Sermón sobre el orgullo II/II

Yo no soy cómo los demás.

(S. Lucas, XVIII, 11.)

San Juan María Vianney

 

Este maldito pecado del orgullo se desliza hasta entre los que ejercen las más bajas funciones. Así un trabajador de tierras, un podador, por ejemplo, si le ocurre practicar su oficio en lugares donde acude mucha gente, veréis que pone en su obra todos sus cinco sentidos, «a fin, dirá él, de que los que pasen por aquí no puedan decir que no sé mi obligación». Este pecado se mezcla también con el crimen o con la virtud: ¡cuántos son los que se glorían de haber hecho el mal! Escuchad la conversación de algunos bebedores: «¡Ah!, dirá uno, el otro día me topé con fulano; apostamos a quién bebería más sin embriagarse; y le gane.» Es también orgullo, desear riquezas que no se tienen o envidiar las de los demás, por ser los ricos respetados en el mundo.

Hallareis algunos que, según su manera de hablar, son humildes en extremo, y llegan hasta despreciar su persona, cómo si públicamente quisiesen confesar su pequeñez. Más decidles algo que los humille de verdad. A la primera palabra les veréis         erguirse,            y            plantaros         cara,      y           hasta     llegaran            al          extremo             de desacreditaros y volver  contra vuestra reputación, por el pretendido agravio que  le  habéis  inferido.  Mientras  se  los  alabe  y  lisonjee,  serán  ellos  muy humildes. Otras veces sucede que, cuando  delante de nosotros se habla con encomio  de  otra  persona,  nos  sentimos  molestados,   cual  si  aquello  nos humillara; ponemos mala cara, o bien decimos: «¡Ah!, ¡es como los demás, fue ella quién hizo esto o lo de más allá, no posee las bellas cualidades que le atribuís, se ve que no la conocéis».

He dicho que el orgullo se mete hasta en nuestras buenas obras. Son muchos los  que  no  darían  limosna  ni  favorecerían  al  prójimo  si  no  fuese  porque, mediante ello, son tenidos por personas caritativas y de buenos sentimientos. Si ocurre tener que dar limosna delante de los demás, dan mayor cantidad que cuando están a solas. Si desean hacer publico el bien que han practicado o los servicios que a los demás han prestado, comenzarán hablando de esta manera «Fulano es muy desgraciado, apenas puede vivir; tal día vino a manifestarme su miseria y le di tal cosa».

El orgulloso nunca quiere ser reprendido, en todo le asiste el derecho; todo cuanto dice esta bien dicho; todo cuanto hace esta bien hecho. En cambio, le veréis  constantemente  preocuparse  de  la  conducta  de  los  demás  todo  lo encuentra  defectuoso  :  nada  esta  bien  hecho  ni  bien  dicho..  Una  acción realizada con las mejores intenciones del mundo, su lengua viperina la convierte en cosa mala.

¿Cuántos hay, también, que mienten o inventan par causa del orgullo? Si les ocurre  narrar  sus dichos o sus hechos, ponen mucho más de lo que hay en realidad.  En  cambio,  otros  mienten  por  temor  de  la  humillación.  En  otras palabras: los viejos se vanaglorian de lo que no hicieron; si hemos de dar oídos a sus palabras, diremos que fueron los más valerosos conquistadores de la tierra; parece cómo si hubiesen recorrido el universo entero; y los jóvenes alábanse de lo que no harán nunca; todos mendigan, todos corren detrás de una boqueada de humo, que ellos llaman honor. Tal es el mundo de hoy;  explorad vuestra conciencia, poned  la  mano  sobre el  corazón,  y,  forzosamente  tendréis  que reconocer la verdad de lo que os digo.

Pero lo más triste y lamentable es que este pecado sume al alma en tan espesas tinieblas, que nadie se cree culpable del mismo. Nos damos perfecta cuenta de las vanas alabanzas  de  los demás, conocemos muy bien cuando se atribuyen elogios que jamás merecieron; mas nosotros creemos ser siempre merecedores de los que se nos tributan. Y yo os digo que quién busca la estimación de los hombres es ciego. –¿Por que, me diréis?— He aquí la razón, amigo mío. Ante todo, no diré que pierda todo el mérito de cuanto hace, que todas sus limosnas, sus oraciones y sus penitencias no sean más que motivo de condenación. El creerá haber hecho algo bueno, y todo estará estropeado por el orgullo. Pero os digo  yo  que  es  un  ciego.  Para  merecer  la  estimación  de  Dios  y de  los hombres, lo más seguro es huir de los honores en vez de procurarlos; no hay más que persuadirse de que nada somos, nada merecemos; y estemos ciertos de que lo tendremos todo. En todo tiempo se ha visto que cuanto más una persona quiere ensalzarse, tanto más permite Dios su humillación; y cuanto más empeño pone en esconderse, mayor es el brillo que Dios concede a su fama. Mirad: no tenéis más que poner la mano y los ojos sobre la verdad para reconocerla. Una persona, es decir, un orgulloso, corre a mendigar las alabanzas de los hombres, ¡y veréis que apenas si es conocido en una parroquia! Mas aquel que hace cuanto puede para ocultarse, que se desprecia a si mismo y se tiene en nada, hallareis que en veinte o  cincuenta leguas a la redonda son elogiadas y conocidas sus buenas cualidades. En una palabra: su fama se esparce par las cuatro partes del mundo; cuanto más se oculta, más conocido es; mientras que cuanto más el otro quiere hacerse visible, más profundamente  se  hunde en las tinieblas, lo cual hace que nadie le conozca, y él mucho menos que los demás.

Si el fariseo, según habéis visto, es el verdadero retrato del orgulloso, el publicano es  una imagen visible del corazón sinceramente penetrado de su pequeñez,  de  su nada, de su escaso mérito y de su gran confianza en Dios. Jesús  nos  lo  presenta  como  un  modelo  cumplido,  al  cual  podemos  tomar seguramente por guía. El publicano, nos dice San Lucas, echa en olvido todo el bien que ha podido hacer durante  su  vida, para ocuparse solamente de su indignidad y de su miseria espiritual; no se atreve a comparecer delante de un Dios tan santo. Lejos de imitar al fariseo, que se situó en un lugar donde podía ser visto de todo el mundo y recibir sus alabanzas, el pobre publicano apenas se atreve a entrar en el templo, corre a ocultarse en un rincón, se considera como si estuviese sólo ante su juez, la faz en tierra, el corazón quebrantado de dolor y los ojos bañados en lágrimas; tanta es su confusión al considerar sus pecados y la santidad de Dios, delante del cual se considera tan indigno de comparecer, que ni se atreve a mirar el altar. Con el corazón lleno de amargura, exclama:

«¡Dios mío, dignaos tener piedad de mi, pues soy un gran pecador! » (Luc., XVIII, 13.). Esta humildad movió de tal manera el corazón de Dios, que, no solamente le perdonó sus pecados, sino que le alabó públicamente diciendo que aquel publicano, aunque pecador, le había sido más agradable por su humildad que no el fariseo con la aparatosa ostentación de sus buenas obras: «Pues os digo, afirma Jesucristo, que aquel publicano regresó a su casa libre de pecado, mientras que el fariseo regresó más culpable que antes de entrar en el templo. De donde deduzco que quién se exalta será humillado, y quién se humilla será exaltado». Hasta aquí hemos visto en que consiste el orgullo, cuan horrible es este vicio, cuanto ofende a Dios y cuan duramente lo castiga el Señor. Vamos a ver ahora lo que sea su virtud contraria, a saber, la humildad.

III.-  «Si  el  orgullo  es  la  fuente  de  toda  clase  de  vicios»  (Eccli,  X,  15.), podemos también afirmar que la humildad es la fuente y el fundamento de toda clase de virtudes (Prov., XV, 33.) ; es la puerta por la cual pasan las gracias que Dios nos otorga ; ella es la que sazona todos nuestros actos, comunicándoles tanto valor, y haciendo que resulten tan agradables a Dios ; finalmente, ella nos constituye dueños del corazón de Dios, hasta hacer de Él, por decirlo así, nuestro servidor; pues nunca ha podido Dios resistir a un corazón humilde (1 Petr., V, 5.).- Pero, me diréis, ¿en que consiste esa humildad, que tantas gracias nos  merece?  -Helo  Aquí,  amigo  mío.  Escúchame:  has  podido  conocer  ya  si realmente estabas dominado por el orgullo, y ahora vas a ver si tienes la dicha de  poseer  esta  tan  rara  como  hermosa  virtud;  si  la  posees  en  toda  su integridad,  tienes  segura  la  gloria  del  cielo.  La  humildad,  nos  dice  San Bernardo, es una virtud que nos hace conocer a nosotros mismos, y nos inclina a concebir un constante desprecio de cuanto  procede de nuestra persona. La humildad    es          una antorcha     que        presenta            a          la         luz       del        día         nuestras imperfecciones;  no  consiste,  pues,  en  palabras  ni  en   obras,  sino  en  el conocimiento de sí mismo, gracias al cual descubrimos en nuestro ser un cúmulo de defectos que el orgullo nos ocultara hasta el presente. Y digo que esta virtud nos es absolutamente necesaria para ir al cielo; oíd, si no, lo que nos dice Jesucristo  en el Evangelio: «Si no os volvéis como niños, no entrareis en el reino de los cielos. En verdad os digo que, si no os convertís, si no apartáis esos sentimientos de orgullo y de ambición, tan naturales al hombre, nunca llegaréis al cielo (Matth., XVIII, 3.). «Sí, nos dice el Sabio, la humildad todo lo alcanza» (Ps. Cl, 18.). ¿Queréis alcanzar el perdón de los  pecados? Presentaos ante vuestro  Dios  en  la  persona  de  sus  ministros,  y  allí,  llenos  de  confusión, considerándoos indignos de obtener el perdón que imploráis, podéis tener  la seguridad  de  alcanzar  misericordia.  ¿Sois  tentados?

Corred  a  humillaros, reconociendo que por vuestra parte no podéis hacer más que perderos: y tened por cierto  que os veréis libres de la tentación. ¡Oh, hermosa virtud, cuan agradables son a Dios  las almas que lo poseen! El mismo Jesucristo no pudo darnos  más  hermosa  idea  de  sus  méritos  que  manifestándonos  que  había querido tomar «la forma de esclavo» (Philip., 11, 7.) la más vil condición a que puede llegar un hombre. ¿Qué es lo que tan agradable  hizo  a la Santísima Virgen ante los ojos de Dios sino la humildad y el desprecio de si mismo?

 Leemos en la historia (Vida de los Padres del desierto, 1, p. 52.) que San Antonio tuvo una visión en la que Dios le presentó el mundo cubierto con una red cuyos cuatro extremos estaban sostenidos por demonios. «¡Ah!, exclamo el Santo, ¿Quién podrá escapar de esta red? » «Antonio, le dijo el Señor, basta tener humildad: es decir, si reconoces que de tu parte nada mereces, que de nada eres capaz con tus solas fuerzas, entonces saldrás triunfante». Un amigo de San Agustín le preguntó cual era la virtud que debía practicar para ser más agradable a Dios. El Santo le contesta: «Te basta la sola humildad. En vano he trabajado en buscar la verdad; para conocer el camino que más seguramente lleve a  Dios, nunca  he  sabido hallar otro».
Escuchad  lo  que  nos  cuenta  la historia (Vida de los Padres del desierto, San Macario de Egipto, t. 11, p. 358.). San Macario, un día que  regresaba a su morada con un haz de leña, halló al demonio empuñando un tridente de fuego, el cual le dijo: «Oh, Macario, cuanto sufro por no poderte maltratar; ¿por que me haces sufrir tanto?, pues cuanto haces, lo practico yo mejor que tú: si tú ayunas, yo no como nunca; si tú pasas las noches en vela, yo no duermo nunca; solamente me aventajas en una cosa, y con ella me tienes vencido». ¿Sabéis cual era la cosa que tenía San Macario y el demonio no? ¡Ah!, amados míos, la humildad. ¡Oh, hermosa virtud, cuan dichoso y cuan capaz de grandes cosas es el mortal que la posee!

 En efecto, aunque tuvieseis todas las demás virtudes, si os faltase ésta, nada tendríais.  Abandonad toda vuestra fortuna a los pobres, llorad los pecados durante toda la vida,  someteos a todas las penitencias que vuestro cuerpo pueda soportar, pasad los años de vuestra existencia en el retiro; si no tenéis humildad, habréis de condenaros. Por esto vemos que todos los santos pasaron su vida entera trabajando en adquirirla o conservarla. Cuanto más les colmaba Dios  de  favores,  más  profundamente  se  humillaban.  Mirad  a  San  Pablo, arrebatado hasta el tercer cielo; se tiene por gran pecador, un perseguidor de la Iglesia de Cristo, un miserable bastardo, indigno del lugar que ocupa (I Tim.,

1, 13; I Con, XV, 8-9.). Mirad a San Agustín, a San Martín: entraban en el

templo temblando, tanta era la confusión que sentían al considerar su miseria espiritual.  Estas deberían ser nuestras disposiciones para ser agradables a Dios. Vemos que un  árbol, cuanto más cargado de fruto se halla, más inclina hacia el suelo sus ramas; así también nosotros, cuanto mayor sea el número de nuestras buenas obras,   más            profundamente            debemos           humillarnos, reconociéndonos indignos de que Dios se  sirva de tan vil instrumento para hacer el bien. Solamente por humildad podemos reconocer a un buen cristiano.

Más, me diréis, ¿de que manera podremos distinguir si un cristiano es humilde?

-Nada más fácil, según ahora vais a ver. Ante todo os digo que una persona verdaderamente  humilde  nunca  habla  de  sí  misma,  ni  en  bien  ni  en  mal; contentase con humillarse delante de Dios, que la conoce tal cual es. Sus ojos no atienden más que a su conducta propia, y gime siempre por reconocerse muy culpable; por otro lado, no deja de trabajar por hacerse cada vez más digna de Dios. Nunca la veréis emitir su juicio sobre la  conducta de los demás, nunca deja de formar buena opinión de todo el mundo. ¿Hay  alguien a quién sepa despreciar? A nadie más que a sí misma. Siempre echa a buena parte lo que hacen sus  hermanos, pues esta muy persuadida de que sólo ella es capaz de obrar el mal. De aquí viene que, si habla de su prójimo, es para elogiarlo; si no puede decir de los demás cosa buena, se calla; cuando la desprecian, piensa que en ello hacen los demás lo que deben, pues, después de haber ella despreciado a su Dios, bien merece ser despreciada de los hombres; si le tributan elogios, se ruboriza y huye, lamentándose de ver que en el día del juicio  final va a causar  una gran decepción a los que la creían persona de bien, cuando en realidad esta llena de pecados. Siente tanto horror de las alabanzas, cuanto los orgullosos aborrecen la humillación. Prefiere siempre para amigos a los que le dan a conocer sus defectos. Si se le ofrece la ocasión de favorecer a alguien, escogerá siempre como objeto de sus atenciones a quién le calumnió o le causo algún perjuicio.

Los orgullosos buscan siempre la compañía de quienes los adulan y tienen en algo; ella, por el contrario, se apartara de la lisonja para ir en busca de los que parecen tenerla en opinión desfavorable. Sus delicias consisten en hallarse sólo con su Dios, mostrarle sus miserias, y suplicarle que se apiade de ella. Ya esté sola, ya en compañía de otros, ningún cambio observaréis en sus oraciones, ni en su manera de obrar. Encaminando todas sus acciones solamente a agradar a Dios, nunca se preocupa de lo que podrán decir de ella los demás. Trabaja par agradar a  Dios, mientras que al mundo lo coloca debajo de sus plantas. Así piensan y obran los que poseen el preciado tesoro, de la humildad… Jesucristo parece no hacer distinción entre el sacramento del Bautismo, el de la Penitencia y la humildad. Nos dice que, sin el Bautismo, jamás entraremos en el reino de los cielos (Ioan., III, 5.); sin el de la Penitencia, después de hacer pecado, no cabe esperar el perdón, y en seguida nos dice también que sin la humildad no entraremos en el cielo (Matth., XVIII, 3.). Aunque estemos llenos de pecados, si somos humildes, tenemos la seguridad de alcanzar perdón; más sin la humildad, aunque  llevemos realizadas cuántas buenas obras nos sean posibles, no alcanzaremos la  salvación.  Ved un ejemplo que os mostrara esto perfectamente.

 Leemos en el libro de los Reyes (III Reg., XXI.) que el rey Acab era el más abominable de los soberanos que habían reinado hasta su tiempo; no creo que se pueda decir más de lo que de él dice el Espíritu Santo. Escuchad: «Era un rey dado a toda  suerte de  impurezas; echaba mano, sin discreción, de los bienes de sus súbditos; fue causa de que los israelitas se rebelasen contra su Dios; parecía un hombre vendido y comprometido a  realizar toda suerte de iniquidades: en una palabra, con sus crímenes dejó buenos a cuántos le habían precedido. Por todo lo cual, no pudiendo Dios soportar por más tiempo sus maldades, dispuesto a castigarle, llamo a su profeta Elías, ordenándole que se presentase al rey  para  darle a conocer los divinos propósitos: «Dile que los perros comerán sus carnes y se abrevaran en su sangre; descargaré sobre su cabeza toda mi cólera y toda mi venganza; nada omitiré para castigarle, hasta el punto de hacer llegar el exceso de mi  furor a los perros que se hayan alimentado de sus despojos». Fijaos aquí en cuatro cosas:

  1. ¿Se ha visto jamás hombre malvado cómo aquel?
  2. 2. ¿Se ha visto jamás que determinación tan clara de hacer perecer a un hombre, ciertamente merecedor de tal castigo?
  3. 3. ¿Se ha dado nunca orden tan precisa? «Todo ello, dijo el Señor, tendrá efecto en este lugar. »
  4. 4. ¿ Se ha visto nunca en la historia de un hombre condenado a un suplicio tan infame cual el que debía sufrir Acab, esto es, hacer que su cuerpo y su sangre sirviesen de pasto a los perros? ¿Quién podrá librarle de las manos de enemigo tan poderoso, el cual ha comenzado ya a ejecutar sus designios?

En  cuanto  el  profeta  terminó  su  mensaje,  Acab  comenzó  a  rasgar  sus vestiduras.  Escuchad  lo  que  le  dijo  el  Señor:  «Vamos,  ya  no  es  tiempo, comenzaste demasiado tarde; ahora me burlo de ti». Entonces ciñó a su cuerpo un áspero cilicio: ¿Crees tu, le dijo  el Señor, que esto me inspirará piedad y hará revocar mi decreto; ahora ayunas: debías haber ayunado de la sangre de tantas personas a quienes diste muerte. » Entonces el rey se arrojó al suelo y se cubrió de ceniza; cuando era preciso aparecer en publico, andaba  con la cabeza descubierta y los ojos fijos al suelo. «Profeta, dijo el Señor; has visto de que manera se ha humillado Acab; postrándose con la faz en tierra? Pues ve a decirle que, ya que se ha humillado, dejaré de castigarle; ya no descargaré sobre su cabeza los rayos de mi venganza que para el tenía preparados. Dile que  su  humildad  me  ha  conmovido,  ha  hecho  revocar  mis  órdenes  y  ha desarmado mi cólera» (III Reg., XXI).

Pues bien, ¿tenía razón al deciros que la humildad es la más hermosa, la más preciosa de todas las virtudes, que todo lo puede delante de Dios, que Dios no sabe denegar nada a sus instancias?

Poseyéndola, tenemos también todas las demás; pero, si nos falta, nada valen todas las demás. Terminemos, pues, diciendo que conoceremos si un cristiano es bueno por el desprecio que haga de si mismo y de sus obras, y por la buena

opinión que en todo momento le merezcan los hechos o los dichos del prójimo. Si  así  nos  portamos,  tengamos por  seguro  que  nuestro  corazón  gozara  de felicidad en esta vida, y después alcanzaremos la gloria del cielo…

Un comentario sobre “Sermón sobre el orgullo II/II”

  1. Lo comparto en mi face….y lo leeré con mucha paciencia….entender no tanto como poder vivir lo que tan bien se vé ha sido discernido, mil gracias mil bendiciones María Alejandra

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