La Eucaristía: banquete de comunión con Dios

Catequesis sobre la Eucaristía

Audiencia General, S.S. Juan Pablo II
18 de octubre, 2000

1. “Nos hemos convertido en Cristo. En efecto, si él es la cabeza y nosotros sus miembros, el hombre total es él y nosotros” (san Agustín, Tractatus in Johannem, 21, 8). Estas atrevidas palabras de san Agustín exaltan la comunión íntima que, en el misterio de la Iglesia, se crea entre Dios y el hombre, una comunión que, en nuestro camino histórico, encuentra su signo más elevado en la Eucaristía. Los imperativos: “Tomad y comed… bebed…” (Mt 26, 26-27) que Jesús dirige a sus discípulos en la sala del piso superior de una casa de Jerusalén, la última tarde de su vida terrena (cf. Mc 14, 15), entrañan un profundo significado. Ya el valor simbólico universal del banquete ofrecido en el pan y en el vino (cf. Is 25, 6), remite a la comunión y a la intimidad. Elementos ulteriores más explícitos exaltan la Eucaristía como banquete de amistad y de alianza con Dios. En efecto, como recuerda el Catecismo de la Iglesia católica, “es, a la vez e inseparablemente, el memorial sacrificial en que se perpetúa el sacrificio de la cruz, y el banquete sagrado de la comunión en el Cuerpo y la Sangre del Señor” (n. 1382).

2. Como en el Antiguo Testamento el santuario móvil del desierto era llamado “tienda del Encuentro”, es decir, del encuentro entre Dios y su pueblo y de los hermanos de fe entre sí, la antigua tradición cristiana ha llamado “sinaxis”, o sea “reunión”, a la celebración eucarística. En ella “se revela la naturaleza profunda de la Iglesia, comunidad de los convocados a la sinaxis para celebrar el don de Aquel que es oferente y ofrenda: estos, al participar en los sagrados misterios, llegan a ser “consanguíneos” de Cristo, anticipando la experiencia de la divinización en el vínculo, ya inseparable, que une en Cristo divinidad y humanidad” (Orientale lumen, 10).
Si queremos profundizar en el sentido genuino de este misterio de comunión entre Dios y los fieles, debemos volver a las palabras de Jesús en la última Cena. Remiten a la categoría bíblica de la “alianza”, evocada precisamente a través de la conexión de la sangre de Cristo con la sangre del sacrificio derramada en el Sinaí: “Esta es mi sangre, la sangre de la alianza” (Mc 14, 24). Moisés había dicho: “Esta es la sangre de la alianza” (Ex 24, 8). La alianza que en el Sinaí unía a Israel con el Señor mediante un vínculo de sangre anunciaba la nueva alianza, de la que deriva, para usar la expresión de los Padres griegos, una especie de consanguinidad entre Cristo y el fiel (cf. san Cirilo de Alejandría, In Johannis Evangelium, XI; san Juan Crisóstomo, In Matthaeum hom., LXXXII, 5).

3. Las teologías de san Juan y de san Pablo son las que más exaltan la comunión del creyente con Cristo en la Eucaristía. En el discurso pronunciado en la sinagoga de Cafarnaúm, Jesús dice explícitamente: “Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre” (Jn 6, 51). Todo el texto de ese discurso está orientado a subrayar la comunión vital que se establece, en la fe, entre Cristo, pan de vida, y aquel que come de él. En particular destaca el verbo griego típico del cuarto evangelio para indicar la intimidad mística entre Cristo y el discípulo, m+nein, “permanecer, morar”: “El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él” (Jn 6, 56; cf. 15, 4-9).

4. La palabra griega de la “comunión”, koinonìa, aparece asimismo en la reflexión de la primera carta a los Corintios, donde san Pablo habla de los banquetes sacrificiales de la idolatría, definiéndolos “mesa de los demonios” (1 Co 10, 21), y expresa un principio que vale para todos los sacrificios: “Los que comen de las víctimas están en comunión con el altar” (1 Co 10, 18). El Apóstol aplica este principio de forma positiva y luminosa con respecto a la Eucaristía: “El cáliz de bendición que bendecimos ¿no es acaso comunión (koinonìa) con la sangre de Cristo? Y el pan que partimos ¿no es comunión (koinonìa) con el cuerpo de Cristo? (…) Todos participamos de un solo pan” (1 Co 10, 16-17). “La participación (…) en la Eucaristía, sacramento de la nueva alianza, es el culmen de la asimilación a Cristo, fuente de “vida eterna”, principio y fuerza del don total de sí mismo” (Veritatis splendor, 21).

5. Por consiguiente, esta comunión con Cristo produce una íntima transformación del fiel. San Cirilo de Alejandría describe de modo eficaz este acontecimiento mostrando su resonancia en la existencia y en la historia: “Cristo nos forma según su imagen de manera que los rasgos de su naturaleza divina resplandezcan en nosotros a través de la santificación, la justicia y la vida buena y según la virtud. La belleza de esta imagen resplandece en nosotros, que estamos en Cristo, cuando con nuestras obras nos mostramos hombres buenos” (Tractatus ad Tiberium diaconum sociosque, II, Responsiones ad Tiberium diaconum sociosque, en In divi Johannis Evangelium, vol. III, Bruselas 1965, p. 590). “Participando en el sacrificio de la cruz, el cristiano comulga con el amor de entrega de Cristo y se capacita y compromete a vivir esta misma caridad en todas sus actitudes y comportamientos de vida. En la existencia moral se revela y se realiza también el servicio real del cristiano” (Veritatis splendor, 107). Ese servicio regio tiene su raíz en el bautismo y su florecimiento en la comunión eucarística. Así pues, el camino de la santidad, del amor y de la verdad es la revelación al mundo de nuestra intimidad divina, realizada en el banquete de la Eucaristía.

Dejemos que nuestro anhelo de la vida divina ofrecida en Cristo se exprese con las emotivas palabras de un gran teólogo de la Iglesia armenia, Gregorio de Narek (siglo X): “Tengo siempre nostalgia del Donante, no de sus dones. No aspiro a la gloria; lo que quiero es abrazar al Glorificado (…). No busco el descanso; lo que pido, suplicante, es ver el rostro de Aquel que da el descanso. Lo que ansío no es el banquete nupcial, sino estar con el Esposo” (Oración XII).

La devoción mariana y el santo Rosario

La señal de los hijos de María santísima

 

P. Jason Jorquera M.

 

 «Al recitar el Rosario pedimos repetidamente a la Virgen que ruegue por nosotros “ahora y en la hora de nuestra muerte”. Al hacer así, tenemos siempre abierta una ventana hacia la eternidad en las ocupaciones y en las preocupaciones de cada día. La característica principal de esta oración es la de ser al mismo tiempo oración y meditación de los principales misterios cristianos. Por esto es por lo que en Fátima la Virgen propone el Rosario como antídoto contra el ateísmo: el hombre de hoy más que nunca necesita meditar y orar sobre las grandes verdades reveladas. Y no debemos tener nunca miedo de ser piadosos, repetitivos y rutinarios en la recitación de las decenas. Si nos viene la duda basta con pensar en la fortuna que tuvo santa Bernardita en las apariciones, pudiendo constatar que también la Virgen repasaba entre los dedos las cuentas del Rosario junto con ella»[1]; y san Juan Pablo II escribía: «… el motivo más importante para volver a proponer con determinación la práctica del Rosario es por ser un medio sumamente válido para favorecer en los fieles la exigencia de contemplación del misterio cristiano…»[2]

Para profundizar más acerca de la importancia del rezo del santo rosario, recomiendo el libro de San Luis María Grignion de Montfort “El secreto admirable del santísimo Rosario”.

Antes de hablar directamente del rezo del santo rosario conviene dar un pantallazo general acerca del culto y devoción a María santísima en la historia de la Iglesia para comprender mejor la importancia que tiene el rezo del santo rosario como medio verdadero y eficaz para unirnos más a Jesucristo por medio de su madre.

La devoción

Santo Tomás de Aquino explica en la suma teológica que “La devoción es un acto de la virtud de la religión, aunque proviene también de la virtud de la caridad, pues, si se intenta con ello la unión en el amor de Dios, es un acto de caridad y si se intenta el culto o servicio de Dios, es acto de religión. Ambas virtudes se influyen mutuamente: la caridad causa la devoción porque el amor nos hace prontos para servir y la devoción aumenta el amor, porque la amistad se conserva y aumenta con los servicios que se prestan.”[3]. Por otra parte, no debemos olvidar nunca que “La devoción, como acto de religión que es, recae propiamente en Dios, no en sus criaturas. La devoción a los santos, incluida la misma Virgen María, no debe terminar en ellos mismos, sino en Dios a través de ellos, de otro modo existiría un gran desorden, porque “la devoción que tenemos a los santos de Dios… no tiene a ellos por fin, sino a Dios, es decir, que veneramos a Dios en los ministros o representantes de Dios” (S.Th. II-II, Q.82, a.2 ad 3).”

Pero debemos decir que la santísima Virgen María ocupa un lugar muy particular en lo que se refiere al culto que debemos tributarle… hacemos aquí algunas aclaraciones que nunca están de más.

A Dios se lo venera con un culto llamado de adoración o latría en virtud de su excelencia infinita y es propio y exclusivo de Dios, por lo que un culto de este tipo tributado a una criatura constituye un pecado grave: la idolatría (Cf. S.Th. II-II, Q.94, a.3).

            A los santos les corresponde el culto de dulía o de simple veneración por lo que tienen de Dios. Nada tiene que ver con la adoración, y es lícito, útil y conveniente invocarlos y reverenciarlos. La doctrina contraria está expresamente condenada por la Iglesia (Cf. Dz 984ss.342.679).

            A la Virgen María, por su singular dignidad de Madre de Dios, se le debe culto llamado de hiperdulía o de veneración muy superior a la de los santos, pero que no es de ningún modo culto de latría. Este culto corresponde exclusivamente a la Virgen porque supera en grado y especie la santidad de los demás santos: todo esto contra los errores de los protestantes, que nos acusan a los católicos de adoración de imágenes, de los santos, de la virgen, etc.; no es lo mismo “venerar” que “adorar”. Así de sencillo.

Necesidad de la devoción mariana

Respecto a la necesidad de la devoción mariana, la mayoría de los autores y teólogos marianos la considera más bien hipotética y no absoluta según la afirmación de San Luis M. Grignion de Montfort, en el Tratado de la verdadera devoción a María, donde dice lo siguiente: “Debemos concluir que, como la Santísima Virgen ha sido necesaria a Dios con una necesidad que llamamos hipotética, en consecuencia de su voluntad, Ella es aún más necesaria a los hombres para llegar a su último fin…, y es una señal infalible de reprobación… el no tener estima y amor a la Santísima Virgen, así como, por el contrario, es un signo infalible de predestinación el entregársele y serle devoto entera y verdaderamente” (VD 39-40).

Pero ahora debemos decir que para quienes buscan seriamente alcanzar la santidad, la devoción a María santísima parece mucho más indispensable puesto que es en ella donde mejor se moldean las almas según la imagen que Dios quiere que alcancen sus hijos adoptivos por la gracia, como enseña el mismo Montfort: “… El gran molde de Dios, hecho por el Espíritu Santo para formar al natural un Dios-hombre por la unión hipostática, y para formar un hombre-Dios por la gracia, es María. Ni un solo rasgo de divinidad falta en ese molde. Cualquiera que se arroje en él y se deje moldear, recibe allí todos los rasgos de Jesucristo, verdadero Dios” (SM 16-17).” Por eso a la espiritualidad mariana algunos la llaman “espiritualidad de molde”, en cuanto a que moldea, forja, da forma al alma devota según Dios lo quiere en la medida  de su generosidad para con Él.

Resumiendo un poco toda la historia del culto a la santísima Virgen y su desarrollo, debemos decir que desde los comienzos de la Iglesia la Madre de Dios ha estado presente con su maternal intercesión:

– Es ella la mujer elegida y preparada desde toda la eternidad para convertirse en la madre del salvador del mundo y madre nuestra también por la gracia.

– Es ella la joven inmaculada que le da su “Sí” al ángel y comienza así la salvación del género humano.

– Está junto al Verbo de Dios encarnado en Nazaret cuidándolo y acompañándolo durante sus años de vida oculta mientras preparaba gran misión apostólica de predicar el evangelio.

– Está presente en las bodas de Caná que parecen adelantar la manifestación de Jesús como el mesías esperado.

– Está presente fielmente al pie de la cruz para recibirnos como hijos suyos.

– Está presente en pentecostés para recibir al Espíritu Santo que desde allí comienza a habitar en los corazones.

– Y está presente para siempre en el cielo intercediendo por nosotros pero a la vez cercana cubriendo a sus hijos con su manto de amor maternal.

La devoción a María santísima y su especial presencia junto a nosotros, parece que se fundieran en una sola cosa cada vez que rezamos el santo rosario.

El Rosario: historia

            El desarrollo del Rosario como plegaria difundida en la Iglesia está comprendido entre los siglos XII al XVI. A partir del siglo VII se recitaba la primera parte del Ave María 150 veces y lo mismo ocurría con el Padrenuestro. Esta recitación de 150 Ave Marías o Padrenuestros, era practicada por los monjes analfabetos en sustitución del salterio davídico. El salterio del Padrenuestro fue subdividido por los monjes y laicos devotos en tres cincuentenas que se rezaban a distintos momentos del día a modo de la Liturgia de las Horas.

           Sabemos que Santo Domingo de Guzmán (1170-1221), y también su discípulo San Pedro de Verona con las confraternidades fundadas, utilizaron y divulgaron abundantemente esta devoción mariana.

            A partir del siglo XVII el Rosario se fue difundiendo cada vez más y su devoción fue indulgenciada, promovida y recomendada por innumerables pontífices hasta el día de hoy: por ejemplo «a Juan XXIII le gustaba decir que su jornada no había terminado si antes no había rezado los 15 misterios del Rosario. Pablo VI hablaba del Rosario como “Compendio de todo el evangelio”. León XIII escribió doce encíclicas sobre el Rosario. Juan pablo II dedicó importantes escritos al Rosario, quiso ampliar este valor de “compendio” añadiendo la carta apostólica Rosarium Virginis Mariae, también los 5 misterios luminosos y afirmó que “nuestro corazón puede encerrar en las decenas del Rosario los hechos que componen la vida del individuo, de la familia, de la nación, de la Iglesia, de la humanidad entera. El Rosario marca el ritmo de la vida humana”»[4].

Excelencia del santo Rosario

El santo Rosario está compuesto principalmente por el rezo del Ave María, y san Luis María dice al respecto: “El Ave María es un dardo penetrante e inflamado que, unido por un predicador a la palabra de Dios que anuncia, le da fuerza para atravesar y convertir los corazones más duros, aun cuando no tenga el orador extraordinario talento natural para la predicación[5].

Es tanta y tan grande la excelencia de esta oración que los santos le tenían una devoción tan grande que no podían vivir sin ella. Podemos leer por ejemplo en las memorias biográficas de san Juan bosco la siguiente anécdota:

«Mientras tanto don Bosco le enseñó la casa, le habló de sus planes para el futuro, y le fue describiendo el horario de las ocupaciones de sus muchachos. El Marqués expresaba su admiración y alababa todo, pero juzgaba tiempo perdido el empleado en las largas oraciones y decía que la antigualla de cincuenta Avemarías ensartadas una tras otra no tenían razón de ser y que don Bosco debía haber abolido tan aburrida rutina.

   -Pues mire, respondió amablemente don Bosco; tengo metida en el alma esa rutina; y puedo decirle que mi institución se apoya en ella: estaría dispuesto a dejar muchas otras cosas muy importantes, antes que ésta; y hasta, si fuera menester, renunciaría a su valiosa amistad, pero no al rezo del santo rosario».[6]

Cada vez que rezamos el Rosario con devoción recibimos muchísimos beneficios y además muchas otras gracias que la Virgen nos regala y que ni siquiera nos enteramos. Además es verdadera fuente de fortaleza en las dificultades, en las pruebas, en los sufrimientos, y, en consecuencia, es de alguna manera escuela, real, escuela de espiritualidad en cuanto que nos ayuda a ir profundizando poco a poco en los misterios que meditamos cada vez que lo rezamos con devoción.

Antes de concluir mencionamos, además, los beneficios del rezo del santo Rosario que menciona san Luis María[7]:

1º nos eleva insensiblemente al perfecto conocimiento de Jesucristo,

2º purifica nuestras almas del pecado,

3º nos permite vencer a nuestros enemigos,

4º nos facilita la práctica de las virtudes

5º nos abrasa en amor de Jesucristo,

6º nos proporciona con qué pagar todas nuestras deudas con Dios y con los hombres; y en fin, nos consigue de Dios toda clase de gracias.

Conclusión

Finalmente citamos un hermoso párrafo de la carta apostólica Rosarium Virginis Mariae de Juan Pablo II que sintetiza perfectamente lo principal que busca el rezo del santo Rosario: la devoción filial a María santísima y, por medio de ella, conducir al alma a la unión con Dios:

(El Rosario) «Es al mismo tiempo el camino de una devoción mariana consciente de la inseparable relación que une a Cristo con su Santa Madre: los misterios de Cristo son también, en cierto sentido, los misterios de su Madre, incluso cuando Ella no está implicada directamente, por el hecho mismo de que Ella vive de Él y por Él. Haciendo nuestras en el Ave Maria las palabras del ángel Gabriel y de santa Isabel, nos sentimos impulsados a buscar siempre de nuevo en María, entre sus brazos y en su corazón, el «fruto bendito de su vientre» (cf. Lc 1, 42)»[8].

[1] P. Gabriel Amorth – Roberto Ítalo Zanini; Más fuertes que el mal, Ed. San Pablo, 3ª edición, 2011. Págs.. 228-229.

[2] Juan Pablo II, Carta apostólica Rosaruim Virginis Mariae, nº 5

[3] Cf. S.Th. II-II, Q.82, a.2

[4] P. Gabriel Amorth – Roberto Ítalo Zanini; Más fuertes que el mal, Ed. San Pablo, 3ª edición, 2011. Págs.. 228.

[5] San Luis María Grignion, El secreto del Rosario, Rosa 17.

[6] Memorias biográficas de san Juan Bosco, tomo III

[7] San Luis María Grignion de Montfort, El secreto admirable del Santísimo Rosario, Ed. Apostolado mariano, pág. 71

[8] Juan Pablo II, carta apostólica Rosarium Virginis Mariae, n. 24

“Somos hijos de la Iglesia”

Sobre la maternidad que la santa Iglesia ejerce sobre nosotros

 

P. Jason Jorquera Meneses

 

“La iglesia es un organismo espiritual concreto que prolonga en el espacio y en el tiempo la oblación del Hijo de Dios, un sacrificio aparentemente insignificante respecto a las dimensiones del mundo y  de la historia, pero decisivo a los ojos de Dios.”  (Benedicto XVI)

Cuando hablamos de “maternidad” o “paternidad” necesariamente tenemos que hablar de “filiación”, es decir, de la relación real, íntima y especialmente unitiva entre los padres y los hijos, la cual como sabemos implica tanto derechos como obligaciones que bien debemos conocer: amor, respeto, responsabilidad, atención, etc. Ahora bien, cuando se trata de la “santa madre Iglesia” (como la llamamos también los católicos), de la cual somos miembros por el bautismo, estos mismos derechos y obligaciones permanecen vigentes en nosotros, lo cual debemos tener muy presente ya que el ignorarlos por razonamientos mundanos, desgraciadamente, hoy en día es un peligro demasiado difundido. Cuántas personas se excusan de ir a la Iglesia por el mal ejemplo de algunos que se dicen creyentes, cuando justamente el mal ejemplo se produce cuando no somos fieles a los principios y enseñanzas de la Iglesia; en otras palabras, que algunos miembros se corrompan no significa que la Iglesia lo haga, ya que la instituyó Jesucristo y se dice que e santa en cuanto lo son sus principios, análogo al auto nuevo que le salpica encima un poco de barro, pues no por eso decimos que deja de funcionar y ya no sirve sino que simplemente hay que quitarle la mancha; y dicho sea de paso, estemos atentos a no formar parte de estos “criticones” sino más bien ser parte de los “reparadores”, de los que al ver que un miembro va mal, antes que detenerse a criticar se ponen a trabajar por hacerlo volver al correcto camino, es decir, al camino de los principios capaces de santificarnos y que nuestro Señor Jesucristo nos dejó en su Iglesia que nos acoge verdaderamente como sus hijos. De ahí que escribiera el santo: “Lo más grande que tiene el mundo es la Santa Iglesia, Católica, Apostólica, Romana, nuestra Madre, como nos gloriamos en llamarla. ¿Qué sería del mundo sin ella? Porque es nuestra Madre, tenemos también frente a ella una responsabilidad filial: ella está a cargo de sus hijos, confiada a su responsabilidad, dependiendo de sus cuidados… Ella será lo que queramos que sea. Planteémonos, pues, el problema de nuestra responsabilidad frente a la Iglesia”. [1]

Antes de considerar esta verdadera maternidad espiritual de la esposa de Cristo, conviene considerar algunas otras denominaciones que le damos, para tratar luego mejor el aspecto que queremos resaltar:

  • Iglesia, Cuerpo místico: porque es realmente un organismo vivo y a la vez trascendente, … a la vez humana y divina, visible y dotada de elementos invisibles, entregada a la acción y dada a la contemplación, presente en el mundo y, sin embargo, peregrina. De modo que en ella lo humano esté ordenado y subordinado a lo divino, lo visible a lo invisible, la acción a la contemplación y lo presente a la ciudad futura que buscamos (Cat 771).

“La iglesia no es una asociación que quiere promover cierta causa. En ella no se trata de una causa. En ella se trata de la persona de Jesucristo, que también como Resucitado sigue siendo “carne”. Tiene carne y huesos (Lc 24,39), como afirma el evangelio de san Lucas, el Resucitado ante los discípulos que creían que era espíritu. Tiene cuerpo.

Está presente personalmente en su iglesia: “Cabeza y cuerpo” forman un único sujeto, dirá san Agustín. ¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo?, escribe san Pablo a los Corintios (1Cor 6,15). Y añade: del mismo modo que, según el libro del génesis, el hombre y la mujer llegan a ser una sola carne, así también Cristo con los suyos se convierte en un solo espíritu, es decir, en un único sujeto en el mundo nuevo de la resurrección” (Benedicto XVI)

Si preguntamos a la propia Iglesia Católica qué pretende ser -escribía el P. Hurtado-, nos responderá: La Iglesia es la realización del Reino de Dios sobre la tierra. “La Iglesia actual, la Iglesia de hoy, es el Reino de Cristo y el Reino de los cielos”, nos dice con emoción San Agustín. El grano de mostaza que crece y se desarrolla; la levadura que penetra y levanta el mundo; la mies que lleva trigo y cizaña (cf. Mt 13,31-43).

Tiene conciencia la Iglesia de ser la manifestación de lo sobrenatural, de lo divino, la manifestación de la santidad. Es ella, bajo la apariencia de las cosas que pasan, la realidad nueva, traída a la tierra por Cristo, lo divino que se muestra bajo una envoltura terrenal.

  • Iglesia, Esposa de Cristo: Para dar a entender esta unión de Cristo con la Iglesia San Pablo nos habla del desposorio. La Iglesia es la Esposa de Cristo por la cual Él se entregó a la muerte (cf. 2Cor 11,2). El Apocalipsis, por el mismo motivo, celebra las bodas del Cordero con la Esposa ataviada (cf. Ap 21,2). De aquí la [teología] mística sacará esta atrevida imagen: Cristo Esposo y la Iglesia su esposa, por unión íntima, dan a luz a los hijos de la vida nueva.
  • La Iglesia, somos también nosotros:
  • La Iglesia es Jesús, pero Jesús no es Jesús completo considerado independientemente de nosotros. Él vino para unirnos a Él, y formar Él y nosotros un solo gran cuerpo, el Cuerpo Místico de que nos habla San Pablo: “Pero la Iglesia somos todos, ¡todos! Desde el primer bautizado, todos somos Iglesia. Y todos tenemos que seguir el camino de Jesús, que se despojó a sí mismo. Se hizo siervo, servidor; quiso humillarse hasta la cruz. Y si nosotros queremos ser cristianos, no hay otro camino”. (Papa Francisco)

 La iglesia es nuestra Madre

 ¿Qué significa que la iglesia sea nuestra madre? Todos los grandes santos han sido unos fervorosos convencidos de que la santa Iglesia católica, apostólica y romana, es nuestra madre.

  • De san Marcelino Champagnat se dice: En la Santa Madre Iglesia, a la que amaba con todo el afecto de su corazón y a la que profesaba la más sincera sumisión
  • San Francisco de Asís escribe: Y sabemos que estamos obligados por encima de todo a observar todas estas cosas según los preceptos del Señor y las constituciones de la santa madre Iglesia.

 San Juan de la Cruz dice: no es mi intención apartarme del sano sentido y doctrina de la santa Madre Iglesia Católica, porque en tal caso totalmente me sujeto y resigno no sólo a su mandato, sino a cualquiera que en mejor razón de ello juzgare.

  • Papa Pío XI: Bien podemos decir que es la voz de nuestra Santa Madre Iglesia la que nos propone solemnemente la infancia evangélica, tal como la entendió, propuso y practicó Santa Teresita.

 

Características de esta maternidad

Que la iglesia sea nuestra madre implica una serie muy amplia de características que hacen referencia directamente a su actitud hacia nosotros en cuanto somos, por el bautismo, verdaderamente sus hijos.

1º) La Iglesia nos acoge: así como el niño al nacer es puesto en brazos de su madre, de la misma manera la Iglesia nos ampara al momento de nacer a la vida espiritual, a la vida de la gracia, en definitiva, a la vida eterna. La Iglesia es aquel regazo que nos recibe con gran gozo de tener un hijo más en su familia,  que no es otra que la de Cristo.

2º) La Iglesia nos conduce al cielo: porque sólo en ella encontramos los medios eficaces para poder alcanzar la eternidad, sólo la iglesia ha recibido del mismo Cristo los sagrados sacramentos que nos confieren la gracia necesaria para ir al cielo. Y esta unión entre la Iglesia y la gracia es tan estrecha que al momento de perder la gracia se pierde automáticamente la comunión con la Iglesia… pero como ella es madre siempre está dispuesta a recibir nuevamente a sus hijos arrepentidos mientras no los alcance antes la muerte. Todos los condenados se separaron en algún momento de la Iglesia… y todos los bienaventurados, que se encuentran en el cielo, alcanzaron el paraíso por haber muerto en comunión con la Iglesia por su vida de gracia.

3º) La Iglesia vela por nosotros: porque sabemos que así como los pecados de todos los miembros, por más ocultos que sean, siempre repercuten en perjuicio de los demás miembros del cuerpo, de la misma manera influyen sobre los demás miembros las oraciones que elevan a Dios desde el seno de la iglesia, así como todos los sufrimientos sobrellevados en manos de Dios y ofrecidos por los demás hermanos de la familia de Cristo. Es lo que se llama la comunión de los santos.

4º) La Iglesia nos enseña la verdad y nos protege así del error y de la condenación: simplemente porque es quien ha recibido, custodiado y transmitido el mensaje de la salvación de manos del mismo Jesucristo.

Consecuencias de nuestra filiación: nuestras obligaciones

Respeto: A ninguna madre, por mala que fuera, le ha de faltar el respeto su hijo. ¡Cuánto más respecto a la Santa Madre Iglesia!, aquella madre que nos ha dado a luz para el cielo.

Fidelidad: es decir, lealtad, ser fiel a sus preceptos, a su doctrina, a sus dogmas, a sus sacramentos, sus consejos; al ejemplo de sus santos, etc. En el mundo actual ésta es una de las tentaciones más grandes para el cristiano, para el católico: traicionar a su madre, ¿cómo? Pactando con el pecado, y no hablamos aquí de alguna caída por debilidad, sino de una vida en comunión con el pecado, con el error, con el espíritu del mundo. Dijo el papa Francisco hace 3 días: “El cristiano no puede convivir con el espíritu del mundo. La mundanidad que nos lleva a la vanidad, a la prepotencia, al orgullo. Eso es un ídolo: no es Dios. Y la idolatría es el pecado más grave”.

Defensa: si un hijo ve que le hacen daño a su madre sale en seguida en su defensa, no importa cómo, pero la defiende a morir; de la misma manera nosotros debemos defender a la Iglesia que es nuestra madre.

Docilidad: sencillamente porque su enseñanza, en lo que respecta a fe y moral, es infalible por promesa directa de Jesucristo, por lo tanto la doctrina de la iglesia es siempre segura, cierta y aceptable. Quien quiera madurar su fe, debe vivir su vida a la luz de las enseñanzas de la Iglesia, la mejor maestra y escuela de los cristianos.

Amor: ¿cómo no amar a esta madre que nos dio el mismo Cristo?, ¿cómo no amarla si nos colma de sus cuidados y beneficios?, ¿cómo no amarla si está llamando constantemente a los hombres a ser sus hijos? El amor es la primera consecuencia en realidad que se sigue del hecho de ser nosotros sus hijos.

 

Conclusión

Jesucristo le dice a Jerusalén: … ¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como la gallina a sus polluelos bajo las alas, y no habéis querido! Esa pareciera ser la súplica de la iglesia hacia todos los bautizados que no han correspondido a su amor… así también podríamos decir, que a sus hijos fieles, a aquellos que la aman con sinceridad y docilidad, oirán su dulce voz al final de sus vidas al cerrar los ojos llamándolos a despertar para siempre, como dice el salmo 100: Entrad por sus puertas dando gracias, por sus atrios cantando alabanzas, dadle gracias, bendecid su nombre.

[1] San Alberto Hurtado: “Responsabilidad frente a la Iglesia”, Charla, posiblemente a jóvenes de la A.C., el año 1944. La búsqueda de Dios, pp. 135-141.

Pesimistas y optimistas

Conferencia a señoras pronunciada en Viña del Mar en 1946.

San Alberto Hurtado S.J.

 

Hecho curioso, paradoja cruel. Nunca como hoy el mundo ha manifestado tantos deseos de gozar, y nunca como hoy se había visto un dolor colectivo mayor. Al hambre natural de gozo, propia de todo hombre, ha venido a sumarse la serie de descubrimientos que ofrecen hacer de esta vida un paraíso: la radio que alegra las horas de soledad; el cine que armoniza fantásticamente la belleza humana, el encanto del paisaje, las dulzuras de la música en argumentos dramáticos, que toman a todo el hombre; el avión que le permite estar en pocas horas en Buenos Aires; en Nueva York, en Londres o en Roma… la cordillera que ve invadida su soledad por miles de turistas que saborean un placer nuevo: el vértigo del peligro; la prensa que penetra por todas las puertas aún las más cerradas por el estímulo de la curiosidad, por la sugestión del gráfico y de la fotografía. Fiestas, Excursiones, Casinos, Regatas, todo para gozar… Y sin embargo, hecho curioso, el mundo está más triste hoy que nunca; ha sido necesario inventar técnicas médicas para curar la tristeza. Frente a esta angustia contemporánea muchas soluciones se piensan a diario:

Algunas soluciones son del tipo de la evasión. En su grado mínimo es huir a pensar; atontarse… Para eso sirve maravillosamente la radio, el auto, el cine, el casino, … Se está, no me atrevería a decir ocupado, pero sí, haciendo algo que nos permita escapar de nosotros mismos, huir de nuestros problemas, no ver las dificultades. Es la eterna política del avestruz. Los turistas que vienen a estas lindas playas ¿qué hacen aquí en el verano sino eso? Playa, baño, baño de sol, aperitivo, almuerzo, juego, terraza, cine, casino, hasta que se cierran los ojos para seguir así, no digo gozando, sino “atontándose”. Esta política de la evasión lleva a algunos más lejos, a la morfina, al “opio” que se está introduciendo, al trago, demasiado introducido, e incluso al suicidio… Nunca me olvidaré de uno que me tocó presenciar en Valparaíso.

Otros, más pensadores, no siguen el camino de la “evasión”, sino que afrontan el problema filosóficamente y llegan a doctrinas que son la sistematización del pesimismo.

Para ambos grupos el fondo, confesado o no, es que la vida es triste, un gran dolor, y termina con un gran fracaso: la muerte. Y sin embargo, la vida no es triste sino alegre, el mundo no es un desierto, sino un jardín; nacemos, no para sufrir, sino para gozar; el fin de esta vida no es morir sino vivir. ¿Cuál es la filosofía que nos enseña esta doctrina? ¡¡El Cristianismo!!

Hay dos maneras de considerarse en la vida: Producto de la materia, evolución de la materia, hijo del mono, nieto del árbol, biznieto de la piedra, o bien Hijo de Dios. Es decir, producto de la generación espontánea, de lo inorgánico, o bien término del Amor de un Dios todo poder y toda bondad.

Claro está que para quien se considera hijo de la materia, y pura materia, el panorama no puede ser muy consolador. La materia no tiene entrañas, carece de corazón, ni siquiera tiene oídos para escuchar los ruegos, ni ojos para ver el llanto.

Pero para quien sabe que su vida no viene de la nada, sino de Dios, el cambio es total. Yo soy la obra de las manos de Dios. Él es el responsable de mi vida. Y yo sé que Dios es Belleza, toda la belleza del universo arranca de Él, como de su fuente. Las flores, los campos, los cielos, son bellos, porque como decía San Juan de la Cruz pasó por estos sotos, sus gracias derramando, y vestidos los dejó de su hermosura.

El cristiano no pasa por el mundo con los ojos cerrados, sino con los ojos muy abiertos, y en la naturaleza, en la música, y en el arte todo… goza, se deleita, ensancha su espíritu porque sabe que todo eso es una huella de Dios, que todo eso es bello, que esas flores no se marchitan… porque su belleza más completa y cabal la va a encontrar en el mismo Dios.

“Dios es amor”, dice San Juan al definirlo, y nosotros nos hemos confiado al amor de Dios (1Jn 4,8.16). Todo lo que el amor tiene de bello, de tierno: entre padre e hijo, esposo y esposa, amigo y amiga, todo eso lo encontraremos en Él, pues es amigo, esposo, más aún, Padre. Estamos tan acostumbrados a esta revelación de la paternidad divina que no nos extraña. Dios, Señor, sí, pero ¿Padre? ¿Padre de verdad? Y de verdad, tan verdad es padre: “Para que nos llamemos y seamos hijos de Dios” (1Jn 3,1). Cuando oréis… ¡Mi Padre y Padre vuestro! Padre que provee el vestido, el alimento, Padre que nos recibe con sus brazos abiertos cuando hemos fallado a nuestra naturaleza de hijos y pecamos. Si tomamos esta idea profundamente en serio, ¿cómo no ser optimistas en la vida?

Ni la muerte misma enturbia la alegría profunda del cristiano. Los antiguos, ¡cómo la temían! ¡La gran derrota! En cambio, para el cristiano no es la derrota, sino la victoria: el momento de ver a Dios. Esta vida se nos ha dado para buscar a Dios, la muerte para hallarlo, la eternidad para poseerlo. Llega el momento en que, después del camino, se llega al término. El hijo encuentra a su Padre y se echa en sus brazos, brazos que son de amor, y por eso, para nunca cerrarlos, los dejó clavados en su cruz; entra en su costado que, para significar su amor, quedó abierto por la lanza manando de él sangre que redime y agua que purifica (Jn 19, 34).

Si el viaje nos parece pesado, pensemos en el término que está quizás muy cerca. En nuestro viaje de Santiago a Viña, estamos quizás llegando a Quilpué… Y al pensar que el tiempo que queda es corto, apresuremos el paso, hagamos el bien con mayor brío, hagamos partícipes de nuestra alegría a nuestros hermanos, porque el término está cerca. Se acabará la ocasión de sufrir por Cristo, aprovechemos las últimas gotas de amargura y tomémoslas con amor.

Y así, contentos, siempre contentos. La Iglesia y los hogares cristianos, deben ser centros de alegría. Los cristianos siempre alegres, que el santo triste es un triste santo. Jaculatorias que broten del fondo del alma, contento, Señor, contento. Y para estarlo, decirle a Dios siempre: “Sí, Padre”.

El que hace la voluntad de Dios ama a Dios, y aquél que ama a Dios pondrá en Él su morada, y brotará en el fondo de su alma una fuente de aguas vivas, de paz y de gozo, que brotan hasta la vida eterna.

Cristo es la fuente de nuestra alegría. En la medida que vivamos en Él viviremos felices.

 

¡Celebrando a nuestra Patrona!

Nuestra Señora de Luján, festejos en Belén

 

Queridos amigos:
“Toda madre tiene una misión específica, que le corresponde por título: velar por sus hijos; pero en la Virgen de Luján, en cuanto nuestra patrona, esta misión se ensancha y se extiende de una manera completamente diferente, especial, magnánima, “irrefrenable” -podríamos decir-; ya que por medio de la misión su maternidad no se detiene, al ir abarcando junto con su Hijo a todas las almas que Él va conquistando, porque donde está Jesús está María, y donde están los misioneros de Jesucristo está la Reina de las misiones acompañando, confortando, sosteniendo e intercediendo por nosotros, “sus primeros misionados”; y esta consideración nos recuerda que así como la Virgen nos asumió con las responsabilidades propias de su patrocinio, así también nosotros tenemos deberes de amor filial con nuestra madre y patrona…” (Extracto de la Homilía predicada en el Hogar Niño Dios, Belén).

Por gracia de Dios hemos podido festejar, el pasado 8 de mayo, a nuestra Señora de Luján como corresponde: en familia, y en un lugar tan significativo como lo es Belén, donde por divina disposición el Hijo de Dios fue recibido en este mundo por las purísimas manos de la Virgen. Para celebrar nos reunimos todos en el Hogar Niño Dios, donde rezamos ya la noche anterior los Maitines, y luego la santa Misa al día siguiente, presidida por el P. Pablo De Santo, rindiendo homenaje a nuestra Patrona y compartiendo a la vez la alegría, en nuestro caso, de haber cumplido 12 años de fundación del Monasterio de la Sagrada Familia, nuestra casa.

Luego de la santa Misa compartimos una cena festiva con nuestros demás religiosos de Tierra Santa, cerrando así la jornada dedicada a nuestra Señora de Luján, patrona de nuestra familia religiosa del Verbo encarnado.

Damos gracias a Dios por todos los beneficios recibidos durante todos estos años, especialmente por medio de las manos de María santísima, y encomendamos a sus oraciones a todos los miembros de nuestra familia religiosa, para que seamos siempre fieles a la “aventura misionera”, según enseñan nuestras constituciones.

Con nuestra bendición, en Cristo y María:
Monjes del Monasterio de la Sagrada Familia.

Alegorías sobre la Virgen

Parrafos selectos de san Antonio de Padua

 

San Antonio de Padua en sus sermones acostumbraba a comparar a la Virgen figuradamente:

Como Ester

“Es también amable la Bienaventurada Virgen, que mereció recibir al Salvador de todos. Esta nuestra gloriosa Ester fue conducida por mano de los ángeles a la cámara del rey Asuero, al celestial lábaro en el que está sentado en solio de estrellas el Rey de los reyes, la Bienaventuranza de los ángeles, Jesucristo, quien quedó prendado de la misma gloriosa Virgen, de la cual tomó la carne, y que halló delante de Él gloria y misericordia más que todas las otras mujeres”.

Como el olivo y el líbano

Y será su gloria como el olivo y su aroma como el Líbano. El olivo significa la paz y la misericordia; luego la Bienaventurada María, nuestra Mediadora, restablecerá la paz entre Dios y los hombres. Representa el olivo también la misericordia; por lo cual dice San Bernardo: ¡Oh hombre!, tienes asegurado tu acceso hasta el Señor, toda vez que tienes ante el Hijo a la Madre y al Hijo ante el Padre.

Y su aroma como el del Líbano. Líbano se interpreta la acción de blanquear, y significa el candor de la inocente vida de María, cuyo olor, por doquiera difundido, exhala vida para los muertos, perdón para los desesperados, a los penitentes gracia, a los justos gloria. Así pues, por los méritos y preces de Ella, el rocío del Espíritu Santo refrigere el ardor de nuestra mente, perdone los pecados, infunda la gracia, para que merezcamos llegar a la gloria de la vida eterna e inmortal, por el don de Aquel que es bendito por los siglos de los siglos. ¡Amén!”.

“A Ti, olivo portentoso te suplicamos quieras derramar sobre la multitud de nuestros pecados el óleo de la misericordia, para que así podamos ser elevados a la altura de la gloria celestial y ser contados en el número de los santos. Dénoslo Jesucristo, que un día como éste te exaltó sobre los coros de los ángeles, te coronó con la diadema de la alegría y te colocó en el trono de la luz eterna. A Él sea tributado honor y gloria por los siglos eternos. Responda toda la Iglesia, Aleluya”.

Como el desierto

“El desierto es símbolo de la bienaventurada Virgen, de la que dice Isaías (16, 1): Envía, oh Señor, al cordero, y no a un león que tenga dominio sobre la tierra, y no la desbaste, desde la piedra del desierto, o sea desde la bienaventurada Virgen, al monte de la hija, o sea a la Iglesia que es la hija de Sión, o sea, de la Jerusalén celestial.

La bienaventurada Virgen es llamada piedra del desierto: piedra no arable, en la que la serpiente, que ama la oscuridad, o sea al diablo, no pudo dejar huella, como dice Salomón (Pr 30, 18-19).

Se la llama también piedra del desierto, porque permanece intacta, no fecundada por hombre, sino por obra del Espíritu Santo”.

Como el zafiro

“El zafiro parece reflejar una estrella, y con esta propiedad concuerdan las palabras (Lc. 1,28): Dios te salve, llena de gracia. Tiene color etéreo, y con esto concuerdan las palabras: El Señor está contigo. Tiene la propiedad de restañar la sangre y con esto concuerdan las palabras (Lc. 1,42): Bendita tú eres entre las mujeres, que restañó la sangre de la primera maldición. Igualmente, el zafiro mata el carbunclo, y a esta propiedad se adaptan las palabras: Bendito el fruto de tu vientre, que mató al diablo”.

Como el lirio

Israel florecerá como un lirio (Oseas 14,6) Israel, que significa “el que ve al Señor”, es la bienaventurada Virgen María, que vio al Señor, porque lo crió en su regazo, lo amamantó con sus pechos y lo llevó a Egipto.

Ella, cuando el rocío se posó sobre Ella, germinó como lirio, cuya raíz es medicinal, el tallo sólido y recto, y la flor blanca y de cáliz abierto.

La raíz de la Virgen fue la humildad, que doma la hinchazón de la soberbia; su tallo fue sólido por el desapego de todas las cosas creadas, y fue recto por la contemplación de las realidades supremas; su flor fue blanca por la blancura de la virginidad, y su cáliz abierto y dirigido hacia el propio el origen, al decir: He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra.

Este lirio germinó cuando, permaneciendo intacta la flor de la virginidad, Ella dio a luz al Hijo de Dios Padre. Como el lirio no arruina la flor por el hecho de despedir el aroma, así la bienaventurada Virgen María no perdió su flor por el hecho de dar a luz al Salvador”.

Como el cedro del líbano

Extenderá sus raíces como cedro del Líbano y se expandirá sus ramas. La raíz del lirio es la intención del corazón, que si es sencilla como dice el Señor (Lc. 11, 34): Si tu ojo, o sea, la intención del corazón, es sencillo, sin pliegues de embustes, sus ramas se expandirán, porque sus obras se elevarán hacia lo alto; y así todo el cuerpo, o sea el fruto de su obra será luminoso”.

“La intención de la Virgen fue de veras purísima y fragante, y de esa raíz brotaron las ramas de las obras, rectilíneas y elevándose hacia lo alto. Y observa que esta raíz de la intención es llamada raíz del Líbano, porque de la pureza de la intención proceden el incienso y el aroma de la buena fama”.

Como arcoiris de paz

“Por esto de Ella se dice en el Génesis (9,13): Pondré mi arco iris en las nubes del cielo, que será señal de mi alianza con toda la tierra.

El arco iris es bicolor acuoso e ígneo. En el agua que todo lo nutre, está simbolizada la fecundidad de la Virgen; y en la llama, que ni la espada puede herir, su inolvidable virginidad. Este es el signo de la alianza de paz entre Dios y el pecador” .

Como la estrella

“María se interpreta estrella del mar. Oh humilde, radiante estrella, que iluminas la noche, nos guías al puerto, brillas como llama y señalas a Dios Rey de los reyes, de quien son estas palabras Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón (Mt 11,29). El que carece de esta estrella es un ciego que camina a tientas, cuya nave se rompe en al tempestad, sumergiéndose en medio de las olas…”

Como trono

“María es el místico trono del Hijo de Dios, el cual, teniendo su sede en lo más alto del cielo, quiso escoger su trono en una pobre Madre. La Bienaventurada María es el verdadero trono de Salomón…”

Como puerta

“Se dice puerta, porque sirve para entrar o sacar algo de la misma. Admirable designación de la bendita Virgen María, por la cual sacamos los dones de las gracias. Ella fue la puerta del santuario exterior, no la del interior, porque el santuario interior es la divinidad y el exterior la humanidad”.

Los riesgos de la fe

Meditación de retiro donde el Padre Hurtado invita al seguimiento de Cristo.

 

“Podéis beber el cáliz… ¡Podemos!” (Mt 20,22). Santiago y Juan piden al Señor, con noble ambición, sentarse a su lado en la gloria; sublime ambición, y Jesús les responde con la gran aventura en que se embarcan si piden esto: Debéis correr un tremendo riesgo para alcanzarlo. ¿Podéis beber mi cáliz, podéis ser bautizados con mi bautismo? –¡Sí, podemos!

Aquí está nuestro deber: arriesgarnos cada día por la vida eterna… Arriesgarse significa correr un riesgo: ¡falta total de seguridad! El que quiere salvarse tiene que arriesgarse. No hay riesgo cuando no hay temor, incertidumbre, ansiedad y miedo. En esto consiste la excelencia y la nobleza de la fe, que la señala entre las otras virtudes: porque supone la grandeza de un corazón que se arriesga.

“La fe es la firme seguridad de lo que esperamos; la convicción de lo que no vemos” (Heb 11,1).En su esencia, pues, la fe es hacer presente lo que no vemos; obrar por la sola esperanza de lo que esperamos sin poseerlo ahora; el arriesgarse para alcanzarlo.

Los Apóstoles Santiago y Juan no se daban perfecta cuenta de todo cuanto ofrecían, pero lo más íntimo de su corazón se revelaba en estas palabras, profecía de su conducta futura. ¡Se entregaron a sí mismos sin reserva y fueron cogidos por Uno más fuerte que ellos y cautivados por Él! Pero aunque poco sabían el alcance de su ofrecimiento, se ofrecían de corazón y así fueron aceptados: “¿Podéis beber?… –Sí podemos! ¡Beberéis pues mi cáliz, y seréis bautizados con el Bautismo con que yo seré bautizado!” (Mt 20,22).

Así actuó también Nuestro Señor con San Pedro: Aceptó el ofrecimiento de sus servicios aunque le avisó cuán poco se daba cuenta de lo que ofrecía.

El caso del joven rico, que se volvió tristemente cuando Nuestro Señor le pidió que lo dejase todo y lo siguiera, es uno de esos casos de uno que no se atreve a arriesgar este mundo por el otro, fiándose de Su Palabra.

Conclusión: Si la fe es la esencia de la vida cristiana, se sigue que nuestro deber es arriesgar todo cuanto tenemos, basados en la Palabra de Cristo, por la esperanza de lo que aún no poseemos; y debemos hacerlo de una manera noble, generosa, sin ligereza, aunque no veamos todo lo que entregamos, ni todo lo que vamos a recibir, pero confiando en Él, en que cumplirá su promesa, en que nos dará fuerzas para cumplir nuestros votos y promesas, y así abandonar toda inquietud y cuidado por el futuro.

Muchos conceden a los sacerdotes el derecho de predicar la doctrina abstracta, pero cuando descubren que están ellos implicados, entonces buscan toda clase de excusas: no ven que “esto” se sigue de “aquello”, o bien que “esto es exagerar”, o “extravagancia”, que hemos olvidado la época, la manera de ser de ahora, etc… Con razón se ha dicho: “Donde hay una voluntad allí hay un camino”. No hay verdad, por más fulgurante que sea, a la que un hombre no pueda escapar si cierra sus ojos; no hay deber, por más urgente que sea, en cuya contra uno no pueda hallar 10.000 razones, tratándose de aplicarlo a él. Y están seguros que se exagera cuando no se hace más que aplicar lo que es evidente.

Pensemos. ¿Qué has sacrificado por la promesa de Cristo? En cada riesgo hay que sacrificar algo: aventuramos nuestras propiedades por una ganancia, cuando tenemos fe en un plan comercial. ¿Qué hemos aventurado por Cristo? ¿Qué le hemos dado en la confianza de su promesa? Éste es el problema: ¿qué hemos arriesgado nosotros?

Por ejemplo, San Bernabé tenía una propiedad en Chipre: la dio para los pobres de Cristo. Aquí hay un sacrificio, hizo algo que no habría hecho si el Evangelio de Cristo fuera falso… Y es claro que si el Evangelio de Cristo fuera falso (lo que es imposible) hizo un muy mal negocio; sería como un negociante que quebró, o cuyos barcos se hundieron.

El hombre tiene confianza en el hombre, se fía de su vecino, se arriesga, pero los cristianos no arriesgamos mucho en virtud de las palabras de Cristo y esto es lo único que deberíamos hacer. Cristo nos advierte: “Haceos amigos con el Dinero injusto, para que, cuando llegue a faltar, os reciban en las eternas moradas” (Lc 16,9). Esto es, sacrifiquen por el mundo futuro lo que los sin fe usan tan mal: viste al desnudo, alimenta al hambriento…

Así también, aquel que, teniendo buenas perspectivas en el mundo, abandona todas sus perspectivas para estar más cerca de Cristo, para hacer de su vida un sacrificio y un apostolado, se arriesga por Cristo. O aquel que, deseando la perfección, abandona sus proyectos mundanos y, como Daniel o San Pablo, con mucho trabajo y mucho esfuerzo, lleva una vida iluminada sólo por la vida que vendrá. O aquel que, cuando se ve cercado de lo que el mundo llama males, aunque tiembla dice: “Que se haga tu voluntad”. Éstos arriesgan lo que pueden por la fe.

Estos son oídos por Dios, y sus palabras son escuchadas, aunque no sepan hasta dónde llega lo que ofrecen, pero Dios sabe que dan lo que pueden y arriesgan mucho. Son corazones generosos, como Juan, Santiago, Pedro, que con frecuencia hablan mucho de lo que querrían hacer por Cristo, hablan sinceramente pero con ignorancia, y por su sinceridad son escuchados aunque con el tiempo aprenderán cuán serio era su ofrecimiento. Dicen a Cristo “¡podemos!”, y su palabra es oída en el cielo.

Es lo que nos acontece en muchas cosas en la vida. Así, en la Confirmación cuando renovamos lo que por nosotros se ofreció en el Bautismo, no sabemos bastante bien lo que ofrecemos, pero confiamos en Dios y esperamos que Él nos dará fuerzas para cumplirlo. Así también, al entrar en la vida religiosa, no saben hasta dónde se embarcan, ni cuán profundamente, ni cuán seductoras sean las cosas del mundo que dejan.

Y así también, en muchas circunstancias, el hombre se ve llevado a tomar un camino por la Religión que puede llevarle quizá al martirio. ¡No ven el fin de su camino! Sólo saben que eso es lo que tienen que hacer, y oyen en su interior un susurro que les dice que cualquiera sea la dificultad Dios les dará su gracia para no ser inferiores a su misión.

Sus Apóstoles dijeron: ¡Podemos!, y Dios los capacitó para sufrir como sufrieron: Santiago traspasado en Jerusalén (el primero de los Apóstoles); Juan más aún, porque murió el último: años de soledad, destierro y debilidad. Con razón Juan diría al final de su vida: ¡Ven, Señor Jesús! (Ap 22,20), como los que están cansados de la noche y esperan la mañana.

No nos contentemos con lo que poseemos; más allá de las alegrías, ambicionemos llevar la Cruz para después poseer la corona. Cuáles son, pues, hoy nuestros riesgos basados en su Palabra. Jesús, expresamente lo dice: “El que dejare casa, o hermanos o hermanas, o padre o madre, o esposa o hijos o hijas, o tierras por mi nombre, recibirá el ciento por uno y la herencia del cielo… Pero muchos que son los primeros serán los últimos; y los últimos serán los primeros” (Mt 19,29–30).

Gravedad del pecado

Su maldad y proliferación

Catecismo de la Iglesia Católica nº 1854-1869

Pecado mortal y venial

“Conviene valorar los pecados según su gravedad. La distinción entre pecado mortal y venial, perceptible ya en la Escritura (cf 1Jn 5, 16-17) se ha impuesto en la tradición de la Iglesia. La experiencia de los hombres la corroboran.”

El pecado mortal destruye la caridad en el corazón del hombre por una infracción grave de la ley de Dios; aparta al hombre de Dios, que es su fin último y su bienaventuranza, prefiriendo un bien inferior.

El pecado venial deja subsistir la caridad, aunque la ofende y la hiere.

El pecado mortal, que ataca en nosotros el principio vital que es la caridad, necesita una nueva iniciativa de la misericordia de Dios y una conversión del corazón que se realiza ordinariamente en el marco del sacramento de la Reconciliación:

«Cuando […] la voluntad se dirige a una cosa de suyo contraria a la caridad por la que estamos ordenados al fin último, el pecado, por su objeto mismo, tiene causa para ser mortal […] sea contra el amor de Dios, como la blasfemia, el perjurio, etc., o contra el amor del prójimo, como el homicidio, el adulterio, etc […] En cambio, cuando la voluntad del pecador se dirige a veces a una cosa que contiene en sí un desorden, pero que sin embargo no es contraria al amor de Dios y del prójimo, como una palabra ociosa, una risa superflua, etc., tales pecados son veniales» (Santo Tomás de Aquino, Summa theologiae, 1-2, q. 88, a. 2, c).

Para que un pecado sea mortal se requieren tres condiciones: “Es pecado mortal lo que tiene como objeto una materia grave y que, además, es cometido con pleno conocimiento y deliberado consentimiento” (RP 17).

La materia grave es precisada por los Diez mandamientos según la respuesta de Jesús al joven rico: “No mates, no cometas adulterio, no robes, no levantes testimonio falso, no seas injusto, honra a tu padre y a tu madre” (Mc 10, 19). La gravedad de los pecados es mayor o menor: un asesinato es más grave que un robo. La cualidad de las personas lesionadas cuenta también: la violencia ejercida contra los padres es más grave que la ejercida contra un extraño.

El pecado mortal requiere plena conciencia y entero consentimiento. Presupone el conocimiento del carácter pecaminoso del acto, de su oposición a la Ley de Dios. Implica también un consentimiento suficientemente deliberado para ser una elección personal. La ignorancia afectada y el endurecimiento del corazón (cf Mc 3, 5-6; Lc 16, 19-31) no disminuyen, sino aumentan, el carácter voluntario del pecado.

La ignorancia involuntaria puede disminuir, y aún excusar, la imputabilidad de una falta grave, pero se supone que nadie ignora los principios de la ley moral que están inscritos en la conciencia de todo hombre. Los impulsos de la sensibilidad, las pasiones pueden igualmente reducir el carácter voluntario y libre de la falta, lo mismo que las presiones exteriores o los trastornos patológicos. El pecado más grave es el que se comete por malicia, por elección deliberada del mal.

El pecado mortal es una posibilidad radical de la libertad humana como lo es también el amor. Entraña la pérdida de la caridad y la privación de la gracia santificante, es decir, del estado de gracia. Si no es rescatado por el arrepentimiento y el perdón de Dios, causa la exclusión del Reino de Cristo y la muerte eterna del infierno; de modo que nuestra libertad tiene poder de hacer elecciones para siempre, sin retorno. Sin embargo, aunque podamos juzgar que un acto es en sí una falta grave, el juicio sobre las personas debemos confiarlo a la justicia y a la misericordia de Dios.

Se comete un pecado venial cuando no se observa en una materia leve la medida prescrita por la ley moral, o cuando se desobedece a la ley moral en materia grave, pero sin pleno conocimiento o sin entero consentimiento.

El pecado venial debilita la caridad; entraña un afecto desordenado a bienes creados; impide el progreso del alma en el ejercicio de las virtudes y la práctica del bien moral; merece penas temporales. El pecado venial deliberado y que permanece sin arrepentimiento, nos dispone poco a poco a cometer el pecado mortal. No obstante, el pecado venial no nos hace contrarios a la voluntad y la amistad divinas; no rompe la Alianza con Dios. Es humanamente reparable con la gracia de Dios. “No priva de la gracia santificante, de la amistad con Dios, de la caridad, ni, por tanto, de la bienaventuranza eterna” (RP 17):

«El hombre, mientras permanece en la carne, no puede evitar todo pecado, al menos los pecados leves. Pero estos pecados, que llamamos leves, no los consideres poca cosa: si los tienes por tales cuando los pesas, tiembla cuando los cuentas. Muchos objetos pequeños hacen una gran masa; muchas gotas de agua llenan un río. Muchos granos hacen un montón. ¿Cuál es entonces nuestra esperanza? Ante todo, la confesión…» (San Agustín, In epistulam Iohannis ad Parthos tractatus 1, 6)..

“Todo pecado y blasfemia será perdonado a los hombres pero la blasfemia contra el Espíritu Santo no será perdonada” (Mc 3, 29; cf Mt 12, 32; Lc 12, 10). No hay límites a la misericordia de Dios, pero quien se niega deliberadamente a acoger la misericordia de Dios mediante el arrepentimiento rechaza el perdón de sus pecados y la salvación ofrecida por el Espíritu Santo (cf DeV 46). Semejante endurecimiento puede conducir a la condenación final y a la perdición eterna.

La proliferación del pecado

El pecado crea una facilidad para el pecado, engendra el vicio por la repetición de actos. De ahí resultan inclinaciones desviadas que oscurecen la conciencia y corrompen la valoración concreta del bien y del mal. Así el pecado tiende a reproducirse y a reforzarse, pero no puede destruir el sentido moral hasta su raíz.

Los vicios pueden ser catalogados según las virtudes a que se oponen, o también pueden ser referidos a los pecados capitales que la experiencia cristiana ha distinguido siguiendo a san Juan Casiano (Conlatio, 5, 2) y a san Gregorio Magno (Moralia in Job, 31, 45, 87). Son llamados capitales porque generan otros pecados, otros vicios. Son la soberbia, la avaricia, la envidia, la ira, la lujuria, la gula, la pereza.

La tradición catequética recuerda también que existen “pecados que claman al cielo”. Claman al cielo: la sangre de Abel (cf Gn 4, 10); el pecado de los sodomitas (cf Gn 18, 20; 19, 13); el clamor del pueblo oprimido en Egipto (cf Ex 3, 7-10); el lamento del extranjero, de la viuda y el huérfano (cf Ex 22, 20-22); la injusticia para con el asalariado (cf Dt 24, 14-15; Jc 5, 4).

El pecado es un acto personal. Pero nosotros tenemos una responsabilidad en los pecados cometidos por otros cuando cooperamos a ellos:

— participando directa y voluntariamente;
— ordenándolos, aconsejándolos, alabándolos o aprobándolos;
— no revelándolos o no impidiéndolos cuando se tiene obligación de hacerlo;
— protegiendo a los que hacen el mal.

Así el pecado convierte a los hombres en cómplices unos de otros, hace reinar entre ellos la concupiscencia, la violencia y la injusticia. Los pecados provocan situaciones sociales e instituciones contrarias a la bondad divina. Las “estructuras de pecado” son expresión y efecto de los pecados personales. Inducen a sus víctimas a cometer a su vez el mal. En un sentido analógico constituyen un “pecado social” (cf RP 16).

¡Abuna!, ¡abuna!: “¡Manos y manitos a la obra!”

Desde la casa de santa Ana

 

Queridos amigos:
El día de hoy les queremos compartir una nueva y muy especial jornada de trabajo con voluntarios en nuestro monasterio el día de ayer, sábado. Desde ya les anticipamos que no será precisamente breve esta crónica, ya que han sido muchas las gracias recibidas por medio de nuestros colaboradores, así como las que ellos mismos han recibido ciertamente por su generosidad.

“¡Abuna!, ¡abuna!”, fue la palabra que más veces llegó a nuestros oídos durante toda la jornada, y que es la manera de llamar a los sacerdotes que tienen los árabes cristianos aquí, es decir, “Padre”; y que normalmente venía acompañada de gestos y mímicas (especialmente de los más pequeños), para preguntarnos “qué más hacer”, o “dónde dejo esto”, “qué hacer con aquello”, o simplemente mostrarnos cómo trabajaban con una gran y común sonrisa.

La jornada comenzó con la oración, como corresponde, para ofrecer el trabajo a Dios y encomendarnos a san José obrero. En seguida les dimos una pequeña charla sobre la vocación: a la existencia, a la Iglesia, a buscar en todo la santidad, e ir descubriendo poco a poco el plan de Dios en lo que se refiere a toda nuestra vida. La plática fue en italiano e iba siendo traducida al árabe. Posteriormente se distribuyeron los niños y jóvenes por sectores con sus respectivos encargados y “pusimos manos y manitos a la obra”, ya que éramos los monjes, adultos, jóvenes y niños ocupados cada uno en su tarea: los más pequeñitos ayudaron en el jardín de la Virgen, otros se encargaron de la sacristía, una señora del planchado de los elementos litúrgicos y el resto nos dedicamos en gran parte a sacar malezas, tirarlas afuera, limpiar, etc., y finalmente hasta tuvimos la plantación de un árbol que pretende conmemorar toda esta mañana en equipo, además de flores en distintos lugares del Monasterio.

Una vez finalizados los trabajos, continuamos en comunidad con un almuerzo-árabe festivo, que los mismos voluntarios se encargaron de preparar, y donde las sonrisas no se ausentaron jamás, así como tampoco los “¡abunas!” de los niños.

Luego nos fuimos a la capilla para dar gracias a Dios en primer lugar, y luego a nuestros colaboradores, quienes con sus manos (y sus manitos), su esfuerzo y su alegría, nos ayudaron enormemente con el mantenimiento de este lugar santo, y nos mostraron una vez más cómo pese a las diferencias culturales y demás, siempre nuestra fe común es fuente de unidad para quienes creemos y queremos amar cada vez más y mejor a Dios.

Coronamos la jornada con la bendición y despedida de los niños, luego de la torta con uno de ellos que justamente estaba de cumpleaños y por sorpresa recibió aquí todos los saludos.

Encomendamos a sus oraciones a todos los cristianos de Medio Oriente, especialmente los niños y jóvenes, para que jamás se marchite en ellos la fuerza de la fe, y para que surjan de entre ellos abundantes y santas vocaciones para la Iglesia.

Con nuestra bendición, en Cristo y María:
Monjes del Monasterio de la Sagrada Familia.
“Abuna Jason y abuna Néstor”

PD: Y por supuesto, les compartimos las fotos que nos han enviado.
¡Feliz Domingo!

El pecado, una triste realidad

El pecado: herida del alma

Catecismo de la Iglesia Católica nº 1846-1853

La misericordia y el pecado

El Evangelio es la revelación, en Jesucristo, de la misericordia de Dios con los pecadores (cf Lc 15). El ángel anuncia a José: “Tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados” (Mt 1, 21). Y en la institución de la Eucaristía, sacramento de la redención, Jesús dice: “Esta es mi sangre de la alianza, que va a ser derramada por muchos para remisión de los pecados” (Mt 26, 28).

Dios, “que te ha creado sin ti,  no te salvará sin ti” (San Agustín, Sermo 169, 11, 13). La acogida de su misericordia exige de nosotros la confesión de nuestras faltas. “Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos y la verdad no está en nosotros. Si reconocemos nuestros pecados, fiel y justo es él para perdonarnos los pecados y purificarnos de toda injusticia” (1 Jn 1,8-9).

Como afirma san Pablo, “donde abundó el pecado, […] sobreabundó la gracia” (Rm 5, 20). Pero para hacer su obra, la gracia debe descubrir el pecado para convertir nuestro corazón y conferirnos “la justicia para la vida eterna por Jesucristo nuestro Señor” (Rm 5, 20-21). Como un médico que descubre la herida antes de curarla, Dios, mediante su Palabra y su Espíritu, proyecta una luz viva sobre el pecado:

«La conversión exige el reconocimiento del pecado, supone el juicio interior de la propia conciencia, y éste, puesto que es la comprobación de la acción del Espíritu de la verdad en la intimidad del hombre, llega a ser al mismo tiempo el nuevo comienzo de la dádiva de la gracia y del amor: “Recibid el Espíritu Santo”. Así, pues, en este “convencer en lo referente al pecado” descubrimos una «doble dádiva»: el don de la verdad de la conciencia y el don de la certeza de la redención. El Espíritu de la verdad es el Paráclito» (DeV 31).

Definición de pecado

El pecado es una falta contra la razón, la verdad, la conciencia recta; es faltar al amor verdadero para con Dios y para con el prójimo, a causa de un apego perverso a ciertos bienes. Hiere la naturaleza del hombre y atenta contra la solidaridad humana. Ha sido definido como “una palabra, un acto o un deseo contrarios a la ley eterna” (San Agustín, Contra Faustum manichaeum, 22, 27; San Tomás de Aquino, Summa theologiae, 1-2, q. 71, a. 6) )

El pecado es una ofensa a Dios: “Contra ti, contra ti sólo pequé, cometí la maldad que aborreces” (Sal 51, 6). El pecado se levanta contra el amor que Dios nos tiene y aparta de Él nuestros corazones. Como el primer pecado, es una desobediencia, una rebelión contra Dios por el deseo de hacerse “como dioses”, pretendiendo conocer y determinar el bien y el mal (Gn 3, 5). El pecado es así “amor de sí hasta el desprecio de Dios” (San Agustín, De civitate Dei, 14, 28). Por esta exaltación orgullosa de sí, el pecado es diametralmente opuesto a la obediencia de Jesús que realiza la salvación (cf Flp 2, 6-9).

Es precisamente en la Pasión, en la que la misericordia de Cristo vencería, donde el pecado manifiesta mejor su violencia y su multiplicidad: incredulidad, rechazo y burlas por parte de los jefes y del pueblo, debilidad de Pilato y crueldad de los soldados, traición de Judas tan dura a Jesús, negaciones de Pedro y abandono de los discípulos. Sin embargo, en la hora misma de las tinieblas y del príncipe de este mundo (cf Jn 14, 30), el sacrificio de Cristo se convierte secretamente en la fuente de la que brotará inagotable el perdón de nuestros pecados.

La diversidad de pecados

La variedad de pecados es grande. La Escritura contiene varias listas. La carta a los Gálatas opone las obras de la carne al fruto del Espíritu: “Las obras de la carne son conocidas: fornicación, impureza, libertinaje, idolatría, hechicería, odios, discordia, celos, iras, rencillas, divisiones, disensiones, envidias, embriagueces, orgías y cosas semejantes, sobre las cuales os prevengo como ya os previne, que quienes hacen tales cosas no heredarán el Reino de Dios” (5,19-21; cf Rm 1, 28-32; 1 Co 6, 9-10; Ef 5, 3-5; Col 3, 5-8; 1 Tm 1, 9-10; 2 Tm 3, 2-5).

Se pueden distinguir los pecados según su objeto, como en todo acto humano, o según las virtudes a las que se oponen, por exceso o por defecto, o según los mandamientos que quebrantan. Se los puede agrupar también según que se refieran a Dios, al prójimo o a sí mismo; se los puede dividir en pecados espirituales y carnales, o también en pecados de pensamiento, palabra, acción u omisión. La raíz del pecado está en el corazón del hombre, en su libre voluntad, según la enseñanza del Señor: “De dentro del corazón salen las intenciones malas, asesinatos, adulterios, fornicaciones. robos, falsos testimonios, injurias. Esto es lo que hace impuro al hombre” (Mt 15,19-20). En el corazón reside también la caridad, principio de las obras buenas y puras, a la que hiere el pecado.

Monjes contemplativos del Instituto del Verbo Encarnado