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“NO TIENEN VINO” Jn 2, 3

María es la mediadora excelsa entre Jesús y nosotros.

P. Gustavo Pascual, IVE.

Ya en las bodas de Caná[1], por pedido de la Virgen Santa, Jesús adelantó su hora e hizo su primer milagro. A partir de entonces la Santísima Virgen sigue siempre intercediendo por nosotros ante su Hijo. Por eso los Santos Padres y los Papas la llaman “Omnipotencia Suplicante”[2] ya que es capaz de obtener de Dios todo lo que le pide en la oración. Los católicos nos dirigimos suplicantes a ella porque su oración es mejor escuchada por Jesús[3].

“No tienen vino”, palabra que María pronunció en unas bodas en Caná[4] y que motivó el comienzo de los milagros de Jesús.

            Caná es epifanía. Sigue a la epifanía de los gentiles y del bautismo de Jesús. Es epifanía del poder y de la divinidad de Jesús[5].

            Caná es símbolo. Símbolo de la gracia representada por el agua[6] y del amor representado por el vino.

            La falta de vino hizo que María por amor a los esposos pidiera el milagro y que Jesús por amor lo realizara.

            Y este vino excelente que el maestresala probó y que era mejor que el anterior[7] es el buen vino de la caridad faltante en el Antiguo Testamento[8].

            Símbolo de la Eucaristía ya que Jesús en este milagro adelanta “su hora” que es la hora de su Pascua[9] y también muestra su poder sobre los elementos de la naturaleza convirtiendo el agua en vino. La Eucaristía será el sacramento de su Pascua y será un milagro permanente donde Jesús está presente bajo las apariencias de vino.

            Símbolo de la dignidad del sacramento del matrimonio. Jesús y María santifican con su presencia aquellas bodas.

            María fue la primera en recibir la revelación de los principales misterios de nuestra fe, en Caná es la primera en conseguir y presenciar un signo de su Hijo.

            María conoce las necesidades de nuestra vida hasta las más triviales. Se dio cuenta de la necesidad de los novios y pidió el milagro.

            En unas bodas el vino ayuda a la alegría. María nos trae a Jesús y con Él todo lo que necesitamos para vivir con alegría. Ella es causa de nuestra alegría. María se congratula con nuestra alegría como lo hizo con los esposos en Caná.

            Y María en este detalle de tratar de subsanar la necesidad de los esposos nos da ejemplo de caridad perfecta. Ve la necesidad sin que se la digan y es porque el que ama sale al encuentro del amado para amarlo, se adelanta… María quiere remediar nuestras necesidades, hasta las más pequeñas. María ante Jesús expresa sencillamente la necesidad para que El la remedie. Caridad eficaz que pone los medios, pide a Jesús.

            María también nos da ejemplo de modestia y discreción en el modo de proceder “no tienen vino”. El que ama presenta la necesidad para que el amado haga lo que le plazca. Y así es mejor… porque Dios sabe lo que nos conviene, se compadece del necesitado que pide humildemente.

            María no retrocede en su empeño a pesar de las palabras “aparentemente duras” de Jesús[10]. “Que tengo yo contigo”, semitismo que según el contexto parece decir que no es el momento oportuno para obrar… “Mujer” que parece áspero comparado con Madre o María. Pero según las interpretaciones esta “Mujer” se refiere al libro del Génesis[11] y significaría la maternidad espiritual de María, nueva Eva. Aquí intercediendo por las necesidades de sus hijos. Al pie de la cruz[12] dándolos a luz.

            María con confianza ilimitada dice simplemente: “haced lo que El os diga”. María conoce el poder de su Hijo y tiene fe indudable en Él, confía en su liberalidad.

            María es la mediadora excelsa entre Jesús y nosotros.

            “Haced lo que Él os diga”; contiene un programa de vida para llegar a la santidad.

            María es modelo de fe para todos nosotros[13]. En Caná por su intercesión creció la fe de los discípulos[14].

[1] Jn 2, 1‑11

[2] Cf. Alastruey, Tratado de la Virgen Santísima, BAC Madrid 1945, 771.

[3] Buela C., El Catecismo de los jóvenes…, 51-2

[4] Cf. Jn 2, 1-12

[5] Cf. v. 11

[6] Cf. Jn 19, 34

[7] Cf. v. 10

[8]  Cf. Mt 22, 37-40

[9] Cf. Jsalén. (edición 1998) a Jn 2,4.

[10] Cf. v. 4

[11] 3,15.20

[12] Cf. Jn 19, 26

[13] Cf. L.G. nº 63

[14] Cf. v. 11

Una Madre ejemplar

“María dio a luz a la persona de Jesús, que es divina, según su naturaleza humana. María dio a luz a Dios. María es Madre de Dios.”

P. Gustavo Pascual, IVE.

“Pero al llegar la plenitud de los tiempos envió Dios a su Hijo, nacido de mujer nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la condición de hijos”.

            Algunos, en vez de traducir “al llegar la plenitud de los tiempos”, traducen “cuando se cumplió el tiempo”. Pero, parece mejor la primera traducción. ¿Qué plenitud de los tiempos? ¿Qué tiempo? El tiempo mesiánico o escatológico que da cumplimiento a una larga espera de siglos, como algo que colma finalmente una medida[2].

            La carta a los Hebreos dice que en estos últimos tiempos nos ha hablado el Hijo por el que Dios hizo los mundos[3]. Este Hijo es el nacido de mujer del que habla Gálatas.

            Es el cumplimiento de las profecías del Antiguo Testamento sobre la venida del Mesías. Cumplimiento de las setenta semanas de Daniel[4] y de la concepción y el parto de la virgen de Isaías[5].

            Parece mejor la traducción “plenitud de los tiempos” que “el tiempo”, pues, tiempo en este caso habría que subrayarlo y ponerlo con mayúsculas ya que se trata de la cumbre, el pico de ola, la plenitud propiamente del tiempo, el momento más elevado de la historia. Es un Instante, junto con el de la creación y con el del fin del mundo. Instante porque se une el cielo y la tierra. Lo divino y lo humano.

            La creación y el fin del mundo, podríamos decir, tienen más de Instante, en cuanto a lo que nosotros conocemos por instante, el lapso infinitesimal de tiempo, la medida cronológica mínima, ya que abarcan un punto en la línea de la historia. Aunque pudiera ser que el hágase de la creación durara un tiempo y el fin del mundo también. En cambio, la plenitud de los tiempos aunque la Escritura lo puntualiza en el Nacimiento de Jesús, podría puntualizarse antes, en la Encarnación. También podríamos extenderlo desde la Encarnación hasta la Ascensión del Señor. Todo el tiempo en que Dios habitó entre los hombres, en que el Emanuel vivió entre nosotros.

            Es la plenitud de los tiempos porque la historia mira a este punto, a este período, porque todo el tiempo mira a este tiempo. La consumación de la Encarnación y el Nacimiento se dan en la Pascua porque Jesús viene a salvar a los hombres y así el pasaje que estamos comentando dice “para (fin) rescatar a los que estaban bajo la ley para que llegáramos a ser hijos (ya no esclavos)”. El tiempo anterior a Cristo mira a Cristo y el posterior mira a Cristo. En su estancia entre los hombres se dio la plenitud del tiempo.

            Pero Cristo no vino en el tiempo como un meteoro que cae del cielo. Primero fue concebido como cada uno de nosotros en el seno de una mujer y por su consentimiento explícito, al menos así sucede cuando la mujer ama la vida que quiere comunicar, por el sí de María fue concebido Jesús en su seno por obra del Espíritu Santo. Así lo dice Mateo[6] haciéndose eco de la voz lejana de Isaías[7] y después de nueve meses lo dio a luz en Belén como lo dice San Pablo en el pasaje de Gálatas y especialmente Mateo[8] que narra explícitamente las circunstancias y el lugar donde lo dio a luz.

            Mateo encuadra el nacimiento en una orden de autoridad civil, es decir, Jesús nace bajo la ley civil romana y en Belén por causa de un censo. San Pablo dice que nace bajo la ley pero la ley religiosa y viene para rescatarnos de la ley que nos tenía esclavizados y darnos la gracia de ser hijos de Dios por el Espíritu.

            La mujer de Gálatas es la Madre de Dios. Es María, la que dio a luz a Jesús en Belén. El nacido de la mujer es el Hijo de Dios[9], el “Hijo del Altísimo”[10].

            En Jesús hay un doble nacimiento. Uno eterno, en el seno del Padre. El Padre engendró al Hijo desde toda la eternidad y el Hijo engendrado es en todo igual al Padre. Jesús, tiene un nacimiento temporal y este es propiamente nacimiento, como el nuestro, de mujer, aunque de madre virgen, según la naturaleza humana.

            María dio a luz a Jesús según su naturaleza humana pero no se da a luz una naturaleza sola sin la persona en la que subsiste. María dio a luz a la persona de Jesús, que es divina, según su naturaleza humana. María dio a luz a Dios. María es Madre de Dios. Así lo definió el Concilio de Éfeso en el año 431.

            Dios en la plenitud de los tiempos elige una mujer para ser la depositaria de las promesas mesiánicas, la hace protagonista de la obra más grande que se realizará en la historia humana.         Dios elige una mujer para elevarla a la dignidad más alta que puede alcanzar una persona dentro de nuestro linaje y le elige un oficio, el más apropiado, para elevarla.

            Dios elige a María y la elije para ser su madre. María es madre de Dios. La mujer ha sido elevada sobre el linaje humano y sobre las potestades angélicas.

            Con razón San Pablo dirá que la mujer se santifica por su maternidad, pues, Dios mismo ha elegido una mujer para ser su madre.

            El Hijo de Dios no quiso aparecer entre los hombres de forma extraordinaria sino que nació como todos nosotros de una madre.

            La maternidad divina de María marca un sendero de santidad para la mujer y nos invita a todos a acogernos a esta madre, que también es madre nuestra, y a alabarla por tan excelsa dignidad. A alabarla y a imitarla porque ella es la plenitud de gracia y de virtudes, modelo sublime de la raza humana.

            Del dogma de la maternidad divina brotan los demás dogmas marianos. Es el primer principio de la teología mariana. Es la fuente de múltiples manantiales. La virginidad perpetua, la Asunción, la Inmaculada Concepción, la Maternidad sobre los hombres, su reinado universal, no serían sin la maternidad divina.

            De la misma manera, aunque en otro plano, la principal y primera ocupación de la mujer es su maternidad y las demás ocupaciones son secundarias. No tendrá sentido que la mujer sea buena profesional si es mala madre. A Dios no le importa tanto lo que sea la mujer en cuanto a su profesión cuanto que cumpla su principal profesión de ser madre. Y si es buena madre y puede ejercer otra profesión será buena en lo demás.

            Dios da a cada uno las gracias para la misión a la cual lo llama. A María la colmó de todas las gracias necesarias para la misión a la cual la llamaba, ser su madre. María respondió sí al Señor en un completo abandono porque sabía la magnitud trascendente de la obra que el Señor le encomendaba.

            La vocación a la maternidad es una vocación sublime. María fue madre de Dios y la mujer es madre de un hombre. Pero ambas son maternidades. La maternidad tiene por función prolongar la especie humana continuando la obra de Dios de la creación porque a la mujer junto con el hombre se le dijo “creced y multiplicaos y llenad la tierra”. En esta tarea la mujer lleva la parte principal. Ella concibe, gesta y da a luz al nuevo hombre. Ella lo protege en su seno materno durante nueve meses para que vea la luz del sol.

Y también María hizo esto con Jesús… Lo concibió en Nazaret y lo cuidó por nueve meses hasta darlo a luz en Belén. María dio a luz a su Hijo y lo envolvió en pañales. Dio a luz al Verbo Encarnado, al Emmanuel que es Dios con nosotros. María es la Madre de Dios.

Nosotros, los cristianos, nos gloriamos de tener a Dios por Padre, a Jesús por hermano y a María, que es mujer de nuestra raza, por madre. Nos gloriamos de tenerla por madre porque es también la Madre de Dios. Y también al verla valoramos a nuestras madres que nos han dado a luz y nos han cuidado imitando a este perfecto modelo de madre.

Madre de Dios y madre nuestra María te pedimos por la vida. Para que la mujer quiera ser madre como tú y para que como tú cuide a su hijo hasta darlo a luz. Te agradecemos por el amor que nos han tenido nuestras madres y te pedimos por ellas.

 

[1] Ga 4, 4-7

[2] Cf. Mc 1, 15; Hch 1, 7 ss.; Ef 1, 9-10

[3] Hb 1, 2

[4] 9, 24 ss.

[5] 7, 14

[6] 1, 23

[7] 7, 14

[8] 2, 6-7

[9] Cf. Ga 4, 4; Lc 1, 35

[10] Lc 1, 32

¿DE NAZARET PUEDE HABER COSA BUENA?

Testigo de la grandeza y dignidad de María…

P. Gustavo Pascual, IVE.

Nazaret era una insignificante aldea de la provincia de Galilea a 140 Km. de Jerusalén.  En Nazaret hay cosa buena, vaya que si lo hay. En ella vivió la Madre de Dios y el Hijo de Dios hecho hombre, Jesús. Fue la aldea de la Sagrada Familia.

            Nazaret fue testigo de la grandeza y dignidad de María, una de sus hijas. Testigo también de la Encarnación del Verbo, de su infancia y juventud, de su predicación.

            El ángel fue enviado de parte de Dios a Nazaret[1] para llamar a una de sus vírgenes, a María desposada con José[2].

 La grandeza de María

                       El ángel la llama “llena de gracia”[3]. Este saludo lo usa el ángel como si fuera el nombre propio de María. Palabras que son el fundamento del dogma de la Inmaculada Concepción. María es un alma adornada de gracia y santidad.

            “El Señor está contigo”[4]. Gabriel expresa la grandeza de María pero a su vez su humildad. Certifica que lo que tiene María es donado por Dios. Dios le ha comunicado con abundancia sus dones y bienes. Es la más grande entre todos los santos.

            María se turba ante el anuncio pero su turbación no procede de desconfianza sino de respeto ante la divinidad. Pero no se turba de tal manera que no pueda discurrir “se preguntaba”[5].

            El ángel le anuncia que va a concebir y dar a luz un hijo[6] y ella pide que le aclare pues no conoce varón. El sentido de las palabras “no conozco varón”[7] se refiere al futuro, no conozco ni voy a conocer. La Virgen desde pequeña, según la tradición, se habría consagrado en virginidad a Dios.

            Pero ¿por qué se desposa? Para seguir las costumbres de su pueblo. San José habría aceptado secundarla en su promesa y ella se habría desposado con él.

            El ángel le aclara que su concepción va a ser por obra del Espíritu Santo[8].  El Espíritu Santo que permanece infecundo en el seno de la Trinidad se hace fecundo en el seno de María.

            Dios en su infinita Sabiduría pide a una mujer que represente a la humanidad con su aceptación libre y así como por una mujer entró el pecado por una mujer Dios haría la redención e iniciaría la nueva humanidad.

            “He aquí la esclava del Señor”[9]. Ni cooperadora, ni ministro sino esclava. “y el Verbo se hizo carne”[10]. Como lo hace notar San Mateo[11] se cumple la profecía de Isaías[12] “Dios con nosotros”.

            María que no ambicionaba ser la madre del Mesías fue enaltecida[13] y elegida con este don tan sublime.

            Ya se cumplen las profecías del Antiguo Testamento:

            La promesa hecha a Abraham “en tu posteridad serán bendecidas todas las naciones”[14]. A David “del fruto de tus entrañas pondré sobre tu trono”[15]. La profecía de Isaías 7, 14 y también la de Isaías 11, 1: “brotará una vara del tronco de Jesé y retoñará de sus raíces un vástago”. Esa vara es María y el retoño Jesús.

            María es ejemplo de virtudes. Nos hace conocer su maravillosa humildad, su extraordinaria prudencia, su fe filial y su sumisión absoluta a la voluntad de Dios.

            María es bendita entre las mujeres[16]. Es la esperada de las naciones, la que aplastó, por su descendencia, la cabeza de la serpiente[17], el lucero de la mañana, la segunda Eva, la nueva Ester por su intercesión, la nueva Judith por su glorioso triunfo.

La dignidad de María

            María fue llamada a una altísima dignidad, la de ser Madre de Dios. Concibió por obra del Espíritu Santo[18], es bienaventurada por todas las generaciones[19].

            Y María reconoce la dignidad a la que ha sido llamada y por eso alaba a Dios y reconoce su Divina Providencia.

 + María alaba a Dios por la vocación que le ha dado[20]

                        Comienza engrandeciendo a Dios. Lo alaba, le engrandece, lo celebra, lo bendice.

            Se alegra, se goza en Dios su salvador.

            El Dios Salvador es el Dios que ella lleva en su seno y que se llamará Jesús. Ella se goza en su Hijo.

            María atribuye esta obra a la pura bondad de Dios que miró su humildad. Fue pura elección de Dios.

            La humildad de María se ve en el desconocimiento social, era una nazaretana más. Pero por la mirada divina “desde ahora” la van a llamar bienaventurada por todas las generaciones. Estas palabras son proféticas.

            La causa de llamarla bienaventurada es porque Dios hizo grandes cosas en ella. La maternidad mesiánica y divina.

            Lo hizo el “Poderoso”, haciendo referencia a la omnipotencia de Dios. “Su nombre es santo”, su Persona es santa.

            Todo su poder es ejercido por su misericordia y la mayor obra de su misericordia es la redención. Y esta obra de la redención es sobre los que temen a Dios con un temor reverencial.

+ Reconocimiento de la Providencia Divina[21]

Dios utiliza su poder para dispersar a los que “se engríen con los pensamientos de su corazón”. Enemigos son los “sabios” que se guían por la sabiduría del mundo. Les falta la sabiduría que viene de Dios[22].

            Frente a esta sabiduría, Dios realiza sus obras con la suya.

[1] Cf. Lc 1, 26

[2] v. 27

[3] v. 28

[4] Idem

[5] v. 29

[6] Cf. v. 30-33

[7] v. 34

[8] Cf. v. 35

[9] v. 38

[10] Jn 1, 14

[11] 1, 22-23

[12] 7, 14

[13] Cf. Pr 15, 33

[14] Gn 22, 18

[15] Sal 131, 11

[16] Cf. Lc 1, 42

[17] Cf. Gn 3, 15

[18] Cf. Lc 1, 35

[19] Cf. Lc 1, 48

[20] Cf. Lc 1, 46b-50

[21] Cf. Lc 1, 51-53

[22]  Cf. Pr 2, 1-9

EL PRINCIPIO DE LA GRANDEZA

La maternidad divina de María

         P. Gustavo Pascual, IVE.

 

          La maternidad divina es un dogma de fe definido por el concilio de Éfeso el año 431.

            La Iglesia quiere celebrar la Maternidad divina de María el primer día del año. Nos propone en el Evangelio contemplar la cueva de Belén y en ella al Niño, a María y a José.

            Debemos por tanto contemplar esa imagen y se nos hará mucho más fácil aceptar el dogma de la maternidad divina. El Niño acostado en el pesebre es el Emmanuel de Isaías[1], es el Verbo hecho carne del prólogo de San Juan[2] y la que está junto a El envolviéndolo en pobres pañales es su Madre que lo acaba de dar a luz. Ese Niño es Dios y la que lo da a luz es pues la Madre de Dios. Su madre es la que lo concibió en Nazaret[3]. Lo concibió en Nazaret en virginidad y ahora lo pare en virginidad.

            Contemplemos como lo pare en virginidad. Dice el Evangelio que la misma madre lo envolvió en pañales[4]. María trabajaba preparando la cuna y arropando al Niño porque no tuvo dolor en su parto… y, ¿cómo es esto? los Santos Padres dan el siguiente ejemplo: como el rayo de sol pasa a través del cristal de la ventana sin romperlo ni mancharlo así la Virgen dio a luz a su Hijo en Belén. Contemplemos el rostro feliz de María y también la alegría de José pues ha nacido el Emmanuel. Fue un parto milagroso “porque no hay nada imposible para Dios”[5]. Así como Cristo resucitado entraba en el Cenáculo sin abrir las puertas así salió del seno de su Madre sin corrupción de la carne.

            La aparición angélica a los pastores les revela que ha nacido el Mesías, el Señor[6] y van presurosos a Belén y encuentran al Niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre como lo habían señalado los ángeles[7] a María, su madre y a José. La Virgen escuchaba el relato de los pastores y lo guardaba en su corazón.

            Contemplemos al Niño. Es Dios que quiere nacer como nosotros de una madre[8]. La condescendencia divina se manifiesta en este nacimiento. Convenía que aquél que iba a ser en todo semejante a los hombres menos en el pecado naciese como nosotros.

            Contemplemos a María. Es ejemplo de madre. Da a luz al hijo concebido. A pesar de muchos inconvenientes y sacrificios María resguarda en su seno el fruto de su compromiso con Dios. Ha dicho sí a Dios en Nazaret y su sí permanece en Belén.

            Contemplemos la cueva de Belén. ¡Qué milagro inmenso! María la Virgen ha dado a luz al Emmanuel. La madre de Dios junto a la cuna de Dios hecho hombre.

            Cada nacimiento es algo extraordinario. Una mujer que acepta la voluntad de Dios y se hace junto a su esposo creador de vida continuando la obra de Dios y dando a luz a un nuevo ser destinado a ser hijo de Dios y ciudadano del Reino de los cielos.

            La fiesta de la maternidad de María es un canto a la vida. Un canto a la vida corporal que deja el seno de la madre donde ha vivido nueve meses y ve la luz del mundo; un canto a la vida del espíritu que es germen deseoso de vida interminable.

            Pero María sólo tuvo un Hijo. ¿Un hijo? Un hijo sin dolor en Belén. Y tú y yo también somos hijos y generaciones y generaciones son hijos de María y estos partos con dolor porque María quiere tener muchos hijos y quiere que todos los hombres la llamen madre. Así es también el querer de Dios que todos lo tengan a Él por Padre y a María por madre.

            Contemplemos a María. Esa joven judía es la Madre de Dios y por tanto su poder no tiene límites. Los santos dicen de María más pura que ella solo Dios o menos Dios cualquier título es digno de ella. Los Santos Padres asombrados de gracia tan inmensa la llaman “omnipotencia suplicante” y con razón porque qué no podrá la que es Madre de Dios.

            Contemplemos a María y al Niño. Ese Niño junto con el Padre y el Espíritu Santo predestinaron a María para ser su madre. La llenaron de gracias para oficio tan sublime, la preservaron de la mancha original para que fuese limpio manantial de donde surgiera la Divina Gracia.

            Esa Madre que acaricia y acuna al Niño es siempre virgen y corredentora. Ella es madre espiritual de todos los hombres, es la Nueva Eva que engendra a la nueva prole de los vivientes, es la primera que esta en el trono de Dios en cuerpo y alma reinando con su Hijo para siempre.

            Pero la maternidad divina, misterio admirable del amor de Dios es grandiosa. Sólo una madre puede comprender a otra madre. Sólo la Santa Madre Iglesia puede comprender la maternidad divina por eso en su sabiduría nos enseña aquella oración “ante la admiración de cielo y tierra engendraste a tu propio Creador y permaneces siempre virgen…” (Alma Redemptoris Mater).

[1] 7, 14

[2] 1, 14

[3] Lc 1, 38

[4] Lc 2, 7

[5] Lc 1, 37

[6] Lc 2, 11

[7] v. 12

[8] Cf. Ga 4, 4

El gozo contenido

No era otra la voluntad de Dios sobre su esclava: guardar contenta las maravillas del Señor en su alma…

P. Gustavo Pascual, IVE.

Es hermoso narrar las maravillas de Dios, de cantar su gloria a través de la Escritura, pero hay otra manera de glorificar y cantar la gloria de Dios que es viviéndola y esta segunda es más perfecta, a mi modo de entender.

            Muchas veces sentimos ganas de escribir para librarnos de lo que tenemos dentro… ¿Qué cosa? Un gozo inmenso por la contemplación de Dios que quema dentro. El contento tiene que estallar de alguna manera y estalla en gozo, en alegría y a veces en júbilo. El contento a veces estalla en fuerza misionera o en predicación abrazada, en algunos en grafía.

            San Juan Bautista estuvo contenido contemplando al Verbo Encarnado treinta años. Su primera contemplación lo hizo saltar de gozo en el seno de Isabel y fue tan grande su caridad que quedó santificado (sin dejar de lado la gracia particular que es lo principal de su santificación) y luego tuvo su gozo contenido en su paraje eremítico hasta que estalló a orillas del Jordán como un torbellino de fuego incendiando los corazones bien dispuestos.

            Juan custodió con la ascética su contemplación y consecuente gozo del misterio del Verbo Encarnado, gran lección para todo hombre religioso que únicamente debería salir fuera para dar a conocer las grandezas de Dios, porque si salimos fuera por otra razón perdemos el gozo, porque dejamos de contemplar, dejamos de estar contentos y nos disipamos en cosas terrenales. El que da a conocer el misterio hacia fuera no se derrama sino que sigue contenido, por lo cual, nuestra predicación nunca debe mermar nuestra vida interior. Si lo hace mala señal. Por eso es necesaria la ascética para seguir contento, mucho más para el hombre religioso.

            San Juan estalló en el Jordán rebalsando el misterio contenido en su alma a los hombres que quisieron escucharlo.

            Jesús, el Verbo Encarnado dio a conocer en toda su vida quién era y las grandezas de Dios y fue tan grande su desborde que no sólo lo tradujo en palabras sino también en obras y algunas obras de “locura” a los ojos del mundo[1]. Su muerte en cruz es la expresión más elocuente del estallido del amor de su alma. Es el desborde incontenible e infinito de la Sabiduría Eterna.

            Y María no predicó, no dijo a nadie quién era, no escribió (probablemente no sabía escribir, pertenecía a un pueblo de tradición oral) y estuvo contenida toda la vida, por arriba Dios por abajo su humildad. Y esto es muy doloroso para el alma extática.

            Si bien los santos viven comúnmente su ser extraordinario, por ahí Dios les concede aliviar la presión interna de su alma enamorada, su contento, por un milagro, un éxtasis, una predicación, una exaltación, un escrito…, pero María fue una nazaretana más. A Jesús que admiraba a los hombres por su doctrina y por sus milagros lo tenían por uno más: “¿No es éste el hijo del carpintero?”[2], ¡que sería de María que realmente en el exterior era igual a las demás mujeres de su pueblo: pobre, trabajadora, sufrida! aunque brillaba en ella la caridad.

            Y “María, guardaba todas las cosas meditándolas en su corazón” y no era otra la voluntad de Dios sobre su esclava: guardar contenta las maravillas del Señor en su alma.

            Guardar el secreto de su maternidad divina, el de su virginidad perpetua, el de su plenitud de gracias, el de su elección admirable. Después de su encuentro con Isabel en donde exultó en Dios se hace un gran silencio en torno a María. En Nazaret era una más. ¡Qué dolor el tener que callar las maravillas de Dios! Pero ¿por qué no las decía a las nazaretanas? Porque María por voluntad de Dios debía estar escondida y además para que agregar dolor al dolor. Cómo hablar de las maravillas de Dios a los que hablan otro idioma, a los que hablan de la tierra. Si Jesús con su autoridad inmensa era desoído, qué podrían entender de una paisana, a la cual, le había salido un hijo medio loco.

            Por eso María callaba y gozaba en su interior pero no sin dolor porque no somos ángeles, aunque ella tenía algo de divino y angélico que nos falta a nosotros. Nuestro estado interno lo queremos expresar por los sentidos. El alma de María fue un alma llena de dolor de amor porque crecía el amor sin poderlo manifestar y lo guardaba contenida en su corazón si que saltara en júbilo para expresarlo.

            Sólo tendría término el dolor de su alma en el éxtasis del Calvario donde la noche del alma sería el término y la cumbre del dolor. Allí se liberó María traduciendo su amor contento en un fruto: sus hijos que somos nosotros. Dolor que pasa al dar a luz[3]. Gozo contenido que es liberado. Con ansia inmensa he deseado esta pascua…[4]

            Pero volvamos a Nazaret para aprender. El dolor de la Virgen se daba en su silencio, en su humildad, pero sobre todo en hacer lo extraordinario en lo ordinario o de lo ordinario algo extraordinario. Exteriormente como cualquier otra persona, interiormente algo extraordinario. Y si bien en los santos hay cosas extraordinarias que los acreditan como tales, no las tienen en cuenta sino como gracias gratuitamente dadas por Dios. Quieren la cruz como María, la cruz del silencio y de la humildad, del ocultamiento… porque allí custodian mejor las maravillas de Dios y por eso cuando son enviados tienen fuego.

            Es mejor y más seguro camino el meditar las cosas en el corazón y ofrecer el dolor de estar contenido. Así debe hacer todo hombre religioso, a no ser que sea otra la voluntad de Dios, para imitar a la Madre y Señora, para dolerse en el contento y hacerlo algo extraordinario porque en realidad es algo extraordinario encerrado en lo ordinario que si se calla tiene sabor de cruz, tiene sabor de Dios, tiene sabor de eternidad.

[1] 1 Co 1, 23

[2] Mt 13, 53

[3] Cf. Jn 16, 21

[4] Cf. Lc 22, 14

“Mamá”

 El corazón de María es un cofre que guarda los acontecimientos de la vida de cada uno de sus hijos…

P. Gustavo Pascual, IVE.

 

Jesús confesó públicamente la Maternidad Divina cuando dijo su primera palabra: ¡mamá!

Muchos años después la Iglesia definió esta verdad para ser creída y confesada por toda la Iglesia, fue en el Concilio de Éfeso, del año 431, siendo Papa San Clementino I (422-432): “Si alguno no confesare que el Emmanuel (Cristo) es verdaderamente Dios, y que por tanto, la Santísima Virgen es Madre de Dios, porque parió según la carne al Verbo de Dios hecho carne, sea anatema”[1].

            Muchos Concilios repitieron y confirmaron esta doctrina:

Concilio de Calcedonia[2].

Concilio II de Constantinopla[3].

Concilio III de Constantinopla[4].

María da a luz a Cristo según la naturaleza humana, pero quien de ella nace, es decir, el sujeto nacido, no es una naturaleza humana, sino el supuesto divino que la sustenta, o sea, el Verbo.

            De ahí que el Hijo de María es propiamente el Verbo que subsiste en la naturaleza humana, María es verdadera Madre de Dios, puesto que el Verbo es Dios.

“He aquí que una doncella está encinta y va a dar a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel”[5].

            “Vas a concebir en el seno y vas a dar a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús […] El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios”[6].

            “Pero, al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley”[7].

            “De los cuales (los israelitas) también procede Cristo según la carne, el cual está por encima de todas las cosas, Dios bendito por los siglos. Amén”[8].

San Pablo nos dice en su carta a los Gálatas que “al llegar la plenitud de los tiempos”[9] determinado por Dios para la salvación del género humano, envió Dios a su Hijo que nació en el tiempo de una mujer, como cualquier hombre, para rescatar a los hombres de la esclavitud del pecado. Este hombre-Dios, Jesucristo, nacido de María en Belén es el mediador, el pontífice perfecto entre Dios y los hombres. Resalta San Pablo que el Hijo de Dios nació de una mujer.

            En el relato de la visita de los pastores a Belén[10] dice el Evangelio que van a buscar un niño recién nacido y envuelto en pañales, a quien acompañan su mamá y su papá. Los pastores dan a conocer la Buena Nueva recibida de los ángeles “os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador, que es el Cristo Señor”[11]. Ha nacido, ¿quién? Jesús (el Salvador), el Cristo, el Mesías, el Ungido profetizado, que es Señor, es decir, Dios.

            Jesús ha nacido de María pero no ha nacido como fruto de una concepción corriente. Su concepción es obra del Espíritu Santo[12] que unió la naturaleza humana, un cuerpo y un alma racional, al Verbo de Dios en el mismo instante que María pronunciaba su “hágase”[13]. Su nacimiento también es milagroso, pues María concibió y dio a luz permaneciendo virgen[14] para que se cumpliese el oráculo del profeta Isaías[15].

            Y ¿a quién da a luz? A Jesús[16]. Y ¿quién es Jesús? Jesús es el Hijo de Dios hecho hombre. Luego, María dio a luz al Hijo de Dios, que es Dios como el Padre y el Espíritu Santo. María es Madre de Dios porque dio a luz al Hijo de Dios según su naturaleza humana. Le dio de su cuerpo y de su sangre a aquel que no tenía cuerpo para que fuera nuestro Jesús, nuestro Salvador, como lo llamó en la circuncisión[17].

            María por ser Madre de Dios, que es el título más sublime y más importante que posee, nos consiguió en la actual economía de la salvación el poder ser hijos de Dios. Por eso San Pablo dice que el Hijo de Dios por haber nacido de mujer nos rescató y nos hizo hijos adoptivos de Dios y herederos de la gloria[18].

            La maternidad divina de María es una maternidad gloriosa y sin dolor. María da a luz la cabeza del Cristo total. La maternidad de María llega a su perfección cuando da a luz el cuerpo místico de la Iglesia, los miembros del Cristo total al pie de la cruz, maternidad de humillación y dolor, dándonos a luz a nosotros y recibiéndonos por hijos en el apóstol Juan. Maternidad divina y maternidad espiritual de los hombres se unen para que recibamos la dignidad sublime de ser hijos de Dios.

            Por eso con toda propiedad podemos decir que no tiene a Dios por Padre quien no tiene a María por Madre. Si rechazamos su maternidad espiritual, rechazamos su maternidad divina y si rechazamos su maternidad divina rechazamos la divinidad de Jesús y si rechazamos la divinidad de Jesús seguimos siendo esclavos y no hijos porque no hemos sido redimidos.

            La maternidad divina de María honra a María pero también nos honra a nosotros porque una representante de la naturaleza humana dio a luz a Aquel que quiso asumir una naturaleza como la nuestra. Dios quiere nacer de una mujer para vencer a aquel que había vencido por medio de una mujer. Jesús con la cooperación de una mujer quiso darnos el remedio a la enfermedad que Adán y Eva nos dieron en herencia[19]. Vencieron junto a un árbol al demonio que había vencido junto a un árbol a nuestros primeros padres. Herencia de muerte que recibimos de un hombre y una mujer; herencia de vida que recibimos de un Dios que es hijo de mujer y de una mujer que es Madre de Dios.

            Somos hijos de una mujer que es Madre de Dios y somos hijos de Dios por un Dios que ha nacido de mujer.

            “María, por su parte, guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón”[20].

            El corazón de María es un cofre que guarda los acontecimientos de la vida de cada uno de sus hijos. No es extraño a María lo que nos sucede a cada uno de nosotros como no fue extraño los sucesos de la vida de Jesús, aunque algunos no entendió en su momento[21].

            El Evangelio de la infancia narrado por Lucas ha tomado como fuente principal los recuerdos que María guardaba en su corazón[22].

            El corazón de María fue fiel al anuncio del ángel y luego se llenó de gozo al contemplar el cumplimiento de lo anunciado[23]. El corazón de María guardaba las maravillas que se decían de su Hijo[24] y también las profecías dolorosas[25]. El corazón de María guardaba también la vida pública del Señor, su intercesión en Caná que adelantó la hora de su Hijo[26], su compañía sirviéndolo y a los apóstoles, su pasión y muerte, su resurrección, su ascensión y el envío del Paráclito prometido, el nacimiento de la Iglesia y su propagación.

            Pero María desde la cruz conserva también los sucesos vitales de cada uno de sus hijos porque “desde aquella hora”[27] fue madre nuestra.

            María conoce cuando obramos bien y se congratula con nosotros porque por ella pasan las gracias que nos santifican. María cuando obramos mal ve brillar una gota de sangre en su corazón traspasado y aunque no llora ni se entristece porque está en el cielo, y ya lloró y sufrió todo con su Hijo corredimiéndonos, intercede como ella sola lo puede hacer para que nos volvamos a su Hijo.

            Como ella sola puede interceder, porque es la Madre de Dios y esto le ha valido el título de omnipotencia suplicante, María todo lo puede ante Jesús y esto debe motivar en nosotros una confianza sin límites.

            María nos ha traído a Jesús, nos ha traído la salvación y nos traerá todos los medios necesarios para llegar a la salvación eterna. María nos trae en su corazón como a Jesús y nos trae presentes en acto. María está intercediendo ante su Hijo para que yo escriba de ella ahora. María está moviendo vuestros corazones ahora para que entiendan cuanto los ama y cuanto desea llevarlos a la salvación, a Jesús.

            Por eso María debe hacerse cada día más cercana en nuestra vida. Debemos tenerla presente a toda hora en nuestro corazón como ella nos tiene presente a toda hora. Debemos vivir “en María”, “con María”, “por María” y “para María”[28].

            Madre de Dios, cercanísima, la más cercana a Dios porque lo dio a luz en Belén[29] y por tanto omnipotencia suplicante. Madre de los hombres, cercanísima, la más cercana a los hombres porque nos dio a luz en el Calvario[30].

            María guarda a Jesús en su corazón como una joya preciosa y nos guarda a nosotros como una joya preciosa también en su corazón. El corazón de María es el lugar del encuentro íntimo entre sus hijos. María en su corazón nos une a su Hijo y nos modela de acuerdo al modelo de hombre Cristo Jesús. Por el corazón de María han pasado todos los santos y pasarán todos los que serán santos, su corazón es el paso obligado de todos los predestinados.

“María, por su parte, guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón” ¿Qué cosas? Tus problemas y los míos, tus ansiedades y las mías, tus miedos, tus metas, tus deseos, tus dolores, tus soledades, tus amores, tus esperanzas…todo… tu ser y tu poseer, porque nada le es extraño a la Madre de sus hijos, y todo ese cúmulo de vicisitudes lo quiere transformar en amor a Jesús y en unión con Él porque esto es el Cielo, que se encuentra en el corazón de María.

[1] Dz. 113

[2] Dz. 148

[3] Dz. 218, 256

[4] Dz. 290

[5] Is 7, 14

[6] Lc 1, 31.35

[7] Ga 4, 4

[8] Ro 9, 5

[9] 4, 4

[10] Lc 2, 15-20

[11] Lc 2, 11

[12] Lc 1, 35

[13] Lc 1, 38

[14] Lc 1, 31

[15] 7, 14

[16] Mt 1, 25; 2, 1; Lc 2, 7

[17] Lc 2, 21

[18] Ga 4, 5

[19] Cf. Gn 3, 15

[20] Lc 2, 19; Cf. 2, 51

[21] Lc 2, 50

[22] Lc 1, 1-4

[23] Lc 1, 45

[24] Lc 1, 31-34.68-75; 2, 17.29-32.46-48

[25] Lc 2, 34-35; 49-50

[26] Jn 2, 1-12

[27] Jn 19, 27

[28] Cf. V. D. nº 257-65

[29] Lc 2, 7

[30] Jn 19, 27

A nuestra Madre de amor

Nuestro bendito cuarto voto…

A todos los miembros de mi amada familia religiosa:

el Instituto del Verbo Encarnado.

P. Jason Jorquera Meneses.

Bien sabemos que aquello que nos constituye propiamente en religiosos son nuestros sagrados votos; aquella profesión solemne que irrumpió en nuestras vidas para hacernos morir… y vivir más intensamente que nunca: morir a los terrenales lazos para aferrarnos a los eternos; al modo humano, ciertamente porque tales somos, pero según el modelo de una concreta humanidad; aquella misma que zanjó la historia con un estilo de vida propio, completamente consagrado al Padre, y cuya gran enseñanza es la de rendir la voluntad para triunfar, pero rendirla totalmente y sin reservas hasta el extremo del amor, el cual “mientras más extremo, es más cercano a Dios”. Es así que el estilo de vida de Jesucristo en la tierra, se precisó en los consejos evangélicos; entregando el corazón y todos sus afectos por medio de la castidad; reconociendo efectivamente a Dios como nuestra riqueza absoluta mediante la pobreza; y haciendo de nuestra existencia toda el más preciado don al Cielo, mediante la obediencia.

Los sagrados votos, “aquellos lazos que liberan”[1], son el modelo acabado de una vida que se ofrece en la patena y se eleva con agrado al trono del Eterno, cuyo brillo será tanto mayor cuanto lo sea su fidelidad, y cuya manifestación primera al mundo no será otra que la de reproducir -en la medida de nuestras “generosas posibilidades”-, como hemos dicho, la atractiva manera de vivir la vida según el Verbo Encarnado.

Y como Jesucristo siempre ha sido generoso con nuestra familia religiosa, desde los comienzos -y desde sus raíces-, decidió entregarnos un medio más: el mejor y más acabado; el mismo que moldea a las almas predilectas para hacer las cosas grandes, las que sólo alcanzan los humildes, las que cantaremos de generación en generación a la creatura cuya imagen es la más perfecta; la llena de gracia y la más parecida a Jesucristo; y no sólo por sus rasgos físicos al haberlo concebido en su vientre y dado luego a luz, sino principalmente por la similitud de su alma, la única capaz de merecer la contribución en el plan de redención, cuya amorosa decisión en la eternidad comenzó aquí en la tierra con un humilde “sí”, expresado en las perpetuas y siempre profundas palabras de la joven purísima de Nazaret: “hágase en mí según tu palabra”[2], prefiguración de la más absoluta entrega que se llevaría a cabo en Getsemaní, 33 años después, en Jesucristo y hasta el fin de los tiempos en sus consagrados, y que sintetizaría la esencia de la consagración religiosa mediante los sagrados votos: “…no se haga mi voluntad sino la tuya”[3]: he ahí la razón sobrenatural del alma dedicada completamente a Dios.

Siendo María santísima nuestra Madre, necesariamente nos corresponden los deberes de los hijos respecto a ella, comenzando con amarla, y de ahí a todo lo demás: el respeto, la ternura, la confianza y la piedad; sin dejar de lado el buen ejemplo de los hijos de tal Madre con respecto los demás. Ahora bien, esto es común a todo hijo de la Iglesia, pero en nuestro caso existe, además, el solemne compromiso de abrazarnos con la vida a esta Madre castísima, como el niño pequeño en los brazos que primero lo acogieron como cuna, y de manera inalienable. Nuestro voto de esclavitud mariana no está orientado hacia un consejo evangélico o una virtud, sino hacia una persona que es ejemplo de virtudes; más aún: nuestro voto a María santísima nos es propiamente “tender” sino “aferrarse” a esta buena madre, la mejor de todas, con un lazo “sumamente filial”, es decir, en el aspecto más propio de la relación de dependencia entre madre e hijo, con la particularidad de que en este caso, en vez de madurar hasta seguir adelante por nuestra propia cuenta -como los hijos al crecer-, mientras más crece nuestra vida espiritual más intensa y más estrecha se vuelve nuestra relación con María santísima y viceversa, poniendo todas nuestras obras en sus manos al haberla asumido como Madre con un compromiso sellado y aceptado por el mismo Dios.

Cualquier religioso que decidiera formalmente renunciar a alguno de sus votos se haría traidor y despreciable, pues no se renuncia a aquello que se ha abrazado poniendo a Dios como testigo, más aún cuando Él mismo será quien lleve a término la obra comenzada si le somos fieles. Ahora bien, el voto de esclavitud mariana es demasiado importante como para pretender desentenderse de él o serle indiferente, así que no olvidemos jamás a nuestra Madre. El voto, como hemos dicho, es una promesa hecha a Dios, y en este caso de imitar a Jesucristo también en cuanto hijo de María en amorosa “esclavitud de amor”; agradándole y buscando en todo contentarla sin poner excusas, sencillamente porque le pertenecemos, y porque en virtud de este voto somos los más beneficiados por ella: al asumirnos como hijos predilectos se convierte en nuestra primera intercesora ante el trono celestial, mientras nos alcanza todas las gracias necesarias para “hacer lo que su Hijo nos diga”[4] en miras a la eternidad; “Pero, ¿qué serán estos servidores, esclavos e hijos de María? Serán fuego encendido, ministros del Señor, que prenderán por todas partes el fuego del amor divino. Serán flechas agudas en la mano poderosa de María para atravesar a sus enemigos: como saetas en mano de un valiente. Serán hijos de Levi, bien purificados por el fuego de grandes tribulaciones y muy unidos a Dios. Llevarán en el corazón el fuego del amor, el incienso de la oración en el espíritu y en el cuerpo la mirra de la mortificación.”[5]

Es así que “marianizar la vida” consiste en darle una verdadera impronta, no tan sólo en las devociones tradicionales sino, y principalmente, en el espíritu mariano que debe embeber toda nuestra existencia, porque “todo fiel esclavo de Jesús en María debe, por tanto, invocarla, saludarla, pensar en Ella, hablar de Ella, honrarla, glorificarla, recomendarse a Ella, gozar y sufrir con Ella, trabajar, orar y descansar con Ella y, en fin, desear vivir siempre por Jesús y por María, con Jesús y con María, en Jesús y en María, para Jesús y para María”[6]

Que jamás nos olvidemos de nuestra Madre, que cantemos con la vida las grandezas de María, que nuestra devoción filial sea la impronta y el perfume de nuestra jornada, llevando a todas las almas a María y por medio de ella a Jesucristo; porque este es nuestro “compromiso solemne” … no le fallemos a María santísima, y no le fallaremos a nuestro Señor Jesucristo.

 

[1] Título de otro artículo -no terminado aun-, acerca de los sagrados votos como expresión de la máxima libertad aquí en la tierra.

[2] Lc 1, 38

[3] Lc 22, 42; Mt 26, 39

[4] Cf. Jn 2, 5

[5] San Luis María Grignion de Montfort

[6] Constituciones nº 89

El dulce nombre de María

Una Madre a quien siempre invocar

P. Jason Jorquera M.
Un nombre consiste en aquella palabra capaz de sintetizar, de alguna manera, la esencia y características propias de las cosas o las personas. Existen nombres cuyo significado cualifica a las cosas, como un tenedor (“el que tiene, o sostiene”), un abogado (el que aboga o defiende) o un padre (el que engendra, educa y protege). Pero cuando se trata de los nombres propios es más bien al revés; no estamos hablando del significado propio de la palabra en cuanto tal, como “Cristofer”, que significa el portador de Cristo; o “Leticia”, que significa alegría; sino que nos referimos a lo que contiene un nombre respecto a la persona que lo posee, como los nombres de nuestros hermanos, que contienen en sí toda las experiencias que hayamos tenido juntos, recuerdos, lágrimas y risas, consejos, aventuras, etc.; o los de cada uno de nuestros amigos y, más aun, de nuestros padres.
Y teniendo todo en cuenta, me quisiera referir en este día a un nombre que sigue extendiendo sus favores a la humanidad, intercediendo por ella ante su Hijo día y noche, cada vez que nosotros lo invocamos con confianza filial y amor incondicional; aquel nombre que se adorna con letanías que podemos rezar y cantar junto con la Iglesia para alabar piadosamente a la purísima creatura que lo lleva, aquella que extiende su misión en cada aspecto de las letanías, de tal riqueza que le agregamos “Puerta del cielo”, “Estrella de la mañana”, “Salud de los enfermos”, “Refugio de los pecadores”, “Consoladora de los Afligidos”, “Auxilio de los cristianos”; Virgen, Madre, Reina, Protectora, Abogada, etc., etc.; y cuya síntesis está expresada y contenida en su dulce nombre, que hoy celebramos; y nos referimos a nuestra madre del Cielo: María, la Virgen Madre.
Recurrir al nombre de María santísima es mucho más que una simple plegaria, pues significa encaminar el corazón hacia Dios por medio de ella; es recurrir al menor y más perfecto medio para hacer llegar nuestras oraciones al Altísimo y ganarnos los favores del Cordero de Dios por medio de las manos corredentoras que se convirtieron en el primer regazo del Hijo de Dios, en Belén; y de la humanidad entera a partir del Calvario.
El nombre de María es tan poderoso que hace temblar a los demonios ante tan grande humildad, y tan eficaz que es capaz de forjar a los hijos más perfectos y agradables a Dios, razón por la cual todo gran santo la tuvo como Madre amadísima; y motivo irrenunciable por el cual nosotros, los monjes del I.V.E., la tomamos como madre bajo voto.
De ahí la hermosa oración de san Bernardo, alma magnánima y devotísima de María, en la cual el santo afirma sin posibilidad de errar, la importancia de acudir constantemente al nombre de María: cada vez que nos sintamos solos, cada vez que arremetan fuertemente las tentaciones, cada vez que el dolor y la angustia quieran anidar en nuestro corazón o cada vez que queramos firmemente amar más y más a Dios… tan sólo debemos invocarla llenos de confianza y amor filial:
“…Si Ella te sustenta, no caerás; si Ella te protege, nada tendrás que temer;
si Ella te conduce, no te cansarás; si Ella te es favorable, alcanzarás el fin.
Y así verificarás, por tu propia experiencia,
con cuánta razón fue dicho: “Y el nombre de la Virgen era María”. (san Bernardo).
Le pedimos en este día a nuestra Madre, María, la gracia de jamás dejar de acudir a ella en la adversidad, y dejarnos conducir por sus manos maternales hacia la divina voluntad de Aquel que por madre nos la entregó.

“¡Dichosos los que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen!”

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Hipódromo Peñuelas – La Serena (Chile)
Domingo 5 de abril de 1987

Queridos hermanos y hermanas:

1. “En aquel tiempo, mientras Jesús hablaba a las turbas, una mujer de entre el gentío levantó la voz diciendo: ¡Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te criaron! (Lc 11, 27)”.

Esta alabanza a Jesús y a María brota de la fe sencilla de una mujer desconocida. Emocionada en lo más profundo del corazón, ante las enseñanzas de Jesús, ante su figura amable, aquella persona no puede contener su admiración. En sus palabras reconocemos una muestra genuina de la religiosidad popular, siempre viva entre los cristianos a lo largo de la historia.

Con gran gozo y con gratitud al Señor, por estar hoy entre vosotros, en esta noble y antigua ciudad de La Serena, saludo con afecto a cuantos participáis en esta celebración de la Palabra, y a todos los habitantes del llamado Norte Chico de Chile que, sin embargo, no deja de ser grande por muchos motivos; en primer lugar por su fe cristiana, de la que son testimonio sus santuarios y que se manifiesta en las peregrinaciones, en las fiestas y bailes religiosos, a los que se une el Norte Grande.

En presencia de estas imágenes veneradas de la Virgen de Andacollo, de la Candelaria y del Carmen, y del Niño Dios de Sotaquí, San Pedro de Coquimbo, San Isidro de Illapel, Cruz de Mayo y ante las demás representaciones de la Madre de Dios que habéis traído para su bendición, el Papa quiere repetir junto con vosotros la misma alabanza de la mujer del Evangelio: “¡Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te criaron!” (Lc 11, 27). ¿No percibimos ahora en estas palabras el coro unido de hombres y mujeres chilenos que, desde el comienzo de la evangelización de vuestra patria, han amado y honrado al Señor y a la Virgen, su Madre? ¿No sentimos el fervor espontáneo que suscita la devoción popular a María Santísima, Madre nuestra, que no cesa de interceder por sus hijos?

2. Si, la piedad popular es un verdadero tesoro del Pueblo de Dios. Es una demostración continua de la presencia activa del Espíritu Santo en la Iglesia. Es El quien enciende en los corazones la fe, la esperanza y el amor, virtudes excelsas que dan valor a la piedad cristiana. Es el mismo Espíritu el que ennoblece tantas y tan variadas formas de expresar el mensaje cristiano de acuerdo con la cultura y costumbres propias de cada lugar en todos los tiempos.

En efecto, esas mismas costumbres religiosas, transmitidas de generación en generación, son verdaderas lecciones de vida cristiana: desde las oraciones personales, o de familia, que habéis aprendido directamente de vuestros padres, hasta las peregrinaciones que convocan a muchedumbres de fieles en las grandes fiestas de vuestros santuarios.

De ahí que sea muy digna de elogio la firme voluntad de los obispos de Chile, de fomentar todos los valores de la religiosidad conservados por el pueblo. Por mi parte quiero repetir ante vosotros lo que les dije a ellos en Roma, con ocasión de su última visita “ad limina”: “Es pues, necesario valorizar plenamente la piedad popular, purificarla de indebidas incrustaciones del pasado y hacerla plenamente actual. Esto significa evangelizarla, o sea, enriquecerla de contenidos salvíficos portadores del misterio de Cristo y del Evangelio” (Discurso a los obispos chilenos en visita “ad limina Apostolorum”, 19 de octubre de 1984, n 4).

Todas las devociones populares genuinamente cristianas han de ser fieles al mensaje de Cristo y a las enseñanzas de la Iglesia. Por eso habéis de comprender cuán bueno sea que vuestros Pastores, en el cumplimiento de la misión que les ha confiado el Señor, os ayuden a rectificar determinadas prácticas o creencias, cuando sea necesario, para que no haya nada en ellas contrario a la recta doctrina evangélica. Siguiendo con docilidad sus indicaciones, agradáis mucho al Señor y a la Virgen, pues quien oye a los Pastores de la Iglesia, oye al mismo Señor que los ha enviado (cf. Lc 10, 16).

La piedad popular ha de conducirnos siempre a la piedad litúrgica, esto es, a una participación consciente y activa en la oración común de la Iglesia. Me consta que, como culminación de vuestras peregrinaciones, procuráis recibir con fruto el sacramento de la penitencia, mediante una sincera confesión de vuestros pecados al sacerdote, el cual os perdona en nombre de Dios y de la Iglesia. Luego asistís a la Santa Misa y recibís la comunión, participando así de ese gran misterio de fe y de amor, el Sacrificio de Cristo, que se renueva por nosotros en el altar.

Estas celebraciones de la Iglesia, hacia las cuales ha de encauzarse dócilmente la religiosidad popular son sin duda alguna momentos de gracia. En ellas, habéis notado seguramente cómo vibra vuestro corazón, a compás con los nobles sentimientos que vuestra oración y vuestra vida elevan a Dios. Que esos momentos de conversión profunda y de encuentro gozoso en la Iglesia, sean cada vez más frecuentes, especialmente para celebrar los sacramentos. Las fiestas de los Patronos de cada lugar, los tiempos de misión, las peregrinaciones a los santuarios, son como invitaciones que el Señor dirige a toda la comunidad –y a cada uno–, para avanzar por el camino de la salvación.

Pero no estéis esperando a que vengan esas grandes festividades: acudid a la Misa dominical, santificando así el día del Señor, dedicado al culto divino, al legítimo descanso y a la vida de familia más intensa. Que en ninguna de vuestras jornadas falten momentos de oración personal o familiar dentro de esa iglesia doméstica que es el propio hogar, para que toda vuestra existencia se vea como inundada por la luz y la gracia de Dios.

3. Entre los múltiples signos indicativos de la piedad cristiana, la devoción a la Virgen María ocupa un lugar destacadísimo, el que corresponde a su condición de ser Madre de Dios y Madre nuestra. Como aquella mujer del Evangelio lanzó un grito de admiración y bienaventuranza hacia Jesús y su Madre, así también vosotros, en vuestro afecto y en vuestra devoción soléis unir siempre a María con Jesús. Comprendéis que la Virgen nos conduce a su divino Hijo, y que El escucha siempre las súplicas que le dirige su Madre. Esa unión imperecedera de la Virgen María con su Hijo es la señal más confidencial y fidedigna de su misión maternal, tal como nos lo demuestran las palabras dirigidas en Caná: “Haced lo que él os diga” (Jn  2, 5). María nos exhorta siempre a ser fieles al Evangelio, como Ella lo fue, pues su vida es un testimonio de fidelidad a la palabra y a la voluntad del Padre.

¿Veis cómo la devoción a la Virgen María es un rasgo esencial de la fe y de la piedad cristiana? Es pues natural que esta devoción anide en el alma de este país y que por lo mismo invoquéis a María con expresiones llenas de piedad y de confianza filial porque, además, brotan de los hijos predilectos del Señor: los pobres y sencillos, a quienes Dios ha destinado el reino de los cielos (cf Mt 5, 3).

La Virgen nos enseña con su ejemplo a poner en el Señor nuestra confianza de hijos mediante la alabanza y la acción de gracias.

“Alabad el Señor en su templo, alabadlo en su fuerte firmamento. / Alabadlo por sus obras magníficas, alabadlo por su inmensa grandeza” (Sal 150, 1. 2).

¡Oh Señor, Dios nuestro! En este día venturoso queremos aclamarte y cantarte con estas palabras del Salmista por tu bondad infinita para con nosotros. Porque no sólo has querido que seamos llamados hijos tuyos, hermanos de tu Hijo, sino que lo seamos también de verdad (cf 1Jn 3, 1).

Gracias sean dadas a Ti también, oh Cristo, porque nos has dado a tu Madre. Con aquellas palabras que pronunciaste en la cruz: “He ahí a tu hijo” (Jn 19, 26), nos la confiaste en manos de Juan, para que fuera la Madre de todos los hombres.

Te alabamos, Señor, porque muestras tu inmensa grandeza en la pequeñez de tu esclava (cf. Lc 1, 48). Porque Tú la escogiste, la adornaste con todas las gracias y la elevaste por encima de los ángeles y de los santos, para que nuestra Madre Santa María, la llena de gracia fuese la “obra magnífica de Dios por excelencia, a la que Chile entero aclama con amor y gratitud filiales.

4. La Virgen del “Magníficat” es el modelo de quienes se alegran en el Dios de la salvación y expresan con sencillez su gozo.

“Alabadlo tocando trompetas, / alabadlo con arpas y cítaras, / alabadlo con tambores y danzas, / alabadlo con trompas y flautas” (Sal 150, 3-4).

En la primera lectura hemos recordado el traslado del Arca de la Alianza a Jerusalén, entre los cantos y bailes del rey David y del pueblo de Israel que la acompañaban. Fue ese un momento de júbilo para todos, expresado con alabanzas a Dios y adhesión a su Alianza, simbolizada en el Arca con las tablas de la ley.

También vuestro amor y devoción a la Virgen y al Niño Dios tienen manifestaciones parecidas, afincadas en siglos de tradición. De modo muy humano, con vuestros trajes, instrumentos y ritmos, se expresa visiblemente la fe de los hijos de esta tierra, que con todo su ser y al son de la música tributan honor a Cristo y a María Santísima. Se reproduce en cierto sentido aquella escena del Antiguo Testamento, pero esta vez en honor de María. Arca de la Nueva Alianza. “Bendito el fruto de tu vientre, Jesús”: María ha llevado en su seno al Hijo de Dios encarnado, autor y mediador de la nueva y eterna Alianza. Por esto, tantos cristianos la aclaman a diario con la invocación contenida en las letanías lauretanas: “Arca de la Alianza”.

“Todo ser que alienta alabe al Señor” (Sal 150, 6). Queremos, Señor, con la ayuda valiosa de tu Madre, extender por toda la tierra los frutos de tu Alianza de amor con el hombre. Queremos que todos los hombres te reconozcan y te alaben como Creador y Señor: que sepan descubrir tu presencia en sus vidas y el fin para el que fueron creados: que trabajen por hacer resplandecer la imagen que Tú acuñaste en el corazón de cada hombre con admirable benevolencia. Haz que con tu gracia, esa imagen divina grabada en su alma no quede dañada por el odio o la violencia dirigidos contra la misma vida, en especial la ya concebida y aún no nacida: ni por la perversión de las costumbres o las falsas evasiones que proporcionan los señuelos de la droga o del desorden sexual; ni tampoco abandonada a merced de las presiones de ideologías materialistas, sean del signo que fueren, que hieren y ahogan en su fundamento la misma dignidad de la persona humana.

Te pedimos hoy, Señor, que si alguien ha dejado de alabarte y ha preferido caminos desviados del Evangelio, deponga su actitud, y vuelva a Ti de la mano de María.

¡Y tú, Madre buena, que estás siempre cerca de tus hijos, y que aguardas su regreso a la Iglesia, haz que vuelvan! ¡Así lo pedimos a Dios por tu intercesión!

5. Demos gracias a Dios, hermanos, por la presencia maternal de María en la historia de vuestro pueblo. Ella ha guiado a los que os trajeron la fe, a los que os han enseñado a rezar. Ella ha hecho fructificar en los corazones de los chilenos de buena voluntad pensamientos de paz y no de aflicción (cf Jr 29, 11)). Ella os ha sostenido en las dificultades como signo de esperanza, de victoria y de felicidad futuras. Junto con toda la Iglesia en Chile, deseo ponerme bajo la protección de la Santísima Virgen del Carmen, Patrona de vuestra patria, peregrinando espiritualmente a los numerosos santuarios, iglesias y centros marianos del país, desde Tarapacá hasta Magallanes.

¡Ojalá la devoción popular a la Virgen se mantenga siempre viva en Chile, y en todos los chilenos y chilenas! En vuestra función de primeros evangelizadores (cf. Lumen gentium, 11), vosotros, padres de familia, habéis de enseñar a vuestros hijos a invocar a María con filial confianza, a recurrir a Ella como auxilio seguro y a imitar su vida como camino hacia el cielo.

Quiero recomendaros, de manera particular, el rezo del Rosario, que es fuente de vida cristiana profunda. Procurad rezarlo a diario, solos o en familia, repitiendo con gran fe esas oraciones fundamentales del cristiano, que son el Padrenuestro, el Avemaría y el Gloria. Meditad esas escenas de la vida de Jesús y de María, que nos recuerdan los misterios de gozo, dolor y gloria. Aprenderéis así en los misterios gozosos a pensar en Jesús que se hizo pobre y pequeño: ¡un niño!, por nosotros, para servirnos; y os sentiréis impulsados a servir al prójimo en sus necesidades. En los misterios dolorosos os daréis cuenta de que aceptar con docilidad y amor los sufrimientos de esta vida –como Cristo en su Pasión–, lleva a la felicidad y alegría, que se expresa en los misterios gloriosos de Cristo y de María a la espera de la vida eterna.

Conozco la hermosa costumbre, tan arraigada en Chile, del mes de María, celebrado en el mes de noviembre, el mes de las flores, y que culmina con la fiesta de su Purísima Concepción. Pido al Señor que esta devoción siga dando frutos abundantes de vida cristiana, de penitencia y reconciliación, en muchos, que alejados quizá de la práctica religiosa y tibios en la fe, retornan cada año a Jesús a través del calor y la bondad maternal de María.

6. Volvamos al relato del Evangelio para oír la respuesta de Cristo a la voz de esa mujer que exclamaba: “¡Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te criaron!” (Lc 11, 28). El Señor, para que todos aprendiéramos, quiso responder con otra bienaventuranza: “Mejor: ¡Dichosos los que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen!” (Ibíd.).

Así elogió Jesús a su Madre, por el sacrificio silencioso de su vida, llena de inmenso amor, de servicio incondicional a los planes divinos de salvación. Nos la dejó como modelo de aceptación y cumplimiento perfecto de la voluntad de Dios. En la vida de María, de una madre y esposa, aprendemos que en la normalidad cotidiana de nuestros deberes familiares y sociales, cumplidos con mucho amor, podemos y debemos alcanzar la santidad cristiana. El Concilio Vaticano II ha querido recordar este valor santificador que tienen las realidades diarias para todos los cristianos, cada cual en su tarea, al enseñar con respecto a los laicos que “todas sus obras, sus oraciones e iniciativas apostólicas, la vida conyugal y familiar, el trabajo cotidiano, el descanso de alma y de cuerpo, si son hechos en el Espíritu, e incluso las mismas pruebas de la vida si se sobrellevan pacientemente, se convierten en sacrificios espirituales, aceptables a Dios, por Jesucristo” (Lumen gentium, 34).

Pienso ahora especialmente en las mujeres de Chile, que saben imitar tan bien a nuestra Madre la Virgen. Doy gracias al Señor por esas virtudes femeninas con las que contribuyen al bien de todos. Le pido que toda la vida nacional se beneficie de esa ternura y fortaleza del buen sentido humano y cristiano, de la fidelidad v el amor que las distinguen. Para que se alcance un clima de serena y gozosa convivencia entre todos los chilenos, hace falta que os sigáis empeñando siempre en hacer de cada hogar un remanso de paz y una fuente de alegría cristiana. Viviendo como esposas, hijas y hermanas ejemplares, podréis difundir en la sociedad y en la Iglesia el calor del hogar de la Sagrada Familia de Nazaret.

7. Queridos hermanos y hermanas: Acercándoos a la Virgen mediante vuestras devociones populares, obtendréis siempre abundantes gracias, os sentiréis estimulados a la oración, a la penitencia y a la caridad fraterna. Son signos de la verdadera religiosidad popular, que mueve a dirigir la mente y el corazón a Dios, nuestro Padre: que impulsa a la reconciliación sincera con Dios y que os hace sentiros más vinculados a vuestros hermanos, a los que debéis amar y servir como Jesús nos ha enseñado con sus palabras y con su vida entera.

Por la intercesión maternal de María vuestras oraciones y vuestros sacrificios –que son también una meritoria forma de plegaria–, vuestros cantos y bailes, vuestras procesiones y el cuidado que ponéis en el culto, atraerán del Señor abundantes bendiciones de paz y de unión entre los chilenos, de conversión, de vocaciones sacerdotales y religiosas a su servicio.

Virgen María, Madre de Dios y Madre nuestra. Reina de la Paz y Patrona de Chile. Enséñanos a orientar toda nuestra piedad según las enseñanzas de Jesús y el beneplácito del Padre.

Y podremos cantar eternamente: “¡Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te criaron!” (Lc 11, 28). De este modo, mereceremos, con el auxilio de María, aquella alabanza de Jesús: “¡Dichosos los que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen!”

¡Oh Virgen, por tu bendición queda bendita toda criatura!

“Dios entregó a María su propio Hijo, el único igual a él, a quien engendra de su corazón como amándose a sí mismo…”

Anselmo de Canterbury

Sermón 52: PL 158, 955-956

El cielo, las estrellas, la tierra, los ríos, el día y la noche, y todo cuanto está sometido al poder o utilidad de los hombres, se felicitan de la gloria perdida, pues una nueva gracia inefable, resucitada en cierto modo por ti ¡oh Señora!, les ha sido concedida. Todas las cosas se encontraban como muertas, al haber perdido su innata dignidad de servir al dominio y al uso de aquellos que alaban a Dios, para lo que habían sido creadas; se encontraban aplastadas por la opresión y como descoloridas por el abuso que de ellas hacían los servidores de los ídolos para los que no habían sido creadas. Pero ahora, como resucitadas, felicitan a María, al verse regidas por el dominio y honradas por el uso de los que alaban al Señor.

Ante la nueva e inestimable gracia, las cosas todas saltaron de gozo, al sentir que, en adelante, no sólo estaban regidas por la presencia rectora e invisible de Dios su creador, sino que también, usando de ellas visiblemente, las santificaba. Tan grandes bienes eran obra del bendito fruto del seno bendito de la bendita María.

Por la plenitud de tu gracia, lo que estaba cautivo en el infierno se alegra por su liberación, y lo que estaba por encima del mundo se regocija por su restauración. En efecto, por el poder del Hijo glorioso de tu gloriosa virginidad, los justos que perecieron antes de la muerte vivificadora de Cristo se alegran de que haya sido destruida su cautividad, y los ángeles se felicitan al ver restaurada su ciudad medio derruida.

¡Oh mujer llena de gracia, sobreabundante de gracia, cuya plenitud desborda a la creación entera y la hace reverdecer! ¡Oh Virgen bendita, bendita por encima de todo por tu bendición queda bendita toda criatura, no sólo la creación por el Creador, sino también el Creador por la criatura!

Dios entregó a María su propio Hijo, el único igual a él, a quien engendra de su corazón como amándose a sí mismo. Valiéndose de María, se hizo Dios un Hijo, no distinto, sino el mismo, para que realmente fuese uno y el mismo el Hijo de Dios y de María. Todo lo que nace es criatura de Dios, y Dios nace de María. Dios creó todas las cosas, y María engendró a Dios. Dios, que hizo todas las cosas, se hizo a sí mismo mediante María; y, de este modo, volvió a hacer todo lo que había hecho. El que pudo hacer todas las cosas de la nada no quiso rehacer sin María lo que había sido manchado.

Dios es, pues, el padre de las cosas creadas; y María es la madre de las cosas recreadas. Dios es el padre a quien se debe la constitución del mundo; y María es la madre a quien se debe su restauración. Pues Dios engendró a aquel por quien todo fue hecho; y María dio a luz a aquel por quien todo fue salvado. Dios engendró a aquel sin el cual nada existe; y María dio a luz a aquel sin el cual nada subsiste.

¡Verdaderamente el Señor está contigo, puesto que ha hecho que toda criatura te debiera tanto como a él!