nuestro caso, de haber cumplido 12 años de fundación del Monasterio de la Sagrada Familia, nuestra casa.

Luego de la santa Misa compartimos una cena festiva con nuestros demás religiosos de Tierra Santa, cerrando así la jornada dedicada a nuestra Señora de Luján, patrona de nuestra familia religiosa del Verbo encarnado.

Damos gracias a Dios por todos los beneficios recibidos durante todos estos años, especialmente por medio de las manos de María santísima, y encomendamos a sus oraciones a todos los miembros de nuestra familia religiosa, para que seamos siempre fieles a la “aventura misionera”, según enseñan nuestras constituciones.

Con nuestra bendición, en Cristo y María:
Monjes del Monasterio de la Sagrada Familia.

Alegorías sobre la Virgen

Parrafos selectos de san Antonio de Padua

 

San Antonio de Padua en sus sermones acostumbraba a comparar a la Virgen figuradamente:

Como Ester

“Es también amable la Bienaventurada Virgen, que mereció recibir al Salvador de todos. Esta nuestra gloriosa Ester fue conducida por mano de los ángeles a la cámara del rey Asuero, al celestial lábaro en el que está sentado en solio de estrellas el Rey de los reyes, la Bienaventuranza de los ángeles, Jesucristo, quien quedó prendado de la misma gloriosa Virgen, de la cual tomó la carne, y que halló delante de Él gloria y misericordia más que todas las otras mujeres”.

Como el olivo y el líbano

Y será su gloria como el olivo y su aroma como el Líbano. El olivo significa la paz y la misericordia; luego la Bienaventurada María, nuestra Mediadora, restablecerá la paz entre Dios y los hombres. Representa el olivo también la misericordia; por lo cual dice San Bernardo: ¡Oh hombre!, tienes asegurado tu acceso hasta el Señor, toda vez que tienes ante el Hijo a la Madre y al Hijo ante el Padre.

Y su aroma como el del Líbano. Líbano se interpreta la acción de blanquear, y significa el candor de la inocente vida de María, cuyo olor, por doquiera difundido, exhala vida para los muertos, perdón para los desesperados, a los penitentes gracia, a los justos gloria. Así pues, por los méritos y preces de Ella, el rocío del Espíritu Santo refrigere el ardor de nuestra mente, perdone los pecados, infunda la gracia, para que merezcamos llegar a la gloria de la vida eterna e inmortal, por el don de Aquel que es bendito por los siglos de los siglos. ¡Amén!”.

“A Ti, olivo portentoso te suplicamos quieras derramar sobre la multitud de nuestros pecados el óleo de la misericordia, para que así podamos ser elevados a la altura de la gloria celestial y ser contados en el número de los santos. Dénoslo Jesucristo, que un día como éste te exaltó sobre los coros de los ángeles, te coronó con la diadema de la alegría y te colocó en el trono de la luz eterna. A Él sea tributado honor y gloria por los siglos eternos. Responda toda la Iglesia, Aleluya”.

Como el desierto

“El desierto es símbolo de la bienaventurada Virgen, de la que dice Isaías (16, 1): Envía, oh Señor, al cordero, y no a un león que tenga dominio sobre la tierra, y no la desbaste, desde la piedra del desierto, o sea desde la bienaventurada Virgen, al monte de la hija, o sea a la Iglesia que es la hija de Sión, o sea, de la Jerusalén celestial.

La bienaventurada Virgen es llamada piedra del desierto: piedra no arable, en la que la serpiente, que ama la oscuridad, o sea al diablo, no pudo dejar huella, como dice Salomón (Pr 30, 18-19).

Se la llama también piedra del desierto, porque permanece intacta, no fecundada por hombre, sino por obra del Espíritu Santo”.

Como el zafiro

“El zafiro parece reflejar una estrella, y con esta propiedad concuerdan las palabras (Lc. 1,28): Dios te salve, llena de gracia. Tiene color etéreo, y con esto concuerdan las palabras: El Señor está contigo. Tiene la propiedad de restañar la sangre y con esto concuerdan las palabras (Lc. 1,42): Bendita tú eres entre las mujeres, que restañó la sangre de la primera maldición. Igualmente, el zafiro mata el carbunclo, y a esta propiedad se adaptan las palabras: Bendito el fruto de tu vientre, que mató al diablo”.

Como el lirio

Israel florecerá como un lirio (Oseas 14,6) Israel, que significa “el que ve al Señor”, es la bienaventurada Virgen María, que vio al Señor, porque lo crió en su regazo, lo amamantó con sus pechos y lo llevó a Egipto.

Ella, cuando el rocío se posó sobre Ella, germinó como lirio, cuya raíz es medicinal, el tallo sólido y recto, y la flor blanca y de cáliz abierto.

La raíz de la Virgen fue la humildad, que doma la hinchazón de la soberbia; su tallo fue sólido por el desapego de todas las cosas creadas, y fue recto por la contemplación de las realidades supremas; su flor fue blanca por la blancura de la virginidad, y su cáliz abierto y dirigido hacia el propio el origen, al decir: He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra.

Este lirio germinó cuando, permaneciendo intacta la flor de la virginidad, Ella dio a luz al Hijo de Dios Padre. Como el lirio no arruina la flor por el hecho de despedir el aroma, así la bienaventurada Virgen María no perdió su flor por el hecho de dar a luz al Salvador”.

Como el cedro del líbano

Extenderá sus raíces como cedro del Líbano y se expandirá sus ramas. La raíz del lirio es la intención del corazón, que si es sencilla como dice el Señor (Lc. 11, 34): Si tu ojo, o sea, la intención del corazón, es sencillo, sin pliegues de embustes, sus ramas se expandirán, porque sus obras se elevarán hacia lo alto; y así todo el cuerpo, o sea el fruto de su obra será luminoso”.

“La intención de la Virgen fue de veras purísima y fragante, y de esa raíz brotaron las ramas de las obras, rectilíneas y elevándose hacia lo alto. Y observa que esta raíz de la intención es llamada raíz del Líbano, porque de la pureza de la intención proceden el incienso y el aroma de la buena fama”.

Como arcoiris de paz

“Por esto de Ella se dice en el Génesis (9,13): Pondré mi arco iris en las nubes del cielo, que será señal de mi alianza con toda la tierra.

El arco iris es bicolor acuoso e ígneo. En el agua que todo lo nutre, está simbolizada la fecundidad de la Virgen; y en la llama, que ni la espada puede herir, su inolvidable virginidad. Este es el signo de la alianza de paz entre Dios y el pecador” .

Como la estrella

“María se interpreta estrella del mar. Oh humilde, radiante estrella, que iluminas la noche, nos guías al puerto, brillas como llama y señalas a Dios Rey de los reyes, de quien son estas palabras Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón (Mt 11,29). El que carece de esta estrella es un ciego que camina a tientas, cuya nave se rompe en al tempestad, sumergiéndose en medio de las olas…”

Como trono

“María es el místico trono del Hijo de Dios, el cual, teniendo su sede en lo más alto del cielo, quiso escoger su trono en una pobre Madre. La Bienaventurada María es el verdadero trono de Salomón…”

Como puerta

“Se dice puerta, porque sirve para entrar o sacar algo de la misma. Admirable designación de la bendita Virgen María, por la cual sacamos los dones de las gracias. Ella fue la puerta del santuario exterior, no la del interior, porque el santuario interior es la divinidad y el exterior la humanidad”.

Monjes contemplativos del Instituto del Verbo Encarnado