Hasta el Cielo amigo…

A la memoria de Daniel Rodríguez, primer feligrés del Monasterio de la Sagrada Familia.
No es nada nuevo el afirmar que las gracias que Dios nos concede deben ser siempre agradecidas de nuestra parte, y cuánto más cuando son gracias en el ámbito más espiritual, es decir, no tan sólo por haber recibido algún beneficio en el plano material, sino que de manera muy especial cuando estas gracias tienen por objeto directamente el beneficio del alma. Pues bien, dentro de estas gracias nos podemos encontrar con algunas que, desde el punto de vista sensible, parecen ser una especie de amalgama agridulce entre la pena y la confianza, la tranquilidad y la nostalgia; tal es el caso del reciente fallecimiento de nuestro amigo Daniel Rodríguez, primer feligrés del Monasterio de la Sagrada Familia, portador y benefactor de la imagen de nuestra Señora del Rosario que se encuentra en el jardín central del monasterio, quien junto con la pena natural por su partida, nos ha dejado aquel misterioso consuelo sobrenatural de la paz que se queda siempre con el recuerdo de aquellas personas que han tenido la gracia de prepararse para el encuentro definitivo con Dios, luego de grandes sufrimientos ofrecidos en el trance último de su vida terrena.
Ciertamente que la Virgen tuvo un gran rol en este último tiempo en que tuvimos a Daniel entre nosotros, pues puedo afirmar con gran alegría y certeza que él jamás se fue del monasterio sin “pasar a saludar a la Virgen”, como él mismo solía decir, y este es uno de los más devotos y hermosos recuerdos que me quedaron de estos 7 años de amistad con él.
Primero vino un cáncer, hace algunos años, del cual se curó sin explicación médica; luego vino un acv y otro cáncer que, esta vez, fue mucho más agresivo, al punto de dificultar la venida de Daniel a la santa Misa de los sábados por la tarde, razón por la cual el contacto comenzó a ser menos constante físicamente y más telefónico; pero eso no impidió algunas visitas al monasterio para rezar en la capilla y saludarnos cuando la salud lo permitía, ni posteriormente la administración de los sacramentos yendo nosotros a su casa que está a 10 minutos solamente del monasterio. Sin embargo, las últimas dos semanas todo cambió: Daniel ya no podía hablar, y aún así se alegraba mucho cada vez que lo visitábamos, al igual que su esposa, con quien nos manteníamos en contacto y quien nos ha regalado también un gran ejemplo de lo que significa su matrimonio, el cual -dicho sea de paso-, se celebró aquí en Séforis porque así lo quisieron. En todo momento acompañando a su esposo, y prácticamente viviendo en el hospital el último tiempo, siempre fue notable el amor conyugal que decoró hermosamente el sufrimiento que Daniel ofrecía.
Una gracia especial fue el haber podido ser trasladado al hospital de la Sagrada Familia en Nazaret, a 15 minutos del monasterio y de su casa, recibiendo allí aún más visitas y siendo acompañado por abundantes oraciones que nos llegaban por él desde diferentes partes del mundo: familiares, amigos, devotos desconocidos; conventos, monasterios, laicos y religiosos nos escribían y nosotros les enviábamos los mensajes a su esposa, quien se los leía cuando no éramos nosotros al visitarlo, donde rezábamos con él y le leíamos también el Evangelio, le hablábamos o simplemente le sosteníamos la mano que él de vez en cuando apretaba cuando ya no podía moverse. No faltaron los mensajes y hasta algún que otro video de algún misionero comprometiendo sus oraciones y saludándolo, así como de sus “compañeros de feligresía”, quienes también estuvieron siempre preocupados por él y nos acompañaron en su funeral, el cual fue realmente hermoso, pues llegada la hora del responso de pronto se nos llenó el lugar para la celebración, ya que eran muchos quienes lo estimaban.
Personalmente debo decir que no fue fácil comenzar la ceremonia de despedida. Los sacerdotes de vida apostólica, y más todavía los párrocos, ciertamente tendrán más experiencia en este ámbito, pero para mí fue la primera vez que realizaba un funeral y encima a un amigo, a quien dos días antes había ido a visitar y a quien mientras le contaba un poco sobre el Cielo me había apretado fuertemente la mano, por lo cual en mi interior pensé que habría cierta mejoría… aunque, en realidad, qué mejor que partir a la eternidad luego de haber recibido los santos sacramentos de la fe que profesaba. Sea como sea la emoción general se dejaba sentir y se pudo ver claramente al momento de “decir unas palabras”, donde su esposa, hijos y amigos lo recordaron con respetuosa emotividad.
Con el grato consentimiento de la esposa de Daniel les compartimos este sencillo homenaje a quien fuera la primera persona en venir regularmente a rezar a este santo lugar durante años y compartir con los primeros monjes, por quienes siempre nos preguntaba. Aquí nos quedan tanto los buenos recuerdos en la capilla, donde era nuestro lector habitual, cuanto los momentos en que nos visitaba después de la santa Misa de los sábados (donde acostumbramos a tomar el café de despedida hasta hoy siguiendo las tradiciones locales), y alguna que otra visita durante la semana cuando podía para “tomarnos unos mates” entre alguna consulta espiritual o simplemente una visita fraternal.
Encomendamos a sus oraciones el alma de Daniel y de todos los fieles difuntos, así como también por los moribundos, para que también ellos puedan ser asistidos espiritualmente de tal manera que su enfermedad se convierta en la serena antesala del Cielo, donde ya no hay sufrimientos ni enfermedades, y donde esperamos encontrar a aquellos seres queridos que partieron antes que nosotros hacia la meta y gozo final e imperecedero.
Decía san Alberto Hurtado que, “…en el momento de la muerte no queda ya donde ocultarse: el alma es arrancada y arrojada a la llanura infinita donde no quedan más que ella y su Dios. El concepto cristiano de la muerte es inmensamente más rico y consolador: la muerte para el cristiano es el momento de hallar a Dios, a Dios a quien ha buscado durante toda su vida. La muerte para el cristiano es el encuentro del Hijo con el Padre; es la inteligencia que halla la suprema verdad, es la inteligencia que se apodera del sumo Bien. La muerte no es muerte. Lo veremos a Él cara a cara, a Él nuestro Dios que hoy está escondido. Veremos a su Madre, nuestra dulce Madre, la Virgen María. Veremos a sus santos, sus amigos que serán también nuestros amigos; hallaremos nuestros padres y parientes, y aquellos seres cuya partida nos precedió. En la vida terrestre no pudimos penetrar en lo íntimo de sus corazones, pero en la Gloria nos veremos sin oscuridades ni incomprensiones.”
P. Jason,
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Vía Crucis de san Juan Pablo II

 

“La cruz, en la que se muere para vivir;

para vivir en Dios y con Dios,

para vivir en la verdad, en la libertad

y en el amor,

para vivir eternamente”.

San Juan Pablo II

 

 El Santo Padre:

En el nombre del Padre y del Hijo, y del Espíritu Santo.
R/. Amén.

Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame” (Mt 16, 24).

I. Jesús es condenado a muerte

Del Evangelio según San Marcos (15, 14-15).

Pero ellos gritaron con más fuerza: «¡Crucifícale!» Pilatos, entonces, queriendo complacer a la gente, les soltó a Barrabás y entregó a Jesús, después de azotarle, para que fuera crucificado».

Meditación
La sentencia de Pilato fue dictada bajo la presión de los sacerdotes y de la multitud. La condena a muerte por crucifixión debería de haber satisfecho sus pasiones y ser la respuesta al grito: «¡Crucifícale! ¡Crucifícale!» (Mc 15, 13-14, etc.). El pretor romano pensó que podría eludir el dictar sentencia lavándose las manos, como se había desentendido antes de las palabras de Cristo cuando éste identificó su reino con la verdad, con el testimonio de la verdad (Jn 18, 38). En uno y otro caso Pilato buscaba conservar la independencia, mantenerse en cierto modo «al margen». Pero eran sólo apariencias. La cruz a la que fue condenado Jesús de Nazaret (Jn 19, 16), así como su verdad del reino (Jn 18, 36-37), debía de afectar profundamente al alma del pretor romano. Esta fue y es una Realeza, frente a la cual no se puede permanecer indiferente o mantenerse al margen.

El hecho de que a Jesús, Hijo de Dios, se le pregunte por su reino, y que por esto sea juzgado por el hombre y condenado a muerte, constituye el principio del testimonio final de Dios que tanto amó al mundo (cf. Jn 3, 16).

También nosotros nos encontramos ante este testimonio, y sabemos que no nos es lícito lavarnos las manos.

 

II Jesús carga con la cruz

Del Evangelio según San Marcos (14, 20).

Cuando se hubieron burlado de él, le quitaron la púrpura, le pusieron sus ropas y le sacan fuera para crucificarle.

Meditación

Empieza la ejecución, es decir, el cumplimiento de la sentencia. Cristo, condenado a muerte, debe cargar con la cruz como los otros dos condenados que van a sufrir la misma pena: «Fue contado entre los pecadores» (Is 53,12). Cristo se acerca a la cruz con el cuerpo entero terrible-mente magullado y desgarrado, con la sangre que le baña el rostro, cayéndole de la cabeza coronada de espinas. Ecce Homo! (Jn 19, 5 ). En Él se encierra toda la verdad del Hijo del hombre predicha por los profetas, la verdad sobre el siervo de Yavé anunciada por Isaías: «Fue traspasado por nuestras iniquidades… y en sus llagas hemos sido curados» (Is 53,5).
Está también presente en Él una cierta consecuencia, que nos deja asombrados, de lo que el hombre ha hecho con su Dios. Dice Pilato: «Ecce Homo» (Jn 19,5): «¡Mirad lo que habéis hecho de este hombre!» En esta afirmación parece oírse otra voz, como queriendo decir: «¡Mirad lo que habéis hecho en este hombre con vuestro Dios!»
Resulta conmovedora la semejanza, la interferencia de esta voz que escuchamos a través de la historia con lo que nos llega mediante el conocimiento de la fe. Ecce Homo! Jesús, «el llamado Mesías» (Mt 27,17), carga la cruz sobre sus espaldas (Jn 19,17). Ha empezado la ejecución.

 

III Jesús cae por primera vez

Del libro del Profeta Isaías (53, 4-6).

Y con todo eran nuestras dolencias las que él llevaba y nuestros dolores los que soportaba!

Nosotros le tuvimos por azotado, herido de Dios y humillado.
El ha sido herido por nuestras rebeldías, molido por nuestras culpas. El soportó el castigo que nos trae la paz, y con sus cardenales hemos sido curados. Todos nosotros como ovejas erramos, cada uno marchó por su camino, y Yahveh descargó sobre él la culpa de todos nosotros.

Meditación

Jesús cae bajo la cruz. Cae al suelo. No recurre a sus fuerzas sobrehumanas, no recurre al poder de los ángeles. «¿Crees que no puedo rogar a mi Padre, quien pondría a mi disposi-ción al punto más de doce legiones de ángeles?» (Mt 26,53). No lo pide. Habiendo acepta-do el cáliz de manos del Padre (Mc 14, 3 6, etc.), quiere beberlo hasta las heces. Esto es lo que quiere. Y por esto no piensa en ninguna fuerza sobrehumana, aunque al instante podría disponer de ellas. Pueden sentirse dolorosamente sorprendidos los que le habían visto cuando dominaba a las humanas dolencias, a las mutilaciones, a las enfermedades, a la muerte misma. ¿Y ahora? ¿Está negando todo eso? Y, sin embargo, «nosotros esperábamos», dirán unos días después los discípulos de Emaús (Lc 24,21). «Si eres el Hijo de Dios…» (Mt 27,40), le provocarán los miembros del Sanedrín. «A otros salvó, a sí mismo no puede salvarse» (Mc 15,31; Mt 27,42), gritará la gente.
Y él acepta estas frases de provocación, que parecen anular todo el sentido de sumisión, de los sermones pronunciados, de los milagros realizados. Acepta todas estas palabras, decide no oponerse. Quiere ser ultrajado. Quiere vacilar. Quiere caer bajo la cruz. Quiere. Es fiel hasta el final, hasta los mínimos detalles, a esta afirmación: «No se haga lo que yo quiero, sino lo que quieres tú» (cf. Mc 14,36, etc.). Dios salvará a la humanidad con las caídas de Cristo bajo la cruz.

 

IV Jesús encuentra a su madre

Del Evangelio según San Lucas (2, 34-35.51).

Simeón les bendijo y dijo a María, su madre: «Éste está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de contradicción ¡y a ti misma una espada te atravesará el alma!
a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones.»…

Su madre conservaba cuidadosamente todas las cosas en su corazón.

 

Meditación

La Madre. María se encuentra con su Hijo en el camino de la cruz. La cruz de Él es su cruz, la humillación de Él es la suya, suyo el oprobio público de Jesús. Es el orden humano de las cosas. Así deben sentirlo los que la rodean y así lo capta su corazón: «…y una espada atravesará tu alma» (Lc 2,3 5 ). Las palabras pronunciadas cuando Jesús tenía cuarenta días se cumplen en este momento. Alcanzan ahora su plenitud total. Y María avanza, traspasada por esta invisible espada, hacia el Calvario de su Hijo, hacia su propio Calvario. La devoción cristiana la ve con esta espada clavada en su corazón, y así la representa en pinturas y esculturas. ¡Madre Dolorosa!

«¡Oh tú, que has padecido junto con El!», repiten los fieles, íntimamente convencidos de que así justamente debe expresarse el misterio de este sufrimiento. Aunque este dolor le pertenezca y le afecte en lo más profundo de su maternidad, sin embargo, la verdad plena de este sufrimiento se expresa con la palabra «compasión». También ella pertenece al mismo misterio: expresa en cierto modo la unidad con el sufrimiento del Hijo.

 

V Simón Cireneo ayuda a Jesús

Lectura del Evangelio según San Marcos (15, 21-22).

Y obligaron a uno que pasaba, a Simón de Cirene, que volvía del campo, el padre de Alejandro y de Rufo, a que llevara su cruz. Le conducen al lugar del Gólgota, que quiere decir: Calvario

 

Meditación

Simón de Cirene, llamado a cargar con la cruz (cf. Mc 15,21; Lc 23,26), no la quería llevar ciertamente. Hubo que obligarle. Caminaba junto a Cristo bajo el mismo peso. Le prestaba sus hombros cuando los del condenado parecían no poder aguantar más. Estaba cerca de él: más cerca que María o que Juan, a quien, a pesar de ser varón, no se le pide que le ayude. Le han llamado a él, a Simón de Cirene, padre de Alejandro y de Rufo, como refiere el evangelio de Marcos (Mc 15,21). Le han llamado, le han obligado.
¿Cuánto duró esta coacción? ¿Cuánto tiempo caminó a su lado, dando muestras de que no tenía nada que ver con el condenado, con su culpa, con su condena? ¿Cuánto tiempo anduvo así, dividido interiormente, con una barrera de indiferencia entre él y ese Hombre que sufría? «Estaba desnudo, tuve sed, estaba preso» (cf. Mt 25,35.36), llevaba la cruz… ¿La llevaste conmigo?… ¿La has llevado conmigo verdaderamente hasta el final?
No se sabe. San Marcos refiere solamente el nombre de los hijos del Cireneo y la tradición sostiene que pertenecían a la comunidad de cristianos allegada a San Pedro (cf. Rm 16,13).

 

VI La Verónica limpia el rostro de Jesús

Lectura del Libro del profeta Isaías (53, 2-3).

No tenía apariencia ni presencia; (le vimos) y no tenía aspecto
que pudiésemos estimar. Despreciable y desecho de hombres,
varón de dolores y sabedor de dolencias, como uno ante quien se oculta el rostro.

Meditación

La tradición nos habla de la Verónica. Quizá ella completa la historia del Cireneo. Porque lo cierto es que –aunque, como mujer, no cargara físicamente con la cruz y no se la obligara a ello– llevó sin duda esta cruz con Jesús: la llevó como podía, como en aquel momento era posible hacerlo y como le dictaba su corazón: limpiándole el rostro.
Este detalle, referido por la tradición, parece fácil de explicar: en el lienzo con el que secó su rostro han quedado impresos los rasgos de Cristo. Puesto que estaba todo él cubierto de sudor y sangre, muy bien podía dejar señales y perfiles.

Pero el sentido de este hecho puede ser interpretado también de otro modo, si se considera a la luz del sermón escatológico de Cristo. Son muchos indudablemente los que preguntarán: «Señor, ¿cuándo hemos hecho todo esto?» Y Jesús responderá: «Cuantas veces hicisteis eso a uno de estos mis hermanos menores, a mí me lo hicisteis» (Mt 25,40). El Salvador, en efecto, imprime su imagen sobre todo acto de caridad, como sobre el lienzo de la Verónica.

 

VII Jesús cae por segunda vez

Del Libro de las Lamentaciones (3, 1-2. 9. 16).

El hombre que ha visto la miseria bajo el látigo de su furor.
Él me ha llevado y me ha hecho caminar en tinieblas y sin luz…
Ha cercado mis caminos con piedras sillares, ha torcido mis senderos… Ha quebrado mis dientes con guijarro, me ha revolcado en la ceniza.

Meditación

«Yo soy un gusano, no un hombre; el oprobio de los hombres y el desecho del pueblo» (Sal 22 [21],7): las palabras del Salmista-profeta encuentran su plena realización en estas estrechas, arduas callejuelas de Jerusalén, durante las últimas horas que preceden a la Pascua. Ya se sabe que estas horas, antes de la fiesta, son extenuantes y las calles están llenas de gente. En este contexto se verifican las palabras del Salmista, aunque nadie piense en ellas. No paran mientes en ellas ciertamente todos cuantos dan pruebas de desprecio, para los cuales este Jesús de Nazaret que cae por segunda vez bajo la cruz se ha hecho objeto de escarnio.
Y Él lo quiere, quiere que se cumpla la profecía. Cae, pues, exhausto por el esfuerzo. Cae por voluntad del Padre, voluntad expresada asimismo en las palabras del Profeta. Cae por propia voluntad, porque «¿cómo se cumplirían, si no, las Escrituras?» (Mt 26,54): «Soy un gusano y no un hombre» (Sal 22[21],7); por tanto, ni siquiera «Ecce Homo» (Jn 19,5); menos aún, peor todavía.
El gusano se arrastra pegado a tierra; el hombre, en cambio, como rey de las criaturas, camina sobre ella. El gusano carcome la madera: como el gusano, el remordimiento del pecado roe la conciencia del hombre. Remordimiento por esta segunda caída.

 

VIII Jesús encuentra las mujeres de Jerusalén

Del Evangelio según San Lucas (23, 28-31).

Jesús, volviéndose a ellas, dijo: «Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí; llorad más bien por vosotras y por vuestros hijos. Porque llegarán días en que se dirá: ¡Dichosas las estériles, las entrañas que no engendraron y los pechos que no criaron!
Entonces se pondrán a decir a los montes: ¡Caed sobre nosotros! Y a las colinas: ¡Cubridnos! Porque si en el leño verde hacen esto, en el seco ¿qué se hará?»

Meditación

Es la llamada al arrepentimiento, al verdadero arrepentimiento, al pesar, en la verdad del mal cometido. Jesús dice a las hijas de Jerusalén que lloran a su vista: «No lloréis por mí; llorad más bien por vosotras mismas y por vuestros hijos» (Lc 23,28). No podemos quedarnos en la superficie del mal, hay que llegar a su raíz, a las causas, a la más honda verdad de la conciencia.
Esto es justamente lo que quiere darnos a entender Jesús cargado con la cruz, que desde siempre «conocía lo que en el hombre había» (Jn 2,25) y siempre lo conoce. Por esto Él debe ser en todo momento el más cercano testigo de nuestros actos y de los juicios, que sobre ellos hacemos en nuestra conciencia. Quizá nos haga comprender incluso que estos juicios deben ser ponderados, razonables, objetivos. Dice: «No lloréis»; pero, al mismo tiempo, ligados a todo cuanto esta verdad contiene: nos lo advierte porque es Él el que lleva la cruz.
Señor, ¡dame saber vivir y andar en la verdad!

 

IX Jesús cae por tercera vez

Del Libro de las Lamentaciones (3, 27-32).

Bueno es para el hombre soportar el yugo desde su juventud.
Que se siente solitario y silencioso, cuando el Señor se lo impone; que ponga su boca en el polvo: quizá haya esperanza;
que tienda la mejilla a quien lo hiere, que se harte de oprobios.
Porque no desecha para siempre… si llega a afligir, se apiada luego según su inmenso amor

Meditación

«Se humilló, hecho obediente hasta la muerte, y muerte de cruz «(Fl 2,8 ). Cada estación de esta Vía es una piedra miliar de esa obediencia y ese anonadamiento.
Captamos el grado de este anonadamiento cuando leemos las palabras del Profeta: «Todos nosotros andábamos errantes como ovejas, siguiendo cada uno su camino, y Yavé cargó sobre él la iniquidad de todos nosotros» (Is 53,6).
Comprendemos el grado de este anonadamiento cuando vemos que Jesús cae una vez más, la tercera, bajo la cruz. Cuando pensamos en quién es el que cae, quién yace entre el polvo del camino bajo la cruz, a los pies de gente hostil que no le ahorra humillaciones y ultrajes… ¿Quién es el que cae?¿Quién es Jesucristo? «Quien, existiendo en forma de Dios, no reputó como botín codiciable ser igual a Dios, antes se anonadó, tomando la forma de siervo y haciéndose semejante a los hombres; y en la condición de hombre se humilló, hecho obediente hasta la muerte, y muerte de cruz» (Fl 2, 6-8 ).

 

X Jesús es despojado de sus vestiduras

Del Evangelio según San Marcos (15, 24).

Le crucifican y se reparten sus vestidos, echando a suertes a ver qué se llevaba cada uno.

 

Meditación

Cuando Jesús, despojado de sus vestidos, se encuentra ya en el Gólgota (cf. Mc 15,24, etc.), nuestros pensamientos se dirigen hacia su Madre: vuelven hacia atrás, al origen de este cuerpo que ya ahora, antes de la crucifixión, es todo él una llaga (cf. Is 52,14). El misterio de la Encarnación: el Hijo de Dios toma cuerpo en el seno de la Virgen (cf. Mt 1,23; Lc 1,26-38). El Hijo de Dios habla al Padre con las palabras del Salmista: «No te complaces tú en el sacrificio y la ofrenda…, pero me has preparado un cuerpo» (Sal 40 [39], 8.7; Hb 10,6.5). El cuerpo del hombre expresa su alma. El cuerpo de Cristo expresa el amor al Padre: «Entonces dije: ‘¡Heme aquí que vengo!’… para hacer, ¡oh Dios!, tu voluntad» (Sal 40 [39], 9; Hb 10,7). «Yo hago siempre lo que es de su agrado» (Jn 8,29). Este cuerpo desnudo cumple la voluntad del Hijo y la del Padre en cada llaga, en cada estremecimiento de dolor, en cada músculo desgarrado, en cada reguero de sangre que corre, en todo el cansancio de sus brazos, en los cardenales de cuello y espaldas, en el terrible dolor de las sienes. Este cuerpo cumple la voluntad del Padre cuando es despojado de sus vestidos y tratado como objeto de suplicio, cuando encierra en sí el inmenso dolor de la humanidad profanada.
El cuerpo del hombre es profanado de varias maneras.
En esta estación debemos pensar en la Madre de Cristo, porque bajo su corazón, en sus ojos, entre sus manos el cuerpo del Hijo de Dios ha recibido una adoración plena.

 

 

 

XI Jesús es clavado en la cruz

Del Evangelio según San Marcos (15, 25-27).

Era la hora tercia cuando le crucificaron. Y estaba puesta la inscripción de la causa de su condena: «El Rey de los judíos».
Con él crucificaron a dos salteadores, uno a su derecha y otro a su izquierda.

Meditación

«Han taladrado mis manos y mis pies y puedo contar todos mis huesos» (Sal 22 [21],17-18). «Puedo contar…»: ¡qué palabras proféticas! Sabemos que este cuerpo es un rescate. Un gran rescate es todo este cuerpo: las manos, los pies y cada hueso. Todo el Hombre en máxima tensión: esqueleto, músculos, sistema nervioso, cada órgano, cada célula; todo en máxima tensión. «Yo, si fuere levantado de la tierra, atraeré a todos a mí» (Jn 12,32). Palabras que expresan la plena realidad de la crucifixión. Forma parte de ésta también la terrible tensión que penetra las manos, los pies y todos los huesos: terrible tensión del cuerpo entero que, clavado como un objeto a los maderos de la cruz, va a ser aniquilado, hasta el fin, en las convulsiones de la muerte. Y en la misma realidad de la crucifixión entra todo el mundo que Jesús quiere atraer a Sí (cf. Jn 12,32). El mundo está sometido a la gravitación del cuerpo, que tiende por inercia hacia lo bajo.

Precisamente en esta gravitación estriba la pasión del Crucificado. «Vosotros sois de abajo, yo soy de arriba» (Jn 8,23). Sus palabras desde la cruz son: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34).

 

XII Jesús muere en la cruz

Del Evangelio según San Marco (15, 33-34.37, 39).

Llegada la hora sexta, hubo oscuridad sobre toda la tierra
hasta la hora nona. A la hora nona gritó Jesús con fuerte voz:
«Eloí, Eloí, ¿lama sabactaní?», que quiere decir
—«¡Dios mío, Dios mío! ¿por qué me has abandonado?»…
Pero Jesús lanzando un fuerte grito, expiró… Al ver el centurión, que estaba frente a él, que había expirado de esa manera, dijo:
«Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios.»

Meditación

Jesús clavado en la cruz, inmovilizado en esta terrible posición, invoca, al Padre (cf. Mc 15,34; Mt 27,46; Lc 23,46). Todas las invocaciones atestiguan que El es uno con el Padre. «Yo y el Padre somos una sola cosa» (Jn 10,30); «El que me ha visto a mí ha visto al Padre» (Jn 14,9); «Mi Padre sigue obrando todavía, y por eso obro yo también» (Jn 5,17).
He aquí el más alto, el más sublime obrar del Hijo en unión con el Padre. Sí: en unión, en la más profunda unión, justamente cuando grita: Eloí, Eloí, lama sabachtani?: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mc 15,34; Mt 27,46). Este obrar se expresa con la verticalidad del cuerpo que pende del madero perpendicular de la cruz, con la horizontalidad de los brazos extendidos a lo largo del madero transversal. El hombre que mira estos brazos puede pensar que con el esfuerzo abrazan al hombre y al mundo.
Abrazan.
He aquí el hombre. He aquí a Dios mismo. «En Él…. vivimos y nos movemos y existimos» (Hch 17,28). En Él: en estos brazos extendidos a lo largo del madero transversal de la cruz.
El misterio de la Redención.

 

XIII Jesús es bajado de la cruz

Del Evangelio según San Marcos (15, 42-43. 46).

Y ya al atardecer… vino José de Arimatea, miembro respetable del Consejo, que esperaba también el Reino de Dios,… quien, comprando una sábana, lo descolgó de la cruz.

Meditación

En el momento en que el cuerpo de Jesús es bajado de la cruz y puesto en brazos de la Madre, vuelve a nuestra mente el momento en que María acogió el saludo del ángel Gabriel: «Concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús… Y le dará el Señor Dios el trono de David, su padre… y su reino no tendrá fin» (Lc 1,31-33). María sólo dijo: «Hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38), como si desde el principio hubiera querido expresar cuanto estaba viviendo en este momento. En el misterio de la Redención se entrelazan la gracia, esto es, el don de Dios mismo, y «el pago» del corazón humano. En este misterio somos enriquecidos con un Don de lo alto (St 1,17) y al mismo tiempo somos comprados con el rescate del Hijo de Dios (cf. 1 Co 6,20; 7,23; Hch 20,28). Y María, que fue más enriquecida que nadie con estos dones, es también la que paga más. Con su corazón.

A este misterio está unida la maravillosa promesa formulada por Simeón cuando la presentación de Jesús en el templo: «Una espada atravesará tu alma para que se descubran los pensamientos de muchos corazones» (Lc 2,35). También esto se cumple. ¡Cuántos corazones humanos se abren ante el corazón de esta Madre que tanto ha pagado!
Y Jesús está de nuevo todo él en sus brazos, como lo estaba en el portal de Belén (cf. Lc 2,16), durante la huida a Egipto (cf. Mt 2,14), en Nazaret (cf. Lc 2,39-40). La Piedad.

 

XIV Jesús es puesto en el sepulcro

Del Evangelio según San Marcos (15, 46-47).

José de Arimatea,… lo envolvió en la sábana y lo puso en un sepulcro que estaba excavado en roca; luego, hizo rodar una piedra sobre la entrada del sepulcro. María Magdalena
y María la de Joset se fijaban dónde era puesto.

Meditación

Desde el momento en que el hombre, a causa del pecado, se alejó del árbol de la vida (cf. Gn 3), la tierra se convirtió en un cementerio. Tantos sepulcros como hombres. Un gran planeta de tumbas.

En las cercanías del Calvario había una tumba que pertenecía a José de Arimatea (cf. Mt 27,60). En este sepulcro, con el consentimiento de José, depositaron el cuerpo de Jesús una vez bajado de la cruz (cf. Mc 15,42-46, etc. ). Lo depositaron apresuradamente, para que la ceremonia acabara antes de la fiesta de Pascua (cf. Jn 19,31), que empezaba en el crepúsculo. Entre todas las tumbas esparcidas por los continentes de nuestro planeta, hay una en la que el Hijo de Dios, el hombre Jesucristo, ha vencido a la muerte con la muerte. O mors! ego mors tua!: «Muerte, ¡yo seré tu muerte!» (1ª antif. Laudes del Sábado Santo). El árbol de la Vida, del que el hombre fue alejado por su pecado, se ha revelado nuevamente a los hombres en el cuerpo de Cristo. «Si alguno come de este pan, vivirá para siempre, y el pan que yo le daré es mi carne, vida del mundo» (Jn 6,51). Aunque se multipliquen siempre las tumbas en nuestro planeta, aunque crezca el cementerio en el que el hombre surgido del polvo retorna al polvo (cf. Gn 3,19), todos los hombres que contemplan el sepulcro de Jesucristo viven en la esperanza de la Resurrección.

Confidente benigna de nuestros cultos

La veneración a María no es una veneración cualquiera…

P. Gustavo Pascual, IVE.

 

Con la palabra culto llamamos en un sentido amplio a toda aquella especie de manifestación externa de veneración y homenaje a Nuestra Señora, expresión de la fe y el amor que interiormente se profesa a la Madre de Dios. Es decir, entendemos por culto a Nuestra Señora, aquellos actos que exteriorizan la religiosidad comprensible por los sentidos[1].

A todos los santuarios marianos van los hijos de María a rendirle culto, a venerarla.

La veneración a María no es una veneración cualquiera. Como dice un santo: “menos Dios cualquier alabanza es digna de ella”. El culto a los santos se llama dulía, el de San José protodulía y el de la Santísima Virgen hiperdulía, es decir, su culto está por encima del de los demás bienaventurados. Es un culto intermedio entre la “latría”, adoración sólo debida a Dios, y la “dulía” o veneración a los santos. Y es a María, confidente benigna, que van a rendir culto sus hijos. Sólo ella conoce el interior de sus hijos y ellos secretamente van y le abren el corazón a ésta Madre buena porque conocen cuánto los ama y cuán dispuesta está a favorecerlos. A ella confían sus necesidades, sus dolores, sus alegrías, sus sacrificios, sus promesas, su entrega, sus generosidades.

Desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones… y esto se cumple en todos los santuarios del mundo. Van los hijos de María a venerarla y a elogiarla por su grandeza, por sus títulos y en especial por ser la Madre de Dios.

Muchos critican la devoción a María porque para ellos es restar gloria a Jesús, y no es así. Si en la vida natural los hijos se enorgullecen de las alabanzas que hacen a sus padres y los padres se alegran cuando hablan bien de sus hijos ¡cuánto más sucederá esto entre María y Jesús!; Jesús ha elegido a María para que fuese su Madre y todo el que la honra se hace muy agradable a Jesús y a Dios.

No tengamos miedo de venerar con todo nuestro corazón a esta Madre bendita y no tengamos reparo alguno en entregarnos enteramente a ella, en rendirle culto y ofrecerle todo nuestro ser. En esto Jesús se complace y viene a este corazón amante de su Madre y se entrega sin reservas. A Jesús llegaremos por María. Ella es el mejor camino para llegar a Él.

 ¿Por qué es necesario el culto a María?

Confieso con toda la iglesia que no siendo María sino una pura creatura salida de las manos del Altísimo, comparada con su Majestad Infinita, es menos que un átomo, o más bien es nada, porque sólo Dios es Aquel que es y, por consiguiente, este gran Señor, siempre independiente y suficiente en sí mismo, jamás ha tenido ni tiene, aun ahora, en absoluto necesidad de la Santísima Virgen para cumplir su voluntad y manifestar su gloria, puesto que a Él le basta querer para hacer las cosas.

Digo, sin embargo, que, supuestas las cosas como son, habiendo querido Dios comenzar y acabar sus mayores obras por la Santísima Virgen desde que la formó, hemos de creer que no cambiará su conducta en los siglos de los siglos, porque es Dios y no puede variar en sus sentimientos ni en su proceder[2].

Y luego San Luis María explica esta necesidad por el hecho de que María ha sido insertada en el misterio de Cristo, en el de su Encarnación y en los demás misterios de su vida pública.

            “Dios Padre no ha dado al mundo su Unigénito sino por María […] El mundo no era digno, dice San Agustín, de recibir al Hijo de Dios inmediatamente de las manos del Padre; por eso Éste lo ha entregado a María para que de sus manos lo recibiera el mundo. El Hijo de Dios se ha hecho hombre para nuestra salvación, pero en María y por María. Dios Espíritu Santo ha formado a Jesucristo en María, pero después de haber pedido a ésta su consentimiento por medio de uno de los primeros ministros de su corte.

            Dios Padre ha comunicado a María su fecundidad, en cuanto una pura criatura, era capaz de recibirla, para concederle el poder de producir a su Hijo y a todos los miembros de su cuerpo místico.

            Dios Hijo ha descendido a su seno virginal, como el nuevo Adán al Paraíso terrestre, para hallar en él sus complacencias y obrar allí en secreto las maravillas de la gracia […]

Ella es la que únicamente lo ha amamantado, alimentado, mantenido, educado y sacrificado por nosotros […]

¡Oh qué gloria tan subida damos a Dios cuando, para agradarle, nos sometemos a María, a ejemplo de Jesucristo, que es nuestro único modelo!

Si examinamos de cerca el resto de la vida de Jesucristo, veremos que ha querido comenzar sus milagros por María […]

Como Dios Espíritu Santo no produce a ninguna otra persona divina, se ha hecho fecundo por el concurso de María, con quien se ha desposado […]

Esto no es querer decir que la Santísima Virgen de al Espíritu Santo la fecundidad, como si Éste no la tuviera; ya que , por ser Dios, tiene la fecundidad o la capacidad de producir […] Pretendo sólo decir que el Espíritu Santo, por el intermedio de la Santísima Virgen, de la cual, quiere servirse, a pesar de no haber tenido de Ella necesidad absoluta, redujo al acto su fecundidad, produciendo en Ella y por Ella a Jesucristo y a sus miembros: misterio de la gracia, que desconocen hasta los más sabios y espirituales entre los cristianos”[3].

Hay hombres que directamente niegan culto a la Santísima Virgen porque la consideran una mujer como otra cualquiera, una madre como cualquier otra. Dicen que tuvo más hijos.

Estos están completamente equivocados. María es la Madre de Jesús y Jesús es Dios. María en consecuencia es la Madre de Dios, es decir, su maternidad es maternidad como las demás pero su Hijo es Dios y por tanto su maternidad alcanza la cumbre entre las maternidades. Además su maternidad es sin concurso de varón por eso es virgen antes del parto, durante el parto y después del parto.

María había consagrado su virginidad a Dios pero Dios, al ver su humildad, la eligió para ser su Madre y fue Madre y Virgen como estaba profetizado por Isaías[4]. Su parto fue milagroso, extraordinario, aunque su alumbramiento fue en un lugar del todo ordinario, en un pesebre de animales.

Y fue virgen después del parto. Si la Sagrada Escritura habla de los hermanos de Jesús habla de sus parientes cercanos. María no tuvo más hijos. La Iglesia llama a María la Siempre Virgen.

Están equivocados los que niegan a María sus privilegios y, en definitiva, no la quieren tener por Madre porque si no la tienen por madre tampoco tienen a Dios por Padre. Porque el que desprecia a María se pone contra el querer de Dios que la ha elegido entre todas las mujeres, entre todos los hombres, para la misión especial de ser Corredentora y para ello la eligió como su Madre. Dios ha querido nacer de María ¡Cómo podríamos nosotros rechazar a esta Virgen gloriosa!

La humildad y la sencillez llevan a postrarse ante la Santísima María para rendirle culto y esto es lo que sucede en todas las iglesias y oratorios. Hijos sencillos y llenos de devoción van a rendir culto a la Virgen y en lo íntimo de su corazón, en conversación confiada, le cuentan sus inquietudes y anhelos. María la más humilde atrae a los humildes y repele a los soberbios.

Todos los hombres guardan en lo íntimo de su corazón un deseo de relacionarse con su madre. Es reprensible el hombre que no ama a su madre, a aquella que lo ha dado a luz, y María nos ha dado a luz a cada uno de nosotros. Somos hijos de Dios y hermanos de Jesús por María. Ella nos ha engendrado por los dolores del parto. Ella ha sufrido por nosotros al pie de la cruz. ¿A quién recurrirá aquel que no tiene Madre? ¿A quién acudirá aquel que rechaza a la que lo ha dado a luz? No podemos negar que tenemos una madre. Todos hemos nacido de madre. Nuestra madre nos engendra para esta vida. María nos dio a luz para la vida del cielo. ¿Cómo no cultivar en nosotros esta Rosa de Jericó? ¿Cómo no cultivar en nosotros el amor hacia ella? ¿Cómo no cultivar en nuestra alma sus virtudes?

María quiere a todos sus hijos pero a cada uno en particular. Ella es la confidente benigna de nuestros cultos. La que quiere que recurramos a Ella como hijos confiados para que nos llene de gracias.

Nuestro culto a María debe estar por encima del que le tenemos a todos los ángeles y santos. Debe estar en conexión con el de Jesús porque la relación entre ambos es estrechísima. María nos lleva a Jesús y Jesús nos mueve a amar más a María. Quien venera a María esté seguro que formará en su alma el fruto de sus entrañas. Quien cultiva en su corazón a esta bella planta tendrá la flor que ha nacido de Ella

[1] Presas, Nuestra Señora en Luján y en Sumampa…, 199

[2] V.D. nº 14-15…, 445

[3] V.D. nº 16-21…, 445-48

[4] 7, 14

Un tesoro más ofrecido a los pecadores

Sobre el sacramento de la confesión

P. Jason Jorquera M., IVE.

“…habrá más alegría en el cielo

por un solo pecador que se convierta

que por 99 justos que no tengan

necesidad de conversión”

(Lc 15, 7)

A menudo nos encontramos ante la siguiente objeción: ¿por qué confesarse? Ciertamente que para nosotros, los cristianos católicos, la respuesta no tendría mayor complejidad que afirmar que así lo enseña la santa iglesia, cuerpo místico de Cristo, mediante la jerarquía que Él mismo instituyó para guía y salvación de las almas mediante los sacramentos… o porque es un regalo más que Dios nos dejó en su Iglesia.

Pero el problema es que más de una vez pueda pasar que estas interrogantes salgan de labios de los mismos católicos que, a causa de la falta de formación debida (no necesariamente culpable, claro),  no han profundizado bien su fe y, por tanto, pueden engañarse o dejarse engañar respecto a este sacramento, y así alejarse de él paulatinamente privándose de sus maravillosos beneficios comenzando por la santificación y salvación del alma, todo lo cual, en definitiva, se fundamenta en una lamentable y perniciosa pérdida del sentido del pecado: “Este sentido tiene su raíz en la conciencia moral del hombre y es como su termómetro. Está unido al sentido de Dios, ya que deriva de la relación consciente que el hombre tiene con Dios como su Creador, Señor y Padre. Por consiguiente, así como no se puede eliminar completamente el sentido de Dios ni apagar la conciencia, tampoco se borra jamás completamente el sentido del pecado”[1].

Para ilustrar un poco acerca de este admirable sacramento, daremos algunas simples pautas acerca de lo que es, implica y significa en la vida del cristiano católico.

 

LO QUE ES

 La confesión o penitencia es definida por Royo Marín como el Sacramento de la nueva ley, en el que por la absolución del sacerdote, se confiere al pecador  penitente la espiritual reparación, o sea, la remisión de los pecados cometidos después del bautismo[2]; y la Lumen Gentium enseña que “los que se acercan al sacramento de la penitencia obtienen de la misericordia de Dios el perdón de los pecados cometidos contra Él y, al mismo tiempo, se reconcilian con la iglesia, a la que ofendieron con sus pecados. Ella les mueve a la conversión con su amor, su ejemplo y sus oraciones[3]

 Es llamado sacramento de la confesión porque la declaración o manifestación, la confesión de los pecados ante el sacerdote, es un elemento esencial de este sacramento. En un sentido profundo este sacramento es también una “confesión”, reconocimiento y alabanza de la santidad de Dios y de su misericordia para con el hombre pecador.

Se le llama sacramento del perdón porque, por la absolución sacramental del sacerdote, Dios concede al penitente “el perdón y la paz[4] .

Se le denomina sacramento de reconciliación porque otorga al pecador el amor de Dios que reconcilia: “Dejaos reconciliar con Dios[5] . El que vive del amor misericordioso de Dios está pronto a responder a la llamada del Señor: “Ve primero a reconciliarte con tu hermano” (Mt 5, 24)[6].

Para un cristiano el sacramento de la penitencia es el camino ordinario para obtener el perdón y la remisión de sus pecados graves cometidos después del bautismo. Es cierto que la acción del Salvador no está ligada a ningún signo sacramental, de tal manera que no pueda en cualquier tiempo y sector de la historia de la salvación actuar fuera y por encima de los sacramentos. Pero la fe nos dice que el Salvador ha querido y dispuesto que los sacramentos de la fe sean ordinariamente los medios eficaces por los que pasa y actúa su redención.

Sería insensato y presuntuoso querer prescindir arbitrariamente de los instrumentos de la gracia que Dios ya ha dispuesto.[7]

Es así que el mismo Jesucristo, Hijo de Dios y Redentor nuestro, ha instituido este sacramento en atención a su infinita misericordia para con nosotros y en consideración a nuestra frágil condición humana. Nuestra naturaleza, herida por el pecado, ha quedado inclinada al mal y por tanto necesitamos un auxilio especial que eleve nuestra naturaleza para poder combatir el pecado y adquirir las virtudes que nos vayan asemejando a Jesucristo, el varón perfecto y modelo de nuestro obrar. Este auxilio sobrenatural se llama gracia divina y como sabemos, se nos comunica cada vez que recibimos los sacramentos y, por lo tanto, también cuando realizamos una humilde sincera confesión de nuestros pecados ante el ministro de Dios.

Una vez más se ha de proclamar la fe de la Iglesia en el acto redentor de Cristo, en el misterio pascual de su muerte y resurrección, como causa de la reconciliación del hombre en su doble aspecto de liberación del pecado y de comunión de gracia con Dios [8].

Este importante aspecto de la obra realizada por Cristo en beneficio del hombre –liberación del pecado y comunión con Dios- continúa realizándose ininterrumpidamente en el cuerpo místico de Cristo que nació del costado herido y es quien nos hace partícipes, por el bautismo, es sus sagrados misterios: … como decía San León Magno hablando de la pasión de Cristo, “todo lo que el Hijo de Dios obró y enseñó para la reconciliación del mundo, no lo conocemos solamente por la historia de sus acciones pasadas, sino que lo sentimos también en la eficacia de lo que él realiza en el presente”.

Experimentamos la reconciliación realizada en su humanidad mediante la eficacia de los sagrados misterios celebrados por su Iglesia, por la que Él se entregó a sí mismo y la ha constituido signo y, al mismo tiempo, instrumento de salvación [9].

De aquí deducimos que el sacramento de la reconciliación, al igual que los demás sacramentos, ha sido verdaderamente querido e instituido por Cristo quien transmitió tal poder a sus ministros en bien de las almas por las cuales murió y resucitó[10]; venciendo con la muerte en la cruz el mal y el poder del pecado con su total obediencia de amor, Él ha traído a todos la salvación y se ha hecho “reconciliación” para todos. En Él Dios ha reconciliado al hombre consigo mismo[11].

Podemos decir con total propiedad que la confesión es, una vez más, una amorosa invitación de Dios a reencontrarnos con él mediante un humilde y sincero acto de reconocimiento de nuestras ofensas, lo cual implica necesariamente realizarlo con

 

LO QUE IMPLICA

Para realizar una buena confesión de los pecados, recordemos la clásica y clarísima síntesis explicativa en 5 pasos:

1º Examen de conciencia.

2º Dolor de los pecados.

3º Propósito de enmienda.

4º Decir los pecados al confesor.

5º Cumplir la penitencia.

Examen de conciencia: para el examen de conciencia es conveniente, aunque no obligatorio, hacer alguna breve oración pidiendo la gracia de recordar lo mejor posible los pecados cometidos. Tenemos un deber de conciencia de confesar todos los pecados graves para que la confesión sea auténtica, de tal manera que la gracia nos sea restituida en caso de haberla perdido. Este examen debe ser realizado “desde la última confesión bien hecha”. Este punto es muy importante pues si alguna vez hemos callado algún pecado grave por vergüenza o lo que sea, significa que esa confesión no ha sido válida y, por lo tanto, tampoco las posibles confesiones posteriores. Muy distinto es el caso de haberlo omitido por haberlo olvidado en dicho momento, en este caso simplemente hay que hacer un acto de contrición y manifestarlo en la siguiente confesión en cuanto sea posible, tal cual ha sido y quedarse tranquilo: “padre, perdón, pero en la confesión anterior olvidé mencionar que…”, y listo. También es lícito y hasta conveniente examinar los pecados veniales que, si bien no son materia obligatoria de la confesión, nos pueden ayudar a aprender a detestar cada vez más el pecado y movernos a practicar las virtudes de manera más determinada, además de manifestar a Dios mejor nuestra buena voluntad de querer alejarnos de cualquier tipo de ofensa a su bondad.

Dolor de los pecados: es aquella pena o dolor interior que surge en el alma por haber ofendido a Dios, pero no un dolor que hunde y aplasta al alma, sino un dolor confiado, que se abandona a la Divina Misericordia de Dios, el gran perdonador. En definitiva, un dolor que incentiva y mueve al alma a la reparación y verdadera conversión.

Propósito de enmienda: es una firme resolución de no volver a pecar y de evitar todo lo que pueda ser ocasión de cometer pecados. Este propósito supone la confianza en Dios que es quien devuelve la gracia a aquel que la ha perdido, gracia que a partir de ahora puede ser incluso mayor que antes en la medida de la compunción con la cual nos hayamos confesado. Esta determinación deja atrás el pasado y se concentra más bien en el futuro, en lo que a partir de ahora puede hacer el alma con la gracia y la asistencia del Cielo.

Decir los pecados al confesor: como enseña el Catecismo de la Iglesia Católica, “La confesión de los pecados (acusación), incluso desde un punto de vista simplemente humano, nos libera y facilita nuestra reconciliación con los demás. Por la confesión, el hombre se enfrenta a los pecados de que se siente culpable; asume su responsabilidad y, por ello, se abre de nuevo a Dios y a la comunión de la Iglesia con el fin de hacer posible un nuevo futuro. La confesión de los pecados hecha al sacerdote constituye una parte esencial del sacramento de la Penitencia: “En la confesión, los penitentes deben enumerar todos los pecados mortales de que tienen conciencia tras haberse examinado seriamente, incluso si estos pecados son muy secretos y si han sido cometidos solamente contra los dos últimos mandamientos del Decálogo (cf Ex 20,17; Mt 5,28), pues, a veces, estos pecados hieren más gravemente el alma y son más peligrosos que los que han sido cometidos a la vista de todos” (Concilio de Trento: DS 1680): «Cuando los fieles de Cristo se esfuerzan por confesar todos los pecados que recuerdan, no se puede dudar que están presentando ante la misericordia divina para su perdón todos los pecados que han cometido. “Quienes actúan de otro modo y callan conscientemente algunos pecados, no están presentando ante la bondad divina nada que pueda ser perdonado por mediación del sacerdote. Porque si el enfermo se avergüenza de descubrir su llaga al médico, la medicina no cura lo que ignora” (Concilio de Trento: DS 1680; cf San Jerónimo, Commentarius in Ecclesiasten 10, 11).”[12]

Recordemos que la confesión no debe ser exhaustiva, sino sencilla, sincera y precisa: “padre, pido perdón a Dios por haber cometido tal y tal pecado”; es acusarse y no excusarse, y en esto se deja ver claramente su sinceridad, en que no busca justificarse sino reconocer y esperar confiadamente de Dios su perdón. Debemos aprender a confesarnos bien, de tal manera que el sacerdote pueda aconsejar con mayor precisión al penitente y éste pueda aprovechar al máximo este bendito sacramento.

Cumplir la penitencia: El sentido de la penitencia que impone el confesor al penitente es el de satisfacer de alguna manera por las faltas cometidas, ya que todo pecado implica un daño que debe ser reparado en la medida de las posibilidades. Por más oculto que pueda ser un pecado, siempre tiene alguna repercusión en el Cuerpo místico, y esta satisfacción es la que justamente busca reparar el daño cometido y enderezar nuevamente al alma hacia el bien.

Respecto a esto nos enseña claramente el catecismo que: “Muchos pecados causan daño al prójimo. Es preciso hacer lo posible para repararlo (por ejemplo, restituir las cosas robadas, restablecer la reputación del que ha sido calumniado, compensar las heridas). La simple justicia exige esto. Pero además el pecado hiere y debilita al pecador mismo, así como sus relaciones con Dios y con el prójimo. La absolución quita el pecado, pero no remedia todos los desórdenes que el pecado causó (cf Concilio de Trento: DS 1712). Liberado del pecado, el pecador debe todavía recobrar la plena salud espiritual. Por tanto, debe hacer algo más para reparar sus pecados: debe “satisfacer” de manera apropiada o “expiar” sus pecados. Esta satisfacción se llama también “penitencia”.”[13]

 

LO QUE SIGNIFICA EN LA VIDA DEL CATÓLICO

El sacramento de la confesión en nuestra vida es un tesoro más de esos que solamente Dios nos podía regalar. Es un tesoro que podemos tomar cuando queramos; está allí, esperando que nos decidamos a aprovechar de su riqueza, de la gracia que nos ofrece a cambio del humilde y sincero arrepentimiento de nuestras ofensas. Por medio de la confesión podemos degustar de una manera del todo especial la misericordia divina, aquella siempre sale al encuentro del pecador para sacarlo del lodo y devolverle su dignidad de hijo de Dios, como el padre del hijo pródigo de la parábola: “Pero el padre dijo a sus siervos: Pronto; traigan la mejor ropa y vístanlo; pónganle un anillo en su mano y sandalias en los pies. Traigan el becerro engordado, mátenlo, y comamos y regocijémonos; porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y ha sido hallado” (Lc 15, 11-32).

Cada confesión que realizamos es importante, tanto para nosotros como para Dios: para nosotros, porque ayuda a recuperar lo perdido o a fortalecer lo débil, a renovar nuestro interior y manifestarle a Dios nuestra buena voluntad al levantarnos y seguir en pos de la santidad que nos ofrece; y para Dios, porque se alegra con nosotros y nos brinda aquellas gracias que por medio de este sacramento nos quiere conceder. Es por eso que debemos acudir a la confesión cuando la precisemos y debemos aprender a hacerla bien: preparada, clara y precisa; conscientes de sus beneficios y teniendo muy presente que siempre marca un antes y un después, el cual a veces puede transformar completamente una vida como tantas veces vemos relatado en las vidas de los santos, especialmente los santos confesores como el padre Pío, el cura de Ars o san Leopoldo Mandic, quienes tuvieron la dicha inefable de ver tantas veces en sus vidas entrar al confesionario a grandes pecadores que salieron de allí mansos como corderos, realmente decidido a cambiar y hasta perfumando santidad completamente renovados por el perdón divino y la gracia recuperada o acrecentada; por eso nos aconseja el santo: “Emplea tus tiempos libres también en preparar tu confesión. No es menester que ésta sea general, pero sí es absolutamente necesario que arregles todas tus cuentas con Dios, resuelvas todas las dudas que puedas tener y empieces una página nueva. Acuérdate que, si tienes a Dios, aunque te falte todo lo demás, serás millonario. Si Él te falta, aun teniendo todo lo demás, serás un pordiosero.” (san Alberto Hurtado)

[1] Reconciliatio et Poenitencia 18

[2] Teología moral para seglares

[3] LG 11

[4] OP, fórmula de la absolución

[5] 2Co 5:20

[6] Catecismo de la Iglesia Católica 1423-1425

[7] “Revestíos de entrañas de misericordia”, manual de preparación para el ministerio de la penitencia. P. Miguel Ángel Fuentes, IVE. Introducción, pág 17.

[8] Reconciliatio et Poenitentia 7

[9] Reconciliatio et Poenitentia 8

[10] Cfr. Mt 18,18  “Yo os aseguro: todo lo que atéis en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en el cielo.

[11] Reconciliatio et Poenitentia 10

[12] Catecismo de la Iglesia Católica 1455-1456

[13] Catecismo de la Iglesia Católica 1459

Sal de la tierra y luz del mundo

El valor del buen ejemplo

(Homilía)

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Vosotros sois la sal de la tierra. Pero si la sal se vuelve sosa, ¿con qué la salarán? No sirve más que para tirarla fuera y que la pise la gente. Vosotros sois la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte. Tampoco se enciende una lámpara para meterla debajo del celemín, sino para ponerla en el candelero y que alumbre a todos los de casa. Brille así vuestra luz ante los hombres, para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en los cielos». (Mt 5, 13-16)

Cuando un alma se va alejando de Dios, por más que no lo haga completamente cometiendo un pecado mortal, poco a poco ella misma se va privando de innumerables beneficios que tendría si estuviera más cerca de Él, como le pasa a la persona que tiene frío y se aleja del fuego… obviamente que dejará de recibir el calor que necesita para no congelarse. Y aquí entramos en el tema que nos presenta la liturgia de este Domingo en el Evangelio que acabamos de escuchar: el cristiano, el católico, debe convertirse en “sal de la tierra y luz del mundo”, para poder cooperar con su vida en bien de los que aman a Dios.

Así como podemos contribuir al plan de salvación de Dios mediante nuestras oraciones y sacrificios, no debemos olvidar nunca que existe algo más, de un valor tan grande y tan poderoso que siempre, sea como sea, produce frutos y nos referimos aquí al valor incalculable que tiene “nuestro buen ejemplo ante los demás”.

Tal vez más de alguna vez habremos oído aquello de “los pensamientos vuelan, las palabras permanecen, pero “los ejemplos arrastran”, y de una manera más hermosa y evangélica: “vosotros sois sal de la tierra y luz del mundo”; es como si Jesucristo nos dijera “ustedes han de ser ejemplo mío para los demás” … ¿de qué manera?, podríamos decir: como sazonando e iluminando a los demás con el buen ejemplo.

A lo largo de la historia de la Iglesia podemos leer en la vida de los santos cuánta importancia tiene los ejemplos de virtud, cuantas almas se han salvado gracias al buen obrar de otro, a veces sin palabras. A veces sin siquiera enterarnos estamos sembrando semillas que después brotarán para la gloria de Dios y salvación de las almas.

Por el buen ejemplo de los cristianos que ayudaban a todos sin distinción se convirtió a la fe un joven llamado Pacomio que sería después padre de monjes, y fundador de monasterios con alrededor de 400 monjes cada uno; por el buen ejemplo de una madre que prefirió morir antes abortar a su hijo se han salvado muchísimas vidas de niños indefensos y también  muchas almas de mujeres que comprendieron la importancia de no cometer semejante pecado y eligieron lo correcto: ser madres. Esa mujer se llama ahora santa Gianna Beretta Molla…

 Podríamos citar muchísimos ejemplos, cada uno mejor que el otro, pero debemos decir simplemente que nuestro mayor ejemplo y al que ningún otro se le puede comparar es el de Jesucristo, el Dios que por amor a los hombres bajó del cielo, por amor a los hombres murió en una cruz, y por amor a los hombres los resucitará en el día final si aceptamos vivir según su ejemplo: Para regalarnos el Cielo, Dios nos pone solamente una condición: que no le pongamos condiciones..

Ahora sí, podemos retomar el con mayor claridad el relato del Evangelio. Jesús nos llama a todos a ser sal de la tierra y luz del mundo. Para comprender mejor este llamado hay que considerar que aquí Jesús está haciendo una analogía que se debe entender a la luz de las propiedades de estos elementos y aplicarlos así en nuestra vida espiritual.

Sal de la tierra

¿Qué significa ser sal de la tierra? La respuesta no es difícil, basta con decir que la sal es capaz de conservar, de impregnar y adentrarse en las cosas que toca y finalmente de darles otro sabor, pero un sabor mejor, de condimentarlas.

El católico se vuelve sal de la tierra cuando se ha dejado impregnar de tal manera del Evangelio que los demás lo notan, eso no se puede ocultar porque las virtudes siempre se manifiestan a los demás, pues tienen una especie de brillo especial capaz de ser percibido hasta por los malos (para quienes se vuelve un reproche en la conciencia). No nos tiene que pasar lo mismo que a los peces del mar, a los cuales san Alberto Hurtado compara las almas de los creyentes que viven rodeados de las aguas del Evangelio pero “jamás se salan con ella”: el pez vive toda su vida en el mar y, sin embargo, cuando se lo pesca y se lo cocina para comer hay que ponerle sal porque no es de carne salada.

Nosotros debemos ser todo lo contrario: almas que se dejen “salar” por el Evangelio, que se dejen impregnar de la sagrada revelación, de la vida de gracia, de la práctica de las virtudes… quien se deja salar por Jesucristo, es el que practica la caridad con los demás (amigos o enemigos), es el que sabe perdonar, el que habla bien de los demás y no murmura a sus espaldas, el que no miente por quedar bien con otros sino que prefiere la gloria de Dios antes que la de los hombres; el que no tiene miedo de defender su fe, el que sabe cargar su cruz con alegría… en definitiva, el que hace carne en su vida el mensaje de Cristo y es fiel al Espíritu Santo que nos reveló todas estas cosas.

La vida de pecado hace que el alma se vuelva impermeable a la gracia de Dios, pero la vida de los sacramentos y la práctica de las virtudes, nos ayuda a que nos dejemos “condimentar” por su gracia.

No debemos olvidar nunca que nosotros tenemos una gran ventaja: si la sal pierde su sabor no se la puede volver a salar… pero el amor de Dios nos ha ofrecido una manera de acrecentar, de intensificar o de recuperar ese sabor si por desgracia lo hubiésemos perdido: Dios nos quiso dejar el sacramento de la confesión para que no perdiéramos el sabor de nuestra sal… así como nos dejó la Eucaristía para iluminar en nuestras almas la imagen de su Hijo amado.

Luz del mundo

 Escribía san Alberto Hurtado: Cada uno de nosotros, por ser cristiano, está llamado a ser apóstol, o mejor dicho: somos apóstoles por vocación… Pero ser apóstoles no significa llevar una insignia; no significa hablar de la verdad, sino vivirla, encarnarse en ella, transubstanciarse –si se puede hablar así– en Cristo. Ser apóstol no es llevar una antorcha en la mano, o poseer la luz, sino ser la luz… debemos ser delegados de la luz –enviados- en estos tiempos de oscuridad, en estos tiempos en que la fe de muchos se está apagando, nosotros debemos: “Iluminar como Cristo que es la luz que alumbra a todo hombre que viene a este mundo”[1] (cf. Jn 1,9).

El Evangelio no es tanto la doctrina de Cristo como la manifestación de la doctrina de Cristo; más que una lección es un ejemplo porque Jesucristo mismo vino al mundo… dejándoos un modelo para que sigáis sus huellas (1Pe_2:21).

Ser luz del mundo es llevar a los demás el mensaje del evangelio convertido en vida viviente.

 Ser apóstol significa vivir nuestro bautismo, vivir la vida divina, transformados en Cristo,… ser continuadores de su obra, irradiar en nuestra vida la vida de Cristo.

  Esta idea la expresaba un joven con esta hermosa plegaria: “Que al verme, oh Jesús, os reconozcan”.

 …es como decir: Señor Jesús, que me parezca a ti… y ya está; porque si buscamos la semejanza con Cristo en la práctica de las virtudes, entonces nos iremos convirtiendo poco a poco en sal de la tierra y luz del mundo.

¿Qué es la virtud?: recordemos que la virtud es aquella acción que hace buena una obra al mismo tiempo que hace bueno a quien la realiza. Tenemos dos condiciones entonces para el acto virtuoso: que la obra sea buena y que haga bueno a quien la realiza. Es por eso que no es virtud si doy una limosna para ser alabado de los demás, o si soy amable sólo por buscar algún beneficio, pero si soy caritativo, amable, generoso, atento, etc., con todos por amor de Cristo, por amor de Dios, de María, del cielo, etc., entonces esa obra sí es completamente buena, en sí misma, y también en nosotros porque nos hace mejores, nos hace más semejantes a Cristo.

Para terminar simplemente hay que notar un pequeño gran detalle: que Cristo llama a sus discípulos “luz del mundo”, y esto es sumamente interesante ya que unos versículos más adelante se va a llamar a sí mismo luz del mundo: “yo soy la luz del mundo, y todo el que viene a mí no permanece en tinieblas” ¿qué significa esto?, pues significa que la luz es lo que más nos hará parecidos a Jesús. Él es la luz del mundo… pero nos invita a ser también nosotros luz del mundo.

Ser sal de la tierra y luz del mundo significa cooperar con Cristo, cooperar con la redención, iluminando sobre las tinieblas y salando a los demás con las virtudes para ir quitando el “sabor del pecado”.

Para ser sal de la tierra y luz del mundo no hace falta hacer grandes milagros o cosas extraordinarias, basta con comenzar haciendo grandemente las cosas pequeñas: desde pelar una papa hasta dar la vida por Cristo, todo hay que hacerlo por amor a Dios… eso es lo que sazona e ilumina nuestras vidas y las de los demás.

Que María santísima, la Madre Virgen que nos ilumina silenciosa, nos conceda la gracia de jamás perder el brillo que se nos dio en nuestro bautismo y de que jamás nos privemos de degustar los beneficios que nos trajo Jesucristo con la vida de la gracia.

P. Jason Jorquera Meneses.

[1] Claudel, carta.

“Peregrinación a pie hasta Nazaret y misioneros de la caridad en Séforis”

Breves del Monasterio de la Sagrada Familia
Queridos amigos:
Como podemos constatar en tantos pasajes de los evangelios, a menudo nuestro Señor Jesucristo recorre los distintos lugares repartiendo abundantemente sus gracias: curaciones, consuelos, liberaciones, aumento de fe, milagros, etc.; resaltando, además, en no pocas ocasiones la importancia y dependencia directa de nuestra fe respecto a los beneficios o gracias que le pedimos, ya que es la fe en Él la que nos capacita de alguna manera para “arrebatarle” dichas gracias de sus manos bondadosas. Pero como también podemos constatar, no es extraño que nuestro Señor nos pida algo a cambio (lo cual tantas veces es el mismo acto de fe), no porque no pueda concedernos dichas gracias si es que éstas serán de beneficio para nuestras almas, sino que pareciera querer constatar la sinceridad de nuestra fe, a la vez que darnos la oportunidad de hacerla más meritoria todavía mediante las obras que movidas por ella podemos realizar y ofrecer, es decir, no es un “pasando y pasando, yo te doy y tú me das”, como hacemos a veces nosotros, sino una especie de “Señor, porque confío en ti y tengo fe, te ofrezco esto para agradecerte y alcanzar de ti tal gracia”, es decir, un acto de amor, devoción, confianza y gratitud anticipado (y luego prolongado), por las gracias que deseamos que Dios nos conceda. Pues bien, este es exactamente el sentido, por ejemplo, de tantos buenos y santos ofrecimientos que tan altas y hermosas gracias nos pueden alcanzar. ¿Cuántas madres han ofrecido fe y lágrimas por la conversión de sus hijos?, ¿cuántos enfermos han ofrecido fe y dolores pidiendo su salud espiritual y la de sus seres queridos?; ¿cuántas personas han ofrecido fe y limosnas para poder dejar atrás un vicio?; y más cercano y cotidiano aún, ¿cuántas veces ofrecemos con fe nuestras oraciones por ayuda en nuestras necesidades y las de nuestros seres queridos?… ciertamente muchas.
Siguiendo esta misma consideración es que deseamos compartirles lo que fue la gracia de poder ofrecer algo especial a nuestro Dios, en acción de gracias por todos los beneficios recibidos, y también pidiéndole de manera especial por las necesidades de nuestro monasterio y de nuestra Provincia de Medio Oriente, y nos referimos a la peregrinación que pudimos realizar a Nazaret caminando, de ida y vuelta, llevando además las oraciones de quienes rezan por nosotros para poder ofrecerlas ante la gruta de la Anunciación del ángel a María santísima y la Encarnación del Hijo de Dios por su amor y nuestra redención.
Comenzamos con la santa Misa en nuestra capilla, y luego de la acción de gracias y un desayuno frugal, salimos hacia nuestra meta habiendo rezado por las intenciones de dicho viaje y cobrando fuerzas desde el principio con el rezo del santo Rosario.
Luego de casi dos horas y 11 kilómetros de por medio, pasamos por “la fontana de María” y llegamos finalmente a la basílica, donde pudimos ofrecer delante de la gruta nuestro viaje y oraciones. Allí nos quedamos rezando en silencio, una media hora hasta que los grupos grandes de peregrinos comenzaron a llegar para rezar también en el santo lugar. Luego de dar gracias a Dios y a la Sagrada Familia, comenzamos el regreso, cansados pero felices de haber podido renovar esta peregrinación que hace casi un año atrás también pudimos realizar. Dos horas después contemplábamos la torre de la basílica del monasterio desde afuera, atravesando sus muros silenciosos para descansar un poco y seguir con nuestra vida normal, pero eso sí, muy agradecidos y confiados en la Divina Providencia.
Esperamos que siempre sean más y más las peregrinaciones, aunque no fuesen tan largas (cada uno según sus posibilidades), ya sea a los santuarios marianos, de los santos, dedicados al Sagrado Corazón, etc., donde las almas devotas puedan llevar y ofrecer a Dios sus esfuerzos y oraciones en favor de sus necesidades e intenciones, como manifestación y robustecimiento de la fe, la misma que mueve, la misma que confía, la misma que se debe traducir en obras para ser sincera.
Aprovechamos para mencionar otra visita de los misioneros de la caridad, acompañados por el actual superior, el P. George, quienes tienen su convento justo frente a la basílica de Nazaret con adoración continua. Se encontraban peregrinando con un hermano que partía para Italia y deseaba conocer el monasterio. Pudimos compartir con ellos la Adoración eucarística y posteriormente el tradicional café árabe que no puede faltar cuando hay visitas. Finalmente cosecharon ellos mismos algunas aceitunas del monasterio para preparar, y nos despedimos con el habitual trato fraterno que tenemos desde que nos conocemos, hace ya varios años.
Damos gracias a la Sagrada Familia, como siempre, y encomendamos a sus oraciones a nuestro monasterio y también, de manera muy especial, a los enfermos por los cuales nos piden oraciones. Desde ya muchas gracias.
Con nuestra bendición, en Cristo y María:
Monjes del Monasterio de la Sagrada Familia.

“La presentación del Señor” (2 de febrero)

“Día del religioso”

(Homilía dedicada especialmente a los consagrados)

La liturgia de hoy conmemora la presentación de Jesucristo, nuestro Señor, en el templo. Esta celebración litúrgica ya la encontramos testimoniada en el siglo IV y por lo tanto debemos decir que debido a su antigüedad es de suma importancia para nosotros; de hecho, lo conmemoramos también cuando rezamos los misterios de gozo en el santo rosario.

Jesucristo, la consagración perfecta

Es bueno recordar que en tiempos de Jesús los niños varones primogénitos debían ser presentados en el templo a los cuarenta días desde su nacimiento, para ser ofrecidos a Dios y para que la madre quedara purificada. Ciertamente que ni Jesús ni la Virgen santísima estaban obligados a este rito por ser Jesús el Hijo de Dios y porque María santísima no tiene pecado, razón por la cual este rito constituye en ellos un verdadero ejemplo de humildad o, como dice el santoral, “coronación de la meditación anual sobre el gran misterio navideño”, es decir, coronación de la humildad del pesebre.

Pero no es ésta la única enseñanza de esta celebración litúrgica, sino que hay otra verdad más profunda y que depende directamente del hecho mismo de ser presentado “en el templo”, es decir, en el lugar sagrado donde Dios habitaba como su morada; y esta verdad es que: “la ofrenda de Jesús al Padre, en el Templo de Jerusalén, es un preludio de su ofrenda sacrificial sobre la cruz”. Esto significa que la presentación en el templo es a la vez figura y anticipo de la entrega total que haría Jesucristo de sí mismo por nosotros entregándose en la cruz.

Y notemos cuánto se parece esta ofrenda al sacrificio de la cruz:

– Aquí Jesús derramará la sangre de la circuncisión; y en la cruz entregará también su sangre, aunque allí será toda.

– Aquí es presentado por su Madre y san José; y en la cruz también será su Madre quien lo ofrezca con el corazón traspasado de dolor.

– Aquí su divinidad está escondida y su grandeza sólo se manifiesta a unos pocos; y en la cruz también serán muy pocos quienes lo reconozcan como el Mesías.

– Aquí es presentado en la casa del Padre; en la cruz será Él mismo quien se presente entregándole su espíritu, entrando así con todo su poder en la casa eterna del Padre.

La presentación de Jesús en el templo, nos debe ayudar a considerar que el Hijo de Dios se hizo ofrenda agradable al Padre “por nosotros” y para salvarnos de las consecuencias del pecado; y para darnos a la vez ejemplo de que debemos también nos debemos presentar delante de Dios como Él lo hizo: con la sencillez de un niño que busca a su padre, y haciéndonos cada vez más dignos de la presencia de Dios por medio de la gracia y las virtudes, especialmente la humildad, recordando siempre que “No soy nada más que lo que valgo delante de Dios”; y por lo tanto, debemos estar siempre con el corazón preparado para cuando Dios nos llame a presentarnos delante de Él.

El religioso, a imitación de Cristo

Escribía san Juan Pablo II: La identidad y autenticidad de la vida religiosa “se caracteriza por el seguimiento de Cristo y la consagración a El” mediante la profesión de los consejos evangélicos de castidad, pobreza y obediencia. Con ellos se expresa la total dedicación al Señor y la identificación con El en su entrega al Padre y a los hermanos. El seguimiento de Cristo mediante la vida consagrada supone “una particular docilidad a la acción del Espíritu Santo”, sin la cual la fidelidad a la propia vocación quedaría vacía de contenido.

Jesucristo, crucificado y resucitado, Señor de la vida y de la historia, tiene que ser el “ideal vivo y perenne de todos los consagrados.” De su palabra se vive, en su compañía se camina, de su presencia interior se goza, de su misión salvífica se participa. Su persona y su misterio son el anuncio y el testimonio esencial de vuestro apostolado. No pueden existir soledades cuando el llena el corazón y la vida. No deben existir dudas acerca de la propia identidad y misión cuando se anuncia, se comunica y se encarna su misterio y su presencia entre los hombres.

Al igual que Jesucristo, el religioso se ha consagrado al servicio de Dios de manera exclusiva, imitándolo en aquello que se ha convertido en el distintivo propio del religioso: los sagrados votos, mediante los cuales imitará por el resto de su vida a quien por Él entregó la suya en una búsqueda ininterrumpida de la gloria de Dios.

Toda la vida del religioso ha de ser una afectiva y efectiva prolongación del ofrecimiento total que hoy conmemoramos, a imitación de Jesucristo; con sincera humildad ante el don recibido que es esta especial consagración; buscando en todo el Reino de los cielos y gozando desde ya lo que este estilo de vida le anticipa, como bien entendieron los santos: “Si llegaran a entender los hombres la paz de la que gozan los buenos religiosos, el mundo se trocaría en un vasto monasterio”(santa Escolástica); y a la vez pidiendo cada día la perseverancia y santificación que no se logra sin esfuerzo, sin sudor, sin trabajo, en definitiva sin la cruz; y, por supuesto, sin la fidelidad a los sagrados votos de pobreza, castidad y obediencia, señal de la consagración total, ya que “El religioso inobservante camina hacia la perdición decididamente”(san Basilio); en cambio, quien hace de Dios su prioridad exclusiva en todo y desde allí al prójimo, ése es el imitador fiel y discípulo verdadero del Señor.

Que María santísima nos alcance la gracia de convertirnos también nosotros, mediante la docilidad a la gracia, en una ofrenda agradable al Padre y digna de presentarse delante de Él cuando así lo disponga.

P. Jason Jorquera M.