El contemplativo, reflejo de la misericordia del Padre (I)

El contemplativo,

reflejo de la misericordia del Padre

(Primera parte)

R.P. José Giunta

Monasterio de Nuestra Señora del Pueyo

“El Señor, tu Dios, es un Dios misericordioso, que no te abandonará, ni te destruirá ni se olvidará de la alianza que estableció con tus padres mediante un juramento.” (Deut 4,31)

Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos     alcanzarán misericordia.” (Mt 5,7)

 

Su finalidad será vivir sólo para Dios: éste es el enérgico resumen que proclama todo el deseo que Dios puso en el corazón de cada monje.
Su finalidad será vivir sólo para Dios: éste es el enérgico resumen que proclama todo el deseo que Dios puso en el corazón de cada monje.

El 22 de mayo, fiesta de la Santísima Trinidad, se celebró el día de oración por los contemplativos, con el lema -aquí en España- Contemplad el rostro de la misericordia. Todo cristiano, y mucho más el contemplativo, está llamado a redescubrir el rostro misericordioso del Padre, que se ha manifestado en Jesucristo, la misericordia encarnada, y a manifestarla en la vida diaria.

Escribe el Papa Francisco en la Bula de convocatoria al año Jubilar de la Misericordia:

“Siempre tenemos necesidad de contemplar el misterio de la misericordia. Es fuente de alegría, de serenidad y de paz. Es condición para nuestra salvación. Misericordia: es la palabra que revela el misterio de la Santísima Trinidad. Misericordia: es el acto último y supremo con el cual Dios viene a nuestro encuentro. Misericordia: es la ley fundamental que habita en el corazón de cada persona cuando mira con ojos sinceros al hermano que encuentra en el camino de la vida. Misericordia: es la vía que une Dios y el hombre, porque abre el corazón a la esperanza de ser amados para siempre no obstante el límite de nuestro pecado”.[1]

Contemplar el misterio de la misericordia divina significa, por un lado, penetrar en la enseñanza de los textos de la Sagrada Escritura sobre el tema, desarrollados y explicitados por los Padres y el Magisterio de la Iglesia, y, por otro lado, adecuar la propia vida a esa enseñanza para manifestar esa misericordia a los demás, pues no puede haber incoherencia entre lo creído y lo vívido, entre lo contemplado y lo experimentado, entre lo leído y lo practicado.

La misericordia divina aparece ante nuestros ojos de criaturas necesitadas e indigentes como el más grande atributo de Dios. Así nos lo indica San Juan Pablo II:

“Si algunos teólogos afirman que la misericordia es el más grande entre los atributos y las perfecciones de Dios, la Biblia, la Tradición y toda la vida de fe del pueblo de Dios dan testimonio exhaustivos de ello. No se trata aquí de la inescrutable esencia de Dios dentro del misterio de la misma divinidad, sino de la perfección y del atributo con que el hombre, en la vida íntima de su existencia, se encuentra particularmente cerca y no raras veces con el Dios vivo.”[2]

Dios es misericordioso, nos enseña Santo Tomás de Aquino, no porque sienta pena, dolor o tristeza en su corazón ante el mal de sus criaturas, sino porque busca remediar ese mal. En efecto, afirma el Aquinate:

“La misericordia hay que atribuirla a Dios en grado sumo. Pero como efecto, no como pasión. Para demostrarlo, hay que tener presente que misericordioso es como decir que alguien tiene miseria en el corazón, en el sentido de que le entristece la miseria ajena como si fuera propia. Por eso quiere desterrar la miseria ajena como si fuera propia. Este es el efecto de la misericordia. Entristecerse por la miseria ajena no lo hace Dios; pero sí, y en grado sumo, desterrar la miseria ajena, siempre que por miseria entendamos cualquier defecto.”[3]

La misericordia, por un lado, no está en contra de la justicia de Dios; ambas se manifiestan en sus obras (cf. Sal 24,10; 84,11).[4] La justicia distributiva de Dios se funda en la misericordia. La razón última por la que Dios confiere dones a sus criaturas y premia las buenas obras de sus criaturas racionales, es su amor y misericordia. El premio de los buenos y el castigo de los malos no es sólo obra de la justicia divina, sino también una obra de la misericordia, en cuanto premia más allá de todo mérito y castiga menos de lo merecido.[5] Por otro lado, la redención del hombre no es sólo un acto de misericordia sino que, al mismo tiempo, es un acto de la justicia divina, ya que Dios ofreció a su Hijo único como propiciación por los pecados y pide del pecador arrepentimiento y reparación.

Aún más, la misericordia es la manifestación de la omnipotencia de Dios (cf. Sab 11,23), ya que solo Él, con su infinito poder, puede remediar todo mal presente en las criaturas.[6]

  1. Misericordia en la Sagrada Escritura

Dijimos que contemplar el misterio de la misericordia divina significa, en primer lugar, penetrar en la enseñanza de los textos de la Sagrada Escritura sobre el tema.

Nos recuerda el Papa Francisco:

“Para ser capaces de misericordia, entonces, debemos en primer lugar colocarnos a la escucha de la Palabra de Dios. Esto significa recuperar el valor del silencio para meditar la Palabra que se nos dirige. De este modo es posible contemplar la misericordia de Dios y asumirla como propio estilo de vida.”[7]

Cada página de la Sagrada Escritura nos habla de la misericordia de Dios. El estudio de todos los textos llevaría más tiempo y espacio del que pretende el presente escrito. Por tanto, indicaremos sólo algunos puntos esenciales de la Teología Bíblica sobre la misericordia.

  1. Concepto de misericordia

El uso moderno identifica misericordia con compasión o perdón. Esta identificación, si bien válida, corre el riesgo de ocultar la riqueza que el pueblo de Israel, a la luz de sus experiencias, dio a la palabra. En efecto, el concepto de misericordia envuelve para Israel los conceptos de compasión y fidelidad.

Básicamente dos conceptos son usados en el Antiguo Testamento para expresar la misericordia[8]. La palabra hebrea hesed designa la piedad, una relación que une dos seres e implica fidelidad. Hesed evoca la idea de bondad, no en sentido genérico o como una mera disposición o espíritu de bondad, sino como una bondad con alguien en vista. Podría ser descripta como una bondad, ayuda o benevolencia que nace de la exigencia de una relación entre personas, como aquella entre los miembros de una familia, amigos, huéspedes, y entre Dios y su pueblo sobre la base de la alianza. Es, por tanto, la manifestación de la solidaridad entre las personas, y es el vínculo que mantiene viva y activa esa solidaridad, y le da su contenido. Las personas no solamente se desean el bien unos a otros sino que son fieles unos a otros en virtud de un compromiso interior, y por tanto, fieles a ellos mismos. Así, la misericordia (hesed) es una bondad que supone la fidelidad a uno mismo; es como una respuesta a un deber interior.

La segunda palabra hebrea para designar la misericordia es rahamin que expresa el apego instintivo de un ser a otro. Este sentimiento, de acuerdo con el pensamiento semítico, tiene su sitio en el seno materno (rahem: 1Re 3,26). Expresa el amor materno, gratuito, inmerecido, una exigencia del corazón.[9] Esta compasión engendra sentimientos de ternura y bondad, de paciencia y entendimiento, de disponibilidad para perdonar. En varios pasajes del Antiguo Testamento Dios aparece con estos sentimientos maternales (cf. Is 49,15; 66,13). Es basado en este amor que Dios liberará a Israel de sus enemigos y perdonará sus infidelidades.

Estas palabras hebreas son traducidas como misericordia y amor, pasando a través de una amplia gama de significados: ternura, piedad, compasión, clemencia, bondad, y aún gracia (hb. hen) que, sin embargo, tiene un sentido mucho más amplio. A pesar de esta variedad, no es imposible encontrar el significado bíblico de la misericordia. Desde el comienzo hasta el fin la manifestación de la ternura de Dios es ocasionada por la miseria humana y basada en la alianza que libremente ha establecido con los hombres.

Los términos griegos, por el contrario, no son tan ricos como los hebreos para expresar los matices propios del texto original. La palabra eleos expresa el aspecto fundamental del hesed de Dios que es la voluntad de salvar no sólo a aquellos que están en necesidad de salvación sino que son indignos de ella (cf. Rom 9,22s.; Tit 3,5). Jesús hace del eleos que uno muestra a otro la condición del eleos que puede esperar de Dios (cf. Mt 5,7; 18,33). La prueba del amor al prójimo será demostrar eleos al necesitado (cf. Lc 10,37). Entre los hombres el eleos se transforma en agape (amor).

Es importante destacar que en el Antiguo Testamento la misericordia de Dios no está ligada solamente a estos conceptos sino también a una gran variedad de imágenes: Dios protege a su pueblo como el águila a su cría (cf. Dt 32,11-12; Sal 57,1; 17,8; 36,7; 61,4; 63,7; Ex 19,4; Rut 2,12), es fiel a su amor de esposo (cf. Is 5,1-7;  Ez 16,23), es una madre que ha engendrado a su pueblo (cf. Is 44,2.24; 46,3) y lo colma de ternura (cf. Sal 49,15; 66,13; 131,2; Os 11,1-8), es como un pastor que cuida el rebaño (cf. Sal 23, 1-6), es como un viñador que cuida su viña (cf. Is 5,1-4), es refugio para el que le teme (cf. Sal 27,10; 32,7; 139,5), es una roca (cf. Dt 32,15; Sal 18,3.47;), es escudo (cf. Sal 18,3; 144,2), etc.

  1. Misericordia en el Antiguo Testamento.

2.1 Misericordia con el pueblo elegido

Podemos afirmar que el Antiguo Testamento y, por tanto, la historia de la salvación comienzan con un gran acto de la misericordia divina. En efecto, al comienzo mismo de la creación, inmediatamente después del pecado original, Dios se compadece del estado en el cual el pecado había dejado al hombre y, libremente, promete enviar un salvador para reparar por la ofensa cometida (cf. Gen 3,15). Esa promesa se hará realidad cuando, llegada la plenitud de los tiempos, el Verbo de Dios se haga carne y habite entre nosotros (cf. Jn 3,14; Gal 4,4).

En todo el Antiguo Testamento Dios se manifiesta como el “Dios de las misericordias” que siempre está dispuesto a ayudar al que se reconoce pecador y miserable (cf. Sal 4,2; 6,3; 9,14; 25,16), y que hace brotar una profunda acción de gracias: “Dad gracias a Yahveh, porque es bueno, porque su amor (hesed) es eterno” (Sal 107,1).[10]

Si bien Dios se manifiesta bondadoso con Abraham y establece libremente una alianza con él (cf. Gen 15,1-21) y se muestra compasivo con Lot (cf. Gen 19,16.19), con Isaac (cf. Gen 24,14), y con José (cf. Gen 39,21), esta firme convicción de la misericordia de Yahveh parece originarse en la experiencia de Israel durante la liberación de Egipto. Aunque el término misericordia no se encuentra en el relato del libro del Éxodo, la liberación de Egipto se describe como un acto de la misericordia divina. En efecto, Dios dice a Moisés: “He visto la miseria de mi pueblo en Egipto y he escuchado sus gritos… Conozco sus sufrimientos. Estoy decidido a liberarlos” (Ex 3,7-10,16-17). El motivo de esa liberación es el recuerdo de la alianza hecha con sus padres (cf. Ex 6,5). Dios no pudo soportar la miseria de su pueblo; estableciendo una alianza con Israel, Dios ha hecho de Israel su linaje y, por tanto, una ternura instintiva lo une a él para siempre.

La bondad (hesed) de Dios no está ligada a una reciprocidad en hesed. La presencia y acción de Dios en medio de su pueblo es totalmente gratuita, no fundadas en la rectitud o mérito del hombre. Dios libremente eligió un pueblo como suyo. La bondad de Dios no es el contenido de lo que Él hace por el hombre, sino que es lo que lo lleva a hacer una alianza con el hombre, y es lo único que mantiene la alianza cuando el hombre ha sido infiel a ella por causa del pecado (cf. 2Re 13,23; Dn 3,35). Si bien no hay una reciprocidad en hesed que antecede a la alianza de Yahveh con Israel, sí la hay después de la alianza ya que, como consecuencia de ella, Dios espera hesed de su pueblo (cf. Os 4,1; 6,4.6).[11]

Dios, habiendo afirmado su libertad para conceder misericordia a aquél que quiere (cf. Ex 33,19), proclama que su ternura puede triunfar sobre el pecado sin perjuicio de su santidad: “Yahveh es un Dios de ternura (rahum) y gracia (hanun) lento a la cólera y rico en misericordia (hesed) y fidelidad (‘emet), que muestra su bondad (hesed) por generaciones, que perdona la iniquidad, la rebeldía y el pecado, pero no los deja impunes; que castiga la iniquidad de los padres en los hijos y en los hijos de los hijos hasta la tercera y cuarta generación” (Ex 34,6-7).

A lo largo de la historia del pueblo elegido Dios ha mostrado efectivamente que, aun cuando debe castigarlo por sus pecados, se mueve a compasión cuando claman a Él desde el fondo de sus corazones. El libro de los Jueces muestra cómo Dios se enoja repetidamente con su pueblo debido a la infidelidad del mismo, y cómo luego obra misericordiosamente enviando salvadores (cf. Jc 2,18). Los profetas, aun anunciando catástrofes sobre el pueblo, saben de la misericordia y ternura de Dios (cf. Jer 31,20; Is 49,14s; 54,7) y que el pecado es la ocasión para entrar más profundamente en el misterio de su ternura (cf. Dn 3,26-43; 9,4-19).

Si Dios no cumple las amenazas dichas y obra con paciencia es porque quiere la conversión de sus elegidos: “Deje el malo su camino, el hombre inicuo sus pensamientos, y vuélvase a Yahveh que tendrá compasión de él, a nuestro Dios que será grande en perdonar” (Is 55,7); “Desgarrad vuestro corazón y no vuestros vestidos, volved a Yahveh vuestro Dios, porque Él es clemente y compasivo, tardo a la cólera, rico en amor, y se ablanda ante la desgracia” (Jl 2,13). El pueblo elegido sabe que su cólera no dura para siempre (cf. Jer 3,12s; Ne 9,17) y que nuevamente se compadecerá de ellos y borrará sus culpas (cf. Mi 7,19; Ne 9,18-19). Con esta convicción David pudo cantar el Miserere: “Ten piedad, Oh Dios, según tu amor, por tu inmensa ternura borra mi delito, lávame a fondo de mi culpa y purifícame de mi pecado” (Sal 51,1-2). La misericordia divina no conoce otro límite que la dureza del corazón del pecador (cf. Is 9,16; Jer 16,5.13).

Esta bondad (hesed) de Yahveh salva a Israel de sus enemigos (cf. Sal 25,6; 40,11; 79,8; Jer 42,12), y pone fin al exilio, trayéndolos nuevamente a la tierra prometida (cf. Ez 39,25; Is 54,10; 63,7).

2.2 Misericordia con los paganos

Esta misericordia fue tenida por mucho tiempo como un privilegio del pueblo elegido. Sin embargo, poco a poco, Dios, por su infinita liberalidad, la va manifestando a otros pueblos. La historia de Jonás es una prueba de la estrechez del corazón humano que no acepta la inmensa compasión de Dios (cf. Jon 4,2). Dios castiga a los paganos para que se arrepientan de su mala conducta (cf. Sab 11,23-26; 12,2.8.19-20). El libro del Eclesiástico afirmará expresamente, “La misericordia del hombre sólo alcanza a su prójimo, la misericordia del Señor abarca a todo el mundo” (Si 18,13).

David, luego de su pecado, prefirió caer en las manos de Yahveh, cuya misericordia era infinita, y no en las manos de los hombres (cf. 2Sam 24,14). Dios, que es compasivo y misericordioso, irá manifestando paulatinamente que también los hombres deben practicar la misericordia.

Dios condena a los paganos que ahogan la misericordia y guardan rencor a su prójimo (cf. Am 1,11). Su voluntad es que el hombre cumpla con la ley del amor fraterno (cf. Lev 19,18) en preferencia a los sacrificios (cf. Os 6,6). Si uno desea ayunar verdaderamente, tiene que socorrer al pobre, a la viuda y al huérfano (cf. Is 58,6-7; Job 31,16-23). Si bien este horizonte del amor se extendía a aquellos de la misma raza o creencia, el mandamiento de no vengarse ni guardar rencor se irá expandiendo. Sin embargo, la idea de la misericordia con todos los hombres no aparecerá hasta los últimos libros de la sabiduría en los cuales se prefigura el mensaje de Jesús sobre el tema: el perdón debe concederse a todo hombre (cf. Si 27,30-28,7); la piedad y la limosna se ha de practicar con todos (cf. Prov 14,21.31; Si 3,30-4,10; 7,32-36; 29,8-9; 40,17).

  1. Misericordia en el Nuevo Testamento

3.1 Jesús revela al Padre

San Pablo nos enseña que “muchas veces y de muchas maneras habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los Profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio de su Hijo” (Heb 1,1-2). Toda la misión de Cristo consistió en revelar los grandes misterios de Dios que estaban escondidos a los hombres desde la creación del mundo. Él nos revela a un Dios que, en la simplicidad de su esencia, es trino en personas;  a un Dios que se anonada hasta hacerse semejante a los hombres y dar la vida para rescatarlos del pecado; Él nos revela no sólo el misterio de un Dios que es rico en misericordia, de lo cual el pueblo elegido tenía una experiencia varias veces milenarias, sino el misterio de un Dios Padre que es rico en misericordia[12]. Jesús afirma: “Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce al  Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo, y a aquél a quien el Hijo se lo quiera revelar” (Mt 11,27). Y San Juan dirá: “A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, Él nos lo ha revelado” (Jn 1,18). Gracias a la Encarnación del Verbo, Dios “viene en Persona a hablar de sí al hombre y a mostrarle el camino por el cual es posible alcanzarlo.”[13]

En el Antiguo Testamento Dios era reconocido como Padre porque Yahveh había elegido libremente a Israel entre muchos otros pueblos como su herencia. De allí que muchas veces se mencione a Israel como el primogénito de Dios: “Y dirás al Faraón, ‘así dice Yahveh: Israel es mi hijo, mi primogénito” (Ex 4,22); “Porque yo soy para Israel un padre, y Efraím es mi primogénito” (Jer 31,9; cf. Os 11,1; Mal 1,6.). El israelita llamaba a Dios “Padre” porque era miembro del pueblo elegido y por la experiencia histórica que tenía de la protección por parte de Dios.[14]

Jesús llama a Dios “mi Padre” (Jn 8,19.38.54; 10,25; Mt 11,27) y “Abba” (Mc 14,36), expresiones que no eran usadas por los israelitas y que suponen una revelación por parte de Jesús.[15] Él quiso que esta íntima relación que tenía con el Padre fuera participada por aquellos a los cuales vino a salvar. También sus discípulos pueden llamar a Dios “Padre Nuestro” (Mt 6,9) y “Abba” (Rom 8,15) porque ellos han creído en Jesús (cf. Jn 1,12) y han renacido del agua y del Espíritu (cf. Jn 3,5), recibiendo la filiación adoptiva (cf. Gal 4,5; Ef 1,5).

La manifestación de la misericordia del Padre se concreta en la persona y en la obra de Jesucristo. San Juan Pablo II nos dice:

“Cristo confiere un significado definitivo a toda la tradición veterotestamentaria de la misericordia divina. No sólo habla de ella y la explica usando semejanzas y parábolas, sino que además, y ante todo, él mismo la encarna y personifica. Él mismo es, en cierto modo, la misericordia. A quien la ve y la encuentra en él, Dios se hace concretamente visible como Padre ‘rico en misericordia’.”[16]

La Encarnación de la Palabra no es sólo una obra del amor de Dios (cf. Jn 3,16), sino también la suprema revelación de la misericordia divina hecha una persona.

La misericordia del Padre será tema central de su predicación:

“Cristo pues revela a Dios que es Padre, que es amor, como dirá san Juan en su primera Carta; revela a Dios ‘rico en misericordia’, como leemos en san Pablo. Esta verdad, más que tema de enseñanza, constituye una realidad que Cristo nos ha hecho presente. Hacer presente al Padre en cuanto amor y misericordia es en la conciencia de Cristo mismo la prueba fundamental de su misión de Mesías; lo corroboran las palabras pronunciadas por Él primeramente en la sinagoga de Nazaret y más tarde ante sus discípulos y ante los enviados por Juan Bautista. En base a tal modo de manifestar la presencia de Dios que es padre, amor y misericordia, Jesús hace de la misma misericordia uno de los temas principales de su predicación.”[17]

En su persona, en sus palabras, en sus obras y en sus actitudes Jesús es el rostro misericordioso del Padre “rico en misericordia” (Ef 2,4).[18] Quien ve a Cristo ve al Padre (cf. Jn 14,9). Toda su vida, desde su nacimiento hasta su resurrección, es una asombrosa manifestación de la misericordia del Padre. En cada página de los Evangelios podemos ver su compasión por los enfermos, lisiados, ciegos, paralíticos, endemoniados, leprosos, etc. No hay miseria alguna en que Jesús no muestre el rostro misericordioso del Padre.[19] Juan Bautista reconocerá en ese actuar misericordioso de Cristo que el Mesías prometido y esperado por siglos estaba entre ellos (cf. Lc 7,22).

Si bien Cristo se mostró misericordioso con todos aquellos que padecían alguna miseria física, lo fue particularmente con los que padecían la miseria espiritual: el pecado. De allí que, tal vez, las páginas más hermosas de los Evangelios sean aquellas en las cuales Jesús trata con pecadores y revela la misericordia del Padre para con ellos. Las parábolas llamadas de la misericordia fueron dirigidas a los fariseos (cf. Lc 15,2; 7,40 18,9; Mc 2,16; Mt 21,23) hombres de corazón duro, sin misericordia, que veían con malos ojos que Jesús comiese con ellos (cf. Mt 9,11; Mc 2,16; Lc 19,7) y los perdonase (cf. Mt 9,2; Lc 7,47; Jn 8,11). La misericordia del Padre, manifestada en el Hijo hecho carne, abre las puertas del reino de los cielos a recaudadores de impuestos y prostitutas (cf. Mt 21,31), algo absolutamente impensable para los fariseos y saduceos. Sin lugar a dudas, la parábola del Hijo pródigo (cf. Lc 15,11-32) es aquella que  manifiesta más tiernamente la misericordia de Dios Padre, que siempre está a la espera del hijo pecador.[20] Los pecadores arrepentidos son los que agradan a Dios y no los que se creen justos (cf. Mt 21,28-31; Lc 18,9-14).

El punto culminante de la revelación de la misericordia del Padre será el misterio pascual de Cristo:

“El mensaje mesiánico de Cristo y su actividad entre los hombres terminan con la cruz y la resurrección. Debemos penetrar hasta lo hondo de este acontecimiento final que, de modo especial en el lenguaje conciliar, es definido mysterium paschale, si queremos expresar profundamente la verdad de la misericordia, tal como ha sido hondamente revelada en la historia de nuestra salvación…El misterio pascual es el culmen de esa revelación y actuación de la misericordia, que es capaz de justificar al hombre, de restablecer la justicia en el sentido del orden salvífico querido por Dios desde el principio para el hombre y, mediante el hombre, en el mundo.”[21]

Todo esto lleva a afirmar al autor de la carta a los Hebreos que Jesús tuvo que asemejarse en todo a nosotros para ser misericordioso (cf. Heb 2,17) y mostrar así a un Dios Padre rico en misericordia. Por ello debemos acercarnos con total confianza al trono de la gracia para alcanzar misericordia, pues tenemos un Sumo Sacerdote misericordioso (cf. Heb 4,15-16) que intercede por nosotros y nos auxiliará en el momento oportuno. En efecto, Dios es el “Padre de las misericordias y Dios de toda consolación, que nos consuela en toda tribulación” (2Cor 1,3), quien mostró misericordia al Apóstol (cf. 1Cor 7,25; 2Cor 4,1; 1Tim 1,13.15-16) y quien la mostrará a todos los creyentes (cf. 1Tim 1,2.16; 2Tim 1,2; Tit 1,4; 2Jn 3).

3.2 Conversión y misericordia

Al comenzar su ministerio público Jesús dice: “Convertíos y creed en la Buena Nueva” (Mc 1,15). La Buena Nueva de Cristo es, según vimos, que Dios es un Padre rico en misericordia, que ha enviado a su Hijo como Salvador y ha abierto las puertas del reino de los cielos a todos los hombres, aún a los pecadores. La condición para ello es el cambio de conducta o, mejor dicho, del corazón. En efecto, la palabra metanoia (y su imperativo metanoiete= convertíos) significa literalmente “cambiar ideas” o “cambiar el corazón”. Jesús invita a las personas a cambiar radicalmente sus vidas.[22]

Jesucristo pidió repetidamente la conversión a sus oyentes (cf. Mt 11,20-21; 12,41; Lc 13,3.5; 15,7.10), y puso de manifiesto que el perdón de las pecados era consecuencia de la conversión, como en los casos de la mujer pecadora (cf. Lc 7, 44-48), de Zaqueo (cf. Lc 19,8-9) y el hijo menor de la parábola del hijo pródigo (cf. Lc  15,17-19). Esta relación conversión-misericordia también se daba en el Antiguo Testamento (cf. Dt 30,9-10; 2Cro 30,9; Si 17,25.29; Jl 2,13; Jon 3,5-10).

El saber que el Padre es rico en misericordia acrecienta la esperanza y la confianza por parte del pecador que será perdonado y abre el amplio horizonte de la conversión. Por otra parte, la conversión consiste en descubrir y abrirse a la misericordia de Dios Padre, quien es  rico en misericordia. De allí que San Juan Pablo II nos diga:

“La misericordia en sí misma, en cuanto perfección de Dios infinito es también infinita. Infinita pues e inagotable es la prontitud del Padre en acoger a los hijos pródigos que vuelven a casa. Son infinitas la prontitud y la fuerza del perdón que brotan continuamente del valor admirable del sacrificio de su Hijo. No hay pecado alguno que prevalezca por encima de esta fuerza y ni siquiera que la limite. Por parte del hombre puede limitarla únicamente la falta de buena voluntad, la falta de prontitud en la conversión y en la penitencia, es decir, su perdurar en la obstinación, oponiéndose a la gracia y a la verdad especialmente frente al testimonio de la cruz y de la resurrección de Cristo. Por tanto la Iglesia profesa y proclama la conversión. La conversión a Dios consiste siempre en descubrir la misericordia, es decir, ese amor que es paciente y benigno a medida del Creador y Padre: el amor al que ‘Dios Padre de Nuestro Señor Jesucristo’ es fiel hasta las últimas consecuencias en la historia de la alianza con el hombre: hasta la cruz, hasta la muerte y la resurrección de su Hijo. La conversión a Dios es siempre fruto del ‘reencuentro’ con ese Padre, rico en misericordia. El auténtico conocimiento de Dios, Dios de la misericordia y del amor benigno, es una constante e inagotable fuente de conversión, no solamente como un momentáneo acto interior, sino también como disposición estable, como estado de ánimo. Quienes llegan a conocer de este modo a Dios, quienes lo ‘ven’ así, no pueden vivir sino convirtiéndose sin cesar a Él. Viven pues in statu conversionis.”[23]

3.3 Práctica de la misericordia

El Padre que ofrece misericordia al hombre en Cristo y a través de Cristo, quiere que también él muestre misericordia con los demás hombres, como enseña Jesús en la parábola del siervo sin misericordia: “¿No debías tú también compadecerte de tu compañero, del mismo modo que yo me compadecí de ti?” (Mt 18,33).

Jesús nos manda: “sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt 5,48).  Esta perfección de acuerdo con Lc 6,36 se identifica con el deber de ser misericordioso “como el Padre es misericordioso”. Solamente el misericordioso recibe la misericordia de Dios (cf. Mt 5,7). Sólo aquel que se comporta como buen samaritano ama realmente a Dios y al prójimo y hereda la vida eterna (cf. Lc 10,25.37). Por el contrario, un juicio severo y sin misericordia espera a los que no practican la misericordia (cf. Mt 18,23-28; 25,41-45; St 2,13).[24]

Por otro lado, la práctica de las obras de misericordia manifiesta la credibilidad del mensaje evangélico sobre la caridad, y la bondad y providencia divina. Se dice, y con razón, que las obras hablan más elocuentemente que las palabras. A las palabras se las lleva el viento; a las obras, no. Las obras de misericordia muestran la cercanía de Dios en la necesidad. ¿Quién no ve, por ejemplo, en Santa Teresa de Calcuta, ese modelo de práctica misericordiosa que llevó a tantos hombres y mujeres necesitados a descubrir el rostro misericordioso de Dios? Así lo recordaba San Juan Pablo II:

“Buscó ser un signo del “amor, de la presencia y de la compasión de Dios”, y así recordar a todos el valor y la dignidad de cada hijo de Dios, “creado para amar y ser amado”. De este modo, la madre Teresa “llevó las almas a Dios y Dios a las almas” y sació la sed de Cristo, especialmente de aquellos más necesitados, aquellos cuya visión de Dios se había ofuscado a causa del sufrimiento y del dolor.”[25]

Sin embargo, el santo Pontífice nos advierte contra la concepción de la misericordia que tiende a ver una relación de desigualdad entre el que la practica y el que la recibe, concepción que degrada al que la recibe y ofende la dignidad del hombre. La práctica de la misericordia se basa en la común experiencia del bien que es el hombre y sobre su dignidad.[26] Tanto el que practica la misericordia como el que la recibe contribuyen al bien de la dignidad humana y a unir a las personas profundamente.[27]

Por ello,

“[es necesario] purificar también continuamente todas nuestras acciones y nuestras intenciones, allí donde la misericordia es entendida y practicada de manera unilateral, como bien hecho a los demás. Sólo entonces, en efecto, es realmente un acto de amor misericordioso: cuando, practicándola, nos convencemos profundamente de que al mismo tiempo la experimentamos por parte de quienes la aceptan de nosotros. Si falta esa bilateralidad, esa reciprocidad, entonces nuestras acciones no son aún auténticos actos de misericordia, ni se ha cumplido plenamente en nosotros la conversión, cuyo camino nos ha sido manifestado por Cristo con la palabra y con el ejemplo hasta la cruz, ni tampoco participamos completamente en la magnífica fuente del amor misericordioso que nos ha sido revelada por Él.”[28]

  1. Vida como manifestación de la misericordia divina

Hemos indicado las ideas bíblicas que permiten penetrar en el sentido de la misericordia divina. La contemplación de esas verdades debe mover a la acción concreta, a reflejar en la propia vida el rostro misericordioso del Padre.

Escribe el Papa Francisco:

“Es mi vivo deseo que el pueblo cristiano reflexione durante el Jubileo sobre las obras de misericordia corporales y espirituales. Será un modo para despertar nuestra conciencia, muchas veces aletargada ante el drama de la pobreza, y para entrar todavía más en el corazón del Evangelio, donde los pobres son los privilegiados de la misericordia divina. La predicación de Jesús nos presenta estas obras de misericordia para que podamos darnos cuenta si vivimos o no como discípulos suyos.”[29]

Y agrega inmediatamente:

“No podemos escapar a las palabras del Señor y en base a ellas seremos juzgados: si dimos de comer al hambriento y de beber al sediento. Si acogimos al extranjero y vestimos al desnudo. Si dedicamos tiempo para acompañar al que estaba enfermo o prisionero (cfr Mt 25,31-45). Igualmente se nos preguntará si ayudamos a superar la duda, que hace caer en el miedo y en ocasiones es fuente de soledad; si fuimos capaces de vencer la ignorancia en la que viven millones de personas, sobre todo los niños privados de la ayuda necesaria para ser rescatados de la pobreza; si fuimos capaces de ser cercanos a quien estaba solo y afligido; si perdonamos a quien nos ofendió y rechazamos cualquier forma de rencor o de odio que conduce a la violencia; si tuvimos paciencia siguiendo el ejemplo de Dios que es tan paciente con nosotros; finalmente, si encomendamos al Señor en la oración nuestros hermanos y hermanas. En cada uno de estos “más pequeños” está presente Cristo mismo. Su carne se hace de nuevo visible como cuerpo martirizado, llagado, flagelado, desnutrido, en fuga… para que nosotros los reconozcamos, lo toquemos y lo asistamos con cuidado. No olvidemos las palabras de san Juan de la Cruz: «En el ocaso de nuestras vidas, seremos juzgados en el amor».”[30]

Las obras de misericordia son acciones caritativas mediante las cuales ayudamos al  prójimo en sus necesidades corporales y espirituales.[31] Es tradicional la enumeración de siete obras de misericordia corporales y siete espirituales. Las obras caporales son tomadas del Evangelio de San Mateo (cf. Mt 25, 34-45) y del libro de Tobías (cf. Tob 2,3-8; 12,12).  Estas obras son: dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento, dar posada al necesitado, vestir al desnudo, visitar al enfermo, socorrer a los presos y enterrar a los muertos. Las obras espirituales se toman de distintos pasajes de la Biblia, especialmente de las enseñanzas de Jesús. Estas son: enseñar al que no sabe, dar buen consejo al que lo necesita, corregir al que está en error, perdonar las injurias, consolar al triste, sufrir con paciencia los defectos de los demás y rogar a Dios por vivos y difuntos.

Es digno de destacar que al mencionar la materia sobre la que versará el juicio en el texto de Mateo antes citado, no se condena a los de la izquierda por haber hecho algo contrario a lo establecido en los mandamientos (es decir, por robar, cometer adulterio o mentir), sino por haber omitido hacer el bien a otros, por no haber obrado con misericordia. De esto se desprende que se puede pecar no solamente actuando positivamente contra los mandamientos de la ley de Dios, sino también omitiendo las acciones que conducen al bien que esos mandamientos suponen. Si hay que amar al prójimo como a uno mismo (cf. Lev 19,18) o como Jesús los ama (cf. Jn 13,34), el no dar de comer o de beber a alguien, el no visitarlo en el hospital cuando está enfermo o en la cárcel cuando está preso, el no enseñar al ignorante, no corregir al que yerra, no consolar al triste o no perdonar las injurias, son omisiones que atentan contra el bien humano y el mandamiento de la caridad.

Una idea que gusta repetir el Papa Francisco al hablar de la práctica de la misericordia es la de ser misericordiado para poder misericordiar.[32]  Así, les expresaba a los sacerdotes reunidos para conmemorar el Jubileo de los sacerdotes:

La misericordia nos permite pasar de sentirnos misericordiados a desear misericordiar.”[33]

Y agregaba:

El corazón misericordiado no es un corazón emparchado sino un corazón nuevo, re-creado… Es un corazón que se sabe recreado gracias a la fusión de su miseria con el perdón de Dios y, por eso, «es un corazón misericordiado y misericordioso».”[34]

Es decir, que uno debe experimentar el haber sido misericordiado, debe ser consciente de ser objeto de misericordia por parte de Dios, para poder practicar la misericordia con los que están en necesidad. Sólo quien experimenta la misericordia del Padre podrá hacer experimentar esa misericordia a otros. Sólo el que se reconoce misericordiado será capaz de engendrar misericordiados.

Sin embargo, no hay que pensar que el misericordiado lo es solamente de Dios sino que lo es también de los misericordiados que ha engendrado. En efecto, como ya lo hemos mencionado, no se debe concebir el acto de misericordia como un acto unilateral, desigual, en el que el que recibe la acción misericordiosa es totalmente pasivo. El misericordiado hace también misericordia al misericordioso o misericordiante (por acuñar una nueva palabra que ni el Papa usa). De allí que, como afirma el Papa,

“Al dignificar —y esto es decisivo, no se debe olvidar: la misericordia da dignidad—, la misericordia eleva a aquel hacia el que uno se abaja y vuelve pares a los dos, al misericordioso y al misericordiado.”[35]

Ello abre el espectro visual del que practica la misericordia, y lo hace ser humilde, caritativo y agradecido.

Realizando las obras de misericordia, los cristianos continúan escribiendo “el Evangelio de la misericordia.”[36] Todos están llamados a través de las obras de misericordia corporales y espirituales a manifestar la enseñanza y el estilo de vida de Jesucristo:

“el Evangelio de la misericordia continúa siendo un libro abierto, donde se siguen escribiendo los signos de los discípulos de Cristo, gestos concretos de amor, que son el mejor testimonio de la misericordia. Todos estamos llamados a ser escritores vivos del Evangelio, portadores de la Buena Noticia a todo hombre y mujer de hoy. Lo podemos hacer realizando las obras de misericordia corporales y espirituales, que son el estilo de vida del cristiano. Por medio de estos gestos sencillos y fuertes, a veces hasta invisibles, podemos visitar a los necesitados, llevándoles la ternura y el consuelo de Dios.”[37]

A través de esas obras, los cristianos buscan crear una “cultura de la misericordia”, que no es lo mismo que una cultura de la beneficencia.[38] No basta con hacer el bien, con practicar la misericordia, aisladamente. Hay que implicarse realmente en socorrer a las necesidades de los demás, y hay que implicarse diariamente.[39]

[1] FRANCISCO, Bula Misericordiae Vultus, 2. (En adelante MV)

[2] SAN JUAN PABLO II, Carta Encíclica Dives in Misericordia, 13. (En adelante DM)

[3] SANTO TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae,  I, q.21, a.3. (En adelante S. Th.)

[4] Cf. Ibidem, a.3 ad 2; a.4.

[5] Cf. Ibidem, a.4 ad 1.

[6] Cf. S. Th., II-II, q.30, a.4; Catecismo de la Iglesia Católica, n° 270.

[7] MV, 13.

[8] Para una síntesis de los términos usados en la Sagrada Escritura para expresar la misericordia puede verse DM, 4, especialmente la nota 52; McKENZIE JOHN, Dictionary of the Bible, The Bruce Publisher Company, Milwaukee 1965, 565-567; DOFOUR LEON, Vocabulario de Teología Bíblica, Herder, Barcelona 1965, 475-479.

[9] Afirma el Papa: “El Señor es “misericordioso”: esta palabra evoca una actitud de ternura como la de una madre con su hijo. De hecho, el término hebreo usado en la Biblia hace pensar a las vísceras o también en el vientre materno. Por eso, la imagen que sugiere es aquella de un Dios que se conmueve y se enternece por nosotros como una madre cuando toma en brazos a su niño, deseosa sólo de amar, proteger, ayudar, lista a donar todo, incluso a sí misma. Esa es la imagen que sugiere este término. Un amor, por lo tanto, que se puede definir en sentido bueno “visceral”.” FRANCISCO, Audiencia General, 13 de enero de 2016.

[10] Los Salmos 107, 118 y 136 cantan el amor (hesed) eterno de Dios por las maravillas que ha hecho por su pueblo.

[11] El contexto de estos pasajes sugiere que el hesed  deseado se dirige a Yanveh y no a los hombres. El hesed hacia Yahveh sólo puede entenderse en el sentido de fidelidad, justicia (santidad) y amor. Cf. McKENZIE JOHN, Dictionary…, op. cit., 566.

[12] “<Dios rico en misericordia> es el que Jesucristo nos ha revelado como Padre.” DM, 1.

[13] SAN JUAN PABLO II, Carta Apostólica Tertio Millennio Adveniente, 6. (En adelante TMA)

[14] Cf. MENGELLE ERVENS, Hermosa novedad: Dios es Padre, en Diálogo 23 (1999) 138-141; Catecismo de la Iglesia Católica, n° 238.

[15] Cf. MENGELLE ERVENS, Hermosa novedad…, op. cit., 142-145; Catecismo de la Iglesia Católica, n° 240.

[16] DM, 2. Escribe el Papa Francisco: “Con la mirada fija en Jesús y en su rostro misericordioso podemos percibir el amor de la Santísima Trinidad. La misión que Jesús ha recibido del Padre ha sido la de revelar el misterio del amor divino en plenitud. « Dios es amor » (1 Jn 4,8.16), afirma por la primera y única vez en toda la Sagrada Escritura el evangelista Juan. Este amor se ha hecho ahora visible y tangible en toda la vida de Jesús. Su persona no es otra cosa sino amor. Un amor que se dona gratuitamente. Sus relaciones con las personas que se le acercan dejan ver algo único e irrepetible. Los signos que realiza, sobre todo hacia los pecadores, hacia las personas pobres, excluidas, enfermas y sufrientes llevan consigo el distintivo de la misericordia. En Él todo habla de misericordia. Nada en Él es falto de compasión.” MV, 8.

[17] DM, 3.

[18] Notemos cómo muchos de los milagros de Jesús fueron precedidos por súplicas ardientes por compasión y misericordia (cf. Mt 9,27; 15,22; 17,15; 20,30.31; Mc 9,22; 10, 47.48; Lc 17,13; 18,38). Tal era la actitud en sus palabras y obras que inspiraba gran confianza en aquellos que le veían y escuchaban.

[19] “El Evangelio es el libro de la misericordia de Dios, para leer y releer, porque todo lo que Jesús ha dicho y hecho es expresión de la misericordia del Padre.” FRANCISCO, Homilía con ocasión del Jubileo de las personas que se adhieren a la espiritualidad de la Divina Misericordia, 3 de abril de 2016.

[20] Cf. SAN JUAN PABLO II, Exhortación Apostólica Post Sinodal Reconciliatio et Paenitentia, 5-6 (En adelante RP); DM, 5-6.

[21] DM, 7. “De ese modo la cruz de Cristo, sobre la cual el Hijo, consubstancial al Padre, hace plena justicia a Dios, es también una expresión radical de la misericordia, es decir, del amor que sale al encuentro de lo que constituye la raíz misma del mal en la historia del hombre: al encuentro del pecado y de la muerte.” Ibidem, 8.

[22] Cf. RP, 4.

[23] DM, 13. Cf. RP, 31 III. Este aspecto de conversión lo indicaba San Juan Pablo II en Tertio Millennio Adveniente, enfatizando su importancia en el itinerario de preparación para el Jubileo del año 2000: “En este tercer año el sentido del ‘camino hacia el Padre’ deberá llevar a todos a emprender, en la adhesión a Cristo Redentor del hombre, un camino de auténtica conversión, que comprende tanto un aspecto ‘negativo’ de liberación del pecado, como un aspecto ‘positivo’ de elección del bien, manifestados por los valores éticos contenidos en la ley natural, confirmada y profundizada por el Evangelio. Es éste el contexto adecuado para el redescubrimiento y la intensa celebración del sacramento de la Penitencia en su significado más profundo.” TMA, 50. Cf. RP, 30-31.

[24] “El hombre alcanza el amor misericordioso de Dios, su misericordia, en cuanto él mismo interiormente se transforma en el espíritu de tal amor hacia el prójimo.” DM, 14.

[25] SAN JUAN PABLO II, Homilía con ocasión de la Beatificación de la Madre Teresa de Calcuta, 19 de octubre de 2003.

[26] Cf. DM, 6.

[27] Cf. Ibidem, 14.

[28] Ibidem.

[29] MV, 15.

[30] Ibidem. “Delante a la Puerta Santa que estamos llamados a atravesar, nos piden ser instrumentos de misericordia, conscientes que seremos juzgados sobre esto. Quien ha sido bautizado sabe que tiene un compromiso más grande. La fe en Cristo lleva a un camino que dura toda la vida: aquel de ser misericordiosos como el Padre. La alegría de atravesar la Puerta de la Misericordia se une al compromiso de acoger y testimoniar un amor que va más allá de la justicia, un amor que no conoce confines.” FRANCISCO, Homilía con ocasión de la apertura de la Puerta Santa de la Basílica San Juan de Letrán, 13 de diciembre de 2015.

[31] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, nº 2447.

[32] Para entender esta terminología, debemos mencionar que el Papa eligió como lema episcopal (y, luego, papal)  Miserando atque eligendo. Si bien no existe una palabra en español equivalente a miserando, puede traducirse por misericordiando o misericordiado. La traducción literal seria “misericordiando y eligiendo”. El lema está tomado de las Homilías de san Beda el Venerable, presbítero, (Hom. 21; CCL 122, 149-151), quien, comentando el episodio evangélico de la vocación de San Mateo, escribe:

«Jesús vio a un hombre, llamado Mateo, sentado ante la mesa de cobro de los impuestos, y le dijo: “Sígueme”. Lo vio más con la mirada interna de su amor que con los ojos corporales. Jesús vio al publicano, y lo vio con misericordia y eligiéndolo, (miserando atque eligendo), y le dijo: “Sígueme”, que quiere decir: “Imítame”. Le dijo “sígueme”, más que con tus pasos, con tu modo de obrar. Porque, quien dice que está siempre en Cristo, debe andar de continuo como él anduvo».

Debido a una experiencia juvenil de la misericordia de Dios, el Papa ha elegido esta frase para indicar que Dios lo miró con misericordia – es decir, lo misericordió– y lo eligió. De allí que use los términos misericordiado para indicar la acción de haber recibido misericordia, y misericordiar para indicar la acción de practicar la misericordia con otros.

[33] FRANCISCO, Retiro espiritual con ocasión del Jubileo de los sacerdotes, Primera meditación, Basílica de San Juan de Letrán, 2 de junio de 2016. “Como se habrán dado cuenta, al hablar de la misericordia a mí me gusta usar la forma verbal: hay que hacer misericordia (misericordiar en español, «misericordiare», tenemos que forzar la lengua) para recibir misericordia, para ser «misericordiati» (ser misericordiados). «Pero Padre, esto no es italiano». «Sí, pero es la forma que yo encuentro para ir adentro: “Misericordiare” para ser “misercordiato”». El hecho de que la misericordia ponga en contacto una miseria humana con el corazón de Dios hace que la acción surja inmediatamente. No se puede meditar sobre la misericordia sin que todo se ponga en acción.” Ibidem.

[34] Ibidem, Segunda meditación.

[35] Ibidem, Primera meditación.

[36] FRANCISCO, Homilía con ocasión del Jubileo de las personas que se adhieren a la espiritualidad de la Divina Misericordia, 3 de abril de 2016.

[37] Ibidem.

[38] FRANCISCO, Retiro espiritual con ocasión del Jubileo de los sacerdotes, Tercera meditación, Basílica de San Juan de Letrán, 2 de junio de 2016.

[39] “No me cansaré nunca de decir que la misericordia de Dios no es una idea bonita, sino una acción concreta. No hay misericordia sin obras concretas. La misericordia no es hacer un bien <de paso>, es implicarse allí donde está el mal, la enfermedad, el hambre, tanta explotación humana. Y, además, la misericordia humana no será auténtica –humana y misericordia- hasta que no se concrete en el actuar diario. La admonición del apóstol Juan sigue siendo válida: <Hijitos míos, no amemos solamente con la lengua y de palabra, sino con obras y de verdad> (1Jn 3,18). De hecho, la verdad de la misericordia se comprueba en nuestros gestos cotidianos que hacen visible la acción de Dios en medio de nosotros.” FRANCISCO, Audiencia Jubilar con ocasión del Jubileo de los operadores de la misericordia, 3 de septiembre de 2016.

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