Peregrinación a Nazaret

Desde el Monasterio de la Sagrada Familia

Queridos amigos:

Como bien sabemos, una peregrinación significa realizar un viaje a un lugar sagrado o santuario que se emprende por piedad, adoración, penitencia, para pedir alguna gracia o simplemente como acción de gracias, normalmente caminando ya que implica el ofrecer algo a Dios, comenzando por el esfuerzo que lleva consigo el hecho de realizarla. Es así que según las posibilidades, las peregrinaciones serán diversas, pero lo importante es aquel sentido sobrenatural que motiva y acompaña según las razones por las cuales se realiza que hemos citado arriba: “por piedad”, para poder llegar a rezar y venerar una capilla u otro lugar santo y las posibles reliquias o recuerdos de los santos que hayan pasado por allí; “por adoración”, para rendir a Dios el culto que se merece como el Todopoderoso, reconociendo su absoluta soberanía así como sus innumerables beneficios en favor nuestro; “por penitencia”, es decir, como reparación de nuestros pecados y expresión de nuestra reconciliación con Dios, ofreciéndole todo el sacrificio que nos pueda costar el llegar al lugar al que le hemos ofrecido peregrinar, sea una catedral, un santuario dedicado a su Madre, una capilla, etc.; “para pedir alguna gracia”, porque tenemos muchos pasajes de la Sagrada Escritura en los cuales se deja ver bien claro que Dios a menudo nos concede sus gracias, pero para algunas especiales nos pide algo a cambio (comenzando por un sincero acto de fe), ante lo cual nos podemos adelantar proponiéndole nuestras acciones, nuestra conversión y particularmente nuestros sacrificios; y esto no es extraño a lo largo de la historia de la Iglesia, en que tantas veces nos encontramos con personas que le han pedido alguna gracia muy especial a Dios y a cambio le han ofrecido generosos actos de devoción. Finalmente, podemos ofrecer una peregrinación (por más que no sea muy larga, es decir, a veces nos resulta difícil ir muy lejos, pero aun así podemos ofrecerle a Dios ir a rezar a tal o cual lugar, lo importante es la buena intención que acompañe nuestro ofrecimiento), como “simple acción de gracias” por tantos beneficios recibidos, los cuales siempre podemos tener presente, como la vida misma, la vida de la gracia, la posibilidad de practicar nuestra fe y de recibir los sacramentos, etc.

Pues bien, teniendo todo esto presente, por gracia de Dios (y gracia tras gracia…), pudimos realizar una peregrinación a la basílica de la Anunciación en Nazaret, donde hace pocos días pudimos celebrar la solemnidad de la Encarnación junto con nuestra familia religiosa del Verbo Encarnado, con la santa Misa presidida por el Patriarca; esta vez ofreciendo los esfuerzos por todas las almas que se encomiendan a nuestras oraciones y que nos acompañan a la distancia; que son muchas y les estamos muy agradecidos por tantas oraciones y mensajes que nos llegan comprometiendo sus oraciones por “los monjes de Séforis”, y por las intenciones que constantemente les pedimos sumar a las que nos llegan desde varias partes del mundo para rezar. Fue así que emprendimos el viaje luego de la Adoración Eucarística de la mañana y de la santa Misa, comenzando con el ofrecimiento de la peregrinación por todas estas almas que nos acompañan a la distancia -como hemos dicho-, y también por nuestra familia religiosa, nuestros familiares, amigos, bienhechores, etc.; y por las necesidades de la Iglesia y del mundo entero, como la paz en los lugares de guerra y donde a los cristianos les resulta más difícil practicar su fe.

Como no hay un camino especial para los peatones, hicimos el recorrido por el costado de la carrera hacia el centro de Nazaret, a poco más de 10 kilómetros de nuestro monasterio, rezando el santo Rosario apenas salimos a la ruta principal, y luego de dos horas exactas llegamos a nuestro destino: la basílica de la Anunciación, donde pudimos rezar tranquilamente a la vez que nos alegramos de ver nuevamente grupos de peregrinos rezando también frente al lugar donde María santísima se convirtió en la Madre de Dios por la Encarnación.

A continuación, visitamos el lugar donde la Tradición sitúa la sinagoga donde Jesucristo leyó el rollo de la Escritura afirmando que aquel día “se cumplía esa escritura” (Lc 4, 21), leyendo el Evangelio de dicho acontecimiento y visitando luego la Iglesia Melquita que se encuentra justamente al lado, acompañados por el sacerdote que vive allí quien se acercó a saludarnos y amablemente nos mostró él mismo el hermoso templo mientras nos conta

Finalmente regresamos también caminando al monasterio, agradecidos de esta oportunidad de rezar y hacer apostolado con las personas que nos preguntaban que quiénes éramos y qué hacíamos allí, para descansar un poco y retomar luego nuestra vida normal, con la Adoración Eucarística de la tarde y la gran satisfacción de haber podido realizar y ofrecer una nueva peregrinación.

En Cristo y María:

P. Jason Jorquera y P. Gonzalo Arboleda,

Monjes del Monasterio de la Sagrada Familia.

Novena para la solemnidad de la Encarnación del Hijo de Dios

Monasterio de la Sagrada Familia, Séforis-Tierra Santa

Oraciones para cada día

Día primero: Por el Papa y por la Iglesia

Señor Jesús, Cordero de Dios, cuya Encarnación fue necesaria para rescatarnos de las consecuencias del pecado; te pedimos por el santo Padre y por tu Iglesia, para que seamos fieles al salvífico Evangelio que nos predicaste por medio de tu santa humanidad.

Día segundo: por la unidad de los cristianos

Señor Jesucristo, cuyo amor por los hombres te llevó a encarnarte en busca de su redención, te pedimos por la unidad de los cristianos, que cumplamos en nosotros aquel deseo que elevaste al Padre eterno de que todos seamos uno[1] por tu amor, así como Tú y el Padre lo son con el Espíritu Santo desde toda la eternidad.

Día tercero: Por las Misiones Ad Gentes que han sido confiadas al Instituto, particularmente en los lugares más difíciles

Señor y Dios nuestro, que por tu Encarnación nos manifestaste al mismo tiempo tu bondad, sabiduría y poder infinitos, asumiendo nuestra pobre naturaleza humana para hacerla recuperar, mediante tu cruz, la gracia perdida por Adán; te pedimos por las Misiones Ad Gentes encomendadas a nuestra Familia Religiosa, especialmente las más difíciles; que tu copiosa gracia convierta los corazones más empedernidos y se siga extendiendo junto con tu doctrina salvífica por el mundo entero.

Día cuarto: Por todos los miembros del IVE, por nuestra fidelidad al carisma recibido y perseverancia en la vocación

Señor Jesucristo, que en virtud de tu Encarnación nos dejaste en tu santa humanidad ejemplo de todas las virtudes para que siguiéramos tus huellas, te pedimos por todos los miembros del Instituto del Verbo Encarnado, para que seamos fieles al Carisma del Espíritu Santo que recibió nuestro fundador, y para que podamos perseverar hasta el final en la vocación a la vida consagrada que tu bondad nos concedió, y que podamos cumplir tu voluntad en todas nuestras empresas.

Día Quinto: Por las Servidoras del Señor y la Virgen de Matará

Señor Jesús, que mediante tu Encarnación viniste a hacernos partícipes de tu divinidad mediante la gracia, elevando así nuestra naturaleza a la excelsa dignidad de hijos del Altísimo, te pedimos por las Servidoras del Señor y de la Virgen de Matará, para que permanezcan siempre fieles a tu servicio y entregadas totalmente a tu gloria y salvación de las almas.

Día sexto: Por los miembros de la Tercera Orden

Señor y Dios nuestro, en cuya Encarnación asumiste todo lo verdaderamente humano, menos el pecado, te pedimos por los miembros de nuestra Tercera Orden, para que perseveren fielmente en el compromiso asumido dentro de nuestra “Familia del Verbo Encarnado”, tomando siempre parte activa en la defensa de la Verdad revelada.

Día séptimo: Por nuestros difuntos

Señor Jesucristo, Camino, Verdad y Vida para nuestras almas, que haciéndote hombre cimentaste en Ti mismo nuestra fe, te pedimos por nuestros difuntos, que puedan gozar eternamente de la gloria que la fe nos ofrece junto a Ti.

Día octavo: Por las vocaciones

Señor y Dios nuestro, en cuya Encarnación encontramos una fuente inagotable de esperanza, ya que en ella se nos demuestra cuán grande es el amor de Dios por el pecador que viene a rescatar, te pedimos por el aumento, perseverancia y santificación de las vocaciones consagradas, que jamás falten operarios que correspondan con una entrega total al servicio de tu mies.

Día noveno: Por nuestros benefactores

Señor Jesucristo, cuyo amor inabarcable por los hombres nos manifestaste en tu sagrada Encarnación,  liberándonos de la esclavitud del pecado y dándonos por medio de ella la posibilidad de corresponder a tu infinita bondad; te pedimos por nuestros benefactores, tanto materiales como espirituales, por su santificación e intenciones, y para que nunca falten a tu Iglesia almas generosas que la quieran ayudar y contribuir a tu mayor gloria y salvación de las almas.

Letanías del Verbo Encarnado

Ant: Bendito sea el Verbo que se encarnó de María Virgen.

  • Bendito sea el Verbo, Segunda Persona de la Santísima Trinidad.
  • Bendito sea el Verbo, que preexiste desde siempre.
  • Bendito sea el Verbo, por quien todas las cosas fueron hechas.
  • Bendito sea el Verbo, que se hizo carne y habitó entre nosotros.
  • Bendito sea el Verbo Encarnado, que ilumina a todos los hombres.
  • Bendito sea el Verbo Encarnado, que se anonadó a sí mismo tomando forma de esclavo.
  • Bendito sea el Verbo Encarnado, que se formó por nueve meses en el seno de la Santísima Virgen María.
  • Bendito sea el Verbo Encarnado, que fue bautizado por Juan en el Jordán.
  • Bendito sea el Verbo Encarnado, que eligió a sus discípulos.
  • Bendito sea el Verbo Encarnado, que proclamó las bienaventuranzas.
  • Bendito sea el Verbo Encarnado, que predicó la penitencia.
  • Bendito sea el Verbo Encarnado, que todo lo hizo bien.
  • Bendito sea el Verbo Encarnado, pobre, casto, y obediente hasta la muerte.
  • Bendito sea el Verbo Encarnado, sacerdote, rey, y profeta.
  • Bendito sea el Verbo Encarnado, pan para la vida del mundo.
  • Bendito sea el Verbo Encarnado, que se hizo obediente hasta la muerte, y muerte de cruz.
  • Bendito sea el Verbo Encarnado, varón de dolores.
  • Bendito sea el Verbo Encarnado, manso y humilde de corazón.
  • Bendito sea el Verbo Encarnado, que descendió a los infiernos.
  • Bendito sea el Verbo Encarnado, que resucitó al tercer día según las Escrituras.
  • Bendito sea el Verbo Encarnado, que ascendió a los cielos.
  • Bendito sea el Verbo Encarnado, que ha de venir nuevamente.
  • Bendito sea el Verbo Encarnado, sumo y eterno Sacerdote.
  • Bendito sea el Verbo Encarnado, Cabeza de todas las cosas, celestes y terrestres.
  • Bendito sea el Verbo Encarnado, presente en toda alma en gracia.
  • Bendito sea el Verbo Encarnado, presente bajo las especies de pan y vino.
  • Bendito sea el Verbo Encarnado, en la espada del Espíritu, que es su Palabra.
  • Bendito sea el Verbo Encarnado, en quien todas las cosas han de ser restauradas.
  • Bendito sea el Verbo Encarnado, Rey de todos los pueblos.
  • Bendito sea el Verbo Encarnado, signo de contradicción.
  • Bendito sea el Verbo Encarnado, Sol que nace de lo alto.
  • Bendito sea el Verbo Encarnado, Cordero de Dios que quita el pecado del mundo.
  • Bendito sea el Verbo Encarnado, Camino, Verdad y Vida.
  • Bendito sea el Verbo Encarnado, Cabeza de su Cuerpo, la Iglesia.
  • Bendito sea el Verbo Encarnado, que envió al Espíritu Santo.
  • Bendito sea el Verbo Encarnado, en los siete sacramentos que nos entregó.
  • Bendita sea la Madre del Verbo Encarnado, María Santísima.
  • Bendita sea la Madre del Verbo Encarnado, Corredentora.
  • Bendito sea el Verbo Encarnado, Principio y Fin, Alfa y Omega, Primero y Último.

Oración final

Señor, Dios nuestro, que quisiste que tu Verbo se encarnase en el seno de la santísima Virgen María, concede a quienes proclamamos que nuestro Redentor es Dios y hombre verdadero, que lleguemos a ser partícipes de su naturaleza divina, y que jamás dejemos de trabajar esforzadamente por tu gloria y por las almas que tu misericordia sin límites nos ha encomendado.

Por el mismo Jesucristo nuestro Señor. Amén.

[1] Cf. Jn 17,21

El significado de la cuaresma

Sermón 250 de san Agustín

  1. En esta fecha iniciamos la observancia de la cuaresma, que, una vez más, se presenta con la acostumbrada solemnidad. Es deber mío dirigiros una exhortación también solemne, para que la palabra de Dios, servida por nuestro ministerio, alimente el corazón de quienes van a ayunar corporalmente. De esta forma, vigorizado el hombre interior por su propio alimento, podrá llevar a cabo y mantener con fortaleza la mortificación del exterior. Se ajusta a nuestra devoción el que quienes vamos a celebrar la pasión, ya cercana, del Señor crucificado, nos hagamos también nosotros mismos una cruz consistente en refrenar los placeres de la carne, conforme a las palabras del Apóstol: Los que son de Jesucristo crucificaron la carne con sus pasiones y concupiscencias (Ga 5, 24). El cristiano debe permanecer pendiente de esta cruz durante toda esta vida que transcurre en medio de tentaciones. No hay tiempo en esta vida para arrancar los clavos de los que se dice en el salmo: Traspasa mi carne con los clavos de tu temor (Sal 118, 120). Carne equivale aquí a concupiscencia carnal; los clavos son los preceptos de la justicia; con ellos clava a la carne el temor de Dios, que nos crucifica cual hostia aceptable para él. Por eso dice también el Apóstol: Os suplico, por tanto, hermanos, por la misericordia de Dios, que ofrezcáis vuestros cuerpos como hostia viva, santa, agradable a Dios (Rm 12, 1). Es ésta una cruz en la que el siervo de Dios no sólo no se siente confundido, sino de la que hasta se gloría, al decir: Lejos de mí gloriarme en otra cosa que no sea la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo está crucificado para mí, y yo para el mundo (Gal 6, 14). Esta cruz -digo- no dura sólo cuarenta días, sino la totalidad de esta vida, simbolizada en el número místico de estos cuarenta días, sea porque, según la opinión de algunos, el hombre que ha de venir al mundo se forma en el seno materno en el espacio de cuarenta días, sea porque los cuatro evangelios van de acuerdo con los diez mandamientos, y la multiplicación de ambos números da aquel otro, manifestando así que ambas Escrituras son necesarias en esta vida; sea, finalmente, por cualquier otro motivo, más probable quizá, que pueda hallar otra mente mejor y con más luces. Ésta es la razón por la que tanto Moisés y Elías como el mismo Señor ayunaron durante cuarenta días: darnos a entender que en Moisés, Elías y en el mismo Cristo, es decir, en la ley, los profetas y el Evangelio, estamos nosotros en el punto de mira, para que no nos acomodemos y adhiramos a este mundo, sino que crucifiquemos el hombre viejo, no entregándonos a comilonas y borracheras, a deshonestidades e inmundicias, a pendencias o envidias, sino revistiéndonos del Señor Jesús, sin hacer caso de la carne y sus apetencias (Cf Rom 13, 13-14). Cristiano, vive siempre así en este mundo. Si no quieres hundir tus pasos en el fango de la tierra, no desciendas de esa cruz. Mas si esto ha de hacerse durante toda la vida, ¡con cuánto mayor motivo en estos días de cuaresma, en los que no sólo se vive, sino que se simboliza esta vida!
  2. En los restantes días tenéis que procurar que vuestros corazones no se carguen con la crápula y el vino (Cf Lc 21, 34); en éstos, ayunad también. En los otros días no debéis caer en adulterios, fornicaciones o cualquier otra corruptela ilícita; en éstos absteneos también de vuestras mujeres. Lo que ahorráis con vuestro ayuno, añadidlo a lo que dais en limosna. El tiempo que se empleaba en cumplir el deber conyugal, dedíquese a la oración. El cuerpo que se deshacía con afectos carnales, póstrese en pura actitud de súplica. Las manos que se entrelazaban en abrazos, extiéndanse en oración. Y vosotros que ayunáis también otros días, aumentad en éstos lo que ya venís haciendo. Los que a diario crucificáis el cuerpo con la continencia perpetua, en estos días uníos a vuestro Dios con oraciones más frecuentes e intensas. Vivid todos concordes, poseed todos la fe y la fidelidad, suspirando en esta peregrinación por el deseo de aquella única patria y enfervorizados en su amor. Que nadie envidie en el otro el don de Dios que él no posee ni se mofe de él. En cuanto a los bienes espirituales, considera tuyo lo que amas en el hermano, y él considere suyo lo que ama en ti. Que nadie, bajo capa de abstinencia, pretenda cambiar antes que atajar los placeres, buscando, por ejemplo, costosos manjares porque no come carne, o raros licores porque no bebe vino, no sea que la disculpa de domar la carne sirva para aumentar el placer. Todos los alimentos son, sin duda, puros para los puros (Cf Tt 1, 5), pero en nadie es puro el exceso.
  3. Ante todo, hermanos, ayunad de porfías y discordias. Acordaos del profeta que reprobaba a algunos, diciendo: En los días de vuestro ayuno se manifiestan vuestras voluntades, puesto que claváis la aguijada a cuantos están bajo vuestro yugo y los herís a puñetazos; vuestra voz se oye en el clamor (Is 58, 3-4), etc. Dicho lo cual añadió: No es éste el ayuno que yo he elegido, dice el Señor (Is 58, 5). Si queréis gritar, repetid aquel clamor del que está escrito: Con mi voz clamé al Señor (Sal 141, 2). No es un clamor de lucha, sino de caridad; no de la carne, sino del corazón. No es aquel del que se dice: Esperaba que cumpliese la justicia y, en cambio, obró la iniquidad; esperaba la justicia, pero sólo hubo clamor (Is 5, 7). Perdonad, y se os perdonará; dad, y se os dará (Lc 6, 37-38). Éstas son las dos alas de la oración con las que se vuela hacia Dios: perdonar al culpable su delito y dar al necesitado.

http://www.augustinus.it/spagnolo/index.htm

 

Escuché tu voz Virgen de Fátima

¡Recemos el santo Rosario!     

P. Gustavo Pascual, IVE.

 

Mi primer ejercicio espiritual fue en la casa de retiro “San Pablo” en San Rafael en el año 1985. Lo predicó el Padre Carlos Buela. El fruto que saqué de él fue el rezo del Santo Rosario todos los días. Hoy 20 años después persevero por gracia de la Santísima Virgen en el propósito. Por el rezo del rosario han venido a mi vida muchísimas gracias. Entre las más importantes mi vocación a la vida religiosa.

La Virgen María quiere la honremos con el rezo del Santo Rosario. Nos llama a rezarlo, escuchémosla: “Responderé a la voz de tu clamor, luego que te oiga”[1].

            En su aparición en Fátima lo ha pedido.

En la primera aparición, el domingo 13 de mayo de 1917:

“Recen el Rosario todos los días con devoción, para obtener la paz del mundo”.

En la tercera aparición, el viernes 13 de julio de 1917:

            “Insistió, por tercera vez, sobre el rezo diario del Santo Rosario en su honor, con la intención de obtener la ansiada cesación de la guerra, porque únicamente ella podía socorrerles”.

            En la última aparición, la Virgen ha declarado:

“Soy Nuestra Señora del Rosario”.

 Los papas han recomendado esta devoción

León XIII tiene doce encíclicas recomendando el rosario. Principalmente la Encíclica Supremi apostolatus officio del 1 de septiembre de 1883.

San Pío X dice: “La oración del rosario es la más bella de todas, la más rica en gracias y aquella que toca más el corazón de la Madre de Dios. Si queréis que reine la paz en vuestros hogares, rezad allí el Rosario en común”.

            San Juan XXIII en su Carta Apostólica sobre el Rosario Il religioso convengo del 29 de septiembre de 1961.

Beato Pablo VI en su Exhortación apostólica Marialis cultus.

            San Juan Pablo II en su Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae del 16 de Octubre de 2002.

 

La Iglesia es incansable en honrar a María

Reconoce que no hay beneficio que no reciba de su mano. No hay mal que gracias a su intercesión, no desaparezca.

La Iglesia toda quisiera ser lenguas para alabar a la Virgen pues todo lo que tiene es por ella y por ella alcanza lo que pide. María es la omnipotencia suplicante. La Iglesia quiere hacer de la tierra un cielo nuevo para la Madre de Dios. La Iglesia ofrece dones a María y lo que mejor la representa es la rosa.

+ Por la fragancia de su olor suavísimo que simboliza la celestial pureza de María.

+ El delicado matiz de sus colores que representa su hermosura más que angélica.

+ La medicinal virtud de sus jugos que representan y prefiguran el universal remedio que para nuestras dolencias ha traído María. Su sangre que dará al Verbo Encarnado para que derrame en el Calvario.

Ofreciendo a María una rosa la honramos y confesamos ser ella la flor que ha brotado de los Patriarcas y Profetas. ¡Cuanto más si le ofrecemos un ramillete de rosas por el rezo del Santo Rosario!

Ofreciéndole este ramillete de rosas la consideramos parte muy principal en la obra redentora y al rezarlo recordamos sus misterios y la confesamos depositaria y tesorera de todas las gracias que consiguió Jesús en la cruz.

 El rezo del rosario es útil para la Iglesia

Dice Juan Pablo II: el rosario es el compendio del Evangelio[2]. Toda la fe cristiana se encierra en él y es la mejor confesión de pertenecer a la verdadera Iglesia.

El rosario ha sido siempre la oración de la Iglesia desde los primeros siglos. Rezaban los primeros cristianos el Padrenuestro y la salutación angélica que era la profesión de fe en la Encarnación.

Las sombras del Antiguo Testamento se desvanecen con la Redención. Jesús y María son los personajes principales.

La Iglesia hablaba del Hijo y de la Madre con la lengua de Jesús en el Padrenuestro. Con el Ave María recordando la anunciación y en las palabras de Isabel en la Visitación.

Estas oraciones del Padrenuestro y del Ave María eran el canto perpetuo de la nueva religión y símbolo en forma de plegaria.

Luego ante la herejía nestoriana la Iglesia añadió la declaración de María como Madre de Dios: santa María Madre de Dios.

 

    Señal del cristiano que canta las glorias de María

La salutación angélica “El Angelus” fue al principio y hasta ahora en la Iglesia un acto de fe, de esperanza y de caridad.

Los herejes que se levantaron para denigrar al Hijo y por ende a la Madre encontraron en la recitación del Ave María un obstáculo.

Por eso María al aparecerse a Santo Domingo afligido por no poder vencer la herejía albigense le enseñó el rezo del Rosario y con el obtuvo grandísimos resultados.

Gracias al Santo Rosario la edad media toma ese carácter profundamente cristiano. Se distingue por su amor a la Virgen.

El Rosario enardecía los corazones y confundía y desbarataba las herejías.

¿Y por qué todo esto?

Porque María es:

+ Madre de la Sabiduría increada, la que trajo la totalidad de la verdad al mundo.

+ La sabiduría creada, que ilumina y da luz a los doctores y teólogos para defender la fe. “Cetro de la doctrina ortodoxa” (San Cirilo), “ruina de las herejías” (San Atanasio).

Los Santos Padres unánimemente reconocen que ella ha sido elegida para combatir contra la herejía.

El instrumento de que se vale María para promover la gloria de su Hijo y de la Iglesia es el Santo Rosario.

El rezo del Santo Rosario es señal inequívoca de fe y piedad y su descuido es señal de corrupción de costumbres y frialdad en la fe.

La Iglesia considera el Santo Rosario como la primera de las devociones para honrar a la Madre de Dios pues en él canta la obra más grande de la historia: la Redención.

[1] Is 30, 19

[2] Cf. Juan Pablo II, Carta Apostólica “Rosarium Virginis Mariae” nº 18…, 17.

Vía Crucis en Séforis

¡Recémoslo especialmente en esta santa Cuaresma!

 

“Estamos aquí, conscientes de que el vía crucis del Hijo de Dios no fue simplemente el camino hacia el lugar del suplicio. Creemos que cada paso del Condenado, cada gesto o palabra suya, así como lo que han visto y hecho todos aquellos que han tomado parte este drama, nos hablan continuamente. En su pasión y en su muerte, Cristo nos revela también la verdad sobre Dios y sobre el hombre.” (San Juan Pablo II).

Como cada viernes de Cuaresma, rezamos comunitariamente el santo Vía Crucis en el Monasterio de la Sagrada Familia a las 11:30. El clima parecía no acompañar: breves lluvias hasta antes de comenzar, tormenta de viento desde hacía una hora antes, frío intenso casi todo el tiempo, salvo algunos pequeños intervalos de sol que de vez en cuando se dejaron ver iluminando la basílica… y los dos monjes que por gracia de Dios custodian este lugar santo en espera de los peregrinos que hace dos años habían comenzado a “ornamentar” cada vez más seguido las ruinas de la casa de santa Ana. Y el clima, como hemos dicho, parecía no acompañar… pero acompañaba: rezar el Vía Crucis implica algo más que las 14 meditaciones de las respectivas estaciones; pues la invitación es más bien a considerar con ello el sendero en su totalidad por el cual el Hijo de Dios decidió libremente caminar hacia la cruz, en favor de nuestras almas y de su triunfo definitivo sobre el pecado y sobre la muerte. Por eso es que propiamente el clima sí acompañó, ya que no fue lo mismo meditar en la capilla (lo cual hubiésemos hecho de haber comenzado a llover como lo hizo durante la mañana), que siguiendo las estaciones que adornan los muros de la basílica que aún permanecen en pie, reflexionando en el dolor del corazón del Cordero sin mancha llevado al matadero (Cf. Is 53,7), entre el fuerte viento y el frío que apenas refrenaban nuestras capuchas. Y como un detalle más, durante la XII estación (“Jesús muere en la cruz”), se dejaron caer algunas gotas que amenazaron hacernos ponernos bajo techo… pero fueron pocas y duraron solamente lo que duró la meditación en esta estación.

Posteriormente rezamos la oración final en la capilla, para concluir con el rezo de sexta y el Ángelus, concluyendo así las oraciones de la mañana y medio día.

Invitamos a todos a participar de esta noble devoción, fuente de abundantes frutos espirituales, así como el rezo diario del santo Rosario, pidiendo de manera especial por los frutos de este tiempo de Cuaresma, tiempo de conversión y mucha generosidad para con Dios, quien más nos da de Él, en la medida en que nosotros también nos demos.

La cruz es la gran escuela del amor y la sabiduría de un Dios clavado y abierto:
“¿Pero cómo, clavado, enseñas tanto?
Debe ser que siempre estás abierto,
¡Oh Cristo, Oh ciencia eterna, Oh libro santo!”
(Lope de Vega)

Con nuestra bendición, en Cristo y María:

Monjes del Monasterio de la Sagrada Familia,

Séforis, Tierra Santa.

Sobre el tiempo cuaresmal

“hasta el día de la pasión es tiempo de contrición…”

San Agustín

En su pasión nuestro Señor Jesucristo puso ante nuestros ojos las fatigas y tribulaciones del mundo presente; en su resurrección, la vida eterna y feliz del mundo futuro. Toleremos lo presente, esperemos lo futuro. Por eso, en estas fechas vivimos días en que, al mortificar nuestras vidas con ayunos y la observancia (cuaresmal), simbolizamos las fatigas del mundo presente; en las fechas venideras, en cambio, simbolizamos los días del mundo futuro. Aún no hemos llegado a él. He dicho «simbolizamos», no «tenemos». Por tanto, hasta el día de la pasión es tiempo de contrición; después de la resurrección, tiempo de alabanza.

En aquella vida, en el reino de Dios, ésa será nuestra ocupación: ver, amar, alabar. ¿Qué hemos de hacer, pues, allí? En esta vida unas obras son fruto de la necesidad y otras de la iniquidad. ¿Qué obras son fruto de la necesidad? Sembrar, arar, binar, navegar, moler, cocer, tejer, y otras semejantes. También son fruto de la necesidad aquellas nuestras buenas obras. Tú no tienes necesidad de repartir tu pan con el hambriento, pero la tiene aquel a quien se lo das. Acoger al peregrino, vestir al desnudo, rescatar al cautivo, visitar al enfermo, aconsejar a quien delibera, liberar al oprimido: todas estas cosas caen dentro de la limosna y son fruto de la necesidad. ¿Cuáles son fruto de la iniquidad? Robar, asaltar a mano armada, emborracharse, participar en juegos de fortuna, cobrar intereses; ¿quién es capaz de enumerar todos los frutos de la maldad? En aquel reino no habrá obras fruto de la necesidad, porque no habrá miseria alguna; ni existirán los frutos de la iniquidad, porque desaparecerá cualquier molestia de unos a otros. Donde no hay miseria, no reclama obras la necesidad y donde no hay malicia no las produce la iniquidad. ¿Cómo vas a trabajar por el alimento, si nadie tiene hambre? ¿Cómo vas a dar limosnas? ¿Con quién repartes tu pan, si nadie tiene necesidad de él? ¿A qué enfermo visitas donde reina la salud perpetua? ¿A qué muerto das sepultura donde la inmortalidad nunca muere? Desaparecen las obras que son fruto de la necesidad; en cuanto a las obras fruto de la iniquidad, si las haces aquí, no llegas allí. ¿Qué hemos de hacer allí? Decídmelo. ¿Nos dedicaremos a dormir? En efecto, aquí, cuando los hombres no tienen nada que hacer, se entregan al sueño. Allí no hay sueño, porque no hay desfallecimiento alguno. Si no hemos de hacer obra de necesidad alguna, si no nos entregamos al sueño, ¿qué vamos a hacer? Que nadie se asuste ante la perspectiva del aburrimiento, que nadie piense que también allí va a darse. ¿Acaso ahora te hastía el estar sano? En este mundo todas las cosas producen hastío; sólo la salud está excluida de ello. Si la salud no causa tedio, ¿lo causará la condición de inmortal? ¿Cuál será entonces nuestra actividad? El Amén y el Aleluya.Una cosa es la que hacemos aquí y otra la que haremos allí -no digo día y noche, sino en el día sin fin-: lo que ya ahora dicen sin cansarse las potestades del cielo, los serafines: Santo, santo, santo es el Señor, Dios de los ejércitos. Esto lo repiten sin cansarse.¿Se fatiga, acaso, ahora el latir de tu pulso? Mientras vives, tu pulso sigue latiendo. Haces algo, te fatigas, descansas, vuelves a tu tarea, pero tu pulso no se fatiga. Como tu pulso no se cansa mientras estás sano, tampoco tu lengua y tu corazón se cansarán de alabar a Dios cuando goces de la inmortalidad. Escuchad un testimonio sobre vuestra actividad. ¿A qué me refiero con «vuestra actividad»? Esa actividad será un «ocio»; una actividad ociosa, ¿en qué consistirá? En alabar al Señor. Escuchad una frase que habla de ello: Dichosos los que habitan en tu casa. Es el salmo quien lo dice: Dichosos los que habitan en tu casa.Y por si buscamos el origen de esa dicha: «¿Tendrán mucho oro?». Quienes tienen mucho oro son, en igual medida, miserables. Dichosos son los que habitan en tu casa.¿Qué les hace dichosos? Ésta es su dicha: Te alabarán por los siglos de los siglos.

“Las Obras de la Cuaresma”

POESÍA
(Décima en cuatro estrofas)
P. Gonzalo Arboleda, IVE
El ayuno que hoy se eleva
en este tiempo sagrado
dejará el cuerpo cansado
mientras que el alma renueva.
Porque aquí la gracia nieva
para los que se desdeñen
y su apetito ordeñen
aunque les cause gran duelo;
ayuno, serás consuelo
para los que en ti se empeñen.
Junto al ayuno se impone
de la limosna el mandato;
sin duda será un ingrato
quien a dar no se propone.
El que bienes amontone
que sepa que no es su dueño;
y si privara al pequeño
de lo que le es menester
por no querer él perder:
será para el fuego leño.
Limosna y ayuno quieren
con la oración compañía;
las tres serán dura guía
sanando al tiempo que hieren.
Los que a la oración se dieren
con humildad y esperanza
a meditar en la lanza,
los clavos y las espinas,
sacarán de aquellas ruinas
la fuerza que todo alcanza.
Las tres obras meritorias
limosna, oración y ayuno
no pueden dar fruto alguno
a los que las creen victorias
y no serán más que historias
si les faltase el llorar,
el deseo de cambiar,
el corazón compungido.
El que hiciere aquí su nido
en la Pascua ha de cantar.

Santa Misa y caminata en el desierto de Judea

Desde la casa de santa Ana

Escribía san Juan de la Cruz: “…Así lo hacían los anacoretas y otros santos ermitaños, que en los anchísimos y graciosísimos desiertos escogían el menor lugar que les podía bastar, edificando estrechísimas celdas y cuevas y encerrándose allí; donde san Benito estuvo tres años, y otro, que fue san Simón, se ató con una cuerda para no tomar más ni andar más que lo que alcanzase; y de esta manera muchos, que nunca acabaríamos de contar. Porque entendían muy bien aquellos santos que, si no apagaban el apetito y codicia de hallar gusto y sabor espiritual, no podían venir a ser espirituales.”

El desierto, como bien sabemos, no es propiamente un lugar que ofrezca consuelos y comodidades en cuanto tal, es decir, cuando se edifica algo en el desierto, se podrá adaptar, aclimatar y hasta acomodar para poder quedarse allí, pero todo esto sólo se puede realizar en la medida en que se le quite al desierto -al menos en un punto específico-, lo que tiene de propio y característico, que es su rudeza, soledad, extensión, aridez, etc.; figura perfecta del trabajo arduo que debe realizar un alma para disponerse a adentrase en las arideces y soledades de la purificación de sus desórdenes para encaminarse hacia la unión con Dios; la cual depende de nuestras renuncias, de nuestros despojos de todo aquello que ocupa el lugar que sólo a Dios le corresponde en nuestra alma, y que debemos preparar y disponer echando afuera el pecado, el desorden, y hasta las imperfecciones voluntarias en cuanto a que éstas Dios tampoco las quiere, porque refrenan nuestro vuelo hacia la santidad… en definitiva, la figura del desierto es la figura del despojo, del vaciarse de sí mismo para dejar a Dios llenar Él mismo ese lugar. Por esta razón aquellas almas heroicas que iniciaron el monacato cristiano se apartaban al desierto, para combatir contra sí mismos y conquistar así la estrecha unión con Dios, asentando las bases de lo que deben ser hasta nuestros días los monasterios, “desiertos” en que el alma se dedique a tratar a solas con Dios en bien del mundo entero y de ella misma, mediante el despojo y las renuncias… dedicando la vida entera a esta purificación y unión con Dios: “A medida, pues, que nos veamos libres de toda falta, de cualquier imperfección, de toda criatura, de todo móvil humano, para pensar sólo en Él, para obrar según su beneplácito, más abundante irá siendo la vida en nosotros, y con mayor plenitud se nos dará Dios a sí mismo”, decía Dom Columba Marmion a sus monjes; y el gran Maestro de la Cruz nos exhorta: “mejor es aprender a poner las potencias en silencio y callando, para que hable Dios; …cuando venga el alma según estas sus potencias a soledad y le hable Dios al corazón” (San Juan de la Cruz).

Pues bien, teniendo esto siempre presente, para nosotros los llamados por la Divina Misericordia a la vida monástica y en el inicio de esta santa Cuaresma, ha sido realmente una gracia muy grande haber podido celebrar la santa Misa en el desierto de Judea, teniendo como retablo las soledades que hace 2000 años se vieran ornamentadas por la santa presencia de nuestro Señor Jesucristo, incluido el llamado “Monte de las tentaciones” según la antigua tradición, en donde el Hijo de Dios padeció las tentaciones que nos dejó como ejemplo de victoria sobre el demonio y el pecado (Mt 4, 1-11; Mc 1:12-13; Lc 4,1-13), asentando de manera clara las bases de la lucha que todo cristiano realmente comprometido con Dios y con su fe, también deberá padecer en esta vida y sobrellevar para darle gloria a su Señor e ir aprendiendo a ensanchar el alma, que se irá santificando en la medida que lo hagan sus batallas y victorias… o su volver a levantarse con fuerzas y propósitos renovados por la Divina Misericordia.

Para esta ocasión, salimos muy temprano con nuestros padres de Belén hacia el testigo del largo ayuno de nuestro Señor, habiendo preparado los ánimos y todo lo necesario para la santa Misa y posterior caminata a través del yermo.

Debido a la época, el desierto deja ver algunas partes verdes y hasta flores en la zona en que celebramos el santo sacrificio, las cuales después desaparecerán por casi todo el resto del año, y que dejamos de ver apenas nos apartamos del lugar, donde dicha santa Misa la ofrecimos por tantas intenciones de las almas que se encomiendan a nuestras oraciones, además del término de la guerra (pidiendo especialmente por Ucrania). A continuación, luego de viajar un poco más al sur, comenzamos la travesía por el árido aunque hermoso paisaje, con gran entusiasmo interior, bastante agua en la mochila, y solamente el sol y su calor por techo; conversando a ratos (cuando no eran subidas o bajadas que exigieran algo más de aliento), y aprovechando para rezar y meditar cuando solamente el viento se dejaba oír… en definitiva, una salida muy acorde a este tiempo penitencial que nos regala nuevamente la Iglesia, para reflexionar sobre nuestras vidas, extirpar lo que haya que extirpar (cualquier desorden o pecado que haya hecho nido en el corazón), adquirir las virtudes que haya que adquirir, y ser más generosos para con Dios en nuestras ofrendas, especialmente las espirituales; reparando así nuestros pecados, enderezando nuestras almas hacia la eternidad, y caminando decididamente por la senda de la santificación.

Les deseamos una muy fructífera y santa Cuaresma.

Con nuestra bendición, en Cristo y María:

Monjes del Monasterio de la Sagrada Familia,

Séforis, Tierra Santa.

“Si la conciencia está limpia, hermosa está el alma”

Santo Tomás de Villanueva

(Sermón 64, Miércoles de Ceniza)

 

Ha llegado el tiempo de mirar por el bien de uno mismo, y de escudriñar la conciencia. Ya es hora de despertarnos de nuestro letargo (Rom 13,11). Ha llegado el tiempo de la poda de los pecados; es el tiempo de oír en nuestra tierra el arrullo de la tórtola, es decir, del pecador que se lamenta (Cant 2,12). Que abandone el malvado sus caminos y el inicuo sus designios y se convierta al Señor (Is 55,7). Bástenos ya con haber consumido el tiempo en vanidades; bástenos ya con haber andado desenfrenadamente detrás de nuestras concupiscencias. Yo os pregunto: ¿Qué frutos habéis cosechado en aquello de lo que ahora os avergonzáis? Pasó el gozo, quedó la tristeza; volaron los placeres, y han quedado las penas; “pasó el acto y quedó el reato”, como dice Agustín. Breve ha sido ese acto; el reato y la confusión y el castigo, eternos.

Bástenos, pues, con haber sido engañados y atraídos por nuestras concupiscencias y halagados por ellas, como dice Santiago (Sant 1,14). Convertíos, convertíos (Ez 33,11). Entrad en vosotros mismos, ¡oh prevaricadores! (Is 46,8). Entra dentro de tu corazón y examínalo: ocúltate en una hoya bajo tierra de la vista airada del Señor; tápate la cara con el manto de la vergüenza y confúndete ante él, porque hay vergüenza que conduce a la gloria (Sir 4,25), y teme que se diga de ti aquello del Profeta: Han cometido abominaciones y no sienten vergüenza (Jr 6,15).

Ciertamente hemos pecado mucho, pero generoso es el Señor para perdonar: Él tiene soberanos pensamientos de paz y no de aflicción, tanto para los justos como para los pecadores. Escucha al Profeta que dice: Porque hablará de paz en favor de su pueblo y de sus fieles, y también de cuantos de corazón vuelven a él (Sal 84,9).

Mira que el Señor quiere hacer las paces con los pecadores convertidos; invita a ello el mismo que ha sido injuriado, el que ha sido vilipendiado. Pide la paz el mismo que debía tomar venganza. Quiere unirse en amistad el que debía castigar. El juez quiere hacer la paz con el culpable.

Ahora bien, ¿cuál es la manera de lograr esa paz? Lávate la cara y perfuma tu cabeza. ¿Quieres ser aceptado por el Señor? Lava la cara. ¿Quieres que él te ame? Perfuma tu cabezaLava tu cara para que seas aceptado; unge tu cabeza para ser amado, pues la fragancia del perfume atraerá al Señor y el esplendor de tu rostro le encantará.

¿Y cuál es la casa del alma? Sin duda la conciencia. Por la cara conocemos a las personas, la conciencia es conocida por Dios. Si la conciencia está limpia, hermosa está el alma. Dios no reconoce la lengua de una persona: Mirad, muchos van a venir diciendo: Señor, Señor, y el Señor a ellos: No os conozco (Mt 7,22). No conoce tampoco las manos, o sea, las obras exteriores, pues hay muchos que hacen obras externas muy llamativas y tampoco son conocidos por el Señor: Señor, ¿no es verdad que hemos profetizado en tu nombre?

¿Acaso no hemos hecho milagros? ¿No hemos expulsado demonios? … Y él les responderá: Nunca os reconocí en aquellos tiempos en que os teníais por familiares e íntimos míos al hacer aquellos milagros. Yo no os reconocía: Alejaos de mí, ejecutores de maldad (Mat 25,41), pues yo sólo reconozco la pureza de conciencia, sólo la limpieza si va además acompañada por la unción de la cabeza.

Así que, lávate la cara, y además perfuma tu cabeza. Sin duda Dios reconocerá en ti lo que de él plantó en ti: reconocerá su imagen en ti, la que él plasmó en ti. Afirmaba Gregorio: “Lo mismo que los hombres se dan a ver y conocer por la apariencia exterior del cuerpo, así por nuestra imagen interior somos por Dios conocidos y dignos de que él nos mire”. El hombre no sólo fue hecho a imagen de Dios, sino también a semejanza suya. La imagen de Dios permanece indeleble en las potencias del alma; la semejanza, en los actos y virtudes, extraordinariamente deleble junto con la caridad. La semejanza, pues, está en la nitidez de la imagen; si falta la semejanza de la caridad la imagen está más renegrida que el carbón (Lam 4,8). Tiene el rostro de Dios, pero no tiene el esplendor de Dios: Dios no la conoce. Cuando el hombre peca, pierde la semejanza, pero no la imagen, pues el pecador pasa en la imagen.

Por consiguiente, el esplendor de la imagen de Dios, es decir, el amor de Dios, es el ungüento. Unge por tanto con él tu cabeza, o sea, tu mente. La cabeza es lo más alto en el hombre, pero lo supremo en él es la mente, como dice san Agustín. Unge, pues, tu mente, en la que reside la imagen, con el ungüento de la semejanza y de la caridad para que perdures como te hicieron: y te hicieron, por cierto, a imagen y semejanza de Dios (Gn 1,26). Si continúas siendo como te crearon en imagen y semejanza, serás reconocido por Dios; de otro modo, aquel supremo Artífice no reconoce una obra suya deformada. Lávala, pues, y úngela; lávala para quitar el polvo, y úngela para arrancarle las manchas. ¿Y cómo lo haremos? Llorando. Si ya la tienes limpia de polvo, pero aún le quedan manchas, sigue limpiando. Aprende de aquellas cinco vírgenes necias: en ellas estaba todavía sucia la cara, por eso no las reconoció el Esposo.

 

Siete palabras y un mensaje

Meditaciones cuaresmales

P. Jason Jorquera M., IVE.

… “¿quién podrá explicar el amor de Cristo?… callen los hombres, callen las criaturas… callémonos a todo, para que en el silencio oigamos los susurros del Amor, del Amor inmenso, infinito que nos ofrece Jesús con sus brazos abiertos desde la cruz”.

 San Rafael Arnáiz.

En este sencillo escrito, simplemente me limito a transcribir y retocar algunos apuntes personales acerca de las denominadas “siete palabras”, que no son otras que las siete veces en que nuestro Señor Jesucristo habla desde la cruz antes de expirar y, por lo tanto, con toda razón podemos decir que son el maravilloso testamento del Redentor.

Muchos otros han escrito antes acerca de estas siete palabras, y de manera excelente, por ejemplo, los padres de la iglesia, Mons. Fulton Sheen, el P. Royo Marín, etc., por lo tanto, aquí no se encontrarán más que sencillas y personales reflexiones que si de algún provecho sirven a alguno creeré justificado el haberlas puesto por escrito.

La primera palabra

Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen

Lc 23,34

 Una frase breve y, sin embargo, cargada de toda la profundidad que puede tener aún una sola palabra salida de los labios del Hijo de Dios.

… El perdón, Jesucristo vino a traer el perdón que sólo Dios podía conceder, para lo cual decidió venir Él mismo a ofrecerlo a todo aquel que quiera aceptarlo. Quien se encarna es el Hijo, sí, pero es la Trinidad Santísima toda quien se hace presente en este momento culminante de la vida terrena del “gran perdonador”, que se extingue dejando perennes destellos de luz que iluminan a todo aquel que lo reciba en su corazón: ahí está el Hijo, padeciendo, redimiendo, rescatando las almas, implorando… y muriendo también por ellas; ahí está el Espíritu Santo, santificando, sacralizando el sacrificio voluntario, la entrega generosa; ahí está el Padre, aceptando la cruenta satisfacción por los pecados de la humanidad entera.

Oh cuán desapercibido pasa el perdón de Jesús ante los ojos de aquellos que se burlan; cuán inapreciable se vuelve injustamente ante los hombres este gesto único de amor puro, es decir, oblativo. Podría Jesús haber exclamado simplemente “los perdono a todos”, y tal vez quedarse esperando una respuesta, pero no, puesto que como su perdón fue siempre evidente, ya que no vino por los justos sino por los pecadores[1], hizo mucho más que eso: suplicó en favor de todos los hombres el perdón del Padre eterno: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”, es como si hubiese dicho “Padre mío, yo ya los he perdonado, por favor te pido que también Tú los perdones”. ¿Cómo no iba a perdonar Aquel que defendió a la pecadora arrepentida asegurándole que Él, Señor y Mesías, “tampoco” la condenaba?[2]; el amor de Jesús no sabe de límites y no conforme con perdonar hasta la crueldad, hasta la sangre y hasta la muerte misma, dedica los últimos momentos de su paso redentor por este mundo a rogar por quienes lo han entregado a la muerte… “Padre, perdónalos…”, Jesús no quiso quedarse “esperando” una respuesta, sino que ha ofrecido un sacrificio que “exige” una respuesta. Por eso afirma acertadísimamente Mons. Fulton Sheen que ante el crucifijo no cabe la indiferencia, o se lo acepta o se lo rechaza.

Un alma que no es capaz de perdonar lleva consigo la ponzoñosa mancha del rencor. Un cristiano que no perdona profesa un cristianismo mutilado. ¿Me cuesta perdonar?, pues mirando a Jesucristo crucificado es menos difícil: he aquí que Jesús nos muestra su “setenta veces siete”[3] perdonando e implorando perdón para los culpables aun en medio de sus terribles y acerbos tormentos.

¿Quién no es culpable?, ¿Quién no ha sido concebido bajo el sello del pecado entre las creaturas?; sólo María santísima, que contempla con fortaleza inefable a Aquél que tomó la sangre de sus purísimas entrañas para verterla toda sobre el madero y sobre las almas, derramando junto con ellas su perdón y el que suplica al Padre celestial.

Nadie puede eximirse de esta plegaria amorosa; nadie puede afirmar que el Salvador no rezó por él, puesto que Jesucristo se entregó por todas y cada una de las almas, por lo tanto, nada más cierto que estas palabras saliendo del Divino Inocente traspasado y penetrando con estruendo en las mismas entrañas de los cielos e intercediendo por mi eterna salvación.

Oración: Señor Jesús, admirable paradigma del perdón, te pido la gracia de perdonar siempre como Tú lo has hecho conmigo; que comparta con los demás lo que de Ti he recibido y que no me canse de agradecer la misericordia que ofreces constantemente a los pecadores que, como yo, tanto la necesitan y tantos beneficios recibimos de ella.

Tú que vives y reinas, por los siglos de los siglos. Amén.

La segunda palabra

Hoy mismo estarás conmigo en el paraíso

Lc 23,43

 No es difícil notar, una vez más, la inmensa desproporción entre lo que Jesucristo nos pide y lo que nos ofrece: el buen ladrón, reconociendo su culpa y el señorío de Jesús, le pide simplemente “que lo recuerde” y Él, el mesías siempre misericordioso, le ofrece “desproporcionalmente” el paraíso; ¡bendita desproporción la que a todos se nos ofrece!, ¡renunciar al pecado en esta corta vida a cambio de una gloria que no se acabará jamás!

La actitud de “Dimas” (según nos cuenta la tradición), es una actitud completamente humilde y como Dios “enaltece a los humildes[4]  fue así que el Hijo de Dios quiso elevar al ladrón arrepentido desde la cruz, junto consigo, al paraíso. No pide ser desclavado como sí lo hacía el otro ladrón en medio de insolencias y blasfemias; no pedía que se aliviasen sus dolores y ni siquiera pedía la muerte para que éstos se terminaran: ¡Oh alma que te dejaste cautivar por el Cordero sufriente!, ¡oh pecador arrepentido que te convertiste en ejemplo de conversión y santa resignación!, aseguras merecer “justamente” tu condena  y defiendes la causa de Jesús[5]; reprochas al impío buscando la compunción de su corazón y le pides a Aquel que vendrá con su reino, simplemente, que se acuerde de ti[6]… y es mucho más lo que consigues.

Jesús está sufriendo como nadie: sostiene su cuerpo llagado y destruido tan sólo con los tres inamovibles clavos; casi no puede respirar; escucha las burlas, los insultos, blasfemias, y como si esto no bastara su alma triste hasta la muerte[7] soporta, además, todos los pecados de todos los hombres y de todos los tiempos. Es en medio de este aberrante tormento que, entre indecibles dolores se levanta, mira con ternura, y con las pocas fuerzas que le van quedando se dirige a este ladrón de su costado para prometerle Él mismo, puerta y llave divina, que “ese mismo día” estarán juntos en el paraíso[8]: Dios misericordioso y pecador arrepentido, porque Dios también se deja conmover de la humildad y fue ésta la que juntamente con la fe del buen ladrón le concedieron “arrebatar el cielo” a un Dios tan bueno que ha enviado a su propio Hijo a ofrecerlo a todos aquellos que quieran aceptarlo. Jesucristo siempre es un desproporcionado con nosotros: desproporción fue elegir a un pobre pescador, sabiendo que lo negaría[9], como administrador de la inefable riqueza del perdón divino y convertirlo en su vicario; desproporción fue renunciar a la defensa de la corte celestial para dejarse clavar por los hombres[10]; desproporción fue hacerse un simple carpintero siendo el Rey de los cielos[11];  desproporción fue venir Él mismo a buscar a quienes rechazaron a Dios… desproporción, así la llamamos nosotros mientras que los ángeles y los santos en el cielo lo llaman amor, amor divino.

La promesa que Jesucristo hiciera a san Dimas hace casi 2000 años sigue “latiendo” en el divino corazón; promesa que trasciende el tiempo mismo para penetrar en la eternidad; promesa que se nos repite “a todos los Dimas”, es decir, a todos aquellos que hemos ofendido a Dios con nuestros pecados; promesa que se cumplirá fielmente en todos aquellos que, reconociendo su maldad y la bondad y realeza de Jesucristo, depositen tan sólo en Él su esperanza. Dimas se convirtió en “san Dimas”, sencillamente por haber confiado en Dios.

Oración: Señor Jesús, que prometes el paraíso al pecador arrepentido, concédeme por favor un corazón compungido y confiado inquebrantablemente en tu misericordia infinita. Que no me deje abatir por mis miserias sino más bien que de ellas aprenda constantemente a levantarme con tu gracia redentora.

Tú que vives y reinas, por los siglos de los siglos. Amén.

 

La tercera palabra

Mujer, ahí tienes a tu hijo… ahí tienes a tu madre

Jn 19, 26-27

 Si mal no recuerdo, es Mons. Fulton Sheen quien dice que “Jesús, cuando ya no le quedaba nada más para darnos, nos dio a María, su Madre”

Jesucristo ya nos había dado sus deseos, puesto que deseaba “ardientemente”[12] comer la pascua y convertirse Él mismo en nuestra pascua; ya nos había dado su amor firmado con tres clavos; ya nos daba su vida terrena que estaba a punto de extinguirse; nos había dado sus palabras de vida eterna[13]; sus milagros[14] para confirmar su misión, su ejemplo para que sigamos sus huellas[15]; su cansancio, sus fatigas y trabajos e inclusive su propia sangre y su perdón: ¿qué más podía darnos este divino sufriente?, pues una sola cosa le quedaba, y lícitamente, pero hasta de ello quiso desprenderse y dárnoslo como cosa propia; es así que nos quiso regalar a su propia madre como Madre Nuestra: ¡oh santísima ofrenda!; cuando todas las mujeres de Israel soñaban con dar a luz al mesías anunciado[16] la Virgen María, en cambio,  acepta tiernamente desprenderse de su amado Hijo y hacerse madre de la humanidad entera redimida por Él, haciéndose así corredentora en esta noble empresa. ¡Oh bendito dechado del amor!, ¡desprendido hasta de aquella que fielmente te acompañó desde que entraste en este mundo hasta que “saliste” de Él!… aunque para regresar para siempre.

Qué doloroso y amante desprendimiento el de Jesucristo, impronta del amor más puro, pues todo verdadero amor implica renuncia y Cristo mismo quiso asumir esta renuncia inclusive hasta regalarnos a María… y el fruto de este amor del Hijo de Dios es que propiamente no pierde a su Madre, sino que la llena de Hijos extendiendo su tierna maternidad a toda la creación.

Ahí tienes a tu Madre”, ¿qué me dicen estas palabras?: que el Hijo eterno del Padre, desde toda la eternidad, se eligió para sí a la creatura más perfecta de todas, la más humilde y santa de las mujeres y la hizo su Madre, pero como su bondad divina nunca se conforma con dar mucho nos lo dio todo y es así que quiso hacernos hijos también de esta Virgen Inmaculada, por la cual ha venido la salvación del mundo; también dicen que es imposible que el hombre esté huérfano en esta tierra pues tiene una buena Madre que lo acompaña siempre en su peregrinar hacia la eternidad; que quien desespera lo hace por no ir a abrazar a la Madre del cielo que al igual que su Hijo espera pacientemente a sus “hijos pródigos”[17] con los brazos abiertos para presentarlos ante el Padre eterno; que desde aquel momento se han creado lazos imborrables entre María santísima y cada uno de sus hijos, pero con una relación de maternidad y filiación del todo particular: María entra así a formar parte integral y fundamental en la vida espiritual del creyente puesto que Jesucristo nos vino por María y es por ella también que nosotros debemos ir a su Hijo.

María santísima nos fue dada por Madre, y nosotros le fuimos dados por hijos: ¿cómo no querer ser cada día menos indignos de tan pura Madre celestial? A María se la debe acoger tierna y filialmente en la morada del alma, como la gracia, pues es la llena de gracia[18] y, por lo tanto, le corresponde reinar junto con su Hijo en los corazones de los hombres.

Oración: oh María santísima, Madre de los dolores, Señora de los cielos y Reina de las almas, recibe sobre tus tiernos brazos a este pobre hijo tuyo pecador que, arrepentido de sus muchos pecados, se abandona a tu siempre maternal protección suplicando a tu purísimo corazón que lo conduzca siempre por los caminos del Padre. Virgen santísima, por la sangre de tu Hijo que tomó de tus entrañas para convertirse en el garante de mi alma, te suplico que “jamás me dejes, ni me dejes que te deje”. Por Jesucristo Nuestro Señor. Amén.

 

La cuarta palabra

Dios mío, Dios mío, ¿Por qué me has abandonado?

Mt 27,46

 Para darnos a conocer hasta dónde llegaron sus sufrimientos por amor a las almas, Jesús deja salir de sus propios labios las palabras más tristes que jamás se hayan podido decir ni con tanto dolor: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”; ¡¿qué más triste que experimentar el abandono de Dios?!, ¿qué más doloroso que sentirse, Jesucristo, Hijo único de Dios, como desterrado del divino seno de su Padre?; ¿qué noche puede decirse más oscura que este día?; ¿qué agonía sino ésta tuvo como protagonista al Siervo sufriente y Varón de dolores[19] anunciado por las Escrituras?; ¿qué soledad se puede llamar mayor que ésta?, ¿qué angustia más terrible?, ¿qué tormentos más crueles?, ¿qué suspiros más profundos?, ¿qué melancolía más intensa?, ¿qué corazón más destrozado?, ¿qué voluntad más inmolada?, y ¿qué sentidos más escarnecidos?

Ni aun si se convirtiera el mundo entero en un árido yermo con un solo habitante podría sentirse éste tan solitario como Jesús, que hasta del consuelo de su Padre quiso privarse para redimir al pecador.

A la luz de este acerbo sufrimiento cabe preguntarse, además ¿acaso es posible dudar siquiera de que Jesucristo puede compadecerse de nuestras miserias?, ¡eso jamás!, ¿acaso un Dios que estuvo dispuesto a sentirse abandonado del Padre abandonará a los pecadores en sus angustias?, ¡imposible! He aquí cómo “arremete” toda la humanidad de Jesucristo para mostrarnos su anonadamiento; he aquí cómo el Verbo eterno se humilló por amor, al punto de experimentar la sola humanidad, débil, aunque paciente, que ante el sacrificio más doloroso de la historia deja escapar esta triste exclamación que fue a la vez tan profunda (pues penetró en la creación entera) que el mismo cielo quiso cubrir con un lúgubre manto de nubes[20]: ¡Dios se ha hecho hombre! Grita la creación, ¡Dios se ha hecho hombre para poder padecer por los hombres!

Después del pecado original, el hombre debió asumir todas las consecuencias de su culpa, comenzando por el destierro del Edén y terminando con la muerte que, a su vez, le negaba la entrada en el paraíso. La Sagrada Escritura pone palabras humanas en boca de Dios, y en esta sencilla reflexión quisiera, con toda reverencia y consciente del abismo existente entre la majestad divina y mi miseria, imaginar que al marcharse Adán y Eva habrán comprendido en sus conciencias que la voz de Dios se hacía sentir de alguna manera que se podría también expresar con palabras: “Adán, ¿por qué me has abandonado?” … y justamente este abandono de Adán –y en él, de todo hombre al pecar- es el que Dios en persona ha venido a redimir, para lo cual no rechazó siquiera asumir la frágil humanidad: el hombre abandonó a Dios y el Hijo hecho hombre experimenta ahora el abandono del Padre para terminar con toda excusa que se pudiera interponer entre el alma y su redención. El Hijo de Dios experimentó por nuestra causa el abandono; y a nosotros nos corresponde imitar el ejemplo de este segundo Adán que siempre caminó bajo la tierna mirada del Padre, a la luz de sus preceptos, y no hacer en cambio como el primero, que abandonó a Dios mediante el pecado.

Dios mío, Dios mío…” dice Jesús para manifestar su total humillación puesto que deja hablar a su agonizante humanidad, pero siempre confiando en el Padre, por eso no le habla en tercera persona sino como quien sabe que el Padre vela por él aun entre la oscuridad… le habla directamente, como quien sabe que es escuchado.

Oración: Oh Jesús mío, Dios y hombre perfecto, que por mi causa experimentaste el sufrimiento hasta sentir el abandono de tu Padre eterno; te suplico que me ayudes a no hacerte sentir el abandono de mi alma alejándose de ti tras el pecado, sino más bien quédate siempre a mi lado y no permitas que me separe de ti.

Tú que vives y reinas, por los siglos de los siglos. Amén.

 

La quinta palabra

Tengo sed

Jn 19,28

       Sabiendo Jesús que ya todas las cosas estaban cumplidas… dice: Tengo sed.” Ciertamente que después de la flagelación, después del extenuante camino hacia el calvario y luego de estar clavado durante horas en la cruz desangrándose, entre crueles espasmos, no resulta extraño que Jesucristo tenga sed, de hecho, daba así cumplimiento una vez más a las Escrituras, puesto que el salmo que comienza con la cuarta palabra reza claramente: “Mi paladar está seco como teja y mi lengua pegada a mi garganta…”[21]. Está sediento, el Hijo de Dios está sediento, pero no es ésta una sed cualquiera, ¡oh, no!, no es tan sólo la necesidad del agua para satisfacer al cuerpo… es mucho más que eso; más que una necesidad es un deseo ardiente de quien “ardientemente” ha deseado comer esta pascua[22], y ardientemente también esperaba su momento triunfal en el madero, y que sólo se comprende con los ojos de la fe: Jesucristo desde siempre, pero sobre todo desde la cruz, tiene una vehemente sed de almas: ¿cómo no tenerla en esta hora culminante de su obra el Buen Pastor que vino a dar la vida por sus ovejas? [23]; ¿cómo no tenerla quien se hizo Camino, Verdad y Vida[24] para quien se hallaba bajo el sello del pecado? Oh misteriosos designios divinos, locura para la sabiduría humana[25], ápice del amor divino para la fe: quien vino a saciar la sed de Dios que tenían los hombres, hombre también se hace y de ellos tiene sed; el que beba del agua que yo le dé, no tendrá sed jamás[26], le dijo a la samaritana, y en ella a todos nosotros y, sin embargo, Él mismo tiene sed; ¡qué gran paradoja, un Dios encarnado y padeciendo por amores!, ¡el Dios de vida, sediento de dar vida!; y es que este es el precio que el amor impuso a quien nos amó primero[27]: saciar nuestra sed de eternidad, la que comenzó al salir del Edén a causa de un desordenado deseo de ser como dioses[28], a cambio de un sacrificio tan grande que implicó la crucifixión del Hijo de Dios que muere sediento de las almas de los hombres que vino a conducir de regreso al redil de su Padre[29].

Al leer la quinta palabra no podemos menos que movernos a compasión. Pero si, en cambio, nos detenemos unos instantes a meditarla se deja traslucir claramente que es más bien una invitación a la acción que se resume en esta sencilla pregunta: ¿acaso tengo derecho a no querer saciar la sed de mi alma que tiene Jesucristo?… y la respuesta es más que evidente.

A partir de este momento podríamos decir que la vida del creyente consiste en realizar de su parte todos los actos que, de alguna manera, tienen la capacidad de ir saciando la sed de Cristo, es decir, todo aquello que contribuya a “irle entregando el alma”: la práctica de las virtudes, las renuncias, el ofrecimiento de nuestros sufrimientos, etc., y todo esto siguiendo el ejemplo del maestro crucificado, es decir, hasta la muerte, hasta que llegue el tiempo de presentarle el alma pidiéndole que la tome para sí como ofrenda generosa y a la vez conquista de su sangre, para saciar en alguna medida su sed, que es sed de almas y sólo con almas se saciará.

Oración: Señor Jesús, Dios y hombre verdadero, sediento de las almas que viniste a conquistar para la eternidad, te ruego que me concedas la gracia de tener un corazón generoso, capaz de darse constantemente a Ti buscando, según mis muchas limitaciones pero movido por una profunda confianza en Ti, aliviar cuanto pueda tu sed, que es deseo ardiente de llevar a tu redil, que es la santa Iglesia, a todos aquellos hombres y mujeres que has amado “insaciablemente” hasta la muerte. Que no te niegue nada Señor mío: ni mis acciones, ni mis pensamientos, ni mi vida, que todo sea tuyo; he ahí tu triunfo, he ahí mi verdadera felicidad.

Tú que vives y reinas por los siglos de los siglos. Amén.

 

La sexta palabra

Todo está consumado

Jn 19,30

 Consumar quiere decir llevar a cabo totalmente algo, terminarlo hasta en los más mínimos detalles. Así, pues, consumar una obra no es otra cosa que terminarla perfectamente. ¿Qué es lo que Jesucristo ha consumado?, pues nada menos que su gran obra, la de venir al mundo a entregar su vida y ofrecerla al Padre en reparación de los pecados de los hombres, alcanzándoles así su redención.

Todo está consumado, porque en Jesucristo se cumplen las Escrituras, Él es el siervo sufriente que, por su obediencia al Padre, se ha convertido en el Defensor vivo del hombre[30], porque ha venido a morir, pero para resucitar y ofrecer resurrección.

Jesucristo no ha venido a abolir la ley ni los profetas[31], sino a dar cumplimiento a los misteriosos designios de salvación, dando con su muerte en la cruz cumplimiento perfecto a las profecías, pues ¿acaso no era necesario que el Cristo padeciera eso para entrar así en su gloria?[32] Jesucristo consuma su paso por la tierra dándonos su vida para volver a tomarla Él mismo después, glorificado, porque Cristo nunca deja las cosas a medias: no se limitó tan sólo a defender a la mujer adúltera arrepentida, sino que además le perdonó sus pecados[33]; no se conformó con alabar la fe de la mujer cananea delante de todos sino que además le aseguró el cumplimiento de lo que pedía[34]; no restringió la salvación tan sólo al pueblo elegido sino que la extendió a todos los hombres que quieran abrazarla; y ahora, en sus últimos momentos de vida mortal, nos manifiesta claramente que no le bastó con el Tabor sino que quiso llegar hasta el Gólgota para, desde allí, atraer a todos hacia Él[35].

Es llamativo encontrar aquí estas palabras con que Jesús se dirige al Padre ofreciéndole toda su obra en favor de las almas y no, por ejemplo, en la Ascensión, ¿Por qué?, ¿acaso no falta aún la resurrección y la segunda venida?, ¿cómo es posible que todo esté consumado en el momento en que se va extinguiendo poco a poco la vida terrena del Cordero de Dios?, y la respuesta es, sencillamente, que justamente en ese mismo momento Jesús comenzaba su triunfo[36], porque la victoria de Jesús está latente en la cruz, donde venció la muerte muriendo, y junto con ella al pecado para enseñarnos que también nuestra vida no podrá jamás decirse triunfante sobre el pecado si no es en la cruz que manifiesta su entrega total, absoluta, es decir, que allí y sólo allí, realmente “todo está consumado”. De la misma manera que no hubiese habido pascua sin el cordero pascual, tampoco hubiese habido redención sin el sacrificio del Cordero de Dios que quita los pecados del mundo [37]y da la vida eterna a sus ovejas, pero esta vida eterna debía ser conquistada mediante este misterioso holocausto llevado a cabo en el Gólgota y sobre el altar santo de la cruz, donde la Víctima perfecta se ofrece plenamente hasta consumirse en ese amor del Padre que tanto amó al mundo[38]

El sacrificio requería un ministro, y éste fue el Sacerdote eterno; exigía una víctima, y ésta fue el mismo Cordero de Dios; necesitaba fuego, y éste fue el fuego del amor divino; y, finalmente, la ofrenda debía consumirse completamente, y ésta fue la vida del Hijo de Dios que se extingue lentamente perfumando eternidad… nada más falta: “Todo está consumado”.

Oración: Oh Jesús mío, Cordero de Dios sin mancha, concédeme la gracia de consumar mi vida a tu servicio; te ruego que escuches mi sencilla súplica y me brindes, por tu infinita misericordia, la triple perseverancia: en la vocación que me has dado, en la gracia que me has concedido, y en el trance final de mi breve paso por este mundo en búsqueda de tu gloria y mi eterna salvación.

Tú que vives y reinas por los siglos de los siglos. Amén.

 

La séptima palabra

Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu

Lc 23,46

  Las primeras palabras que Jesucristo declamó en la cruz fueron dirigidas al Padre y en favor de los hombres. Éstas últimas también se dirigen al Padre, pero esta vez para poner en sus manos la obra que acaba de consumar entregando hasta el último hálito de vida, cerrando así esta especie de “testamento ejemplar”, que se pronunció con palabras humanas pero se escribió con la sangre divina del Hijo… y fue sellado con la aceptación benévola del Padre.

Es muy significativo que Jesús hable aquí de “las manos del Padre”, por toda la riqueza nocional que posee esta realidad aplicada a Dios, espiritual y, por tanto, incorpóreo. Las manos sirven para trabajar, manifiestan poder, fuerza; son capaces de defender y defenderse, de ayudar, de dar… y también de recibir, de aceptar, e inclusive nos ayudan a rezar. A la luz de esta sencilla consideración podríamos notar que Jesucristo se encomienda en las manos divinas del Padre que han sido las mismas que escribieron  la historia de la salvación del hombre: Ellas lo formaron[39], ellas lo protegieron, le enviaron mensajeros para preparar la venida del mesías Redentor[40], ellas acompañaron toda la obra de Cristo desde que entró en este mundo como Hijo del Altísimo[41] para salvarlo, y ahora, en esta hora culminante, son estas mismas manos las que reciben paternalmente el sacrificio del Cordero sin mancha[42], porque las manos de Dios siempre están abiertas, tanto para dar como para recibir, y ¡¿cuánto más para aceptar este santo sacrificio obrado por su Hijo amado, aquel en quien tiene sus complacencias?! [43]

Toda obra puesta en las manos de Dios y según su voluntad produce siempre frutos abundantes y tal es la virtud, la eficacia de la obra redentora de Jesús, que nos alcanzó las llaves de los cielos que con el pecado se habían extraviado, puesto que Jesucristo vino para cumplir la voluntad del Padre[44]  y la llevó a cabo en plenitud.

…“en tus manos encomiendo mi espíritu”… lo único que le quedaba a Jesús era su vida, consagrada toda a pregonar la misericordia infinita del Padre, a ofrecer su perdón a los pecadores, en definitiva, a salvar lo que se había perdido[45]; esta maravillosa vida es la que encomienda con su espíritu en las manos del Padre. Jesús cita el salmo 31 y se lo apropia en este último aliento que le queda para luego expirar triunfantemente en el madero de la cruz, manifestando así que toda su confianza está puesta en el Padre, ya que el versículo termina afirmando: “Tú, el Dios leal, me librarás[46]; leal, porque Dios no puede fallar; libertador, porque ciertamente que librará a su Hijo de la muerte, al igual que a todos aquellos que aprovechen esta sangre redentora que, a partir de este momento, seguirá llamando a las almas junto al seno del Padre hasta el fin de los tiempos. De esta manera la invitación de Jesucristo permanecerá latente mientras permanezca la cruz en el mundo, invitación a encomendarse sin reservas a “las manos del Padre”, cada uno uniendo su cruz a la del Cordero de Dios que desea con ardor compartir su cáliz: copa de eternidad, locura para el mundo, pero sabiduría de Dios y victoria del alma sobre el pecado y sobre la muerte.

Oración: Dios Padre Todopoderoso, te suplico por tu Hijo Jesucristo, que me concedas la gracia de encomendarte la vida sin condiciones ni reservas, sino completamente abandonado a tu santa voluntad y no a mis caprichos. Que te sea fiel hasta la muerte, en la fe que me has brindado, en la enseñanza que me has dejado, en la santa Iglesia que has instituido como madre de las almas, y en el seguimiento de tu Hijo amado, obediente hasta la Cruz.

Tú que vives y reinas por los siglos de los siglos. Amén.

 

El mensaje de Cristo

Algunos dicen que el mensaje de Cristo es el mensaje de la cruz. Hay quienes aseguran que es el amor, y otros afirman que es el de la misericordia de Dios. Debemos decir que estamos de acuerdo absolutamente con esto… con que es un mensaje del amor de Dios, amor que en Dios se identifica con su misericordia y que a tal punto llegó a encenderse que se clavó en una cruz; por lo tanto, todas estas afirmaciones se resumen en el amor.

El amor más perfecto –y propiamente verdadero- es el amor oblativo, es decir, el que se entrega y es capaz de renunciar incluso a la propia vida por aquel a quien ama. Es por esto que aquel amor que nos manifestó el Hijo de Dios hasta entregarse a la cruz por nosotros, no puede ser más grande, puesto que nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos[47]…; y Jesucristo nos hizo sus amigos al momento de reconciliarnos con Dios. No nos referimos aquí, entonces, al amor meramente sensible, imperfecto, sino al amor que llega a negarse completamente en miras al bien del amado. El amor que Jesucristo nos revela es el amor sin límites, crucificado, incondicional, viril, sincero, profundo…, y sólo este amor era capaz de satisfacer por los pecados de todo el género humano, porque implicaba la más absoluta de las entregas, como hemos dicho: la de la vida y, junto con ella, la de la voluntad, es decir, que el sacrificio del amor de Cristo fue completamente libre, porque el amor verdadero está siempre dispuesto al sacrificio y Dios, para perfeccionarlo, lo convirtió Él mismo en sacrificio.

A partir de este momento, a partir de la cruz, ya no hay más excusas para con Dios, pues desde la crucifixión hasta ahora sigue resonando el mensaje del amor de Dios por los hombres, ya que “…tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo unigénito, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna.”[48] Y éste “Hijo amado del Padre” seguirá invitando a cada alma hasta el fin de los tiempos a reconocer que no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos.[49] Puesto que en esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como víctima de expiación por nuestros pecados.[50] Jesucristo es quien nos ha venido a ofrecer el verdadero amor de Dios que desea morar en cada alma que le abra la puerta dispuesta a unirse a Él y a su victoria en la cruz a cambio, tan sólo, de dejarse crucificar también con Él para alcanzar así la gloria imperecedera, que no es otra cosa que la consecuencia lógica del amor de Dios en el alma que lo recibe y de esta manera permite que tome amorosa posesión de ella: he aquí el mensaje de Cristo, el mensaje de la cruz, el mensaje del amor de Dios.

«Antes de iluminar a la inteligencia, el amor se instala en la voluntad; antes de derramarse como conocimiento de connaturalidad, se apodera del alma, la transforma y la une a Dios. Además, entrega el alma a Dios, como instrumento de sus designios, antes incluso o, más bien, al mismo tiempo, que hace del hombre un contemplativo que descubre el amor.

 Unida a Dios y transformada en él, el alma ya no puede separarse de él y le acompaña por todas partes donde la arrastra el peso de la misericordia. Vuelve de nuevo al mundo con Cristo y encuentra en la Iglesia su objeto pleno, Dios y el prójimo. Activa y realizadora, no puede la caridad sino compartir los trabajos de inmolación de Cristo en favor de su Iglesia[51]

A.M.D.G.

 

[1] Cf. Mt 9,13  “Id, pues, a aprender qué significa  Misericordia quiero, que no sacrificio. Porque no he venido a llamar a justos, sino a pecadores”.

[2] Cf. Jn 8, 2-11

[3] Cf. Mt 18, 21-22

[4] Cf. Lc 1,52; Stgo 4,6; 1Pe 5,5

[5] Lc 23,41  “Y nosotros con razón, porque nos lo hemos merecido con nuestros hechos; en cambio éste nada malo ha hecho.”

[6] Lc 23,42  Y decía: “Jesús, acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino.”

[7] Cf. Mc 14,34  Y les dice: “Mi alma está triste hasta la muerte; quedaos aquí y velad.”

[8] Lc 23,43  Jesús le dijo: “Te aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso.”

[9] Cf. Mt 26,75  Y Pedro se acordó de aquello que le había dicho Jesús: “Antes que el gallo cante, me habrás negado tres veces.” Y, saliendo fuera, lloró amargamente.

[10] Cf. Mt 26,53  ¿O piensas que no puedo yo rogar a mi Padre, que pondría al punto a mi disposición más de doce legiones de ángeles?

[11] Cf. Mt 13,55  ¿No es éste el hijo del carpintero? ¿No se llama su madre María, y sus hermanos Santiago, José, Simón y Judas?

12 Cf. Lc 12,15

[13] Jn 6,68  Le respondió Simón Pedro:Señor,  ¿a quién vamos a ir? Tú tienes palabras  de vida eterna”.

[14] Cf. Mt 13,54; Mt 13,58; Mt 21,15; Mc 6,2; etc.

[15] 1Pe 2,21  Pues para esto habéis sido llamados, ya que también Cristo sufrió por vosotros, dejándoos un modelo para que sigáis sus huellas.

[16] Is 7,14  Pues bien, el Señor mismo va a daros una señal: He aquí que una doncella está en cinta y va a dar a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel.

[17] Cf. Lc 15, 11-32, Parábola del “hijo pródigo”.

[18] Cf. Lc 1,28

[19] Is 53,3

[20] Mc 15,33  Llegada la hora sexta, hubo oscuridad sobre toda la tierra hasta la hora nona.

[21] Sal 22,16

[22] Lc 22,15

[23] Cf. Jn 10,11

[24] Cf. Jn 14,6

[25] Cf. 1 Cor 1,23

[26] Jn 4, 14

[27] Cf. 1Jn 4,19

[28] Cf. Gén 3,5

[29] Cf. Jn 10,16

[30] Cf. Job 19,25

[31] Cf. Mt 5,17

[32] Lc 24,26

[33] Jn 8,11

[34] Cf. Mt 15,28

[35] Cf. Jn 12, 32

[36] San Alberto Hurtado, La  búsqueda de Dios, Las virtudes viriles pp. 50-56.

[37] Cf. Jn 1,29

[38] Jn 3,16  “Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna”.

[39] Cf. Gén 1,26 y sgts.

[40] Cf. Jer 29,19

[41] Lc 1,35  “El ángel le respondió: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo y se le llamará Hijo de Dios.”

[42] Cf. Lev 9,3; 23,12; Núm 6,14; Ez 46,13; etc.

[43] Cf. Mt 17,5

[44] Cf. Lc 22,42

[45] Mt 18,11

[46] Sal 31,6

[47] Jn 15,13

[48] Jn 3,16

[49] Hch 4,12

[50] 1Jn 4,10

[51] P. María Eugenio del Niño Jesús, Quiero ver a Dios, Èditions du Carmel, 4ª ed. Pág. 773