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Tengo sed

Una invitación a reflexionar

P. Bernardo Ibarra, IVE.

 

Con mis hermanos siempre fuimos muy duchos en arreglar y decorar las habitaciones. Raramente transcurría un mes sin que la habitación no cambiase su orden: una cama aquí, la otra allá; este cuadro acá no va más, mejor que esté en esta otra pared; clavos por aquí, clavo por allá. Todo se movía, todo cambiaba de posición o lugar.
Luego de dos o tres días de pleno movimiento la habitación quedaba lista. Únicamente restaba el asentimiento de papá. Subía las escaleras y entre todos le mostrábamos la “nueva” habitación, dándole los serios motivos que nos llevaron a realizar “tan elevado progreso”. Papá se contentaba con escuchar y asentir todo, y luego daba su veredicto. Nunca fue muy drástico, sólo se le escapaba una leve queja al ver la cantidad de nuevos agujeros en todas las paredes. Ahora sí la habitación estaba lista para que en un mes más nos cansásemos de estas nuevas posiciones y comenzase la nueva “reforma”.
Se podrán imaginar que muchos fueron estos movimientos durante nuestra infancia y adolescencia. Cada mes los muebles parecían temblar y sobrecogerse y la pared no quería ver más al taladro, pero el cambio igualmente se daba.

De entre todos los muebles y demás decorativos de la habitación sólo uno nunca se movió. Era una pequeña cruz que colgaba sobre la ventana. Una cruz bien sencilla, sin Cristo; simplemente una cruz de madera color barniz, pero tenía algo de especial: una inscripción con letras doradas, que claramente vislumbraban la caligrafía de mamá. Esta inscripción rezaba: TENGO SED.

Todavía tengo en mi memoria esa cruz. Con el paso de los años se me había hecho tan familiar que si no hubiese estado allí, sobre la ventana, no dudaría un segundo en que algo faltaba, pero tardaría unos minutos en descifrar qué podría ser, hasta que hubiese exclamado: Ah!… Ya sé, falta la cruz de mamá, esa que está sobre la ventana, la que dice Tengo sed… sí, la cruz que dice Tengo Sed.

Recuerdo también ver a mamá pintar esas letras y las conjeturas que se realizaron en mi cabecita en intentos fallidos de descifrar tal elocuente frase: Tengo Sed. Sin dudar un minuto le pregunté: -qué significa “tengo sed”?, acaso la cruz quiere agua?- No -contestó mamá esbozando una sonrisa- es que Jesús tiene sed de almas!
“Es que Jesús tiene sed de almas”. Palabras muy profundas para que en aquellos años pueriles se pudiesen comprender.

Ya han pasado varios años y, aunque ya no vivo en esa casa; y aunque, según creo, esa cruz se ha perdido, reconozco que no he podido llegar a comprender totalmente esa cruz. No he podido entender el misterio que encierran esas dos palabras: Tengo Sed. Me preguntaba qué hacía falta para comprenderlas cabalmente, sin encontrar por mucho tiempo una respuesta.
Hoy he revelado el misterio, y me he dado cuenta que sólo hacía falta “treinta días”; sí, simplemente treinta días, pero vividos de un modo peculiar; vividos en una cueva, en una única cueva: en la cueva de Manresa, cerca del Cardoner.

Para entender qué significa tener sed de almas es necesario tener primero sed de Dios, es necesario primero vivir en la cueva.
En esta cueva vivió sus “treinta días” un buen vasco, Iñigo de Loyola. Hombre fuerte, cabal, noble y muy santo. Vivió pobre y penitente, como los monjes del desierto; pero vivió feliz. Sus treinta días se pasaron entre rezos y profundas meditaciones, y entre celestiales pláticas con Dios, con su Hijo y con la Madre. En esta cueva ellos le enseñaron el abismal misterio de estas palabras, le descifraron el inabarcable significado de esa cruz. El secreto duró treinta días y para conseguirlo hizo falta que él, Iñigo, pasase largas horas en ejercicios espirituales; contemplándose a sí mismo y contemplando a Dios hecho Hombre.

Este profundo secreto hoy en día perdura en esa cueva, sigue latente, sigue presente. Sólo hace falta ir a la cueva y reproducir en uno mismo esos largos ejercicios, y entonces se podrá entender la tan vehemente frase: Tengo Sed.
Este secreto tiene un principio y un fundamento, una noción del fin y de los medios, una definición de uno mismo y una decisión total de entregarse al único que vale: Cristo Rey. Son treintas días de secreto, treinta días de vivir sediento. Sí, para hacer estos ejercicios es necesario tener sed y mucha sed.
Pero ¿cuál es el misterio, cuál es significado de la cruz que dice Tengo Sed?
Aunque mucho se diga sólo lo entenderán quienes hayan vivido en esa cueva, quienes hayan vivido sus treintas días de pura sed; porque para entender esas palabras es necesario que uno las diga de modo verdadero, de modo real; que le broten del corazón, que le broten de la misma sed!
El misterio comienza en una noche de luna llena entre las frondas de olivos plateados. Un Dios hecho Hombre sufría la más cruel de las agonías. La transparencia de su sudor se volvió roja y la pureza de su espíritu se transformó en el mismo pecado. Sus discípulos dormidos, su alma en pleno combate y su corazón clamaba: Abbá!, Padre.
Pero aquella luna de Pascua vio sólo el comienzo. La agonía fue larga; duró toda esa noche y hasta la hora nona del otro día. Dolores intensísimos ofuscaban el alma, dolores tan fuertes que eran capaces de matar a cualquiera. Y no hubo palabras más exactas para expresarlo que estas: Tengo Sed; pues el dolor era una sed abrazadora. Y no hubo actitud más perfecta para demostrarlo que morir con los brazos abiertos y el corazón traspasado suplicando amor. “Sed de almas, sed del amor de las almas”. Y hasta incluso podríamos decir que murió de sed, ya que murió de amor.
Mas ¿por qué tanto dolor, por qué una sed tan intensa si sólo murió de amor? ¿Acaso el amor no es algo suave y dulce? ¿Por qué entonces tanto dolor?
“El dolor es la medida del amor, y el amor es la medida del dolor”. El amor fue tan fuerte que se volvió dolor y la sed tan vehemente que se hizo amor. Es por eso que Él sufría el amor… el amor es dolor y el dolor es amor.

“Tengo sed”, y la tendrá hasta el fin de lo tiempos, porque el amor no morirá jamás. Y es una sed de dolor; porque como ya se dijo el amor es dolor. Por eso aquella dorada frase con la caligrafía de mamá estaba inscrita en una cruz y no en algún lindo cuadrito. La sed es cruz, es dolor, es amor.
Pero, acaso quiso más dolor del que sufría? No podía, pero su amor sí lo quería, sí lo podría. Su sed era abrazadora…
Pero lo que Él más deseaba, de lo cual estaba más sediento era de nuestro sufrimiento, tenía sed de nuestro dolor. Sí, estuvo sediento de nuestro sufrimiento. Nuestro dolor era lo único que apagaría su sed.
“Es que Jesús tiene sed de almas” fue la respuesta de mamá. Jesús tuvo, tiene y tendrá sed de nuestras almas, sed de verlas crucificadas por amor. Sed de que nos unamos a Él en la cruz, de que tengamos también sed como Él; sed de dolor, de sufrir y padecer por Él; de que lleguemos a tener sed de sed!

Esta es la razón por al cual la cruz de mi habitación no tenía crucificado: era una cruz que pedía a gritos una víctima, algún alma enamorada, algún alma capaz de decir: Tengo sed.
Pero, quien es capaz de estar sediento de dolor? Sólo los enamorados, sólo los crucificados que entienden que:

“El que no sabe morir mientras vive
es vano, loco: morir cada hora un poco
Es el modo de vivir…
…de la muerte recibo
nueva vida, y que si vivo
vivo de tanto morir”

Pero aquella luna del Getsemaní y aquel sol del Calvario fueron testigos, no sólo de ver a un Dios sufriendo sed de dolor, sino de ver a un Dios sufriendo sed POR amor.
Jesucristo sufría al vernos sufrir a nosotros. Y la paradoja está que nosotros sufrimos al verlo sufrir a Él. Es que el amor es un ir y venir, un ida y vuelta; sino no hay verdadero amor, no hay verdadero dolor. Jesucristo me vio sufrir por Él y no pudo más que sufrir por mí. Todos mis dolores fueron suyos, a pesar que estos fueron por Él y para Él. Ciertamente Jesús sufrió por el amor que me tenía y por el dolor que yo padecía.

He aquí unas aguadas pinceladas del secreto de la cueva de Manresa, que bien lo podemos llamar el secreto del dolor, el misterio de esa cruz de mi habitación; sí el misterio de la cruz!
Pocos ha habido que hayan vivido esto, que hayan vivido sedientos de dolor por amor, sedientos de amor por dolor; “pocos son los amigos de la cruz del Señor”

Hubo una que no fue ni podrá ser superada en este misterio. Ha penetrado en él hasta rasgar el propio corazón. Se ha sumergido, ha hondado y hasta incluso lo ha abarcado totalmente, aunque era una criatura; y fue así porque lo ha vivido, porque su vida fue todo una sed, todo fue amor, todo fue cruz… en Belén la alegría de la cruz, en le templo la gloria de la cruz, en Egipto la sabiduría de la cruz y por último en el Calvario de pie al pie de la cruz; la locura de la cruz.
Ella fue la única que pudo decir con toda verdad: Tengo sed. Ella fue la que dio a luz, con fuertes dolores de parto, a todos nosotros; y nos dio a luz para que tengamos sed.

Ya terminaron mis treinta días y poco y nada puedo decir sobre el significado de esas palabras: Tengo Sed; sí, poco y nada he comprendido el misterio de Manresa; pero sí puedo decir que he comenzado, aunque bien poco, a saciar mi sed porque he bebido de la sangre del Cordero, de la savia de la cruz!

El mensaje de Cristo

El mensaje del amor de Dios…

(Una breve consideración)

P. Jason Jorquera M.

 

“…vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí. ” Gál 2, 20

Algunos dicen que el mensaje de Cristo es el mensaje de la cruz. Hay quienes aseguran que es el amor, y otros afirman que es el de la misericordia de Dios. Debemos decir que estamos de acuerdo absolutamente con esto… con que es un mensaje del amor de Dios, amor que en Dios se identifica con su misericordia y que a tal punto llegó a encenderse que se clavó en una cruz; por lo tanto, todas estas afirmaciones se resumen en el amor.

El amor más perfecto –y propiamente verdadero- es el amor oblativo, es decir, el que se entrega y es capaz de renunciar incluso a la propia vida por aquel a quien ama. Es por esto que aquel amor que nos manifestó el Hijo de Dios hasta entregarse a la cruz por nosotros, no puede ser más grande, puesto que nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos[1]…; y Jesucristo nos hizo sus amigos al momento de reconciliarnos con Dios. No nos referimos aquí, entonces, al amor meramente sensible, imperfecto, sino al amor que llega a negarse completamente en miras al bien del amado. El amor que Jesucristo nos revela es el amor sin límites, crucificado, incondicional, viril, sincero, profundo…, y sólo este amor era capaz de satisfacer por los pecados de todo el género humano, porque implicaba la más absoluta de las entregas, como hemos dicho: la de la vida y, junto con ella, la de la voluntad, es decir, que el sacrificio del amor de Cristo fue completamente libre, porque el amor verdadero está siempre dispuesto al sacrificio y Dios, para perfeccionarlo, lo convirtió Él mismo en sacrificio.

A partir de este momento, a partir de la cruz, ya no hay más excusas para con Dios, pues desde la crucifixión hasta ahora sigue resonando el mensaje del amor de Dios por los hombres, ya que “…tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo unigénito, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna.”[2] Y éste “Hijo amado del Padre” seguirá invitando a cada alma hasta el fin de los tiempos a reconocer que no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos.[3] Puesto que en esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como víctima de expiación por nuestros pecados.[4] Jesucristo es quien nos ha venido a ofrecer el verdadero amor de Dios que desea morar en cada alma que le abra la puerta dispuesta a unirse a Él y a su victoria en la cruz a cambio, tan sólo, de dejarse crucificar también con Él para alcanzar así la gloria imperecedera, que no es otra cosa que la consecuencia lógica del amor de Dios en el alma que lo recibe y de esta manera permite que tome amorosa posesión de ella: he aquí el mensaje de Cristo, el mensaje de la cruz, el mensaje del amor de Dios.

«Antes de iluminar a la inteligencia, el amor se instala en la voluntad; antes de derramarse como conocimiento de connaturalidad, se apodera del alma, la transforma y la une a Dios. Además, entrega el alma a Dios, como instrumento de sus designios, antes incluso o, más bien, al mismo tiempo, que hace del hombre un contemplativo que descubre el amor.

 Unida a Dios y transformada en él, el alma ya no puede separarse de él y le acompaña por todas partes donde la arrastra el peso de la misericordia. Vuelve de nuevo al mundo con Cristo y encuentra en la Iglesia su objeto pleno, Dios y el prójimo. Activa y realizadora, no puede la caridad sino compartir los trabajos de inmolación de Cristo en favor de su Iglesia[5]

[1] Jn 15,13

[2] Jn 3,16

[3] Hch 4,12

[4] 1Jn 4,10

[5] P. María Eugenio del Niño Jesús, Quiero ver a Dios, Èditions du Carmel, 4ª ed. Pág. 773

¡FELIZ LA QUE HA CREIDO![1]

La redención comienza con el “Sí” de Maria

P. Gustavo Pascual, IVE.

 

Isabel felicita a María por su fe. Su fe es la llave para entrar en el misterio de Dios. Dicen los Santos Padres que María concibió al Verbo primero en su inteligencia por la fe y luego en su seno.

María ha entrado por la fe en la unión más íntima que puede existir entre el hombre y Dios: la unión hipostática. Ella está en el orden hipostático por su relación con Jesús, por ser la Madre del Verbo Encarnado.

La Redención comienza con el sí de María que es una perfecta realización de la obediencia en la fe y ésta fe la hace bienaventurada por todas las generaciones[2].

La fe es ante todo una adhesión personal del hombre a Dios[3]. La Virgen María se adhirió totalmente a Dios y llevó vida plenamente religiosa.

A María se le reveló el misterio. Ella indagó sobre las palabras del ángel, “discurría”[4], porque la fe y la razón se ayudan mutuamente, no se excluyen, porque tienen un mismo origen y un mismo fin. Por eso decía San Agustín “creo para comprender y comprendo para creer mejor”[5]. Además María recibió motivos de credibilidad: las profecías del Antiguo Testamento, la presencia del ángel, la futura constatación del milagro de Isabel. En la fe religiosa existe una evidencia indirecta que son los motivos de credibilidad y “creemos lo que no vemos; pero no creyéramos sino viésemos que hay que creer”, dice San Agustín[6].

Y María se entrega totalmente a Dios y en cierta manera se apropia de la omnipotencia divina como todo el que cree “¡todo es posible para el que cree!”[7]. De tal manera que ya nada es imposible para el que cree como “ninguna cosa es imposible para Dios”[8].

Y a mayor adhesión, es decir, a mayor fe, mayores obras, “el justo vive de la fe”[9] . La fe se acrecienta por el mayor abandono en Dios.

 

María es modelo de fe

            Todo cristiano ha hecho profesión de fe en el Bautismo con la finalidad de unirse a Dios y para vivir siempre en su fe bautismal.

Nada hay más nocivo para el cristiano que apartarse de la confianza en Dios y entregarse al peor enemigo de la fe que es el mundo.

El mundo ofrece al cristiano pequeños puntos de apoyo, pequeñas seguridades que debilitan su fe. La fe verdadera está en el absoluto abandono en Dios sin ninguna seguridad terrena, “boga mar adentro”[10], le dice el Señor a Pedro, lejos de las seguridades terrenas si quieres ser un cristiano de fe.

            Si el cristiano acepta cosas del mundo va perdiendo su identidad, se va apartando de las máximas de Jesús, se va haciendo inepto para el Reino de Dios como el que ara y mira atrás[11]. Cuando el cristiano acepta cosas del mundo se va polarizando y nadie puede servir a dos señores[12], a la corta o a la larga, o deja el mundo o deja a Cristo.

            “Lo que ha conseguido la victoria sobre el mundo es nuestra fe”[13]. “¡Ánimo!: yo he vencido al mundo”[14].

            La gama de mundanización es variada, sutil y a veces imperceptible, por eso hay que estar atento: criterios, conversaciones, costumbres, consumismo, música, deseo inmoderado de cosas materiales, maneras, familiaridades peligrosas, simpatías mundanas, uso de los medios de comunicación, pensamientos, ilusiones, etc.

            Nuestra fe debe ser probada, pero eso no quiere decir que la tenemos que poner en ocasiones peligrosas.

            La fe verdadera tiene que ser probada en la cruz como la fe de María[15]. La fe sin martirio, sin sufrimiento, sin incomodidad es una fe aguada[16] que se acomoda a los criterios mundanos y es la fe que se nos ofrece como la mayor tentación.

            Nuestra fe es adhesión total a Dios, a Cristo y a su Iglesia[17].

            Felicitemos a María por su fe como lo hizo Isabel y aprendamos de ella a creer. Renovemos junto a ella nuestras promesas bautismales y hagamos nuevamente una adhesión absoluta a Dios por medio de ella todo tuyo María.

 

[1] Lc 1, 45

[2] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica nº 148. En adelante: Cat. Ig. Cat.

[3] Cat. Ig. Cat., 150

[4] Lc 1, 29

[5] Sermón 43, 7, 9. Cf. Cat. Ig. Cat., 158

[6] Castellani, Psicología humana, Jauja Mendoza 19972, 293.

[7] Mc 9, 22

[8] Lc 1, 37

[9] Hb 10, 38

[10] Lc 5, 4

[11] Cf. Lc 9, 62

[12] Cf. Lc 16, 13

[13] 1 Jn 5, 4

[14] Jn 16, 33

[15] Cf. Jn 19, 25

[16] Cf. Castellani, Psicología humana…, 296

[17] Cf. Cat. Ig. Cat., 150-2

Y somos dos y somos uno…

Una reflexión sacerdotal…

A mis compañeros

de ordenación sacerdotal,

 en ocasión de nuestro aniversario

 de ordenación[1].

Siempre son pocas las palabras para vislumbrar, aun someramente, los misterios divinos. Siempre se podrá decir algo más para provecho del alma, o tal vez lo mismo, lo importante –dicen- es decirlo de manera diferente para que capte la atención. A esto último me inclino ahora pues no busco escribir nada nuevo o desconocido, sino que simplemente quiero dejar andar esta pobre pluma invitando a reflexionar nuevamente en la siempre inefable verdad de que al consagrar, el sacerdote y Cristo, siendo dos personas, se hacen uno solo en el altar: uno solo siendo dos, misterio siempre vivo que acrecienta su hermosura al transcurrir el tiempo y el camino hacia la eternidad.

Al consagrar no puedo más que rezar con humildad: “Señor y Dios mío, soy tan grande y tan pequeño”; grande no por mérito propio sino por voluntad divina al concederme tan augusto ministerio; pequeño, porque sobre mí y entre mis manos se eleva la Víctima perfecta que sigue padeciendo por las almas y ofreciéndoles su cuerpo y misma sangre como rescate de sus culpas. Es aquí donde se produce este encuentro tan particular y tan inexplicable a los ojos de los hombres (mas no a los de la fe que mira allí cómo una vez más la bondad de Dios toca la tierra aunque esta vez con el mayor acto de amor en búsqueda de las almas), en que la misericordia divina parece abrazarse a la creatura al punto de que el sacerdote, y sólo él, puede hacer las veces de Jesucristo y ser uno solo con Él en el Calvario, en el plan de redención, en la oblación generosa al Padre e inclusive en su misma muerte… y aquí jamás terminarán de satisfacer las maneras de expresarlo pues ya no son dos sino uno solo el que muere; y ya no son dos sino una misma la sangre que se ofrece y se derrama; y unas mismas las entrañas que se conmueven por los hombres; y están mi boca y sus palabras,  mis pulmones y su aliento, su poder y mis limitaciones: y somos dos y somos uno… y está su cuerpo entre mis manos y, sin embargo, es Él mismo quien se entrega, y se une el cielo con la tierra en una común prosternación ante el Verbo eterno sacramentado, mientras permanezco de pie sólo por ser sacerdote y uno solo con la Víctima que debo sostener en alto para que atraiga a todos hacia Él [2] y clame Abbá , Padre,[3] en favor de los pecadores… y somos dos y somos uno …es mía la miseria y suya la majestad; y sigue fluyendo su sangre, y a veces fluyen mis lágrimas; uno solo es el Cordero que expira silencioso para traer eternidad, uno sólo el sacerdote que presenta y se presenta; y ya no sé si son dos los corazones pues hay un solo palpitar. Uno solo es el misterio en que participa el Señor y el servidor y, sin embargo, siempre somos dos y somos uno.

Cada vez que el sacerdote consagra es Cristo mismo quien lo hace, Cristo mismo quien entra en el santuario una vez y para siempre [4] en cada santa misa, memorial perenne y transformante, divino y accesible: súplica y triunfo del Verbo. ¡Bendito sacrificio del altar que puedo contemplar con mis propios ojos, de los que se vale Cristo para mirar como de mis manos para bendecir!, “He aquí, pues, nuestra oración perfectísima. Nuestra unión perfectísima con la divinidad. La realización de nuestras más sublimes aspiraciones[5] ¡y somos dos y somos uno!

Uno solo es el holocausto, uno solo el fuego que consume: uno solo el sacrificio omnipotente.

Consagrar es hacer algo sagrado; consagrar el Cuerpo y Sangre de Cristo sólo puede hacerlo la virtud divina; entonces en la consagración, en aquel instante trascendente que dividió la historia de la humanidad y de los mismos cielos, ya no somos dos sino uno solo con Cristo, porque mi misa es su misa: misterio y más misterio; el mismo sacerdote, para quien el sacrificio eucarístico es como el centro y el sol de su existencia, es incapaz de dar a comprender con su palabra las maravillas que el amor de Cristo ha acumulado en él. Todo lo que el hombre, simple criatura, puede decir de ese misterio, salido del corazón de un Dios, queda tan por debajo de la realidad, que después de decir todo cuanto se sabe de él, parece que no se ha dicho nada[6].

Durante el resto de mi vida seré otro Cristo (Alter Christus), seré su representante exclusivo en la tierra y el administrador de sus misterios. Pero en cada santa Misa que celebre, realizaré aquel llamado eterno que se oculta en un momento, una fórmula y un solo sacerdote, y en que mi alma se contemplará en la hostia sacratísima como el mismo Verbo que se inmola silencioso, obediente  y escondido, siendo único el sacerdote que ofrece y la Víctima ofrecida: Jesucristo sacerdote y yo sacerdote siendo, al consagrar, uno solo en un único y mismo sacerdocio.

 He aquí lo que significa nuestra  santa Misa: no otra cosa que el alma de nuestro sacerdocio y donde más que nunca, junto con Jesucristo, misteriosamente somos dos y somos uno.

P. Jason Jorquera Meneses.

Monje, I.V.E.

 

[1] Nuestra Ordenación sacerdotal fue el 1º de diciembre del 2012

[2] Cf. Jn 12,32  Y yo cuando sea elevado de la tierra, atraeré a todos hacia mí.

[3]  Gál 4,6 Y, como sois hijos, Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre!

[4] Heb 9,12 Y penetró en el santuario una vez para siempre

[5] San Alberto Hurtado: La Eucaristía, Ciclo de charlas a la Congregación Mariana sobre la Eucaristía, en Julio de 1940. Ésta corresponde al 7 de Julio de 1940. La búsqueda de Dios, pp. 213-216.

[6] Dom Columba Marmion; Jesucristo vida del alma.

“Sólo en Dios encuentro lo que busco…”

Meditación escrita un Martes Santo

Santo hermano Rafael Arnáiz

Día 12 de abril de 1938.

Sólo en Dios encuentro lo que busco, y lo encuentro en tanta abundancia, que no me importa no hallar en los hombres aquello que algún día fue mi ilusión, ilusión que ya paso…

Busqué la «verdad» y no la hallé. Busqué la «caridad» y sólo vi en los hombres algunas chispitas que no llenaron mi corazón sediento de ella… Busqué la paz y vi que no hay paz en la tierra.

Ya la ilusión pasó, pasó suavemente, sin darme cuenta… El Señor que es quien me engañó para llevarme hacia sí, me lo hizo ver…

Ahora ¡qué feliz soy! ¿Qué buscas entre los hombres?, me dice… ¿Qué buscas en la tierra en la que eres peregrino? ¿Qué paz es la que deseas?… ¡Qué bueno es el Señor que de la vanidad y de la criatura me aparta!

Ahora ya veo claramente que en Dios está la verdadera paz…, que en Jesús está la verdadera caridad…, que Cristo es la única Verdad.

Hoy en la santa comunión, cuando tenía a Jesús en mi pecho, mi alma nadaba en la enorme e inmensa alegría de poseer la Verdad… Me veía dueño de Dios, y Dios dueño de mi… Nada deseaba más que amar profundísimamente a este Señor que en su inmensa bondad consolaba mi corazón sediento de algo que yo no sabía lo que era y que en la criatura buscaba en vano, y el Señor me hace comprender, sin ruido de palabras, que lo que mi alma desea es El… Que la Verdad, la Vida y el Amor es El… Y que teniéndole a El… ¿qué busco, qué pido…, qué quiero?

Nada, Señor…, el mundo es pequeño para contener lo que Tú me das. ¿Quién podrá explicar lo que es poseer la suma Verdad? ¿Quién tendrá palabras bastantes para decir lo que es: nada deseo, pues tengo a Dios?

Mi alma casi llora de alegría… ¿Quién soy yo, Señor? ¿Dónde pondré mi tesoro, para que no se manche? ¿Cómo es posible que viva tranquilo, sin temor a que me lo roben? ¿Qué hará mi alma para agradarte?

¡Pobre hermano Rafael, que tendrás que responder delante de Dios a tanto beneficio como aquí te hace! Tienes un corazón de piedra, que no lloras tantas ingratitudes y tantos desprecios a la divina gracia.

Vivo, Señor mío, enfangado en mis propias miserias, y al mismo tiempo, no sueño ni vivo más que para Ti. ¿Cómo se entiende esto? Vivo sediento de Ti… Lloro mi destierro, sueño con el cielo; mi alma suspira por Jesús en quien ve su Tesoro, su Vida, su único Amor; nada espero de los hombres… Te amo con locura, Jesús mío y, sin embargo, como, río, duermo, hablo, estudio, y vivo entre los hombres sin hacer locuras, y aún me avergüenza verlo…, busco mis comodidades. ¿Cómo se explica esto, Señor?

¿Cómo es posible que Tú pongas tu gracia en mi? Si en algo correspondiera…, quizás me lo explicara.

Jesús mío, perdóname…, debía ser santo, y no lo soy. ¿Y era yo, el que antes se escandalizaba de algunas miserias de los hombres? ¿Yo?… qué absurdo.

Ya que me has dado luz para ver y comprender, dame, Señor, un corazón muy grande, muy grande para amar a esos hombres que son hijos tuyos, hermanos míos en los cuales mi enorme soberbia veía faltas, y en cambio n d me veía a mí mismo.

¿Si al último de ellos le hubieras dado lo que a mi?. Mas Tú lo haces todo bien… Mi alma llora sus antiguas mañas, sus antiguas costumbres… Ya no busca la perfección en el hombre…, ya no llora el no encontrar donde descansar…, ya lo tiene todo.

Tú, mi Dios, eres el que llena mi alma; Tú mi alegría; Tú mi paz y mi sosiego, Tú. Señor, eres mi refugio, mi fortaleza, mi vida, mi luz, mi consuelo, mi única Verdad y mi único Amor. ¡Soy feliz, lo tengo todo!

Cuánta suavidad me inunda al pensar en estos profundísimos favores que Jesús me hace. Cómo se inunda mi alma de caridad verdadera hacia el hombre, hacia el hermano débil, enfermo… Cómo comprende y con qué dulzura disculpa la flaqueza que antes al verla en el prójimo la hacia sufrir… ¡Ah! si el mundo supiera lo que es amar un poco a Dios, también amaría al prójimo.

Al amar a Jesús, al amar a Cristo, también forzosamente se ama lo que Él ama. ¿Acaso no murió Jesús de amor por los hombres? Pues al transformar nuestro corazón en el de Cristo, también sentimos y notamos sus efectos… Y el más grande de todos es el amor…. el amor a la voluntad del Padre, el amor a todo el mundo, que sufre, que padece… Es el padre, el hermano lejano, sea inglés, japonés o trapense; el amor a María… En fin. ¿quién podrá comprender el Corazón de Cristo? Nadie, pero chispitas de ese Corazón hay quien las tiene…, muy ocultas…, muy en silencio, sin que el mundo se entere.

Jesús mío, qué bueno eres. Tú lo haces todo maravillosamente bien. Tú me enseñas el camino; Tú me enseñas el fin.

El camino es la dulce Cruz…, es el sacrificio, la renuncia, a veces la batalla sangrienta que se resuelve en lágrimas en el Calvario, o en el Huerto de los Olivos; el camino, Señor, es ser el último, el enfermo, el pobre oblato trapense que a veces sufre junto a tu Cruz.

Pero no importa; al contrario…, la suavidad del dolor sólo se goza sufriendo humildemente por Ti.

Las lágrimas junto a tu Cruz, son un bálsamo en esta vida de continua renuncia y sacrificio; y los sacrificios y renuncias son agradables y fáciles, cuando anima en el alma la caridad, la fe y la esperanza.

He aquí cómo Tú transformas las espinas en rosas. Mas ¿y el fin?… El fin eres Tú, y nada más que Tú… El fin es la eterna posesión de Ti allá en el cielo con Jesús, con María, con todos los ángeles y santos. Pero eso será allá en el cielo. Y para animar a los flacos, a los débiles y pusilánimes como yo, a veces te muestras al corazón y le dices…, ¿qué buscas? ¿qué quieres? ¿a quién llamas?… Toma, mira lo que soy… Yo soy la Verdad y la Vida.

Y entonces derramas en el alma delicias que el mundo ignora y no comprende. Entonces, Señor, llenas el alma de tus siervos de dulzuras inefables que se rumian en silencio, que apenas el hombre se atreve a explicar…

Jesús mío, cuánto te quiero, a pesar de lo que soy…, y cuanto peor soy y más miserable, más te quiero…, y te querré siempre y me agarraré a Ti y no te soltaré, y… no sé lo que iba a decir.

¡Virgen María ayúdame!

Eucaristía, fruto y expresión de la amistad divina en esta vida

“A vosotros os llamo amigos…”

 

P. Jason Jorquera M.

Amor en general

Es bastante conocida la obra literaria de Saint Exupéry titulada “El principito”, en donde el autor narra un inolvidable encuentro con este pequeño hombrecito que busca amigos. Me gustaría citar el libro hacia el final (pero no es el final, por si alguno todavía no lo ha leído), porque resalta de una manera muy clara y a la vez profunda el valor de la verdadera amistad. Comienza así el principito este breve dialogo:

-Mirarás por la noche las estrellas. No sabrás exactamente cuál es la mía pues mi casa es demasiado pequeña. Pero será mejor así. Para ti mi estrella será alguna de todas ellas; te agradará mirarlas y todas serán tus amigas. Luego te haré un regalo…

Rió nuevamente.

-Ah! cómo me gusta oír tu risa!

-Precisamente, será mi regalo… será como el agua…

-No comprendo.

-Las estrellas no significan lo mismo para todas las personas. Para algunos viajantes son guías. Para otros no son más que lucecitas. Para los sabios son problemas. Para mi hombre de negocios eran oro. Ninguna de esas estrellas habla. En cambio tú…, tendrás estrellas como ninguno ha tenido.

-Qué intentas decirme?

-Por las noches tú elevarás la mirada hacia el cielo. Como yo habitaré y reiré en una de ellas, será para ti como si rieran todas las estrellas. Tú poseerás estrellas que saben reír.

Volvió a reír.

-Cuando hayas encontrado consuelo (siempre se encuentra), te alegrarás por haberme conocido. Siempre seremos amigos.

 

La amistad es una de las especies del amor, es decir, que los amigos realmente se aman y buscan acrecentar ese mutuo afecto, estima y deseo del bien del otro; eso es la amistad.

Antes de seguir adelante, mencionemos brevemente el proceso del amor en general, para comprender mejor la particularidad del amor de Cristo.

 Cuando los hombres descubrimos algo de bondad en los demás, ello capta nuestra atención. Luego de detenernos algún tiempo y “comprender” la bondad de aquello que llamó nuestra atención, surge lo que llamamos “atracción” hacia el objeto que contemplamos. Y si el objeto que posee la bondad que nos atrae es capaz de ser alcanzado, brota entonces la esperanza y junto con ella nuestra actitud de ir por él. Finalmente, cuando entre nosotros y el objeto, bajo razón de bien (aun cuando en esto pueda haber error, como el que considera bueno algo que está mal y comete un pecado), se produce verdadera correspondencia entonces surge el amor; y el fruto del amor, es la unión. Es por eso que dos personas que se aman, ya sean hermanos, amigos, esposos, padres e hijos, etc., necesariamente tienden a buscar la unión de corazones; y en la medida que ese amor se vaya acrecentando y se vaya haciendo más puro, el que ama irá haciendo lo posible por entregarse más profundamente a la persona que ama. Y así, pues, podemos decir del amor verdadero que:

–  Se corresponde: por ejemplo, los amigos que se buscan constantemente.

–  Se manifiesta: como los esposos cada vez que se dicen que se quieren.

–  y busca cada vez más la unión de los que se aman.

El amor de Cristo

Habiendo considerado todo esto vemos claramente que el amor de amistad, al igual todas las especies del amor, es capaz de generar lazos tan fuertes entre aquellos que se aman, que se dice que se van volviendo “como una sola alma”, en cuanto que aman lo mismo, es decir, la bondad que descubren en el otro, como por ejemplo David y Jonatán en el Antiguo Testamento: “Saúl ya no dejó que David volviera a su casa, sino que lo mantuvo cerca de él, de modo que Jonatán se hizo muy amigo de David. Tanto lo quería Jonatán que, desde ese mismo día, le juró que serían amigos para siempre, pues lo amaba como a sí mismo” (1 Sam 18, 1-3); “Y Jonatán dijo a David: Lo que deseare tu alma, haré por ti.” (1 Sam 20,4)

La amistad perfecta, verdadera y agradable a los ojos de Dios, es la amistad que se funda en la virtud; por lo tanto:

– no es amistad verdadera la que se funda en el interés,

– no es amistad verdadera la que se funda en el placer,

– y no es amistad verdadera la que se fundamenta en el pecado;

sino la que sinceramente se asienta sobre la base de la virtud, y a partir de ella genera sus lazos. Pero para formase estos lazos se necesita además tiempo y hábito… El deseo de ser amigo puede ser rápido, pero la amistad no lo es.  En consecuencia: la amistad con Jesucristo se va a dar esencialmente a partir de nuestro contacto con Él en la oración; en nuestros ratos a solas con Él y en las obras de caridad que hagamos con los demás por amor a Él.

Por parte de Jesucristo, digamos una vez más, que de alguna manera como que rompe todos estos esquemas, pero porque en realidad los trasciende, está por sobre ellos, ya que Él siendo Dios se dignó amar a los hombres por su solo amor: de modo gratuito, y tomando Él mismo la iniciativa contra todo lo que la humana sabiduría nos podría sugerir, ya que:

– No hay proporción entre ambas partes: Dios es perfecto y el hombre pecador.

– El hombre se había enemistado con Dios por el pecado y lo abandonó… pero Dios no abandonó al hombre y, además, le envió a su propio Hijo.

– El hombre había rechazado la gracia divina: pero Dios se la volvió a ofrecer.

– Correspondía el justo castigo por la rebelión: pero Dios prefirió ofrecernos su misericordia.

Y nos podemos preguntar: ¿cómo es posible que Dios nos ofrezca incansablemente sus dones?, y la respuesta es muy sencilla; Él mismo nos la dejó escrita en una carta que se llama Sª Eª, donde claramente nos dice que “Él  nos amó primero[1]…, porque Dios siempre se nos adelanta; y para que no hubiera lugar a dudas, su propio Hijo decidió hacerse fruto y sacramento de este amor por los hombres “hasta el fin de los tiempos”[2], quedándose presente en la sagrada Eucaristía, con su cuerpo y con su sangre; expresión también de su predilección por los pecadores que ha venido a rescatar y alegría de la humanidad redimida capaz ahora de hacerse poseedora de Dios y de la eternidad: «Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá eternamente, y el pan que yo daré es mi carne para la Vida del mundo[3] Son palabras de Dios hecho hombre, y en favor de los hombres.

Cuando el amor es verdadero, implica el deseo y además la necesidad de darse, y “el que se da, crece” (San Alberto Hurtado). Jesucristo, el Hijo del Dios-Amor, no quiso eximirse de este aspecto y decidió darse a sí mismo a los hombres hecho sacramento. Cierto que nos dio su vida, pero como es Dios bondadoso no se conformó con darnos mucho, y entonces decidió darnos todo. Y Él mismo, para poder dársenos todo y a todos, decidió hacerse sacramento para unir más perfectamente a los hombres con Dios: «El que come mi carne y bebe mi sangre tiene Vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día.
Porque mi carne es la verdadera comida y mi sangre, la verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él
[4]

El mayor fruto de este amor de amistad íntima que nos ofrece Dios en el sacramento del cuerpo y sangre de su Hijo, es la unión. Y este es “el colmo del amor de Dios”, que colma y sobrepasa nuestra medida, y por eso nosotros tenemos un gran consuelo: que a Dios siempre se lo puede amar más y que Él siempre va a corresponder a ese amor con fidelidad.

“Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos.
Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando.
Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor: a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer.” (Jn 15, 13-16)

 

[1] 1Jn 4,19

[2] Cfr Mt 28,20

[3] Jn 6,51

[4] Jn 6, 55-56

Dios alcanzado intelectualmente en la negación, en la noche

Texto de san Alberto Hurtado

 

Reflexión del Padre Hurtado, sobre el proceso del alma que, dejando atrás lo sensible, se aferra a Dios por Él mismo y no por los posibles consuelos, purificando así su fe y estrechando más su unión con Él.

San Alberto Hurtado, un contemplativo en acción.

El primer contacto divino está muy cargado de sensible. El ser dependiente tiende fisiológicamente hacia el Ser superior. Uno es movido por un sentimiento. Uno se da en un tender, uno gusta con suavidad. Pero, sentimiento, tendencia, suavidad, son como la base carnal del acto de adhesión espiritual y de amor voluntario.

Estas dulzuras de la primera contemplación, cuando el alma se resuelve a tender resueltamente a Dios, no son despreciables. Tienen gran importancia en el comienzo de la vida generosa. Dios aparece al alma como el mayor bien que se puede alcanzar, el que asegura más paz y más alegría, Aquel al cual vale más darse y abandonarse, en un deseo ardiente y sincero.

El alma en lo más profundo de ella misma está en apetito de Dios. Desde que se libra del pecado se vuelve a Aquel que la llama, se dirige al Ser. Ella va al Ser, llevando su cuerpo con ella. Éste también necesita ser animado por el amor. Coopera. Ayuda al alma a lanzarse mejor. El alma utiliza sus movimientos, ella resbala, como puede, su amor que comienza. Todo esto aún es pesado, es carnal.

El gozo de la contemplación todavía pesa más que Dios, aunque el alma no se da bien cuenta de esto. Ella se da; está feliz de darse. Dios la invade, la llena. Ella se lanza y se deja llevar. Ella no ve que se busca [a sí misma], que es golosa. Ella necesita numerosas y profundas purificaciones, para llegar a ser cristalina, verdaderamente libre.

Dios la tiene, con todo; no quiere soltarla. Será necesario que aprenda poco a poco, a soportar a Dios solo. Es un aprendizaje duro, en el que el alma sufre de muchas maneras; es aprender a pasar de las tinieblas a la fe pura.

Dios no es ya aprehendido con suavidad, con exuberancia de dulzuras sensibles; es aprehendido por el espíritu sin que la sensibilidad parezca interesada: es lo que los místicos llaman la cima, la punta, la fina punta del espíritu.

El alma adhiere a Dios, un Dios vacío de toda imagen, de todo concepto, trascendente. Negación de todo lo que no es Él. El término absoluto del acto del alma es el mismo Dios, sólo Dios, conocido de una manera mucho más segura. Dios ha conquistado el alma que se ha dado y vuelto a dar en una serie de actos de voluntad muy firmes. El alma vive en Dios, está establecida en Dios, que ella encuentra en el término de su acto, desde que se separa de su actuación material. Dios ha llegado a ser el Omnipresente, el Todo, El que cuenta y da valor a todo lo que no es Él. La vida se hace naturalmente teocéntrica, todo habla de Dios al hombre, todo se lo da.

Y todo esto se realiza en el medio de una noche obscura, la noche de la nada de lo que no es Dios. Dios está presente en todas partes en este vacío. El alma con frecuencia está sola, desamparada, en pleno combate, en medio de las mayores dificultades, como perdida en la noche. Y con todo, en la última punta de su alma, ella permanece tranquila delante de Dios, por encima de las cosas, por su adhesión ya del todo espontánea, ya en tensión al acto puro, más allá de las tinieblas, que es tiniebla.

La tiniebla es también la imagen más exacta del gran Dios que se esconde a la fe, detrás del velo. El alma adhiere a esta tiniebla bienhechora, que la arranca de sí misma y le da una profunda paz.

María junto a la cruz

“Mujer, he ahí a tu hijo”[1]

           P.  Gustavo Pascual, monje IVE.

 

            El evangelista Juan hace alusión a cuatro personas que estaban junto a la cruz de Jesús. Tres mujeres: María, la madre de Jesús, María la de Cleofás, hermana de su madre y María Magdalena, que era discípula de Jesús. Además hace referencia a un hombre: el discípulo que Él amaba[2], Juan. Estaban de pie, parados junto a la cruz.

            Jesús mira a ambos y se dirige a su madre: “Mujer, he ahí a tu hijo” y después se dirige al discípulo: “he ahí a tu Madre”. Esta es la tercera palabra que pronunció Jesús desde la cruz.

            Jesús llama a su madre “mujer”. Además de este pasaje hay otros dos en los cuales la Escritura llama a María “mujer”. Uno del mismo Juan, en las bodas de Caná: “¿Qué tengo yo contigo, mujer?[3] Y el otro del Génesis, pasaje llamado Protoevangelio, que se refiere a María y a Jesús en la victoria sobre el diablo y sus secuaces. Dice el texto: “Enemistad pondré entre ti y la mujer, entre tu linaje y su linaje: él te pisará la cabeza mientras acechas tú su calcañar”[4].

            Al pie de la cruz María desempeña la función de Nueva Eva porque junto al Nuevo Adán, Jesús, vencen el poder del diablo y devuelven a la humanidad entera la amistad con Dios restaurando al hombre y convirtiéndolo en “un nuevo viviente”. Pero, además, María al pie de la cruz cumple una función de mediadora, como en Caná, ya que por ella nos llega el don más precioso que es la redención.

            María es Nueva Eva porque ha colaborado de una manera activa en la redención de los hombres. Ella, desde su “hágase”, ha estado estrechamente unida a Jesús en la obra redentora, pero, especialmente en este momento de la crucifixión. En este paso se cumple la profecía de Simeón: ¡y a ti misma una espada te atravesará el alma![5] María sufre junto a su Hijo para la remisión de los pecados. La Iglesia la titula Corredentora de los hombres.

            Pero, también, cumple como en Caná la función de mediadora para obtener para los hombres las gracias que su Hijo, junto a ella, consiguió en la cruz. Todas las gracias de la redención llegan a los hombres por María.

            “He ahí a tu Madre”. Jesús deja como testamento último de su vida a su madre y se la entrega a Juan, el discípulo amado. Este testamento de Jesús a Juan, enseña la Iglesia, es el testamento de la maternidad espiritual de María sobre todos los creyentes. ¿Por qué sobre todos los creyentes? Porque aunque Eva fue la madre de todos los vivientes María es madre de todos los nuevos vivientes. ¿Quiénes son los nuevos vivientes? Los hombres nuevos que han sido recreados por la pasión de Jesús y la compasión de María. María es madre espiritual de todos los cristianos. Es madre espiritual de la Iglesia.

El gesto de Jesús… tiene un valor simbólico. No es sólo un gesto de carácter familiar, propio de un hijo que se preocupa no sólo de lo que va a ser de su madre, sino el gesto del Redentor del mundo que asegura a María, como mujer, una función de nueva maternidad respecto a todos los hombres, llamados a reunirse en la Iglesia. En ese momento, por tanto, María es constituida, casi se podría decir que consagrada, como Madre de la Iglesia desde lo alto de la cruz”[6].

            “Y desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa”. “De la Potterie cree que traducciones de la última frase como la recibió en su casa, la tomó consigo, etc. no expresan suficientemente todo el sentido del texto. Por eso le parece más adecuado traducir la acogió en su intimidad o entre los bienes propios o en la propia vida”[7].

            ἔλαβεν ὁ μαθητὴς αὐτὴν εἰς τὰ ἴδια.  “A partir de aquella hora el discípulo la acogió en su intimidad”.

            “El verbo ἔλαβεν (“élaben”) no significa simplemente que el discípulo la “llevó” a su casa ni que “la recibió” pasivamente. Aquí el objeto de la acogida es la persona viviente de María. Se trata de una acogida en la fe.

            Además εἰς τὰ ἴδια (“eis ta ídia”) significa que la acogió “entre sus bienes espirituales propios”, es decir, en su intimidad, en su vida interior, en su vida de fe. Por tanto, una característica del ser creyente es acoger a María en la propia vida de fe”[8].

            “Los nuevos vivientes”, los creyentes, se distinguen por acoger a María en su vida de fe.

Cristo ha venido a nosotros por María… Si queremos ser cristianos, debemos ser marianos, es decir, debemos reconocer la relación esencial, vital, providencial que une a la Virgen con Jesús y que a nosotros nos abre el camino que nos lleva a Él. Es una doble vía: la del ejemplo y la de la intercesión.

 ¿Queremos ser cristianos, o sea, imitadores de Jesucristo? Pongamos nuestros ojos en María: Ella es la figura más perfecta de la semejanza con Jesucristo. Ella es el tipo. Ella es la imagen que refleja mejor que ninguna otra al Señor; es, como dice el Concilio, el modelo más excelente en la fe y en la caridad (L.G. 53, 61, 65, etc.)…

La segunda vía que Ella, la Virgen, nos abre para llegar a nuestra salvación en Cristo Señor es su protección. Ella es nuestra aliada, nuestra abogada. Ella es la confianza de los pobres, de los humildes, de los que sufren. ¡Ella es también el refugio de los pecadores! Ella tiene una misión de piedad, de bondad, de intercesión por todos. Ella es la consoladora de todo nuestro dolor. Ella nos enseña a ser buenos, a ser fuertes, a ser compasivos con todos. Ella es la reina de la paz. Ella es la madre de la Iglesia”[9].

[1] El viernes de pasión, es decir el viernes de la quinta semana de cuaresma, se puede celebrar la misa votiva de María junto a la cruz.

[2] Jn 13, 23; Jn 21, 20

[3] 2, 4

[4] 3, 15

[5] Lc 2, 35

[6] San Juan Pablo II, Audiencia general de 23 noviembre 1988.

[7] De la Potterie, Ignace: Maria nel mistero dell’alleanza, Marietti 1988, pág. 229.

[8] Otaño, María, mujer de fe, madre de nuestra fe, Servicio de Publicaciones marianistas Madrid 1996, 60.

[9] Pablo VI el 24 de abril de 1970 en el santuario de la Madonna di Bonaria en Cagliari (Cerdeña).

La soledad de María Santísima

Meditación del Viernes Santo…

(Una invitación a imaginar)

P. Jason Jorquera M.

Una vez oí a un sacerdote en el seminario decir que cuando una mujer pierde a su marido la llamamos viuda; cuando un hijo pierde a sus padres lo llamamos huérfano; pero cuando una madre pierde a su hijo…, es un dolor que no tiene nombre.

Y en el caso de María santísima, como es único, porque perdió al mismo tiempo a su Hijo que era Dios, la santa Iglesia le ha puesto un nombre a este momento tan doloroso y lo ha llamado la soledad de la Virgen.

Dice Royo Marín que a partir de las palabras de la profecía del anciano Simeón María comienza a ser, desde entonces y sobre todo, “la Virgen de los dolores”,  porque sabe que su Hijo será signo de contradicción y que, a su vez, una espada le atravesará el corazón (Lc 2,35), profecía que culmina en esta soledad que hoy recordamos.

     El recuerdo de la soledad de la Virgen está unido inseparablemente al primer Viernes Santo de la historia. Y para conmemorar esta soledad de la Madre de Dios, hoy se nos propone acompañar a la Virgen por su vía dolorosa, es decir, por el Vía Crucis que atravesó su alma pura.

     Consideremos a la madre al pie de la Cruz…

Cómo contempla con heroica fortaleza aquel último suspiro de su Hijo amado; suspiro que junto con su vida parece querer llevarse también la de su Madre. La Virgen había perdido todo, como si hubiera perdido su vida misma: su pena era grande como el mar y nadie la podía compartir, estaba más allá de las palabras.

     Miremos a José de Arimatea y Nicodemo

Los dos nobles judíos descolgaron cuidadosamente el cadáver del Mesías y lo entregaron a su Madre. Dice el Padre Castellani que aquí comienza propiamente la soledad de María que el pueblo cristiano contempla la noche del Viernes Santo. Porque este es el último abrazo de la Madre al cuerpo inerte de su inocente Hijo, y así también es la primera escena de la corredención que la iglesia naciente puede visiblemente contemplar.

De ella escribe el poeta:

“he aquí helados, cristalinos

en el maternal regazo

muertos ya para el abrazo

aquellos miembros divinos.

Fríos cierzos asesinos

helaron todas las flores,

oh madre mía, no llores.

Cómo lloraba María.

la llaman desde ese día

la Virgen de  los dolores”

(Gerardo Diego)

     Es por eso que la santa Iglesia aplica de manera admirable a la Virgen María las palabras del profeta jeremías: “¿a quién te compararé y asemejaré, hija de Jerusalén?, ¿a quién te igualaría yo para consolarte, virgen hija de Sion? Tu quebranto es grande como el mar” (Lam 2,13); y explica Royo Marín: Porque así como el mar es lo más extenso, lo más profundo y lo más amargo que existe sobre la tierra, así fue también el dolor de la Virgen:

1°) El dolor más extenso, porque abrazó toda su vida;

2°) El más profundo, porque procedía del más profundo de todos los amores: el amor hacia su Hijo que era a la vez su Dios;

3°) El más amargo, porque no hay tormento ni amargura que se pueda comparar al martirio que sufrió María al perder a su Hijo, a “su Jesús”.

Jesús ya no está

Y la Virgen queda sola en estas terribles horas de tinieblas  con su única y gran compañera que es la fe.

Dice el P. Castellani que ella sabía que Jesús había de resucitar, pero eso no suprimía su pena, que era “presentemente demasiado grande”. Una aflicción muy grande llena y domina el alma; ¿acaso una madre que ha visto morir a su hijo cesa en su llanto por pensar que ahora está en el cielo?, el consuelo futuro se hace como lejano… pues María conserva la fe en las promesas de su Hijo, sabe que volverá, pero también conserva su delicado corazón de madre, que no cesa de repetirle en cada latido que Jesús ya no está.

     Luego llega el momento de depositar el cuerpo del Señor en el sepulcro

Con cuánta dificultad lo entregaría la Madre que ahora inclusive de esto se ve privada cuando la roca sella la entrada del sepulcro.

La madre de la iglesia naciente regresa desolada hacia el cenáculo. Habrá regresado por el mismo lugar, tal vez reconociendo en el camino de regreso varias manchas de la sangre preciosísima de su Hijo: la sangre que tomó de sus entrañas purísimas y que ahora derramó maravillosamente por la redención de los hombres. Bien se aplican a la Virgen las palabras del profeta en estos terribles momentos: “Oh, vosotros cuantos pasáis por el camino, mirad y ved si hay dolor comparable a mi dolor, a dolor con que soy atormentada” (Lam 1,2).

Pensemos que al pasar por el calvario se detiene unos instantes ante la cruz…

Quedaba por primera vez sobre la tierra el símbolo que fija la dirección de nuestras vidas; y María así la contempla.

Luego recoge las reliquias de la pasión del Redentor: los clavos, la corona de espinas, los lienzos, y continúa hacia el cenáculo.

Entra silenciosa, y encuentra allí a todos los que habían huido…

Ahí están los apóstoles como apóstatas que habían abandonado al Maestro; ahí están escondidos los que habían prometido seguirlo hasta la muerte. Pedro es el primero en acercarse, avergonzado, como con odio contra sí mismo, deshecho en lágrimas pero confiando en la misericordia de Jesús que “lo miro”…; y lo miró no como el soberano juez, sino como manso Cordero.

     También los demás apóstoles se acercan y le piden perdón; están todos menos el traidor: el resto no desesperó. Y María santísima, como verdadera y tierna madre, en nombre de su Hijo los perdona y los consuela; y la más desconsolada se vuelve el único consuelo.

Luego pide estar sola… quiere rezar, quiere meditar en el plan divino que se cumple en su divino Hijo, necesita recogerse en el silencio pues, como sea, acaba de morir su Hijo.

Nosotros, como escondidos, contemplando a la Virgen en estos momentos podemos observarla en su silencio: la Virgen, las tinieblas y su fe.

     De pronto se dejan caer tanto dolorosas como tiernas lágrimas de los ojos purísimos de la más santa de las mujeres, de la “más madre” de todas, ¡y por qué no!, si el mismo Cristo consagró y dignificó las lágrimas al derramarlas Él también por su amigo Lázaro y cuando miró desde lejos a Jerusalén, la ciudad santa que venía a salvar y que terminaría entregándolo a la muerte. Las lágrimas de María no contradicen su fortaleza: conserva la fe, tiene firme su esperanza pero aún posee, y más que nunca, sus maternales entrañas. Llora por su Hijo, llora por su soledad, pero el sufrimiento de María es completamente diferente al de los demás pues no desespera y esto es lo “maravilloso” de su dolor, pues el dolor de la Virgen que está en la más profunda  desolación y abandono, inmersa en las más densas tinieblas del espíritu, sin su Hijo y sin consuelo, y, sin embargo, es un dolor que espera. Porque María posee algo más fuerte que la muerte y ese algo es la fe: la fe se purifica en el dolor, en el sufrimiento, en las tinieblas, en las pruebas,… en la soledad.

     La Virgen de los dolores en su máxima soledad nos ha dado el mayor ejemplo de fe: más que los santos, incluso más que los mártires, porque a los ojos del mundo esperó contra toda esperanza, y a los ojos de la fe no dudó nunca que volvería a ver a su Hijo, pese a su dolor, pese a su terrible soledad, pese a que todo lo demás le decía lo contrario.

     En este día nosotros debemos compartir la soledad de la Virgen, la soledad de la “Madre de los dolores”, pues Jesús ya no está… ha muerto por nuestros pecados para darnos vida con su muerte.

     La Virgen supo esperar. Esperemos nosotros también con ella, con sus sentimientos y aflicciones en esta ausencia de Jesús nuestro Señor.

     Le pedimos a la santísima Virgen de los dolores la gracia de poder esperar junto con ella el regreso de su querido Hijo, de acompañarla en su dolor, de compartir sus penas y de purificar junto con ella nuestra fe en la esperanza, aun cuando ésta sea lo único que permanezca en la soledad.

Se lo pedimos con las hermosas palabras que le dedica José María Pemán al final del poema que le escribe a su soledad:

“…Pero en tanto que Él asoma,

Señora, por las cañadas,

-¡por tus tocas enlutadas

Y tus ojos de paloma!-

Recibe mi angustia y toma

En tus manos mi ansiedad.

Y, séame, por piedad,

Señora del mayor duelo,

Tu soledad sin consuelo,

Consuelo en mi soledad.”

Jesucristo en la cruz: ejemplo de todas las virtudes

Fragmento del

“Credo comentado”

Nº 71-73

Santo Tomás de Aquino

 

En efecto, como dice San Agustín, la Pasión de Cristo basta totalmente como instrucción para nuestra vida. Pues quien anhele vivir de manera perfecta, que no haga otra cosa que despreciar lo que Cristo despreció en la cruz y que desee lo que Cristo deseó. Porque ningún ejemplo de virtud falta en la cruz. Pues si buscas un ejemplo de caridad, “nadie tiene mayor caridad que el que da su vida por sus amigos”, Jn 15, 13. Y esto fue lo que hizo Cristo en la cruz. Por lo tanto, si Él dio su vida por nosotros, no se nos debe hacer pesado soportar por El cualquier mal. Salmo 115, 12: “¿Qué le daré al Señor por todo lo que El me ha dado?”.

Si buscas un ejemplo de paciencia, excelentísimo lo encuentras en la cruz. En efecto, de dos grandes maneras se manifiesta la paciencia: o bien padeciendo pacientemente grandes males, o bien padeciendo algo que podría evitarse y que no se evita.
Pues bien, Cristo soportó en la cruz grandes males. Treno I, 12: “Oh, vosotros todos, los que pasáis por el camino, mirad y ved si hay dolor semejante a mi dolor”; y pacientemente, porque, “al padecer, no amenazaba”, I Pedro 2, 23; e Isaías 53, 7: “Como cordero llevado al
matadero, y como oveja muda ante los trasquiladores”. Además, Cristo pudo evitarlos, y no los evitó. Mt 26, 53: “¿O piensas que no puedo yo rogar a mi Padre, que me enviaría luego más de doce legiones de ángeles?”.
Grande es, pues, la paciencia de Cristo en la cruz. Hebr 12, 1-2: “Por la paciencia corramos al combate que se nos ofrece, puestos los ojos en el autor y consumador de la fe, Jesús, el cual, en vez del gozo que se le ofrecía, soportó la cruz, despreciando la ignominia”.

Si buscas un ejemplo de humildad, ve el crucifijo: en efecto, Dios quiso ser juzgado bajo Poncio Pilato y morir. Job 36, 17: “Tu causa ha sido juzgada como la de un impío”. En verdad como la de un impío: “Condenémosle a una muerte afrentosa”, Sabiduría 2, 20. El Señor quiso morir por su siervo, y el que es la vida de los Angeles por el hombre. Filip 2, 8: “Hecho obediente hasta la muerte”.

Si buscas un ejemplo de obediencia, sigúelo a El. que se hizo obediente al Padre hasta la muerte. Rom 5, 19: “Como por la desobediencia de un solo hombre muchos fueron constituidos pecadores, así también, por la obediencia de uno solo muchos fueron hechos justos”.

Si quieres un ejemplo de desprecio de las cosas terrenas, sigúelo a El, que es el Rey de Reyes y el Señor de los señores, en quien se hallan los tesoros de la sabiduría, y que sin embargo en la cruz estuvo desnudo, objeto de burla, fue escupido, golpeado, coronado de espinas, y abrevado con hiel y vinagre, y murió. Por lo tanto, no os impresionéis por las vestiduras, ni por las riquezas, porque “se repartieron mis vestiduras”, Salmo 21, 19; ni por los honores, porque a mí me cubrieron de burlas y de golpes; no por las dignidades, porque tejieron una corona de espinas y la colocaron sobre mi cabeza; no por las delicias, porque “en mi sed me abrevaron con vinagre”, Salmo 68, 22. Sobre Hebr 12, 2: “El cual, en vez del gozo que se le ofrecía, soportó la cruz, despreciando la ignominia”, dice San Agustín: “El hombre Jesucristo despreció todos los bienes terrenos para enseñarnos que deben ser despreciados”.