Rodeada de mil broqueles y escudos

Rodeada de mil broqueles y escudos

P. Gustavo Pascual, IVE.

La Sagrada Escritura, en el Cantar de los Cantares, nos trae un mensaje que se acomoda perfectamente a este título mariano: “Tu cuello, la torre de David, erigida para trofeos: mil escudos penden de ella, todos paveses de valientes”[1]. En verdad María está adornada de mil escudos. Escudos que son sus títulos que la elevan sobremanera respecto de toda la creación. Títulos que la hacen predilecta Hija de Sión, la elegida por Dios para su obra redentora.

Adorna esta preciosa torre el título sempiterno de su predestinación.

Desde toda la eternidad, Dios escogió, para ser la Madre de su Hijo, a una hija de Israel, una joven judía de Nazaret, en Galilea, a una Virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa de David; el nombre de la Virgen era María (Lc 1, 26-27).

El Padre de las misericordias quiso que el consentimiento de la que estaba predestinada a ser la Madre precediera a la Encarnación para que, así como una mujer contribuyó a la muerte, así también otra mujer contribuyera a la vida (LG 56; cf. 61)[2].

            Elegida por Dios desde toda la eternidad, modelo excelso en la mente divina que se concretó en la plenitud de los tiempos. Elegida para ser Madre del Emmanuel, Dios con nosotros[3]. Hija predilecta de Dios Padre, obra de arte bellísima de Dios Espíritu Santo. La primera entre los predestinados.

También su maternidad divina. Título sublime. Título sobre todos los títulos. Título al que siguen consecuentemente todos los demás.

Maternidad física que se concretó en la respuesta al arcángel Gabriel: “he aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”[4]. Respuesta que hizo posible que el Hijo de Dios se encarnara en sus purísimas entrañas, convirtiendo aquel seno maternal en sagrario divino por nueve meses. Madre que dio a luz al Mesías en el portal de Belén. Madre que dio su carne y su sangre a Jesucristo. Madre de Dios por toda la eternidad.

Maternidad espiritual que fue solemnemente proclamada al pie de la cruz de Jesús y aceptada por ella en la persona de san Juan. Maternidad que contenía a toda la humanidad. Maternidad que, comenzando cuando concibió la Cabeza -esto es Jesús-, se completaba al dar a luz a todos los hombres, miembros del Cuerpo Místico, entre dolores inenarrables al pie de la cruz. Maternidad que ejerce individualmente en el bautismo de cada cristiano. Maternidad solícita que durará para siempre.

Jesús es el Hijo único de María. Pero la maternidad espiritual de María se extiende (Cf. Jn 19, 26-27; Ap 12, 17) a todos los hombres, a los cuales Él vino a salvar: “Dio a luz al Hijo, al que Dios constituyó como primogénito entre muchos hermanos (Rm 8, 29), es decir, los creyentes, a cuyo nacimiento y educación colabora con amor de madre” (LG 63)[5].

Otro título que honra a María es el de su Concepción Inmaculada, privilegio exclusivo que Dios le concedió porque iba a ser su propia Madre.

Dios por su infinito poder aplicó anticipadamente a María los méritos que tiempo después su Hijo conseguiría por su pasión y muerte en cruz. Concepción inmaculada de María que se prolongó durante la vida de la Virgen en su alma purísima, alma que jamás tuvo ni la mínima imperfección.

María es llamada Corredentora, título que la asocia a la Redención del género humano. María compadeció junto con Jesús al pie de la cruz la dolorosa agonía. Dios que da la gracia en la medida de la vocación a la que llama, colmó de gracias a María para esta misión corredentora. Al pie de la cruz la espada profetizada por Simeón traspasaba el alma de la Madre y su dolor unido al de Cristo redimía a la humanidad caída.

La Santísima Virgen es también mediadora universal, título dulcísimo que hace brillar la solicitud de María por sus hijos. María atiende constantemente a las necesidades espirituales y materiales de los que le piden. María en el cielo está por encima de ángeles y santos, cercanísima al trono de Cristo, y es en consecuencia la más escuchada por Dios. Es la omnipotencia suplicante a quién su Hijo Jesús no niega cosa alguna, porque si entre los hombres sucede que jamás un buen hijo niega nada a su madre, ¡cuánto más sucederá esto entre tal Madre y tal Hijo!

María es Reina y Señora de toda la creación. Es título de derecho pero también de conquista. Lo es de derecho por ser Madre de Cristo que es el Rey de reyes y Señor de señores. Él es Dios y todo lo ha creado, todo lo conserva y todo depende de Él. Lo es de conquista por sus padecimientos al pie de la cruz en unión a su divino Hijo y en dependencia absoluta de Él.

La Asunta al cielo. Asunción en cuerpo y alma, asunción que es consecuencia de su concepción inmaculada, de su virginidad perpetua y de su plenitud de gracias. Asunción que es convenientísima. Porque ¡cómo iba a sufrir corrupción en el cuerpo la que no sufrió corrupción en el alma!, o acaso, ¿no es la corrupción corporal efecto del pecado? María, finalizada su vida terrenal, ya sea por muerte o dormición, fue ascendida por los ángeles hasta el Cielo y allí está junto a su Hijo Jesucristo.

La vida de María encierra muchísimos misterios y títulos espléndidos que le podríamos sumar, baste con los dados, pero viene al caso recordar las palabras de San Bernardo: de María nunca diremos demasiado.

 

[1] 4, 4

[2] Catecismo de la Iglesia Católica nº 488. En adelante Cat. Igl. Cat.

[3] Cf. Mt 1, 23

[4] Lc 1, 38

[5] Cat. Igl. Cat. nº 501

 

El perdón

Imitemos a nuestro Señor, el gran perdonador…

(Homilía)

“¿No debías tú también tener compasión de tu compañero, como yo tuve compasión de ti?” Y el señor, indignado, lo entregó a los verdugos hasta que pagara toda la deuda. Lo mismo hará con vosotros mi Padre del cielo, si cada cual no perdona de corazón a su hermano.” (Mt 18, 33-35)

Ciertamente que el perdón ocupa un lugar fundamental en la vida de todo cristiano. Nos llamamos cristianos, justamente, porque somos seguidores de Cristo, miembros de su iglesia y herederos por la gracia de los premios prometidos a todos aquellos que vivan y mueran en comunión con Él.

Jesucristo mismo, el Hijo de Dios y Dios junto con el Padre y el Espíritu Santo, se hizo hombre para reconciliar a los hombres con Dios, es decir, para ofrecer el perdón divino a todos los hombres. Que algunos no acepten ese perdón divino y prefieran el pecado es otra cosa, eso depende de la libertad de cada uno, pero nosotros, cristianos católicos, le hemos dicho que sí, a ese perdón divino, lo hemos aceptado y nos seguimos beneficiando de él y lo seguimos renovando y acrecentando sacramental y efectivamente en cada confesión.

Pero existe también otro perdón que no es sacramental, pero que sin embargo nos predispone a recibirlo y a merecerlo. Ese perdón no es ya considerado como sacramento sino como una virtud que nos hace capaces de asimilar poco a poco las virtudes de Cristo: nos referimos al perdón hacia nuestros demás hermanos, o dicho de otra manera, el saber perdonar las injurias, las ofensas de nuestro prójimo como Cristo  mismo nos lo enseñó.

Hay situaciones en que el perdón nos resulta fácil. Por ejemplo una madre que reta a su hijito porque se portó mal. Cuando el niño le pide perdón no le cuesta nada, al contrario, lo hace con gusto.

Pero cuando la ofensa es mayor que las pequeñeces de los niños, cuando vienen de nuestros enemigos, qué difícil se nos hace perdonar… y más todavía cuando la ofensa viene de nuestros amigos, de nuestros hermanos, de aquellos que más queremos.

Siempre detrás del rencor, de la falta de capacidad para perdonar, hay un tinte de soberbia porque es nuestro orgullo el que no quiere “rebajarse” a perdonar. Terrible error: porque el que perdona, se hace a los ojos de Dios (y de los hombres espirituales) mucho más grande porque manifiesta la bondad y nobleza de su corazón, y además da ejemplo de cómo tienen que obrar los verdaderos hijos de Dios.

Perdonar no significa disfrazar la ofensa, sino revestirla con la luz de la gracia divina, verlo pero en manos de la divina providencia que una vez más nos regala una oportunidad para hacer actos de caridad que nos vayan santificando y asemejando a Jesucristo, el gran perdonador.

   San Bernardo: «Oh amor inmenso de nuestro Dios que, para perdonar  a los esclavos, ni el Padre perdonó al Hijo, ni el Hijo se perdonó a sí mismo».

-perdona a María Magdalena de la que dice el Evangelio que había expulsado 7 demonios.

-perdona el pecado de David que era de adulterio y asesinato

-perdona a Pedro que lo traicionó y a todos los apóstoles que lo abandonaron

– perdona a los verdugos que lo clavaban en la cruz

-perdona, a todo el que le pide perdón…

Cómo no vamos a aprender nosotros a perdonar, a eliminar el rencor que lo único que hace en el alma es estancarla, quitarle la tranquilidad y la alegría. Recordemos que la oración del rencoroso podrá ser escuchada, pero más difícilmente atendida, porque el que guarda rencor en su corazón, cuando reza, presenta al Cielo una ofrenda sucia e indigna, manchada con el término opuesto al amor de Cristo que perdonó y nos mandó perdonar. En cambio, quien perdona de corazón, pese a lo que le cueste, se duerme sin reproche Dios, de la propia conciencia ni de los demás hombres.

Recordemos la parábola del hijo pródigo:  El padre bondadoso, al recibir al hijo que vuelve avergonzado, no trata de disfrazar los hechos de su hijo; no dice “él pensaba que obraba bien”, o “no sabía lo que hacía”, ni dice “aquí no ha pasado nada” o “hagamos como si no se hubiese ido nunca”. Dice con toda claridad “mi hijo estaba muerto”; por lo tanto, reconoce la partida, la muerte, el desgarro en su alma de padre. Pero ve su retorno bajo una nueva luz: “pero ha resucitado”. Lo cual no significa, únicamente, que ha vuelto y todo retorna a su cauce primero. La resurrección transforma el ser. Ha vuelto pero con un corazón resucitado; porque ya no es el muchacho rebelde, indiferente al dolor paterno, egoísta y orgulloso. Es un muchacho que ha tenido que humillarse y que ha comprendido lo que significa hacer sufrir y por eso se humilla a pedir perdón y a mendigar el último lugar en la casa paterna. No es el muchacho que se alejó; es superior a lo que antes fue. El padre ve este bien que costó tanto dolor para su propio corazón: “su hijo, ha resucitado”.

Perdonar sin quejarse, sin murmurar, y ofreciéndole a Dios todo el esfuerzo que nos cueste, es la mayor acción de gracias que podemos darle por su perdón hacia nosotros. Dios me dio perdón, entonces yo también perdonaré. No importa si el otro no quiere aceptarlo,  qué importa si lo rechaza. Si yo lo he perdonado como corresponde, con caridad y sigo rezando por él, el resto queda en manos de Dios.

El perdón es parte de la madurez de toda persona adulta, cuanto más de la madurez de la propia fe, de la esperanza y de la caridad. En definitiva… de nuestra gratitud al amor de Dios.

Que María santísima nos convierta en hombres y mujeres de perdón, de ejemplo cristiano y de alma siempre grande, capaz de imitar a su Hijo Jesucristo por el resto de nuestras vidas, quien lleno de amor en el momento crucial de su Pasión, rezó esta breve oración por sus verdugos y por todos aquellos que lo ofendieran con sus pecados, dejándonos una vez más un hermoso ejemplo para que nosotros, agradecidos de su compasión, lo imitásemos en nuestras vidas: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”.

P. Jason, IVE.

Torre de David hermosa

Sobre la belleza de María

P. Gustavo Pascual, IVE.

Este título está tomado del libro del Cantar de los Cantares: “tu cuello es como torre de David”[1].

Se refiere a la belleza de María. Belleza espiritual y corporal. La belleza de María la vemos en sus imágenes. Es la belleza de una mujer simple que invita a contemplar su interior. Hay imágenes tan hermosas de la Virgen que uno se extasía en ellas y muchas veces no sigue adelante, al interior de María. No es que este mal que hagan imágenes hermosas de la Virgen porque por más hermosas que sean no reflejan la hermosura de esta virgen nazarena, la que dio su carne y sangre al más bello de los hijos de los hombres.

No nos debemos quedar únicamente mirando las imágenes en su exterior sino que por ellas debemos entrar en el interior de María. María tiene un alma grande, hermosa, tan agraciada que está por encima de los espíritus puros del cielo, es Señora y Reina de los ángeles.

María es cuello hermoso como la torre de David. Es cuello porque une la cabeza y el cuerpo. Es Madre de la Cabeza y es Madre de los miembros del cuerpo en la Iglesia.

Como a través del cuello se difunde desde la cabeza, la vida a todo el cuerpo del mismo modo las gracias vitales continuamente se trasmiten desde la Cabeza, que es Cristo, a su cuerpo místico, por la Virgen y de una manera especial a sus devotos y amigos[2].

Madre de la Cabeza desde la Encarnación, porque fue fiel al anuncio del ángel, y por su fidelidad concibió a Jesús que es la Cabeza del cuerpo místico de la Iglesia. Por su fidelidad fue cumplidora excelsa de la misión que Dios le encomendó, ser corredentora de los hombres, y se convirtió al pie de la cruz en Madre de los hijos de la Iglesia y también de la Iglesia.

María es el cuello hermoso que une a Jesús y a los cristianos por ser Madre de ambos. Une a los hermanos entre sí. A nuestro hermano mayor con nosotros sus hijos pequeños. Lo puede hacer, lo quiere hacer y lo hace porque sabe lo que es mejor para nosotros.

María es como la torre de David, recta y maciza, fuerte. Es recta en todo su obrar porque nunca se apartó de Dios. Ya lo profetizó el Espíritu Santo desde el Génesis “pongo enemistad entre ti y la mujer”[3]. Recta y dirigida hacia el cielo porque su caminar no fue sino una constante subida hacia el cielo y nos indica con su vida el camino que debemos seguir. Este camino que es Jesucristo se hace por su mediación fácil, seguro, perfecto y corto porque su maternidad lo dulcifica y lo hace gracioso y hermoso.

Esta torre es maciza, es sólida, porque tiene buena base y esa base es la humildad. Cuanto más quieras elevar un edificio haz cimientos más profundos. Tan gran Señora, tan sublime santidad nos habla de una humildad casi infinita. Si de Moisés dice Dios que era el hombre más humilde de la tierra, su humildad ni se compara con la de María. María es un abismo de humildad. Ese abismo de humildad atrajo a un abismo de santidad porque un abismo llama a otro abismo. Sobre la humildad de María se derramó el tres veces santo que la cubrió con su sombra y el tres veces santo asumió su carne y comenzó a vivir en ella. El Poderoso ha hecho grandes obras en María porque vio su humildad y esto lo dice ella misma en el Magnificat. Esta humildad la hace fuerte. Somos fuertes en Dios cuando nos olvidamos de nosotros mismos. Dios eleva a los humildes, los hace fuertes con su misma fortaleza, como lo hizo con David ante Goliat, como lo hizo con la Santísima Virgen ante el demonio.

María es una torre sólida donde estaremos seguros. Ningún temblor, ningún sacudón, ninguna inclemencia o perturbación nos hará temer porque sabemos que en Ella estamos seguros. Tenemos que vivir en María. Que Ella nos recubra totalmente, que Ella sea la atmósfera en la que respiremos, de esta forma estaremos seguros, nada nos podrá derribar.

Nuestro error es salir de esta hermosa torre y querer caminar sin protección bajo techumbres endebles, amparados en nuestras débiles casas, y entonces nos damos cuenta, cuando todo se mece en nosotros y cuando acude el temor, porque corremos el riesgo de morir, que allí en esa torre hermosa estábamos seguros.

María es la torre de David hermosa y fuerte. Porque desde allí se vence a los enemigos, porque allí no llegan las escalas de los salteadores, porque las piedras catapultadas no la mellan, porque su altura es insalvable para el enemigo. Desde allí vencemos porque ella tiene experiencia de triunfos y porque ella siempre ha vencido y nunca ha sido vencida. ¿Quién encontrará una mujer fuerte?[4] La hemos encontrado y es más fuerte que Judit y que Ester. Es más fuerte que Ana y que Susana. Es más fuerte que Débora. Es más fuerte que todas las mujeres de la historia y que los hombres de la historia porque su fuerza es la misma fuerza de Dios, es la fuerza del León de Judá, es la fuerza del Rey de reyes y Señor de señores.

Subidos a esta torre tocamos el cielo y la tierra queda muy atrás, muy abajo, lejos. Desde ella vemos con nitidez el horizonte, percibimos de lejos los ataques de nuestros enemigos, en ella estamos en paz.

 

Retrato de la Virgen

(Soneto)

Poco más que mediana de estatura;

Como el trigo el color; rubios cabellos;

vivos los ojos, y las niñas dellos

de verde y rojo con igual dulzura.

 

Las cejas de color negra y no oscura;

aguileña nariz; los labios bellos,

tan hermosos que hablaba el cielo en ellos

por celosías de su rosa pura.

 

La mano larga para siempre dalla,

saliendo a los peligros al encuentro

de quien para vivir fuese a buscalla.

 

Esta es María, sin llegar al centro:

que el alma sólo puede retratalla

pintor que tuvo nueve meses dentro.

 

(Lope de Vega)[5].

 

[1] Ct 4, 4

[2] San Bernardino de siena. Citado por Santiago Vanegas Cáceres, Reina Señora y Madre…, 336

[3] 3, 15

[4] Cf. Pr 31, 10

[5] http://www.mariamadrededios.com.ar/entrenos/vida_index.asp

 

Solemnidad de santa Ana y san Joaquín en Séforis

Queridos amigos:
Como saben, este año la solemnidad de santa Ana y san Joaquín ha sido del todo especial, en primer lugar porque la hermosa imagen de santa Ana con la Virgen niña finalmente está en su altar correspondiente, pero además porque la santa Misa ha sido presidida por el P. Wojciech Bołoz, nuevo guardián de Nazaret, acompañado de más frailes franciscanos de Nazaret con quienes mantenemos siempre una grata fraternidad; además, la liturgia culminó con la solemne bendición de la imagen, estando presente los feligreses, varios sacerdotes, un obispo y los ingenieros que nos ayudaron a colocarla, así como nuestros feligreses de los sábados y 3 sacerdotes misioneros quienes pudieron concelebrar con nosotros y nuestros padres de Belén, ayudando con los cantos y la liturgia varias de nuestras hermanas SSVM. En fin, una hermosa santa Misa como corresponde para exaltar a los padres de María santísima:
“San Joaquín y santa Ana fueron el instrumento por el cual la Virgen, ya desde niña, aprendió la maternidad que posteriormente se extendería a toda la humanidad, es decir, que fueron el primer ejemplo de lo que implica realmente ser madre o padre. Decía san Juan Pablo II: “La figura de Santa Ana, en efecto, nos recuerda la casa paterna de María, Madre de Cristo. Allí vino María al mundo, trayendo en Sí el extraordinario misterio de la Inmaculada Concepción. Allí estaba rodeada del amor y la solicitud de sus padres Joaquín y Ana. Allí «aprendía» de su madre precisamente, de Santa Ana, a ser madre… Así, pues, cuando como «herederos de la promesa» divina (cf. Gál 4, 28. 31), nos encontramos en el radio de esta maternidad y cuando sentimos de nuevo su santa profundidad y plenitud, pensamos entonces que fue precisamente Santa Ana la primera que enseñó a María, su Hija, a ser Madre”. Es decir, que, en san Joaquín y santa Ana, la Virgen conoció desde su infancia lo que implica el rol de los padres respecto a sus hijos: preocupación por ellos, renuncia, sacrificio, dolor de sus males y alegría de sus bienes; consuelo, compromiso y todo esto sin condiciones, porque así son las buenas madres, con un amor que no sabe de límites y no duda en olvidarse de sí con tal de beneficiar, especialmente el alma, de los hijos.”
Damos gracias a Dios y a la Sagrada Familia por todos los beneficios recibidos durante la novena en honor de santa Ana y san Joaquín, la cual estuvo especialmente dedicada a pedir por las intenciones y necesidades de todos aquellos que nos acompañan con sus oraciones a la distancia, y también pidiendo por las necesidades del monasterio.
¡Siempre en unión de oraciones!
En Cristo y María:
Monjes del Monasterio de la Sagrada Familia,
Séforis, Tierra Santa.
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¡Santa Ana llegó a su casa!

Finalmente en su lugar…

Hace más de 4 años tuvimos uno de aquellos encuentros que la Divina Providencia sabe disponer muy bien según sus bondadosos designios. Una mañana, mientras me encontraba sacando malezas y barriendo junto al muro que da hacia el valle, vi pasar por abajo a un sacerdote con quien desde lejos nos saludamos alzando las manos, y luego de eso simplemente seguí trabajando. A los pocos minutos entraba el joven sacerdote que resultó hablar español, y luego de darle la bienvenida y presentarnos brevemente me preguntó qué lugar era este, a lo cual le respondí con simplicidad que era el lugar donde estaba la casa de santa Ana, haciendo esbozar al padre una gran sonrisa que lo acompañó todo el tiempo que le expliqué un poco acerca de la tradición de los abuelos del Señor aquí con María santísima niña, luego la Virgen con san José y Jesús con total probabilidad y luego algo acerca de nuestra presencia allí desde que la Custodia de Tierra Santa nos abrió amablemente las puertas del lugar para poder dedicarnos a cuidarlo y rezar. A continuación, vino su respuesta a mi breve explicación, la cual esta vez fue a mí a quien le arrancó una gran sonrisa, también de admiración, cuando me dijo que justamente su parroquia, en Arizona, se llamaba “santa Ana”, y que no sabía que existía este lugar ni mucho menos que Dios lo haría llegar aquí para sorprenderlo.

Luego de rezar largamente en la capilla, el P. Sergio se vino a despedir amablemente diciéndome que estaba muy agradecido de Dios por esta sorpresa y que deseaba hacer algún regalo a futuro para este lugar santo, y fue así como le confié en seguida el deseo que tenía desde que llegué: colocar una imagen de santa Ana para conmemorar su estadía en Séforis, pero que solamente le pedía oraciones a él y a su parroquia que rezaran por esta intención, pues escapaba absolutamente a nuestras posibilidades; “cuenten con nuestras oraciones” fue su pronta respuesta antes de despedirnos y quedar contactados por mail.

Pues bien, 3 meses después recibo un mail del P. Sergio, lo cual me dio mucho gusto ya que se encontraba ya presente en nuestras oraciones así que saber algo de él me alegró bastante, así que abrí el correo y al comenzar a leer ya el resto fue todo emoción, ya que me comunicaba que había hablado con sus parroquianos para contarles cómo la Divina Providencia lo había sorprendido, y fue así que él y toda la parroquia decidieron poner manos a la obra, y con admirable generosidad comenzaron a juntar ayuda y hacer lo posible para contribuir a la intención que les habíamos encomendado en sus oraciones, y que se había traducido en una de las mejores y más emocionantes noticias que el monasterio ha recibido: ellos mismos donarían la imagen de santa Ana con la Virgen niña para que nuestra santa “volviera a estar presente en su casa”… no recuerdo haber danzado de alegría como el rey David, pero sí que el corazón me saltó de emoción, llenándome de la gratitud que para siempre tendrá esta parroquia y el padre de parte de nuestro monasterio, el cual siempre los tendrá presente en sus plegarias.

El resto fue realmente un abrirse paso a través de variadas dificultades hasta poder finalmente recibir a santa Ana en el monasterio, por lo cual nos repetíamos a menudo, “esta imagen será de grandes bendiciones, pues está costando hacerla llegar”; así hubieron inconvenientes en aduana, después con la colocación, luego con los costos inaccesibles para nosotros respecto a las grúas, luego el hecho de encontrar la maquinaria precisa, etc. Finalmente, luego de rezarle especialmente a santa Ana y toda la Sagrada Familia, la Divina Providencia puso en nuestro camino personas buenas y generosas que nos ayudaron a conseguir la ayuda necesaria para llevar a término dicha empresa. Desde hace meses la intención de colocar la imagen de manera definitiva no dejó de estar presente en nuestras oraciones, en la santa Misa, pidiendo rezar a nuestros amigos de Facebook y peregrinos; y religiosos y religiosas de nuestras misiones por el mundo, especialmente de los monasterios.

Ayer, finalmente, y luego de haber conseguido con grandes esfuerzos la maquinaria, y haber tenido que sacar los portones del monasterio para hacer entrar la grúa “literalmente con un centímetro de separación del muro a cada lado de la grúa”, santa Ana llegó a su casa, a su lugar definitivo, sobre una base colocada junto al altar que preparamos en su honor. Tanta era nuestra alegría que apenas salieron los trabajadores, después de haber colocado nuevamente los portones no sin gran esfuerzo, nos fuimos corriendo a preparar la santa Misa de acción de gracias junto a santa Ana y la Virgen, quienes desde ahora miran hacia en lugar donde la pequeña María santísima habrá jugado en su niñez, donde san Joaquín y santa Ana habrán compartido con ella sus juegos inocentes y la habrán visto crecer; donde san José habrá trabajado con Jesús en algún momento dejando su santa huella, santificando lo cotidiano, santificando la familia y el trabajo, y donde ahora, después de varios siglos, nuevamente hay un sagrario resguardado por la sencillez del monasterio, y donde los peregrinos poco a poco comienzan a aparecer para venerar lo que fue la casa de santa Ana, convertida en monasterio y santuario que siempre en silencio los espera para ofrecer esa grande y profunda consideración, breve pero que en sí misma encierra mucho: por aquí pasó y vivió toda la Sagrada Familia.

Gracias a todos aquellos que nos han ayudado con sus oraciones y económicamente, gracias al P. Sergio y la Parroquia santa Ana, gracias a todas las almas que desde la distancia contribuyen con sus plegarias y sacrificios, y gracias especialmente a la Sagrada Familia, cuya intercesión de deja conocer constantemente estando aquí.

Con nuestra bendición, en Cristo y María:

Monjes del Monasterio de la Sagrada Familia,

Séforis, Tierra Santa.

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Enjugadora compasiva de nuestro llanto

María es consuelo de los afligidos. Nos consuela porque es compasiva. Ella ha sufrido los dolores que cada uno de nosotros sufre y los ha superado por su confianza en Dios.

P.  Gustavo Pascual. IVE

“Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados”[1]. Si bien, esta bienaventuranza se refiere a los que lloran en esta vida y al consuelo que alcanzarán en la otra, también, aquí recibimos consuelo a nuestro llanto. Es María la enjugadora compasiva de nuestro llanto.

¿Y por qué lloramos? Lloramos por muchas cosas. Lloramos por la carencia de las cosas necesarias para la vida; lloramos la ausencia de nuestros seres queridos; por la falta de alegría; por la falta de felicidad y sobre todo por la ausencia de Dios.

María es consuelo de los afligidos. Nos consuela porque es compasiva. Ella ha sufrido los dolores que cada uno de nosotros sufre y los ha superado por su confianza en Dios.

María ha sufrido tristeza porque Herodes quería matar a su niño y por tener que dejar su patria. María ha sufrido por la falta de lo necesario cuando tuvo que dar a luz en un pesebre, en la vida pobre en el destierro y en Nazaret. María ha sufrido la muerte de sus seres queridos, de San José y de Jesús. Ha llorado la ausencia de Dios, cuando el niño se extravió en Jerusalén y cuando sintió la soledad en la pasión.

Ella nos enseña cómo vivir en aquellas situaciones que nos hacen llorar. María manifiesta su integridad en aquellas situaciones, especialmente, cuando recoge a su Hijo muerto al pie de la cruz. De sus ojos brotaban abundantes lágrimas pero se mantenía firme con la esperanza de ver a su Hijo resucitado. La esperanza en las promesas de su Hijo la hacían superar aquellos momentos de terrible dolor.

María es una Madre compasiva. La compasión es un sentimiento que se da especialmente entre los seres cercanos, sea por sangre o por espíritu, por el cual, nuestro corazón sufre los mismos padecimientos que sufre el otro, al que queremos. El compasivo llora con los que lloran.

María es tan cercana a nosotros y nos ama tanto que siempre tiene compasión de nosotros. Cuando nos ve llorar Ella sufre con nosotros. Llora con nosotros como lo hizo con su Hijo en la pasión. Ella se compadeció de Cristo.

Pero María se compadece de nosotros y nos consuela porque puede consolarnos y quiere consolarnos. Ella es la Madre de misericordia que enjuga el llanto de sus hijos sufrientes y los consuela.

En momentos en los cuales los consuelos humanos son ineficaces, cuando las palabras de los hombres no logran hacer cesar nuestro llanto porque no pueden mitigar el dolor, la Virgen se muestra Madre compasiva y nos consuela. Nos consuela en especial infundiéndonos su esperanza y su fe que nos llevan a confiar en Jesús.

En esos momentos de oscuridad del alma y de noche interior la Virgen se muestra como la aurora radiante que anuncia el sol consolador, Jesucristo.

Y ¿por qué nos consuela María? Porque somos sus hijos. Ella nos ha recibido de manos de su Hijo al pie de la cruz con el encargo de cuidarnos y Ella lo hace con perfección. María se compadece de nuestro llanto, llanto que la mayoría de las veces es por cosas de la tierra y que denotan la falta de interioridad que tenemos y la falta de confianza en Dios, la falta de abandono. De cualquier manera Ella nos consuela y hace cesar nuestro llanto infundiéndonos fortaleza para sobrellevar el dolor o socorriéndonos en nuestras necesidades dándonos lo que necesitamos para que cese nuestro llanto.

María nos ha corredimido por su compasión, por eso sabe bien el oficio de consoladora y de Madre compasiva.

María se compadeció de su pueblo y de la humanidad entera y contestó al ángel con su “hágase”. María se compadeció de Isabel y fue a acompañarla durante su embarazo. María se compadeció de los esposos en Caná y apuró la hora de su Hijo para que convirtiera el agua en vino. María se compadeció de nosotros y aceptó el encargo de su Hijo tomándonos en adelante por hijos suyos. María se compadeció de la Iglesia naciente, de los Apóstoles y de los primeros discípulos, los consoló y los acompañó en la oración hasta la venida del Espíritu Santo. María sigue desde el cielo compadeciéndose de nuestras necesidades y como omnipotencia suplicante y como mediadora universal nos alcanza de su Hijo lo que necesitamos.

La compasión es de los mansos y de los humildes. Los iracundos y los soberbios no se compadecen sino que desdeñan a los que sufren.

María fue como su Hijo mansa y humilde de corazón y por eso supo compadecerse del prójimo. Se compadece de nosotros y enjuga con ternura nuestro llanto.

¡Cuándo se ha visto que una madre sea indiferente al llanto de su hijo amado! Mucho menos María. María no quiere la tristeza y el llanto de sus hijos sino que quiere verlos alegres y felices. Nuestras tristezas y llantos son efecto del hombre viejo que no acaba de morir, por eso, María nos consuela para que vivamos como hombres nuevos, como hombres resucitados, transformadas nuestras tristezas y llanto por el amor, por una vida llena de esperanza en la felicidad sin fin.

¡María acude en nuestra ayuda cuando lloremos y estemos tristes y haznos recordar que estamos llamados al cielo!

 

[1] Mt 5, 5

Solemnidad de Corpus Christi

Homilía 

Correspondencia y unión: Eucaristía, plenitud de la amistad divina

P. Jason Jorquera, IVE.

Amor en general

Es bastante conocida la obra literaria de Saint Exupéry titulada “El principito”, en donde el autor narra un inolvidable encuentro con este pequeño hombrecito que busca amigos. Me gustaría citar el libro hacia el final (pero no es el final, por si alguno todavía no lo ha leído) porque resalta de una manera muy clara y a la vez profunda el valor de la verdadera amistad. Comienza este breve dialogo el principito:

-Mirarás por la noche las estrellas. No sabrás exactamente cuál es la mía pues mi casa es demasiado pequeña. Pero será mejor así. Para ti mi estrella será alguna de todas ellas; te agradará mirarlas y todas serán tus amigas. Luego te haré un regalo…

Rió nuevamente.

-Ah! cómo me gusta oír tu risa!

-Precisamente, será mi regalo… será como el agua…

-No comprendo.

-Las estrellas no significan lo mismo para todas las personas. Para algunos viajantes son guías. Para otros no son más que lucecitas. Para los sabios son problemas. Para mi hombre de negocios eran oro. Ninguna de esas estrellas habla. En cambio tú…, tendrás estrellas como ninguno ha tenido.

-Qué intentas decirme?

-Por las noches tú elevarás la mirada hacia el cielo. Como yo habitaré y reiré en una de ellas, será para ti como si rieran todas las estrellas. Tú poseerás estrellas que saben reír.

Volvió a reír.

-Cuando hayas encontrado consuelo (siempre se encuentra), te alegrarás por haberme conocido. Siempre seremos amigos.

 La amistad es una de las especies del amor, es decir, que los amigos realmente se aman y buscan acrecentar ese mutuo amor; eso es la amistad.

Antes de seguir adelante, mencionemos brevemente el proceso del amor en general, para comprender mejor la particularidad del amor de Cristo.

Cuando los hombres descubrimos algo de bondad en los demás, ello capta nuestra atención. Luego de detenernos algún tiempo o comprendemos la bondad de aquello que llamó nuestra atención, surge la atracción hacia el objeto que contemplamos. Si ese objeto, que posee la bondad que nos atrae, no lo podemos llegar a poseer produce admiración. Pero si es posible poseerlo, brota la esperanza y junto con ello nuestra actitud de ir por él. Y, finalmente, cuando este objeto, bueno para nosotros (aun cuando en esto pueda haber error, como el que considera bueno algo que está mal y comete un pecado), cuando se da una correspondencia mutua entonces surge el amor. Y el fruto del amor, es la unión; es por eso que dos personas que se aman, ya sean hermanos, amigos, esposos, padres e hijos, etc., necesariamente tienden a buscar la unión de corazones, y en la medida que ese amor se vaya acrecentando, se vaya haciendo puro, el que ama irá haciendo lo posible por entregarse más profundamente a la persona que ama. El amor verdadero, entonces:

–  se corresponde: por ejemplo los amigos que se buscan constantemente

–  se manifiesta: como los esposos que se dicen todos los días que se quieren

–  y busca cada vez más la unión de los que se aman.

El amor de Cristo

Habiendo considerado todo esto, vemos claramente que el amor de amistad, al igual todas las especies del amor, genera lazos tan fuertes entre aquellos que se aman que se dice que se van volviendo una sola alma, en cuanto que aman lo mismo, es decir, la bondad que descubren en el otro. Por eso la amistad perfecta, verdadera, agradable a los ojos de Dios, es la amistad que se funda en la virtud:

– no es amistad verdadera la que se funda en el interés,

– no es amistad verdadera la que funda en el placer,

– y no es amistad verdadera la que se fundamenta en el pecado; sino la que se asienta sobre los lazos de la virtud.

Pero para formase estos lazos se necesita además tiempo y hábito… El deseo de ser amigo puede ser rápido, pero la amistad no lo esPor lo tanto: la amistad con Jesucristo se va a dar esencialmente a partir de nuestro contacto con Él en la oración, en nuestros ratos a solas con Él y en el las obras de caridad que hagamos con los demás por amor a Él.

Pero Jesucristo, una vez más, rompe todos estos esquemas, porque en realidad los trasciende, está por sobre ellos, ya que Él, siendo Dios, se dignó amar a los hombres por su solo amor, de modo gratuito, y sin embargo, tomando Él mismo la iniciativa contra todo lo que la sabiduría humana nos podría decir.

– No hay proporción entre ambas partes; Dios es perfecto y el hombre pecador.

– El hombre se había enemistado con Dios por el pecado y lo abandonó… pero Dios no abandonó al hombre y le envió a su Hijo.

– El hombre había rechazado la gracia, pero Dios se la volvió a ofrecer.

– Correspondía el castigo divino por la rebelión, pero Dios nos ofreció misericordia.

Y nos podemos preguntar: ¿cómo es posible que Dios nos ofrezca incansablemente sus dones?, y la respuesta es muy sencilla. Él mismo nos la dejó escrita en una carta que se llama Sª Eª, ahí se nos dice que “Él  nos amó primero[1]

Porque Dios siempre se nos adelanta. y hoy, en esta solemnidad del Corpus Christi, la santa Iglesia Católica, fruto del amor de Dios por los hombres, nos invita a considerar la mayor manifestación del amor de Dios hacia nosotros al dejarnos en la tierra, el manjar precioso que conduce al Cielo: el Cuerpo y la Sangre de su Hijo… hoy es la celebración del Hijo de Dios entre los hombres, y también la alegría de los hombres capaces de hacerse, desde ahora, poseedores de Dios y de la eternidad:

«Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá eternamente, y el pan que yo daré es mi carne para la Vida del mundo[2] Son palabras de Dios hecho hombre, y en favor de los hombres.

Cuando el amor es verdadero, implica el deseo y, podríamos decir, la necesidad de darse completamente hacia el amado. Jesucristo, siendo Dios, no quiso eximirse de este aspecto y decidió darse a sí mismo a los hombres. Nos dio su vida, pero como es Dios, no se conformó con darnos mucho y entonces decidió darnos todo. Y Él mismo, para poder dársenos todo y a todos, creó un sacramento y se hizo sacramento y hasta el fin de los tiempos seguirá presente este sacramento que es la fuente de la vida eterna y el mayor de los regalos que Dios podría habernos hecho:

«El que come mi carne y bebe mi sangre tiene Vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día.
Porque mi carne es la verdadera comida y mi sangre, la verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él
[3]

Frutos del amor de Cristo

San Alberto Hurtado: (resumido) « Todas las más sublimes aspiraciones del hombre, todas ellas, se encuentran realizadas en la Eucaristía, [el sacramento del Cuerpo y la sangre de Cristo]:

La Felicidad: El hombre quiere la felicidad y la felicidad es la posesión de Dios. En la Eucaristía, Dios se nos da, sin reserva, sin medida…

Cambiarse en Dios: El hombre siempre ha aspirado a ser como Dios, a transformarse en Dios, la sublime aspiración que lo persigue desde el Paraíso. Y en la Eucaristía ese cambio se produce: el hombre se transforma en Dios, es asimilado por la divinidad que lo posee; puede con toda verdad decir como San Pablo: “ya no vivo yo, Cristo vive en mí” (Gal 2,20)

Hacer cosas grandes: El hombre quiere hacer cosas grandes por la humanidad… […], ofreciendo la Misa […] el hombre: opone a todo el dique de pecados de los hombres, la sangre redentora de Cristo; ofrece por las culpas de la humanidad, no sacrificios de animales, sino la sangre misma de Cristo; une a su débil plegaria la plegaria omnipotente de Cristo, que prometió no dejar sin escuchar nuestras oraciones y ¡cuándo más las escuchará [el Padre] […] cuando esa plegaria proceda del Cristo Víctima del Calvario, en el momento supremo de amor…!

Además, en la Misa, el hombre y Dios se unen con una intimidad tal que llegan a tener un ser y un obrar. El sacerdote y los fieles son uno con Cristo que ofrece y con Cristo que se ofrece…

El mayor fruto de este amor de amistad íntima que nos ofrece Dios en el sacramento del cuerpo y sangre de su Hijo, es la unión. Y este es el colmo del amor de Dios, porque colma y sobrepasa nuestra medida, por eso nosotros tenemos un gran consuelo: que a Dios siempre se lo puede amar más y  que Él siempre va a corresponder a ese amor con fidelidad.

En esta solemnidad del Corpus Christi, le pedimos a la mujer que realizó la primera procesión con el Santísimo Sacramento al visitar a su prima, que nos conceda la gracia de anunciar con nuestras vidas la gratitud a Dios por haberse quedado con nosotros hasta el fin de los tiempos… y de buscar hacer cada día más íntima nuestra unión con Dios mediante la eucaristía y una seria vida de oración.

[1] 1Jn 4,19

[2] Jn 6,51

[3] Jn 6, 55-56

“Lo que no se ve”

Crónica, dedicada a todos los miembros de mi familia religiosa

Cuando se planta una semilla directamente sobre la tierra, sin macetero y sin que sea en un lugar notablemente especial, ésta pasa desapercibida mientras no comience a dar brotes. Tal vez más de alguno siga de largo sin enterarse siquiera que bajo la tierra que ha pisado se esconde en potencia un gran árbol, o tal vez uno pequeño, o una hortaliza, da igual; el hecho es que por más desapercibida que pase la semilla ésta está allí, escondiendo algo mucho más grande que ella misma y que se dejará ver a su tiempo correspondiente. Y algo así pasa también en tierra de misión: cuántas veces detrás del sermón del sacerdote se esconde un tiempo de preparación mucho más extenso del que dura la misma prédica; o cuántas veces detrás de una dirección espiritual o cualquier otra atención espiritual se esconde una “heroica reacomodación de horarios” para el misionero que hace lo posible por darle ese tiempo a una persona, a un alma que lo necesita; o cuántas veces detrás de esa religiosa que recibe la visita de un grupo al hogar de niños en que sirve a Cristo en el prójimo se encuentran una serie de otras actividades que espera poder cumplir en cuanto se ocupe de esta nueva obra de misericordia. Así también detrás de la oración vespertina de un contemplativo se esconden, a menudo, las horas en que sus manos devotas que ahora rezan juntas se encontraban sosteniendo una pala, sacando malezas o acarreando piedras.

En síntesis, siempre hay realidades que se ocultan a los ojos de los demás pero jamás a los de Dios, incentivo primero y esencial de toda la existencia del consagrado que desea serle grato por medio de sus obras, también y especialmente de aquellas que no se ven, porque sobre éstas reposa siempre la paternal mirada de su Creador, el mismo que lo ha llamado replicar la vida de su amado Hijo, que pasó haciendo el bien y cuyas obras siempre le fueron agradables, tratando también el de la vida consagrada de hacerlas cada vez lo mejor posible.

Hay mucho que no se ve y que a la vez -me atrevería a decir-, conviene muchas veces que así permanezca, pues a menos que la caridad, la justicia o la pastoral lo exijan, las obras del misionero que pasan desapercibidas le dejarán siempre la satisfacción sobrenatural de que son hechas puramente para Dios, para que sólo Él las vea y se complazca en su servidor: horas delante del sagrario, horas de trabajo pesaroso, horas de estudio de una lengua totalmente desconocida; súplicas, cansancios, vigilias, caminatas; y que el frío y que el calor; incomprensiones y frialdades, etc.; todo aquello que ha precedido o acompaña la labor de la misión, que también trae sus consuelos -ciertamente-, pero que jamás será fecunda como Dios lo quiere si no se riega la semilla del Evangelio con las cruces del alma consagrada, entregada a trabajar intensamente por la mies.

Pues bien, después de esta breve pincelada, quería referirme también a “lo que no se ve”, pero en un aspecto diferente, más profundo, que es el del alma del consagrado: las cruces del corazón, el trabajo espiritual, la propia pequeñez; eso que se oculta y que se queda solamente entre el alma y Dios, entre el dirigido y su director espiritual y nadie más; y con lo cual deberá luchar sin bajar jamás los brazos si desea no tan sólo ser bueno, sino en verdad ser santo: la propia naturaleza.

Una vez una persona me decía: “para usted los problemas son fáciles, porque tiene a Dios de su lado, no sabe lo que es sufrir”, ante lo cual lo primero que pensé fue “si supiera…”, pero no porque me crea una víctima ni porque pretenda poseer cruces más grandes que las de los demás, claro que no; sino porque me hizo pensar nuevamente en este tema que hablaba en más de una ocasión con un amigo: las cruces del misionero, pero las más internas, las que creo que han de ser comunes a todos los que, si bien le entregamos la vida a Dios y nos dedicamos a servirlo, aun nos falta mucho por hacer, por crecer, por entregar, por sufrir, por conquistar; y que son esas cruces que justamente por tener una especial conciencia del pecado y la necesidad de la salvación de las almas por las cuales trabajamos, nos golpean de una manera también del todo especial, y a veces más dolorosa de lo que los demás puedan llegar a comprender; es decir, ¿qué misionero no sufre si alguien de su familia no asiste a la santa Misa, ni se confiesa, ni se preocupa por llevar una verdadera vida espiritual?, o sea, tratamos de enseñar a amar la santa Misa y los sacramentos, y rezamos y hacemos penitencia por ello, y tal vez alguno de nuestros seres más cercanos no se acercan a este divino banquete; o ¿qué consagrado no ha visto pasar indiferentes sus palabras o mensajes o lo que sea respecto a la necesidad de conquistar el Cielo, porque no tenemos más que una sola alma por salvar?; ¿cuánto perciben algunos corazones el dolor del religioso o la religiosa que a veces son testigos del pecado grave sin poder hacer nada más que rezar?, con lo cual no estoy diciendo que la oración no sea importante, todo lo contrario, pues mediante ella le confiamos a Dios y suplicamos por las almas que ha puesto en nuestro camino; sino que me refiero a esa “dolorosa espera”, hasta que el fruto madure y que quizás jamás veamos en esta vida; o incluso en esos dolores más pequeños que son fruto del celo apostólico, como no tener más tiempo, no llegar a tantas almas como se quisiera, no ser más virtuosos para poder “arrastrar” a las almas a Dios como lo hacen los santos; la falta de virtudes profundas y magnánimas y los defectos personales, etc. Pues bien, el misionero también sufre y sufre más, es parte de su oficio, porque si se consagró a Dios es porque puso sus manos en el arado y no desea mirar atrás, y porque le dijo a Jesucristo que sí, que va a cargar con su cruz y que irá en pos de Él, porque como escribía Lope de Vega:

Sin cruz no hay gloria ninguna,

ni con cruz eterno llanto,

santidad y cruz es una,

no hay cruz que no tenga santo,

ni santo sin cruz alguna.

Y a partir de aquí la respuesta que debe dar todo consagrado a la cruz, la cruz de Cristo y las cruces que le permita llevar: la alegría, el gozo sobrenatural de saber que cada una de ellas es un regalo del Cielo, por difícil que parezca, por pesada que sea, por tortuosa que se nos haga, porque no hay cruz que no valga la pena si la aceptamos por amor a Dios y fidelidad a nuestra vocación, especialmente aquellas más escondidas,  ya que en “lo que no se ve” se encuentra la dicha más íntima entre el misionero y Dios, a quien le ofrece en lo secreto lo que sólo Él conoce y se lo ha dado para ofrecer: allí, en lo oculto del esfuerzo por desarraigar sus defectos, en la oscuridad de los fracasos que se convirtieron en motivación, en la confianza de que sus súplicas son todas escuchadas, en cada gota de sudor con que riega la árida tierra de la indiferencia, y especialmente en sus ratos a solas con Aquel que lo amó primero y le ha convidado a vivir su mismo estilo de vida por medio de los votos y un carisma particular… no olvidemos que a veces las bendiciones vienen en forma de cruz, y debemos pedir a Dios la gracia de reconocerlas.

Que nuestra tierna Madre del Cielo nos alcance la gracia de aprender a sufrir, con mirada siempre sobrenatural y ofreciendo cada día más obras por el Reino de los Cielos, especialmente aquellas que entran dentro del ámbito de lo que no se ve.

¡Recemos por las vocaciones a la vida consagrada!

P. Jason Jorquera M.

Séforis, Tierra Santa.

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Solemnidad de la Ascensión del Señor

“Dios asciende entre aclamaciones, el Señor al son de trompetas”

Homilía

Para la Iglesia entera y también para la humanidad es motivo de profunda alegría la celebración del misterio de la Ascensión de Nuestro Señor Jesucristo, que fue exaltado y glorificado solemnemente por Dios. A Cristo que vuelve al Padre aplica hoy la liturgia las palabras jubilosas que dedica el Salmista al Eterno:

“Dios asciende entre aclamaciones,/ El Señor al son de trompetas./ Pueblos todos, batid palmas,/ aclamad a Dios con gritos de júbilo./ Porque Dios es el rey del mundo,/ Dios reina sobre las naciones,/ Dios se sienta en su trono sagrado” (Sal 46(47),6-9).

La Ascensión de Cristo constituye una de las etapas fundamentales de la “historia de la salvación”, es decir, del plan misericordioso y salvífico de Dios para la humanidad. Santo Tomás de Aquino[1], subraya maravillosamente, que la Ascensión es causa de nuestra salvación bajo dos aspectos:

De parte nuestra, porque la mente se centra en Cristo a través de la fe, esperanza y caridad; y de parte de Cristo, en cuanto al subir nos prepara el camino para ascender nosotros también al cielo; porque siendo Él nuestra Cabeza, es necesario que los miembros le sigan allí donde Él les ha precedido. “La Ascensión de Cristo al cielo es directamente causa de nuestra ascensión, pues Cristo es nuestra Cabeza y a ésta cabeza deben unirse los miembros” (S. Th. III, 57, 6, ad 2).

Dice san Lucas que en su ascensión, Cristo, “levantando sus brazos” al modo de los sacerdotes en el templo, “los bendecía[2], y los discípulos “se postraron” ante Él: Este era el acto de reconocimiento ante la majestad de Cristo, que así subía a los cielos.

Postrarse ante Cristo fue la misma actitud que tuvo Pedro en  la pesca milagrosa (Luc_5:8ss), Pedro, admirado, “se postró” a los pies de Jesús, diciéndole que se apartase de él porque era pecador, ahora era la misma  reacción espontánea de los discípulos ante Cristo subiendo a los cielos n. y así completó su “retorno al Padre” que había iniciado ya con la resurrección de entre los muertos.

Pese a que es un hecho histórico, la ascensión de Jesucristo sigue siendo un misterio para nosotros pues no podemos llegar a comprender todo su significado, pero sí lo suficiente como para enamorarnos de este misterio que forma parte de nuestra redención.

Doble aspecto: preanunciado-realizado.

 Misterio pre-anunciado. Jesús al encontrar la Magdalena después de su resurrección, le dice: no me toques, que todavía no he subido al Padre, pero vete donde mis hermanos y diles: Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y a vuestros Dios (Jn 20,17). Jesús también lo había pre-anunciado a sus discípulos en la última Cena: sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre… sabiendo que el Padre había puesto todo en sus manos y que había salido de Dios y a Dios volvía (Jn 13,1-3), Jesús tenía su mente puesta en la pasión, pero también anuncia: me voy a Aquel que me ha enviado (Jn 16,5); me voy al Padre, y ya no me veréis (Jn 16,10).

De esto se sigue una estrecha relación entre:

  1. a) Ascensión- encarnación. La ascensión es la etapa final de la peregrinación terrena de Cristo, que se hizo hombre por nuestra salvación. Porque la ascensión está estrechamente conectada con la encarnación, con el “descenso del cielo”.

Sólo el que bajó del cielo, puede abrir al hombre el acceso al cielo. La ascensión es el momento conclusivo de la encarnación.

Y de aquí se sigue inevitablemente su estrecha relación con nuestra salvación: porque la ascensión se convierte en el preludio necesario para pentecostés, para la venida del Espíritu Santo a nuestras almas.

En segundo lugar, la Ascensión, es un misterio realizado.

Lucas concluye su Evangelio: los sacó hasta cerca de Betania y, alzando las manos, los bendijo. Y sucedió que mientras los bendecía, se separó de ellos y fue llevado al cielo (Lc 24,50-51).

La bendición de Cristo indica el sentido salvífico de su partida.

          Finalmente: Valor teológico de la ascensión

Como todo misterio de la vida de Cristo, también su Ascensión a los cielos tiene una importancia fundamental para nuestra salvación:

Importancia para…

1º) Para aumento de nuestra fe: porque la fe es de las cosas que son se ven (y nosotros creemos en ella por la fe)

2º) Para aumento de nuestra esperanza: que es elevada porque llegó al cielo una naturaleza humana como la nuestra; y se abre así la posibilidad de llegar nosotros gloriosos también a los cielos.

3º) Para aumento de nuestra caridad: enciende nuestra caridad hacia los bienes celestiales.

También se aumenta nuestra reverencia hacia Él:

  • Cristo, como nuestra Cabeza, sube para abrirnos el camino;
  • Y como Sacerdote para interceder por nosotros,
  • además envía desde el Padre los dones divinos a los hombres

Todo adiós deja tras de sí un dolor. Aunque Jesús había partido como persona viviente, ¿cómo es posible que su despedida definitiva no les causara tristeza? No obstante, se lee que volvieron a Jerusalén llenos de alegría y alababan a Dios. ¿Cómo podemos entender nosotros todo esto?

En todo caso, lo que se puede deducir de ello es que los discípulos no se sienten abandonados; no creen que Jesús se haya como disipado en un cielo inaccesible y lejano. Evidentemente, están seguros de una presencia nueva de Jesús. Están seguros de que el Resucitado (como Él mismo había dicho, según Mateo), está presente entre ellos, precisamente ahora, de una manera nueva y poderosa. Ellos saben que «la derecha de Dios», donde Él está ahora «enaltecido», implica un nuevo modo de su presencia, que ya no se puede perder; el modo en que únicamente Dios puede sernos cercano.

La alegría de los discípulos después de la «ascensión» corrige nuestra imagen de este acontecimiento. La «ascensión» no es un marcharse a una zona lejana del cosmos, sino la permanente cercanía que los discípulos experimentan con tal fuerza que les produce una alegría duradera.

Volvamos al texto de Lucas. Se nos dice que Jesús llevó a los suyos cerca de Betania. «Levantando las manos, los bendijo. Y mientras los bendecía, se separó de ellos subiendo hacia el cielo» (24,50s). Jesús se va bendiciendo, y permanece en la bendición. Sus manos quedan extendidas sobre este mundo. Las manos de Cristo que bendicen son como un techo que nos protege.

Dice Benedicto XVI: son al mismo tiempo un gesto de apertura que desgarra el mundo para que el cielo penetre en él y llegue a ser en él una presencia. En el gesto de las manos que bendicen se expresa la relación duradera de Jesús con sus discípulos, con el mundo. En el marcharse, Él viene para elevarnos por encima de nosotros mismos y abrir el mundo a Dios. Por eso los discípulos pudieron alegrarse cuando volvieron de Betania a casa. Por la fe sabemos que Jesús, bendiciendo, tiene sus manos extendidas sobre nosotros. Ésta es la razón permanente de la alegría cristiana.

En esta solemnidad de la Ascensión de nuestro Señor Jesucristo, vayamos a nuestras casas reflexionando en este gran misterio, como decía san Gregorio Magno celebrándola:

Debemos seguir a Jesús de todo corazón allí donde sabemos por fe que subió con su cuerpo. Rehuyamos los deseos de tierra, no nos contentemos con ninguno de los vínculos de aquí abajo, nosotros que tenemos un Padre en los cielos…

dejémonos atraer por el amor en pos de Él, pues estamos bien seguros de que Aquel que nos ha infundido este deseo, Jesucristo, no defraudará nuestra esperanza[3]

Que María santísima nos conceda esta gracia.

Monasterio de la Sagrada Familia.

[1] En sus meditaciones sobre los “misterios de la vida de Cristo”

[2] Cf. Lev 29,22

[3] In Evang, Homilia XXIX, 11; PL 76,1219

“SI ME AMÁIS, GUARDARÉIS MIS MANDAMIENTOS”

Homilía del Domingo 6º de Pascua, Ciclo A
Queridos hermanos:
El Evangelio de este Domingo nos presenta una afirmación breve y sencilla salida de los purísimos labios de nuestro Señor Jesucristo, la cual, sin embargo, es una de aquellas hermosas y abundantes verdades sumamente profundas, siempre iluminadoras, que a veces se encuentran como escondidas en unas pocas palabras: “Si me amáis, guardaréis mis mandamientos”.
Comencemos hablando acerca del acto del amor, que es en primer lugar “el amar”, anterior al ser amados y más importante aun porque es lo esencial. Santo Tomás de Aquino enseña que “a la caridad atañe más amar que ser amado, porque a cualquiera le concierne más lo que le corresponde de suyo y sustancialmente que lo que le compete por otro. Esto lo confirman dos hechos significativos. Primero, al amigo se le alaba más por amar que por ser amado; más aún, se les reprocha si son amados y no aman. Segundo, las madres, “que son las que más aman”, estiman más amar que ser amadas.”; es decir, que el amor verdadero no se detiene, ni se achica, ni retrocede por más que no sea correspondido, porque su acto propio es amar, como bien claro nos lo ha dejado el santo y como vemos de la manera más sublime e irrefutable en el sacrificio de nuestro Señor en la cruz, en la cual pese a sus terribles tormentos y a la no correspondencia de los hombres a su amor, Él siguió adelante hasta el final, porque jamás dejó de amar. A partir de aquí debemos pasar a considerar cómo es nuestro amor a Jesucristo, o sea, cómo es nuestra correspondencia a un amor que -como hemos dicho anteriormente-, jamás retrocede ni retrocederá por más que nosotros le demos la espalda mediante el pecado; y entonces debemos ponernos de cara a este buen Dios que vino a redimirnos simplemente por amor y que exige sólo amor: no vino en razón de la justicia porque no nos debía nada, no vino por una exigencia de su naturaleza porque ésta es perfecta, sino que simplemente “nos amó primero” y desde siempre; y esta vez nos viene a iluminar de una manera especial, diciéndonos claramente qué es lo que debemos examinar en nuestra vidas para poder conocer y reconocer nuestro amor respecto a Él: si lo amamos -pero de verdad-, guardaremos sus mandamientos.
Llegados a este punto debemos recordar que, si bien los mandamientos parecen resaltar más bien el aspecto negativo (“no hacer tal o cual cosa”), así como el imperativo (“amarás al Señor tu Dios…”), sin embargo, estos mandamientos no son como los de los hombres, porque son mandamientos dictados por el mismo amor de Dios para, justamente, liberarnos de las cadenas que nos atan a este mundo y que nos ponen en peligro de no poderlas cortar jamás en la eternidad si las abrazamos “gustosos” eligiendo el pecado que se encuentra al otro extremo. Es así que los mandamientos de Dios, es como que perdieran de alguna manera ese aspecto impositivo cuando amamos, para ponernos en el alma aquel aspecto liberador, santificador y unitivo en nuestra relación con Dios; porque amándolo de verdad aprendemos a amar también aquello que Él ama, y a detestar lo que Él detesta: el pecado y su más terrible consecuencia, es decir, aquella triste posibilidad de perderlo para siempre y privarnos sin remedio del amor que, pese nuestras heridas e infidelidades, siempre nos ofrece y nos está esperando. ¿Qué considerar en este momento, mis queridos hermanos?; que si al examinarnos vemos que nuestro amor aun no es suficiente, en vez de perder el tiempo en vanas quejas y lamentaciones, nos dediquemos a enderezar nuestras sendas y caminar hacia el amor de Dios, correspondiendo en todo y corrigiendo poco a poco lo que sea necesario: porque así como a la bondad divina le corresponde siempre difundirse y jamás retroceder, así también a nosotros nos corresponde no volver atrás en el camino de la santificación; removiendo escombros, cicatrizando heridas, pidiendo perdón y levantándonos cuantas veces sea necesario, demostrándole de esta manera a Dios que desde nuestra pequeñez lo amamos a Él y a sus mandamientos, y a todo aquello que su divina voluntad desee para nuestra salvación.
Cumplir los mandamientos de Dios, no significa simplemente “estar al día” con lo escrito en las tablas dadas a Moisés, sino también buscar tener una vida espiritual realmente profunda, en comunión con Dios, en intimidad con Dios, en amor de Dios; de tal manera que vayamos poco a poco comprendiendo “qué más” nos quiere decir que hagamos, para lo cual también nos envía al Espíritu de la Verdad, es decir, al Espíritu Santo, tercera persona de la Santísima Trinidad que se encargará de susurrar a los oídos de nuestras almas los designios de santidad que Dios nos tiene preparados y que podremos descubrir para seguir, en la medida en que aprendamos a amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma y con todas nuestras fuerzas.
Termino con un texto que nos muestra una de las grandes consecuencias de este amar a Dios con total sinceridad, que es el sufrir por amor de los santos, quienes finalmente llegaron a tales cumbres de perfección, con gran trabajo, esfuerzo y paciencia de su parte, que llegaron a sufrir tan sólo el no amar más a Dios como Él se merece, dolor sobrenatural que ni quita la paz ni el entusiasmo por corresponder cada vez más y mejor a Dios, sino todo lo contrario.
Escribía Luis Fernando Arnáiz de una de las últimas visitas que le hizo a su hermano, san Rafael Arnáiz en el monasterio: “Lo que más me impresionó aquella tarde, fue cuando empezó a explayarse, llorando, del terrible sufrimiento que tenía. No era el sufrimiento que le producían las cosas terrenales de la vida austera que había abrazado, ni el sufrimiento que le pudieran producir aquellas criaturas de Dios con quienes convivía, de las cuales se valió Dios para santificarle. En realidad el gran sufrimiento de Rafael era el ver, con aquella fe grande e intensa que él tenía, cómo Dios le amaba con su infinito amor, y sentirse tan sujeto a las miserias y cuidados de su cuerpo mortal, no pudiendo corresponder como él quería, a aquel amor de Dios que él sentía, pues se veía francamente impotente, siendo su gran deseo que su corazón se diese más a su ser querido, y que su alma volase de una vez a su encuentro, pues le era difícil vivir en aquella situación y en aquel fuego que le abrasaba…”
Que María santísima nos alcance la gracia de demostrarle nuestro amor a Dios mediante el fiel cumplimiento de sus mandamientos y la amorosa docilidad al Espíritu Santo.
P. Jason, IVE.

Monjes contemplativos del Instituto del Verbo Encarnado