Carta del P. Hurtado

Carta a uno que no concreta su vocación

3 de junio de 1945, Loyola

Mi querido […]:

Esta mañana, al leer en la santa Misa el Evangelio de hoy, me ha venido un fuerte deseo de escribirte para decirte algo que tengo atravesado entre el pecho y la espalda desde hace tiempo, y que jamás me atrevía a decírtelo, a pesar de la confianza que me has dado, por respetar en forma total tu libertad, como tú has visto que lo he hecho siempre….

Si recuerdas el santo Evangelio de hoy (S. Lucas 14,16-24), el Señor hizo una cena y los llamados comienzan a excusarse con los pretextos más fútiles desairando así a quien generosamente los había invitado. Esta lectura me trajo a la mente tu recuerdo, pues, si quieres que te diga francamente mi impresión, ésta es que tú querrías servir a Cristo, ser generoso con Él, pero que no acabas nunca de decidirte a cortar las amarras, porque éstas son fuertes, justas, santas, bellas, las más bellas en el orden de lo lícito: las del hogar donde uno ha nacido, y en un caso como el tuyo, de un hogar donde todo el cariño se reconcentra en el hijo único. Yo debo pensar en los que el Señor ha confiado a mis cuidados y muchas veces he pensado que tu inconsciente lucha muy fuertemente contra el llamamiento del Señor que te dice HOY, y tú le dices: MAÑANA… y yo me temo que ese “mañana”, pueda equivaler a “nunca”, como ha resultado verdad para tantos amigos nuestros, incluso para otros que, en el mismo puesto que tú ocupas en la A. C., sintieron un día el llamamiento de Cristo y hoy van por otro camino, honesto, lícito, pero que no es el que ellos creyeron en un primer momento, y en el que yo siempre he pensado que habrían dado más gloria a Dios, si a tiempo hubiesen marchado generosamente. Después, los oídos se endurecen, los ojos no tienen la finura para percibir y llega uno a creerse no llamado.

Tú has reaccionado violentamente contra una actitud semejante, pero te pido, […], que delante de Nuestro Señor, ante su Cruz pienses si eres sincero con Él al esperar aún más; o si no sería mejor afrontar la dificultad en la forma más valiente que sea posible: fijarte una fecha, hablar con tus padres, quemar las naves y echarte al agua, esto es, en los brazos de Cristo para trabajar por su gloria y por la salvación de las almas. Si tú en tu conciencia crees que la conducta debe ser otra, ten por no dichos mis consejos, pero si la voz de Cristo persiste, tú que has “puesto la mano al arado no vuelvas los ojos atrás”, porque ese “no es apto para el Reino de los cielos”. “El Reino de los cielos padece violencia y sólo los esforzados lo arrebatan”. “El que ama su alma la perderá y el que la perdiere por mí la hallará”. “El que quiera venir en pos de Mí, niéguese, tome su cruz y sígame”. [cf. Lc 9,62; 16,16; 17,33; 9,23].

Quizás el Señor espera para bendecir a la A. C. y a otras vocaciones en germen, tu sacrificio. No dudes en hacer en cada momento, hoy mismo, lo que creas delante de Dios que debas hacer. El mañana es muy peligroso.

Esta carta es sólo para ti, y tu confianza para con tu ex-asesor y [actual] Director espiritual es la que me ha dado fuerzas para escribirla. Ruega a Jesús que yo también no ponga obstáculos a sus designios sobre mí. Afectísimo amigo y hermano en Cristo.

Alberto Hurtado C. s.j.

La Santísima Trinidad – Catequesis de San Juan Pablo II

Acerca de la Santísima Trinidad

Santísima Trinidad

(Comentario al Credo, IV Parte)

9.X.85

1. La Iglesia profesa su fe en el Dios único: que es al mismo tiempo Trinidad Santísima e inefable de Personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Y la Iglesia vive de esta verdad, contenida en los más antiguos Símbolos de la Fe, y recordada en nuestros tiempos por Pablo VI, con ocasión del 1900 aniversario del martirio de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo (1968), en el Símbolo que él mismo presentó y que se conoce universalmente como ‘Credo del Pueblo de Dios’.

Sólo el que se nos ha querido dar a conocer y que ‘habitando en una luz inaccesible’ (1 Tim 6, 16) es en Sí mismo por encima de todo nombre, de todas las cosas y de toda inteligencia creada. puede darnos el conocimiento justo y pleno de Sí mismo, revelándose como Padre, Hijo y Espíritu Santo, a cuya eterna vida nosotros estamos llamados, por su gracia, a participar, aquí abajo en la oscuridad de la fe y, después de la muerte, en la luz perpetua.(Cfr. Pablo VI, Credo.).

2. Dios, que para nosotros es incomprensible, ha querido revelarse a Sí mismo no sólo como único creador y Padre omnipotente, sino también como Padre, Hijo y Espíritu Santo. En esta revelación la verdad sobre Dios, que es amor, se desvela en su fuente esencial: Dios es amor en la vida interior misma de una única Divinidad.

Este amor se revela como una inefable comunión de Personas.

3. Este misterio -el más profundo: el misterio de la vida íntima de Dios mismo- nos lo ha revelado Jesucristo: ‘El que está en el seno del Padre, se le ha dado a conocer’ (Jn 1, 18). Según el Evangelio de San Mateo, las últimas palabras, con las que Jesucristo concluye su misión terrena después de la resurrección, fueron dirigidas a los Apóstoles: ‘Id. y enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo'(Mt 28, 18). Estas palabras inauguraban la misión de la Iglesia, indicándole su compromiso fundamental y constitutivo. La primera tarea de la Iglesia es enseñar y bautizar -y bautizar quiere decir ‘sumergir’ (por eso, se bautiza con agua)- en la vida trinitaria de Dios.

Jesucristo encierra en estas últimas palabras todo lo que precedentemente había enseñado sobre Dios: sobre el Padre, sobre el Hijo y sobre el Espíritu Santo. Efectivamente, había anunciado desde el principio la verdad sobre el Dios único, en conformidad con la tradición de Israel. A la pregunta: ‘¿Cuál es el primero de todos los mandamientos?’, Jesús había respondido: ‘El primero es: Escucha Israel: el Señor, nuestro Dios, es el único Señor’ (Mc 12, 29). Y al mismo tiempo Jesús se había dirigido constantemente a Dios como a ‘su Padre’, hasta asegurar: ‘Yo y el Padre somos una sola cosa’ (Jn 10, 30). Del mismo modo había revelado también al ‘Espíritu de verdad, que procede del Padre’ y que -aseguró- ‘yo os enviaré de parte del Padre’ (Jn 15, 26).

4. Las palabras sobre el bautismo ‘en nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo’, confiadas por Jesús a los Apóstoles al concluir su misión terrena, tienen un significado particular, porque han consolidado la verdad sobre la Santísima Trinidad, poniéndola en la base de la vida sacramental de la Iglesia. La vida de fe de todos los cristianos comienza en el bautismo, con la inmersión en el misterio del Dios vivo. Lo prueban las Cartas apostólicas, ante todo las de San Pablo. Entre las fórmulas trinitarias que contienen, la más conocida y constantemente usada en la liturgia, es la que se halla en la segunda Carta a los Corintios: ‘La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor de Dios (Padre) y la comunión del Espíritu Santo est con todos vosotros’ (2 Cor 13,13). Encontramos otras en la primera Carta a los Corintios; en la de los Efesios y también en la primera Carta de San Pedro, al comienzo del primer capítulo.

Como un reflejo, todo el desarrollo de la vida de oración de la Iglesia ha asumido una conciencia y un aliento trinitario: en el Espíritu, por Cristo, al Padre.

5. De este modo, la fe en el Dios uno y trino entró desde el principio en la Tradición de la vida de la Iglesia y de los cristianos. En consecuencia, toda la liturgia ha sido -y es- por su esencia, trinitaria, en cuanto que es la expresión de la divina economía. Hay que poner de relieve que a la comprensión de este supremo misterio de la Santísima Trinidad ha contribuido la fe en la redención, es decir, la fe en la obra salvífica de Cristo. Ella manifiesta la misión del Hijo y del Espíritu Santo que en el seno de la Trinidad eterna proceden ‘del Padre’, revelando la ‘economía trinitaria’ presente en la redención y en la santificación. La Santa Trinidad se anuncia ante todo mediante la sotereología, es decir, mediante el conocimiento de la ‘economía de la salvación’, que Cristo anuncia y realiza en su misión mesiánica. De este conocimiento arranca el camino para el conocimiento de la Trinidad ‘inmanente’, del misterio de la vida íntima de Dios.

6. En este sentido el Nuevo Testamento contiene la plenitud de la revelación trinitaria. Dios, al revelarse en Jesucristo, por una parte desvela quién es Dios para el hombre y, por otra, descubre quién n es Dios en Sí mismo, es decir, en su vida íntima. La verdad ‘Dios es amor’ (1 Jn 4, 16), expresada en la primera Carta de Juan, posee aquí el valor de clave de bóveda. Si por medio de ella se descubre quién n es Dios para el hombre, entonces se desvela también (en cuanto es posible que la mente humana lo capte y nuestras palabras lo expresen), quién es El en Sí mismo. El es Unidad, es decir, Comunión del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

7. El Antiguo Testamento no reveló esta verdad de modo explícito, pero la preparó, mostrando la Paternidad de Dios en la Alianza con el Pueblo, manifestando su acción en el mundo con la Sabiduría, la Palabra y el Espíritu (Cfr., p.e., Sab. 7, 22-30; 12, 1: Prov 8, 22-30; Sal 32, 4-6; 147, 15; Is 55, 11;11, 2; Sir 48, 12). El Antiguo Testamento principalmente consolidó ante todo en Israel y luego fuera de él la verdad sobre el Dios único, el quicio de la religión monoteísta. Se debe concluir, pues, que el Nuevo Testamento trajo la plenitud de la revelación sobre la Santa Trinidad y que la verdad trinitaria ha estado desde el principio en la raíz de la fe viva de la comunidad cristiana, por medio del bautismo y de la liturgia. Simultáneamente iban las reglas de la fe, con las que nos encontramos abundantemente tanto en las Cartas apostólicas, como en el testimonio del kerigma, de la catequesis y de la oración de la Iglesia.

8. Un tema aparte es la formación del dogma trinitario en el contexto de la defensa contra las herejías de los primeros siglos. La verdad sobre Dios uno y trino es el más profundo misterio de la fe y también el más difícil de Comprender: se presentaba, pues, la posibilidad de interpretaciones equivocadas, especialmente cuando el cristianismo se puso en contacto con la cultura y la filosofía griega. Se trataba de ‘inscribir’ correctamente el misterio del Dios trino y uno ‘en la terminología del será’, es decir, de expresar de manera precisa en el lenguaje filosófico de la poca los conceptos que definían inequívocamente tanto la unidad como la trinidad del Dios de nuestra Revelación.

Esto sucedió ante todo en los dos grandes Concilios Ecuménicos de Nicea (325) y de Constantinopla (381). El fruto del magisterio de estos Concilios es el ‘Credo’ niceno-constantinopolitano, con el que, desde aquellos tiempos, la Iglesia expresa su fe en el Dios uno y trino: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Recordando la obra de los Concilios, hay que nombrar a algunos teólogos especialmente beneméritos, sobre todo entre los Padres de la Iglesia.

9. Del siglo V proviene el llamado Símbolo atanasiano, que comienza con la palabra ‘Quicumque’, y que constituye una especie de comentario al Símbolo niceno-constantinopolitano.

El ‘Credo del Pueblo de Dios’ de Pablo VI confirma la fe de la Iglesia primitiva cuando proclama: ‘Los mutuos vínculos que constituyen eternamente las tres Personas, que son cada una el único e idéntico Ser divino, son la bienaventurada vida íntima de Dios tres veces Santo, infinitamente más allá de todo lo que nosotros podemos concebir según la humana medida’ (Pablo VI. El Credo.): realmente, “inefable y santísima Trinidad – único Dios!.

Dios es Amor – Catequesis de San Juan Pablo II

Acerca de Dios

Dios es Amor

2.X.85

1. ‘Dios es Amor.’: estas palabras, contenidas en uno de los últimos libros del Nuevo Testamento, la Primera Carta de San Juan (4, 16),constituyen como la definitiva clave de bóveda de la verdad sobre Dios, que se abrió camino mediante numerosas palabras y muchos acontecimientos, hasta convertirse en plena certeza de la fe con la venida de Cristo, y sobre todo con su cruz y su resurrección. Son palabras en las que encuentra un eco fiel la afirmación de Cristo mismo: ‘Tanto amó Dios al mundo, que dio su unigénito Hijo, para que todo el que crea en El no perezca sino que tenga la vida eterna'(Jn 3, 16).

La fe de la Iglesia culmina en esta verdad suprema: “Dios es amor!. Se ha revelado a Sí mismo de modo definitivo como Amor en la cruz y resurrección de Cristo. ‘Nosotros hemos conocido y creído en el amor que Dios nos tiene -continúa diciendo el Apóstol Juan en su Primera Carta-. Dios es amor, y el que vive en el amor permanece en Dios, y Dios está en él’ (4,16).

2. La verdad de que Dios es Amor constituye como el ápice de todo lo que fue revelado ‘por medio de los profetas y últimamente por medio del Hijo.’, como dice la Carta a los Hebreos (1, 1). Esta verdad ilumina todo el contenido de la Revelación divina, y en partícula la realidad revelada de la creación y de la Alianza. Si la creación manifiesta la omnipotencia del Dios-Creador, el ejercicio de la omnipotencia se explica definitivamente mediante el amor. Dios ha creado porque podía, porque es omnipotente; pero su omnipotencia estaba guiada por la Sabiduría y movida por el Amor. Esta es obra de la creación. Y la obra de la redención tiene una elocuencia aún más potente y nos ofrece una demostración todavía más radical: frente al mal, frente al pecado de las criaturas permanece el amor como expresión de la omnipotencia. Sólo el amor omnipotente sabe sacar el bien del mal y la vida nueva del pecado y de la muerte.

3. El amor como potencia, que da la vida y que anima, está presente en toda la Revelación. El Dios vivo, el Dios que da la vida a todos los vivientes es Aquel de quien nos hablan los Salmos: ‘Todos ellos aguardan a que les eches comida a su tiempo; se la echas y la atrapan, abres tu mano, y se sacian de bienes; escondes tu rostro, y se espantan, les retiras el aliento, y expiran, y vuelven a ser polvo’ (Sal 103, 27-29). La imagen está tomada del seno mismo de la creación. Y si este cuadro tiene rasgos antropomórficos (como muchos textos de la Sagrada Escritura), este antropomorfismo posee una motivación bíblica: dado que el hombre es creado a imagen y semejanza de Dios, hay una razón para hablar de Dios ‘a imagen y semejanza’ del hombre. Por otra parte, este antropomorfismo no ofusca la transcendencia de Dios: Dios no queda reducido a dimensiones de hombre. Se conservan todas las reglas de la analogía y del lenguaje analógico, así como las de la analogía de la fe.

4. En la Alianza Dios se da a conocer a los hombres, ante todo a los del Pueblo elegido por El. Siguiendo una pedagogía progresiva, el Dios de la Alianza manifiesta las propiedades de su ser, las que suelen llamarse atributos. Estos son ante todo atributos de orden moral, en los cuales se revela gradualmente el Dios-Amor. Efectivamente, si Dios se revela -sobre todo en la alianza del Sinaí- como Legislador, Fuente suprema de la Ley, esta autoridad legislativa encuentra su plena expresión y confirmación en los atributos de la actuación divina que la Sagrada Escritura nos hace reconocer.

Los manifiestan los libros inspirados del Antiguo Testamento. Así, por ejemplo, leemos en el libro de la Sabiduría: ‘Porque tu poder es el principio de la justicia y tu poder soberano te autoriza para perdonar a todos. Tú, Señor de la fuerza, juzgas con benignidad y con mucha indulgencia nos gobiernas, pues cuando quieres tienes el poder en la mano’ (12, 16.18).

Y también: ‘El poder de tu majestad ¿Quién lo contará, y quién podrá enumerar sus misericordias’ (Sir 18, 4).

Los escritos del Antiguo Testamento ponen de relieve la justicia de Dios, pero también su clemencia y misericordia.

Subrayan especialmente la fidelidad de Dios a la alianza, que es un aspecto de su ‘inmutabilidad’ (Cfr., p.ej., Sal 110, 7-9; Is 65, 1-2, 16-19).

Si hablan de la cólera de Dios, ésta es siempre la justa cólera de un Dios que, además, es ‘lento a la ira y rico en piedad’ (Sal 144, 8). Si, finalmente siempre en la mencionada concepción antropomórfica, ponen de relieve los ‘celos’ del Dios de la Alianza hacia su pueblo, lo presentan siempre como un atributo del amor: ‘el celo del Señor de los ejércitos’ (Is 9, 7).

Ya hemos dicho anteriormente que los atributos de Dios no se distinguen de su Esencia; por eso, sería más correcto hablar no tanto del Dios justo, fiel, clemente, cuanto del Dios que es justicia, fidelidad, clemencia, misericordia, lo mismo que San Juan escribió que ‘Dios es amor’ (1 Jn 4, 16).5.

El Antiguo Testamento prepara a la revelación definitiva de Dios como Amor con abundancia de textos inspirados. En uno de ellos leemos: ‘Tienes piedad de todos, porque todo lo puedes. Pues amas todo cuanto existe y nada aborreces de lo que has hecho; pues si hubieses odiado alguna cosa, no la habrías formado. ¿Y cómo podría subsistir nada si Tú no quisieras?. Pero a todos perdonas, porque son tuyos, Señor amigo de la vida’ (Sab 11, 23-26).

¿Acaso no puede decirse que en estas palabras del libro de la Sabiduría, a través del ‘Ser’ creador de Dios, se transparenta ya con toda claridad Dios-Amor (Amor-Caritas)?.

Pero veamos otros textos, como el del libro de Jonás: “Sabía que Tú eres Dios clemente y misericordioso, tardo a la ira, de gran piedad, y que te arrepientes de hacer el mal’ (Jon 4, 2).

O también el Salmo 144: ‘El Señor es clemente y misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad; el Señor es bueno con todos, es cariñoso con sus criaturas’ (Sal 144, 8-9).

Cuanto más nos adentramos en la lectura de los escritos de los Profetas Mayores, tanto más se nos descubre el rostro de Dios-Amor. He aquí cómo habla el Señor por boca de Jeremías a Israel: ‘Con amor eterno te amo, por eso te he mantenido con fervor (hesed) (Jer 31, 3).

Y he aquí las palabras de Isaías: ‘Sión de Cía: el Señor me ha abandonado, y mi Señor se ha olvidado de mí. Puede acaso una mujer olvidarse de su niño, no compadecerse del hijo de sus entrañas?. Aunque ellas se olvidaran, yo no te olvidaría’ (Is 49, 14-15). Qué significativa es en las palabras de Dios esta referencia al amor materno: la misericordia de Dios, además de a través de la paternidad, se hace conocer también por medio de la ternura inigualable de la maternidad. Dice Isaías: ‘Que se retiren los montes, que tiemblen los collados, no se apartará de ti mi amor, ni mi alianza de paz vacilará, dice el Señor que se apiada de ti’ (Is 54, 10).

6. Esta maravillosa preparación desarrollada por Dios en la historia de la Antigua Alianza, especialmente por medio de los Profetas, esperaba el cumplimiento definitivo. Y la palabra definitiva del Dios-Amor vino con Cristo. Esta palabra no se pronunció solamente sino que fue vivida en el misterio pascual de la cruz y de la resurrección. Lo anuncia el Apóstol: ‘Dios, que es rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, y estando nosotros muertos por nuestros delitos, nos dio vida por Cristo: de gracia habéis sido salvados’ (Ef 2, 4-5).

Verdaderamente podemos dar plenitud a nuestra profesión de fe en ‘Dios Padre omnipotente, creador del cielo y de la tierra’ con la estupenda definición de San Juan ‘Dios es amor’ (1 Jn 4, 16).

Conocer la vida contemplativa

Conocer la vida contemplativa

Radiomensaje a las religiosas de clausura

DEL SUMO PONTÍFICE PÍO XII (*)

19-7-1958

Cediendo de buena voluntad a vuestras instancias, Nos regocijamos, queridas hijas, al dirigir hoy la palabra a todas las religiosas del mundo católico y hablaros del asunto que más íntimamente tenéis en vuestro corazón: vuestra vocación a la vida contemplativa.

Cuántas veces, quizá, habéis envidiado la dicha de los peregrinos que se reunían, ya en las espaciosas naves de la Basílica de San Pedro, ya en las salas del Vaticano, para manifestarnos su orgullo de pertenecer a la Iglesia Católica Romana y su alegría al escuchar la palabra de su Pastor Supremo. Ahora, Nos recordamos vuestros tres mil doscientos monasterios diseminados en el mundo entero y, en cada uno de ellos, vuestros grupos reunidos, audiencia invisible y silenciosa, pero vibrante por la caridad que os une. ¿Cómo no habíais de estar vosotras presentes en Nuestro pensamiento y en Nuestro corazón, vosotras que formáis en la Iglesia una porción escogida y llamada a participar más estrechamente en el misterio de la Redención? Así, pues, con todo nuestro paternal afecto, querríamos hablaros acerca de la vida religiosa, idéntica para todas en sus elementos esenciales, pero matizada en las diferentes Órdenes con perfiles diversos según la inspiración de los fundadores y las circunstancias históricas por las cuales ha atravesado su obra.

La vida contemplativa canónica es un camino hacia Dios, una ascensión con frecuencia austera y dura, pero donde el trabajo cotidiano, fundado en las promesas divinas, se ilumina ya con la posesión, oscura todavía, pero cierta, de Aquel hacia el cual tendéis con todas vuestras fuerzas, Dios. Para mejor corresponder a vuestra vocación, esperáis de Nos palabras que os ayuden a comprenderla mejor, a amarla con un amor más puro y generoso y a realizarla más perfectamente en todas y cada una de vuestras actividades.

Esta ascensión hacia Dios no es el simple movimiento de la creación inanimada, ni solo ímpetu de los seres dotados de razón, que le reconocen como su Creador y le adoran como Ser Infinito que trasciende sin medida todo lo que existe de grande, de hermoso y de bueno 1. Es más que la elevación de la vida cristiana ordinaria, o que la misma tendencia a la perfección en general; es un ideal de vida determinado, por las leyes de la Iglesia y por eso se llama vida contemplativa canónica. Sin embargo, lejos de realizarse en un tipo determinado, tal vida reviste diversas formas según las características y los rasgos propios de las diversas familias contemplativas, como, por ejemplo, entre las Ordenes femeninas, las Carmelitas, las Clarisas, las Cistercienses, las Cartujas, las Benedictinas, las Dominicas las Ursulinas. Esta vida contemplativa, diversificada según las familias religiosas -y aún en cada una de ellas, según sus miembros- es un camino que conduce a Dios; es Dios quien constituye su principio y su fin, quien sostiene sus fervores y la llena por completo.

PARTE I: CONOCER LA VIDA CONTEMPLATIVA

Queremos primeramente hablaros del conocimiento dentro de la vida contemplativa como camino que conduce a Dios. Para vivir plenamente el ideal que os proponéis, es menester que conozcáis lo que sois y lo que proponéis alcanzar.

La Constitución Apostólica “Sponsa Christi”, del 1° de noviembre de 1950 2, en la primera parte, contiene una expresión del estado de las vírgenes consagradas a Dios, desde los orígenes del cristianismo hasta las recientes formas de la institución monacal. Sin repetir lo que entonces escribimos, llamamos vuestra atención sobre el interés que tiene para vosotras el conocimiento, aunque sea sumario, de la evolución de la vida religiosa femenina y de los diferentes aspectos que tomó en el curso del tiempo. Así apreciaréis mejor la dignidad de vuestro estado, la originalidad de la Orden a que pertenecéis, y sus vínculos con toda la tradición católica.

Nos detendremos solamente aquí en los principios generales que permiten precisar, con respecto a otros géneros de vida, la naturaleza de esta que vosotras vivís. Para ello detengámonos en la doctrina tan sobria y tan segura de Santo Tomás. Según este Maestro de la Teología Católica, la actividad humana puede distinguirse en vida activa y vida contemplativa, de la misma manera que en la inteligencia humana, que constituye la parte propia del hombre, pueden considerarse dos aspectos, activo o pasivo. Ella se ordena, en efecto, tanto al conocimiento de la verdad, obra de la inteligencia contemplativa, como a la acción exterior que procede el entendimiento práctico o activo 3. Pero para Santo Tomás, la vida contemplativa, lejos de encerrarse en un intelectualismo sin alma y limitado a la especulación abstracta, pone en juego también la afectividad, el corazón. Y encuentra la razón de ello en la naturaleza misma del hombre, porque es la voluntad la que hace obrar a las otras facultades humanas; es ella la que moverá a la inteligencia a ejercer sus actos. La voluntad pertenece al dominio de la afectividad; y así es el amor el que mueve la inteligencia en su ejercicio: ya sea amor a la cosa conocida. Citando a San Gregorio, S. Tomás muestra la parte que tiene el amor de Dios de la vida contemplativa: “en cuanto que por el amor de Dios el hombre se inflama en el deseo de contemplar su hermosura”. El amor de Dios que Santo Tomás pone al principio de la contemplación, lo pone también a su término: la contemplación se completa en el gozo y la quietud que gusta cuando ella posee el objeto amado 4. Así, la vida contemplativa está penetrada completamente de la caridad divina que inspira sus caminos y recompensa sus esfuerzos.

El objeto de la contemplación para Santo Tomás, es principalmente la verdad divina, fin último de toda la vida humana; como disposiciones preparatorias, requiere en el hombre el ejercicio de las virtudes morales; en sus progresáis, se sirve de los otros actos de la inteligencia; antes de llegar al término de su especulación, se apoya en las obras visibles de la creación, reflejo de las realidades invisibles 5; pero su perfección última la encuentra únicamente en la contemplación de la verdad divina, bienaventuranza suprema del espíritu humano 6. ¡Cuántas incomprensiones, cuánta estrechez de miras, cuántos juicios erróneos se evitarían sí, cuando se habla de vida contemplativa, se tuviese cuidado de recordar la doctrina del Doctor Angélico, de la cual Nos hemos recordado los riesgos esenciales!

Debemos ahora determinar en qué consiste la vida contemplativa canónica que vosotras practicáis. Tomamos su definición de la Constitución Apóstólica “Sponsa Christi”, en el artículo 2, p. 2 de los Estatutos generales para las monjas: “Con el nombre de vida contemplativa canónica se entiende, no esa vida interior y teologal a la cual todas las almas que viven en religión y aun en el mundo, están llamadas, y que cada una puede llevar consigo misma a todas partes; sino la profesión externa de vida religiosa que, tanto por la clausura cuanto por los ejercicios de piedad, oración y mortificación, como también por los trabajos a los cuales las monjas deben dedicarse, está dirigida a la contemplación interior, de tal manera que toda la vida y toda la actividad puedan fácilmente y deban eficazmente estar penetradas por la prosecución de este fin” 7. Las artículos siguientes enumeran una serie de elementos propios del estado monacal: los votos solemnes de religión, la clausura papal, el oficio divino, la autonomía de los monasterios, el trabajo monástico, y, en fin, el apostolado. Nuestra intención no es detenernos en cada uno de estos puntos, sino hacer una breve exégesis de la definición antes citada.

Precisemos primero lo que no es la vida contemplativa canónica.

No es, dice el texto, esa vida interior y teologal a la cual todas las almas que viven en religión aun en el mando están llamadas, y que cada uno puede llevar consigo mismo a todas partes 8.

La Constitución Sponsa Christi no añade a esta parte negativa ninguna distinción: da a entender claramente que no tratará ese aspecto de la vida religiosa, y que no se dirige por consiguiente a quienes la practican exclusivamente. Precisa, además, que todos están invitados a ella por Cristo, aun los que viven en el mundo, sea cual fuere su estado, aunque estén casados. Pero ya que la Constitución no habla de eso, Nos querríamos indicar la existencia de una forma de vida contemplativa practicada en secreto por un reducido número de personas que viven en el mundo. En nuestra alocución del 9 de diciembre de 1957 al II Congreso Internacional de Estados de Perfección 9, dijimos que se encuentran hoy cristianos que se dan a la práctica de los consejos evangélicos por medio de votos privados y secretos que sólo Dios conoce, y se guían, en lo que se refiere a la sumisión de la obediencia y de la pobreza, por personas que la Iglesia juzga aptas para este fin, y a quienes confía el oficio de dirigir a otros en el ejercicio de la perfección. Esas almas hacen vida de perfección cristiana autentica, pero al margen de toda forma canónica de los Estados de Perfección. Y formulamos nuestra conclusión en estos términos: Algunos elementos constitutivos de la perfección cristiana y una tendencia efectiva a su adquisición, no faltan en estos hombres y mujeres; ellos participan, pues, realmente, de esa perfección, aunque no pertenezcan a un estado jurídico o canónico de perfección 10. Podemos confirmar esta observación a propósito de un género de vida en el que se tiende a la perfección por los tres votos y de una manera privada, independientemente de las formas canónicas previstas en la Constitución Apostólica “Sponsa Christi”, pero en la vida contemplativa. Sin duda que las condiciones exteriores necesarias para este género de vida son las de la vida activa, sin embargo es posible encontrarlas. Estas personas no tienen protección de ninguna clausura canónica y practican la soledad y el recogimiento de manera heroica. En el Evangelio de San Lucas encontramos un hermoso ejemplo: el de la profetisa Ana, viuda después de siete años de matrimonio, la cual se retiró al templo donde servía al Señor día y noche, en ayunos y oraciones 11. La Iglesia no desconoce tal forma privada de vida contemplativa a la que otorga, en principio, su aprobación.

La parte positiva del párrafo 2 de la Constitución Sponsa Christi define la vida contemplativa canónica como una profesión externa de vida religiosa que… está ordenada a la contemplación interior, de tal modo que toda la vida y toda la actividad puedan fácilmente y deban eficazmente estar penetradas por este intento. Entre las prescripciones de la disciplina religiosa, el texto enumera la clausura, los ejercicios de piedad, de oración, de mortificación, y, finalmente, los trabajos manuales, a los cuales deben dedicarse las religiosas. Sin embargo, estos puntos particulares no son citados sino como medios al servicio de una realidad esencial: la contemplación interior, Lo que se exige, en primer lugar, es que por la plegaria, la meditación, la contemplación, la religiosa se una a Dios; que todos sus pensamientos y sus acciones sean penetradas de su presencia, y ordenadas a su servicio. Si esto faltare, el alma de la vida contemplativa sería defectuosa, y ninguna prescripción canónica podría suplirla. Es cierto que la vida contemplativa no comprende tan sólo la contemplación, sino que incluye también otros elementos; pero la contemplación ocupa el primer lugar entre ellos; más aun la llena totalmente; no en el sentido de que no permita pensar ni hacer otra cosa, sino porque ella es, en último análisis, la que le da su significado, su valor, su orientación. La preponderancia de la meditación y de la contemplación de Dios y de las verdades divinas sobre los otros medios de perfección, sobre todas las prácticas, sobre todas las formas de organización y de reunión: he ahí lo que Nos queremos señalar y fomentar con toda Nuestra autoridad. Si vuestro ser no está anclado en Dios, si vuestro espíritu no se vuelve incesantemente hacia Él, como hacia un polo de atracción irresistible, se tendrá que decir de vuestra vida contemplativa aquello que San Pablo, en su primera Epístola a los Corintios, decía de ciertos cristianos, que apreciaban falsamente los dones espirituales y descuidaban el poner la caridad en primer lugar: Si no tengo caridad, no soy más que un bronce que suena, o una campana que retiñe… Si no tengo caridad, aquello no me sirve de nada 12. Sin duda alguna, una vida contemplativa sin verdadera contemplación, merecería que se dijese de ella: no sirve para nada.

Del mismo modo que el cuerpo humano provisto de todos sus órganos, pero privado de la alma, no es un hombre, así, todas las reglas y todos los ejercicios de una orden religiosa no constituyen la vida contemplativa si falta la contemplación, que es el principio vital.

Si comentarios teóricos como el que Nos acabamos de exponer, pueden contribuir a enriquecer vuestro conocimiento de la vida contemplativa, la práctica cotidiana de vuestra vocación os ofrece, por su parte, enseñanzas abundantes y variadas. A través de los siglos, santas mujeres han llegado, por la observancia fiel de sus reglas y constituciones –fueran Carmelitas, Cistercienses, Cartujas, Benedictinas, Clarisas, Dominicas o Ursulinas- a una inteligencia profunda de la naturaleza y de las exigencias de la vida contemplativa canónica. Desde la entrada en el claustro, las candidatas son instruidas en las reglas y usos propios de su Orden, y esta formación del espíritu y de la voluntad, comenzada en el noviciado, continúa durante toda la vida religiosa. Tal es el fin de las instrucciones y de la dirección espiritual que son dadas por las Superioras de la Orden, o por las sacerdotes, confesores, directores de almas, predicadores de retiros. Las religiosas que viven de una espiritualidad propia, reciben, la mayor parte del tiempo, dirección y consejo de sacerdotes pertenecientes a la rama masculina de la Orden y que poseen la misma espiritualidad.

Por lo demás, a través de los siglos, la Iglesia cultiva particularmente la Teología Mística, que se considera no solamente útil, sino necesaria en la dirección de las contemplativas; ella, en efecto, les da orientaciones seguras y rinde grandes servicios para desviar las ilusiones, y distinguir lo sobrenatural auténtico, de los estados patológicos. En este delicado terreno, también las mujeres han prestado señalados servicios a la teología y a los directores de almas. Baste mencionar aquí los escritos de la gran Teresa de Ávila, que, como se sabe, para superar las cuestiones difíciles de la vida contemplativa, prefería los avisos de un teólogo experimentado, a los de un místico, desprovisto de una ciencia teológica clara y segura.

Para profundizar por medio de la práctica cotidiana, en el sentido de la vida contemplativa, importa permanecer abierto a las enseñanzas recibidas, escucharlas con atención y con deseo de penetrarlas, cada una según su grado de formación anterior y su capacidad. Sería igualmente erróneo querer que se mire más alto o más bajo, pretender que se siga sólo un camino idéntico para todas, y exigir de todas los mismos esfuerzos. Las Superioras, responsables de la formación de sus súbditas, sabrán guardar un justo medio: no exigirán demasiado a las naturalezas simples, ni las constreñirán a sobrepasar sus límites de capacidad. Asimismo, no obligarán a una asiática o una africana a adoptar actitudes religiosas del todo semejantes a las que adopta naturalmente una europea. A una joven de esmerada educación y provista de extensa cultura, no se la deberá mantener en una forma de contemplación suficiente para quienes no tienen los mismos dones.

Se llega a veces a citar las invectivas de San Pablo contra la sabiduría del mundo, en su primera Carta a los Corintios, para detener el legítimo deseo de las monjas de lograr un grado de vida contemplativa conforme a sus aptitudes. Se les repiten las palabras del Apóstol: “Nosotros predicamos a Cristo crucificado” (I Corintios 2, 23), o estas otras: “No he querido saber nada entre vosotros, sino a Jesucristo y éste Crucificado” (I Corintios 2, 2). Mas esto es no entender la intención de San Pablo, que denuncia las vanas pretensiones de la ciencia humana. El deseo de poseer una formación espiritual adecuada, nada tiene de reprensible y en nada se opone al espíritu de humildad y renuncia que exige el sincero amor a la Cruz de Cristo.

Terminamos aquí, amadas hijas, la primera parte de nuestra exposición, e invocamos sobre vosotras las luces del Espíritu Santo, para que os ayude a comprender el esplendor de vuestra vocación y a vivirla plenamente. En prenda de estos favores, os otorgamos, de todo corazón nuestra Paternal Bendición Apostólica.

 

El Dios de la Alianza – Catequesis de San Juan Pablo II

Acerca de Dios

El Dios de la Alianza

5.IX.85

1. En nuestras catequesis tratamos de responder de modo progresivo a la pregunta: ¿Quién es Dios?. Se trata de una respuesta auténtica, porque se funda en la palabra de la auto-revelación divina. Esta respuesta se caracteriza por la certeza de la fe, pero también por la convicción del entendimiento humano iluminado por la fe.

2. Volvamos una vez más al pie del monte Horeb, donde Moisés que apacentaba la grey, oyó en medio de la zarza ardiente la voz que decía: ‘Quita las sandalias de tus pies, que el lugar en que estás es tierra santa’ (Ex 3, 5). La voz continuó: ‘Yo soy el Dios de tus padres, el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob’. Por lo tanto, es el Dios de los padres quién envía a Moisés a liberar a su pueblo de la esclavitud egipcia.

Sabemos que, después de haber recibido esta misión, Moisés preguntó a Dios su nombre. Y recibió la respuesta: ‘Yo soy el que soy’. En la tradición exegética, teológica y magisterial de la Iglesia, que fue asumida también por Pablo VI en el ‘Credo del Pueblo de Dios’ (1968), esta respuesta se interpreta como la revelación de Dios como el ‘Ser’

En la respuesta dada por Dios: ‘Yo soy el que soy’, a la luz de la historia de la salvación se puede leer una idea más rica y más precisa. Al enviar a Moisés en virtud de este Nombre, Dios -Yahvéh- se revela sobre todo como del Dios de la Alianza: “Yo soy el que soy para vosotros’; estoy aquí como Dios deseoso de la alianza y de la salvación, como el Dios que os ama y os salva. Esta clave de lectura presenta a Dios como un Ser que es Persona y se auto-revela a personas, a las que trata como tales. Dios, ya al crear el mundo, en cierto sentido salió de su propia ‘soledad’, para comunicarse a Sí mismo, abriéndose al mundo y especialmente a los hombres creados a su imagen y semejanza (Gen 1, 26). En la revelación del Nombre ‘Yo soy el que soy’ (Yahvéh), parece poner de relieve sobre todo la verdad de que Dios es el Ser-Persona que conoce, ama, atrae hacia sí a los hombres, el Dios de la Alianza.

3. En el coloquio con Moisés prepara una nueva etapa de la Alianza con los hombres, una nueva etapa de la historia de la salvación. La iniciativa del Dios de la Alianza, efectivamente, va rimando la historia de la salvación a través de numerosos acontecimientos, como se manifiesta en la IV Plegaria Eucarística con las palabras; “Reiteraste tu alianza a los hombres’.

Conversando con Moisés al pie del monte Horeb, Dios -Yahvéh- se presenta como ‘el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob’, es decir, el Dios que había hecho una Alianza con Abrahán (Cfr. Gen 17, 1-14) y con sus descendientes, los patriarcas, fundadores de las diversas estirpes del pueblo elegido, que se convirtió en Pueblo de Dios.

4. Sin embargo, las iniciativas del Dios de la Alianza se remontan incluso antes de Abrahán. El libro del Génesis registra la Alianza con Noé después del diluvio (Cfr. Gen 9, 1-17). Se puede hablar también de la Alianza originaria antes del pecado original (Cfr. Gen 2, 15-17). Podemos afirmar que la iniciativa del Dios de la Alianza sitúa, desde el principio, la historia del hombre en la perspectiva de la salvación. La salvación es comunión de vida sin fin con Dios; cuyo símbolo estaba representado en el paraíso por el ‘árbol de la vida’ (Cfr. Gen 2, 9). Todas las alianzas hechas después del pecado original confirman, por parte de Dios, la misma voluntad de salvación. El Dios de la Alianza es el Dios ‘que se dona’ al hombre de modo misterioso: El Dios de la revelación y el Dios de la gracia. No sólo se da a conocer al hombre, sino que lo hace partícipe de su naturaleza divina (2 Pe 1, 4).

5. La Alianza llega a su etapa definitiva en Jesucristo: la ‘nueva’ y ‘eterna alianza’ (Heb 12, 24; 13, 20). Ella da testimonio de la total originalidad de la verdad sobre Dios que profesamos en el ‘Credo’ cristiano. En la antigüedad pagana la divinidad era más bien el objeto de la aspiración del hombre. La revelación del Antiguo y todavía más del Nuevo Testamento muestra a Dios que busca al hombre, que se acerca a él. Es Dios quien quiere hacer la alianza con el hombre: ‘Ser vuestro Dios y vosotros seréis mi pueblo’ (Lev 26, 12); ‘Ser su Dios y ellos serán mi pueblo’ (2 Cor 6, 16).

6. La Alianza es, igual que la creación, una iniciativa divina completamente libre y soberana. Revela de modo aún más eminente la importancia y el sentido de la creación en las profundidades de la libertad de Dios. La Sabiduría y el Amor, que guían la libertad transcendente de Dios-Creador, resaltan aún más en la transcendente libertad del Dios de la Alianza.

7. Hay que añadir también que si mediante la Alianza, especialmente la plena y definitiva en Jesucristo, Dios se hace de algún modo inmanente con relación al mundo, El conserva totalmente la propia transcendencia. El Dios encarnado, y más aún el Dios Crucificado, no sólo sigue siendo un Dios incomprensible e inefable, sino que se convierte todavía en más incomprensible e inefable para nosotros precisamente en cuanto que se manifiesta como Dios de un infinito, inescrutable amor.

8. No queremos anticipar temas que constituirán el objeto de futuras catequesis. Volvemos de nuevo a Moisés. La revelación del Nombre de Dios al pie del monte Horeb prepara la etapa de la Alianza que el Dios de los Padres estrecharía con su pueblo en el Sinaí. En ella se pone de relieve de manera fuerte y expresiva el sentido monoteísta del ‘credo’ basado en la Alianza: ‘creo en un sólo Dios’: Dios es uno, es único.

He aquí las palabras del Libro del Éxodo: ‘Yo soy el Señor, tu Dios, que te ha sacado de la tierra de Egipto, de la casa de la servidumbre. No tendrás otro Dios que a mí’ (Ex 20, 2-3). En el Deuteronomio encontramos la fórmula fundamental del ‘Credo’ veterotestamentario expresado con las palabras: ‘Oye, Israel: el Señor es nuestro Dios, el Señor es único’ (6, 4; cfr. 4, 39-40).

Isaías dará a este ‘Credo’ monoteísta del Antiguo Testamento una magnífica expresión profética: ‘Vosotros sois mis testigos -dice Yahvéh- mi siervo, a quien yo elegí, para que aprendáis y me creáis y comprendáis que soy yo. Antes de mí no fue formado Dios alguno, ninguno habrá después de mí. Yo, yo soy el Señor, y fuera de mí no hay salvador. Vosotros sois mis testigos, dice Yahvéh, y yo Dios desde la eternidad y también desde ahora lo soy’ (Is 45, 22).

9. Esta verdad sobre el único Dios constituye el depósito fundamental de los dos Testamentos. En la Nueva Alianza lo expresa, por ejemplo, San Pablo con las palabras: “Un Dios y Padre de todos, que está sobre todos, por todos y en todos’ (Ef 4, 6). Y siempre es Pablo el que combatía el politeísmo pagano(Cfr. Rom 1, 23; Gal 3, 8), con no menor ardor del que se halla presente en el antiguo Testamento, quien con igual firmeza proclama que este Único verdadero Dios ‘es Dios de todos, tanto de los circuncisos como de los incircuncisos, tanto de los judíos como de los paganos’ (Cfr. Rom. 3, 29-30). La revelación de un sólo verdadero Dios, dada en la Antigua Alianza al pueblo elegido de Israel, estaba destinada a toda la humanidad, que encontraría en el monoteísmo la expresión de la convicción a la que el hombre puede llegar también con la luz de la razón: porque si Dios es el ser perfecto, infinito, subsistente, no puede ser más que Uno. En la Nueva Alianza, por obra de Jesucristo, la verdad revelada en el Antiguo Testamento se ha convertido en la fe de la Iglesia universal, que confiesa: ‘creo en un sólo Dios’.

El contemplativo, reflejo de la misericordia del Padre (II)

El contemplativo,

reflejo de la misericordia del Padre

(Segunda parte)

R.P. José Giunta

Monasterio de Nuestra Señora del Socorro

  1. Práctica de la misericordia por los contemplativos
Hno. Rafael35
“…Nos referimos a aquellos que, por vocación, se han consagrado a Dios por medio de la oración, la penitencia y la reparación en los conventos y monasterios.”

Es obvio que al hablar de “contemplativos” no nos estamos refiriendo a aquellos que viven en el mundo llevando adelante distintas obras de misericordia, como son hospitales, escuelas, asilos de ancianos, atención a los pobres, etc., quienes pueden y deben ser verdaderos contemplativos en sus distintos apostolados.  Nos referimos a aquellos que, por vocación, se han consagrado a Dios por medio de la oración, la penitencia y la reparación en los conventos y monasterios.

La vida contemplativa, como no podría ser de otro modo, no está exenta de la práctica de las obras de misericordia. San Benito prescribe en el capítulo IV de su Regla algunas de ellas. En efecto, escribe el Padre del monacato occidental, hablando de los instrumentos de las buenas obras:

“Regalar a los pobres. Vestir al desnudo. Visitar a los enfermos.  Enterrar a los muertos. Socorrer al atribulado. Consolar al afligido.” [1]

Al referirse a los huéspedes del monasterio, señala:

“A todos los huéspedes que vienen al monasterio se les recibe como a Cristo, porque él dirá: fui forastero y me hospedasteis. A todos les darán el trato adecuado, sobre todo a los hermanos en la fe y a los extranjeros. Cuando se anuncie la llegada de un huésped acudan a su encuentro el superior y los hermanos con las mayores muestras de caridad… Póngase el máximo cuidado y atención en recibir a pobres y extranjeros, porque de modo especial en ellos se recibe a Cristo.”[2]

Sobre la atención a los enfermos, manda:

“Ante todo y por encima de todo se debe cuidar de los enfermos, para que de verdad se les sirva como a Cristo, porque él dijo: Estuve enfermo y me visitasteis, y: cada vez que lo hicisteis con uno de estos mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis. Pero recuerden también los enfermos que se les sirve en atención a Dios, y no angustien con sus caprichos a los hermanos que les sirven. No obstante, se les debe soportar con paciencia, porque en con ellos se adquiere una mayor recompensa.”[3]

Sobre la corrección fraterna:

“Si algún hermano recalcitrante, o desobediente, o soberbio, o murmurador, o infractor en algo de la santa regla y de los preceptos de los ancianos demostrara con ello una actitud despectiva, siguiendo el mandato del Señor, sea amonestado por sus ancianos por primera y segunda vez. Y, si no se corrigiere, se le reprenderá públicamente. Pero, si ni aún así se enmendare, incurrirá en excomunión, en el caso de que sea capaz de comprender el alcance de esta pena. Pero, si es un obstinado, se le aplicarán castigos corporales.”[4]

Y sobre la paciencia ante las faltas:

“Tolérense con suma paciencia sus flaquezas así físicas como morales.”[5]

Si en la realización de estas obras el monje no llega al ideal propuesto, “jamás desesperar de la misericordia de Dios[6] sino que debe abandonarse humilde y confiadamente en las manos de este Padre rico en misericordia.

Santa Teresa de Jesús, San Juan de la Cruz y Santa Teresa del Niño Jesús, los santos Doctores del Carmelo, hablan de la misericordia de Dios para con ellos, y dan gran importancia a la práctica de la misma para con los demás.

Escribe Santa Teresa a sus hijas:

“Mas bien sabe Su Majestad que sólo puedo presumir de su misericordia; y ya que no puedo dejar de ser la que he sido, no tengo otro remedio sino llegarme a ella y confiar en los méritos de su Hijo y de la Virgen, madre suya, cuyo hábito indignamente trayo y traéis vosotras.”[7]

Ella se sabe “misericordiada” por parte de Dios:

“Acuérdense de sus palabras y miren lo que ha hecho conmigo, que primero me cansé de ofenderle que Su Majestad dejó de perdonarme. Nunca se cansa de dar ni se pueden agotar sus misericordias; no nos cansemos nosotros de recibir.”[8]

“Por donde claro se me representó el excesivo amor que Dios nos tiene en perdonar todo esto, cuando nos queremos tornar a El, y más conmigo que con naide, por muchas causas.”[9]

De allí que, al saberse objeto de esa misericordia divina, practica la misericordia con aquellos que no la entienden o la calumnian:

“… me parece cualquier cosa perdonara yo por que Vos me perdonárades a mí… que todos quedan cortos; aunque los que no saben la que soy, como Vos lo sabéis, piensan que me agravian. Ansí, Padre mío, que de balde me havéis de perdonar; aquí cabe bien vuestra misericordia. Bendito seáis Vos, que tan pobre me sufrís.”[10]

Ella, que había experimentado el perdón de Dios de modo tan particular, no puede entender al alma que no es capaz de perdonar:

“No puedo yo creer que alma que tan junto llega de la mesma misericordia, adonde conoce la que es y lo mucho que le ha perdonado Dios, deje de perdonar luego con toda facilidad y quede allanada en quedar muy bien con quien la injurió”.[11]

San Juan de la Cruz escribe su Oración del Alma Enamorada como un canto a la misericordia infinita de Dios. Es claro que el alma enamorada no puede sino alabar la misericordia divina.

“¡Señor Dios, amado mío! Si todavía te acuerdas de mis pecados para no hacer lo que te ando pidiendo, haz en ellos, Dios mío, tu voluntad, que es lo que yo más quiero, y ejercita tu bondad y misericordia y serás conocido en ellos. Y si es que esperas a mis obras para por ese medio concederme mi ruego, dámelas tú y óbramelas, y las penas que tú quisieras aceptar, y hágase. Y si a las obras mías no esperas, ¿qué esperas, clementísimo Señor mío?; ¿por qué te tardas? Porque si, en fin, ha de ser gracia y misericordia la que en tu Hijo te pido, toma mi cornadillo, pues le quieres, y dame este bien, pues que tú también lo quieres.”[12]

Comentando la canción 31 del Cantico Espiritual afirma:

“… si él por su gran misericordia no nos mirara y amara primero,… y se abajara, ninguna presa hiciera en él el vuelo del cabello de nuestro bajo amor…”[13]

Y en Llama de amor viva agrega:

“Porque cuando uno ama y hace bien a otro, hácele bien y ámale según su condición y propiedades; y así tu Esposo, estando en ti, como quien él es, te hace las mercedes;… siendo misericordioso, piadoso y clemente, sientes su misericordia y piedad y clemencia.”[14]

El experimentar la misericordia de Dios hizo de Juan de Yepes un insigne practicante de la misericordia con los demás.

“A nuestro Juan de Yepes, a lo largo de la vida –con ser hombre retraído, como si no mirase dentro de sí-, se le iban los ojos hacia toda necesidad que pidiese remedio… Tan embebido como andaba siempre en Dios, a la primera ocasión de hacer caridad se volcaba como si se desdoblase y fuese otro”[15]

“No puede ver tristes a sus frailes. Cuando lo está alguno, le llama, sale con él a la huerta  se lo lleva incluso al campo para distraerle y consolarle; ya no para hasta que logra trocar la tristeza en alegría.”[16]

“Sus correcciones van envueltas en espíritu de mansedumbre, in spiritu lenitatis…  Nadie le ha oído jamás una palabra fuerte ni le ha vista alterado al corregir. Sus súbditos, lejos de exacerbarse, reconocen su falta  quedaban decididos a enmendarse. Lejos de andar a la caza de un religioso que fala al silencia para descargar sobre él el peso de las leyes, la han oído toser por el claustro o hacer ruido con el gran rosario que llevaba pendiente de la correa, como un aviso para que los religiosos que estaban hablando fuera de tiempo y lugar se recojan antes de que les vea.

Si, a pesar de esto, sorprende en falta a alguno, le llama a solas y le reprende en particular, evitando que los demás lleguen a enterarse de la falta cometida.”[17]

La tercera Doctora del Carmelo, Santa Teresa de Lisieux, hizo de la misericordia su vocación, como lo hizo del amor:

“Comprendo, sin embargo, que no todas las almas se parezcan; tiene que haberlas de diferentes alcurnias, para honrar de manera especial cada una de las perfecciones divinas.

A mí me ha dado su misericordia infinita, ¡y a través de ella contemplo y adoro las demás perfecciones divinas…! Entonces todas se me presentan radiantes de amor…”[18]

Todo el manuscrito A[19] es una larga meditación de la acción de la misericordia divina en su vida:

“sólo pretendo una cosa: comenzar a cantar lo que un día repetiré por toda la eternidad: “¡¡¡Las misericordias del Señor!!!”…”[20]

“He ahí el misterio de mi vocación, de mi vida entera, y, sobre todo, el misterio de los privilegios que Jesús ha querido dispensar a mi alma… El no llama a los que son dignos, sino a los que él quiere, o, como dice san Pablo: “Tendré misericordia de quien quiera y me apiadaré de quien me plazca. No es, pues, cosa del que quiere o del que se afana, sino de Dios que es misericordioso” (Cta. a los Romanos, cap. IX, v. 15 y 16).”[21]

“me parece que el amor me penetra y me cerca, me parece que ese amor misericordioso me renueva a cada instante, purifica mi alma y no deja en ella el menor rastro de pecado.”[22]

“[Jesús] quería hacer resplandecer en mí su misericordia. Porque yo era débil y pequeña, se abajaba hasta mí y me instruía en secreto en las cosas de su amor.”[23]

En el culmen del camino del amor, se ofrece como víctima al amor misericordioso de Dios. Escribe el día 9 de junio de 1895:

“A fin de vivir en un acto de perfecto amor, yo me ofrezco como víctima de holocausto a tu Amor misericordioso, y te suplico que me consumas sin cesar, haciendo que se desborden sobre mi alma las olas de ternura infinita que se encierran en ti, y que de esa manera llegue yo a ser mártir de tu amor, Dios mío…”[24]

También ella, al saberse misericordiada de Dios, practica la misericordia con sus hermanas de religión:

“Cuanto más unida estoy a él, más amo a todas mis hermanas. Cuando quiero hacer que crezca en mí ese amor, y sobre todo cuando el demonio intenta poner ante los ojos de mi alma los defectos de tal o cual hermana que me cae menos simpática, me apresuro a buscar sus virtudes y sus buenos deseos, pienso que si la he visto caer una vez, puede haber conseguido un gran número de victorias que oculta por humildad, y que incluso lo que a mí me parece una falta puede muy bien ser, debido a la recta intención, un acto de virtud. Y no me cuesta convencerme de ello, pues yo misma viví un día una experiencia que me demostró que no debemos juzgar a los demás.”[25]

“Entonces, para no ceder a la antipatía natural que experimentaba, me dije a mí misma que la caridad no debía consistir en simples sentimientos, sino en obras, y me dediqué a portarme con esa hermana como lo hubiera hecho con la persona a quien más quiero. Cada vez que la encontraba, pedía a Dios por ella, ofreciéndole todas sus virtudes y sus méritos…

No me conformaba con rezar mucho por esa hermana que era para mí motivo de tanta lucha. Trataba de prestarle todos los servicios que podía; y cuando sentía la tentación de contestarle de manera desagradable, me limitaba a dirigirle la más encantadora de mis sonrisas y procuraba cambiar de conversación, pues, como dice la Imitación: Mejor es dejar a cada uno con su idea que pararse a contestar.

Con frecuencia también, fuera de la recreación (quiero decir durante las horas de trabajo), como tenía que mantener relaciones con esta hermana a causa del oficio, cuando mis combates interiores eran demasiado fuertes, huía como un desertor.

Como ella ignoraba por completo lo que yo sentía hacia su persona, nunca sospechó los motivos de mi conducta, y vive convencida de que su carácter me resultaba agradable.”[26]

“La verdad es que en el Carmelo una no encuentra enemigos, pero sí que hay simpatías. Se siente atracción por una hermana, mientras que ante otra darías un gran rodeo para evitar encontrarte con ella, y así, sin darse cuenta, se convierte en motivo de persecución. Pues bien, Jesús me dice que a esa hermana hay que amarla, que hay que rezar por ella, aun cuando su conducta me indujese a pensar que ella no me ama: «Pues si amáis sólo a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores aman a los que los aman». San Lucas, VI.

Y no basta con amar, hay que demostrarlo. Es natural que nos guste hacer un regalo a un amigo, y sobre todo que nos guste dar sorpresas. Pero eso no es caridad, pues también los pecadores lo hacen. Y Jesús nos dice también: «A todo el que te pide, dale, y al que se lleve lo tuyo no se lo reclames».”[27]

“Y ésta es la conclusión que yo saco: en la recreación y en la licencia, debo buscar la compañía de las hermanas que peor me caen y desempeñar con esas almas heridas el oficio de buen samaritano. Una palabra, una sonrisa amable bastan muchas veces para alegrar a un alma triste.”[28]

No hay duda pues, y no podría haberla, que el contemplativo debe practicar las obras de misericordia, tanto corporales como espirituales.

Si bien el monje no siempre tendrá la posibilidad de atender a los pobres que llegan a golpear la puerta del monasterio, o de servir a los huéspedes que se alojan en la hospedería (ya que sólo pueden hacerlo aquellos monjes designados por el Abad o por el Superior), tendrá la posibilidad de visitar y servir al hermano enfermo con caridad, solicitud y paciencia. Por otro lado, le será  siempre posible instruir al que no sabe, aconsejar al necesitado, corregir al que yerra, soportar los defectos ajenos, perdonar las ofensas recibidas, consolar al triste, y rezar por vivos y difuntos. Difícilmente transcurra un día en el monasterio sin tener ocasión de practicar alguna de estas obras espirituales de misericordia.

“La misericordia fluye espontáneamente de la caridad. Es ésta difusiva y tiende a comunicarse y beneficiar a todos de lo que posee. La vida del monasterio, mientras hace imposible su práctica en algunos de sus aspectos, deja en otros un amplio margen a su ejercicio. Sólo el Abad o aquellos a quienes él lo encomiende podrán satisfacer el anhelo de perdigarse con los pobres y desvalidos que llamen a la puerta del monasterio. No obstante, las diferencias naturales existentes entre los monjes siempre ofrecerán óptimas ocasiones para escanciar en el vaso exhausto de un hermano el vino de la alegría espiritual, el aceite suave de la misericordia, mostrándose asequible y generoso en su afecto hacia aquellos a quienes la naturaleza ha dotado escasamente, haciéndose presente en la soledad al que está enfermo: cumpliendo con respeto las últimas demostraciones de honor a los que abandonan la tierra; llevando al espíritu atribulado una palabra de consejo que contribuya a encontrar de nuevo la paz; sosteniendo al afligido con el bálsamo de una palabra buena,  reanimarlo con demostraciones de compresión que le llenen de consuelo. El monje no puede vivir desinteresado de sus hermanos. Es menester que de su pobreza y austeridad sepa sacar y atesorar las riquezas, si no materiales, al menos espirituales, para satisfacer toda necesidad.”[29]

Por otro lado, ya lo hemos mencionado, el monje que es objeto de la misericordia de otro debe saberse también actor de misericordia. Él es, al mismo tiempo, misericordiado y misericordiante, ya que recibe misericordia de los demás monjes y la practica con ellos.

  1. El monje del IVE

Nuestro Directorio de Vida Contemplativa se hace eco de estas enseñanzas sobre las prácticas de obras de misericordia. Hablando de la oración afirma:

“el monje en su oración pedirá no sólo por sí mismo, sino por todos los hombres, recordando permanentemente lo que enseña el Concilio Vaticano II: “…los institutos de vida contemplativa tienen una importancia particular en la conversión de las almas por sus oraciones, porque es Dios quien, por medio de la oración, envía obreros a la mies (cf. Mt. 9,38),  y abre las almas de los no cristianos para escuchar el Evangelio (cf. Act 16,14), y fecunda las palabras de salvación en sus corazones (cf. 1 Cor 3,7)”. Olvidarse de la dimensión apostólica de su consagración a sólo Dios, sería renunciar a la misma, porque en la raíz de su vocación está el pedir por toda la Iglesia.”[30]

Y más adelante:

“Todo monje del Instituto del Verbo Encarnado consagrará su oración y sacrificio por los  grandes temas e intenciones de la Iglesia, especialmente por aquellos dones que ningún mérito sino sólo la oración y la penitencia pueden obtener de Dios: la conversión de los pecadores -sobre todo de las almas consagradas-, las intenciones del Santo Padre, el acrecentamiento en cantidad y calidad de las vocaciones sacerdotales y religiosas y la perseverancia de todos los miembros de la Iglesia. Rezarán y ofrecerán penitencias, por las almas del Purgatorio, por el ecumenismo, por la vida de la Iglesia, por la promoción humana, y otros problemas que hacen a la realización del orden temporal según Dios y a la instauración del Reino de Dios en las almas.”[31]

También se establecen normas sobre las obras de misericordia:

“De acuerdo con la tradición monástica, atiéndase con especial solicitud a los pobres, los  enfermos, y a los desamparados, que manifiestan especialmente la Pasión de Cristo en sus miembros.”[32]

Y siguiendo la tradición benedictina, se nos manda socorrer a los necesitados y alojar a los visitantes:

“regalar a los pobres, vestir al desnudo, visitar a los enfermos, enterrar a los muertos…. Estas actividades no implicarán obras de caridad organizadas o institucionalizadas, sino atención a las personas que espontáneamente asistan al monasterio.[33]

“A todos los huéspedes que llegan al monasterio recíbaseles como al mismo Cristo, pues Él ha de decir: huésped fui y me recibisteis. Y tribútese a todos el honor debido, en especial a nuestros hermanos en la fe y a los peregrinos.”[34]

Sobre la atención a los enfermos, se dice:

“Cuando en el monasterio haya enfermos se les tendrá en la estima que merecen, y serán una fuente de gracia para todos. Los miembros doloridos son los que exigen la primera y más delicada atención, y se los servirá con la conciencia de que es a Cristo en persona a quien se sirve, pues Él mismo quiso identificarse con ellos…  El que sirve a un enfermo lo hará con el mismo afán con que lo haría por Cristo, y si a cambio de sus delicadezas recibe en premio desatenciones y molestias, las recibirá con paciencia y considerará con gozo, ya que precisamente con eso aumenta el mérito.”[35]

A modo de conclusión

El contemplativo ha de ser misericordioso en sus acciones, en sus palabras, en su oración, en su penitencia. Toda su vida, en cualquier lugar o circunstancia,  debe reflejar la misericordia del Padre “rico en misericordia”.

Jesús mismo le reveló a Sor Faustina Kowalska el plan misericordioso a seguir:

Exijo de ti obras de misericordia que deben surgir del amor hacia Mí. Debes mostrar misericordia siempre y en todas partes. No puedes dejar de hacerlo ni excusarte ni justificarte.

Te doy tres formas de ejercer misericordia: la primera, -la acción, la segunda -la palabra, la tercera – la oración. En estas tres formas está contenida la plenitud de la misericordia y es el testimonio irrefutable del amor hacia Mí. De este modo el alma alaba y adora Mi Misericordia.[36]

El alma unida a su divino Esposo y Maestro no quiere otra cosa sino transformarse en El y ser reflejo de su misericordia. Admirablemente expresa Sor Faustina este modo de actuar misericordioso. He aquí sus palabras que constituyen todo un plan de vida para el cristiano, en general, y para el contemplativo, en particular:

“Deseo transformarme toda en Tu misericordia y ser un vivo reflejo de Ti, oh Señor. Que este más grande atributo de Dios, es decir su insondable misericordia, pase a través de mi corazón al prójimo.

 Ayúdame, oh Señor, a que mis ojos sean misericordiosos, para que yo jamás recele o juzgue según las apariencias, sino que busque lo bello en el alma de mi prójimo y acuda a ayudarla.

Ayúdame a que mis oídos sean misericordiosos para que tome en cuenta las necesidades de mi prójimo y no sea indiferente a sus penas y gemidos.

Ayúdame, oh Señor, a que mi lengua sea misericordiosa para que jamás hable negativamente de mis prójimos sino que tenga una palabra de consuelo y perdón para todos.

Ayúdame, oh Señor, a que mis manos sean misericordiosas y llenas de buenas obras para que sepa hacer sólo el bien a mi prójimo y cargue sobre mí las tareas más difíciles y más penosas.

Ayúdame a que mis pies sean misericordiosos para que siempre me apresure a socorrer a mi prójimo, dominando mi propia fatiga y mi cansancio. (…)

Ayúdame, oh Señor, a que mi corazón sea misericordioso para que yo sienta todos los sufrimientos de mi prójimo (…)[37]

San Juan afirma que “Dios es amor” (1Jn 4,8), y San Juan Pablo II nos dice que la misericordia es el segundo nombre del amor[38]. Por tanto, podemos decir que Dios es misericordia.[39] Dios es amor en sí mismo y cuando ese amor se vuelca en la creación, en la redención y en la santificación es misericordia. El amor del Padre que nos ha creado es misericordia; el amor del Hijo que nos ha redimido es misericordia; el amor del Espíritu Santo que nos ha santificado es misericordia. Dios que es el mismo Amor, es la misma Misericordia.

Jesús nos manda amarnos unos a otros como él nos ha amado (cf. Jn 13,24) y, al mismo tiempo, ser misericordiosos como el Padre celestial es misericordioso (cf. Lc 6,36). Amor y misericordia son dos caras de la misma moneda; no pueden separarse, pues fueron inseparables en Dios. Nosotros, criaturas hechas a su imagen y semejanza (cf. Gen 1,26), hemos de reflejarlas en nuestro accionar cotidiano.[40]  Quien ama a Dios y al prójimo debe ser misericordioso; quien no es misericordioso, no ama ni al prójimo ni a Dios. Y quien no ama y no practica la misericordia, un juicio severo le espera, un juicio sin misericordia, como ya lo hemos indicado.[41]

Sólo nos resta elevar nuestra mirada y nuestro corazón a quien es Madre de la Misericordia Encarnada y Madre de misericordia, María Santísima. Ella que, como nadie, experimentó la misericordia divina por estar íntimamente asociada a la pasión de su divino Hijo,[42] y que la practicó como ninguna otra criatura lo ha hecho, nos conceda la gracia de poder nosotros ser instrumentos de misericordia y manifestar al mundo la novedad de la realidad divina: que Dios es Padre, rico en misericordia.

[1] SAN BENITO, Santa Regla, IV, 14-19.

[2] Ibidem, LIII, 1-3-15.

[3] Ibidem, XXXVI, 1-5.

[4] Ibidem XXIII, 1-5. Pueden verse sobre este tema de la corrección de las faltas los capítulos XXIII a XXVIII. El lenguaje usado por San Benito muestra cuán esencial era en su mente la práctica fiel de la obediencia a la Regla y de la caridad entre los hermanos.

[5] Ibidem, LXXII, 5.

[6] Ibidem, IV, 74.

[7] Moradas Terceras, 1,3, en SANTA TERESA DE JESUS, Obras Completas, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid 1986, 488.

[8] Vida, 19,15, Obras Completas, op. cit., 108. En ediciones anteriores de las Obras Completas editadas por la BAC, como las de 1962 y 1979, el texto citado aparece en Vida 19,17, página 77 y 89, respectivamente.

[9] Cuentas de Conciencia, 14,3, Obras Completas, op. cit., 600.

[10] Camino de Perfección, versión del Escorial, 63,2, Obras Completas, op. cit., 391.

[11] Camino de Perfección, versión de Valladolid, 36,12, Obras Completas, op. cit., 395.

[12] Dichos de luz y amor, 26, en S. JUAN DE LA CRUZ, Obras Completas, Editorial Monte Carmelo, Burgos 1982, 67.

[13] Cantico Espiritual B, 31,8, Obras Completas, op. cit., 1107.

[14] Llama de amor viva, 3,6, Obras Completas, op. cit., 1269.

[15] EFREN DE LA MADRE DE DIOS-STEGGINK OTGER, Tiempo y vida de San Juan de la Cruz, BAC, Madrid 1992, 104.

[16] CRISOGONO DE JESÚS, Vida de San Juan de la Cruz, en Vida y obras de San Juan de la Cruz, BAC, Madrid 1955, 301.

[17] Ibidem, 292-293.

[18] Manuscrito A 83vº (en adelante Ms A), en TERESA DE LISIEUX, Obras Completas, Editorial Monte Carmelo, Burgos 2006, 245.

[19] Escrito por la Santa a pedido de la Madre Inés de Jesus (su hermana Paulina) entre enero de 1895 y enero de 1896.

[20] Ms A 2rº, Obras Completas, op. cit., 83.

[21] Ibidem, 84.

[22] Ms A 84rº, Obras Completas, op. cit., 247.

[23] Ms A 49rº, Obras Completas, op. cit.,  172.

[24] Oración 6: Ofrenda de mí misma como víctima de holocausto al amor misericordioso de Dios, Obras Completas, op. cit., 759.

[25] Ms C 12vº-13rº, Obras Completas, op. cit., 288.

[26] Ms C 13vº-14rº, Obras Completas, op. cit., 290.

[27] Ms C 15vº, Obras Completas, op. cit., 292-293.

[28] Ms. C 28rº, Obras Completas, op. cit., 313.

[29] COLOMBAS GARCIA M., San Benito, su vida y su obra, BAC, Madrid 1968, 371.

[30] Directorio de Vida Contemplativa, 173. (En adelante DVC)

[31] Ibidem, 180.

[32] Ibidem, 187.

[33] DVC, 187. Cf. SAN BENITO, Santa Regla, IV, 14-17.

[34] DVC, 188. Cf. SAN BENITO, Santa Regla, LIII, 1-2.

[35] DVC, 39-40.

[36] SANTA FAUSTINA KOWALSKA, Diario, 742, en SANTA MARIA FAUSTINA KOWALSKA, Diario, La Divina Misericordia en mi alma, Ediciones Levántate, Granada 2003, 305. (El resaltado está en el texto original). “Tú Mismo me mandas ejercitar los tres grados de la misericordia. El primero, la obra de misericordiosa, de cualquier tipo que sea. El segundo, la palabra de misericordia; si no puedo llevar a cabo una obra de misericordia, ayudaré con mis palabras. El tercero, la oración. Si no puedo mostrar misericordia por medio de obras o palabras, siempre puedo mostrarla por medio de la oración. Mi oración llega hasta donde físicamente no puedo llegar.” Diario, 163, op. cit., 109.

[37] Diario, 163, op. cit., 108-109.

[38] Cf. DM, 7.

[39] “Cuando nos damos cuenta que el amor de Dios por nosotros no cesa ante nuestro pecado ni se retracta ante nuestras ofensas, sino que se hace aún más atento y generoso; cuando nos damos cuenta que este amor causó la Pasión y Muerte de la Palabra hecha carne, quien consintió redimirnos al precio de su propia sangre, entonces exclamamos con gratitud: ‘Sí, el Señor es rico en misericordia’, y aún: ‘El Señor es misericordia’.” RP, 2.

[40] Considerando que amor y misericordia son inseparables y, aún más, convertibles entre sí, podríamos reemplazar la palabra amor por la palabra misericordia y sus derivados misericordiar y misericordiado, usados por el Papa, en el texto admirable de la Primera Carta de San Juan del capítulo 4, versículos 7-11. Quedaría del siguiente modo: “Queridos, misericordiémonos unos a otros, ya que la misericordia es de Dios, y todo el que misericordia [es decir -usada en su forma verbal- el que practica la misericordia con el prójimo] ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no misericordia [al prójimo] no ha conocido a Dios, porque Dios es Misericordia. En esto se manifestó la misericordia que Dios nos tiene; en que Dios envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él. En esto consiste la misericordia: no en que nosotros hayamos misericordiado a Dios, sino en que él nos misericordió y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados. Queridos, si Dios nos misericordió de esta manera, también nosotros debemos misericordiarnos unos a otros.”

[41]Si el alma no practica la misericordia de alguna manera no conseguirá Mi misericordia en el día del juicio. Oh, si las almas supieran acumular los tesoros eternos, no serían juzgadas, porque su misericordia anticiparía Mi juicio.” SANTA FAUSTINA KOWALSKA, Diario, 1317, op. cit., 471-472. (El resaltado está en el texto original).

[42] Cf. DM, 9.

Audiencias de san Juan Pablo II

Acerca de Dios

Dios, Padre Omnipotente

18.IX.85

1. ‘Creo en Dios, Padre omnipotente, creador del cielo y de la tierra.’

juan-pablo-magno-MonasterioDios que se ha revelado a sí mismo, el Dios de nuestra fe, es espíritu infinitamente perfecto.

Esta verdad sobre Dios como infinita plenitud ha sido afectada, en cierto sentido, por los símbolos de la fe, mediante la afirmación de que Dios es el Creador del cielo y de la tierra, de todo lo visible y lo invisible. Aunque nos ocuparemos un poco más adelante de la verdad sobre la creación, es oportuno que profundicemos, a la luz de la revelación, lo que en Dios corresponde al misterio de la creación.

2. Dios, a quien la Iglesia confiesa omnipotente (‘creo en Dios Padre omnipotente), en cuanto espíritu infinitamente perfecto es también omnisciente, es decir, que penetra todo con su conocimiento.

Este Dios omnipotente y omnisciente, tiene el poder de crear, de llamar del no-ser, de la nada, al ser. ‘Hay algo imposible para el Señor?’ – leemos en el Génesis (18, 14)-.

‘Realizar cosas grandes siempre está en tu mano, y al poder de tu brazo ¿Quién puede resistir?’, anuncia el Libro de la Sabiduría (11, 22). La misma fe profesa el Libro de Ester con las palabras ‘Señor, Rey omnipotente, en cuyo poder se hallan todas las cosas, a quien nada podrá oponerse’ (Est 4, 17). ‘Nada hay imposible para Dios’ (Lc 1, 37), dijo el Arcángel Gabriel a María de Nazaret en la Anunciación.

3. El Dios, que se revela a sí mismo por boca de los profetas es omnipotente. Esta verdad impregnan profundamente toda la revelación, a partir de las primeras palabras del Libro del Génesis: ‘Dijo Dios: ‘Hágase.'(Gen 1, 3). El acto creador se manifiesta como la omnipotente Palabra de Dios: ‘El lo dijo y existió.’ (Sal 32, 9). Al crear todo de la nada, el ser del no-ser, Dios se revela como infinita plenitud de Bien, que se difunde. El que Es, el Ser subsistente, el ser infinitamente perfecto, en cierto sentido se da en ese ‘ES’, llamando a la existencia, fuera de sí, al cosmos visible e invisible: los seres creados. Al crear las cosas, da origen a la historia del universo, al crear al hombre como varón y mujer, da comienzo la historia. ‘Hay diversidad de operaciones, pero uno mismo es Dios, que obra todas las cosas en todos’ (1 Cor 12, 6).

4. El Dios que se revela a sí mismo como Creador, y, por lo tanto, como Señor de la historia del mundo y del hombre, es el Dios omnipotente, el Dios vivo. ‘La Iglesia cree y confiesa que hay un único Dios vivo y verdadero, Creador y Señor del cielo y de la tierra, omnipotente’, afirma el Vaticano Y. Este Dios, espíritu infinitamente perfecto y omnisciente es absolutamente libre y soberano también respecto al mismo acto de la creación. Si El es el Señor de todo lo que crea ante todo es Señor de la propia Voluntad en la creación. Crea porque quiere crear. Crea porque esto corresponde a su infinita Sabiduría. Creando actúa con la inescrutable plenitud de su libertad, por impulso de amor eterno.

5. El texto de la Constitución Dei Filius del Vaticano I, tantas veces citado, pone de relieve la absoluta libertad de Dios en la creación y en cada una de sus acciones. Dios es ‘en sí y por sí felicísimo’: tiene en sí mismo y por sí la total plenitud del Bien y de la Felicidad. Si llama al mundo a la existencia, lo hace no para completar o integrar el Bien que es El, sino sólo y exclusivamente con la finalidad de dar el bien de una existencia multiforme al mundo de las criaturas invisibles y visibles. Es una participación múltiple y varia de único, infinito, eterno Bien, que coincide con el Ser mismo de Dios.

De este modo, Dios, absolutamente libre y soberano en la obra de la creación, permanece fundamentalmente independiente del universo creado. Esto no significa de ningún modo que El sea indiferente con relación a las criaturas; en cambio, El las guía como eterna Sabiduría, Amor y Providencia omnipotente.

6. La Sagrada Escritura pone de relieve el hecho de que en esta obra Dios está solo. He aquí las palabras del Profeta Isaías: ‘Yo soy el Señor, el que lo ha hecho todo, el que solo despliega los cielos y afirma la tierra. ¿Quién conmigo?’ (44, 24). En la ‘soledad’ de Dios en la obra de la creación resalta su soberana libertad y su paternal omnipotencia.

‘El Dios formó la tierra, la hizo y la afirmó. No la creó para yermo, la formó para que fuese habitada’ (Is 45, 18).

A la luz de la auto-revelación de Dios, que ‘habló por los Profetas y últimamente. por su Hijo’ (Heb 1, 1-2), la Iglesia confiesa desde el principio su fe en el ‘Padre omnipotente’, Creador del cielo y del la tierra, ‘de todo lo visible y lo invisible’. Este Dios omnipotente es también omnisciente y omnipresente. O aún mejor, habría que decir, que en cuanto espíritu infinitamente perfecto, Dios es a la vez la Omnipotencia, la Omnisciencia y la Omnipresencia misma.

7. Dios está ante todo presente a Sí: en su Divinidad Una y Trina. Está presente también en el universo que ha creado; lo está, por consiguiente, en la obra de la creación mediante el poder creador (per potentiam), en el cual se hace presente su misma Esencia transcendente (per essentiam). Esta presencia supera al mundo, lo penetra y lo mantiene en la existencia. Lo mismo puede repetirse de la presencia de Dios mediante su conocimiento, como Mirada infinita que todo lo ve (per visionem, o per scientiam). Finalmente, Dios está presente de modo particular en la historia de la humanidad, que es también la historia de la salvación. Esto es (si nos podemos expresar así) la presencia más ‘personal’ de Dios: su presencia mediante la gracia, cuya plenitud la humanidad ha recibido de Jesucristo Cfr. Jn 1, 16-17). De este último misterio hablaremos en una próxima catequesis.

8. ‘Señor, Tú me sondeas y me conocer.’ (Sal 138, 1).

Mientras repetimos las palabras inspiradas de este Salmo, confesemos juntamente con todo el Pueblo de Dios, presente en todas las partes del mundo, la fe en la omnipotencia, omnisciencia y omnipresencia de Dios, que es nuestro Creador, Padre y Providencia. ‘En El vivimos, nos movemos y existimos’ (Hech 17, 28).

El contemplativo, reflejo de la misericordia del Padre (I)

El contemplativo,

reflejo de la misericordia del Padre

(Primera parte)

R.P. José Giunta

Monasterio de Nuestra Señora del Pueyo

“El Señor, tu Dios, es un Dios misericordioso, que no te abandonará, ni te destruirá ni se olvidará de la alianza que estableció con tus padres mediante un juramento.” (Deut 4,31)

Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos     alcanzarán misericordia.” (Mt 5,7)

 

Su finalidad será vivir sólo para Dios: éste es el enérgico resumen que proclama todo el deseo que Dios puso en el corazón de cada monje.
Su finalidad será vivir sólo para Dios: éste es el enérgico resumen que proclama todo el deseo que Dios puso en el corazón de cada monje.

El 22 de mayo, fiesta de la Santísima Trinidad, se celebró el día de oración por los contemplativos, con el lema -aquí en España- Contemplad el rostro de la misericordia. Todo cristiano, y mucho más el contemplativo, está llamado a redescubrir el rostro misericordioso del Padre, que se ha manifestado en Jesucristo, la misericordia encarnada, y a manifestarla en la vida diaria.

Escribe el Papa Francisco en la Bula de convocatoria al año Jubilar de la Misericordia:

“Siempre tenemos necesidad de contemplar el misterio de la misericordia. Es fuente de alegría, de serenidad y de paz. Es condición para nuestra salvación. Misericordia: es la palabra que revela el misterio de la Santísima Trinidad. Misericordia: es el acto último y supremo con el cual Dios viene a nuestro encuentro. Misericordia: es la ley fundamental que habita en el corazón de cada persona cuando mira con ojos sinceros al hermano que encuentra en el camino de la vida. Misericordia: es la vía que une Dios y el hombre, porque abre el corazón a la esperanza de ser amados para siempre no obstante el límite de nuestro pecado”.[1]

Contemplar el misterio de la misericordia divina significa, por un lado, penetrar en la enseñanza de los textos de la Sagrada Escritura sobre el tema, desarrollados y explicitados por los Padres y el Magisterio de la Iglesia, y, por otro lado, adecuar la propia vida a esa enseñanza para manifestar esa misericordia a los demás, pues no puede haber incoherencia entre lo creído y lo vívido, entre lo contemplado y lo experimentado, entre lo leído y lo practicado.

La misericordia divina aparece ante nuestros ojos de criaturas necesitadas e indigentes como el más grande atributo de Dios. Así nos lo indica San Juan Pablo II:

“Si algunos teólogos afirman que la misericordia es el más grande entre los atributos y las perfecciones de Dios, la Biblia, la Tradición y toda la vida de fe del pueblo de Dios dan testimonio exhaustivos de ello. No se trata aquí de la inescrutable esencia de Dios dentro del misterio de la misma divinidad, sino de la perfección y del atributo con que el hombre, en la vida íntima de su existencia, se encuentra particularmente cerca y no raras veces con el Dios vivo.”[2]

Dios es misericordioso, nos enseña Santo Tomás de Aquino, no porque sienta pena, dolor o tristeza en su corazón ante el mal de sus criaturas, sino porque busca remediar ese mal. En efecto, afirma el Aquinate:

“La misericordia hay que atribuirla a Dios en grado sumo. Pero como efecto, no como pasión. Para demostrarlo, hay que tener presente que misericordioso es como decir que alguien tiene miseria en el corazón, en el sentido de que le entristece la miseria ajena como si fuera propia. Por eso quiere desterrar la miseria ajena como si fuera propia. Este es el efecto de la misericordia. Entristecerse por la miseria ajena no lo hace Dios; pero sí, y en grado sumo, desterrar la miseria ajena, siempre que por miseria entendamos cualquier defecto.”[3]

La misericordia, por un lado, no está en contra de la justicia de Dios; ambas se manifiestan en sus obras (cf. Sal 24,10; 84,11).[4] La justicia distributiva de Dios se funda en la misericordia. La razón última por la que Dios confiere dones a sus criaturas y premia las buenas obras de sus criaturas racionales, es su amor y misericordia. El premio de los buenos y el castigo de los malos no es sólo obra de la justicia divina, sino también una obra de la misericordia, en cuanto premia más allá de todo mérito y castiga menos de lo merecido.[5] Por otro lado, la redención del hombre no es sólo un acto de misericordia sino que, al mismo tiempo, es un acto de la justicia divina, ya que Dios ofreció a su Hijo único como propiciación por los pecados y pide del pecador arrepentimiento y reparación.

Aún más, la misericordia es la manifestación de la omnipotencia de Dios (cf. Sab 11,23), ya que solo Él, con su infinito poder, puede remediar todo mal presente en las criaturas.[6]

  1. Misericordia en la Sagrada Escritura

Dijimos que contemplar el misterio de la misericordia divina significa, en primer lugar, penetrar en la enseñanza de los textos de la Sagrada Escritura sobre el tema.

Nos recuerda el Papa Francisco:

“Para ser capaces de misericordia, entonces, debemos en primer lugar colocarnos a la escucha de la Palabra de Dios. Esto significa recuperar el valor del silencio para meditar la Palabra que se nos dirige. De este modo es posible contemplar la misericordia de Dios y asumirla como propio estilo de vida.”[7]

Cada página de la Sagrada Escritura nos habla de la misericordia de Dios. El estudio de todos los textos llevaría más tiempo y espacio del que pretende el presente escrito. Por tanto, indicaremos sólo algunos puntos esenciales de la Teología Bíblica sobre la misericordia.

  1. Concepto de misericordia

El uso moderno identifica misericordia con compasión o perdón. Esta identificación, si bien válida, corre el riesgo de ocultar la riqueza que el pueblo de Israel, a la luz de sus experiencias, dio a la palabra. En efecto, el concepto de misericordia envuelve para Israel los conceptos de compasión y fidelidad.

Básicamente dos conceptos son usados en el Antiguo Testamento para expresar la misericordia[8]. La palabra hebrea hesed designa la piedad, una relación que une dos seres e implica fidelidad. Hesed evoca la idea de bondad, no en sentido genérico o como una mera disposición o espíritu de bondad, sino como una bondad con alguien en vista. Podría ser descripta como una bondad, ayuda o benevolencia que nace de la exigencia de una relación entre personas, como aquella entre los miembros de una familia, amigos, huéspedes, y entre Dios y su pueblo sobre la base de la alianza. Es, por tanto, la manifestación de la solidaridad entre las personas, y es el vínculo que mantiene viva y activa esa solidaridad, y le da su contenido. Las personas no solamente se desean el bien unos a otros sino que son fieles unos a otros en virtud de un compromiso interior, y por tanto, fieles a ellos mismos. Así, la misericordia (hesed) es una bondad que supone la fidelidad a uno mismo; es como una respuesta a un deber interior.

La segunda palabra hebrea para designar la misericordia es rahamin que expresa el apego instintivo de un ser a otro. Este sentimiento, de acuerdo con el pensamiento semítico, tiene su sitio en el seno materno (rahem: 1Re 3,26). Expresa el amor materno, gratuito, inmerecido, una exigencia del corazón.[9] Esta compasión engendra sentimientos de ternura y bondad, de paciencia y entendimiento, de disponibilidad para perdonar. En varios pasajes del Antiguo Testamento Dios aparece con estos sentimientos maternales (cf. Is 49,15; 66,13). Es basado en este amor que Dios liberará a Israel de sus enemigos y perdonará sus infidelidades.

Estas palabras hebreas son traducidas como misericordia y amor, pasando a través de una amplia gama de significados: ternura, piedad, compasión, clemencia, bondad, y aún gracia (hb. hen) que, sin embargo, tiene un sentido mucho más amplio. A pesar de esta variedad, no es imposible encontrar el significado bíblico de la misericordia. Desde el comienzo hasta el fin la manifestación de la ternura de Dios es ocasionada por la miseria humana y basada en la alianza que libremente ha establecido con los hombres.

Los términos griegos, por el contrario, no son tan ricos como los hebreos para expresar los matices propios del texto original. La palabra eleos expresa el aspecto fundamental del hesed de Dios que es la voluntad de salvar no sólo a aquellos que están en necesidad de salvación sino que son indignos de ella (cf. Rom 9,22s.; Tit 3,5). Jesús hace del eleos que uno muestra a otro la condición del eleos que puede esperar de Dios (cf. Mt 5,7; 18,33). La prueba del amor al prójimo será demostrar eleos al necesitado (cf. Lc 10,37). Entre los hombres el eleos se transforma en agape (amor).

Es importante destacar que en el Antiguo Testamento la misericordia de Dios no está ligada solamente a estos conceptos sino también a una gran variedad de imágenes: Dios protege a su pueblo como el águila a su cría (cf. Dt 32,11-12; Sal 57,1; 17,8; 36,7; 61,4; 63,7; Ex 19,4; Rut 2,12), es fiel a su amor de esposo (cf. Is 5,1-7;  Ez 16,23), es una madre que ha engendrado a su pueblo (cf. Is 44,2.24; 46,3) y lo colma de ternura (cf. Sal 49,15; 66,13; 131,2; Os 11,1-8), es como un pastor que cuida el rebaño (cf. Sal 23, 1-6), es como un viñador que cuida su viña (cf. Is 5,1-4), es refugio para el que le teme (cf. Sal 27,10; 32,7; 139,5), es una roca (cf. Dt 32,15; Sal 18,3.47;), es escudo (cf. Sal 18,3; 144,2), etc.

  1. Misericordia en el Antiguo Testamento.

2.1 Misericordia con el pueblo elegido

Podemos afirmar que el Antiguo Testamento y, por tanto, la historia de la salvación comienzan con un gran acto de la misericordia divina. En efecto, al comienzo mismo de la creación, inmediatamente después del pecado original, Dios se compadece del estado en el cual el pecado había dejado al hombre y, libremente, promete enviar un salvador para reparar por la ofensa cometida (cf. Gen 3,15). Esa promesa se hará realidad cuando, llegada la plenitud de los tiempos, el Verbo de Dios se haga carne y habite entre nosotros (cf. Jn 3,14; Gal 4,4).

En todo el Antiguo Testamento Dios se manifiesta como el “Dios de las misericordias” que siempre está dispuesto a ayudar al que se reconoce pecador y miserable (cf. Sal 4,2; 6,3; 9,14; 25,16), y que hace brotar una profunda acción de gracias: “Dad gracias a Yahveh, porque es bueno, porque su amor (hesed) es eterno” (Sal 107,1).[10]

Si bien Dios se manifiesta bondadoso con Abraham y establece libremente una alianza con él (cf. Gen 15,1-21) y se muestra compasivo con Lot (cf. Gen 19,16.19), con Isaac (cf. Gen 24,14), y con José (cf. Gen 39,21), esta firme convicción de la misericordia de Yahveh parece originarse en la experiencia de Israel durante la liberación de Egipto. Aunque el término misericordia no se encuentra en el relato del libro del Éxodo, la liberación de Egipto se describe como un acto de la misericordia divina. En efecto, Dios dice a Moisés: “He visto la miseria de mi pueblo en Egipto y he escuchado sus gritos… Conozco sus sufrimientos. Estoy decidido a liberarlos” (Ex 3,7-10,16-17). El motivo de esa liberación es el recuerdo de la alianza hecha con sus padres (cf. Ex 6,5). Dios no pudo soportar la miseria de su pueblo; estableciendo una alianza con Israel, Dios ha hecho de Israel su linaje y, por tanto, una ternura instintiva lo une a él para siempre.

La bondad (hesed) de Dios no está ligada a una reciprocidad en hesed. La presencia y acción de Dios en medio de su pueblo es totalmente gratuita, no fundadas en la rectitud o mérito del hombre. Dios libremente eligió un pueblo como suyo. La bondad de Dios no es el contenido de lo que Él hace por el hombre, sino que es lo que lo lleva a hacer una alianza con el hombre, y es lo único que mantiene la alianza cuando el hombre ha sido infiel a ella por causa del pecado (cf. 2Re 13,23; Dn 3,35). Si bien no hay una reciprocidad en hesed que antecede a la alianza de Yahveh con Israel, sí la hay después de la alianza ya que, como consecuencia de ella, Dios espera hesed de su pueblo (cf. Os 4,1; 6,4.6).[11]

Dios, habiendo afirmado su libertad para conceder misericordia a aquél que quiere (cf. Ex 33,19), proclama que su ternura puede triunfar sobre el pecado sin perjuicio de su santidad: “Yahveh es un Dios de ternura (rahum) y gracia (hanun) lento a la cólera y rico en misericordia (hesed) y fidelidad (‘emet), que muestra su bondad (hesed) por generaciones, que perdona la iniquidad, la rebeldía y el pecado, pero no los deja impunes; que castiga la iniquidad de los padres en los hijos y en los hijos de los hijos hasta la tercera y cuarta generación” (Ex 34,6-7).

A lo largo de la historia del pueblo elegido Dios ha mostrado efectivamente que, aun cuando debe castigarlo por sus pecados, se mueve a compasión cuando claman a Él desde el fondo de sus corazones. El libro de los Jueces muestra cómo Dios se enoja repetidamente con su pueblo debido a la infidelidad del mismo, y cómo luego obra misericordiosamente enviando salvadores (cf. Jc 2,18). Los profetas, aun anunciando catástrofes sobre el pueblo, saben de la misericordia y ternura de Dios (cf. Jer 31,20; Is 49,14s; 54,7) y que el pecado es la ocasión para entrar más profundamente en el misterio de su ternura (cf. Dn 3,26-43; 9,4-19).

Si Dios no cumple las amenazas dichas y obra con paciencia es porque quiere la conversión de sus elegidos: “Deje el malo su camino, el hombre inicuo sus pensamientos, y vuélvase a Yahveh que tendrá compasión de él, a nuestro Dios que será grande en perdonar” (Is 55,7); “Desgarrad vuestro corazón y no vuestros vestidos, volved a Yahveh vuestro Dios, porque Él es clemente y compasivo, tardo a la cólera, rico en amor, y se ablanda ante la desgracia” (Jl 2,13). El pueblo elegido sabe que su cólera no dura para siempre (cf. Jer 3,12s; Ne 9,17) y que nuevamente se compadecerá de ellos y borrará sus culpas (cf. Mi 7,19; Ne 9,18-19). Con esta convicción David pudo cantar el Miserere: “Ten piedad, Oh Dios, según tu amor, por tu inmensa ternura borra mi delito, lávame a fondo de mi culpa y purifícame de mi pecado” (Sal 51,1-2). La misericordia divina no conoce otro límite que la dureza del corazón del pecador (cf. Is 9,16; Jer 16,5.13).

Esta bondad (hesed) de Yahveh salva a Israel de sus enemigos (cf. Sal 25,6; 40,11; 79,8; Jer 42,12), y pone fin al exilio, trayéndolos nuevamente a la tierra prometida (cf. Ez 39,25; Is 54,10; 63,7).

2.2 Misericordia con los paganos

Esta misericordia fue tenida por mucho tiempo como un privilegio del pueblo elegido. Sin embargo, poco a poco, Dios, por su infinita liberalidad, la va manifestando a otros pueblos. La historia de Jonás es una prueba de la estrechez del corazón humano que no acepta la inmensa compasión de Dios (cf. Jon 4,2). Dios castiga a los paganos para que se arrepientan de su mala conducta (cf. Sab 11,23-26; 12,2.8.19-20). El libro del Eclesiástico afirmará expresamente, “La misericordia del hombre sólo alcanza a su prójimo, la misericordia del Señor abarca a todo el mundo” (Si 18,13).

David, luego de su pecado, prefirió caer en las manos de Yahveh, cuya misericordia era infinita, y no en las manos de los hombres (cf. 2Sam 24,14). Dios, que es compasivo y misericordioso, irá manifestando paulatinamente que también los hombres deben practicar la misericordia.

Dios condena a los paganos que ahogan la misericordia y guardan rencor a su prójimo (cf. Am 1,11). Su voluntad es que el hombre cumpla con la ley del amor fraterno (cf. Lev 19,18) en preferencia a los sacrificios (cf. Os 6,6). Si uno desea ayunar verdaderamente, tiene que socorrer al pobre, a la viuda y al huérfano (cf. Is 58,6-7; Job 31,16-23). Si bien este horizonte del amor se extendía a aquellos de la misma raza o creencia, el mandamiento de no vengarse ni guardar rencor se irá expandiendo. Sin embargo, la idea de la misericordia con todos los hombres no aparecerá hasta los últimos libros de la sabiduría en los cuales se prefigura el mensaje de Jesús sobre el tema: el perdón debe concederse a todo hombre (cf. Si 27,30-28,7); la piedad y la limosna se ha de practicar con todos (cf. Prov 14,21.31; Si 3,30-4,10; 7,32-36; 29,8-9; 40,17).

  1. Misericordia en el Nuevo Testamento

3.1 Jesús revela al Padre

San Pablo nos enseña que “muchas veces y de muchas maneras habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los Profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio de su Hijo” (Heb 1,1-2). Toda la misión de Cristo consistió en revelar los grandes misterios de Dios que estaban escondidos a los hombres desde la creación del mundo. Él nos revela a un Dios que, en la simplicidad de su esencia, es trino en personas;  a un Dios que se anonada hasta hacerse semejante a los hombres y dar la vida para rescatarlos del pecado; Él nos revela no sólo el misterio de un Dios que es rico en misericordia, de lo cual el pueblo elegido tenía una experiencia varias veces milenarias, sino el misterio de un Dios Padre que es rico en misericordia[12]. Jesús afirma: “Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce al  Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo, y a aquél a quien el Hijo se lo quiera revelar” (Mt 11,27). Y San Juan dirá: “A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, Él nos lo ha revelado” (Jn 1,18). Gracias a la Encarnación del Verbo, Dios “viene en Persona a hablar de sí al hombre y a mostrarle el camino por el cual es posible alcanzarlo.”[13]

En el Antiguo Testamento Dios era reconocido como Padre porque Yahveh había elegido libremente a Israel entre muchos otros pueblos como su herencia. De allí que muchas veces se mencione a Israel como el primogénito de Dios: “Y dirás al Faraón, ‘así dice Yahveh: Israel es mi hijo, mi primogénito” (Ex 4,22); “Porque yo soy para Israel un padre, y Efraím es mi primogénito” (Jer 31,9; cf. Os 11,1; Mal 1,6.). El israelita llamaba a Dios “Padre” porque era miembro del pueblo elegido y por la experiencia histórica que tenía de la protección por parte de Dios.[14]

Jesús llama a Dios “mi Padre” (Jn 8,19.38.54; 10,25; Mt 11,27) y “Abba” (Mc 14,36), expresiones que no eran usadas por los israelitas y que suponen una revelación por parte de Jesús.[15] Él quiso que esta íntima relación que tenía con el Padre fuera participada por aquellos a los cuales vino a salvar. También sus discípulos pueden llamar a Dios “Padre Nuestro” (Mt 6,9) y “Abba” (Rom 8,15) porque ellos han creído en Jesús (cf. Jn 1,12) y han renacido del agua y del Espíritu (cf. Jn 3,5), recibiendo la filiación adoptiva (cf. Gal 4,5; Ef 1,5).

La manifestación de la misericordia del Padre se concreta en la persona y en la obra de Jesucristo. San Juan Pablo II nos dice:

“Cristo confiere un significado definitivo a toda la tradición veterotestamentaria de la misericordia divina. No sólo habla de ella y la explica usando semejanzas y parábolas, sino que además, y ante todo, él mismo la encarna y personifica. Él mismo es, en cierto modo, la misericordia. A quien la ve y la encuentra en él, Dios se hace concretamente visible como Padre ‘rico en misericordia’.”[16]

La Encarnación de la Palabra no es sólo una obra del amor de Dios (cf. Jn 3,16), sino también la suprema revelación de la misericordia divina hecha una persona.

La misericordia del Padre será tema central de su predicación:

“Cristo pues revela a Dios que es Padre, que es amor, como dirá san Juan en su primera Carta; revela a Dios ‘rico en misericordia’, como leemos en san Pablo. Esta verdad, más que tema de enseñanza, constituye una realidad que Cristo nos ha hecho presente. Hacer presente al Padre en cuanto amor y misericordia es en la conciencia de Cristo mismo la prueba fundamental de su misión de Mesías; lo corroboran las palabras pronunciadas por Él primeramente en la sinagoga de Nazaret y más tarde ante sus discípulos y ante los enviados por Juan Bautista. En base a tal modo de manifestar la presencia de Dios que es padre, amor y misericordia, Jesús hace de la misma misericordia uno de los temas principales de su predicación.”[17]

En su persona, en sus palabras, en sus obras y en sus actitudes Jesús es el rostro misericordioso del Padre “rico en misericordia” (Ef 2,4).[18] Quien ve a Cristo ve al Padre (cf. Jn 14,9). Toda su vida, desde su nacimiento hasta su resurrección, es una asombrosa manifestación de la misericordia del Padre. En cada página de los Evangelios podemos ver su compasión por los enfermos, lisiados, ciegos, paralíticos, endemoniados, leprosos, etc. No hay miseria alguna en que Jesús no muestre el rostro misericordioso del Padre.[19] Juan Bautista reconocerá en ese actuar misericordioso de Cristo que el Mesías prometido y esperado por siglos estaba entre ellos (cf. Lc 7,22).

Si bien Cristo se mostró misericordioso con todos aquellos que padecían alguna miseria física, lo fue particularmente con los que padecían la miseria espiritual: el pecado. De allí que, tal vez, las páginas más hermosas de los Evangelios sean aquellas en las cuales Jesús trata con pecadores y revela la misericordia del Padre para con ellos. Las parábolas llamadas de la misericordia fueron dirigidas a los fariseos (cf. Lc 15,2; 7,40 18,9; Mc 2,16; Mt 21,23) hombres de corazón duro, sin misericordia, que veían con malos ojos que Jesús comiese con ellos (cf. Mt 9,11; Mc 2,16; Lc 19,7) y los perdonase (cf. Mt 9,2; Lc 7,47; Jn 8,11). La misericordia del Padre, manifestada en el Hijo hecho carne, abre las puertas del reino de los cielos a recaudadores de impuestos y prostitutas (cf. Mt 21,31), algo absolutamente impensable para los fariseos y saduceos. Sin lugar a dudas, la parábola del Hijo pródigo (cf. Lc 15,11-32) es aquella que  manifiesta más tiernamente la misericordia de Dios Padre, que siempre está a la espera del hijo pecador.[20] Los pecadores arrepentidos son los que agradan a Dios y no los que se creen justos (cf. Mt 21,28-31; Lc 18,9-14).

El punto culminante de la revelación de la misericordia del Padre será el misterio pascual de Cristo:

“El mensaje mesiánico de Cristo y su actividad entre los hombres terminan con la cruz y la resurrección. Debemos penetrar hasta lo hondo de este acontecimiento final que, de modo especial en el lenguaje conciliar, es definido mysterium paschale, si queremos expresar profundamente la verdad de la misericordia, tal como ha sido hondamente revelada en la historia de nuestra salvación…El misterio pascual es el culmen de esa revelación y actuación de la misericordia, que es capaz de justificar al hombre, de restablecer la justicia en el sentido del orden salvífico querido por Dios desde el principio para el hombre y, mediante el hombre, en el mundo.”[21]

Todo esto lleva a afirmar al autor de la carta a los Hebreos que Jesús tuvo que asemejarse en todo a nosotros para ser misericordioso (cf. Heb 2,17) y mostrar así a un Dios Padre rico en misericordia. Por ello debemos acercarnos con total confianza al trono de la gracia para alcanzar misericordia, pues tenemos un Sumo Sacerdote misericordioso (cf. Heb 4,15-16) que intercede por nosotros y nos auxiliará en el momento oportuno. En efecto, Dios es el “Padre de las misericordias y Dios de toda consolación, que nos consuela en toda tribulación” (2Cor 1,3), quien mostró misericordia al Apóstol (cf. 1Cor 7,25; 2Cor 4,1; 1Tim 1,13.15-16) y quien la mostrará a todos los creyentes (cf. 1Tim 1,2.16; 2Tim 1,2; Tit 1,4; 2Jn 3).

3.2 Conversión y misericordia

Al comenzar su ministerio público Jesús dice: “Convertíos y creed en la Buena Nueva” (Mc 1,15). La Buena Nueva de Cristo es, según vimos, que Dios es un Padre rico en misericordia, que ha enviado a su Hijo como Salvador y ha abierto las puertas del reino de los cielos a todos los hombres, aún a los pecadores. La condición para ello es el cambio de conducta o, mejor dicho, del corazón. En efecto, la palabra metanoia (y su imperativo metanoiete= convertíos) significa literalmente “cambiar ideas” o “cambiar el corazón”. Jesús invita a las personas a cambiar radicalmente sus vidas.[22]

Jesucristo pidió repetidamente la conversión a sus oyentes (cf. Mt 11,20-21; 12,41; Lc 13,3.5; 15,7.10), y puso de manifiesto que el perdón de las pecados era consecuencia de la conversión, como en los casos de la mujer pecadora (cf. Lc 7, 44-48), de Zaqueo (cf. Lc 19,8-9) y el hijo menor de la parábola del hijo pródigo (cf. Lc  15,17-19). Esta relación conversión-misericordia también se daba en el Antiguo Testamento (cf. Dt 30,9-10; 2Cro 30,9; Si 17,25.29; Jl 2,13; Jon 3,5-10).

El saber que el Padre es rico en misericordia acrecienta la esperanza y la confianza por parte del pecador que será perdonado y abre el amplio horizonte de la conversión. Por otra parte, la conversión consiste en descubrir y abrirse a la misericordia de Dios Padre, quien es  rico en misericordia. De allí que San Juan Pablo II nos diga:

“La misericordia en sí misma, en cuanto perfección de Dios infinito es también infinita. Infinita pues e inagotable es la prontitud del Padre en acoger a los hijos pródigos que vuelven a casa. Son infinitas la prontitud y la fuerza del perdón que brotan continuamente del valor admirable del sacrificio de su Hijo. No hay pecado alguno que prevalezca por encima de esta fuerza y ni siquiera que la limite. Por parte del hombre puede limitarla únicamente la falta de buena voluntad, la falta de prontitud en la conversión y en la penitencia, es decir, su perdurar en la obstinación, oponiéndose a la gracia y a la verdad especialmente frente al testimonio de la cruz y de la resurrección de Cristo. Por tanto la Iglesia profesa y proclama la conversión. La conversión a Dios consiste siempre en descubrir la misericordia, es decir, ese amor que es paciente y benigno a medida del Creador y Padre: el amor al que ‘Dios Padre de Nuestro Señor Jesucristo’ es fiel hasta las últimas consecuencias en la historia de la alianza con el hombre: hasta la cruz, hasta la muerte y la resurrección de su Hijo. La conversión a Dios es siempre fruto del ‘reencuentro’ con ese Padre, rico en misericordia. El auténtico conocimiento de Dios, Dios de la misericordia y del amor benigno, es una constante e inagotable fuente de conversión, no solamente como un momentáneo acto interior, sino también como disposición estable, como estado de ánimo. Quienes llegan a conocer de este modo a Dios, quienes lo ‘ven’ así, no pueden vivir sino convirtiéndose sin cesar a Él. Viven pues in statu conversionis.”[23]

3.3 Práctica de la misericordia

El Padre que ofrece misericordia al hombre en Cristo y a través de Cristo, quiere que también él muestre misericordia con los demás hombres, como enseña Jesús en la parábola del siervo sin misericordia: “¿No debías tú también compadecerte de tu compañero, del mismo modo que yo me compadecí de ti?” (Mt 18,33).

Jesús nos manda: “sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt 5,48).  Esta perfección de acuerdo con Lc 6,36 se identifica con el deber de ser misericordioso “como el Padre es misericordioso”. Solamente el misericordioso recibe la misericordia de Dios (cf. Mt 5,7). Sólo aquel que se comporta como buen samaritano ama realmente a Dios y al prójimo y hereda la vida eterna (cf. Lc 10,25.37). Por el contrario, un juicio severo y sin misericordia espera a los que no practican la misericordia (cf. Mt 18,23-28; 25,41-45; St 2,13).[24]

Por otro lado, la práctica de las obras de misericordia manifiesta la credibilidad del mensaje evangélico sobre la caridad, y la bondad y providencia divina. Se dice, y con razón, que las obras hablan más elocuentemente que las palabras. A las palabras se las lleva el viento; a las obras, no. Las obras de misericordia muestran la cercanía de Dios en la necesidad. ¿Quién no ve, por ejemplo, en Santa Teresa de Calcuta, ese modelo de práctica misericordiosa que llevó a tantos hombres y mujeres necesitados a descubrir el rostro misericordioso de Dios? Así lo recordaba San Juan Pablo II:

“Buscó ser un signo del “amor, de la presencia y de la compasión de Dios”, y así recordar a todos el valor y la dignidad de cada hijo de Dios, “creado para amar y ser amado”. De este modo, la madre Teresa “llevó las almas a Dios y Dios a las almas” y sació la sed de Cristo, especialmente de aquellos más necesitados, aquellos cuya visión de Dios se había ofuscado a causa del sufrimiento y del dolor.”[25]

Sin embargo, el santo Pontífice nos advierte contra la concepción de la misericordia que tiende a ver una relación de desigualdad entre el que la practica y el que la recibe, concepción que degrada al que la recibe y ofende la dignidad del hombre. La práctica de la misericordia se basa en la común experiencia del bien que es el hombre y sobre su dignidad.[26] Tanto el que practica la misericordia como el que la recibe contribuyen al bien de la dignidad humana y a unir a las personas profundamente.[27]

Por ello,

“[es necesario] purificar también continuamente todas nuestras acciones y nuestras intenciones, allí donde la misericordia es entendida y practicada de manera unilateral, como bien hecho a los demás. Sólo entonces, en efecto, es realmente un acto de amor misericordioso: cuando, practicándola, nos convencemos profundamente de que al mismo tiempo la experimentamos por parte de quienes la aceptan de nosotros. Si falta esa bilateralidad, esa reciprocidad, entonces nuestras acciones no son aún auténticos actos de misericordia, ni se ha cumplido plenamente en nosotros la conversión, cuyo camino nos ha sido manifestado por Cristo con la palabra y con el ejemplo hasta la cruz, ni tampoco participamos completamente en la magnífica fuente del amor misericordioso que nos ha sido revelada por Él.”[28]

  1. Vida como manifestación de la misericordia divina

Hemos indicado las ideas bíblicas que permiten penetrar en el sentido de la misericordia divina. La contemplación de esas verdades debe mover a la acción concreta, a reflejar en la propia vida el rostro misericordioso del Padre.

Escribe el Papa Francisco:

“Es mi vivo deseo que el pueblo cristiano reflexione durante el Jubileo sobre las obras de misericordia corporales y espirituales. Será un modo para despertar nuestra conciencia, muchas veces aletargada ante el drama de la pobreza, y para entrar todavía más en el corazón del Evangelio, donde los pobres son los privilegiados de la misericordia divina. La predicación de Jesús nos presenta estas obras de misericordia para que podamos darnos cuenta si vivimos o no como discípulos suyos.”[29]

Y agrega inmediatamente:

“No podemos escapar a las palabras del Señor y en base a ellas seremos juzgados: si dimos de comer al hambriento y de beber al sediento. Si acogimos al extranjero y vestimos al desnudo. Si dedicamos tiempo para acompañar al que estaba enfermo o prisionero (cfr Mt 25,31-45). Igualmente se nos preguntará si ayudamos a superar la duda, que hace caer en el miedo y en ocasiones es fuente de soledad; si fuimos capaces de vencer la ignorancia en la que viven millones de personas, sobre todo los niños privados de la ayuda necesaria para ser rescatados de la pobreza; si fuimos capaces de ser cercanos a quien estaba solo y afligido; si perdonamos a quien nos ofendió y rechazamos cualquier forma de rencor o de odio que conduce a la violencia; si tuvimos paciencia siguiendo el ejemplo de Dios que es tan paciente con nosotros; finalmente, si encomendamos al Señor en la oración nuestros hermanos y hermanas. En cada uno de estos “más pequeños” está presente Cristo mismo. Su carne se hace de nuevo visible como cuerpo martirizado, llagado, flagelado, desnutrido, en fuga… para que nosotros los reconozcamos, lo toquemos y lo asistamos con cuidado. No olvidemos las palabras de san Juan de la Cruz: «En el ocaso de nuestras vidas, seremos juzgados en el amor».”[30]

Las obras de misericordia son acciones caritativas mediante las cuales ayudamos al  prójimo en sus necesidades corporales y espirituales.[31] Es tradicional la enumeración de siete obras de misericordia corporales y siete espirituales. Las obras caporales son tomadas del Evangelio de San Mateo (cf. Mt 25, 34-45) y del libro de Tobías (cf. Tob 2,3-8; 12,12).  Estas obras son: dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento, dar posada al necesitado, vestir al desnudo, visitar al enfermo, socorrer a los presos y enterrar a los muertos. Las obras espirituales se toman de distintos pasajes de la Biblia, especialmente de las enseñanzas de Jesús. Estas son: enseñar al que no sabe, dar buen consejo al que lo necesita, corregir al que está en error, perdonar las injurias, consolar al triste, sufrir con paciencia los defectos de los demás y rogar a Dios por vivos y difuntos.

Es digno de destacar que al mencionar la materia sobre la que versará el juicio en el texto de Mateo antes citado, no se condena a los de la izquierda por haber hecho algo contrario a lo establecido en los mandamientos (es decir, por robar, cometer adulterio o mentir), sino por haber omitido hacer el bien a otros, por no haber obrado con misericordia. De esto se desprende que se puede pecar no solamente actuando positivamente contra los mandamientos de la ley de Dios, sino también omitiendo las acciones que conducen al bien que esos mandamientos suponen. Si hay que amar al prójimo como a uno mismo (cf. Lev 19,18) o como Jesús los ama (cf. Jn 13,34), el no dar de comer o de beber a alguien, el no visitarlo en el hospital cuando está enfermo o en la cárcel cuando está preso, el no enseñar al ignorante, no corregir al que yerra, no consolar al triste o no perdonar las injurias, son omisiones que atentan contra el bien humano y el mandamiento de la caridad.

Una idea que gusta repetir el Papa Francisco al hablar de la práctica de la misericordia es la de ser misericordiado para poder misericordiar.[32]  Así, les expresaba a los sacerdotes reunidos para conmemorar el Jubileo de los sacerdotes:

La misericordia nos permite pasar de sentirnos misericordiados a desear misericordiar.”[33]

Y agregaba:

El corazón misericordiado no es un corazón emparchado sino un corazón nuevo, re-creado… Es un corazón que se sabe recreado gracias a la fusión de su miseria con el perdón de Dios y, por eso, «es un corazón misericordiado y misericordioso».”[34]

Es decir, que uno debe experimentar el haber sido misericordiado, debe ser consciente de ser objeto de misericordia por parte de Dios, para poder practicar la misericordia con los que están en necesidad. Sólo quien experimenta la misericordia del Padre podrá hacer experimentar esa misericordia a otros. Sólo el que se reconoce misericordiado será capaz de engendrar misericordiados.

Sin embargo, no hay que pensar que el misericordiado lo es solamente de Dios sino que lo es también de los misericordiados que ha engendrado. En efecto, como ya lo hemos mencionado, no se debe concebir el acto de misericordia como un acto unilateral, desigual, en el que el que recibe la acción misericordiosa es totalmente pasivo. El misericordiado hace también misericordia al misericordioso o misericordiante (por acuñar una nueva palabra que ni el Papa usa). De allí que, como afirma el Papa,

“Al dignificar —y esto es decisivo, no se debe olvidar: la misericordia da dignidad—, la misericordia eleva a aquel hacia el que uno se abaja y vuelve pares a los dos, al misericordioso y al misericordiado.”[35]

Ello abre el espectro visual del que practica la misericordia, y lo hace ser humilde, caritativo y agradecido.

Realizando las obras de misericordia, los cristianos continúan escribiendo “el Evangelio de la misericordia.”[36] Todos están llamados a través de las obras de misericordia corporales y espirituales a manifestar la enseñanza y el estilo de vida de Jesucristo:

“el Evangelio de la misericordia continúa siendo un libro abierto, donde se siguen escribiendo los signos de los discípulos de Cristo, gestos concretos de amor, que son el mejor testimonio de la misericordia. Todos estamos llamados a ser escritores vivos del Evangelio, portadores de la Buena Noticia a todo hombre y mujer de hoy. Lo podemos hacer realizando las obras de misericordia corporales y espirituales, que son el estilo de vida del cristiano. Por medio de estos gestos sencillos y fuertes, a veces hasta invisibles, podemos visitar a los necesitados, llevándoles la ternura y el consuelo de Dios.”[37]

A través de esas obras, los cristianos buscan crear una “cultura de la misericordia”, que no es lo mismo que una cultura de la beneficencia.[38] No basta con hacer el bien, con practicar la misericordia, aisladamente. Hay que implicarse realmente en socorrer a las necesidades de los demás, y hay que implicarse diariamente.[39]

[1] FRANCISCO, Bula Misericordiae Vultus, 2. (En adelante MV)

[2] SAN JUAN PABLO II, Carta Encíclica Dives in Misericordia, 13. (En adelante DM)

[3] SANTO TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae,  I, q.21, a.3. (En adelante S. Th.)

[4] Cf. Ibidem, a.3 ad 2; a.4.

[5] Cf. Ibidem, a.4 ad 1.

[6] Cf. S. Th., II-II, q.30, a.4; Catecismo de la Iglesia Católica, n° 270.

[7] MV, 13.

[8] Para una síntesis de los términos usados en la Sagrada Escritura para expresar la misericordia puede verse DM, 4, especialmente la nota 52; McKENZIE JOHN, Dictionary of the Bible, The Bruce Publisher Company, Milwaukee 1965, 565-567; DOFOUR LEON, Vocabulario de Teología Bíblica, Herder, Barcelona 1965, 475-479.

[9] Afirma el Papa: “El Señor es “misericordioso”: esta palabra evoca una actitud de ternura como la de una madre con su hijo. De hecho, el término hebreo usado en la Biblia hace pensar a las vísceras o también en el vientre materno. Por eso, la imagen que sugiere es aquella de un Dios que se conmueve y se enternece por nosotros como una madre cuando toma en brazos a su niño, deseosa sólo de amar, proteger, ayudar, lista a donar todo, incluso a sí misma. Esa es la imagen que sugiere este término. Un amor, por lo tanto, que se puede definir en sentido bueno “visceral”.” FRANCISCO, Audiencia General, 13 de enero de 2016.

[10] Los Salmos 107, 118 y 136 cantan el amor (hesed) eterno de Dios por las maravillas que ha hecho por su pueblo.

[11] El contexto de estos pasajes sugiere que el hesed  deseado se dirige a Yanveh y no a los hombres. El hesed hacia Yahveh sólo puede entenderse en el sentido de fidelidad, justicia (santidad) y amor. Cf. McKENZIE JOHN, Dictionary…, op. cit., 566.

[12] “<Dios rico en misericordia> es el que Jesucristo nos ha revelado como Padre.” DM, 1.

[13] SAN JUAN PABLO II, Carta Apostólica Tertio Millennio Adveniente, 6. (En adelante TMA)

[14] Cf. MENGELLE ERVENS, Hermosa novedad: Dios es Padre, en Diálogo 23 (1999) 138-141; Catecismo de la Iglesia Católica, n° 238.

[15] Cf. MENGELLE ERVENS, Hermosa novedad…, op. cit., 142-145; Catecismo de la Iglesia Católica, n° 240.

[16] DM, 2. Escribe el Papa Francisco: “Con la mirada fija en Jesús y en su rostro misericordioso podemos percibir el amor de la Santísima Trinidad. La misión que Jesús ha recibido del Padre ha sido la de revelar el misterio del amor divino en plenitud. « Dios es amor » (1 Jn 4,8.16), afirma por la primera y única vez en toda la Sagrada Escritura el evangelista Juan. Este amor se ha hecho ahora visible y tangible en toda la vida de Jesús. Su persona no es otra cosa sino amor. Un amor que se dona gratuitamente. Sus relaciones con las personas que se le acercan dejan ver algo único e irrepetible. Los signos que realiza, sobre todo hacia los pecadores, hacia las personas pobres, excluidas, enfermas y sufrientes llevan consigo el distintivo de la misericordia. En Él todo habla de misericordia. Nada en Él es falto de compasión.” MV, 8.

[17] DM, 3.

[18] Notemos cómo muchos de los milagros de Jesús fueron precedidos por súplicas ardientes por compasión y misericordia (cf. Mt 9,27; 15,22; 17,15; 20,30.31; Mc 9,22; 10, 47.48; Lc 17,13; 18,38). Tal era la actitud en sus palabras y obras que inspiraba gran confianza en aquellos que le veían y escuchaban.

[19] “El Evangelio es el libro de la misericordia de Dios, para leer y releer, porque todo lo que Jesús ha dicho y hecho es expresión de la misericordia del Padre.” FRANCISCO, Homilía con ocasión del Jubileo de las personas que se adhieren a la espiritualidad de la Divina Misericordia, 3 de abril de 2016.

[20] Cf. SAN JUAN PABLO II, Exhortación Apostólica Post Sinodal Reconciliatio et Paenitentia, 5-6 (En adelante RP); DM, 5-6.

[21] DM, 7. “De ese modo la cruz de Cristo, sobre la cual el Hijo, consubstancial al Padre, hace plena justicia a Dios, es también una expresión radical de la misericordia, es decir, del amor que sale al encuentro de lo que constituye la raíz misma del mal en la historia del hombre: al encuentro del pecado y de la muerte.” Ibidem, 8.

[22] Cf. RP, 4.

[23] DM, 13. Cf. RP, 31 III. Este aspecto de conversión lo indicaba San Juan Pablo II en Tertio Millennio Adveniente, enfatizando su importancia en el itinerario de preparación para el Jubileo del año 2000: “En este tercer año el sentido del ‘camino hacia el Padre’ deberá llevar a todos a emprender, en la adhesión a Cristo Redentor del hombre, un camino de auténtica conversión, que comprende tanto un aspecto ‘negativo’ de liberación del pecado, como un aspecto ‘positivo’ de elección del bien, manifestados por los valores éticos contenidos en la ley natural, confirmada y profundizada por el Evangelio. Es éste el contexto adecuado para el redescubrimiento y la intensa celebración del sacramento de la Penitencia en su significado más profundo.” TMA, 50. Cf. RP, 30-31.

[24] “El hombre alcanza el amor misericordioso de Dios, su misericordia, en cuanto él mismo interiormente se transforma en el espíritu de tal amor hacia el prójimo.” DM, 14.

[25] SAN JUAN PABLO II, Homilía con ocasión de la Beatificación de la Madre Teresa de Calcuta, 19 de octubre de 2003.

[26] Cf. DM, 6.

[27] Cf. Ibidem, 14.

[28] Ibidem.

[29] MV, 15.

[30] Ibidem. “Delante a la Puerta Santa que estamos llamados a atravesar, nos piden ser instrumentos de misericordia, conscientes que seremos juzgados sobre esto. Quien ha sido bautizado sabe que tiene un compromiso más grande. La fe en Cristo lleva a un camino que dura toda la vida: aquel de ser misericordiosos como el Padre. La alegría de atravesar la Puerta de la Misericordia se une al compromiso de acoger y testimoniar un amor que va más allá de la justicia, un amor que no conoce confines.” FRANCISCO, Homilía con ocasión de la apertura de la Puerta Santa de la Basílica San Juan de Letrán, 13 de diciembre de 2015.

[31] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, nº 2447.

[32] Para entender esta terminología, debemos mencionar que el Papa eligió como lema episcopal (y, luego, papal)  Miserando atque eligendo. Si bien no existe una palabra en español equivalente a miserando, puede traducirse por misericordiando o misericordiado. La traducción literal seria “misericordiando y eligiendo”. El lema está tomado de las Homilías de san Beda el Venerable, presbítero, (Hom. 21; CCL 122, 149-151), quien, comentando el episodio evangélico de la vocación de San Mateo, escribe:

«Jesús vio a un hombre, llamado Mateo, sentado ante la mesa de cobro de los impuestos, y le dijo: “Sígueme”. Lo vio más con la mirada interna de su amor que con los ojos corporales. Jesús vio al publicano, y lo vio con misericordia y eligiéndolo, (miserando atque eligendo), y le dijo: “Sígueme”, que quiere decir: “Imítame”. Le dijo “sígueme”, más que con tus pasos, con tu modo de obrar. Porque, quien dice que está siempre en Cristo, debe andar de continuo como él anduvo».

Debido a una experiencia juvenil de la misericordia de Dios, el Papa ha elegido esta frase para indicar que Dios lo miró con misericordia – es decir, lo misericordió– y lo eligió. De allí que use los términos misericordiado para indicar la acción de haber recibido misericordia, y misericordiar para indicar la acción de practicar la misericordia con otros.

[33] FRANCISCO, Retiro espiritual con ocasión del Jubileo de los sacerdotes, Primera meditación, Basílica de San Juan de Letrán, 2 de junio de 2016. “Como se habrán dado cuenta, al hablar de la misericordia a mí me gusta usar la forma verbal: hay que hacer misericordia (misericordiar en español, «misericordiare», tenemos que forzar la lengua) para recibir misericordia, para ser «misericordiati» (ser misericordiados). «Pero Padre, esto no es italiano». «Sí, pero es la forma que yo encuentro para ir adentro: “Misericordiare” para ser “misercordiato”». El hecho de que la misericordia ponga en contacto una miseria humana con el corazón de Dios hace que la acción surja inmediatamente. No se puede meditar sobre la misericordia sin que todo se ponga en acción.” Ibidem.

[34] Ibidem, Segunda meditación.

[35] Ibidem, Primera meditación.

[36] FRANCISCO, Homilía con ocasión del Jubileo de las personas que se adhieren a la espiritualidad de la Divina Misericordia, 3 de abril de 2016.

[37] Ibidem.

[38] FRANCISCO, Retiro espiritual con ocasión del Jubileo de los sacerdotes, Tercera meditación, Basílica de San Juan de Letrán, 2 de junio de 2016.

[39] “No me cansaré nunca de decir que la misericordia de Dios no es una idea bonita, sino una acción concreta. No hay misericordia sin obras concretas. La misericordia no es hacer un bien <de paso>, es implicarse allí donde está el mal, la enfermedad, el hambre, tanta explotación humana. Y, además, la misericordia humana no será auténtica –humana y misericordia- hasta que no se concrete en el actuar diario. La admonición del apóstol Juan sigue siendo válida: <Hijitos míos, no amemos solamente con la lengua y de palabra, sino con obras y de verdad> (1Jn 3,18). De hecho, la verdad de la misericordia se comprueba en nuestros gestos cotidianos que hacen visible la acción de Dios en medio de nosotros.” FRANCISCO, Audiencia Jubilar con ocasión del Jubileo de los operadores de la misericordia, 3 de septiembre de 2016.

Audiencias de san Juan Pablo II

Acerca de Dios

Dios, espíritu infinitamente perfecto

11.IX.85

1. ‘Dios es espíritu’: son las palabras que dijo nuestro Señor Jesucristo durante el coloquio con la Samaritana junto al pozo de Jacob, en Sicar.

Juan Pablo Magno
Juan Pablo Magno

A la luz de estas palabras continuamos en esta catequesis comentando la primera verdad del símbolo de la fe: ‘Creo en Dios’. Hacemos referencia en particular a la enseñanza del Concilio Vaticano I en la Constitución Dei Filius, capítulo primero: ‘Dios creador de todas las cosas’. Este Dios que se ha revelado a sí mismo, hablando ‘por los profetas y últimamente. por su Hijo'(Heb 1, 1), siendo creador del mundo, se distingue de modo esencial del mundo, que ha creado. El es la eternidad, como quedó expuesto en la catequesis precedente, mientras que todo lo que es creado está sujeto al tiempo contingente.

2. Porque el Dios de nuestra fe es la eternidad, es Plenitud de vida, y como tal se distingue de todo lo que vive en el mundo visible. Se trata de una ‘vida’ que hay que entender en el sentido altísimo que la palabra tiene cuando se refiere a Dios que es espíritu, espíritu puro, de tal manera que, como enseña el Vaticano I, es inmenso e invisible. No encontramos en El nada mensurable según los criterios del mundo creado y visible ni del tiempo que mide el fluir de la vida del hombre, porque Dios está sobre la materia, es absolutamente ‘inmaterial’. Sin embargo, la ‘espiritualidad’ del ser divino no se limita a cuanto podemos alcanzar según la vía negativa: es decir, sólo a la inmaterialidad. Efectivamente podemos conocer, mediante la vía afirmativa, que la espiritualidad es un atributo del ser divino, cuando Jesús de Nazaret responde a la Samaritana diciendo: ‘Dios es espíritu’ (Jn 4, 24).

3. El texto conciliar del Vaticano I, a que nos referimos, afirma la doctrina sobre Dios que la Iglesia profesa y anuncia, con dos aserciones fundamentales: ‘Dios es una única substancia espiritual, totalmente simple e inmutable’; y también: ‘Dios es infinito por inteligencia, voluntad y toda perfección’.

La doctrina sobre la espiritualidad del ser divino, transmitida por la revelación, ha sido claramente formulada en este texto con la ‘terminología del ser’. Se revela en la formulación: ‘Substancia espiritual’. La palabra ‘substancia’, en efecto, pertenece al lenguaje de la filosofía de ser. El texto conciliar intenta afirmar con esta frase que Dios, el cual por su misma Esencia se distingue de todo el mundo creado, no es sólo el Ser subsistente, sino que, en cuanto tal, es también Espíritu subsistente. El Ser divino es por propia esencia absolutamente espiritual.

4. Espiritualidad significa inteligencia y voluntad libre. Dios es Inteligencia, Voluntad y Libertad en grado infinito, así como es también toda perfección en grado infinito.

Estas verdades sobre Dios tienen muchas confirmaciones en los datos de la revelación, que encontramos en la Sagrada Escritura y en la Tradición. Por ahora nos referimos sólo a algunas citas bíblicas, que ponen de relieve la Inteligencia infinitamente perfecta del Ser divino. A la Libertad y a la Voluntad infinitamente perfectas de Dios dedicaremos las catequesis sucesivas.

Viene a la mente ante todo la magnifica exclamación de San Pablo en la Carta a los Romanos: ‘”Qué abismo de generosidad, de sabiduría y de Conocimiento el de Dios!. “Qué insondables sus decisiones y qué irrastreables sus caminos!. ¿Quién no conoció la mente del Señor?’ (11, 33 ss.).

Las palabras del Apóstol resuenan como un eco potente de la doctrina de los libros sapienciales del antiguo Testamento: ‘Su sabiduría no tiene medida’, proclama el Salmo 146, 5. A la sabiduría de Dios se une su grandeza: ‘Grande es el Señor, y merece toda alabanza, es incalculable su grandeza’ (Sal 144, 3). ‘Nada hay que quitar a su obra, nada que añadir, y nadie es capaz de investigarlas maravillas del Señor. Cuando el hombre cree acabar, entonces comienza, y cuando se detiene, se ve perplejo’ (Sir 18, 5-6). De Dios, pues, puede afirmar el Sabio: ‘Es mucho más grande que todas sus obras’ (Sir 43, 28), y concluir” ‘El lo es todo’ (43, 27).

Mientras los autores ‘sapienciales’ hablan de Dios en tercera persona: ‘El’, el Profeta Isaías pasa a la primera persona: ‘Yo’. Hace decir a Dios que le inspira: ‘Como el cielo es más alto que la tierra, mis caminos son más altos que los vuestros, mis pensamiento son más altos que los vuestros’ (Is 55, 9).

5. En los ‘pensamientos’ de Dios y en su ‘ciencia y sabiduría’ se expresa la infinita perfección de su Ser: por su Inteligencia absoluta Dios supera incomparablemente todo lo que existe fuera de El. Ninguna criatura y en particular ningún hombre puede negar esta perfección. ‘”Oh hombre!. ¿Quién eres tú para pedir cuentas a Dios?. ¿Acaso dice el vaso al alfarero: ¿Por qué me has hecho así?. ¿O es que el alfarero no es dueño de la arcilla?’ -pregunta San Pablo- (Rom 9, 20). Este modo de pensar y de expresarse está heredado del Antiguo Testamento: parecidas preguntas y respuestas se encuentran en Isaías (Cfr. 29, 15; 45, 9-11) y en el Libro de Job (Cfr. 2, 9-10; 1, 21). El libro del Deuteronomio, a su vez, proclama: ‘”¡Dad gloria a nuestro Dios!. ¡El es la Roca!”. Sus obras son perfectas. Todos sus caminos son justísimos; es fidelísimo y no hay en El iniquidad; es justo y recto’ (32, 3-4). La alabanza de la infinita perfección de Dios no es sólo confesión de la Sabiduría, sino también de su justicia y rectitud, es decir, de su perfección moral.

6. En el Sermón de la Montaña Jesucristo exhorta; ‘Por tanto, sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto’ (Mt 5, 48). Esta llamada es una invitación a confesar: “Dios es perfecto!. Es ‘infinitamente perfecto’ (Dei Filius).

La infinita perfección de Dios está constantemente presente en la enseñanza de Jesucristo. El que dijo a la Samaritana: ‘Dios es espíritu, y los que le dan culto deben hacerlo en espíritu y verdad.’ (Jn 4, 23-24), se expresó de manera muy significativa cuando respondió al joven que se dirigió a El con las palabras: ‘Maestro bueno.’, diciendo ‘¿Por qué me llamas bueno?. No hay nadie bueno más que Dios.’ (Mc 10, 17-18).

7. Sólo Dios es Bueno y posee la perfección infinita de la bondad. Dios es la plenitud de todo bien. Así como El ‘Es’ toda la plenitud del ser, del mismo modo ‘Es bueno’ con toda la plenitud del Bien. Esta plenitud de bien corresponde a la infinita perfección de su Voluntad, lo mismo que a la infinita perfección de su entendimiento y de su Inteligencia corresponde la absoluta plenitud de la Verdad, subsistente en El en cuanto conocida por su entendimiento como idéntica a su Conocer y Ser. Dios es espíritu infinitamente perfecto, por lo cual quienes lo han conocido se han hecho verdaderos adoradores: Lo adoran en espíritu y verdad.

Dios, este Bien infinito que es absoluta plenitud de verdad. ‘est diffusivum sui’ (S. Th. I, q.5, a.4, ad 2). También por esto se ha revelado, a sí mismo: la Revelación es el Bien mismo que se comunica como Verdad.

Este Dios que se ha revelado a Sí mismo, desea de modo inefable e incomparable comunicarse, darse. Este es el Dios de la Alianza y de la Gracia.

 

Las virtudes viriles

Para un profundo examen personal

(De: “La búsqueda de Dios”)

Fuerza

Realizar lo que parece imposible. Perseverar cuando todo se ve perdido. ‘Saltar’ cuando se trata de la justicia. Decir lo que hay que decir, sabiendo que eso nos va a alejar amigos o bienhechores. Saber estar solo. Guardar inflexiblemente su línea. No sacrificar nunca la doctrina.

Hay que tener enorme obstinación, y no menos adaptabilidad. Hacer una obra grande con medios pequeños, con piedras desiguales, con piedras vivas, redondas, duras, blandas; con los hombres que están cerca de mí; con los genios, que cada día hacen problemas a propósito de todo; los hombres de rutina, que quisieran que todo fuera sobre rieles; los activos, que cada día quieren una obra más; los cansados, que encuentran que se hace demasiado; los salvajes, a quienes no interesa el trabajo en equipo. Estamos en plena guerra. No se trata de perder el tiempo. Hay que ir más a prisa que los otros. Hay que vencer.

La Cruz de Cristo en nuestra piel

De la Cruz hemos hecho un motivo de decoración, y no es inútil. Sólo mirarla nos ayuda a pensar en Cristo. Pero no basta colocarla en el muro, hay que anclarla en la piel. Cristo no quiere quedarnos exterior, quiere transformarnos en Él, el hombre de dolores (Is 53,3). La semejanza a Cristo no se adquiere sin inmensos sufrimientos: todo ha de ser renovado en nosotros por el dolor, hasta que no podamos más bajo el dolor (recuerde Santa Teresita [de Lisieux]: incomprensiones; las dudas de fe; su tisis; su afonía, en que realmente ya no podía más y decía: No me arrepiento de haberme fiado al Amor).

Un día sin dolor debería parecer un día vacío, un día triste. Cuando hay menos dolor podemos preguntarnos qué pasa, pero no hay que maravillarse, porque tal vez mañana será un poco más pesado.

Si nosotros no lo rehusamos, Dios se arregla para hacernos soportar cada día más, un poco más de incomprensión, un poco más de dificultades, un poco más de soledad, un poco más de dolor.

En la vida no hay dificultades. Sólo hay circunstancias. Dios lo conduce todo, y todo lo conduce bien. No hay más que abandonarse, y servir a cada instante en la medida de lo posible. ¿Conflictos? Son inevitables. Son necesarios. Ya se resolverán. Por nada perder la paz (lo de Santa Teresa).

Los grandes dolores

Un gran dolor, cuando se trabaja en común, es el abandono progresivo de muchos, que abandonan el equipo y abandonan el plan de Dios.

Un gran dolor es darse cuenta de la lentitud con que penetra el Mensaje, del rechazo que le oponen los hombres, de ver cómo prefieren las tinieblas a la luz (cf. Jn 3,19).

Un gran dolor, el mayor tal vez, es darse cuenta que la Iglesia tiene en sí todo cuanto puede establecer el mundo en la paz, y encontrar dormidos a la mayor parte de los mejores cristianos, y tantos sacerdotes que no han comprendido el Mensaje.

Un gran dolor es encontrar la oposición de los grupos paralelos o llamados a completarse, con quienes habría que marchar, en perfecta armonía, en la batalla.

Un inmenso dolor es encontrar tanta verdad, tanta generosidad, tanta habilidad, en aquellos que pretenden liberar al hombre, pero que, ignorando a Cristo, no hacen sino encadenarlo.

Un gran dolor es sentirse impotente ante un gran dolor.

Un gran dolor es el amor que fracasa y que no encuentra eco alguno en aquellos a quienes se dirige.

Un gran dolor, en otros momentos, es la soledad. Se puede estar rodeado y sentirse solo. Lleva uno en su interior, sus planes, sus angustias, sus certezas. Los que lo rodean, sin maldad alguna, ni siquiera se interesan por lo que para él es vital.

Y hay un dolor, ese sí que es grande, cuando Dios mismo parece haberse marchado (¡Santa Teresita!).

A veces, al hombre apostólico todo le parece perdido. No hay más que fracasos en perspectiva. Por todos lados, muros. No se ve una salida.

Los colaboradores flaquean; la salud se debilita. Se encuentra privado de su fuerza, de su confianza, de su optimismo, de su testimonio interior. El déficit crece. No entran recursos. Pero, sobre todo, tú mismo no tienes ánimo, te sientes cansado, como sin resorte…

Después de todo, ¿no te equivocaste al tomar este camino? ¿Por qué haber pretendido abarcar tanto, y cosas tan difíciles? ¿¿No quiere todo esto decir que has de echar marcha atrás?

Y aun quizás tratas de echar marcha atrás, pero estás en el tren que echaste a caminar y éste avanza. Aunque quieras frenar, sigue corriendo. Sería necesario que saltaras del carro, que desaparecieras, que abandonaras a los otros. Pero ¡no tienes el derecho de abandonarlos en el combate, después de haberlos lanzado en él! Ellos tienen conciencia clara que te necesitan. Rehusar el esfuerzo ¿no sería traicionar? Todo está perdido. “¡No, todo va bien!”, dice una voz interior.

“Demagogo”, será la palabra que oirás con frecuencia. El que se ocupa de los oprimidos es un demagogo; el que lucha por la justicia, el que afirma el derecho de quienes son incapaces de hacerse respetar es un demagogo. En este sentido, felizmente, el Evangelio todo es demagogia.

Otros, consejeros prudentes, te dirán: ¡¡Anda más despacio, abarca menos!! Pero es el objeto el que impone la rapidez de la marcha. Para quien contempla desde afuera, como espectador indiferente, nada es más fácil que tomar una actitud tranquila. Pero para el que está en la batalla, es distinto; él ve fuerzas ligadas, circunstancias que hay que aprovechar y eso le impone un ritmo.

Alegrarse en los fracasos

Esto parece paradoja o locura. Necesita explicación. Hay falsos místicos, extravagantes, para quienes esta fórmula es peligrosa. Son capaces de una alegría enfermiza en el fracaso, bajo pretexto de abnegación, de unión dolorosa a Cristo, con gran detrimento de la objetividad de su acción y de la obligación que todos tenemos de usar de la prudencia.

El fracaso no debe jamás aparecernos como un fin, y la sucesión indefinida de fracasos como una solución de la vida cristiana. El cristiano debe, más que nadie, conducirse por la razón, y el uso sano de la razón conduce normalmente al éxito. Alegrarse a priori de sus fracasos, sin reflexionar el deber que tenemos de cumplir nuestra misión, de escoger objetivos alcanzables, de adaptar los medios al fin, eso es juego de chiquillos o debilidad de espíritu (cf. Thellier, Luchar contra el mal, en Dans l’épreuve).

Quien se descuida en su acción, consolándose con su unión a Cristo doloroso, necesita detenerse y cambiar de rumbo. A veces se encuentra gente orgullosa que se encapricha en este camino; a veces por orgullo, a veces por un complejo de inferioridad buscará una compensación a su incapacidad en el fracaso. No, no es a éstos a los que decimos que tienen que alegrarse en sus fracasos.

Pero sí a tantos apóstoles que han tomado por Dios, con entusiasmo, el trabajo apostólico, y que llega un momento en que se encuentran ante dificultades insuperables que les hacen pensar en la inutilidad de sus esfuerzos, y están a punto de descorazonarse. No, ¡que aprendan a sacar provecho de sus fracasos!

El fracaso, para el hombre de acción, es su gran educador. La mayor parte de nuestros fracasos vienen por nuestra propia culpa. El objetivo estaba mal definido o mal escogido, o bien usaba medios ineptos… ¡¡o en condiciones en que por falta de realismo no supo prever el fracaso!!

La mayor parte de los hombres, sin embargo, somos inclinados a excusar nuestros fracasos. Estos han ocurrido por casualidad, o por la falta de los otros que se han opuesto, o de circunstancias imprevisibles, de colaboradores flojos o incomprensivos… Pero el testarudo en ningún caso piensa que tal vez sus enemigos tenían razón; que los acontecimientos imprevistos habrían podido ser previstos, que los colaboradores debieron ser mejor escogidos, o mejor formados, o más entrenados en la acción.

La mejor táctica en la acción es tomar para sí toda la responsabilidad del fracaso. Él podrá, reflexionando, descubrir las verdaderas razones. Un hombre prudente no se embarca en una acción sino cuando hay motivos serios; cuando está en la línea de su vocación providencial; bajo el control de la dirección [espiritual] y ayudado por las luces íntimas de la plegaria. Si se aventura a veces, él lo sabe, pero tiene bastantes razones para tentar la aventura, y el fracaso medio previsto no lo sorprenderá ni lo espantará.

Durante años y años el apóstol que comienza no será prudente sino a medias. Debe hacer sus clases en plena vida. Cada fracaso le será una lección amada. Al examinar fríamente la acción emprendida, al criticarla sin vanidad, se dará cuenta de su falta de preparación, de sus prisas desarregladas, de sus motivos pasionales. Antes de obrar habría debido saber más exactamente dónde quería ir, y por qué camino, qué obstáculos iba a encontrar. Pero partió hacia delante con la cabeza abajo, o con los ojos en el Cielo. Nada tiene pues de extraño que se golpeara contra un muro, o se cayera a un barranco.

El humilde, en cambio, saca partido de sus fracasos. El alma de buena voluntad, humilde y objetiva, se hace fuerte por el juego de esta crítica honrada de la acción. El orgulloso se empeñará a comenzar por el mismo camino, pero el humilde rectificará sus encuestas, sus fines, sus métodos: aprenderá a construir. Después de todo, con frecuencia en los fracasos no queda nada del fracaso, y el éxito permanece. Cada fracaso es un vacío: una piedra puede tapar el hueco. Los éxitos son piedras con las cuales se construye un muro, un templo.

¡Cuántos hay que no quieren construir sino catedrales! Dios quiera que los primeros fracasos les hagan comprender que en un pueblecito, basta una capilla, y que es inútil forzar su talento. Cada uno no debe emprender sino obras proporcionadas a su capacidad, y obras útiles. Bendito sea el fracaso que nos enseñó nuestro sitio verdadero.

Después de este examen leal tenemos derecho de considerar las circunstancias independientes de nuestra voluntad, o las malas voluntades que se han mezclado a nuestra acción. Este será el momento de volvernos a Cristo para alegrarnos de parecernos a Él.

Los fracasos conducen al apóstol hacia Cristo. Todos ellos son un eco del fracaso grande de la Cruz, cuando fariseos, saduceos y los poderes establecidos triunfaron visiblemente sobre Jesús. ¿No fue Él acaso vestido de blanco y de púrpura, coronado de espinas y crucificado desnudo, con el título ridículo de Rey de los Judíos? Los suyos lo habían traicionado o huido. Era el hundimiento de su obra, y en ese mismo momento Jesús comenzaba su triunfo. Aceptando la muerte, Jesús la dominaba. Al dejarse elevar sobre la Cruz, elevaba la humanidad hasta el Padre, realizaba su vocación y cumplía su oficio de Salvador. En esa línea van también nuestros fracasos…

Los fracasos de que no somos responsables son el eco de la crucifixión de Cristo en nosotros. Nos hacen semejantes, en nuestra alma espiritual y en nuestra sensibilidad, a Cristo. Los otros fracasos, los que hemos merecido por imprevisión, por precipitación, por mediocridad o por orgullo, lejos de abatirnos deben estimularnos. Y como Cristo fue objetivo, fuerte, perseverante, magnánimo, así también nosotros. Esta reflexión, prudencia, fuerza que nos faltaba, nos la enseñarán nuestros fracasos que nos harán así más semejantes a Cristo.

Feliz falta, decía Agustín. Felices fracasos, diremos nosotros, que nos conducen a nuestro Maestro.

En el estercolero de Job

Esta misma lección podemos sacar al ver los fracasos de uno de nuestros hermanos, gran fracasado: Job.

Allí está, sin poder más, sobre su estercolero. Él ha recorrido espiritualmente el mundo y su propia alma. El mundo lo ha traicionado y él se siente impotente, quebrado, reducido a la nada. Él ha medido la villanía de los hombres y su propia debilidad. Y he aquí que ofrece a todos un triste espectáculo. Sus enemigos pasan delante de él y ríen. ¡Cómo duele su triunfo! Ellos habían visto bien. Con razón le habían dicho: ¡Tú no eres más que apariencia, nada más que viento! El camino está libre ante ellos. Ellos pasan delante de él; se cuchichean. Vuelven a pasar, para gozar mejor de su triunfo… Se van. Ya no eres para ellos más que un mal recuerdo, pronto serás sepultado, ni siquiera una sombra. Los amigos llegan a su vez, predicadores de resignación. Dando consejos, jueces infalibles de sus ilusiones. Lo aplastan con sus palabras sentenciosas. Job, tú eres ahora el vencido de la vida. El que ha visto demasiado grande. A quien el fracaso condena. Uno o dos, tal vez comprenden tu dolor. Tienen el corazón amplio y lo consuelan. Dios te los ha dejado fieles, para que no te pudras completamente sobre tu estercolero… Y he aquí que el estercolero resplandece como el oro. Y he aquí que vuestras lepras se desecan. Y he aquí que vuestras fuerzas vuelven. Y estáis de nuevo plenamente en la vida. En pleno combate. Nuevos enemigos se juntan a los de ayer. Nuevos amigos os rodean. La vida vuelve a su curso. Más dura y más bella. En el amor y en la esperanza.

La continuidad, virtud varonil

Una vida fecunda es una vida continua, en la cual todo aparece ligado como en el árbol. Orientaciones aparentemente nuevas, pero que están en la línea de la elección primera. A veces, cortes dolorosos para despojarse de actividades inútiles.

Asegurar la continuidad en su vida es una de las virtudes más difíciles. Es tan tentador ir a derecha o izquierda; detenerse ante cada flor del camino. Hay tantos caminos sombreados, tantas pistas atrayentes, tanta alegría de que gozar, tanta admiración que recoger, tantas miserias individuales que consolar… Todo esto a nuestro rededor llamándonos como una invitación a vivir.

Y no hay más que un camino que podamos recorrer seriamente. Lo seguimos desde hace tanto tiempo; hemos caído tantas veces, nos hemos levantado tan doloridos que estamos cansados… Y además, hay toda esa gente que arrastrar, esos turbulentos que calmar, esos aventureros que volver a traer al grupo… La ruta es estrecha y empinada, y la vida en otros lados sería tan fácil…

Los ‘no’ indispensables

Si queremos guardar una línea de vida, hemos de aprender a decir muchos “no”: No, a dejarse absorber por los pormenores. No, a dejarse dominar por la sensibilidad, por el corazón. No, a perder su tiempo en futilezas o palabras. No, a dispersarse en todos sentidos, a mariposear. No, a quien viene a verte en la hora de tu trabajo profundo. No, a hacer el trabajo que los demás pueden hacer en lugar tuyo. No, a dejarse corromper. No, a trabajar por dinero o por la gloria. No, al deseo de querer responder inmediatamente a toda pregunta que se haga. No, a tratar los problemas a la ligera. No, a traicionar sus amigos. No, a la polémica con los enemigos. No, a la antipatía a los que te molestan. No, sobre todo, a todo pecado, a todo lo que te aparta del camino comenzado, a todo lo que te disminuye, te mutila.

Contemplar para perseverar

Y para guardar sus ideales, para permanecer fiel al llamamiento divino en medio del trabajo desbordante, de visitas y cartas y confesiones… guardar la actitud contemplativa, como San Ignacio “contemplativo en la acción”, guardar su paz en la posesión de sí y en la luz de Dios. Marchar en forma tal que permanezcamos siempre bajo el influjo divino.

Monjes contemplativos del Instituto del Verbo Encarnado