Un tesoro más ofrecido a los pecadores

Sobre el sacramento de la confesión

P. Jason Jorquera M., IVE.

“…habrá más alegría en el cielo

por un solo pecador que se convierta

que por 99 justos que no tengan

necesidad de conversión”

(Lc 15, 7)

A menudo nos encontramos ante la siguiente objeción: ¿por qué confesarse? Ciertamente que para nosotros, los cristianos católicos, la respuesta no tendría mayor complejidad que afirmar que así lo enseña la santa iglesia, cuerpo místico de Cristo, mediante la jerarquía que Él mismo instituyó para guía y salvación de las almas mediante los sacramentos… o porque es un regalo más que Dios nos dejó en su Iglesia.

Pero el problema es que más de una vez pueda pasar que estas interrogantes salgan de labios de los mismos católicos que, a causa de la falta de formación debida (no necesariamente culpable, claro),  no han profundizado bien su fe y, por tanto, pueden engañarse o dejarse engañar respecto a este sacramento, y así alejarse de él paulatinamente privándose de sus maravillosos beneficios comenzando por la santificación y salvación del alma, todo lo cual, en definitiva, se fundamenta en una lamentable y perniciosa pérdida del sentido del pecado: “Este sentido tiene su raíz en la conciencia moral del hombre y es como su termómetro. Está unido al sentido de Dios, ya que deriva de la relación consciente que el hombre tiene con Dios como su Creador, Señor y Padre. Por consiguiente, así como no se puede eliminar completamente el sentido de Dios ni apagar la conciencia, tampoco se borra jamás completamente el sentido del pecado”[1].

Para ilustrar un poco acerca de este admirable sacramento, daremos algunas simples pautas acerca de lo que es, implica y significa en la vida del cristiano católico.

 

LO QUE ES

 La confesión o penitencia es definida por Royo Marín como el Sacramento de la nueva ley, en el que por la absolución del sacerdote, se confiere al pecador  penitente la espiritual reparación, o sea, la remisión de los pecados cometidos después del bautismo[2]; y la Lumen Gentium enseña que “los que se acercan al sacramento de la penitencia obtienen de la misericordia de Dios el perdón de los pecados cometidos contra Él y, al mismo tiempo, se reconcilian con la iglesia, a la que ofendieron con sus pecados. Ella les mueve a la conversión con su amor, su ejemplo y sus oraciones[3]

 Es llamado sacramento de la confesión porque la declaración o manifestación, la confesión de los pecados ante el sacerdote, es un elemento esencial de este sacramento. En un sentido profundo este sacramento es también una “confesión”, reconocimiento y alabanza de la santidad de Dios y de su misericordia para con el hombre pecador.

Se le llama sacramento del perdón porque, por la absolución sacramental del sacerdote, Dios concede al penitente “el perdón y la paz[4] .

Se le denomina sacramento de reconciliación porque otorga al pecador el amor de Dios que reconcilia: “Dejaos reconciliar con Dios[5] . El que vive del amor misericordioso de Dios está pronto a responder a la llamada del Señor: “Ve primero a reconciliarte con tu hermano” (Mt 5, 24)[6].

Para un cristiano el sacramento de la penitencia es el camino ordinario para obtener el perdón y la remisión de sus pecados graves cometidos después del bautismo. Es cierto que la acción del Salvador no está ligada a ningún signo sacramental, de tal manera que no pueda en cualquier tiempo y sector de la historia de la salvación actuar fuera y por encima de los sacramentos. Pero la fe nos dice que el Salvador ha querido y dispuesto que los sacramentos de la fe sean ordinariamente los medios eficaces por los que pasa y actúa su redención.

Sería insensato y presuntuoso querer prescindir arbitrariamente de los instrumentos de la gracia que Dios ya ha dispuesto.[7]

Es así que el mismo Jesucristo, Hijo de Dios y Redentor nuestro, ha instituido este sacramento en atención a su infinita misericordia para con nosotros y en consideración a nuestra frágil condición humana. Nuestra naturaleza, herida por el pecado, ha quedado inclinada al mal y por tanto necesitamos un auxilio especial que eleve nuestra naturaleza para poder combatir el pecado y adquirir las virtudes que nos vayan asemejando a Jesucristo, el varón perfecto y modelo de nuestro obrar. Este auxilio sobrenatural se llama gracia divina y como sabemos, se nos comunica cada vez que recibimos los sacramentos y, por lo tanto, también cuando realizamos una humilde sincera confesión de nuestros pecados ante el ministro de Dios.

Una vez más se ha de proclamar la fe de la Iglesia en el acto redentor de Cristo, en el misterio pascual de su muerte y resurrección, como causa de la reconciliación del hombre en su doble aspecto de liberación del pecado y de comunión de gracia con Dios [8].

Este importante aspecto de la obra realizada por Cristo en beneficio del hombre –liberación del pecado y comunión con Dios- continúa realizándose ininterrumpidamente en el cuerpo místico de Cristo que nació del costado herido y es quien nos hace partícipes, por el bautismo, es sus sagrados misterios: … como decía San León Magno hablando de la pasión de Cristo, “todo lo que el Hijo de Dios obró y enseñó para la reconciliación del mundo, no lo conocemos solamente por la historia de sus acciones pasadas, sino que lo sentimos también en la eficacia de lo que él realiza en el presente”.

Experimentamos la reconciliación realizada en su humanidad mediante la eficacia de los sagrados misterios celebrados por su Iglesia, por la que Él se entregó a sí mismo y la ha constituido signo y, al mismo tiempo, instrumento de salvación [9].

De aquí deducimos que el sacramento de la reconciliación, al igual que los demás sacramentos, ha sido verdaderamente querido e instituido por Cristo quien transmitió tal poder a sus ministros en bien de las almas por las cuales murió y resucitó[10]; venciendo con la muerte en la cruz el mal y el poder del pecado con su total obediencia de amor, Él ha traído a todos la salvación y se ha hecho “reconciliación” para todos. En Él Dios ha reconciliado al hombre consigo mismo[11].

Podemos decir con total propiedad que la confesión es, una vez más, una amorosa invitación de Dios a reencontrarnos con él mediante un humilde y sincero acto de reconocimiento de nuestras ofensas, lo cual implica necesariamente realizarlo con

 

LO QUE IMPLICA

Para realizar una buena confesión de los pecados, recordemos la clásica y clarísima síntesis explicativa en 5 pasos:

1º Examen de conciencia.

2º Dolor de los pecados.

3º Propósito de enmienda.

4º Decir los pecados al confesor.

5º Cumplir la penitencia.

Examen de conciencia: para el examen de conciencia es conveniente, aunque no obligatorio, hacer alguna breve oración pidiendo la gracia de recordar lo mejor posible los pecados cometidos. Tenemos un deber de conciencia de confesar todos los pecados graves para que la confesión sea auténtica, de tal manera que la gracia nos sea restituida en caso de haberla perdido. Este examen debe ser realizado “desde la última confesión bien hecha”. Este punto es muy importante pues si alguna vez hemos callado algún pecado grave por vergüenza o lo que sea, significa que esa confesión no ha sido válida y, por lo tanto, tampoco las posibles confesiones posteriores. Muy distinto es el caso de haberlo omitido por haberlo olvidado en dicho momento, en este caso simplemente hay que hacer un acto de contrición y manifestarlo en la siguiente confesión en cuanto sea posible, tal cual ha sido y quedarse tranquilo: “padre, perdón, pero en la confesión anterior olvidé mencionar que…”, y listo. También es lícito y hasta conveniente examinar los pecados veniales que, si bien no son materia obligatoria de la confesión, nos pueden ayudar a aprender a detestar cada vez más el pecado y movernos a practicar las virtudes de manera más determinada, además de manifestar a Dios mejor nuestra buena voluntad de querer alejarnos de cualquier tipo de ofensa a su bondad.

Dolor de los pecados: es aquella pena o dolor interior que surge en el alma por haber ofendido a Dios, pero no un dolor que hunde y aplasta al alma, sino un dolor confiado, que se abandona a la Divina Misericordia de Dios, el gran perdonador. En definitiva, un dolor que incentiva y mueve al alma a la reparación y verdadera conversión.

Propósito de enmienda: es una firme resolución de no volver a pecar y de evitar todo lo que pueda ser ocasión de cometer pecados. Este propósito supone la confianza en Dios que es quien devuelve la gracia a aquel que la ha perdido, gracia que a partir de ahora puede ser incluso mayor que antes en la medida de la compunción con la cual nos hayamos confesado. Esta determinación deja atrás el pasado y se concentra más bien en el futuro, en lo que a partir de ahora puede hacer el alma con la gracia y la asistencia del Cielo.

Decir los pecados al confesor: como enseña el Catecismo de la Iglesia Católica, “La confesión de los pecados (acusación), incluso desde un punto de vista simplemente humano, nos libera y facilita nuestra reconciliación con los demás. Por la confesión, el hombre se enfrenta a los pecados de que se siente culpable; asume su responsabilidad y, por ello, se abre de nuevo a Dios y a la comunión de la Iglesia con el fin de hacer posible un nuevo futuro. La confesión de los pecados hecha al sacerdote constituye una parte esencial del sacramento de la Penitencia: “En la confesión, los penitentes deben enumerar todos los pecados mortales de que tienen conciencia tras haberse examinado seriamente, incluso si estos pecados son muy secretos y si han sido cometidos solamente contra los dos últimos mandamientos del Decálogo (cf Ex 20,17; Mt 5,28), pues, a veces, estos pecados hieren más gravemente el alma y son más peligrosos que los que han sido cometidos a la vista de todos” (Concilio de Trento: DS 1680): «Cuando los fieles de Cristo se esfuerzan por confesar todos los pecados que recuerdan, no se puede dudar que están presentando ante la misericordia divina para su perdón todos los pecados que han cometido. “Quienes actúan de otro modo y callan conscientemente algunos pecados, no están presentando ante la bondad divina nada que pueda ser perdonado por mediación del sacerdote. Porque si el enfermo se avergüenza de descubrir su llaga al médico, la medicina no cura lo que ignora” (Concilio de Trento: DS 1680; cf San Jerónimo, Commentarius in Ecclesiasten 10, 11).”[12]

Recordemos que la confesión no debe ser exhaustiva, sino sencilla, sincera y precisa: “padre, pido perdón a Dios por haber cometido tal y tal pecado”; es acusarse y no excusarse, y en esto se deja ver claramente su sinceridad, en que no busca justificarse sino reconocer y esperar confiadamente de Dios su perdón. Debemos aprender a confesarnos bien, de tal manera que el sacerdote pueda aconsejar con mayor precisión al penitente y éste pueda aprovechar al máximo este bendito sacramento.

Cumplir la penitencia: El sentido de la penitencia que impone el confesor al penitente es el de satisfacer de alguna manera por las faltas cometidas, ya que todo pecado implica un daño que debe ser reparado en la medida de las posibilidades. Por más oculto que pueda ser un pecado, siempre tiene alguna repercusión en el Cuerpo místico, y esta satisfacción es la que justamente busca reparar el daño cometido y enderezar nuevamente al alma hacia el bien.

Respecto a esto nos enseña claramente el catecismo que: “Muchos pecados causan daño al prójimo. Es preciso hacer lo posible para repararlo (por ejemplo, restituir las cosas robadas, restablecer la reputación del que ha sido calumniado, compensar las heridas). La simple justicia exige esto. Pero además el pecado hiere y debilita al pecador mismo, así como sus relaciones con Dios y con el prójimo. La absolución quita el pecado, pero no remedia todos los desórdenes que el pecado causó (cf Concilio de Trento: DS 1712). Liberado del pecado, el pecador debe todavía recobrar la plena salud espiritual. Por tanto, debe hacer algo más para reparar sus pecados: debe “satisfacer” de manera apropiada o “expiar” sus pecados. Esta satisfacción se llama también “penitencia”.”[13]

 

LO QUE SIGNIFICA EN LA VIDA DEL CATÓLICO

El sacramento de la confesión en nuestra vida es un tesoro más de esos que solamente Dios nos podía regalar. Es un tesoro que podemos tomar cuando queramos; está allí, esperando que nos decidamos a aprovechar de su riqueza, de la gracia que nos ofrece a cambio del humilde y sincero arrepentimiento de nuestras ofensas. Por medio de la confesión podemos degustar de una manera del todo especial la misericordia divina, aquella siempre sale al encuentro del pecador para sacarlo del lodo y devolverle su dignidad de hijo de Dios, como el padre del hijo pródigo de la parábola: “Pero el padre dijo a sus siervos: Pronto; traigan la mejor ropa y vístanlo; pónganle un anillo en su mano y sandalias en los pies. Traigan el becerro engordado, mátenlo, y comamos y regocijémonos; porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y ha sido hallado” (Lc 15, 11-32).

Cada confesión que realizamos es importante, tanto para nosotros como para Dios: para nosotros, porque ayuda a recuperar lo perdido o a fortalecer lo débil, a renovar nuestro interior y manifestarle a Dios nuestra buena voluntad al levantarnos y seguir en pos de la santidad que nos ofrece; y para Dios, porque se alegra con nosotros y nos brinda aquellas gracias que por medio de este sacramento nos quiere conceder. Es por eso que debemos acudir a la confesión cuando la precisemos y debemos aprender a hacerla bien: preparada, clara y precisa; conscientes de sus beneficios y teniendo muy presente que siempre marca un antes y un después, el cual a veces puede transformar completamente una vida como tantas veces vemos relatado en las vidas de los santos, especialmente los santos confesores como el padre Pío, el cura de Ars o san Leopoldo Mandic, quienes tuvieron la dicha inefable de ver tantas veces en sus vidas entrar al confesionario a grandes pecadores que salieron de allí mansos como corderos, realmente decidido a cambiar y hasta perfumando santidad completamente renovados por el perdón divino y la gracia recuperada o acrecentada; por eso nos aconseja el santo: “Emplea tus tiempos libres también en preparar tu confesión. No es menester que ésta sea general, pero sí es absolutamente necesario que arregles todas tus cuentas con Dios, resuelvas todas las dudas que puedas tener y empieces una página nueva. Acuérdate que, si tienes a Dios, aunque te falte todo lo demás, serás millonario. Si Él te falta, aun teniendo todo lo demás, serás un pordiosero.” (san Alberto Hurtado)

[1] Reconciliatio et Poenitencia 18

[2] Teología moral para seglares

[3] LG 11

[4] OP, fórmula de la absolución

[5] 2Co 5:20

[6] Catecismo de la Iglesia Católica 1423-1425

[7] “Revestíos de entrañas de misericordia”, manual de preparación para el ministerio de la penitencia. P. Miguel Ángel Fuentes, IVE. Introducción, pág 17.

[8] Reconciliatio et Poenitentia 7

[9] Reconciliatio et Poenitentia 8

[10] Cfr. Mt 18,18  “Yo os aseguro: todo lo que atéis en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en el cielo.

[11] Reconciliatio et Poenitentia 10

[12] Catecismo de la Iglesia Católica 1455-1456

[13] Catecismo de la Iglesia Católica 1459

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