El cuerpo herido de Jesús, ablandado por la dureza del camino, los malos tratos y vejaciones de los soldados, nuevamente sucumbe de cansancio.
“Levántate y camina” dijo Jesús al paralitico (Lc 5,25), mas no es simple decírselo ahora a su cuerpo maltratado pues el paralitico cargaba tan sólo sus pecados, en cambio Jesús carga los del mundo entero: los pecados de quienes lo circundan, de quienes ni siquiera lo conocen, de quienes lo rechazaron y de todos los hijos de Adán. Pero hay un peso particular que fue la causa de esta caída de Jesús y esos fueron mis pecados, mis propias recaídas.
Considera, alma mía, cómo el Señor del cielo cae por tierra a causa de tus culpas; mira en esta cruel escena tu inconstancia, tus faltas de firmeza en la enmienda que propones. ¿Cuántas veces dijiste “nunca más” de tal pecado y, sin embargo, ante el primer pequeño ventarrón caíste nuevamente?, ¿qué harás, entonces, cuando arrecie con vehemencia el vendaval de la tormenta?; Jesús cae porque tú has caído, porque quiere mostrarte las consecuencias de tu inestabilidad: asienta tus propósitos y decisiones en la roca firme del odio al pecado y el amor a la cruz.
Jesús mío, demando a tus dolores la gracia de levantarme de mis muchas caídas a causa de la tristeza y el desaliento. Concédeme, Señor, la fortaleza que necesito para no recaer en las culpas pasadas y levantarme con prontitud de la fosa ruin de mis pecados.
6ª Estación: Jesús imprime su rostro en el velo de la verónica
Te adoramos, oh Cristo y te bendecimos,
que por tu santa cruz redimiste al mundo
Sobre el blanco velo
dibuja su rostro sangriento
el Señor del cielo,
y en el triste suelo
se imprime también un lamento.
La piadosa Verónica contempla horrorizada al Mesías ultrajado. Se acerca reverente y le ofrece lo único que tiene: su sencillo velo para que el Siervo sufriente pueda secar aquel terrible sudor que se ha mezclado con su sangre. Pero Jesucristo no se deja ganar en gratitud y le concede la augusta y maravillosa reliquia de su rostro herido dibujado con su misma sangre sobre el velo; con aquella sangre misericordiosa capaz de plasmar la imagen divina en los corazones de los hombres que la perdieron por el pecado.
Considera, alma mía, aquella imagen doliente del Salvador que, como la redención, se escribió con sufrimientos. ¿Quieres dejar impresa en ti la imagen de Cristo?, ¿quieres parecerte al Salvador?, ¿quieres convertirte en una especie de bosquejo divino como lo fuiste al bautizarte y hasta antes de pecar?, pues este boceto divino sólo se dibuja en virtud de esta sangre sacrosanta; solamente puede formarse con el cincel del sufrimiento; solamente termina de fijarse con la paciencia, y solamente es fiel a los detalles en la medida que se emprenda con alegría.
Transforma, Jesús mío, mi alma en aquel velo capaz de recibir tu imagen, aquella que mis faltas de paciencia fueron borrando, aquella que se fue gastando por mi tibieza, por mi mediocridad. Concédeme, te lo ruego, la gracia de aprender a sufrir con paciencia y recuperar con creces aquella imagen divina que imprimiste en mi alma el día de mi bautismo como la verdadera llave del cielo.
Jesús, tembloroso y agotado, apenas puede continuar; ha perdido mucha sangre y las consecuencias de los azotes y el cansancio se dejan ver claramente en todo aquel dañado cuerpo. Entonces el cireneo es forzado a ayudarlo, y lo hace avergonzado y de mala gana, pero pronto comprende que aquella sangre del condenado no fluye solamente por el cuerpo sino que se derrama también por las almas.
Compadécete, alma mía, compadécete de Aquel de quien recibiste compasión. ¿Acaso tu dureza y frialdad son tales que no querrías ayudarlo?, ¿acaso no es la cruz de tus pecados la que carga el Redentor? Ayúdalo tú también, ayúdalo muriendo a tu amor propio, ayúdalo venciendo el respeto humano. ¿Te avergüenzas de quien no se avergonzó de ponerse en tu lugar?; no importa lo que digan los hombres, da testimonio de Él ante ellos y Él abogará por ti ante su Padre.
Concédeme, Señor, la gracia de testimoniar con gran valor la verdad ante los hombres, de ser tu fiel discípulo ante el mundo despreciando la vanagloria y viviendo siempre conforme a tu voluntad.
4ª Estación: Jesús se encuentra con su santísima Madre
Te adoramos, oh Cristo y te bendecimos,
que por tu santa cruz redimiste al mundo
¡Cuán hermosa y triste escena ante mis ojos!
¡Virgen Santa, digna madre del Cordero!,
soportando ver a tu hijo entre despojos
tu alma gime, mas tu amor se queda entero.
Sus miradas como el oro se fundieron
entre lágrimas de madre en fuego tierno;
corazones que en amor juntos latieron;
palpitar que aquel día se hizo eterno.
Jesús entre insolencias y humillaciones, entre gritos y salivazos, entre el pretorio y el Calvario es acompañado fielmente por su Madre que intenta con grandes esfuerzos llegar a Él… hasta que finalmente lo consigue. Serán tan sólo unos instantes, pero bastarán para tomar con sus inmaculadas y virginales manos de madre aquellas llagadas, ensangrentadas y temblorosas manos de su Hijo que vio crecer entre las suyas y que tanto recién nacido como ahora besa con ternura angelical.
¿Quién conforta a quién? se pregunta el cielo, ¿acaso no van muriendo los dos? interrogan los ángeles, pero María santísima simplemente responde con sus lágrimas: Oh, vosotros cuantos pasáis por el camino, mirad y ved si hay dolor comparable a mi dolor, al dolor con que soy atormentada” (Lam 1,2).
Contempla, alma mía, cómo ambas miradas se compenetraron, ambos corazones latieron juntos y ambos aceptaron con misteriosa y santa resignación la voluntad divina del Padre; porque ambos vivían con el alma puesta en el cielo: ¿dónde pones tú los ojos?, ¿dónde pones tus amores?, ¿en el cielo o en la tierra?
Virgen castísima, madre del Cristo sufriente, alcánzame la gracia, te lo ruego, de convertir las amarguras de mi camino en esperanza y consuelo poniendo siempre la mirada de mi alma en las alturas de la eternidad.
Extenuado bajo el peso de la cruz sucumbe el frágil cuerpo del Mesías pues el cansancio lo abruma y ya sus miembros temblorosos no pueden sostenerlo más. Si Cristo cae no es por voluntad propia sino porque las fuerzas lo abandonan. Cae por mis culpas que son muchas, lo aplastan mis iniquidades.
¿Quién lo ayudará?, ¿los escribas?, ¿los fariseos?, ¿el pueblo?, ¿sus apóstoles?; pues nadie… cae solo y solo deberá levantarse.
Considera alma mía cómo tus caídas han desplomado al Salvador; la maldad de tus pecados ha hecho insoportable el peso de la cruz que por ti carga el Mesías. Observa en esa caída cuánto daño sufre Cristo: la cruz lo aplasta, se incrustan las espinas de su corona, sus rodillas quedan casi deshechas y reviven cruelmente sus dolores. Mira bien el fruto de tu egoísmo, de tu autoconfianza; ¿cuántas veces pretendiste triunfar sin invocar el nombre divino en la batalla?, y qué conseguiste: tan sólo heridas y derrotas que ahora sufre el Cordero inocente.
Levántate ya alma mía y haz la firme resolución de no confiar nunca más en tus fuerzas sino sólo en el auxilio divino que se alcanza únicamente con la fidelidad a la gracia.
Haz Señor, te suplico, que con tu gracia me levante prontamente de mis miserias y pueda cumplir con humildad aquellos propósitos que tantas veces te hice cayendo luego por mi egoísmo.
Oh mi buen Jesús, llega la hora de cargar sobre tus sacratísimos hombros mis innumerables pecados. Cuanto más pesadas son mis faltas tanto más se derrama tu misericordia sobre mí; ¿por qué cargas Tú mi sentencia?, ¿por qué padeces Tú mi castigo? Señor mío y Dios mío, ahora bien comprendo tus amores, ahora sé bien que te entregaste para concederme vida: misteriosamente eres la misma hostia y la patena que se ofrece al Padre. Todos te observan, pero nadie te ayuda; los hombres se mofan, los cielos se conmueven, mas tú perseveras sin la más mínima queja, abrazando la cruz que llaga lentamente tu santo cuerpo mientras sana nuestras heridas.
Considera alma mía lo que el Señor quiere enseñarte: el Divino Inocente puesto en tu lugar, asumiendo tus pecados y padeciendo silencioso aquel tormento ignominioso cuando tú te quejas de pequeñeces y palabras vanas. El Cordero de Dios carga tus culpas en su cruz y tú alegas por unas pocas astillas. Aprende junto con Él a recorrer la senda hacia el Calvario pues ella es la puerta estrecha que conduce al Reino de los cielos; la perla preciosa escondida en el lodo que hacia el final deslumbrará mostrando toda la hermosura que ahora esconden sus penas pero que dimana destellos de eternidad para quienes sepan apreciarla con los ojos de la fe.
Enséñame Señor a caminar este sendero emulando y asimilando tu paciencia, fortaleza, humildad y amor a la cruz, pero una cruz querida, aceptada y abrazada.
Continúas, Jesús mío, aquel magnífico sermón viviente que comenzaste en Getsemaní. ¿No dices nada?, ¿no reprochas las falsas y perversas acusaciones?, ¿hasta dónde llega tu amor por los hombres? Oh Cordero de Dios, que aceptas silencioso la voluntad del Padre; que eres entregado por aquellos mismos que has venido a salvar; que oyes la sentencia inicua de los labios del pueblo elegido para recibir primero la redención; que viniste a liberar del pecado y a cambio recibes condena: ¿dónde están todos aquellos que sanaste?, ¿dónde fueron los que entre alabanzas te recibieron al entrar en Jerusalén?, ¿dónde están aquellos que te seguirían hasta la muerte?; han huido, se escondieron y te abandonaron.
Considera, alma mía, cuántas veces te has hecho partícipe de aquella aberrante sentencia cada vez que en vez de gratitud devolviste males, cada vez que rechazaste la divina gracia y prefiriéndote a ti misma, a tus gustos y placeres, gritaste también con tus obras: ¡crucifícalo!, ¡que sea crucificado!
¿Qué mal ha hecho? Pregunta Pilato; ¿qué bien no ha hecho? Reprocha mi conciencia: todo lo ha hecho bien, nos responde la Escritura (Mc 7,37).
Muéstrame, Señor mío, el camino por donde quieres que te siga, muéstrame en cada acción de mi vida la voluntad divina de tu Padre y concédeme la gracia de aceptarla gustoso como tú lo hiciste.
Reflexión sobre la agonía ultrajada de nuestro Señor
P. Jason Jorquera Meneses
Monasterio de la Sagrada Familia, Tierra Santa
«… Así se hubiera destruido la salvación, que viene por la cruz.
Mas como era en verdad el Hijo de Dios, no bajó.
De haber tenido que bajar, desde el principio no hubiera subido a ella.
Pero como convenía que por este medio se obrase la salvación,
soportó su crucifixión, sufrió otros muchos dolores,
y perfeccionó su obra…»
(Teofilacto)
“¡El Cristo, el rey de Israel!, que baje ahora de la cruz, para que lo veamos y creamos.”
Hace casi 2000 años estas palabras se pronunciaron contra Jesucristo con talante irrisorio e indeciblemente humillante, mientras agonizaba a cambio de nuestra salvación. El pueblo de aquel entonces, restringido y ciego, esperaba un mesías político y guerrero, un libertador que batallara contra la opresión y devolviese al pueblo elegido[1] al pedestal que le correspondía, por ser la nación favorecida con las promesas de salvación. Sin embargo, apareció este “mesías pacífico”, este orador austero y peregrino, un hombre ciertamente diferente, pues predicaba con autoridad[2] y corroboraba su doctrina con milagros[3], pero que jamás había empuñado más arma que un sencillo látigo –y hecho de cuerdas- para expulsar a unos mercaderes que negociaban irreverentemente en el templo[4]; de hecho la noche precedente había reprochado con severidad al discípulo que, armado con una espada, pretendió defenderlo[5]: no, no podía ser éste el anhelado “mesías libertador”; y como estaba consiguiendo adeptos[6] y alborotando al pueblo[7] parecía no haber más opción que darle muerte[8]. La razón: Jesús de Nazaret, el hijo de José[9], los había defraudado; pues vino a ofrecer un reino que se conquista con la propia sangre y al cual se asciende por la cruz. Pero ¿qué manera de reinar es ésta?; en este reinado de Jesús «… todo se volvería sobre sí, como unas alforjas de cuyo fondo se tirase hacia afuera; en ese reino extraño, los pobres serían los bienaventurados; los pacíficos, virtuosos; los mansos, héroes; los humildes, dioses…»[10], es decir, toda aquella gran locura que proclamó desde el curioso púlpito del monte, aquellas Bienaventuranzas[11] imposibles de armonizar con la humana lógica de aquel entonces que esperaba con ansias al gran caudillo combatiente. Sin embargo, Jesús no era más que una especie de carpintero-pseudoprofeta, cuya incipiente y novedosa invitación de seguimiento parecía sucumbir junto con Él mientras pendía de la cruz…, ¿quién es este hombre tan diferente a todos los demás?…, aunque tal vez aún quede una mínima y agonizante esperanza… sí, ¡que baje de la cruz, a ver si tiene tal poder, y quizás creerán en Él!: ésta era la perversa mofa que dirigían al Hijo de Dios aquellos a quienes había decepcionado con su reinado de humildad y sencillez.
Ahora, en cambio, la historia es diferente. Muchos han abrazado la fe y el reinado del Verbo encarnado; ya muchos son los hombres y mujeres que conforman el cuerpo místico en unidad de sacramentos, de culto, de deseo de bienaventuranza, etc., hoy por hoy, en anuncio del Evangelio va extendiéndose por el mundo y permanece siempre firme la santa madre Iglesia, nacida del costado abierto de Jesucristo, y así permanecerá hasta el fin de los tiempos puesto que cuenta con la promesa del mismo Redentor como garante: las puertas del infierno no prevalecerán contra ella[12].
“Me amó y se entregó por mí” (Gál 2,20)
Sin embargo, así como las promesas mesiánicas se han cumplido fielmente en Jesucristo, así también es innegable que las palabras que Él mismo nos ha revelado acerca de los últimos tiempos por fuerza han de ser también cumplidas, pues no todo aquel que le diga “Señor, Señor” [13], entrará en el Reino de los Cielos, sino aquel que cumpla, a ejemplo de Él, la voluntad del Padre celestial[14], ya que también es cierto que el humo de satanás ha impregnado a no pocos cristianos, teniendo como triste consecuencia el hacer eco de aquella ponzoñosa burla que debió haber quedado sepultada en el calvario y, en cambio, cobra nueva vida en los corazones y en los labios de estos “creyentes impregnados del humo de satanás”: “¡El Cristo, el rey de Israel!, que baje ahora de la cruz, para que lo veamos y creamos.”. Pero el tono de estas palabras en estos “creyentes ahumados” de hoy es peor, y mucho más terrible que el de aquellos que ni siquiera llegaron a reconocer en Jesús de Nazaret al Hijo de Dios; pues en éstos se han transformado de una cruel mofa, en una abominable “exigencia”; he aquí la gangrena espiritual que terminará consumiendo lo poco de cristianismo, de fe en el mesías, que quede en los corazones infestados de ella…, a menos que arranquen de sí lo que haya que arrancar y recuperar el maravilloso tesoro de la fe que recibieron en su bautismo: no se puede militar bajo dos banderas[15], o se es vasallo del gran rey[16] o del príncipe de las tinieblas[17], porque nadie puede servir a dos señores[18], y eso es justamente lo que pretenden exigir a Jesucristo estos ahumados de hoy, “que baje de la cruz”, ¿por qué? sencillamente porque saben que a Él hay que imitar. Pero, si Él bajara de la cruz, tal vez se podría hacer alguna especie de convenio con el mundo, ser menos rígidos, estrictos, transar en algún aspecto… ¡pero no!, Jesucristo no descendió de la cruz sino que desde ella entregó su espíritu al Padre[19] y sólo en ella quedaron consumadas todas las cosas, porque que justamente en este momento Jesús comenzaba su triunfo[20], porque la victoria de Jesús está latente en la cruz, donde vence la muerte muriendo, y junto con ella al pecado para enseñarnos que también nuestra vida no podrá jamás decirse triunfante sobre el pecado si no es en la cruz que manifiesta su entrega total, absoluta; es decir, que allí y sólo allí, realmente todo está consumado[21].
De la misma manera que no hubiese habido pascua sin el cordero pascual, tampoco hubiese habido redención sin el sacrificio del Cordero de Dios que quita los pecados del mundo[22]y da la vida eterna a sus ovejas[23]; pero esta vida sin fin debía ser conquistada mediante este misterioso holocausto llevado a cabo en el Gólgota y sobre el altar santo de la cruz, donde la Víctima perfecta se ofrece plenamente hasta consumirse en ese amor del Padre que tanto amó al mundo[24]…
¿Quiénes son éstos que exigen “que baje de la cruz”?, pues los que quieren seguirlo sin fatigas; los que suben con Él al monte y lo escuchan con agrado pero no quieren acompañarlo al desierto; los que lo reciben con palmas[25] pero no son capaces de abogar por Él en el gran pretorio de este mundo; en definitiva, los que quieren llegar al paraíso pero buscando otro sendero que no sea el de la cruz, porque no están dispuestos a crucificarse también con Él, a diferencia de aquellos que quieren verdaderamente ser sus discípulos y saben que para ello es necesario cargar con la cruz[26].
¡Que baje de la cruz, porque no queremos subir con Él!, dicen, en definitiva, los que aman poco o nada a Jesucristo, porque el amor de éstos está mutilado, ya que el amor sin sacrificio es como el pez sin el agua; ¿cuánto más podrá seguir viviendo?
¡Que baje de la cruz!, he aquí la arenga oficial de la rebelión contra la cruz y contra el Crucificado porque verle así, clavado, es un reproche del amor de Dios no correspondido por quienes, hoy en día, dicen creer en Él pero rechazan el sacrificio y la renuncia a los criterios terrenales, aquellas “normas de vida” que provocan la verdadera muerte del alma, totalmente opuestas a esta muerte en cruz que engendra eternidad; reproche que se vuelve insoportable para quienes no están dispuestos a completar en sí mismos lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia[27]-mas no para quienes le corresponden también con cruz-; Y así afirman estos rebeldes, con sus vidas, ante el Cordero de Dios traspasado:
¡Que baje de la cruz!, porque servir a un Dios crucificado es vergonzoso para un mundo en el cual el hedonismo rompió las cadenas de las pasiones, ¿por qué, en cambio, dejarlas clavadas en el madero?, ¡oh, qué difícil, cuando no impracticable!;
¡Que baje de la cruz!, porque la cruz pasó de moda y a la moda no se la ha de crucificar, a menos que se quiera ser un anticuado mojigato, completamente fuera de este tiempo moderno en el cual ya no queda espacio para la cruz, porque es hora de cambiar… y no precisamente el cambio de vida que exige el Evangelio.
¡Que baje de la cruz!, porque la cruz reclama un corazón completamente indiviso, y no está dispuesta a compartir sus realidades celestiales con el polvo de la tierra, antes bien, prefiere “mancharse” con la sangre de un Cordero…;
¡Que baje de la cruz!, porque aquellos sus brazos de madera transversales, que parecen fundirse con el horizonte, reclaman un perdón absoluto, sin medias tintas ni ambages, contraste terrible entre la dadivosa misericordia divina y los condicionamientos de los hombres, perdón que pretende ceñir: ¡hasta a los propios enemigos![28];
¡Que baje de la cruz!, que descienda de aquella atalaya misteriosa que atrae a todos hacia Él[29], a la vez que pone de manifiesto más aun nuestros pecados; testigo y coprotagonista de la única expiación agradable al Padre eterno;
¡Que baje de la cruz!, pues ella contradice, como sus maderos, los humanos propósitos con los inescrutables designios divinos…
En resumen, “que baje de la cruz”, que la abandone, que cambie de estandarte y deje de predicarla para que, entonces y sólo entonces, lo veamos y creamos.
Pretender que Jesucristo baje de la cruz es pretender que no beba el cáliz[30] que le ha sido preparado, pues esos pensamientos no son los de Dios[31] sino los de los hombres, porque bajar de la cruz hubiese sido no otra cosa más que “el gran fracaso de toda la obra de la redención”, el triunfo maléfico de satanás y la perenne derrota de los hombres por el pecado. Pero Jesucristo no bajó de la cruz, sino que cargado de nuestros pecados subió al leño[32] y con su perseverancia hasta la muerte reconcilió todas las cosas[33], nos devolvió las llaves de los cielos y nos dejó un ejemplo para que sigamos sus huellas[34]. No, Jesucristo no descendió de la cruz como quieren que haga los de fe anémica; y de la misma manera sigue llamando desde ésta su cátedra a todos aquellos que, fieles a Él, a sus mandatos, a su doctrina, a su santa Iglesia, estén dispuestos a conquistar también con Él el Reino de los cielos, y, si es necesario, también entre azotes, o con clavos, o con corona de espinas, ¡pero siempre con la cruz!, pues no es el discípulo mayor que el maestro[35] y si afirmamos con sinceridad ser sus discípulos, por fuerza hemos de tener también crucificada nuestra carne[36] y nuestro espíritu en la siempre paternal voluntad de Dios, pero, eso sí, ¡también hasta el final!
“¡Que baje de la cruz!”, es el lema que se leerá hasta el fin de los tiempos, escrito con pusilánime desesperanza, en el estandarte de la apostasía, porque como a Jesucristo no se lo puede separar de la cruz a la que está voluntariamente asido, entonces apostatar de la cruz es apostatar también de Él. En cambio, muy distintas son las palabras que se leen en el estandarte de la cruz, pues sus caracteres han sido escritos con sangre divina y acentuados con una misteriosa misericordia que invita constantemente a tomar parte de aquellos inscritos en el libro de la vida[37], es decir, aquellos que no protestan contra la cruz sino que, según la generosa invitación del Maestro, proclaman en sí mismos la perenne inscripción e impronta de la Victoria del Hijo de Dios sobre el pecado y sobre la muerte: Quien quiera ser mi discípulo niéguese a sí mismo, cargue con su cruz y sígame[38]… ¡pero sin mirar atrás una vez que haya tomado el arado![39]; pues, así como no se pueden subir las escaleras sin pisar los escalones para llegar a la terraza, así tampoco se puede entrar en el Reino de los cielos si no se asciende, con perseverancia, por la cruz, lo cual es como decir: ¡que no baje de la cruz!, que si allí se queda –afirman los verdaderos discípulos-, a fuerza de fe, de amor y de esperanza, creeremos nosotros firmemente en Él; y, así, toda nuestra vida exclamaremos junto con el poeta:
[5] Jn 18,10-11 Entonces Simón Pedro, que llevaba una espada, la sacó e hirió al siervo del Sumo Sacerdote, y le cortó la oreja derecha. El siervo se llamaba Malco. Jesús dijo a Pedro: “Vuelve la espada a la vaina. La copa que me ha dado el Padre, ¿no la voy a beber?”
[15] San Ignacio de Loyola: “… El primer preámbulo es la historia: será aquí cómo Christo llama y quiere a todos debaxo de su bandera, y Lucifer, al contrario, debaxo de la suya.” (E.E. nº137)
[16] “… quánto es cosa más digna de consideración ver a Christo nuestro Señor, rey eterno, y delante dél todo el universo mundo, al qual y a cada uno en particular llama y dice: Mi voluntad es de conquistar todo el mundo y todos los enemigos, y así entrar en la gloria de mi Padre; por tanto, quien quisiere venir comigo, ha de trabajar comigo, porque siguiéndome en la pena, también me siga en la gloria.” (San Ignacio de Loyola, en: E.E Nº 95)
Esta sencilla reflexión surgió, efectivamente, a partir de un reflejo silencioso. Al referirme así, me parece mejor para ir desglosando paulatinamente el significado que tal impresión tiene para mí.
El reflejo silencioso no es nada extraño al sacerdote, al contrario, le resulta tan familiar como dar la bendición con el Santísimo Sacramento puesto en la custodia. Es justamente ahí, en el vidrio de la custodia que protege la Hostia Consagrada, que se produce este maravilloso reflejo silencioso en que el sacerdote puede verse impreso a la vez que observa atentamente a través del diáfano cristal al mismo Verbo Eterno convertido en sacramento.
Bien digo que este reflejo silencioso sea “maravilloso”, pues de alguna manera podemos decir que el sacerdote se ve reflejado en la misma hostia que han consagrado sus manos, que le ha dado todo el sentido a su existencia y que es el alma de su sacerdocio, pues sin Eucaristía no habría sacerdocio…ni viceversa.
Cuando el sacerdote “se contempla en la Hostia” no puede menos que reflexionar que ha sido tomado de entre los hombres, separado, consagrado para convertirse él mismo en el rostro de Cristo y prolongar así la imagen del Verbo que pasó por la tierra haciendo el bien[1], liberando las almas del pecado y quedándose con los hombres en cada sagrario y en cada copón para alimentarlos en su peregrinar hacia el encuentro definitivo en la eternidad.
En aquel reflejo silencioso se descubre la mirada tierna del Padre a través de su Hijo que observa atentamente al sacerdote, a su sacerdote.
Es en aquel reflejo silencioso que ambos corazones pueden latir juntos al unísono del Sagrado Corazón divino, que ha hecho a su ministro partícipe de su mismo y eterno sacerdocio.
Cada vez que elevo la custodia para dar la bendición soy consciente de que junto con ella es el mismo Dios quien quiere elevar a los hombres hacia las cumbres más altas de la santidad. Cada reflejo silencioso es un llamado nuevo a una asimilación más profunda de la imagen divina, de las virtudes de Cristo, de su humanidad vivida por amor a las almas, de vivir mi sacerdocio muriendo, de vivir una vida inmolada, de vivir con el alma entregada y de abrazarse en aquel inagotable amor divino que brota del llagado Corazón de Cristo, expandiéndose ininterrumpidamente por el mundo entero.
¡Dichosa custodia!, ¡reliquia misteriosa en que el Verbo sacramentado se adora!; pero más dichoso aún el sacerdote, “hostia y víctima con Cristo y Cristo mismo al consagrar tan sublime manjar celestial”; bienaventurado el sacerdote que contempla y se contempla, que bendice y es bendecido, que ama y es amado.
Aquel reflejo silencioso es una invitación perenne a ser cordero, a dejarse gastar y desgastar por las almas, a padecer en el silencio, a ser elevado también en el espíritu sobre la cruz, aquella que atrae a todos hacia Él[2], el varón de dolores[3] y Señor de los Señores[4].
En el reflejo silencioso de la custodia el sacerdote comprende la invitación de este Rey de Reyes a transformar su misma alma en diáfano cristal, que permita a los demás contemplar su divina misericordia, su entrega silenciosa y su constante llamado a acompañarlo.
No se critique al sacerdote cuando por su indigna y débil condición, colmado de gratitud, la emoción le arrebate lágrimas de los ojos, pues hasta Jesucristo las derramó; no se admiren de que tiemble entre sus manos la custodia cuando su fragilidad pugne con la grandeza de Aquel que encierra; no se impacienten si el sacerdote se queda absorto en un suspiro, ya que para suspirar por el cielo hemos venido y convertirnos en cristal y puente entre Dios y los hombres. Ese cristal, que no es otra cosa que la santidad, se forja con sufrimientos, se lava con lágrimas, se limpia con paciencia y reluce con alegría.
A mis hermanos en el sacerdocio que tienen junto conmigo la gracia hermosa de elevar la santa Víctima hacia el Padre por todas aquellas almas encomendadas a nuestro ministerio, y admirar cada día con un corazón enteramente agradecido aquel maravilloso reflejo silencioso.
Pecar es morir. Es la única muerte. Sin pecado la muerte es vida, es comienzo de la verdadera vida; pero con pecado el que vive muerto está:
“No son los muertos los que en la paz descansan de la tumba fría,
muertos son los que tienen muerta el alma y viven todavía”.
Esta verdad es la más cierta de todas: ¡Pecar es morir! La muerte entró en el mundo por el pecado (cf. Rom 5,12). Dios, Padre de amor, puso a los hombres para que vivan, vivan aquí, ¡inmortales continúen viviendo allá! Aquí, en salud, sin tentaciones, sin fatigas, sin dolores, en salud, en descanso, en belleza, en amor. El placer de hacer lo que quiero, de obrar como supremo soberano, de ser mi propia ley, de no estar sometido… y creatura significa esencialmente “sometido”… vulneró su naturaleza en lo más íntimo, perdió su sobrenaturaleza, y definitivamente los adornos preternaturales de su vivir.
Una experiencia de su libertad: la mariposa quiso conocer el fuego y se quemó; el chiquillo quiso lanzarse al espacio y se hizo pedazos; el temerario quiso probar sus fuerzas sobre las olas y se ahogó. Violentaron su naturaleza y murieron. Y desde Adán y Eva, la muerte física de todos: la experiencia de la muerte, la más universal de las experiencias, pero esta muerte física no es sino el símbolo de las otras muertes que tiene el pecador.
Morir a la verdad
El pecado es la mentira. Es mentira que somos autónomos. Tenemos ley y la atropellamos. Mentira que amamos a Dios y le ofendemos. Mentira que esos placeres nos van a dar felicidad. El que se adhiere a lo caduco cae con ello; el que se apoya en caña, sangra al romperse. Mentira que seguimos la naturaleza porque cada pecado es un atropello a la naturaleza: del hijo que insulta a su padre; del hermano que atropella y despoja a su hermano; del hombre que viola las funciones de vida; de la creatura que desconoce los derechos del Creador.
Morir a la belleza
El pecado es la fealdad: rompe la armonía. La obra de Dios es bella y armónica: parece un concierto; el pecado es desarmonía, una nota estridente. ¡Alguien que se sale del concierto para dar su nota de egoísmo! Y cada pecado tiene específica fealdad: La ira es arrebato, es estallido de pasión, “yo”, es oprimir al débil, es cebarse en carne humana. La pereza, que horrible es la pereza… la indolencia, no colaborar en el gran trabajo humano. La embriaguez, perder el sentido, renunciar a ser hombre. La gula: hartarse peor que los animales como los Romanos… vomitar… poner en riesgo su salud, ¡esclavo de la comida! La lujuria: esclavos de la carne. El hombre al servicio de sus glándulas. Y por una conmoción de un rato, de orden animal, renunciar a su amor, a su hogar, a sus hijos, a perder su porvenir. Es mentira y es fealdad. Jurar un amor que no se tiene para poseer y abandonar, ¡a veces para matar después! El egoísmo: fealdad del hombre concentrado en el “yo”, y muerto a lo demás. Los dolores de los demás, su hambre, a veces la muerte no le impresionan. Se desespera en cambio por cualquier capricho propio. Y así todos los demás pecados son feos: por eso se ocultan en la noche, se disculpan, se disimulan… y cuando ni eso se hace es porque la fealdad ha llegado a su máximo: es el cinismo.
Mata a la hombría, al valor, porque es la derrota, la renuncia. No hago lo que quiero… sino lo que otro, o lo que mi “yo” menos bueno, mi “yo” inferior manda. ¿Dónde está el valor en arder y renunciar, o en arder y dejarse quemar? En querer guardar lo que me agrada, o darlo generosamente a otro. Recórranse todas las tentaciones y se verá que el verdadero valor, la hombría está en sobreponerse. Hay quienes dicen que esto es demasiado, que es un lenguaje pasado de moda, ¡que no se pide tanto! Eso se dice. ¿Qué se podrá tallar en esa madera?.
Y lo peor es que cada pecado debilita más y más. A medida que uno persevera en el barro se hunde más y más, y se hace más difícil salir. El poder para el bien se hace cada vez más débil, el poder para el mal, el atractivo, las voces del pecado, cada vez más fuertes.
Morir a la delicadeza
Esa hermosa cualidad que hace la vida hermosa: fijarse en lo pequeño, deseo de agradar, atenciones, sacrificios, que son el perfume de la vida… El pecado vuelve al hombre grosero, egoísta, vuelto sobre sí mismo. No tiene ojos más que para sus propios gustos. A veces uno ve maridos, casados con una esposa ideal, nace un amor torcido, y se vuelven brutos, ven a su esposa triste, envejecida, perdido el sentido de la vida… sus hijos abandonados, el patrimonio que se va… y nada. “No corto con lo que me agrada”.
A veces muchachos llenos de cualidades, dominados por una pasión, van poco a poco perdiendo la delicadeza: piden dinero prestado, no lo devuelven, viven de la bolsa, hacen una incorrección, y luego otra para tapar la primera… ya no se esconden: se exhiben en público…
Otras veces son las palabras duras, la falta de respeto y de cariño a los padres: no hay tiempo para conversar con ellos, para darles un gusto, para sacarlos, para darles una bella vejez. ¡Hasta a veces se les da positivos disgustos! Y no es puramente voluntario: es que ha cambiado su carácter, se hace irascible, ha perdido el control, falta el aceite, no hay la vida interior en la que todo se arregla, no hay la humildad de una confesión sincera… ¡a lo más una acusación con cualquiera para salir del paso!. Falta el ánimo de levantarse para “volver a ser yo”. “Feliz aquel que cuando oyere la voz del Señor se levanta a tiempo y va hacia su Padre y recobra su delicadeza!”.
Morir a la dignidad
¿Adónde se rebaja un pecador? Roba a su madre: el que le pidió plata, no se la dieron, le robó, la mató… y se fue a suicidar. ¡Qué casos, Dios mío, los que uno sabe! ¿Cómo se ha podido llegar allá? Abusa de la confianza de un amigo… llega a prostituir a su mujer o a su hija… para lucrar; ¡no pasan en las nubes esos casos! Falsifica firmas… ¡Engaña a su mejor amigo! Es la suerte del pecador… Y el que se pone en el plano inclinado ¿quién sabe a donde irá a parar?
Morir a los ideales
Bellos ideales de juventud: obras que yo quería realizar ¿dónde estáis? ¿Por qué ya no me conmovéis como antes? ¿Por qué no me decís nada?… ¿Me dejáis frío? Os miro como algo tan lejano. ¡Cómo pude yo entusiasmarme con esto! La vida tiene sólo un sentido positivo, frío, egoísta, que yo llamo a veces “realista”, “positivo”, “puesto en este mundo”. ¿Estaré en la verdad? ¡¡Esta vida que se pesa, se mide, se cuenta, es la única!!
Morir a las realidades
Pero no sólo a los ideales, a las mismas realidades. ¡Cuántos ha podido uno ver que prometían tanto y no han hecho nada! Se han hundido, ¡¡se pasmaron!! Y parece que esto fuera más propio de aquellos que han sido de inteligencia más clara, porque han comprendido más las posibilidades de la vida y no se pueden contentar con mediocridades. Al perder el sentido de lo heroico, ¡pierden también el sentido de lo humano! No hay nada que estimule una labor que sólo se puede animar con algo proporcionado a su gran capacidad. Otros, para quienes el dinero, el trabajo mismo es el único ideal, son capaces de esto. ¿Hasta dónde les llena después, hasta dónde les satisface plenamente?
“Un disparo a la eternidad”, pp.49-55 s53y05
Monjes contemplativos del Instituto del Verbo Encarnado