La divina misericordia

“Felices son los misericordiosos, puesto que a ellos se les mostrará misericordia.”  Mt 5, 7

(Homilía)

Dice el profeta Nehemías en el A.T.: Pero tú eres Dios de perdones, clemente y piadoso, tardo a la ira y de mucha misericordia, y no los abandonaste (Neh 9,17); y también el profeta Miqueas: ¿Qué Dios como tú, que perdonas la maldad y olvidas el pecado del resto de tu heredad? No persiste por siempre en su enojo, porque ama la misericordia. El volverá a tener piedad de nosotros, conculcará nuestras iniquidades y arrojará a lo hondo del mar nuestros pecados (Miq 7,18).
Hoy celebramos el segundo domingo de pascua, dedicado a la divina misericordia por petición del mismo Jesucristo a santa Faustina Kowalzka en Plock el año 1931, cuando comunicó a la santa su deseo de que pintara la imagen de la divina misericordia [señalar]: “Deseo que haya una Fiesta de la Misericordia. Quiero que esta imagen que pintarás con el pincel sea bendecida con solemnidad el primer domingo después de la Pascua de Resurrección; ese domingo debe ser la Fiesta de la Misericordia” (Diario, 49).
Por lo tanto, esta celebración tiene gran importancia para nosotros por el hecho de que ha sido un pedido que el Hijo de Dios ha hecho a los hombres.
Recordemos, además que toda la historia de la salvación está marcada por la misericordia divina:
– Por misericordia Dios envió a su Hijo al mundo, para rescatarnos del pecado
– Por misericordia Jesucristo llegó hasta el culmen del amor divino en la cruz
– Por misericordia Dios también nos dejó los sacramentos, para que nos pudiéramos reconciliar con Él si lo volvemos a ofender
En definitiva, la misericordia de Dios seguirá actuando hasta el fin de los tiempos porque como es una virtud divina, no puede no seguir existiendo junto con Dios… y más aún, se identifica con Él (Dios es misericordia)
Expliquemos un poco en qué consiste la misericordia de Dios:
Enseña Santo Tomás de Aquino que la misericordia tiene dos actos:
– el tener tristeza o dolor de compasión por las miserias (padecer con)
– y el socorrer o remediar esas miserias.
El primero es imposible que exista en Dios ya que no puede entristecerse o padecer, porque Dios es suma perfección.
En cambio, el segundo acto le compete y en grado máximo ya que las miserias (que son defectos o ausencias de perfecciones) se remedian con el bien o la perfección opuestos a esas miserias y a Dios máximamente le compete dar perfecciones y, por lo tanto, máximamente le compete la misericordia. Porque consiste en querer reparar, como hemos dicho, nuestras miserias, y eso Dios nos lo ofrece constantemente durante toda nuestra vida.
Y como la misericordia de Dios implica el auxilio de lo alto, necesariamente significa que abandonarnos en la majestad de Dios -que nos quiere sanar- es lo más seguro para nuestras almas. Por eso decía Jesucristo a sor Faustina: “Deseo que la Fiesta de la Misericordia sea un refugio y amparo para todas las almas y, especialmente, para los pobres pecadores (Diario, 699). Las almas mueren a pesar de Mi amarga Pasión. Les ofrezco la última tabla de salvación, es decir, la Fiesta de Mi Misericordia. Si no adoran Mi misericordia morirán para siempre” (Diario, 965)… quien acepte la misericordia de Dios no perderá su alma sino que la ganará para la eternidad.
Y, como hemos dicho que la salvación del alma está directamente relacionada con la aceptación de la Misericordia de Dios, tenemos que hacer aquí una aclaración muy importante: la misericordia de Dios no se opone a su justicia, sino que está como por encima de ella y realiza su plenitud. Por eso se dice que la misericordia de Dios es la corona de su justicia; y agrega san Anselmo: “Cuando castigas a los malos obras con justicia, porque lo merecen; y cuando los perdonas, eres justo, porque obras con arreglo a tu bondad”.
Para entender esta verdad es necesario recordar que la justicia de Dios presupone, en nosotros, la misericordia que Dios nos ha tenido, ¿por qué?, porque Dios mediante el sacrificio de amor de Jesucristo, nos ganó con su sangre los méritos que sin ella jamás hubiéramos podido alcanzar. O en otras palabras: por el sacrificio de Cristo, fruto del amor y misericordia de Dios, nos hacemos justos ante Dios en la medida en que aprovechemos ese santo sacrificio y así Jesucristo nos alcanzó la justificación ante el Padre. Es por esta razón que el sufrimiento del inocente, además de reparar los pecados es capaz de alcanzar abundantes méritos para quien los sufre y para aquellos por quienes los ofrece, porque tienen la capacidad de unirse a los de Cristo.
Y como Cristo nos dejó el ejemplo de toda su vida, nos pide que así como hemos recibido su misericordia divina, también seamos misericordiosos nosotros con los demás, y por eso dice “…si no perdonáis a los hombres, tampoco vuestro Padre perdonará vuestras ofensas.” (Mt 6,15); porque debemos compartir con los demás los beneficios que de Dios hemos recibido y la misericordia es uno de los primeros; además Jesucristo enseña en el sermón de la montaña: “Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia.” (Mt 5,7); y más adelante agregará el apóstol que más experimentó esta misericordia del corazón de Dios cuando después de negarlo fue el mismo traicionado quien le ofreció reparar su falta, escribió en una de sus cartas con un semblante lleno de paternidad: “En conclusión, tened todos unos mismos sentimientos, sed compasivos, amaos como hermanos, sed misericordiosos y humildes.”· (1Pe 3,8).
A la luz de todo esto que venimos diciendo, se comprenden claramente las lamentaciones del corazón de Jesús que dirige a los hombres que no confían en su misericordia y sigue llamando incesantemente a abrazarla:
“La humanidad no conseguirá la paz hasta que no se dirija con confianza a Mi misericordia. –Dice a santa Faustina, y continúa diciendo nuestro Señor- Oh, cuánto Me hiere la desconfianza del alma. Esta alma reconoce que soy santo y justo, y no cree que Yo soy la Misericordia, no confía en Mi bondad. También los demonios admiran Mi justicia, pero no creen en Mi bondad.” Y agrega la gran razón que tenemos para confiar en Él además de su amor crucificado cuando afirma: “cuanto más grande es el pecador, tanto mayor es el derecho que tiene a la Divina Misericordia”
Porque Jesucristo no vino por los justos sino por los pecadores (Cfr. Mc 2,17), y si nos reconocemos pecadores, entonces debemos reconocer también que por el sólo amor de Dios, tenemos derecho a alcanzar su misericordia… solamente hay que confiar en Dios, pero confiar en serio y desconfiar de nosotros mismos.
En este domingo dedicado a la Misericordia de Dios, le pedimos a María santísima que nos alcance la gracia de aceptar la compasión de Dios que nos quiere sanar de nuestras heridas y de nuestros pecados mediante su misericordia, para lo cual debemos también aprender a compartirla con los demás.
P. Jason Jorquera M., IVE

“Meditación de la soledad de María”

Para meditar este Sábado Santo…

José María Pemán

Composición de lugar

Palidecidas las rosas
De tus labios angustiados;
Mustios los lirios morados
De tus mejillas llorosas;
Recordando las gozosas
Horas idas de Belén,
Sin consuelo y sin bien
Que su soledad llene…
¡Miradla por donde viene,
Hijas de Jerusalén!

Meditación

Virgen de la soledad:
Rendido de gozos vanos,
En las rosas de tus manos
Se ha muerto mi voluntad.
Cruzadas con humildad
En tu pecho sin aliento,
La mañana del portento,
Tus manos fueron, Señora,
La primera cruz redentora:
La cruz del sometimiento.
Como tú te sometiste,
Someterme yo quería:
Para ir haciendo mi vía
Con sol claro noche triste.
Ejemplo santo nos diste
Cuando, en la tarde deicida,
Tu soledad dolorida
Por los senderos mostrabas:
Tocas de luto llevabas,
Ojos de paloma herida.
La fruta de nuestro bien
Fue de tu llanto regada:
Refugio fueron y almohada
Tus rodillas, de su sien.
Otra vez, como en Belén,
Tu falda cuna le hacía,
Y sobre Él tu amor volvía
A las angustias primeras…
Señora: si tú quisieras
Contigo lo lloraría.

Coloquio

Por tu dolor sin testigo,
Por tu llanto sin piedades,
Maestra de soledades,
Enséñame a estar contigo.
Que al quedarte Tú conmigo,
Partido
Ya de tu veras
El hijo que en la madera
De la Santa Cruz dejaste,
Yo sé que en Tí lo encontraste
De una segunda manera.
En mi alma. Madre, lavada
De las bajas suciedades,
A fuerza de soledades,
Le estoy haciendo morada.
Prendida tengo y colgada
Ya mi cámara de flores.
Y a humear por los alcores
Por si llega el peregrino
He soltado en mi camino
Mis cinco perros mejores.
Quiero yo que el alma mía,
Tenga, de sí vaciada,
Su soledad preparada
Para la gran compañía.
Con nueva paz y alegría
Quiero, por amor, tener
La vida muerta al placer
Y muerta al mundo, de suerte
Que cuando venga la muerte
La quede poco que hacer.

Oración final

Pero en tanto que El asoma,
Señor, por las cañadas,
¡por tus tocas enlutadas
y tus ojos de paloma!
Recibe mi angustia y toma
En tus manos mi ansiedad
Y séame, por piedad,
Señora del mayor duelo,
Tu soledad sin consuelo
Consuelo en mi soledad.

 

Diálogo breve y sencillo

El pecador habla con Jesucristo en la cruz…

 

El pecador:

¿Por qué, Señor del Cielo,

pudiendo redimir de mil maneras,

la cruz del desconsuelo

sin par, y sin fronteras,

abrazas por el hombre al que liberas?

 

Jesucristo:

Es cierto que podría

obrar la salvación con sólo un dedo,

mas si en la cruz se expía

amando con denuedo,

hasta el final en ella yo me quedo.

 

El pecador:

¡Mas no era necesario

beber también la hiel de los azotes!;

parece que el Calvario

forjaba sus barrotes

al son de la crueldad de los garrotes…

 

Jesucristo:

Aún no lo comprendes…,

lo escrito debe hallar su cumplimiento;

si tu mirada extiendes

al Cielo y su cimiento,

verás la gloria oculta en lo cruento.

 

El pecador:

Pero Señor, no entiendo,

¿por qué también espinas en tu frente

permites, cual remiendo

furioso e insolente?;

¿Oh, cuánto es para Ti lo suficiente?

 

Jesucristo:

Mi reino no se encuentra

en este mundo herido del pecado;

mi redención se centra

en un amor probado,

por más que sea de espinas coronado.

 

El pecador:

¿Hacía falta acaso

llegar hasta los clavos en tus manos

y pies, en este ocaso

de vida y sus arcanos

designios, que el dolor hace cercanos?

 

Jesucristo:

Contempla en este abrazo

que ofrezco inamovible al ser clavado,

aquel perdón sin plazo

de prescripción que ha dado

al hombre facultad de ser salvado.

 

El pecador:

Ya entiendo, Señor mío,

en Ti la entrega noble que no cede

al atropello frío

y cruel que nunca puede

vencer, ¡porque tu amor no retrocede!

 

Jesucristo:

Ahora ves más claro

y más allá del velo del tormento:

mi cruz se vuelve amparo

del alma en el momento

que acepta compartir mi sufrimiento.

 

El pecador:

Te ruego, Señor mío,

que aceptes mi contrita compañía;

sé bien que fui un impío,

te ofrezco el alma mía

sin dar un paso atrás como solía.

 

Jesucristo:

Por esto mi madero,

mis clavos, mi corona y mis flagelos:

en este dolor fiero

se esconden mis anhelos

de convidar al Reino de los Cielos.

 

 P. Jason Jorquera M.

 

Carta a los sacerdotes con ocasión del Jueves Santo

“Si todos los días de nuestra vida están marcados por este gran misterio de la fe, el de hoy lo está de modo particular. Este es nuestro día con él.”

San Juan Pablo II

1. «Jesucristo es el mismo ayer y hoy y siempre» (Hb 13, 8).

Queridos hermanos en el sacerdocio de Cristo: Mientras nos encontramos hoy en torno a tantas cátedras episcopales del mundo —los miembros de las comunidades presbiterales de todas las Iglesias junto con los pastores de las diócesis—, vuelven con nueva fuerza a nuestra mente las palabras sobre Jesucristo, que han sido el hilo conductor del 500 aniversario de la evangelización del nuevo mundo.

«Jesucristo es el mismo ayer y hoy y siempre»: son las palabras sobre el único y eterno Sacerdote, que «penetró en el santuario una vez para siempre… con su propia sangre, consiguiendo una redención eterna» (Hb 9, 12). Éstos son los días —el «Triduum sacrum» de la liturgia de la Iglesia— en los que, con veneración y adoración incluso más profunda, renovamos la pascua de Cristo, aquella «hora suya» (cf. Jn 2, 4; 13, 1) que es el momento bendito de la «plenitud de los tiempos» (Ga 4, 4).

Por medio de la Eucaristía, esta «hora» de la redención de Cristo sigue siendo salvífica en la Iglesia y precisamente hoy la Iglesia recuerda su institución durante la última Cena. «No os dejaré huérfanos: volveré a vosotros» (Jn 14, 18). «La hora» del Redentor, «hora» de su paso de este mundo al Padre, «hora» de la cual él mismo dice: «Me voy y volveré a vosotros» (Jn 14, 28). Precisamente a través de su «ir pascual», él viene continuamente y está presente en todo momento entre nosotros con la fuerza del Espíritu Paráclito. Está presente sacramentalmente. Está presente por medio de la Eucaristía. Está presente realmente.

Nosotros, queridos hermanos, hemos recibido después de los Apóstoles este inefable don, de modo que podamos ser los ministros de este ir de Cristo mediante la cruz y, al mismo tiempo, de su venir mediante la Eucaristía. ¡Qué grande es para nosotros este Santo Triduo! ¡Qué grande es este día, el día de la última Cena! Somos ministros del misterio de la redención del mundo, ministros del Cuerpo que ha sido ofrecido y de la Sangre que ha sido derramada para el perdón de nuestros pecados. Ministros de aquel sacrificio por medio del cual él, el único, entró de una vez para siempre en el santuario: «ofreciéndose a sí mismo sin tacha a Dios, purifica de las obras muertas nuestra conciencia para rendir culto a Dios vivo» (cf. Hb 9, 14).

Si todos los días de nuestra vida están marcados por este gran misterio de la fe, el de hoy lo está de modo particular. Este es nuestro día con él.

2. En este día nos encontramos juntos, en nuestras comunidades presbiterales, para que cada uno pueda contemplar más profundamente el misterio de aquel sacramento por medio del cual hemos sido constituidos en la Iglesia ministros del sacrificio sacerdotal de Cristo. Al mismo tiempo, hemos sido constituidos servidores del sacerdocio real de todo el pueblo de Dios, de todos los bautizados, para anunciar las «magnalia Dei», las «maravillas de Dios» (Hch 2, 11).

Este año es oportuno incluir en nuestra acción de gracias un particular aspecto de reconocimiento por el don del «Catecismo de la Iglesia católica». En efecto, este texto es también una respuesta a la misión que el Señor ha confiado a su Iglesia: custodiar el depósito de la fe y transmitirlo íntegro a las generaciones futuras con diligente y afectuosa solicitud.

Fruto de la fecunda colaboración de todo el Episcopado de la Iglesia católica, el Catecismo es confiado ante todo a nosotros, pastores del pueblo de Dios, para reforzar nuestros profundos vínculos de comunión en la misma fe apostólica. Compendio de la única y perenne fe católica, constituye un instrumento cualificado y autorizado para testimoniar y garantizar la unidad en la fe por la que Cristo mismo, al acercarse su «hora», dirigió al Padre una ferviente plegaria (cf. Jn 17, 21-23).

Al proponer de nuevo los contenidos fundamentales y esenciales de la fe y de la moral católica, tal y como la Iglesia de hoy los cree, celebra, vive y reza, el Catecismo es un medio privilegiado para profundizar en el conocimiento del inagotable misterio cristiano, para dar nuevo impulso a una plegaria íntimamente unida a la de Cristo, para corroborar el compromiso de un coherente testimonio de vida.

Al mismo tiempo, este Catecismo nos es dado como punto de referencia seguro para el cumplimiento de la misión, que se nos ha confiado en el sacramento del orden, de anunciar la «buena nueva» a todos los hombres, en nombre de Cristo y de la Iglesia. Gracias a él podemos cumplir, de manera siempre renovada, el mandamiento perenne de Cristo: «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes… enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado» (Mt 28, 19-20).

En ese sintético compendio del depósito de la fe, podemos encontrar una norma auténtica y segura para la enseñanza de la doctrina católica, para el desarrollo de la actividad catequética entre el pueblo cristiano, para la nueva evangelización, de la que el mundo de hoy tiene inmensa necesidad.

Queridos sacerdotes, nuestra vida y nuestro ministerio llegarán a ser, por sí mismos, elocuente catequesis para toda la comunidad que se nos ha encomendado si están enraizados en la verdad que es Cristo. Entonces, nuestro testimonio no será aislado sino unánime, dado por personas unidas en la misma fe y que participan del mismo cáliz. A este «contagio» vital es al que debemos mirar juntos, en comunión efectiva y afectiva, para realizar la «nueva evangelización», que es cada vez más urgente.

3. El Jueves santo, reunidos en todas las comunidades presbiterales de la Iglesia en toda la faz de la tierra, damos gracias por el don del sacerdocio de Cristo, del que participamos a través del sacramento del orden. En esta acción de gracias queremos incluir el tema del «Catecismo» porque su contenido y su objetivo están vinculados particularmente con nuestra vida sacerdotal y el ministerio pastoral en la Iglesia.

En efecto, en el camino hacia el gran jubileo del año 2000, la Iglesia ha conseguido elaborar, después del concilio Vaticano II, el compendio de la doctrina sobre la fe y la moral, la vida sacramental y la oración. De diversas maneras, esta síntesis podrá ayudar a nuestro ministerio sacerdotal. También podrá iluminar la conciencia apostólica de nuestros hermanos y hermanas que, en conformidad con su vocación cristiana, juntamente con nosotros desean dar testimonio de aquella esperanza (cf. 1 P 3, 15) que nos vivifica en Jesucristo.

El Catecismo presenta la «novedad del Concilio» situándola, al mismo tiempo, en la Tradición entera; es un Catecismo, tan lleno de los tesoros que encontramos en la sagrada Escritura y después en los padres y doctores de la Iglesia a lo largo de milenios, que permite que cada uno de nosotros se parezca a aquel hombre de la parábola evangélica «que extrae de su arca cosas nuevas y cosas antiguas» (Mt 13, 52), las antiguas y siempre nuevas riquezas del depósito de la revelación.

Al reavivar en nosotros la gracia del sacramento del orden, conscientes de lo que significa para nuestro ministerio sacerdotal el «Catecismo de la Iglesia católica», confesamos con la adoración y el amor a aquel que es «el camino, la verdad y la vida» (Jn 14, 6).

«Jesucristo es el mismo ayer y hoy y siempre».

Vaticano, 8 de abril, jueves santo, del año 1993, decimoquinto de mi pontificado.

Jesucristo y su entrada triunfal

Homilía de Domingo de Ramos

P. Jason Jorquera M., IVE.

Queridos hermanos:

Finalmente nos encontramos en la antesala de la Semana Santa, en el llamado: Domingo de Ramos; donde conmemoramos la entrada triunfal de nuestro Señor Jesucristo en Jerusalén, entre aplausos y alabanzas, entre el reconocimiento de algunos como Mesías y la incredulidad definitiva de otros; y sin embargo, entre todo ese jolgorio y alegría de quienes lo acompañaban y ponían sus mantos y ramas a lo largo del camino, solamente Jesús podía ver perfectamente lo que significaba esta entrada definitiva, en que se celebraría tanto la última Pascua figurada, como la primera santa Misa de la historia oficiada por el mismo Hijo de Dios, mediante un sacrificio real, cruento, triste hasta la muerte… y dónde ninguna de estas personas que ahora lo aclamaban intercedería después por Él ante sus mortales acusadores. Jesucristo sabía todo esto perfectamente, y aun así continúa adelante, hacia la ciudad santa.

Jesucristo sabía bien que había llegado su hora, “la gran hora del Cordero de Dios”, del “Siervo sufriente”; y que esta hora sería cubierta por la sombra de cruz y el sacrificio inigualable de su propia vida, y aún así -como hemos dicho- continúa; porque sabe bien también las consecuencias de esta entrega, y cómo de esta manera se abrirán nuevamente las puertas del Cielo para las almas que lo acepten con fe; y justamente es esta fe la que nos debe enseñar a ver mucho más allá de la cruz, de nuestras cruces, que a veces parecen hasta castigos cuando en realidad pueden perfectamente bendiciones: cuántas veces una cruz aleja a algunos del pecado y hace a otros ir corriendo tras de Dios en busca de ayuda, fortaleza, consuelo, etc. Dicho todo esto, vemos con mayor claridad en Jesucristo el modelo perfecto de entrega generosa que no retrocede ante el sufrimiento que se avecina, porque lo mueve un amor que llega siempre hasta las últimas consecuencias.

Jesucristo sabe bien lo que se viene, sabe que las turbas de hoy no estarán el viernes siguiente ni siquiera para consolarlo; sabe que algunos lo verán en la cruz como alguien que fracasó… pero también sabe que las almas con fe sabrán ir más allá del Calvario… Jesucristo con su muerte conquistará la vida eterna para todos aquellos que sepan llegar también con Él hasta el calvario, con todos aquellos que vayan más allá de la entrada triunfal y lo acompañen hasta ese amor extremo que solamente la fe puede mostrar. Respecto a esto escribía muy acertadamente el Kempis: “Jesús tiene ahora muchos enamorados de su reino celestial pero muy poco que quieran llevar su cruz. Tiene muchos que desean los consuelos y pocos la tribulación. Muchos que aspiran comer en su mesa y pocos que anhelan imitarlo es su abstinencia. Todos apetecen gozar con Él pero pocos sufrir algo por él.

Muchos siguen a Jesús hasta la fracción del pan, mas pocos hasta beber el cáliz de la pasión. Muchos admiran sus milagros, pero pocos le siguen en la ignominia de la cruz.

Muchos aman a Jesús mientras no haya contrariedades. Muchos lo alaban y bendicen en el tiempo de las dulzuras, pero si Jesús se esconde y los deja por un tiempo, enseguida se quejan o desalientan.”

Podemos ver esta entrada triunfal de Jesucristo como lo que Él quiere realizar en nosotros: entrar en nuestras almas como Rey, entre nuestras aclamaciones y compromiso de seguirlo hasta el final. Pero la diferencia aquí es que nosotros sí tenemos la oportunidad de no abandonarlo cuando llegue su pasión; y nosotros sí tenemos la oportunidad de defenderlo a Él y a nuestra fe con nuestras palabras, ejemplos y hasta con nuestra propia vida si Él así lo dispone; nosotros aun estamos a tiempo de acompañarlo hasta el final y no salir huyendo como los apóstoles y todos los demás cuando se acerca la hora de la dificultad, de la oscuridad, de la sequedad, en definitiva, de la Cruz.

La invitación de hoy, queridos hermanos, es a considerar hasta dónde estamos dispuestos a seguir a Jesucristo ahora que comienza su camino final a la pasión, es decir, a ofrecerse como Víctima inocente y expiatoria por cada uno de nosotros… sabemos bien que Jesucristo llegó hasta la cruz por nosotros; la pregunta es pues, ¿hasta dónde estamos nosotros dispuestos a llegar por Jesucristo?; no digo solamente asistir fielmente cada Domingo a la santa Misa, sino más (Dios se preocupa cada instante de nosotros y nos pide como mínimo esa horita a la semana); no digo solamente confesarse frecuentemente y más o menos llevar una vida de oración, sino mucho más. Esto está bien, está perfecto, pero es sólo la base de la gran obra de santidad que Jesucristo tiene dispuesta para cada uno de nosotros si lo dejamos obrar, si vamos más allá de la entrada a Jerusalén y llegamos hasta el Calvario, y sabemos ser generosos con Él, enamorados realmente, con sed de aprender más y más sobre la verdad, sobre nuestra fe, en definitiva, sobre cómo darle mayor gloria a Dios con nuestra vida. Entonces, y sólo entonces, podremos arrogarnos la verdadera victoria, la entrada triunfal definitiva en el Reino de los Cielos, reservada para aquellos que sigan a Jesucristo realmente hasta el final: con la cruz, con trabajos, con esfuerzos; pero especialmente con la alegría sobrenatural que nos mueve a emprender lo que sea que Dios nos pida con tal de tomar parte de su victoria absoluta en la Cruz: aparente fracaso para los incrédulos, señal de predilección para los creyentes.

Respecto a esto último escribía san Alberto Hurtado: “Los fracasos conducen al apóstol hacia Cristo. Todos ellos son un eco del fracaso grande de la Cruz, cuando fariseos, saduceos y los poderes establecidos triunfaron visiblemente sobre Jesús. ¿No fue Él acaso vestido de blanco y de púrpura, coronado de espinas y crucificado desnudo, con el título ridículo de Rey de los Judíos? Los suyos lo habían traicionado o huido. Era el hundimiento de su obra, y (sin embargo), en ese mismo momento Jesús comenzaba su triunfo. Aceptando la muerte, Jesús la dominaba. Al dejarse elevar sobre la Cruz, elevaba la humanidad hasta el Padre, realizaba su vocación y cumplía su oficio de Salvador.”

 

Queridos hermanos, pidamos en este día a María santísima que nos alcance la gracia de no retroceder jamás ante la cruz, y de acompañar a nuestros Señor Jesucristo hasta el final, hasta el verdadero final que consiste en poder estar toda la eternidad junto con Él.

39º aniversario de la fundación del Instituto del Verbo Encarnado

Nuestra querida familia religiosa
Queridos amigos:
Como bien sabemos la perseverancia en la vocación es un regalo que debemos pedir constantemente y proteger mediante la fidelidad; y al mismo tiempo debe convertirse en una constante acción de gracias al Cielo por tan preciado don. Es por eso que en esta oportunidad les compartimos nuestra alegría y acción de gracias a Dios por habernos concedido hasta ahora 39 años de existencia, durante los cuales nuestra pequeña familia religiosa se ha ido extendiendo poco a poco por el mundo a través de las variadas y lejanas tierras de misión donde el anuncio del Evangelio se lleva a cabo bajo un carisma especial, y donde nuestros misioneros, aun con todas nuestras limitaciones y defectos, buscan darle a Dios la gloria que se merece y trabajan por las almas en favor del plan de salvación, sea desde las escuelas, sea desde las parroquias, sea desde la selva; en ciudades o lugares apartados, dando catecismo o confesando, pero especialmente llevando a Jesucristo Sacramentado y su evangelio, entrando en las diferentes culturas con aquel siempre fecundo espíritu misionero que se riega con las cruces y afrentas sobrellevadas y ofrecidas con generosidad, y aprendiendo más y más a desconfiar de nosotros mismos para poner en Dios toda nuestra confianza. Gracias a Dios por permitirnos formar parte de esta familia, a Él le seguiremos pidiendo siempre la perseverancia y la fidelidad a nuestra consagración.
Para esta ocasión nos preparamos con la correspondiente novena a la solemnidad de la Encarnación de nuestro Señor, y ya el día anterior nos juntamos con nuestros padres y hermanas de Belén, así como con un grupo de peregrinas que celebraban sus 30 años de votos venerando los santos lugares. El día de la solemnidad participamos de la santa Misa en la basílica de la Anunciación en Nazaret, presidida por el Patriarca y concelebrada por más de 50 sacerdotes, teniendo además la presencia de varios obispos y tal cantidad de feligreses de Nazaret y peregrinos que la basílica estaba totalmente llena.
Posteriormente se llevó a cabo la hermosa coronación de una imagen de san José y el Niño Dios frente a la gruta misma de la Encarnación, donde además pudimos renovar nuestros votos religiosos en una sencilla pero emotiva ceremonia, para dar gracias también todos juntos y a continuación realizar el tradicional almuerzo festivo, entre cantos en distintos idiomas según los misioneros asistentes, y teniendo muy presente aquellas hermosas palabras de nuestras constituciones: “En nombre de Cristo queremos constituir una familia religiosa en la que sus miembros estén dispuestos a vivir, con toda radicalidad las exigencias de la Encarnación y de la Cruz, del Sermón de la Montaña y de la Última Cena. Donde se puedan vivir los anonadamientos de Nazaret y del Calvario, donde se entre en las confidencias del Tabor y de Getsemaní. Donde se experimente la paternidad del Padre, la hermandad del Hijo y la inhabitación del Espíritu Santo, amándonos de tal manera los unos a los otros por ser hijos del mismo Padre, hermanos del mismo Hijo y templos del mismo Espíritu Santo, que formemos un solo corazón y una sola alma (Act 4,32).”
Damos gracias a Dios por esta solemnidad tan importante para nosotros, ya que vio nacer a nuestra querida Congregación, y pedimos por el aumento, perseverancia y santificación de las vocaciones sacerdotales y religiosas para la Iglesia.
Con nuestra bendición, en Cristo y María:
Monjes del Monasterio de la Sagrada familia.
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Bautismo de Matías José en el monasterio

Primer bautismo aquí en siglos
Queridos amigos:
Es una gran alegría para nosotros, así como para la familia del pequeño Matías, contarles que gracias a Dios hemos podido celebrar ayer el ingreso oficial y sobrenatural a la Iglesia de este nuevo hijo de Dios, quien acompañado por sus padres, padrinos, familia, amigos, religiosas y miembros de nuestra Tercera Orden aquí, en Tierra Santa, pudo recibir el sacramento que inaugurara nuestro Señor Jesucristo en el Jordán, con las aguar de este mismo río pero celebrado aquí, en la casa de los abuelos de nuestro Señor.
Sandra y Matán, sus padres, desde el principio quisieron que la celebración se realizara aquí, ya que son de nuestros feligreses habituales con quienes tenemos una amistad ya desde hace años y sienten por el monasterio algo especial que deseaban transmitir a Matías, su tercer hijo, desde sus primeros meses de vida, quien -como decíamos ayer en la homilía de la ceremonia-, “Por estar bautizado tendrá derecho, después, a la Sagrada Comunión, a recibir la Confirmación, a reconciliarse con Dios mediante la Confesión, a sellar en su madurez la vocación que late ya en su corazón, mediante el matrimonio o una entrega más profunda si así Dios se lo pide; y también tendrá derecho a recibir ese alivio tan esperado por los enfermos y agonizantes con la unión de los enfermos… y hay más todavía: a partir de hoy comienza la historia de la santificación de Matías mediante la educación de sus padres en la fe y en las virtudes, responsabilidad hermosa que ellos asumen delante de Dios para con sus hijos, y mediante la ayuda sobrenatural de la vida de la gracia que hoy comienza a desarrollarse en su alma, donde el agua viva produce vida, pero vida divina, vida sobrenatural, vida que exige eternidad… y vida que se irá como acrecentando más y más en la medida que se vaya asemejando a la vida de Jesucristo, el Hijo natural de Dios.”
Posteriormente tuvimos los respectivos festejos en el jardín, donde sus padres no dejaban de contar la alegría que sentían porque aquí en Séforis, “Matías es histórico”, ya que debe ser el primer bautizado en siglos, al menos desde que la basílica estaba aun edificada completamente: “tan pequeño y ya haciendo historia”, bromeábamos con ellos mientras compartíamos su alegría.
Damos gracias a Dios y a la Sagrada Familia por este acontecimiento tan importante en la vida de todo católico y de su familia, impronta imperecedera de toda alma llamada a la filiación divina; y encomendamos a sus oraciones a este pequeño y su familia, y a todas las familias cristianas, para que sepan inculcar en sus hijos las virtudes que pueden forjar santos desde la familia e ir aprendiendo a conquistar el Cielo enamorados de Dios y siempre firmes en la fe.
Con nuestra bendición, en Cristo y María:
Monjes del Monasterio de la Sagrada Familia,
Séforis, Tierra Santa.
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“Toda una vida junto a un alma magnánima”

Visita del cardenal Stanisław Jan Dziwisz, secretario personal de san Juan Pablo II durante cuarenta años

No es una novedad afirmar que Dios no deja de bendecirnos, y es que todos sabemos bien que la Divina Providencia no descansa ni deja de sorprendernos tanto con su atención a nuestras necesidades cuanto con aquellos “detalles” tan valiosos que podemos ver a lo largo de nuestra vida… y también con aquellos que no vemos y que recién en la eternidad llegaremos a conocer. Bendito sea Dios. En esta oportunidad les queremos compartir uno más de aquellos hermosos detalles que Dios nos ha querido conceder, sumamente significativo para nuestra familia religiosa del Verbo Encarnado, y es la gracia de haber podido recibir al cardenal Stanisław Jan Dziwisz, quien durante cuatro décadas asistió como secretario a quien actualmente veneramos como santo, como el Papa Magno, san Juan Pablo II, bajo cuyo pontificado nació nuestra pequeña congregación y a cuyo magisterio tanto le debemos.

La visita fue una verdadera sorpresa. Nos llegó de pronto un mensaje del P. Jerzy Kraj, amigo de nuestros sacerdotes en Chipre a quien habíamos podido conocer nosotros en Jerusalén hace unos meses, preguntándonos si podría venir con el Cardenal y un grupo de sacerdotes polacos a visitarnos, concretando en seguida la visita y preparándonos lo mejor posible dentro de la sencillez del monasterio. Y justamente fue la sencillez lo que primero se dejó ver cuando recibimos a su Eminencia, quien desde el momento en que nos saludó hasta que se despidió, se mostró siempre muy cercano y paternal, muy interesado en lo que implica la vida contemplativa en un lugar tan especial, y haciéndonos constantes preguntas, al mismo tiempo que se alegraba y nos incentivaba a seguir trabajando por el Señor.

Apenas llegó el grupo nos presentamos y fuimos poco a poco hacia la capilla, mientras nos contaba acerca de nuestros sacerdotes en Cracovia, a quienes estima mucho y a quienes de hecho llamó por teléfono para que nos pudiéramos saludar, un gran gesto por medio del cual pudimos “extender la visita” por unos minutos con el P. Bernardo Ibarra, misionero en aquella ciudad. Apenas entramos a la capilla su Eminencia se arrodilló a rezar, mientras el P. Jerzy explicaba en polaco algo acerca del monasterio. A continuación, el Cardenal preguntó quién de nosotros tocaba el órgano de la capilla, para poder cantar la Salve todos juntos a la Virgen; fue así que el P. Gonzalo comenzó en seguida a tocar, mientras todos juntos acompañamos el solemne canto que terminó con la bendición solemne de parte del Cardenal a todos los presentes. En ese momento lo invitamos a tomar el café y fue allí donde pudimos aprovecharlo un poco más con lo interesante de lo que nos comentaba.

Apenas vio el libro sobre san Juan Pablo II que habíamos dejado encima para no olvidarnos de pedirle una dedicatoria, él mismo se adelantó y nos dedicó unas líneas: “Con mi bendición y mis mejores deseos para su futuro por el bien de la Iglesia. Cardenal Stanislao”.

Entre otras cosas nos instó a rezar mucho por las vocaciones y seguir siempre adelante al servicio de Dios con gran entusiasmo, agradeciendo también la cercanía de nuestros sacerdotes. Pero quisiera destacar especialmente dos profundos comentarios de los cuales no dejamos de sacar fruto aun después de su partida y que nos han quedado muy presentes hasta ahora:

1º) “Habéis hecho una buena elección; para evangelizar en este lugar tiene más fuerza vuestra vida contemplativa que la activa”, fue su respuesta al pedirle algún consejo para nosotros en cuanto monjes en Séforis, donde somos los únicos cristianos que viven aquí. Luego de esto surgió algún comentario breve acerca de la importancia del testimonio de la vida de oración; si bien somos monjes sacerdotes, es decir, confesamos, predicamos y atendemos a los peregrinos cuando el ministerio lo requiere, debemos volver constantemente a la oración para no perder el recogimiento y seguir buscando siempre la íntima unión con Dios. Esto me hizo acordar aquel hermoso párrafo del P. Hurtado que dice: “Nuestros planes, que deben ser parte del plan de Dios, deben cada día ser revisados, corregidos. Esto se hace sobre todo en las horas de calma, de recogimiento, de oración. Después de la acción hay que volver continuamente a la oración para encontrarse a sí mismo y encontrar a Dios; para darse cuenta, sin pasión, si en verdad caminamos en el camino divino, para escuchar de nuevo el llamado del Padre, para sintonizar con las ondas divinas, para desplegar las velas, según el soplo del Espíritu. Nuestros planes de apostolado necesitan control, y tanto mayor mientras somos más generosos…”
Su Eminencia nos reiteró que rezáramos para tener más vocaciones, especialmente contemplativas porque hacen falta, todo esto siempre entre alguna sonrisa o gesto de asentimiento.

2º) En un momento el Cardenal se acercó a nosotros para darnos la mano y decirnos sonriendo lo siguiente: “el carisma de ustedes está muy fundamentado en el magisterio de Juan Pablo II, él es casi como un cofundador”, palabras que nos dejaron sumamente emocionados y que dejamos aquí testimoniadas debido a la importancia que tienen salidas de los labios de quien mejor que nadie conoció a nuestro santo patrono y, por lo tanto, poseen una autoridad y veracidad únicas.

El ex secretario de san Juan Pablo II se sentía como en casa y nos lo hizo notar en más de una oportunidad, incluso bromeando en algún momento con “nuestra juventud” (él tiene 83 años), con que “se nos llenó el comedor” (es bastante pequeño pero es el único lugar que tenemos como para recibir personas bajo un techo), y hablándonos realmente como un padre que desea infundir a sus hijos el amor a Dios y el compromiso profundo con la vocación que el mismo Dios nos ha dado.

Finalmente llegó la hora despedirnos porque ese mismo día regresaban a Cracovia, no sin antes dejarnos varias reliquias del Papa Magno y algunos otros presentes, a lo cual correspondimos con aceite de la cosecha de este año, el cual le gustó mucho y hasta nos dijo que “se lo fuéramos a dejar a Cracovia, que allá nos esperaba”…

Damos gracias a la Sagrada Familia por las gracias que nos concede, a las personas que rezan por nosotros y en esta ocasión, de manera especial, a san Juan Pablo II, quien con su legado nos ha dejado una impronta evangelizadora que deseamos hacer fructificar a la luz de nuestro carisma y la fidelidad a lo que Dios nos va pidiendo.

En Cristo y María:

P. Jason Jorquera M.

Monasterio de la Sagrada Familia.

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Hasta el Cielo amigo…

A la memoria de Daniel Rodríguez, primer feligrés del Monasterio de la Sagrada Familia.
No es nada nuevo el afirmar que las gracias que Dios nos concede deben ser siempre agradecidas de nuestra parte, y cuánto más cuando son gracias en el ámbito más espiritual, es decir, no tan sólo por haber recibido algún beneficio en el plano material, sino que de manera muy especial cuando estas gracias tienen por objeto directamente el beneficio del alma. Pues bien, dentro de estas gracias nos podemos encontrar con algunas que, desde el punto de vista sensible, parecen ser una especie de amalgama agridulce entre la pena y la confianza, la tranquilidad y la nostalgia; tal es el caso del reciente fallecimiento de nuestro amigo Daniel Rodríguez, primer feligrés del Monasterio de la Sagrada Familia, portador y benefactor de la imagen de nuestra Señora del Rosario que se encuentra en el jardín central del monasterio, quien junto con la pena natural por su partida, nos ha dejado aquel misterioso consuelo sobrenatural de la paz que se queda siempre con el recuerdo de aquellas personas que han tenido la gracia de prepararse para el encuentro definitivo con Dios, luego de grandes sufrimientos ofrecidos en el trance último de su vida terrena.
Ciertamente que la Virgen tuvo un gran rol en este último tiempo en que tuvimos a Daniel entre nosotros, pues puedo afirmar con gran alegría y certeza que él jamás se fue del monasterio sin “pasar a saludar a la Virgen”, como él mismo solía decir, y este es uno de los más devotos y hermosos recuerdos que me quedaron de estos 7 años de amistad con él.
Primero vino un cáncer, hace algunos años, del cual se curó sin explicación médica; luego vino un acv y otro cáncer que, esta vez, fue mucho más agresivo, al punto de dificultar la venida de Daniel a la santa Misa de los sábados por la tarde, razón por la cual el contacto comenzó a ser menos constante físicamente y más telefónico; pero eso no impidió algunas visitas al monasterio para rezar en la capilla y saludarnos cuando la salud lo permitía, ni posteriormente la administración de los sacramentos yendo nosotros a su casa que está a 10 minutos solamente del monasterio. Sin embargo, las últimas dos semanas todo cambió: Daniel ya no podía hablar, y aún así se alegraba mucho cada vez que lo visitábamos, al igual que su esposa, con quien nos manteníamos en contacto y quien nos ha regalado también un gran ejemplo de lo que significa su matrimonio, el cual -dicho sea de paso-, se celebró aquí en Séforis porque así lo quisieron. En todo momento acompañando a su esposo, y prácticamente viviendo en el hospital el último tiempo, siempre fue notable el amor conyugal que decoró hermosamente el sufrimiento que Daniel ofrecía.
Una gracia especial fue el haber podido ser trasladado al hospital de la Sagrada Familia en Nazaret, a 15 minutos del monasterio y de su casa, recibiendo allí aún más visitas y siendo acompañado por abundantes oraciones que nos llegaban por él desde diferentes partes del mundo: familiares, amigos, devotos desconocidos; conventos, monasterios, laicos y religiosos nos escribían y nosotros les enviábamos los mensajes a su esposa, quien se los leía cuando no éramos nosotros al visitarlo, donde rezábamos con él y le leíamos también el Evangelio, le hablábamos o simplemente le sosteníamos la mano que él de vez en cuando apretaba cuando ya no podía moverse. No faltaron los mensajes y hasta algún que otro video de algún misionero comprometiendo sus oraciones y saludándolo, así como de sus “compañeros de feligresía”, quienes también estuvieron siempre preocupados por él y nos acompañaron en su funeral, el cual fue realmente hermoso, pues llegada la hora del responso de pronto se nos llenó el lugar para la celebración, ya que eran muchos quienes lo estimaban.
Personalmente debo decir que no fue fácil comenzar la ceremonia de despedida. Los sacerdotes de vida apostólica, y más todavía los párrocos, ciertamente tendrán más experiencia en este ámbito, pero para mí fue la primera vez que realizaba un funeral y encima a un amigo, a quien dos días antes había ido a visitar y a quien mientras le contaba un poco sobre el Cielo me había apretado fuertemente la mano, por lo cual en mi interior pensé que habría cierta mejoría… aunque, en realidad, qué mejor que partir a la eternidad luego de haber recibido los santos sacramentos de la fe que profesaba. Sea como sea la emoción general se dejaba sentir y se pudo ver claramente al momento de “decir unas palabras”, donde su esposa, hijos y amigos lo recordaron con respetuosa emotividad.
Con el grato consentimiento de la esposa de Daniel les compartimos este sencillo homenaje a quien fuera la primera persona en venir regularmente a rezar a este santo lugar durante años y compartir con los primeros monjes, por quienes siempre nos preguntaba. Aquí nos quedan tanto los buenos recuerdos en la capilla, donde era nuestro lector habitual, cuanto los momentos en que nos visitaba después de la santa Misa de los sábados (donde acostumbramos a tomar el café de despedida hasta hoy siguiendo las tradiciones locales), y alguna que otra visita durante la semana cuando podía para “tomarnos unos mates” entre alguna consulta espiritual o simplemente una visita fraternal.
Encomendamos a sus oraciones el alma de Daniel y de todos los fieles difuntos, así como también por los moribundos, para que también ellos puedan ser asistidos espiritualmente de tal manera que su enfermedad se convierta en la serena antesala del Cielo, donde ya no hay sufrimientos ni enfermedades, y donde esperamos encontrar a aquellos seres queridos que partieron antes que nosotros hacia la meta y gozo final e imperecedero.
Decía san Alberto Hurtado que, “…en el momento de la muerte no queda ya donde ocultarse: el alma es arrancada y arrojada a la llanura infinita donde no quedan más que ella y su Dios. El concepto cristiano de la muerte es inmensamente más rico y consolador: la muerte para el cristiano es el momento de hallar a Dios, a Dios a quien ha buscado durante toda su vida. La muerte para el cristiano es el encuentro del Hijo con el Padre; es la inteligencia que halla la suprema verdad, es la inteligencia que se apodera del sumo Bien. La muerte no es muerte. Lo veremos a Él cara a cara, a Él nuestro Dios que hoy está escondido. Veremos a su Madre, nuestra dulce Madre, la Virgen María. Veremos a sus santos, sus amigos que serán también nuestros amigos; hallaremos nuestros padres y parientes, y aquellos seres cuya partida nos precedió. En la vida terrestre no pudimos penetrar en lo íntimo de sus corazones, pero en la Gloria nos veremos sin oscuridades ni incomprensiones.”
P. Jason,
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Vía Crucis de san Juan Pablo II

 

“La cruz, en la que se muere para vivir;

para vivir en Dios y con Dios,

para vivir en la verdad, en la libertad

y en el amor,

para vivir eternamente”.

San Juan Pablo II

 

 El Santo Padre:

En el nombre del Padre y del Hijo, y del Espíritu Santo.
R/. Amén.

Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame” (Mt 16, 24).

I. Jesús es condenado a muerte

Del Evangelio según San Marcos (15, 14-15).

Pero ellos gritaron con más fuerza: «¡Crucifícale!» Pilatos, entonces, queriendo complacer a la gente, les soltó a Barrabás y entregó a Jesús, después de azotarle, para que fuera crucificado».

Meditación
La sentencia de Pilato fue dictada bajo la presión de los sacerdotes y de la multitud. La condena a muerte por crucifixión debería de haber satisfecho sus pasiones y ser la respuesta al grito: «¡Crucifícale! ¡Crucifícale!» (Mc 15, 13-14, etc.). El pretor romano pensó que podría eludir el dictar sentencia lavándose las manos, como se había desentendido antes de las palabras de Cristo cuando éste identificó su reino con la verdad, con el testimonio de la verdad (Jn 18, 38). En uno y otro caso Pilato buscaba conservar la independencia, mantenerse en cierto modo «al margen». Pero eran sólo apariencias. La cruz a la que fue condenado Jesús de Nazaret (Jn 19, 16), así como su verdad del reino (Jn 18, 36-37), debía de afectar profundamente al alma del pretor romano. Esta fue y es una Realeza, frente a la cual no se puede permanecer indiferente o mantenerse al margen.

El hecho de que a Jesús, Hijo de Dios, se le pregunte por su reino, y que por esto sea juzgado por el hombre y condenado a muerte, constituye el principio del testimonio final de Dios que tanto amó al mundo (cf. Jn 3, 16).

También nosotros nos encontramos ante este testimonio, y sabemos que no nos es lícito lavarnos las manos.

 

II Jesús carga con la cruz

Del Evangelio según San Marcos (14, 20).

Cuando se hubieron burlado de él, le quitaron la púrpura, le pusieron sus ropas y le sacan fuera para crucificarle.

Meditación

Empieza la ejecución, es decir, el cumplimiento de la sentencia. Cristo, condenado a muerte, debe cargar con la cruz como los otros dos condenados que van a sufrir la misma pena: «Fue contado entre los pecadores» (Is 53,12). Cristo se acerca a la cruz con el cuerpo entero terrible-mente magullado y desgarrado, con la sangre que le baña el rostro, cayéndole de la cabeza coronada de espinas. Ecce Homo! (Jn 19, 5 ). En Él se encierra toda la verdad del Hijo del hombre predicha por los profetas, la verdad sobre el siervo de Yavé anunciada por Isaías: «Fue traspasado por nuestras iniquidades… y en sus llagas hemos sido curados» (Is 53,5).
Está también presente en Él una cierta consecuencia, que nos deja asombrados, de lo que el hombre ha hecho con su Dios. Dice Pilato: «Ecce Homo» (Jn 19,5): «¡Mirad lo que habéis hecho de este hombre!» En esta afirmación parece oírse otra voz, como queriendo decir: «¡Mirad lo que habéis hecho en este hombre con vuestro Dios!»
Resulta conmovedora la semejanza, la interferencia de esta voz que escuchamos a través de la historia con lo que nos llega mediante el conocimiento de la fe. Ecce Homo! Jesús, «el llamado Mesías» (Mt 27,17), carga la cruz sobre sus espaldas (Jn 19,17). Ha empezado la ejecución.

 

III Jesús cae por primera vez

Del libro del Profeta Isaías (53, 4-6).

Y con todo eran nuestras dolencias las que él llevaba y nuestros dolores los que soportaba!

Nosotros le tuvimos por azotado, herido de Dios y humillado.
El ha sido herido por nuestras rebeldías, molido por nuestras culpas. El soportó el castigo que nos trae la paz, y con sus cardenales hemos sido curados. Todos nosotros como ovejas erramos, cada uno marchó por su camino, y Yahveh descargó sobre él la culpa de todos nosotros.

Meditación

Jesús cae bajo la cruz. Cae al suelo. No recurre a sus fuerzas sobrehumanas, no recurre al poder de los ángeles. «¿Crees que no puedo rogar a mi Padre, quien pondría a mi disposi-ción al punto más de doce legiones de ángeles?» (Mt 26,53). No lo pide. Habiendo acepta-do el cáliz de manos del Padre (Mc 14, 3 6, etc.), quiere beberlo hasta las heces. Esto es lo que quiere. Y por esto no piensa en ninguna fuerza sobrehumana, aunque al instante podría disponer de ellas. Pueden sentirse dolorosamente sorprendidos los que le habían visto cuando dominaba a las humanas dolencias, a las mutilaciones, a las enfermedades, a la muerte misma. ¿Y ahora? ¿Está negando todo eso? Y, sin embargo, «nosotros esperábamos», dirán unos días después los discípulos de Emaús (Lc 24,21). «Si eres el Hijo de Dios…» (Mt 27,40), le provocarán los miembros del Sanedrín. «A otros salvó, a sí mismo no puede salvarse» (Mc 15,31; Mt 27,42), gritará la gente.
Y él acepta estas frases de provocación, que parecen anular todo el sentido de sumisión, de los sermones pronunciados, de los milagros realizados. Acepta todas estas palabras, decide no oponerse. Quiere ser ultrajado. Quiere vacilar. Quiere caer bajo la cruz. Quiere. Es fiel hasta el final, hasta los mínimos detalles, a esta afirmación: «No se haga lo que yo quiero, sino lo que quieres tú» (cf. Mc 14,36, etc.). Dios salvará a la humanidad con las caídas de Cristo bajo la cruz.

 

IV Jesús encuentra a su madre

Del Evangelio según San Lucas (2, 34-35.51).

Simeón les bendijo y dijo a María, su madre: «Éste está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de contradicción ¡y a ti misma una espada te atravesará el alma!
a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones.»…

Su madre conservaba cuidadosamente todas las cosas en su corazón.

 

Meditación

La Madre. María se encuentra con su Hijo en el camino de la cruz. La cruz de Él es su cruz, la humillación de Él es la suya, suyo el oprobio público de Jesús. Es el orden humano de las cosas. Así deben sentirlo los que la rodean y así lo capta su corazón: «…y una espada atravesará tu alma» (Lc 2,3 5 ). Las palabras pronunciadas cuando Jesús tenía cuarenta días se cumplen en este momento. Alcanzan ahora su plenitud total. Y María avanza, traspasada por esta invisible espada, hacia el Calvario de su Hijo, hacia su propio Calvario. La devoción cristiana la ve con esta espada clavada en su corazón, y así la representa en pinturas y esculturas. ¡Madre Dolorosa!

«¡Oh tú, que has padecido junto con El!», repiten los fieles, íntimamente convencidos de que así justamente debe expresarse el misterio de este sufrimiento. Aunque este dolor le pertenezca y le afecte en lo más profundo de su maternidad, sin embargo, la verdad plena de este sufrimiento se expresa con la palabra «compasión». También ella pertenece al mismo misterio: expresa en cierto modo la unidad con el sufrimiento del Hijo.

 

V Simón Cireneo ayuda a Jesús

Lectura del Evangelio según San Marcos (15, 21-22).

Y obligaron a uno que pasaba, a Simón de Cirene, que volvía del campo, el padre de Alejandro y de Rufo, a que llevara su cruz. Le conducen al lugar del Gólgota, que quiere decir: Calvario

 

Meditación

Simón de Cirene, llamado a cargar con la cruz (cf. Mc 15,21; Lc 23,26), no la quería llevar ciertamente. Hubo que obligarle. Caminaba junto a Cristo bajo el mismo peso. Le prestaba sus hombros cuando los del condenado parecían no poder aguantar más. Estaba cerca de él: más cerca que María o que Juan, a quien, a pesar de ser varón, no se le pide que le ayude. Le han llamado a él, a Simón de Cirene, padre de Alejandro y de Rufo, como refiere el evangelio de Marcos (Mc 15,21). Le han llamado, le han obligado.
¿Cuánto duró esta coacción? ¿Cuánto tiempo caminó a su lado, dando muestras de que no tenía nada que ver con el condenado, con su culpa, con su condena? ¿Cuánto tiempo anduvo así, dividido interiormente, con una barrera de indiferencia entre él y ese Hombre que sufría? «Estaba desnudo, tuve sed, estaba preso» (cf. Mt 25,35.36), llevaba la cruz… ¿La llevaste conmigo?… ¿La has llevado conmigo verdaderamente hasta el final?
No se sabe. San Marcos refiere solamente el nombre de los hijos del Cireneo y la tradición sostiene que pertenecían a la comunidad de cristianos allegada a San Pedro (cf. Rm 16,13).

 

VI La Verónica limpia el rostro de Jesús

Lectura del Libro del profeta Isaías (53, 2-3).

No tenía apariencia ni presencia; (le vimos) y no tenía aspecto
que pudiésemos estimar. Despreciable y desecho de hombres,
varón de dolores y sabedor de dolencias, como uno ante quien se oculta el rostro.

Meditación

La tradición nos habla de la Verónica. Quizá ella completa la historia del Cireneo. Porque lo cierto es que –aunque, como mujer, no cargara físicamente con la cruz y no se la obligara a ello– llevó sin duda esta cruz con Jesús: la llevó como podía, como en aquel momento era posible hacerlo y como le dictaba su corazón: limpiándole el rostro.
Este detalle, referido por la tradición, parece fácil de explicar: en el lienzo con el que secó su rostro han quedado impresos los rasgos de Cristo. Puesto que estaba todo él cubierto de sudor y sangre, muy bien podía dejar señales y perfiles.

Pero el sentido de este hecho puede ser interpretado también de otro modo, si se considera a la luz del sermón escatológico de Cristo. Son muchos indudablemente los que preguntarán: «Señor, ¿cuándo hemos hecho todo esto?» Y Jesús responderá: «Cuantas veces hicisteis eso a uno de estos mis hermanos menores, a mí me lo hicisteis» (Mt 25,40). El Salvador, en efecto, imprime su imagen sobre todo acto de caridad, como sobre el lienzo de la Verónica.

 

VII Jesús cae por segunda vez

Del Libro de las Lamentaciones (3, 1-2. 9. 16).

El hombre que ha visto la miseria bajo el látigo de su furor.
Él me ha llevado y me ha hecho caminar en tinieblas y sin luz…
Ha cercado mis caminos con piedras sillares, ha torcido mis senderos… Ha quebrado mis dientes con guijarro, me ha revolcado en la ceniza.

Meditación

«Yo soy un gusano, no un hombre; el oprobio de los hombres y el desecho del pueblo» (Sal 22 [21],7): las palabras del Salmista-profeta encuentran su plena realización en estas estrechas, arduas callejuelas de Jerusalén, durante las últimas horas que preceden a la Pascua. Ya se sabe que estas horas, antes de la fiesta, son extenuantes y las calles están llenas de gente. En este contexto se verifican las palabras del Salmista, aunque nadie piense en ellas. No paran mientes en ellas ciertamente todos cuantos dan pruebas de desprecio, para los cuales este Jesús de Nazaret que cae por segunda vez bajo la cruz se ha hecho objeto de escarnio.
Y Él lo quiere, quiere que se cumpla la profecía. Cae, pues, exhausto por el esfuerzo. Cae por voluntad del Padre, voluntad expresada asimismo en las palabras del Profeta. Cae por propia voluntad, porque «¿cómo se cumplirían, si no, las Escrituras?» (Mt 26,54): «Soy un gusano y no un hombre» (Sal 22[21],7); por tanto, ni siquiera «Ecce Homo» (Jn 19,5); menos aún, peor todavía.
El gusano se arrastra pegado a tierra; el hombre, en cambio, como rey de las criaturas, camina sobre ella. El gusano carcome la madera: como el gusano, el remordimiento del pecado roe la conciencia del hombre. Remordimiento por esta segunda caída.

 

VIII Jesús encuentra las mujeres de Jerusalén

Del Evangelio según San Lucas (23, 28-31).

Jesús, volviéndose a ellas, dijo: «Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí; llorad más bien por vosotras y por vuestros hijos. Porque llegarán días en que se dirá: ¡Dichosas las estériles, las entrañas que no engendraron y los pechos que no criaron!
Entonces se pondrán a decir a los montes: ¡Caed sobre nosotros! Y a las colinas: ¡Cubridnos! Porque si en el leño verde hacen esto, en el seco ¿qué se hará?»

Meditación

Es la llamada al arrepentimiento, al verdadero arrepentimiento, al pesar, en la verdad del mal cometido. Jesús dice a las hijas de Jerusalén que lloran a su vista: «No lloréis por mí; llorad más bien por vosotras mismas y por vuestros hijos» (Lc 23,28). No podemos quedarnos en la superficie del mal, hay que llegar a su raíz, a las causas, a la más honda verdad de la conciencia.
Esto es justamente lo que quiere darnos a entender Jesús cargado con la cruz, que desde siempre «conocía lo que en el hombre había» (Jn 2,25) y siempre lo conoce. Por esto Él debe ser en todo momento el más cercano testigo de nuestros actos y de los juicios, que sobre ellos hacemos en nuestra conciencia. Quizá nos haga comprender incluso que estos juicios deben ser ponderados, razonables, objetivos. Dice: «No lloréis»; pero, al mismo tiempo, ligados a todo cuanto esta verdad contiene: nos lo advierte porque es Él el que lleva la cruz.
Señor, ¡dame saber vivir y andar en la verdad!

 

IX Jesús cae por tercera vez

Del Libro de las Lamentaciones (3, 27-32).

Bueno es para el hombre soportar el yugo desde su juventud.
Que se siente solitario y silencioso, cuando el Señor se lo impone; que ponga su boca en el polvo: quizá haya esperanza;
que tienda la mejilla a quien lo hiere, que se harte de oprobios.
Porque no desecha para siempre… si llega a afligir, se apiada luego según su inmenso amor

Meditación

«Se humilló, hecho obediente hasta la muerte, y muerte de cruz «(Fl 2,8 ). Cada estación de esta Vía es una piedra miliar de esa obediencia y ese anonadamiento.
Captamos el grado de este anonadamiento cuando leemos las palabras del Profeta: «Todos nosotros andábamos errantes como ovejas, siguiendo cada uno su camino, y Yavé cargó sobre él la iniquidad de todos nosotros» (Is 53,6).
Comprendemos el grado de este anonadamiento cuando vemos que Jesús cae una vez más, la tercera, bajo la cruz. Cuando pensamos en quién es el que cae, quién yace entre el polvo del camino bajo la cruz, a los pies de gente hostil que no le ahorra humillaciones y ultrajes… ¿Quién es el que cae?¿Quién es Jesucristo? «Quien, existiendo en forma de Dios, no reputó como botín codiciable ser igual a Dios, antes se anonadó, tomando la forma de siervo y haciéndose semejante a los hombres; y en la condición de hombre se humilló, hecho obediente hasta la muerte, y muerte de cruz» (Fl 2, 6-8 ).

 

X Jesús es despojado de sus vestiduras

Del Evangelio según San Marcos (15, 24).

Le crucifican y se reparten sus vestidos, echando a suertes a ver qué se llevaba cada uno.

 

Meditación

Cuando Jesús, despojado de sus vestidos, se encuentra ya en el Gólgota (cf. Mc 15,24, etc.), nuestros pensamientos se dirigen hacia su Madre: vuelven hacia atrás, al origen de este cuerpo que ya ahora, antes de la crucifixión, es todo él una llaga (cf. Is 52,14). El misterio de la Encarnación: el Hijo de Dios toma cuerpo en el seno de la Virgen (cf. Mt 1,23; Lc 1,26-38). El Hijo de Dios habla al Padre con las palabras del Salmista: «No te complaces tú en el sacrificio y la ofrenda…, pero me has preparado un cuerpo» (Sal 40 [39], 8.7; Hb 10,6.5). El cuerpo del hombre expresa su alma. El cuerpo de Cristo expresa el amor al Padre: «Entonces dije: ‘¡Heme aquí que vengo!’… para hacer, ¡oh Dios!, tu voluntad» (Sal 40 [39], 9; Hb 10,7). «Yo hago siempre lo que es de su agrado» (Jn 8,29). Este cuerpo desnudo cumple la voluntad del Hijo y la del Padre en cada llaga, en cada estremecimiento de dolor, en cada músculo desgarrado, en cada reguero de sangre que corre, en todo el cansancio de sus brazos, en los cardenales de cuello y espaldas, en el terrible dolor de las sienes. Este cuerpo cumple la voluntad del Padre cuando es despojado de sus vestidos y tratado como objeto de suplicio, cuando encierra en sí el inmenso dolor de la humanidad profanada.
El cuerpo del hombre es profanado de varias maneras.
En esta estación debemos pensar en la Madre de Cristo, porque bajo su corazón, en sus ojos, entre sus manos el cuerpo del Hijo de Dios ha recibido una adoración plena.

 

 

 

XI Jesús es clavado en la cruz

Del Evangelio según San Marcos (15, 25-27).

Era la hora tercia cuando le crucificaron. Y estaba puesta la inscripción de la causa de su condena: «El Rey de los judíos».
Con él crucificaron a dos salteadores, uno a su derecha y otro a su izquierda.

Meditación

«Han taladrado mis manos y mis pies y puedo contar todos mis huesos» (Sal 22 [21],17-18). «Puedo contar…»: ¡qué palabras proféticas! Sabemos que este cuerpo es un rescate. Un gran rescate es todo este cuerpo: las manos, los pies y cada hueso. Todo el Hombre en máxima tensión: esqueleto, músculos, sistema nervioso, cada órgano, cada célula; todo en máxima tensión. «Yo, si fuere levantado de la tierra, atraeré a todos a mí» (Jn 12,32). Palabras que expresan la plena realidad de la crucifixión. Forma parte de ésta también la terrible tensión que penetra las manos, los pies y todos los huesos: terrible tensión del cuerpo entero que, clavado como un objeto a los maderos de la cruz, va a ser aniquilado, hasta el fin, en las convulsiones de la muerte. Y en la misma realidad de la crucifixión entra todo el mundo que Jesús quiere atraer a Sí (cf. Jn 12,32). El mundo está sometido a la gravitación del cuerpo, que tiende por inercia hacia lo bajo.

Precisamente en esta gravitación estriba la pasión del Crucificado. «Vosotros sois de abajo, yo soy de arriba» (Jn 8,23). Sus palabras desde la cruz son: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34).

 

XII Jesús muere en la cruz

Del Evangelio según San Marco (15, 33-34.37, 39).

Llegada la hora sexta, hubo oscuridad sobre toda la tierra
hasta la hora nona. A la hora nona gritó Jesús con fuerte voz:
«Eloí, Eloí, ¿lama sabactaní?», que quiere decir
—«¡Dios mío, Dios mío! ¿por qué me has abandonado?»…
Pero Jesús lanzando un fuerte grito, expiró… Al ver el centurión, que estaba frente a él, que había expirado de esa manera, dijo:
«Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios.»

Meditación

Jesús clavado en la cruz, inmovilizado en esta terrible posición, invoca, al Padre (cf. Mc 15,34; Mt 27,46; Lc 23,46). Todas las invocaciones atestiguan que El es uno con el Padre. «Yo y el Padre somos una sola cosa» (Jn 10,30); «El que me ha visto a mí ha visto al Padre» (Jn 14,9); «Mi Padre sigue obrando todavía, y por eso obro yo también» (Jn 5,17).
He aquí el más alto, el más sublime obrar del Hijo en unión con el Padre. Sí: en unión, en la más profunda unión, justamente cuando grita: Eloí, Eloí, lama sabachtani?: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mc 15,34; Mt 27,46). Este obrar se expresa con la verticalidad del cuerpo que pende del madero perpendicular de la cruz, con la horizontalidad de los brazos extendidos a lo largo del madero transversal. El hombre que mira estos brazos puede pensar que con el esfuerzo abrazan al hombre y al mundo.
Abrazan.
He aquí el hombre. He aquí a Dios mismo. «En Él…. vivimos y nos movemos y existimos» (Hch 17,28). En Él: en estos brazos extendidos a lo largo del madero transversal de la cruz.
El misterio de la Redención.

 

XIII Jesús es bajado de la cruz

Del Evangelio según San Marcos (15, 42-43. 46).

Y ya al atardecer… vino José de Arimatea, miembro respetable del Consejo, que esperaba también el Reino de Dios,… quien, comprando una sábana, lo descolgó de la cruz.

Meditación

En el momento en que el cuerpo de Jesús es bajado de la cruz y puesto en brazos de la Madre, vuelve a nuestra mente el momento en que María acogió el saludo del ángel Gabriel: «Concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús… Y le dará el Señor Dios el trono de David, su padre… y su reino no tendrá fin» (Lc 1,31-33). María sólo dijo: «Hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38), como si desde el principio hubiera querido expresar cuanto estaba viviendo en este momento. En el misterio de la Redención se entrelazan la gracia, esto es, el don de Dios mismo, y «el pago» del corazón humano. En este misterio somos enriquecidos con un Don de lo alto (St 1,17) y al mismo tiempo somos comprados con el rescate del Hijo de Dios (cf. 1 Co 6,20; 7,23; Hch 20,28). Y María, que fue más enriquecida que nadie con estos dones, es también la que paga más. Con su corazón.

A este misterio está unida la maravillosa promesa formulada por Simeón cuando la presentación de Jesús en el templo: «Una espada atravesará tu alma para que se descubran los pensamientos de muchos corazones» (Lc 2,35). También esto se cumple. ¡Cuántos corazones humanos se abren ante el corazón de esta Madre que tanto ha pagado!
Y Jesús está de nuevo todo él en sus brazos, como lo estaba en el portal de Belén (cf. Lc 2,16), durante la huida a Egipto (cf. Mt 2,14), en Nazaret (cf. Lc 2,39-40). La Piedad.

 

XIV Jesús es puesto en el sepulcro

Del Evangelio según San Marcos (15, 46-47).

José de Arimatea,… lo envolvió en la sábana y lo puso en un sepulcro que estaba excavado en roca; luego, hizo rodar una piedra sobre la entrada del sepulcro. María Magdalena
y María la de Joset se fijaban dónde era puesto.

Meditación

Desde el momento en que el hombre, a causa del pecado, se alejó del árbol de la vida (cf. Gn 3), la tierra se convirtió en un cementerio. Tantos sepulcros como hombres. Un gran planeta de tumbas.

En las cercanías del Calvario había una tumba que pertenecía a José de Arimatea (cf. Mt 27,60). En este sepulcro, con el consentimiento de José, depositaron el cuerpo de Jesús una vez bajado de la cruz (cf. Mc 15,42-46, etc. ). Lo depositaron apresuradamente, para que la ceremonia acabara antes de la fiesta de Pascua (cf. Jn 19,31), que empezaba en el crepúsculo. Entre todas las tumbas esparcidas por los continentes de nuestro planeta, hay una en la que el Hijo de Dios, el hombre Jesucristo, ha vencido a la muerte con la muerte. O mors! ego mors tua!: «Muerte, ¡yo seré tu muerte!» (1ª antif. Laudes del Sábado Santo). El árbol de la Vida, del que el hombre fue alejado por su pecado, se ha revelado nuevamente a los hombres en el cuerpo de Cristo. «Si alguno come de este pan, vivirá para siempre, y el pan que yo le daré es mi carne, vida del mundo» (Jn 6,51). Aunque se multipliquen siempre las tumbas en nuestro planeta, aunque crezca el cementerio en el que el hombre surgido del polvo retorna al polvo (cf. Gn 3,19), todos los hombres que contemplan el sepulcro de Jesucristo viven en la esperanza de la Resurrección.

Monjes contemplativos del Instituto del Verbo Encarnado