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Una verdad fundamental

Templos vivos del Espíritu Santo

P. Jason Jorquera M., Monje IVE.

La noción de templo

maxresdefault (1)Decía el santo cura de Ars en un sermón de Jueves Santo: «Guardémonos de hacer como aquellos impíos que no muestran el menor respeto a los templos, tan santos, tan dignos de reverencia, tan sagrados por la presencia de Dios hecho hombre, que día y noche mora entre nosotros[1]… un templo es un lugar que se ha constituido específicamente como sagrado y destinado para dar culto a Dios, y por lo tanto, merece el mayor de los respetos por parte de los hombres.

Todas las religiones, incluyendo al pueblo elegido, han tenido su culto ligado necesariamente a un lugar, porque es una exigencia natural del hombre que está formado de alma y cuerpo y, en consecuencia, expresa también exteriormente el culto que brota de su alma, y para esto es necesario hacerlo en un lugar.

La idea del “templo”, ya desde la antigüedad, tiene que ver con el reunirse de los fieles para la oración. Por lo tanto significa un lugar de encuentro entre quienes rinden un mismo culto a un ser superior. Pero este espacio sagrado en el que los fieles son convocados por Dios para la celebración litúrgica, pertenece al Señor, por eso se dice también que es un lugar “señorial” y, por consiguiente, digno del mayor de los respetos. Así lo entendió de hecho siempre el pueblo elegido y fue allí, en el templo, en donde rendían a Dios el culto de adoración.

 Pero resulta que un día apareció el Mesías esperado y afirmó que “llegaba la hora (y ya estamos en ella) en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad” (Jn 4, 23); y esta promesa se cumplió fielmente a partir del envío del Espíritu Santo en Pentecostés, momento en el que Dios inauguró su nuevo culto que no está ya ligado exclusivamente a un lugar o pueblo determinado, sino que se ha vuelto universal y accesible para todo el mundo, como leemos en la profecía del profeta Malaquías: “desde el sol levante hasta el poniente, grande es mi Nombre entre las naciones, y en todo lugar se ofrece a mi Nombre un sacrificio de incienso y una oblación pura”. (Mal 1, 11). En definitiva, debemos decir que “el templo” es el lugar propio del encuentro con Dios… eso es lo esencial y la esencia de las cosas no puede cambiar.

Ante esta realidad del templo como lugar del encuentro y culto a Dios, el pueblo elegido, en tiempos de Jesucristo, se podría haber preguntado acerca del modo en que el “nuevo Israel” pudiera participar del mismo culto, pues a partir de Jesucristo “la Buena Nueva” se convirtió en un llamado universal, porque la Iglesia invita a todos los hombres y mujeres del mundo a formar parte del cuerpo místico, de hecho eso significa la palabra católica, “universal”. Y luego nos preguntamos: ¿Cómo sería posible que el templo siguiera siendo el lugar del culto si todo el mundo comenzaba a formar parte de él?; una vez más Jesucristo nos trae la solución:

Hemos dicho que a partir del envío del Espíritu Santo los creyentes comienzan a adorar en Espíritu y en Verdad. Pero no acaba aquí la novedad, porque a partir del nacimiento de la Iglesia Católica, apostólica y Romana, los fieles reciben un don de Dios que se llama “gracia divina”, mediante la cual Dios mismo entra a habitar en los corazones que la han recibido y no la han expulsado por el pecado mortal, y entonces toda alma en gracia se convierte así en verdadero templo del Espíritu Santo…, de ahí que san Pablo escribiera a los Corintios: “¿O no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo que está en vosotros y habéis recibido de Dios, y que no os pertenecéis?” (1Cor 6,19).

Y pasamos así a la afirmación fundamental que movió este escrito: Nosotros somos verdaderamente templos del Espíritu Santo por la gracia.

Nosotros como templo

pentecostes_blogAplicando lo anteriormente dicho respecto a la noción de “templo” pero ahora a nosotros, podemos sacar no pocas consecuencias si consideramos que nuestro cuerpo está animado por un alma inmortal, creada por Dios y que es en todo el hombre (cuerpo y alma), que Dios habita de un modo misterioso pero real mediante la gracia.

Mencionamos algunas de estas consecuencias:

1º)  El hombre y la mujer, por la gracia, se convierten en algo sagrado: Esto lo explica claramente el Conc. Vat. II. Cuando afirma: «Los bautizados, en efecto, son consagrados [constituidos como algo sagrado, algo que pertenece a Dios] por la regeneración y la unción del Espíritu Santo como casa espiritual…»[2]

2º)  Siempre podremos encontrar a Dios dentro de nosotros mismos: San Agustín en su libro de las “confesiones”, explica cómo buscaba a Dios en la sabiduría del mundo y no podía hallarlo, y sin embargo, como dirá también la santa de Ávila siglos más adelante, finalmente lo descubrió dentro de sí mismo. Y lo cuenta así:

«¡Pobre infeliz de mí!, ¡por qué grados fui cayendo hasta dar en el profundo abismo en que me veía! Porque yo, Dios mío (a quien confieso todas mis miserias, pues tuvisteis piedad de mí antes que yo pensase confesároslas),con mucha fatiga y ansia, por hallarme tan falto de la verdad, os buscaba, Dios mío, con los ojos y demás sentidos de mi cuerpo, y no con la potencia intelectiva, en que Vos quisisteis que me distinguiese y aventajase a los irracionales, siendo así que Vos estabais más dentro de mí que lo más interior que hay en mí mismo, y más elevado y superior que lo más elevado y sumo de mi alma[3] Esto es lo que explicará santa Teresa en el libro de las moradas: Dios habita en las séptimas moradas que se encuentran en lo más profundo de nosotros, es decir, en lo más interior del alma.

 3º)  Debemos ofrecerle a Dios una morada digna: ¿qué significa esto?, significa que nuestro cuerpo también es digno de respeto, no tan sólo por parte de los demás sino también de parte nuestra; esto quiere decir que todo aquello que ofenda a nuestro cuerpo se convierte también en una ofensa a Dios, como por ejemplo el maltrato, el exponerse al peligro, el perjudicarse la salud mediante los desórdenes en la comida y la bebida, los excesos malsanos; emplear los labios en la mentira, en los insultos, o entregar el cuerpo a la impureza, a la violencia; o peor todavía a la indecencia, la falta de pudor, y más grave aún si esto provoca escándalo (escándalo no significa aquí dejar a alguien pasmado o admirado por nuestra mala conducta, sino que quiere decir inducir a otro a pecar, eso es pecar de escándalo y ese pecado hoy en día, desgraciadamente, es muy común); en definitiva, todo aquello rebaje la dignidad de nuestro cuerpo.

Pero tampoco olvidemos  que este cuerpo tiene un alma dada por Dios, y esto también implica que nuestra alma la podemos ir hermoseando para Dios (es decir, hacerla más digna) mediante las virtudes. Por esto escribía san Pablo a los efesios: “Así pues, os exhorto yo, preso en el Señor, a andar de una manera digna de la vocación con que fuisteis llamados, con toda humildad, mansedumbre y longanimidad, soportándoos los unos a los otros con caridad.” (Ef 4, 1), porque lo único capaz de hermosear el alma de una persona son las virtudes… porque la hacen más parecida a Jesucristo, el Hijo amado del Padre[4].

4º)  Como Dios se vuelve verdadero huésped del hombre por la gracia, Él jamás lo abandonará a menos que éste lo eche fuera: respecto a esto escribía Don Bosco: “Dos cosas temo: el pecado mortal que da la muerte al alma y la muerte corporal que sorprenda a quien se encuentra en desgracia de Dios.”

Cuando una persona que está en gracia comete un pecado mortal, lo que hace es destruirse él mismo en cuanto templo, porque lo ensucia, lo corrompe y lo derrumba…, y entonces ya Dios no tiene más ese lugar para morar y necesariamente se tiene que ir, no porque Él quiera, sino porque el que peca es quien lo echa de sí. De aquí la necesidad de ser fieles a la vida de la gracia.

Conclusión

Decía Orígenes: “Por esto se considera el cuerpo del Señor como un templo, porque así como el templo contenía la gloria de Dios, que habitaba en él, así el cuerpo de Jesucristo, representando a la Iglesia, contiene al Unigénito, que es la imagen y la gloria de Dios.”

 Nosotros sabemos que por la gracia comenzamos a tomar parte de la filiación divina, es decir, nos hacemos verdaderos hijos de Dios y en consecuencia, al igual que Jesucristo, verdaderos templos de la gloria del Padre. Pidamos siempre la gracia de poder tomar conciencia de lo que significa ser templos vivos del Dios vivo; como dice san León Magno: «Si somos templos de Dios y el Espíritu de Dios habita en nosotros, es mucho más lo que cada fiel lleva en su interior que todas las maravillas que contemplamos en el cielo.»[5]

A.M.D.G.

[1] San Juan María Vianney, Sermón sobre el jueves Santo

[2] Lumen Gentium, 10

[3] San Agustín, Confesiones, Cap. VI

[4] Cf. Mt 3,17; 17,5; 2Pe 1,17, etc.

[5] San León Magno, Sermón 7, sobre la Natividad.

Audiencias de san Juan Pablo II

Sobre la Catequesis

 

Anunciar el Evangelio 5.12.84

jesuspredicando1. Nos encontramos en Jerusalén el día de Pentecostés, cuando los Apóstoles, reunidos en el Cenáculo, ´se llenaron del Espíritu Santo´ (Hech 2,4).
Entonces, Pedro habla a la multitud reunida en torno al Cenáculo. Evoca al Profeta Joel, que había anunciado ´la efusión del Espíritu de Dios sobre toda persona´ (Cfr. Hech 2, 17), y luego plantea a los que se habían reunido para escucharlo, la cuestión de Jesús de Nazaret. Recuerda cómo Dios había confirmado la misión mesiánica de Jesús ´con milagros, prodigios y señales´ (Hech 2, 22), y después que Jesús fue ´entregado, clavado en la Cruz y matado´ (Cfr. Ib. 24). Pedro se refiere al Salmo 15, en el cual se contiene el anuncio de la resurrección. Pero, sobre todo, se remite al testimonio propio y al de los otros Apóstoles: ´todos nosotros somos testigos´ (Hech 2, 32). ´Tenga, pues, por cierto toda la casa de Israel que Dios ha hecho Señor y Mesías a este Jesús a quien vosotros habéis crucificado´ (Ib. 36).

2. Con el acontecimiento de Pentecostés comenzó el tiempo de la Iglesia.

Este tiempo de la Iglesia marca también el comienzo de la evangelización apostólica. El discurso de Simón Pedro es el primer acto de esta evangelización. Los Apóstoles habían recibido de Cristo el mandato de ´ir a todo el mundo, enseñando a todas las naciones´ (Cfr. Mt 28, 19; Mc 16, 15).(…) El anuncio del Evangelio, según el mandato del Redentor que retornaba al Padre (Cfr. p.e. Jn 15, 28; 16, 10), está unido a la llamada al Bautismo, en nombre de la Santísima Trinidad. Así, pues, el día de Pentecostés, a la pregunta de quienes lo escuchaban: ´¿Qué hemos de hacer, hermanos?´ (Hech 2, 37), Pedro responde: ´Arrepentíos y bautizaos en el nombre de Jesucristo´ (Ib. 38).

“Ellos recibieron la gracia y se bautizaron, siendo incorporados a la Iglesia aquel día unas tres mil almas” (Ib. 41). De este modo nació la Iglesia como sociedad de los bautizados, que ´perseveraban en oír la enseñanza de los Apóstoles y en la fracción del pan y en la oración´ (Ib. 42). El nacimiento de la Iglesia coincide con el comienzo de la evangelización. Puede decirse que éste es simultáneamente el comienzo de la catequesis. De ahora en adelante, cada uno de los discursos de Pedro es no sólo anuncio de la Buena Nueva sobre Jesucristo, y por tanto un acto de evangelización, sino también cumplimiento de una función instructiva, que prepara a recibir el Bautismo; es la catequesis bautismal. A su vez, ese ´perseverar en oír la palabra de los Apóstoles´ por parte de la primera comunidad de los bautizados constituye la expresión de la catequesis sistemática de la Iglesia en sus mismos comienzos.

Nos remitimos constantemente a estos comienzos. Si ´Jesucristo es el mismo ayer y hoy.´ (Heb 13, 8), entonces a esa identidad corresponde, en todos los siglos y en todas las generaciones, la evangelización y la catequesis de la Iglesia.

3. Catequesis cristiana. 12.12.84

Basta leer atentamente el rito del sacramento del bautismo, para convencerse de que profunda y fundamental conversión es signo este sacramento. El que recibe el bautismo no sólo hace la profesión de fe, sino que del mismo modo ´renuncia a satanás, y a todas sus obras, y a todas sus seducciones´, y por esto mismo se entrega al Dios vivo: el bautismo es la primera y fundamental consagración de la persona humana, mediante la cual se entrega al Padre en Jesucristo, con la fuerza del Espíritu Santo que actúa en este sacramento (´el nacimiento del agua y del Espíritu´: Cfr. Jn. 3, 5). San Pablo ve en la inmersión en el agua del bautismo, el signo de la inmersión en la muerte redentora de Cristo, para tener parte en la nueva vida sobrenatural, que se manifestó en la resurrección de Cristo (Rom 6, 3-5).

4. Catequesis posteriores al Bautismo 19.12.84

La usanza de conferir el bautismo a los niños poco después de su nacimiento, se desarrolló como expresión de fe viva de las comunidades y, en primer lugar, de las familias y de los padres; éstos, habiendo crecido también ellos en la fe, deseaban este don para sus hijos lo antes posible después del nacimiento. Como es sabido, esta costumbres se mantiene constantemente en la Iglesia como signo del amor proveniente de Dios. Los padres solicitan el bautismo para sus hijos recién nacidos, comprometiéndose a educarlos cristianamente. Para dar una expresión todavía más completa a este compromiso, piden a otras personas, los llamados padrinos, que se comprometan a ayudarles -y en caso de necesidad sustituirles- a educar en la fe de la Iglesia al recién bautizado.

5. La renovación auténtica de la catequesis 16.1.85

La catequesis plantea problemas de pedagogía. Sabemos por los textos evangélicos que el mismo Jesús quiso afrontarlos. En su predicación a las muchedumbres se sirvió de las parábolas para impartir su doctrina de un modo adecuado a la inteligencia de sus oyentes. En la enseñanza a los discípulos procede gradualmente, teniendo en cuenta sus dificultades en comprender; y así sólo en el segundo periodo de su vida pública anuncia expresamente su camino doloroso y sólo al final de Clara abiertamente su identidad de Mesías y también de ´Hijo de Dios´. Constatamos así mismo que en los diálogos más reservados comunica su revelación respondiendo a las preguntas de los interlocutores y usando un lenguaje asequible a su mentalidad. Algunas veces El mismo hace preguntas y suscita problemas.
Cristo nos ha hecho ver la necesidad de adaptar la catequesis de muchas maneras. Nos ha indicado igualmente la índole y límites de dicha adaptación; presentó a sus oyentes toda la doctrina para cuya enseñanza había sido enviado y, ante las resistencias de quienes le escuchaban, expuso su mensaje con todas las exigencias de fe que comportaba. Recordemos el sermón sobre la Eucaristía, con ocasión del milagro de la multiplicación de los panes; no obstante las objeciones y defecciones, Jesús sostuvo su doctrina y pidió a los discípulos su adhesión (Cfr. Jn 6, 60-69). Al transmitir a sus oyentes la integridad de su mensaje contaba con la acción iluminadora del Espíritu Santo que iba a hacer comprender más tarde lo que no podían entender inmediatamente (Cfr. Jn 14, 26; 16, 13). Por tanto, tampoco para nosotros la adaptación de la catequesis debe significar reducción o mutilación del contenido de la doctrina revelada, sino más bien esfuerzo por hacer que se acepte con adhesión de fe, a la luz y con la fuerza del Espíritu Santo.

Un signo mariano

Escapulario de Nuestra Señora

del Monte Carmelo

P. Enrique González, IVE

 ¿Qué es el Escapulario?

stoescapulario-fot2El escapulario de Nuestra Señora del Carmen es un poderoso sacramental, es decir, es un signo sagrado según el modelo de los sacramentos, por medio del cual se confieren efectos, sobre todo espirituales, que se obtienen por la intercesión de la Iglesia, poder conferido por Nuestro Señor Jesús cuando dijo a sus Apóstoles: “Todo lo que ustedes aten en la tierra, quedará atado en el cielo, y lo que desaten en la tierra, quedará desatado en el cielo” (Mt 18,18). Decía el San juan Pablo II: En el signo del Escapulario se evidencia una síntesis eficaz de espiritualidad mariana, que alimenta la devoción de los creyentes, haciéndoles sensibles a la presencia amorosa de la Virgen Madre en sus vidas. El Escapulario es esencialmente un «hábito». Quien lo recibe viene agregado o asociado en un grado más o menos íntimo a la Orden del Carmelo, dedicada al servicio de la Virgen para el bien de toda la Iglesia . Quien viste el Escapulario viene por tanto introducido en la tierra del Carmelo, para que “coma de sus frutos y bienes” (Jr 2,7), y experimenta la presencia dulce y materna de María, en el compromiso cotidiano de revestirse interiormente de Jesucristo y de manifestarlo vivo en sí para el bien de la Iglesia y de toda la humanidad.

San Simón Stock y el Escapulario

San simon stock recibiendo el escapulario
San simon stock recibiendo el escapulario

San Simón Stock nació en Inglaterra en 1165 y fue Prior General de la Orden de Nuestra Señora del Monte Carmelo que tuvo sus orígenes en el Monte del mismo nombre en Tierra Santa. En el siglo XIII, cuando fue invadida la región por los musulmanes, los monjes carmelitas sufren varias masacres y un gran grupo huye a Europa donde se convierte en una orden mendicante (viven únicamente de las limosnas). La historia sostiene:

San Simón era un hombre de gran santidad y devoción, que siempre en sus oraciones pidió a la Virgen para socorrer a su Orden ante los peligros que la acechaban. La Virgen se le apareció sosteniendo el Escapulario en la mano diciendo:

“Este debe ser un signo y privilegio para ti y para todos los Carmelitas: quien muera usando el escapulario no sufrirá el fuego eterno”

Es una “Señal” del cuidado y solicitud con que ella vela por sus hijos. Ella se hace nuestra Patrona, cuida de nosotros como madre y hermana. Madre, porque nutre la vida divina en nosotros y nos enseña el camino hacia Dios. Hermana, porque camina con nosotros en el viaje de transformación invitándonos a hacer nuestra su propia repuesta; “Hágase en mí según tu palabra”.

El Escapulario, signo mariano

VIRGEN DEL CARMEN NUESTRA SEÑORA DEL MONTE CARMELO MENSAJESDEDIOSALMUNDO.BLOGSPOT.png0.png1.png2.png3.pngE.pngSEl Escapulario ahonda sus raíces en la larga historia de la Orden, donde representa el compromiso de seguir a Cristo como María, modelo perfecto de todos los discípulos de Cristo. Este compromiso tiene su origen lógico en el bautismo que nos transforma en hijos de Dios.

La Virgen nos enseña: a vivir abiertos a Dios y a su voluntad, manifestada en los acontecimientos de la vida;

-A escuchar la voz (palabra) de Dios en la Biblia y en la vida, poniendo después en práctica las exigencias de esta voz.

-A orar fielmente sintiendo a Dios presente en todos los acontecimientos.

-A vivir cerca de nuestros hermanos y a ser solidarios con ellos en sus necesidades.

El Padre Gabriel de Santa María Magdalena de Pazzi, OCD, una autoridad venerada en la espiritualidad carmelita, escribió el significado de la devoción a Nuestra Señora del Monte Carmelo:

Nuestra Señora quiere que nos asemejemos a ella no sólo en nuestra vestidura exterior, sino, mucho más en corazón y espíritu. Si miramos en el alma de María, veremos que la gracia hizo que floreciera en ella una vida espiritual de riqueza incalculable: una vida de recogimiento, de oración, la oblación ininterrumpida a Dios, de contacto continuo, y de unión íntima con Él.

[…] Los que quieren vivir la devoción a Nuestra Señora del Monte Carmelo al máximo deben seguir a María en las profundidades de su vida interior…”

Las promesas de llevar el Escapulario

El 16 de julio 1251 la Santísima María hizo esta promesa a San Simón Stock:

Toma este Escapulario, será un signo de salvación, una protección en peligro y una promesa de paz. Todo aquel que muera llevando este Escapulario no sufrirá el fuego eterno.” Y continúa diciendo“Usa el escapulario devotamente y con perseverancia, es mi vestidura. Para ser revestidos de él, debes estar continuamente pensando en mí, y yo a su vez, siempre estoy pensando en ti y te ayudaré a asegurar la vida eterna”.

  • Si se portan como hijos cariñosos yo me portaré con ustedes como Madre amabilísima.
  • Bendeciré las casas donde mi imagen sea honrada, y donde me recen cada día alguna oración.
  • Si se esfuerzan por alejar el pecado de sus vidas, yo me esforzaré por alejarlos de las desgracias y calamidades.
  • Si quieres tener felicidad y santidad “hagan lo que Jesús les diga”, es decir: lean el evangelio y traten de practicar lo que allí le recomienda nuestro Señor. Si así lo hacen, yo rogaré por ustedes ahora y en la hora de su muerte.
Virgen del Carmen
Virgen del Carmen

La Virgen María le prometió además, liberar del Purgatorio a todas las almas que hayan vestido el escapulario durante su vida, el sábado siguiente a la muerte de la persona y llevarlos al cielo, creencia que ha sido respaldada por todos los pontífices ya la que refiere también San Juan Pablo II: En el signo del Escapulario se evidencia una síntesis eficaz de espiritualidad mariana, que alimenta la devoción de los creyentes, haciéndoles sensibles a la presencia amorosa de la Virgen Madre en sus vidas. El Escapulario es esencialmente un «hábito». Quien lo recibe viene agregado o asociado en un grado más o menos íntimo a la Orden del Carmelo, dedicada al servicio de la Virgen para el bien de toda la Iglesia (cfr Fórmula de la imposición del Escapulario, en el “Rito de la Bendición e imposición del Escapulario”, aprobado por la Congregación para el Culto divino y la disciplina de los Sacramentos, 5/1/1996). Quien viste el Escapulario viene por tanto introducido en la tierra del Carmelo, para que “coma de sus frutos y bienes” (Jr 2,7), y experimenta la presencia dulce y materna de María, en el compromiso cotidiano de revestirse interiormente de Jesucristo y de manifestarlo vivo en sí para el bien de la Iglesia y de toda la humanidad.

Indulgencias plenarias: Se otorga indulgencia plenaria a quien use con devoción el escapulario y:

  1. Se vista con el escapulario al momento de ser inscrito en la Tercera Orden o Cofradía.
  2. Celebre las siguientes festividades: Virgen del Carmen (16 de Julio o cuando se celebre); San Simón Stock (16 de mayo);  San Elías Profeta (20 de Julio);  Santa Teresa de Jesús (15 de Octubre), Santa Teresa del Niño Jesús (1 de octubre); San Juan de la Cruz (14 de Diciembre); Todos los Santos Carmelitas (14 de Noviembre)

Indulgencias parciales: No solamente se gana una indulgencia parcial por usar devotamente el santo escapulario, también hay una Indulgencia parcial concedida por el Papa Benedicto XV a los que usen y «besen» su Escapulario con gran devoción

El Rosario y el Escapulario son inseparables

Con el fin de recibir las gracias y promesas del Escapulario, hay que llevarlo con devoción. En otras palabras, hay que estar en estado de gracia:

  • Ir a la Confesión regularmente,
  • Estar debidamente investido / inscrito por un sacerdote católico,
  • Rezar al menos el pequeño Oficio de la Santísima Virgen María o 5 décadas del Santísimo Rosario diariamente.
  • La Novena a Nuestra Señora del Monte Carmelo es opcional pero muy recomendable para mostrar el “Mater Dei” de nosotros sus sirvientes más humildes y no merecedores, teniendo así más fe en su poderosa protección e intercesión.

Juan Pablo II en Lourdes

HOMILÍA DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II DURANTE SU PEREGRINACIÓN APOSTÓLICA  A LOURDES

Solemnidad de la Asunción de la Virgen María
Domingo 15 de agosto de 2004

Nuestra-Señora-de-Lourdes1. “Yo soy la Inmaculada Concepción”. Las palabras que María dirigió a Bernardita el 25 de marzo de 1858 resuenan con intensidad muy particular en este año, en el que la Iglesia celebra el 150° aniversario de la definición solemne del dogma proclamado por el beato Papa Pío IX en la constitución apostólica Ineffabilis Deus.

Deseaba vivamente realizar esta peregrinación a Lourdes, para recordar un acontecimiento que sigue dando gloria a la Trinidad una e indivisa. La concepción inmaculada de María es el signo del amor gratuito del Padre, la expresión perfecta de la redención llevada a cabo por el Hijo y el inicio de una vida totalmente disponible a la acción del Espíritu.

2. Bajo la mirada materna de la Virgen, os saludo cordialmente, queridos hermanos y hermanas que os habéis dado cita delante de la gruta de Massabielle para cantar las alabanzas de Aquella a quien todas las generaciones llaman bienaventurada (cf. Lc 1, 48).

Saludo ante todo a los cardenales, a los obispos y a los sacerdotes. Gracias por vuestra presencia.
Saludo a los peregrinos franceses y a sus obispos, en particular al presidente de la Conferencia episcopal y a monseñor Jacques Perrier, obispo de Tarbes y Lourdes, a quien agradezco las cordiales palabras que me ha dirigido al inicio de esta celebración.

Saludo también al metropolita Emmanuel, presidente de la Asamblea de obispos ortodoxos de Francia.

Saludo al señor ministro del Interior, que representa aquí al Gobierno francés, así como a las demás autoridades civiles y militares presentes.

Saludo cordialmente a todos los peregrinos que se han reunido aquí procedentes de diversas partes de Europa y del mundo, y a todos los que están unidos espiritualmente a nosotros a través de la radio y la televisión. Con especial afecto os saludo a vosotros, queridos enfermos, que habéis acudido a este lugar bendito para buscar consuelo y esperanza. Que la Virgen santísima os haga sentir su presencia y reconforte vuestro corazón.

3. “En aquellos días, María se puso en camino hacia la región montañosa…” (Lc 1, 39). Las palabras del relato evangélico nos hacen ver con los ojos del corazón a la joven de Nazaret en camino hacia la “ciudad de Judá” donde habitaba su prima, para prestarle sus servicios.

JP LourdesEn María nos impresiona, ante todo, la atención, llena de ternura, hacia su prima anciana. Se trata de un amor concreto, que no se limita a palabras de comprensión, sino que se compromete personalmente en una asistencia auténtica. La Virgen no da a su prima simplemente algo de lo que le pertenece; se da a sí misma, sin pedir nada a cambio. Ha comprendido perfectamente que el don recibido de Dios, más que un privilegio, es un deber que la compromete en favor de los demás con la gratuidad propia del amor.

4. “Proclama mi alma la grandeza del Señor…” (Lc 1, 46). Los sentimientos que María experimenta en el encuentro con Isabel afloran con fuerza en el cántico del Magníficat. Sus labios expresan la espera, llena de esperanza, de “los pobres del Señor”, así como la conciencia del cumplimiento de las promesas, porque Dios “se acordó de su misericordia” (cf. Lc 1, 54).

Precisamente de esta conciencia brota la alegría de la Virgen María, que se refleja en todo el cántico:  alegría por saberse “mirada” por Dios, a pesar de su “humildad” (cf. Lc 1, 48); alegría por el “servicio” que puede prestar, gracias a las “maravillas” a las que la ha llamado el Todopoderoso (cf. Lc 1, 49); alegría por gustar anticipadamente las bienaventuranzas escatológicas, reservadas a los “humildes” y a los “que tienen hambre” (cf. Lc 1, 52-53).

Después del Magníficat viene el silencio:  de los tres meses de permanencia de María al lado de su prima Isabel no se nos dice nada. O, tal  vez, se nos dice lo más importante:  el bien no hace ruido, la fuerza del amor se manifiesta en la discreción serena del servicio cotidiano.

5. Con sus palabras y su silencio, la Virgen María se nos presenta como modelo en nuestro camino. No es un camino fácil:  por el pecado de nuestros primeros padres, la humanidad lleva en sí la herida del pecado, cuyas consecuencias pesan también sobre los redimidos. Pero el mal y la muerte no tendrán la última palabra. María lo confirma con toda su existencia, como testigo viva de la victoria de Cristo, nuestra Pascua.

Los fieles lo han entendido. Por eso, acuden en multitudes a esta gruta para escuchar las exhortaciones maternas de la Virgen, reconociendo en ella “la mujer vestida de sol” (Ap 12, 1), la Reina que resplandece al lado del trono de Dios (cf. Salmo responsorial) e intercede en su favor.

6. Hoy la Iglesia celebra la gloriosa Asunción de María al cielo en cuerpo y alma. Los dogmas de la Inmaculada Concepción y la Asunción están íntimamente unidos entre sí. Ambos proclaman la gloria de Cristo Redentor y la santidad de María, cuyo destino humano ya desde ahora está perfecta y definitivamente realizado en Dios.

“Cuando haya ido y os haya preparado un lugar, volveré y os tomaré conmigo, para que donde esté yo estéis también vosotros”, nos ha dicho Jesús (Jn 14, 3). María es la prenda del cumplimiento de la promesa de Cristo. Su Asunción se convierte así, para nosotros, en “signo de esperanza segura y de consuelo” (cf. Lumen gentium, 68).

7. Amadísimos hermanos y hermanas, desde la gruta de Massabielle la Virgen Inmaculada nos habla también a nosotros, cristianos del tercer milenio. Escuchémosla.

viajes13Escuchad ante todo vosotros, jóvenes, que buscáis una respuesta capaz de dar sentido a vuestra vida. Aquí la podéis encontrar. Es una respuesta exigente, pero es la única respuesta que vale. En ella reside el secreto de la alegría verdadera y de la paz.

Desde esta gruta os hago una llamada especial a vosotras, las mujeres. Al aparecerse en la gruta, María encomendó su mensaje a una muchacha, como para subrayar la misión peculiar que corresponde a la mujer en nuestro tiempo, tentado por el materialismo y la secularización:  ser en la sociedad de hoy testigo de los valores esenciales que sólo se perciben con los ojos del corazón. A vosotras, las mujeres, corresponde ser centinelas del Invisible. A todos vosotros, queridos hermanos y hermanas, os dirijo un apremiante llamamiento para que hagáis todo cuanto esté a vuestro alcance a fin de que la vida, toda vida, sea respetada desde la concepción hasta su término natural. La vida es un don sagrado, del que nadie puede hacerse dueño.

La Virgen de Lourdes tiene, por último, un mensaje para todos. Es este:  sed mujeres y hombres libres. Pero recordad:  la libertad humana es una libertad marcada por el pecado. Ella misma necesita también ser liberada. Cristo es su liberador, pues “para ser libres nos ha liberado” (Ga 5, 1). Defended vuestra libertad.

Queridos amigos, sabemos que para esto podemos contar con Aquella que, al no haber cedido jamás al pecado, es la única criatura perfectamente libre. A ella os encomiendo. Caminad con María por las sendas de la plena realización de vuestra humanidad.

 

La señal de la cruz

El estandarte de nuestra fe

(Del libro de J. Ratzinger “El espíritu de la liturgia”, p.201 ss.)

 

bxviEl gesto fundamental de la oración del cristiano es, y seguirá siendo, la señal de la cruz. Es una profesión de fe en Cristo Crucificado, expresada corporalmente según las palabras programáticas de san Pablo: «Nosotros predicamos a Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; pero para los llamados —judíos o griegos— un Mesías que es fuerza de Dios y sabiduría de Dios» (1 Cor 1,23s). Y más adelante: «Pues nunca entre vosotros me precié de saber cosa alguna, sino a Jesucristo, y éste crucificado» (2,2). Santiguarse con la señal de la cruz es un sí visible y público a Aquél que ha sufrido por nosotros; a Aquél que hizo visible en su cuerpo el amor de Dios llevado hasta el extremo; un sí al Dios que no gobierna con la destrucción, sino con la humildad del sufrimiento y un amor que es más fuerte que todo el poder del mundo y más sabio que toda la inteligencia y los cálculos del hombre.

La señal de la cruz es una profesión de fe: yo creo en Aquél que sufrió por mí y resucitó; en Aquél que ha transformado el signo del oprobio en signo de esperanza y de amor actual de Dios por nosotros. La profesión de fe es una profesión de esperanza: creo en Aquél que, en su debilidad, es Omnipotente; en Aquél que, a pesar de su ausencia aparente, y extrema impotencia, puede salvarme y me salvará. En el instante en que hacemos sobre nosotros la señal de la cruz, nos ponemos bajo su protección, la ponemos delante de nosotros como un escudo que nos protege de las tribulaciones de cada día, e incluso nos da el valor para seguir adelante. La aceptamos como una señal que indica el camino a seguir: «El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga» (Mc 8,34). La cruz nos muestra el camino de la vida: el seguimiento de Cristo.

Descendimiento_43411Nosotros relacionamos la señal de la cruz con la profesión de fe en el Dios Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo. De este modo, se convierte en recuerdo del bautismo, recuerdo más evidente aún cuando, además, utilizamos el agua bendita. La cruz es un signo de la pasión, pero al mismo tiempo es también signo de la resurrección; es, por así decirlo, el báculo de salvación que Dios nos ofrece, el puente, gracias al cual atravesamos el abismo de la muerte y todas las amenazas del mal, y finalmente podemos llegar hasta Él. Se hace presente en el bautismo, por el cual nos convertimos en contemporáneos de la cruz y la resurrección de Cristo (Rom 6,1-14). Cada vez que hacemos la señal de la cruz, renovamos nuestro bautismo; Cristo desde la cruz nos atrae hacia Él (Jn 12,32) y, de este modo, nos pone en comunión con el Dios vivo. A fin de cuentas, el bautismo y el signo de la cruz, que lo representa y lo renueva, son, ante todo, un acontecimiento de Dios: el Espíritu Santo que conduce a Cristo, y Cristo que abre la puerta hacia el Padre. Dios ya no es el Dios desconocido: tiene un nombre. Podemos llamarlo, y Él nos llama.

De este modo, podemos decir que en la señal de la cruz, con la invocación trinitaria, se resume toda la esencia del acontecimiento cristiano, y está presente el rasgo distintivo del cristianismo. Sin embargo, también por esto mismo, abre el camino a todo el conjunto de la historia de las religiones y al mensaje de Dios presente en la creación. Ya en el 1873 se descubrieron, junto al Monte de los Olivos, epitafios griegos y hebreos que se remontan al tiempo de Jesús y que iban acompañados de la señal de la cruz; los arqueólogos, en este caso, dedujeron que se trataba de cristianos de la época más primitiva. En torno a 1945, se hicieron numerosos hallazgos de tumbas judías con el signo de la cruz que se remontan, más o menos, al siglo primero después de Cristo. Tales hallazgos ya no permitían deducir que se tratase de cristianos de la primera generación; más bien se tuvo que reconocer que el signo de la cruz también estaba presente en el ámbito judío. ¿Cómo entender esto? La clave interpretativa se encontró en Ez 9,4ss. En la visión allí descrita, el mismo Dios le dice a su mensajero, vestido de lino, que tenía la cartera de escriba a la cintura: «pasa por la ciudad y marca con una tau en la frente a los hombres que gimen y lloran por todas las abominaciones que se cometen en medio de ella». En la terrible catástrofe que se anuncia, aquellos que no se reconocen en el pecado del mundo, sino que sufren por él ante Dios —sufren con impotencia, pero distanciándose del pecado— deben ser señalados con la última letra del alfabeto hebreo, la Tau, que se escribía en forma de cruz (T o bien +, o bien X). La Tau que, efectivamente, tenía la forma de una cruz, se convierte en el sello de la propiedad de Dios. Responde al anhelo y al dolor del hombre por Dios, y lo introduce, de esta manera, bajo la particular protección de Dios.

  1. Dinkler[1] pudo demostrar que la estigmatización cultual —en las manos o en la frente— se anuncia ya de diversos modos en el Antiguo Testamento, y que esta costumbre también era conocida en la época del Nuevo Testamento. En el Nuevo Testamento, Ap 7,1-8 hace suya la idea fundamental de la visión de Ezequiel. Los hallazgos de tumbas, junto con los textos de la época, ponen de manifiesto que, en ciertos círculos del judaísmo, la Tau se había difundido como signo sagrado, como señal de la profesión de fe en el Dios de Israel y, al mismo tiempo, como signo de la esperanza puesta en su protección. Dinkler resume sus conclusiones en la afirmación de que, en la Tau con forma de cruz «se resume toda una profesión de fe en un solo signo», «las realidades creídas y esperadas quedan inscritas en una imagen visible. Una imagen que es más que un mero espejo, una imagen de la que, antes bien, se espera una fuerza salvadora…» (24).

Por lo que hasta ahora podemos saber, los cristianos, en un primer momento, no retomaron este símbolo judío de la cruz, sino que encontraron la señal de la cruz desde lo profundo de su propia fe, y pudieron reconocer en ella la suma de toda su fe. Sin embargo, la visión de Ezequiel de la tau salvadora y toda la tradición basada en ella ¿no debía contemplarse como una mirada abierta al futuro? ¿No se «desvelaba» ahora (cfr. 2 Cor 3,18) lo que se había querido decir de manera misteriosa? ¿No se aclaraba en este momento a quién pertenecía este signo y de quién recibía su fuerza? ¿No podían ver, por tanto, en todo esto una prefiguración de la cruz de Cristo, que realmente había convertido la Tau en la fuerza de salvación?

Los Padres ligados al ámbito cultural griego, se vieron aún más directamente afectados por otro descubrimiento. Encontraron en la obra de Platón una extraña imagen de la cruz inscrita en el cosmos (Timeo 34 A/B y 36 B/C). Platón la había tomado de las tradiciones pitagóricas que, a su vez, estaban relacionadas con tradiciones del Antiguo Oriente. Se trata, en principio, de una afirmación astronómica: los dos grandes movimientos estelares conocidos por la astronomía antigua —la elíptica (el gran círculo en torno a la esfera terrestre, sobre el que discurre el movimiento aparente del sol) y la órbita terrestre— se encuentran, y forman conjuntamente la letra griega Chi, que a su vez, se representa en forma de cruz (como una X). El signo de la cruz está, por tanto, inscrito en el cosmos en su totalidad. Platón —siguiendo, una vez más, tradiciones más antiguas— había relacionado este dato con la imagen de la divinidad: el demiurgo (el creador del mundo) habría «extendido» el alma del mundo «a través de todo el universo».

Justino mártir, el primer filósofo entre los Padres, originario de Palestina y muerto en torno al año 165, descubrió estos textos de Platón y no dudó en relacionarlos con la doctrina del Dios trinitario y con su intervención salvífica en Jesucristo. En la idea del demiurgo y del alma del mundo, Justino ve presagios del misterio del Padre y el Hijo, presagios que, ciertamente, necesitaban ser corregidos, pero que también podían corregirse. Lo que dice Platón acerca del alma del mundo le parece una alusión a la venida del Logos, del Hijo de Dios. Y así, hasta llega a decir que la figura de la cruz es el mayor signo del señorío del Logos, sin el cual la creación entera no podría existir en su conjunto (1 Apol 55). La cruz del Gólgota está anticipada en la misma estructura del cosmos; el instrumento de martirio, en el que murió el Señor, está inscrito en la estructura del universo. El cosmos habla aquí de la cruz, y la cruz aquí desvela el misterio del cosmos. Ésta es la verdadera clave interpretativa de toda la realidad. La historia y el cosmos son el uno parte del otro. Si abrimos los ojos, leemos el mensaje de Cristo en el lenguaje del universo y, por otra parte, Cristo aquí nos hace comprender el mensaje de la creación.

A partir de Justino, esta «profecía de la cruz», y la conexión que en ella se pone de manifiesto entre cosmos e historia, se ha convertido en una de las ideas fundamentales de la teología patrística[2]. Para los Padres tuvo que ser un descubrimiento fascinante el que el filósofo que resumía e interpretaba las tradiciones más antiguas, hubiese hablado de la cruz como el sello del universo. Ireneo de Lyon (muerto en torno al año 200), el verdadero fundador de la teología sistemática en su forma católica, en su escrito apologético titulado «Demostración de la predicación apostólica» afirma lo siguiente: el crucificado «es, Él mismo, la palabra de Dios Todopoderoso, que con su presencia invisible impregna nuestro universo. Y por eso abarca todo el mundo, su anchura y su longitud, su altura y su profundidad; porque, por medio de la Palabra de Dios, todas las cosas son conducidas al orden. Y el Hijo de Dios está crucificado en ellas al estar impreso en todo, en forma de cruz» (1,3).

Este texto del gran Padre de la Iglesia, oculta una cita bíblica que es de gran importancia para la teología bíblica de la cruz. La Carta a los Efesios nos exhorta a estar arraigados y cimentados en el amor y, al apoyarnos en él, ser capaces de abarcar con todos los santos «lo ancho, lo largo, lo alto y lo profundo, comprendiendo lo que trasciende toda filosofía: el amor de Cristo» (3,18s). No puede dudarse de que esta carta, perteneciente a la escuela de san Pablo, habla ya aquí, a modo de alusión, de la cruz cósmica, recogiendo probablemente tradiciones religiosas que hablan del árbol cósmico en forma de cruz, que sostiene el universo. Una idea religiosa que, por lo demás, también era conocida en la India.

San Agustín hizo una maravillosa interpretación existencial de este significativo pasaje de san Pablo. En él, ve representadas las dimensiones de la vida humana, en referencia al Cristo crucificado, cuyos brazos abarcan el mundo, cuyo camino llega hasta los abismos del infierno y hasta la altura del mismo Dios (De doctr. Christ. II 41, 62 CChr XXXII, 75s).

Hugo Rahner recopiló los textos más bellos de la época patrística dedicados al misterio cósmico de la cruz[3]. Quisiera citar aquí únicamente dos. En la obra de Lactancio (✝ hacia 325) leemos: «En su sufrimiento, Dios extendió los brazos, abarcando así el orbe para anticipar ya entonces que, desde la salida del sol hasta el ocaso, se reunirá un pueblo que habrá de venir para ser acogido bajo sus alas» (81). Un griego desconocido del siglo IV contrapone la cruz al culto al sol y dice: ahora Helios (el sol) ha sido vencido por la cruz «y el hombre, al que el sol creado en el cielo no ha podido instruir, ahora está bañado por la luz solar de la cruz e iluminado (en el bautismo)». A continuación, el autor anónimo, hace suya una expresión de san Ignacio de Antioquía (muerto en torno al año 110), que había definido la cruz como «árgano»[4] (mechane) del cosmos para el ascenso al cielo (Ef 9, 1) y dice: ¡Oh sabiduría, verdaderamente divina! ¡Oh cruz, tu árgano que eleva al cielo! La cruz quedó plantada —y así, la esclavitud de los ídolos quedó aniquilada—. No es un leño como los demás, sino un leño del que Dios se ha servido para su victoria» (87s).

En su discurso escatológico, Jesús había anunciado que al final de los tiempos «aparecerá en el cielo la señal del Hijo del hombre» (Mt 24,30). La mirada de la fe podía, ya desde ahora, reconocer su señal inscrita en el cosmos desde el principio, y ver así confirmada por el cosmos la fe en el Redentor crucificado. Al mismo tiempo, los cristianos sabían, de este modo, que los caminos de la historia de las religiones se dirigían hacia Cristo, que su espera representada en muchas imágenes conducía hacia Él. Esto significaba, por otra parte, que la filosofía y la religión ofrecían a la fe las imágenes y las ideas en las que ésta podía comprenderse a sí misma plenamente.

«Tu nombre será una bendición» había dicho Dios a Abrahán al principio de la historia de la salvación (Gn 12,2). En Cristo, hijo de Abrahán, se cumple esta palabra en su plenitud. Él es una bendición y es una bendición para toda la creación y para todos los hombres. La cruz, que es su señal en el cielo y en la tierra, tenía que convertirse, por ello, en el gesto de bendición propiamente cristiano. Hacemos la señal de la cruz sobre nosotros mismos y entramos, de este modo, en el poder de bendición de Jesucristo. Hacemos la señal de la cruz sobre las personas a las que deseamos la bendición. Hacemos la señal de la cruz también sobre las cosas que nos acompañan en la vida y que queremos recibir nuevamente de la mano de Dios. Mediante la cruz podemos bendecirnos los unos a los otros.

Personalmente, jamás olvidaré con qué devoción y con qué recogimiento interior mi padre y mi madre nos santiguaban, de pequeños, con el agua bendita. Nos hacían la señal de la cruz en la frente, en la boca, en el pecho, cuando teníamos que partir, sobre todo si se trataba de una ausencia particularmente larga. Esta bendición nos acompañaba, y nosotros nos sentíamos guiados por ella: era la manera de hacerse visible la oración de los padres que iba con nosotros, y la certeza de que esta oración estaba apoyada en la bendición del Redentor. La bendición suponía, también, una exigencia por nuestra parte: la de no salirnos del ámbito de esta bendición. Bendecir es un gesto sacerdotal: en aquel signo de la cruz percibíamos el sacerdocio de los padres, su particular dignidad y su fuerza. Pienso que este gesto de bendecir, como expresión plenamente válida del sacerdocio común de los bautizados, debería volver a formar parte de la vida cotidiana con mayor fuerza aún, empapándola de esa energía del amor que procede del Señor.

[1] Dinkler, E., Signum crucis. Aufsätze zum Neuen Testament und zur christlichen Archäologie, J. C. B. Mohr (Tübingen 1967), sobre todo 1-76.

[2] Una síntesis útil de los testimonios de los Padres la ofrece Pfnür, V., «Das Kreuz: Lebensbaum in der Mitte des Paradiesgartens», en M. B. Von Strizky – Chr. Uhrig (ed.), Garten des Lebens, Festschrift für W. Cramer (Altenberge 1999), pp. 203-222.

[3] H. Rahner, Griechische Mythen in christlicher Deutung (Darmstadt 1957).

[4] * Nota del traductor: Máquina a modo de grúa para levantar pesos.

La Eucaristía…

Realización de las más sublimes aspiraciones del hombre

Por san Alberto Hurtado

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El Padre Hurtado celebrando la santa Misa

Fuente de vida cristiana. Ya que el cristianismo no es tanto una ética, como el protestantismo, ni una filosofía, ni una poesía, ni una tradición, ni una causa externa, sino la divinización de nuestra vida o, más bien, la transformación de nuestra vida en Cristo, para tener como suprema aspiración hacer lo que Cristo haría en mi lugar; esa es la esencia de nuestro cristianismo.

Y la esencia de nuestra piedad cristiana, lo más íntimo, lo más alto y lo más provechoso es la vida sacramental, ya que mediante estos signos exteriores, sensibles, Cristo no sólo nos significa, sino que nos comunica su gracia, su vida divina, nos transforma en Sí [mismo]. La gracia santificante y las virtudes concomitantes…

La gran obra de Cristo, que vino a realizar al descender a este mundo, fue la redención de la humanidad. Y esta redención en forma concreta se hizo mediante un sacrificio. Toda la vida del Cristo histórico es un sacrificio y una preparación a la culminación de ese sacrificio por su inmolación cruenta en el Calvario. Toda la vida del Cristo místico no puede ser otra que la del Cristo histórico y ha de tender también hacia el sacrificio, a renovar ese gran momento de la historia de la humanidad que fue la primera Misa, celebrada durante veinte horas, iniciada en el Cenáculo y culminada en el Calvario…

padre pio calizAhora bien, la Eucaristía es la apropiación de ese momento, es el representar, renovar, hacernos nuestra la Víctima del Calvario, y el recibirla y unirnos a ella. Todas las más sublimes aspiraciones del hombre, todas ellas, se encuentran realizadas en la Eucaristía:

La Felicidad

El hombre quiere la felicidad y la felicidad es la posesión de Dios. En la Eucaristía, Dios se nos da, sin reserva, sin medida; y al desaparecer los accidentes eucarísticos nos deja en el alma a la Trinidad Santa, premio prometido sólo a los que coman su Cuerpo y beban su Sangre (cf. Jn 6,48ss).

Cambiarse en Dios

El hombre siempre ha aspirado a ser como Dios, a transformarse en Dios, la sublime aspiración que lo persigue desde el Paraíso. Y en la Eucaristía ese cambio se produce: el hombre se transforma en Dios, es asimilado por la divinidad que lo posee; puede con toda verdad decir como San Pablo: “ya no vivo yo, Cristo vive en mí” (Gal 2,20); y cuando el que viene a vivir en mí es de la fuerza y grandeza de Cristo, se comprende que es Él quien domina mi vida, en su realidad más íntima.

Hacer cosas grandes

El hombre quiere hacer cosas grandes por la humanidad… por hacer estas cosas los hombres más grandes se han lanzado a toda clase de proezas, como las que hemos visto en esta misma guerra; pero, ¿dónde hará cosas más grandes que uniéndose a Cristo en la Eucaristía? Ofreciendo la Misa salva la raza y glorifica a Dios Padre en el acto más sublime que puede hacer el hombre: opone a todo el dique de pecados de los hombres, la sangre redentora de Cristo; ofrece por las culpas de la humanidad, no sacrificios de animales, sino la sangre misma de Cristo; une a su débil plegaria la plegaria omnipotente de Cristo, que prometió no dejar sin escuchar nuestras oraciones y ¡cuándo más las escuchará que cuando esa plegaria proceda del Cristo Víctima del Calvario, en el momento supremo de amor…! He aquí, pues, nuestra oración perfectísima. Nuestra unión perfectísima con la divinidad. La realización de nuestras más sublimes aspiraciones.

Unión de caridad

En la Misa, también nuestra unión de caridad se realiza en el grado más íntimo. La plegaria de Cristo “Padre, que sean uno… que sean consumados en la unidad” (Jn 17,22-23), se realiza en el sacrificio eucarístico. Al unirnos con Cristo, a quien todos los hombres están unidos: los justos con unión actual; los otros, potencial.

 08viajesHacer de la Misa el centro de mi vida. Prepararme a ella con mi vida interior, mis sacrificios, que serán hostia de ofrecimiento; continuarla durante el día dejándome partir y dándome… en unión con Cristo.

¡Mi Misa es mi vida, y mi vida es una Misa prolongada!

Después de la comunión, quedar fieles a la gran transformación que se ha apoderado de nosotros. Vivir nuestro día como Cristo, ser Cristo para nosotros y para los demás:

¡Eso es comulgar!

San Alberto Hurtado, “La búsqueda de Dios”

Julio, mes de la Preciosísima Sangre

Devoción a la Preciosísima Sangre de Nuestro Señor Jesucristo

San Juan XXIII escribió a fines de junio de 1960 esta pequeña pero hermosa carta apostólica  “Inde a Primis” sobre esta Devoción.

7113985_origMuchas veces desde los primeros meses de nuestro ministerio pontificio —y nuestra palabra, anhelante y sencilla, se ha anticipado con frecuencia a nuestros sentimientos— ha ocurrido que invitásemos a los fieles en materia de devoción viva y diaria a volverse con ardiente fervor hacia la manifestación divina de la misericordia del Señor en cada una de las almas, en su Iglesia Santa y en todo el mundo, cuyo Redentor y Salvador es Jesús, a saber, la devoción a la Preciosísima Sangre.

Esta devoción se nos infundió en el mismo ambiente familiar en que floreció nuestra infancia y todavía recordamos con viva emoción que nuestros antepasados solían recitar las Letanías de la Preciosísima Sangre en el mes de julio.

Fieles a la exhortación saludable del Apóstol: “Mirad por vosotros y por todo el rebaño, sobre el cual el Espíritu Santo os ha constituido obispos, para apacentar la Iglesia de Dios, que El adquirió con su sangre”, creemos, venerables Hermanos, que entre las solicitudes de nuestro ministerio pastoral universal, después de velar por la sana doctrina, debe tener un puesto preeminente la concerniente al adecuado desenvolvimiento e incremento de la piedad religiosa en las manifestaciones del culto público y privado. Por tanto, nos parece muy oportuno llamar la atención de nuestros queridos hijos sobre la conexión indisoluble que debe unir a las devociones, tan difundidas entre el pueblo cristiano, a saber, la del Santísimo Nombre de Jesús y su Sacratísimo Corazón, con la que tiende a honrar la Preciosísima Sangre del Verbo encarnado “derramada por muchos en remisión de los pecados” .

Sí, pues, es de suma importancia que entre el Credo católico y la acción litúrgica reine una saludable armonía, puesto que lex credendi legem statuat supplicandi (la ley de la fe es la pauta de la ley de la oración)  y no se permitan en absoluto formas de culto que no broten de las fuentes purísimas de la verdadera fe, es justo que también florezca una armonía semejante entre las diferentes devociones, de tal modo que no haya oposición o separación entre las que se estiman como fundamentales y más santificantes, y al mismo tiempo prevalezcan sobre las devociones personales y secundarias, en el aprecio y práctica, las que realizan mejor la economía de la salvación universal efectuada por “el único Mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús, que se entregó a sí mismo para redención de todos”. Moviéndose en esta atmósfera de fe recta y sana piedad los creyentes están seguros de sentirse cum Ecclesia (sentir con la Iglesia), es decir, de vivir en unión de oración y de caridad con Jesucristo, Fundador y Sumo Sacerdote de aquella sublime religión que junto con el nombre toma de El toda su dignidad y valor.

Si echamos ahora ,una rápida ojeada sobre los admirables progresos que ha logrado la Iglesia Católica en el campo de la piedad litúrgica, en consonancia saludable con el desarrollo de la fe en la penetración de las verdades divinas, es consolador, sin duda, comprobar que en los siglos más cercanos a nosotros no han faltado por parte de esta Sede Apostólica claras y repetidas pruebas de asentimiento y estímulo respeto a las tres mencionadas devociones; que fueron practicadas desde la Edad Media por muchas almas piadosas y propagadas después por varias diócesis, órdenes y congregaciones religiosas, pero que esperaban de la Cátedra de Pedro la confirmación de la ortodoxia y la aprobación para la Iglesia universal.

Baste recordar que nuestros Predecesores desde el siglo XVI enriquecieron con gracias espirituales la devoción al Nombre de Jesús, cuyo infatigable apóstol en el siglo pasado fue, en Italia, San Bernardino de Sena. En honor de este Santísimo Nombre se aprobaron de modo especial el Oficio y la Misa y a continuación las Letanías . No menores fueron los privilegios concedidos por los Romanos Pontífices al culto del Sacratísimo Corazón, en cuya admirable propagación tuvieron tanta influencia las revelaciones del Sagrado Corazón a Santa Margarita María Alacoque . Y tan alta y unánime ha sido la estima de los Sumos Pontífices por esta devoción, que se complacieron en explicar su naturaleza, defender su legitimidad, inculcar la práctica con muchos actos oficiales a los que han dado remate tres importantes Encíclicas sobre el misma tema.

Asimismo la devoción a la Preciosísima Sangre, cuyo propagador admirable fue en el siglo pasado; el sacerdote romano San Gaspar del Búfalo, obtuvo merecido asentimiento de esta Sede Apostólica. Conviene recordar que por mandato de Benedicto XIV se compusieron la Misa y el Oficio en honor de la Sangre adorable del Divino Salvador; y que Pío IX, en cumplimiento de un voto hecho en Gaeta, extendió la fiesta litúrgica a la Iglesia universal. Por último Pío XI, de feliz memoria, como recuerdo del XIX Centenario de la Redención, elevó dicha fiesta a rito doble de primera clase, con el fin de que, al incrementar la solemnidad litúrgica, se intensificase también la devoción y se derramasen más copiosamente sobre los hombres los frutos de la Sangre redentora.


Por consiguiente, secundando el ejemplo de nuestros Predecesores, con objeto de incrementar más el culto a la preciosa Sangre del Cordero inmaculado, Cristo Jesús, hemos aprobado las Letanías, según texto redactado por la Sagrada Congregación de Ritos, recomendando al mismo tiempo se reciten en todo el mundo católico ya privada ya públicamente con la concesión de indulgencias especiales.

¡Ojalá que este nuevo acto de la “solicitud por todas las Iglesias”, propia del Supremo Pontificado, en tiempos de más graves y urgentes necesidades espirituales, cree en las almas de los fieles la convicción del valor perenne, universal, eminentemente práctico de las tres devociones recomendadas más arriba!

Así, pues, al acercarse la fiesta y el mes consagrado al culto de la Sangre de Cristo, precio de nuestro rescate, prenda de salvación y de vida eterna, que los fieles la hagan objeto de sus más devotas meditaciones y más frecuentes comuniones sacramentales. Que reflexionen, iluminados por las saludables enseñanzas que dimanan de los Libros Sagrados y de la doctrina de los Santos Padres y Doctores de la Iglesia en el valor sobreabundante, infinito, de esta Sangre verdaderamente preciosísima, cuius una stilla salvum facere totum mundum quit ab omni scelere (de la cual una sola gota puede salvar al mundo de todo pecado), como canta la Iglesia con el Doctor Angélico y como sabiamente lo confirmó nuestro Predecesor Clemente VI . Porque, si es infinito el valor de la Sangre del Hombre Dios e infinita la caridad que le impulsó a derramarla desde el octavo día de su nacimiento y después con mayor abundancia en la agonía del huerto, en la flagelación y coronación de espinas, en la subida al Calvario y en la Crucifixión y, finalmente, en la extensa herida del costado, como símbolo de esa misma divina Sangre, que fluye por todos los Sacramentos de la Iglesia, es no sólo conveniente sino muy justo que se le tribute homenaje de adoración y de amorosa gratitud por parte de los que han sido regenerados con sus ondas saludables.

padre pio calizY al culto de latría, que se debe al Cáliz de la Sangre del Nuevo Testamento, especialmente en el momento de la elevación en el sacrificio de la Misa, es muy conveniente y saludable suceda la Comunión con aquella misma Sangre indisolublemente unida al Cuerpo de Nuestro Salvador en el Sacramento de la Eucaristía. Entonces los fieles en unión con el celebrante podrán con toda verdad repetir mentalmente las palabras que él pronuncia en el momento de la Comunión: Calicem salutaris accipiam et nomem Domini invocabo… Sanguis Domini Nostri Iesu Christi custodiat animam meam in vitam aeternam. Amen. Tomaré el cáliz de salvación e invocaré el nombre del Señor… Que la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo guarde mi alma para la vida eterna. Así sea. De tal manera que los fieles que se acerquen a él dignamente percibirán con más abundancia los frutos de redención, resurrección y vida eterna, que la sangre derramada por Cristo “por inspiración del Espíritu Santo” mereció para el mundo entero. Y alimentados con el Cuerpo y la Sangre de Cristo, hechos partícipes de su divina virtud que ha suscitado legiones de mártires, harán frente a las luchas cotidianas, a los sacrificios, hasta el martirio, si es necesario, en defensa de la virtud y del reino de Dios, sintiendo en sí mismos aquel ardor de caridad que hacía exclamar a San Juan Crisóstomo: “Retirémonos de esa Mesa como leones que despiden llamas, terribles para el demonio, considerando quién es nuestra Cabeza y qué amor ha tenido con nosotros… Esta Sangre, dignamente recibida, ahuyenta los demonios, nos atrae a los ángeles y al mismo Señor de los ángeles… Esta Sangre derramada purifica el mundo… Es el precio del universo, con ella Cristo redime a la Iglesia… Semejante pensamiento tiene que frenar nuestras pasiones. Pues ¿hasta cuándo permaneceremos inertes? ¿Hasta cuándo dejaríamos de pensar en nuestra salvación? Consideremos los beneficios que el Señor se ha dignado concedernos, seamos agradecidos, glorifiquémosle no sólo con la fe, sino también con las obras”.

¡Ah! Si los cristianos reflexionasen con más frecuencia en la advertencia paternal del primer Papa: “Vivid con temor todo el tiempo de vuestra peregrinación, considerando que habéis sido rescatados de vuestro vano vivir no con plata y oro, corruptibles, sino con la sangre preciosa de Cristo, como cordero sin defecto ni mancha!” . Si prestasen más atento oído a la exhortación del Apóstol de las gentes: “Habéis sido comprados a gran precio. Glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo”.

¡Cuánto más dignas, más edificantes serían sus costumbres; cuánto más saludable sería para el mundo la presencia de la Iglesia de Cristo! Y si todos los hombres secundasen las invitaciones de la gracia de Dios, que quiere que todos se salven, pues ha querido que todos sean redimidos con la Sangre de su Unigénito y llama a todos a ser miembros de un único Cuerpo místico, cuya Cabeza es Cristo, ¡cuánto más fraternales serían las relaciones entre los individuos, los pueblos y las naciones; cuánto más pacífica, más digna de Dios y de la naturaleza humana, creada a imagen y semejanza del Altísimo, sería la convivencia social!

Debemos considerar esta sublime vocación a la que San Pablo invitaba a los fieles procedentes del pueblo escogido, tentados de pensar con nostalgia en un pasado que sólo fue una pálida figura y el preludio de la Nueva Alianza: “Vosotros os habéis acercado al monte de Sión, a la ciudad del Dios vivo, a la Jerusalén celestial y a las miríadas de ángeles, a la asamblea, a la congregación de los primogénitos, que están escritos en los cielos, y a Dios, Juez de todos, y a los espíritus de los justos perfectos, y al Mediador de la nueva Alianza, Jesús, y a la aspersión de la sangre, que habla mejor que la de Abel”.

Confiando plenamente, venerables Hermanos, en que estas paternales exhortaciones nuestras, que daréis a conocer de la manera que creáis más oportuna al Clero y a los fieles confiados a vosotros, no sólo serán puestas en práctica de buen grado, sino también con ferviente celo, como auspicio de las gracias celestiales y prenda de nuestra especial benevolencia, con efusión de corazón impartimos la Bendición Apostólica a cada uno de vosotros y toda vuestra grey, y de modo especial a todos los que respondan generosa y plenamente a nuestra invitación.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el treinta de junio de 1960, vigilia de la fiesta de la Preciosísima Sangre de Nuestro Señor Jesucristo, segundo año de nuestro Pontificado.

IOANNES PP.XXIII.

Sal de la tierra y luz del mundo

Mensaje del santo padre Juan Pablo II

Para la XVII jornada mundial de la juventud

“Vosotros sois la sal de la tierra…

Vosotros sois la luz del mundo”, (Mt 5, 13-14)


¡Queridos jóvenes!

papa-j-p-ii1. Aún permanece muy vivo en mi memoria el recuerdo de los momentos extraordinarios que hemos vivido juntos en Roma durante el Jubileo del año 2000, cuando habéis venido en peregrinación a las tumbas de los Apóstoles san Pedro y san Pablo. Habéis pasado por la Puerta Santa en largas filas silenciosas y os habéis preparado a recibir el sacramento de la Reconciliación; después, en la vigilia nocturna y en la Misa de la mañana en Tor Vergata, habéis vivido una intensa experiencia espiritual y eclesial; robustecidos en la fe, habéis vuelto a casa con la misión que os he confiado: que seáis, en esta aurora del nuevo milenio, testigos valientes del Evangelio.

La celebración de la Jornada Mundial de la Juventud se ha convertido ya en un momento importante de vuestra vida, como lo ha sido para la vida de la Iglesia. Os invito, pues, a que comencéis a prepararos para XVIIª edición de este gran acontecimiento, que se celebrará internacionalmente en Toronto, Canadá, el verano del próximo año. Será una nueva ocasión para encontrar a Cristo, dar testimonio de su presencia en la sociedad contemporánea y llegar a ser constructores de la “civilización del amor y la verdad”.

2. “Vosotros sois la sal de la tierra… vosotros sois la luz del mundo”, (Mt 5,13-14): éste es el lema que he elegido para la próxima Jornada Mundial de la Juventud. Las dos imágenes, de la sal y la luz, utilizadas por Jesús, son complementarias y ricas de sentido. En efecto, en la antigüedad se consideraba a la sal y a la luz como elementos esenciales de la vida humana.

“Vosotros sois la sal de la tierra….”. Como es bien sabido, una de las funciones principales de la sal es sazonar, dar gusto y sabor a los alimentos. Esta imagen nos recuerda que, por el bautismo, todo nuestro ser ha sido profundamente transformado, porque ha sido “sazonado” con la vida nueva que viene de Cristo (cf. Rm 6, 4). La sal por la que no se desvirtúa la identidad cristiana, incluso en un ambiente hondamente secularizado, es la gracia bautismal que nos ha regenerado, haciéndonos vivir en Cristo y concediendo la capacidad de responder a su llamada para “que ofrezcáis vuestros cuerpos como una víctima viva, santa, agradable a Dios” (Rm 12, 1). Escribiendo a los cristianos de Roma, san Pablo los exhorta a manifestar claramente su modo de vivir y de pensar, diferente del de sus contemporáneos: “no os acomodéis al mundo presente, antes bien transformaos mediante la renovación de vuestra mente, de forma que podáis distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto” (Rm 12, 2).

papa-con-los-jovenesDurante mucho tiempo, la sal ha sido también el medio usado habitualmente para conservar los alimentos. Como la sal de la tierra, estáis llamados a conservar la fe que habéis recibido y a transmitirla intacta a los demás. Vuestra generación tiene ante sí el gran desafío de mantener integro el depósito de la fe (cf 2 Ts 2, 15; 1 Tm 6, 20; 2 Tm 1, 14).

¡Descubrid vuestras raíces cristianas, aprended la historia de la Iglesia, profundizad el conocimiento de la herencia espiritual que os ha sido transmitido, seguid a los testigos y a los maestros que os han precedido! Sólo permaneciendo fieles a los mandamientos de Dios, a la alianza que Cristo ha sellado con su sangre derramada en la Cruz, podréis ser los apóstoles y los testigos del nuevo milenio.

Es propio de la condición humana, y especialmente de la juventud, buscar lo absoluto, el sentido y la plenitud de la existencia. Queridos jóvenes, ¡no os contentéis con nada que esté por debajo de los ideales más altos! No os dejéis desanimar por los que, decepcionados de la vida, se han hecho sordos a los deseos más profundos y más auténticos de su corazón. Tenéis razón en no resignaros a las diversiones insulsas, a las modas pasajeras y a los proyectos insignificantes. Si mantenéis grandes deseos para el Señor, sabréis evitar la mediocridad y el conformismo, tan difusos en nuestra sociedad.

3. “Vosotros sois la luz del mundo….”. Para todos aquellos que al principio escucharon a Jesús, al igual que para nosotros, el símbolo de la luz evoca el deseo de verdad y la sed de llegar a la plenitud del conocimiento que están impresos en lo más íntimo de cada ser humano.

Cuando la luz va menguando o desaparece completamente, ya no se consigue distinguir la realidad que nos rodea. En el corazón de la noche podemos sentir temor e inseguridad, esperando sólo con impaciencia la llegada de la luz de la aurora. Queridos jóvenes, ¡a vosotros os corresponde ser los centinela de la mañana (cf. Is 21, 11-12) que anuncian la llegada del sol que es Cristo resucitado!

La luz de la cual Jesús nos habla en el Evangelio es la de la fe, don gratuito de Dios, que viene a iluminar el corazón y a dar claridad a la inteligencia: “Pues el mismo Dios que dijo: ‘De las tinieblas brille la luz’, ha hecho brillar la luz en nuestros corazones, para irradiar el conocimiento de la gloria de Dios que está en la faz de Cristo” (2 Co 4, 6). Por eso adquieren un relieve especial las palabras de Jesús cuando explica su identidad y su misión: “Yo soy la luz del mundo; el que me siga no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida” (Jn 8, 12).

El encuentro personal con Cristo ilumina la vida con una nueva luz, nos conduce por el buen camino y nos compromete a ser sus testigos. Con el nuevo modo que Él nos proporciona de ver el mundo y las personas, nos hace penetrar más profundamente en el misterio de la fe, que no es sólo acoger y ratificar con la inteligencia un conjunto de enunciados teóricos, sino asimilar una experiencia, vivir una verdad; es la sal y la luz de toda la realidad (cf. Veritatis splendor, 88).

En el contexto actual de secularización, en el que muchos de nuestros contemporáneos piensan y viven como si Dios no existiera, o son atraídos por formas de religiosidad irracionales, es necesario que precisamente vosotros, queridos jóvenes, reafirméis que la fe es una decisión personal que compromete toda la existencia. ¡Que el Evangelio sea el gran criterio que guíe las decisiones y el rumbo de vuestra vida! De este modo os haréis misioneros con los gestos y las palabras y, dondequiera que trabajéis y viváis, seréis signos del amor de Dios, testigos creíbles de la presencia amorosa de Cristo. No lo olvidéis: ¡”No se enciende una lámpara para ponerla debajo del celemín” (cf. Mt 5,15).

papa-niñosAsí como la sal da sabor a la comida y la luz ilumina las tinieblas, así también la santidad da pleno sentido a la vida, haciéndola un reflejo de la gloria de Dios. ¡Con cuántos santos, también entre los jóvenes, cuenta la historia de la Iglesia! En su amor por Dios han hecho resplandecer las mismas virtudes heroicas ante el mundo, convirtiéndose en modelos de vida propuestos por la Iglesia para que todos les imiten. Entre otros muchos, baste recordar a Inés de Roma, Andrés de Phú Yên, Pedro Calungsod, Josefina Bakhita, Teresa de Lisieux, Pier Giorgio Frassati, Marcel Callo, Francisco Castelló Aleu o, también, Kateri Tekakwitha, la joven iraquesa llamada la “azucena de los Mohawks”. Pido a Dios tres veces Santo que, por la intercesión de esta muchedumbre inmensa de testigos, os haga ser santos, queridos jóvenes, ¡los santos del tercer milenio!

4. Queridos jóvenes, ha llegado el momento de prepararse para la XVII Jornada Mundial de la Juventud. Os dirijo una especial invitación a leer y a profundizar la Carta apostólica Novo milenio ineunte, que he escrito a comienzos de año para acompañar a los bautizados, en esta nueva etapa de la vida de la Iglesia y de los hombres: “Un nuevo siglo y un nuevo milenio se abren a la luz de Cristo. Pero no todos ven esta luz. Nosotros tenemos el maravilloso y exigente cometido de ser su “reflejo”” (n. 54).

Sí, es la hora de la misión. En vuestras diócesis y en vuestras parroquias, en vuestros movimientos, asociaciones y comunidades, Cristo os llama, la Iglesia os acoge como casa y escuela de comunión y de oración. Profundizad en el estudio de la Palabra de Dios y dejad que ella ilumine vuestra mente y vuestro corazón. Tomad fuerza de la gracia sacramental de la Reconciliación y de la Eucaristía. Tratad asiduamente con el Señor en ese “corazón con corazón” que es la adoración eucarística. Día tras día recibiréis nuevo impulso, que os permitirá confortar a los que sufren y llevar la paz al mundo. Muchas son las personas heridas por la vida, excluida del desarrollo económico, sin un techo, una familia o un trabajo; muchas se pierden tras falsas ilusiones o han abandonado toda esperanza. Contemplando la luz que resplandece sobre el rostro de Cristo resucitado, aprended a vivir como “hijos de la luz e hijos del día” (1 Ts 5, 5), manifestando a todos que “el fruto de la luz consiste en toda bondad, justicia y verdad” (Ef 5, 9).

5. Queridos jóvenes amigos, para todos los que puedan, ¡la cita es en Toronto! En el corazón de una ciudad multicultural y pluriconfesional, anunciaremos la unicidad de Cristo Salvador y la universalidad del misterio de salvación del que la Iglesia es sacramento. Rogaremos por la total comunión entre los cristianos en la verdad y en la caridad, respondiendo a la invitación apremiante de Dios que desea ardientemente “que sean uno como nosotros” (Jn 17, 11).

Venid para hacer resonar en las grandes arterias de Toronto el anuncio gozoso de Cristo, que ama a todos los hombres y lleva a cumplimiento todo germen de bien, de belleza y de verdad existente en la ciudad humana. Venid para contar al mundo vuestra alegría de haber encontrado a Cristo Jesús, vuestro deseo de conocerlo cada vez mejor, vuestro compromiso de anunciar el Evangelio de salvación hasta los extremos confines de la tierra.

Vuestros coetáneos canadienses se preparan ya para acogeros calurosamente y con gran hospitalidad, junto con sus Obispos y las Autoridades civiles. Se lo agradezco ya desde ahora cordialmente. ¡Quiera Dios que esta primera Jornada Mundial de los Jóvenes al comienzo del tercer milenio transmita a todos un mensaje de fe, de esperanza y de amor!

Os acompaña mi bendición, mientras confío a María, Madre de la Iglesia, a cada uno de vosotros, vuestra vocación y vuestra misión.

En Castel Gandolfo, el 25 de julio de 2001

Humildad, excelencia de esta virtud

Humildad, excelencia de esta virtud

“Aprended de mí,

que soy manso y humilde de corazón”

Mt 11,29

P. Jason Jorquera M.

     Para hablar acerca de la excelencia de esta virtud es necesario recordar que nuestro Señor Jeucristo nos pide explícitamente que seamos humildes cuando dice: “Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón;  y hallaréis descanso para vuestras almas” (Mt 11,29).

     Comentando este pasaje dice san Juan Crisóstomo: «Y no dice: Venid éste y aquel, sino todos los que estáis en las preocupaciones, en las tristezas y en los pecados; no para castigaros, sino para perdonaros los pecados. Venid, no porque necesite de vuestra gloria, sino porque quiero vuestra salvación. Por eso dice: “Y yo os aligeraré”. No dijo: Yo os salvaré solamente, sino (lo que es mucho más) os aliviaré, esto es, os colocaré en una completa paz.»[1]; y san Agustín: «No a crear el mundo, no a hacer en él grandes prodigios, sino aprended de mí a ser manso y humilde de corazón. ¿Quieres ser grande? Comienza entonces por ser pequeño. ¿Tratas de levantar un edificio grande y elevado? Piensa primero en la base de la humildad. Y cuanto más trates de elevar el edificio, tanto más profundamente debes de cavar su fundamento. ¿Y hasta dónde ha de tocar la cúpula de nuestro edificio? Hasta la presencia de Dios.»[2]

El anuncio del ángel Gabriel a María santísima
El anuncio del ángel Gabriel a María santísima

La humildad es una virtud tan grande, tan necesaria y tan hermosa a la vez, que el Hijo de Dios se revistió de ella desde su entrada en este mundo hasta su salida mortal de él. Porque para nacer entre los hombres asumiendo la naturaleza humana eligió nacer en un pesebre, siendo Dios y Rey de reyes, rompiendo así desde el comienzo de su misión la lógica mundana; y más aún, eligió para morir no ya un pequeño pueblo sino la misma Jerusalén, para padecer allí y en la celebración de la pascua, manifestando así cuán importante es poseer la virtud de  humildad porque, como dice san Pedro: “…Cristo sufrió por vosotros, dejándoos ejemplo para que sigáis sus huellas.” (1Pe 2,21); aunque ya antes se decía de Jesús en el Evangelio que todo lo había hecho bien (Cfr. Mc 7,37).

     San Agustín llega a afirmar que «toda la vida de Cristo en la tierra fue una enseñanza nuestra, y Él fue de todas las virtudes Maestro; pero especialmente de la humildad: ésta quiso particularmente que aprendiésemos de Él. Lo cual bastaba para entender que debe ser grande la excelencia de esta virtud y grande la necesidad que de ella tenemos, pues el Hijo de Dios bajó del cielo a la tierra a enseñárnosla, y quiso ser particular maestro de ella no sólo por palabra sino muy más principalmente con la obra…»[3]

     San Bernardo se pregunta: ¿Para qué, Señor, tan grande majestad tan humillada? – y responde él mismo- para que ya, desde aquí [en] adelante, no haya hombre que se atreva a ensoberbecer y engrandecer sobre la tierra. Una consideración muy importante que hace el doctor melifluo es el hecho de que siempre fue “locura” y “atrevimiento” ensoberbecerse; porque la soberbia es el pecado que se opone directamente a la humildad, a la vez que es la raíz y madre de todos los demás pecados; esto significa que no existe ningún pecado que no implique la soberbia o no se oponga a la humildad, porque todo pecado es la búsqueda desordenada y egoísta de sí mismo bajo algún aspecto. Y se dice también que es locura al mismo tiempo que misterio, porque el primer pecado de soberbia fue el de Lucifer, que sabía todas las consecuencias de su pecado al igual que los demás que se hicieron demonios junto con él y, sin embargo, lo mismo eligió pecar… locura y misterio.

     A la luz de estas consideraciones, se entiende mucho mejor cuando la santa dice que la humildad es andar en verdad[4], porque el alma que sabe realmente cuál es el lugar que ocupa respecto a Dios en el mundo, sus limitaciones, y cuánto depende de su Creador, tendría que ser realmente un alma humilde, a menos que se engañe a sí misma engrandeciéndose como pretendió el diablo y los demás demonios.

     En definitiva, debemos decir que el fundamento de la humildad es la verdad… Es sierva de la verdad, y la Verdad es Cristo; por lo tanto para ser verdaderamente humildes es necesario obrar imitando a Cristo y considerando lo que yo tengo de mí mismo y lo que el otro tiene de Dios. Como pone Pemán en boca de san Ignacio de Loyola en “El divino impaciente”

No exaltes tu nadería,

que, entre verdad y falsía,

apenas hay una tilde,

y el ufanarse de humilde

modo es también de ufanía.

Te quiero humilde,

sin tanto derramamiento

de llanto y engolamiento de voz;

te quiero siervo de Dios,

pero sin jugar a santo[5].

     Respecto a la dependencia que tiene la humildad en relación a la verdad escribía el santo jesuita: «La humildad consiste en ponerse en su verdadero sitio. Ante los hombres, no en pensar que soy el último de ellos, porque no lo creo; ante Dios, en reconocer continuamente mi dependencia absoluta respecto de Él, y que todas mis superioridades frente a los demás de Él vienen. Ponerse en plena disponibilidad frente a su plan, frente a la obra que hay que realizar. Mi actitud ante Dios no es la de desaparecer, sino la de ofrecerme con plenitud para una colaboración total. Humildad es, por tanto, ponerse en su sitio, tomar todo su sitio, reconocerse tan inteligente, tan virtuoso, tan hábil como uno cree serlo; darse cuenta de las superioridades que uno cree tener, pero sabiéndose en absoluta dependencia ante Dios, y que todo lo ha recibido para el bien común. Ese es el gran principio: Toda superioridad es para el bien común (Santo Tomás).»[6]

  De ahí que podamos afirmar que la virtud de la humildad es tan excelente, que atrae todos los favores de Dios, de hecho es tanto el poder que tiene la humildad ante Dios que fue la creatura más humilde de todas la única que mereció llevar a Dios en su seno, porque Dios miró la humildad de la Virgen y la premió con la maternidad divina.

Mencionamos, finalmente, los tres “beneficios”  que se siguen de las humillaciones sufridas virtuosamente por amor a Dios y que trata brevemente  san Alberto Hurtado[7]:

     La humillación ensancha: porque nos hace más capaces de Dios. Nuestra pequeñez y egoísmo achica el vaso. Cuando nos va bien, nos olvidamos; viene el fracaso y siente uno que necesita a Dios. Y esta necesidad de Dios, entendida a la luz de la misericordia divina ha de hacer que el alma se haga grande en el deseo de recibir de Dios aquello que sabe no puede conseguir por sus solas fuerzas, fruto además de la confianza filiar en su Padre del cielo y Creador.

     La humillación pacifica: La mayor parte de nuestras preocupaciones son temores de ser mal tratados, poco estimados. La humillación nos hace ver que Dios nos trata demasiado bien. Y esto a partir de la constante consideración de sus muchos beneficios, los cuales en proporción siempre sobrepasan nuestras ofensas.

     La humillación nos configura a Cristo: [ésta es] la gran lección de la Encarnación: se vació a sí mismo, se anonadó; poneos a mi escuela que soy manso y humilde. Nadie siente tanto la pasión de Cristo como aquél a quien acontece algo semejante. Y, en consecuencia, nadie puede configurarse con Cristo si no está dispuesto a corresponder al su sacrificio, tomando parte tanto en sus alegrías como en sus padecimientos, de los cuales no está exenta el alma que acompaña a su Salvador hasta el Calvario, lugar hasta donde sólo llegan los verdaderos seguidores de Cristo, como lo hizo Él, manso y humilde de corazón.

    La humildad, en consecuencia, hace tanto más grande nuestra alma a los ojos de Dios, cuanto más pequeños queramos ser a los ojos del mundo; y tan importante es conseguirla, que el mismo Jesucristo explícitamente nos exhorta a adquirirla.

[1] San Juan Crisóstomo, homiliae in Matthaeum, hom. 38,2

[2] San Agustín, sermones, 69,2

[3] San Agustín, De Vera Religione. 2 serm. Humil.

[4] Santa Teresa de Jesús, sexta morada, cap. 10

[5] José María Pemán, El divino impaciente; son palabras que pone en boca de san Ignacio dirigiéndose al género pero aún altivo Francisco Javier.

[6] San Alberto Hurtado: Virtudes y pecados del hombre de acción, Documento redactado en París en Noviembre de 1947. La búsqueda de Dios, pp. 47-49.

[7] Cfr. San Alberto Hurtado: La humildad, Meditación de Ejercicios Espirituales predicados muy posiblemente a jesuitas. Posible continuación del s48y17a. Un disparo a la eternidad, pp. 187-189.

Sermón sobre el matrimonio

 El matrimonio cristiano,

una competencia en darse

San Alberto Hurtado

06bendiciones
San Alberto Hurtado administrando el sacramento del matrimonio

Mis queridos esposos:

Quisiera comenzar mis palabras comunicándoos una noticia que creo os llenará de alegría, y es ésta: realizar un encargo del Excelentísimo Señor Nuncio Apostólico quien me ha enviado un telegrama del Vaticano, en que el Santo Padre se asocia a vuestra alegría, y os envía el siguiente mensaje: “Su Santidad deseando felicidad cristiana al nuevo matrimonio de José Arellano Rivas y Teresa Marín Cerda, concédeles paternalmente la implorada bendición apostólica”. Montini, sustituto.

Mis queridos esposos, quisiera tomar como tema, de las cortas palabras que quería dirigiros ahora, el augurio de la felicidad cristiana. Todo el cristianismo no es más que un mensaje de felicidad. Y si recordáis el sermón de la montaña, que juntos, sin duda, habéis leído tantas veces, encontraréis en él estas palabras hermosísimas de Cristo Nuestro Señor, con que lo inicia. Bienaventurados es la palabra que repite. [No se cansa] el Señor de repetirnos en ese sermón lo que Él viene a traer a la tierra: Bienaventuranza, paz, felicidad, alegría. ¡Ése es todo el mensaje cristiano! Y si miramos la vida de la Iglesia, que es la realización del mensaje de Cristo, no es más que la introducción del hombre a la felicidad divina. El bautismo nos hace hijos de Dios y nos introduce en la vida divina, porque nos hace participar de esa vida de Dios; la Eucaristía, cuya fiesta celebramos hoy, no es más que la participación del alma en el Cuerpo y Sangre de Cristo para unirnos más íntimamente con Él; y todos los sacramentos tienen ese sentido: preparar el alma a la unión con Dios, fuente de toda felicidad.

¿Y en qué consiste la felicidad, mis queridos esposos? El Señor Jesús nos da la norma de la felicidad cristiana y la razón de ser de ella: la felicidad cristiana consiste en darse. Y por eso Jesús nos dice ‘feliz es el que da, más feliz que el que recibe’ (cf. Hech 20,35). Y si miramos a Dios, fuente de toda felicidad, Dios es el que da. Miremos la vida íntima de la Santísima Trinidad: el Padre, que es fuente de todo ser y de toda alegría, da su propio ser a su Hijo, engendrándolo desde toda la eternidad, y el Padre y el Hijo, que se conocen, se dan mutuamente en un amor eterno, que es el Espíritu Santo. He ahí la fuente de toda felicidad. Y ese Dios riquísimo en su soledad, acompañado en su soledad, que es la Trinidad, todavía no se satisface con esa donación mutua de las Personas [divinas], y se resuelve a crear, y crea el mundo por amor. Y todo cuanto vemos no es más que la donación de Dios, nosotros mismos somos una donación de Dios, y el mundo entero es una donación que Dios nos da. Y esta ley de la felicidad, mis queridos esposos, es la ley de la alegría cristiana en el matrimonio. Vais a fundar hoy día un hogar, y el Santo Padre os augura felicidad cristiana, y por eso os doy la norma consiguiente: daros, mutuamente, el uno al otro. El matrimonio cristiano es una competencia en darse.

FPH123Por eso para ti, José, en adelante tu vida no tiene más que ese sentido: darte a Teresa, darte a esa alma que se entrega a ti, y que te confía su porvenir, que te abre su alma para que tú la llenes de sol, de alegría, de esperanza; esa alma virginal que en tus brazos se abandona para que tú des ternura a su corazón, para que tú le des robustez en su vida, para que tú seas su apoyo en sus momento difíciles, para que tú la santifiques, porque esa es la misión del marido: esposo ama a tu esposa como Cristo amó a su Iglesia y se sacrificó por ella (cf. Ef 5,25-26). La palabra sacrificarse no denota tanto el sufrimiento cuanto denota el santificarse por la esposa, ella va a ser la razón de tu vida en el futuro.

Y a ti, Teresita, la vida en adelante no tendrá más que un sentido: tu marido. Amarlo, llenar también de alegría su vida, ser la compañera de sus obras y de sus trabajos, ser la que lo sostenga en sus empresas, ser la que lo anime en sus momentos difíciles; porque la vida tiene [momentos difíciles] para ambos. Y ambos, mutuamente, tratando en cada momento de superarse más y más en ese deseo de darse.

FPH130La felicidad tiene una sola norma: darse, entrega de sí mismo. Y por eso, si en vuestra vida ocurre, lo que en toda vida humana ocurre, por más bella que sea, por más noble y más generosa, si alguna vez viene alguna nubecita a enturbiar el sol del amor, que os apresuréis a ser el primero en dar al otro el perdón, en sufrir por el otro, en orar juntos, en la noche, al caer las luces del día, recogidos en una plegaria; y los sufrimientos del día, ponerlos a los pies de Cristo, especialmente deseando la felicidad para el ser amado.

Y ambos vueltos hacia adelante, hacia el porvenir, deseando los hijos, hacia los cuales ambos debéis dar no sólo vuestro ser material sino vuestro ser espiritual. Recordáis tal vez esa poesía de Gabriel y Galán cuando dice:

 

“Quiero vivir [y a Dios voy]

y a Dios no se va muriendo,

se va al oriente subiendo,

por la breve vida de hoy,

de luz y de sombra soy,

y quiero darme a las dos;

quiero dejar de mí en pos

robusta y santa semilla,

de esto que tengo de arcilla,

de esto que tengo de Dios”.

 

 Eso son los hijos, un darse; darse a lo que tenéis de arcilla, daros a lo que tenéis de Dios, para dejar detrás de vosotros robusta y santa semilla, de lo mejor que hay en vosotros.

Y por eso, mis queridos esposos, en un hogar cristiano, en un hogar bendecido por la felicidad cristiana, los hijos son deseados, los hijos son pedidos, los hijos son esperados, y por los hijos desde ahora se sufre, desde ahora se acumula para ellos un tesoro, más que de bienes materiales, un tesoro de virtudes, un tesoro de gracias, un tesoro de plegarias, para que cuando ellos lleguen a este mundo se encuentren ricos, con la riqueza espiritual de sus padres. Y los hijos, por muchos que sean los que Dios quiera daros, estoy cierto, mis queridos esposos, que no van a agotar ese deseo de daros que vosotros tenéis.

FPH119Y más allá de vuestro hogar, están los que en vuestra vida de solteros tanto habéis amado, los pobres, los que sufren, los que padecen, el bien común, la patria. Empresas todas que en vuestra vida de casados no han de cesar, mis queridos esposos, sino que, al contrario, habéis de ser más fuertes y más generosos en prolongar hacia esas obras vuestros esfuerzos. No vais a estar solos ahora para trabajar sino que vais a estar acompañados; y si la tarea es difícil, y si la tarea es ingrata, y a momentos descorazonadora, tenéis ahora una nueva fuerza en vuestro mutuo amor. Una nueva fuerza la tendréis en esos hijos que han de venir también a sosteneros en esas empresas, para bien de los demás, porque les vais a legar a ellos esa tradición preciosa de una vida que no se consume egoístamente en las paredes del hogar, sino que pretende únicamente darse como Dios; os decía al principio, Dios se da, Dios es donación permanente.

Mis queridos esposos, en vuestra vida de solteros hay algo que os ha siempre animado, que sea lo mismo que os anime en vuestra vida de casados: Jesús, el ejemplo del darse. Leed juntos las páginas del Evangelio, no dejéis jamás de leerlas. Ojalá que desde vuestra primera noche de matrimonio, las leáis juntos. Esas páginas hermosas, en las cuales encontraréis el ejemplo de la vida de Dios que así amó al mundo que nos dio a su Hijo Unigénito (cf. Jn 3,16) y después, ese Hijo unigénito de Dios en la tierra, ¿qué hizo si no dar a los hombres sus palabras, darles sus ejemplos, darles su vida? Cuando no tenía más que darles, ¡les dio su propia Madre! Y antes de despedirse de nosotros, nos dejó como recuerdo supremo aquél que hoy celebra la Iglesia: la donación de su propio Cuerpo y de su propia Sangre, para que sea su propio Cuerpo y su propia Sangre el alimento espiritual de nuestras almas.

Y junto a Jesús tenéis a la Virgen, a la dulce Madre María, a aquella que preside este altar. El altar ante el cual tantas veces habéis venido juntos a recibir el Cuerpo eucarístico de Jesús. Ésta, vuestra Madre, os mira desde este altar bendito, os mira desde el cielo y os augura toda clase de bendiciones para vuestro nuevo hogar. Y por eso, Teresita, el rosario que tienes en tus manos lo desgranes cada noche junto con tu marido, y mañana juntos con vuestros hijos y con vuestra servidumbre, y ojalá con los pobres que rodeen vuestra casa. Y a la Madre del Amor hermoso, a la dulce Virgen María, cada noche cincuenta veces le digáis: “Ruega, Madre, por nosotros, ahora y en la hora de nuestra muerte”. Y estoy seguro, mis queridos esposos, que esos votos que por vosotros ha hecho el Santo Padre, el Padre común de nuestras almas, ya comienzan a realizarse. Porque esa felicidad cristiana que os desea, estoy cierto, que inunda vuestros corazones. Ésa revienta en vuestras almas.

Al poder daros, como lo habéis tanto tiempo deseado, el uno al otro, al sentiros acompañados ahora del cariño de tantas almas… Este día, esta mañana, más de veinte misas se han celebrado por sacerdotes amigos que han querido unirse a vuestra felicidad e implorar para el Altísimo toda clase de bendiciones para vuestro hogar. Esos jóvenes, con los cuales habéis trabajado en la Acción Católica, o sea hace tanto tiempo, eran niños entonces, son jóvenes ahora, también ellos se unen a vuestra alegría. Y tantos, a lo largo del país que recorristeis en las giras de apostolado, lejos materialmente de vosotros pero muy cerca en espíritu, se asocian a vuestra dicha. Y algunos, que no pueden estar aquí en la tierra, pero en el cielo están, también allá en el cielo, con más cariño que nadie piden por vosotros las bendiciones del cielo, que no han de faltar. Yo les pido a vuestros parientes y amigos que se unan a vuestra dicha, se unan a los votos del Santo Padre sobre vuestro hogar y le pidan al Señor, mientras se celebra el santo sacrificio de la misa, a Jesús, que se va a hacer presente en nuestro templo, que vuestro hogar sea, en esta patria que tanto lo necesita, un modelo de hogares cristianos, un testimonio de la verdadera paz, de la verdadera alegría que brota en las almas cuando Dios está presente.

Vivimos en una hora del mundo en que los hombres parece que han perdido la confianza en sí mismos, la confianza en poder ser felices; que ellos vean en vuestro hogar que la felicidad es una realidad, que la dicha es don de Dios en la tierra, que la gozan las almas de buena voluntad, como sois vosotros y como pueden serlo todos aquellos que ponen en Dios su felicidad. José, estoy seguro, que deseas decirle a Teresa aquellas palabras que aquel poeta cristiano, que os citaba hace un momento, decía a su esposa:

 

“Ven alma virgen, al reclamo amigo

de un alma de hombre que te espera ansiosa,

porque presiente que vendrán contigo

el pudor de la virgen candorosa

y el casto amor de la leal esposa”.

San Alberto Hurtado, “La búsqueda de Dios” s, pp. 232-236.