La roca del Calvario

Impresiones de Tierra Santa

P. Jason Jorquera M.

 

Existe una cualidad en todo ser humano que es esencial para poder abrazar la verdad y aprender a gozar de ella. Y como sabemos que la verdad se identifica con el ser, y que “lo que es” tiene la capacidad de ser amado, concluimos que para amar la verdad, antes es necesario descubrir en ella aquello que tiene de “amable”. Pero es real también que no todo lo que conocemos lo amamos, ¿por qué?, sencillamente porque no todo nos atrae de la misma manera. He aquí la capacidad esencial que necesitamos para enamorarnos de una verdad: la capacidad de asombrarse ante lo bello, bueno y verdadero de las cosas; porque el que no se asombra de algo pasará de largo sin detenerse a considerarlo, en cambio, quien se encuentra con algo deslumbrante –al menos bajo algún aspecto- se vuelve capaz de volverse hacia él y abrazar su verdad-bondad con toda el alma.

De las casi infinitas realidades capaces de asombrar al hombre en este mundo, espirituales o materiales, nos quedamos ahora con la roca del Calvario que, “asombrosamente”, se partió de arriba a abajo cuando el Hijo de Dios consumaba la augusta obra de la redención[1] entregando su espíritu al Padre celestial[2], mientras entraba triunfante en el limbo de los justos para rescatar a los que primero entrarían en el reino de los cielos.

En el santuario del Santo Sepulcro se encuentra signado con solemne precisión el lugar de la roca en que se apoyó la santa Cruz de nuestro Señor Jesucristo. Está en la base de un altar erigido en su honor y rodeado, como otros santos lugares, con un gran aro de plata por el cual se puede introducir perfectamente la mano para tocar dicha roca y rezar…, y rezar…, porque en Tierra Santa prácticamente todo invita a rezar, a considerar los misterios de la vida terrena del Salvador del mundo, a detenerse y leer los hermosos pasajes del Evangelio que hace casi 2000 años se escribieran no con letras sino con hechos, con Vida, con Verdad, etc., y ahora reviven en los corazones de los fieles de la santa Iglesia que se fundó aquí, en Tierra Santa, y que desde aquí comenzó a propagarse por el mundo hasta el fin de los tiempos; Iglesia de la cual sabemos que las puertas del infierno no prevalecerán contra ella[3], ¿por qué?, pues porque lleva en sí la promesa de Jesucristo de acompañarla hasta el fin de los tiempos[4] y porque el mismo Salvador decidió fundarla sobre roca[5], como la Cruz, porque si algo se edifica sobre roca ni las lluvias ni las aguas torrenciales, ni los vientos, ni nada podrá derrumbarlo[6]. Por lo tanto, no es casualidad que Jesucristo haya cambiado el nombre a su vicario por el de Pedro, “Petrus”, es decir roca o piedra asentando así las indefectibles bases de su Cuerpo Místico; y tampoco es coincidencia que la Cruz misma se haya asentado sobre la firmeza de la roca, porque así tenía que ser y así nos enseña también a nosotros a fijar nuestra cruz sobre la sólida base de la roca que es la fe.

El sacrificio de Jesucristo por nosotros en la Cruz, puso sus fundamentos en la roca del Calvario, y así –oscilando y complementando entre el plano histórico y el espiritual- consolidó su entrega hasta la muerte[7]; porque la firmeza última de la Cruz se encontraba en “la roca amante” de la voluntad de Cristo, el Cordero de Dios de amor inamovible. Pero como la roca del Calvario sostenía el instrumento divino que exigía la vida del Redentor, una vez consumado el sacrosanto sacrificio, la roca se rompió. Y es que, como sea, se hallaba ligada tan estrechamente a la muerte del Mesías, que no podía quedar incólume una vez que en ella misma fue vencida la muerte por el Hijo de Dios, perdiendo así la muerte toda su solidez ante la entrega de Aquel que vino a vencerla junto con el pecado[8].

Ante este gran pedazo de historia partida por en medio, Dios me concedió la gracia de rezar embebido del misterio de la Cruz, la de maderos contrapuestos que armonizan perfectamente la horizontalidad de la naturaleza humana con la verticalidad sobrenatural de la gracia; y es que parece que la paradoja se las arregla como sea para acompañar los misterios divinos, comenzando por la Encarnación, y enriqueciéndolos con su consideración. Y “paradojalmente” yo contenía las lágrimas allí donde el Hijo de Dios no contuvo la sangre, porque se hallaba fundida con la divina misericordia que vino a derramar sobre la tierra: ¡y se quiebra la roca cuando no lo hacen los corazones de los hombres!, mas no en vano, porque ni todos seguirán caminando hacia la condenación, ni pocos son los que ven figurada en esta veta de la piedra la “puerta estrecha”[9] que termina en la eternidad.

Y como a Dios no se le escapan los detalles, la roca del Calvario se partió en dos cuando expiró Aquel que también en dos dividió la historia.

 

[1] Cfr. Jn 19,30

[2] Lc 23,46: “y Jesús, dando un fuerte grito, dijo: «Padre, en tus manos pongo mi espíritu» y, dicho esto, expiró.”

[3] Mt 16,18

[4] Cfr. Mt 28,20

[5] Cfr. Mt 16,18

[6] Cfr. Mt 7,24-25; Cant 8,7

[7] Cfr. Fil 2,8

[8] Cfr. 2Ti 1,10

[9] Cfr. Lc 13,24