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Ejemplos de muertes santas

La muerte

San Alberto Hurtado

Meditación de unos Ejercicios Espirituales predicados por Radio ‘Mercurio’, entre el lunes 7 y sábado 12 de Mayo de 1951. Un disparo a la eternidad, pp. 208-215.

Si no fuera más que para afrontar con serenidad la muerte, y con alegría la vida, ya la fe tendría plena justificación. Cuántas anécdotas, mis hermanos, podría narraros de las dulces muertes que he visto o he leído descritas. Permitidme recordaros la de once marineros españoles, muertos en los días trágicos del terrorismo rojo en España. La última noche de su vida les interroga el alcaide cuál es su suprema voluntad y ellos contestan: un sacerdote que nos confiese. Pasan la noche en íntima comunicación con él y uno de ellos le dice: “Padre, qué dicha la nuestra, somos once, entre nosotros no hay ningún Judas y Ud. representa a Cristo”. El fusilamiento debía tener lugar a las seis, uno mira el reloj y dice: “Amigos, que estafa, son las 6 1/2. Nos han robado media hora de cielo”.

Vosotros recordareis al sacerdote colombiano que entre nosotros hizo tanto bien, el Rev. Padre Juan María Restrepo, él no pudo ver la muerte de su madre, pero su hermano, senador colombiano se la describía así.

Se fue apagando su vida

en un dulce agonizar,

sin estertores ni gritos,

ni angustioso forcejear,

como en la playa de arena,

duermen las olas del mar,

como al caer de la tarde

muere la lumbre solar…

Dios la llamaba del Cielo

y al Cielo se fue a morar…

Junto al lecho arrodillados

la miramos expirar,

sin alaridos ni gritos,

de vana inconformidad.

Apenas si se escuchaba

tenuísimo sollozar

de quienes saben que el viaje

es un viaje y nada más

y que en la orilla lejana

nos volveremos a hallar,…

La madre nos dijo: Hijitos

los espero en el hogar.

Hasta luego madrecita

ayúdanos a llegar.

No resisto a leeros estas líneas encontradas en el bolsillo de la chaqueta de un soldado norteamericano desconocido destrozado por una granada en el campo de batalla: “Escucha, Dios…, yo nunca hablé contigo. Hoy quiero saludarte: ¿cómo estás? ¿Tú sabes…? Me decían que no existes y yo, tonto de mí, creí que era verdad. Yo nunca había mirado tu gran obra. Y anoche, desde el cráter que cavó una granada, vi tu cielo estrellado y comprendí que había sido engañado… Yo no sé si tú, Dios, estrecharás mi mano; pero voy a explicarte y comprenderás… Es bien curioso: en este horrible infierno he encontrado la luz para mirar tu faz. Después de esto, mucho que decirte no tengo. Tan sólo que me alegro de haberte conocido. Pasada medianoche habrá ofensiva. Pero no temo: sé que tú vigilas. ¡La señal!… Bueno, Dios: ya debo irme… Me encariñé contigo… aún quería decirte que, como tú lo sabes, habrá lucha cruenta y quizás esta misma noche llamaré a tu puerta. Aunque no fuimos nunca muy amigos, ¿me dejarás entrar, si llego hasta ti? Pero… ¡si estoy llorando! ¿Ves, Dios mío?, se me ocurre que ya no soy impío. Bueno, Dios: debo irme… ¡Buena suerte! Es raro, pero ya no temo a la muerte”.

 

“Lo que no se ve”

Crónica, dedicada a todos los miembros de mi familia religiosa

Cuando se planta una semilla directamente sobre la tierra, sin macetero y sin que sea en un lugar notablemente especial, ésta pasa desapercibida mientras no comience a dar brotes. Tal vez más de alguno siga de largo sin enterarse siquiera que bajo la tierra que ha pisado se esconde en potencia un gran árbol, o tal vez uno pequeño, o una hortaliza, da igual; el hecho es que por más desapercibida que pase la semilla ésta está allí, escondiendo algo mucho más grande que ella misma y que se dejará ver a su tiempo correspondiente. Y algo así pasa también en tierra de misión: cuántas veces detrás del sermón del sacerdote se esconde un tiempo de preparación mucho más extenso del que dura la misma prédica; o cuántas veces detrás de una dirección espiritual o cualquier otra atención espiritual se esconde una “heroica reacomodación de horarios” para el misionero que hace lo posible por darle ese tiempo a una persona, a un alma que lo necesita; o cuántas veces detrás de esa religiosa que recibe la visita de un grupo al hogar de niños en que sirve a Cristo en el prójimo se encuentran una serie de otras actividades que espera poder cumplir en cuanto se ocupe de esta nueva obra de misericordia. Así también detrás de la oración vespertina de un contemplativo se esconden, a menudo, las horas en que sus manos devotas que ahora rezan juntas se encontraban sosteniendo una pala, sacando malezas o acarreando piedras.

En síntesis, siempre hay realidades que se ocultan a los ojos de los demás pero jamás a los de Dios, incentivo primero y esencial de toda la existencia del consagrado que desea serle grato por medio de sus obras, también y especialmente de aquellas que no se ven, porque sobre éstas reposa siempre la paternal mirada de su Creador, el mismo que lo ha llamado replicar la vida de su amado Hijo, que pasó haciendo el bien y cuyas obras siempre le fueron agradables, tratando también el de la vida consagrada de hacerlas cada vez lo mejor posible.

Hay mucho que no se ve y que a la vez -me atrevería a decir-, conviene muchas veces que así permanezca, pues a menos que la caridad, la justicia o la pastoral lo exijan, las obras del misionero que pasan desapercibidas le dejarán siempre la satisfacción sobrenatural de que son hechas puramente para Dios, para que sólo Él las vea y se complazca en su servidor: horas delante del sagrario, horas de trabajo pesaroso, horas de estudio de una lengua totalmente desconocida; súplicas, cansancios, vigilias, caminatas; y que el frío y que el calor; incomprensiones y frialdades, etc.; todo aquello que ha precedido o acompaña la labor de la misión, que también trae sus consuelos -ciertamente-, pero que jamás será fecunda como Dios lo quiere si no se riega la semilla del Evangelio con las cruces del alma consagrada, entregada a trabajar intensamente por la mies.

Pues bien, después de esta breve pincelada, quería referirme también a “lo que no se ve”, pero en un aspecto diferente, más profundo, que es el del alma del consagrado: las cruces del corazón, el trabajo espiritual, la propia pequeñez; eso que se oculta y que se queda solamente entre el alma y Dios, entre el dirigido y su director espiritual y nadie más; y con lo cual deberá luchar sin bajar jamás los brazos si desea no tan sólo ser bueno, sino en verdad ser santo: la propia naturaleza.

Una vez una persona me decía: “para usted los problemas son fáciles, porque tiene a Dios de su lado, no sabe lo que es sufrir”, ante lo cual lo primero que pensé fue “si supiera…”, pero no porque me crea una víctima ni porque pretenda poseer cruces más grandes que las de los demás, claro que no; sino porque me hizo pensar nuevamente en este tema que hablaba en más de una ocasión con un amigo: las cruces del misionero, pero las más internas, las que creo que han de ser comunes a todos los que, si bien le entregamos la vida a Dios y nos dedicamos a servirlo, aun nos falta mucho por hacer, por crecer, por entregar, por sufrir, por conquistar; y que son esas cruces que justamente por tener una especial conciencia del pecado y la necesidad de la salvación de las almas por las cuales trabajamos, nos golpean de una manera también del todo especial, y a veces más dolorosa de lo que los demás puedan llegar a comprender; es decir, ¿qué misionero no sufre si alguien de su familia no asiste a la santa Misa, ni se confiesa, ni se preocupa por llevar una verdadera vida espiritual?, o sea, tratamos de enseñar a amar la santa Misa y los sacramentos, y rezamos y hacemos penitencia por ello, y tal vez alguno de nuestros seres más cercanos no se acercan a este divino banquete; o ¿qué consagrado no ha visto pasar indiferentes sus palabras o mensajes o lo que sea respecto a la necesidad de conquistar el Cielo, porque no tenemos más que una sola alma por salvar?; ¿cuánto perciben algunos corazones el dolor del religioso o la religiosa que a veces son testigos del pecado grave sin poder hacer nada más que rezar?, con lo cual no estoy diciendo que la oración no sea importante, todo lo contrario, pues mediante ella le confiamos a Dios y suplicamos por las almas que ha puesto en nuestro camino; sino que me refiero a esa “dolorosa espera”, hasta que el fruto madure y que quizás jamás veamos en esta vida; o incluso en esos dolores más pequeños que son fruto del celo apostólico, como no tener más tiempo, no llegar a tantas almas como se quisiera, no ser más virtuosos para poder “arrastrar” a las almas a Dios como lo hacen los santos; la falta de virtudes profundas y magnánimas y los defectos personales, etc. Pues bien, el misionero también sufre y sufre más, es parte de su oficio, porque si se consagró a Dios es porque puso sus manos en el arado y no desea mirar atrás, y porque le dijo a Jesucristo que sí, que va a cargar con su cruz y que irá en pos de Él, porque como escribía Lope de Vega:

Sin cruz no hay gloria ninguna,

ni con cruz eterno llanto,

santidad y cruz es una,

no hay cruz que no tenga santo,

ni santo sin cruz alguna.

Y a partir de aquí la respuesta que debe dar todo consagrado a la cruz, la cruz de Cristo y las cruces que le permita llevar: la alegría, el gozo sobrenatural de saber que cada una de ellas es un regalo del Cielo, por difícil que parezca, por pesada que sea, por tortuosa que se nos haga, porque no hay cruz que no valga la pena si la aceptamos por amor a Dios y fidelidad a nuestra vocación, especialmente aquellas más escondidas,  ya que en “lo que no se ve” se encuentra la dicha más íntima entre el misionero y Dios, a quien le ofrece en lo secreto lo que sólo Él conoce y se lo ha dado para ofrecer: allí, en lo oculto del esfuerzo por desarraigar sus defectos, en la oscuridad de los fracasos que se convirtieron en motivación, en la confianza de que sus súplicas son todas escuchadas, en cada gota de sudor con que riega la árida tierra de la indiferencia, y especialmente en sus ratos a solas con Aquel que lo amó primero y le ha convidado a vivir su mismo estilo de vida por medio de los votos y un carisma particular… no olvidemos que a veces las bendiciones vienen en forma de cruz, y debemos pedir a Dios la gracia de reconocerlas.

Que nuestra tierna Madre del Cielo nos alcance la gracia de aprender a sufrir, con mirada siempre sobrenatural y ofreciendo cada día más obras por el Reino de los Cielos, especialmente aquellas que entran dentro del ámbito de lo que no se ve.

¡Recemos por las vocaciones a la vida consagrada!

P. Jason Jorquera M.

Séforis, Tierra Santa.

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“Meditación de la soledad de María”

Para meditar este Sábado Santo…

José María Pemán

Composición de lugar

Palidecidas las rosas
De tus labios angustiados;
Mustios los lirios morados
De tus mejillas llorosas;
Recordando las gozosas
Horas idas de Belén,
Sin consuelo y sin bien
Que su soledad llene…
¡Miradla por donde viene,
Hijas de Jerusalén!

Meditación

Virgen de la soledad:
Rendido de gozos vanos,
En las rosas de tus manos
Se ha muerto mi voluntad.
Cruzadas con humildad
En tu pecho sin aliento,
La mañana del portento,
Tus manos fueron, Señora,
La primera cruz redentora:
La cruz del sometimiento.
Como tú te sometiste,
Someterme yo quería:
Para ir haciendo mi vía
Con sol claro noche triste.
Ejemplo santo nos diste
Cuando, en la tarde deicida,
Tu soledad dolorida
Por los senderos mostrabas:
Tocas de luto llevabas,
Ojos de paloma herida.
La fruta de nuestro bien
Fue de tu llanto regada:
Refugio fueron y almohada
Tus rodillas, de su sien.
Otra vez, como en Belén,
Tu falda cuna le hacía,
Y sobre Él tu amor volvía
A las angustias primeras…
Señora: si tú quisieras
Contigo lo lloraría.

Coloquio

Por tu dolor sin testigo,
Por tu llanto sin piedades,
Maestra de soledades,
Enséñame a estar contigo.
Que al quedarte Tú conmigo,
Partido
Ya de tu veras
El hijo que en la madera
De la Santa Cruz dejaste,
Yo sé que en Tí lo encontraste
De una segunda manera.
En mi alma. Madre, lavada
De las bajas suciedades,
A fuerza de soledades,
Le estoy haciendo morada.
Prendida tengo y colgada
Ya mi cámara de flores.
Y a humear por los alcores
Por si llega el peregrino
He soltado en mi camino
Mis cinco perros mejores.
Quiero yo que el alma mía,
Tenga, de sí vaciada,
Su soledad preparada
Para la gran compañía.
Con nueva paz y alegría
Quiero, por amor, tener
La vida muerta al placer
Y muerta al mundo, de suerte
Que cuando venga la muerte
La quede poco que hacer.

Oración final

Pero en tanto que El asoma,
Señor, por las cañadas,
¡por tus tocas enlutadas
y tus ojos de paloma!
Recibe mi angustia y toma
En tus manos mi ansiedad
Y séame, por piedad,
Señora del mayor duelo,
Tu soledad sin consuelo
Consuelo en mi soledad.

 

Diálogo breve y sencillo

El pecador habla con Jesucristo en la cruz…

 

El pecador:

¿Por qué, Señor del Cielo,

pudiendo redimir de mil maneras,

la cruz del desconsuelo

sin par, y sin fronteras,

abrazas por el hombre al que liberas?

 

Jesucristo:

Es cierto que podría

obrar la salvación con sólo un dedo,

mas si en la cruz se expía

amando con denuedo,

hasta el final en ella yo me quedo.

 

El pecador:

¡Mas no era necesario

beber también la hiel de los azotes!;

parece que el Calvario

forjaba sus barrotes

al son de la crueldad de los garrotes…

 

Jesucristo:

Aún no lo comprendes…,

lo escrito debe hallar su cumplimiento;

si tu mirada extiendes

al Cielo y su cimiento,

verás la gloria oculta en lo cruento.

 

El pecador:

Pero Señor, no entiendo,

¿por qué también espinas en tu frente

permites, cual remiendo

furioso e insolente?;

¿Oh, cuánto es para Ti lo suficiente?

 

Jesucristo:

Mi reino no se encuentra

en este mundo herido del pecado;

mi redención se centra

en un amor probado,

por más que sea de espinas coronado.

 

El pecador:

¿Hacía falta acaso

llegar hasta los clavos en tus manos

y pies, en este ocaso

de vida y sus arcanos

designios, que el dolor hace cercanos?

 

Jesucristo:

Contempla en este abrazo

que ofrezco inamovible al ser clavado,

aquel perdón sin plazo

de prescripción que ha dado

al hombre facultad de ser salvado.

 

El pecador:

Ya entiendo, Señor mío,

en Ti la entrega noble que no cede

al atropello frío

y cruel que nunca puede

vencer, ¡porque tu amor no retrocede!

 

Jesucristo:

Ahora ves más claro

y más allá del velo del tormento:

mi cruz se vuelve amparo

del alma en el momento

que acepta compartir mi sufrimiento.

 

El pecador:

Te ruego, Señor mío,

que aceptes mi contrita compañía;

sé bien que fui un impío,

te ofrezco el alma mía

sin dar un paso atrás como solía.

 

Jesucristo:

Por esto mi madero,

mis clavos, mi corona y mis flagelos:

en este dolor fiero

se esconden mis anhelos

de convidar al Reino de los Cielos.

 

 P. Jason Jorquera M.

 

Jesucristo y su entrada triunfal

Homilía de Domingo de Ramos

P. Jason Jorquera M., IVE.

Queridos hermanos:

Finalmente nos encontramos en la antesala de la Semana Santa, en el llamado: Domingo de Ramos; donde conmemoramos la entrada triunfal de nuestro Señor Jesucristo en Jerusalén, entre aplausos y alabanzas, entre el reconocimiento de algunos como Mesías y la incredulidad definitiva de otros; y sin embargo, entre todo ese jolgorio y alegría de quienes lo acompañaban y ponían sus mantos y ramas a lo largo del camino, solamente Jesús podía ver perfectamente lo que significaba esta entrada definitiva, en que se celebraría tanto la última Pascua figurada, como la primera santa Misa de la historia oficiada por el mismo Hijo de Dios, mediante un sacrificio real, cruento, triste hasta la muerte… y dónde ninguna de estas personas que ahora lo aclamaban intercedería después por Él ante sus mortales acusadores. Jesucristo sabía todo esto perfectamente, y aun así continúa adelante, hacia la ciudad santa.

Jesucristo sabía bien que había llegado su hora, “la gran hora del Cordero de Dios”, del “Siervo sufriente”; y que esta hora sería cubierta por la sombra de cruz y el sacrificio inigualable de su propia vida, y aún así -como hemos dicho- continúa; porque sabe bien también las consecuencias de esta entrega, y cómo de esta manera se abrirán nuevamente las puertas del Cielo para las almas que lo acepten con fe; y justamente es esta fe la que nos debe enseñar a ver mucho más allá de la cruz, de nuestras cruces, que a veces parecen hasta castigos cuando en realidad pueden perfectamente bendiciones: cuántas veces una cruz aleja a algunos del pecado y hace a otros ir corriendo tras de Dios en busca de ayuda, fortaleza, consuelo, etc. Dicho todo esto, vemos con mayor claridad en Jesucristo el modelo perfecto de entrega generosa que no retrocede ante el sufrimiento que se avecina, porque lo mueve un amor que llega siempre hasta las últimas consecuencias.

Jesucristo sabe bien lo que se viene, sabe que las turbas de hoy no estarán el viernes siguiente ni siquiera para consolarlo; sabe que algunos lo verán en la cruz como alguien que fracasó… pero también sabe que las almas con fe sabrán ir más allá del Calvario… Jesucristo con su muerte conquistará la vida eterna para todos aquellos que sepan llegar también con Él hasta el calvario, con todos aquellos que vayan más allá de la entrada triunfal y lo acompañen hasta ese amor extremo que solamente la fe puede mostrar. Respecto a esto escribía muy acertadamente el Kempis: “Jesús tiene ahora muchos enamorados de su reino celestial pero muy poco que quieran llevar su cruz. Tiene muchos que desean los consuelos y pocos la tribulación. Muchos que aspiran comer en su mesa y pocos que anhelan imitarlo es su abstinencia. Todos apetecen gozar con Él pero pocos sufrir algo por él.

Muchos siguen a Jesús hasta la fracción del pan, mas pocos hasta beber el cáliz de la pasión. Muchos admiran sus milagros, pero pocos le siguen en la ignominia de la cruz.

Muchos aman a Jesús mientras no haya contrariedades. Muchos lo alaban y bendicen en el tiempo de las dulzuras, pero si Jesús se esconde y los deja por un tiempo, enseguida se quejan o desalientan.”

Podemos ver esta entrada triunfal de Jesucristo como lo que Él quiere realizar en nosotros: entrar en nuestras almas como Rey, entre nuestras aclamaciones y compromiso de seguirlo hasta el final. Pero la diferencia aquí es que nosotros sí tenemos la oportunidad de no abandonarlo cuando llegue su pasión; y nosotros sí tenemos la oportunidad de defenderlo a Él y a nuestra fe con nuestras palabras, ejemplos y hasta con nuestra propia vida si Él así lo dispone; nosotros aun estamos a tiempo de acompañarlo hasta el final y no salir huyendo como los apóstoles y todos los demás cuando se acerca la hora de la dificultad, de la oscuridad, de la sequedad, en definitiva, de la Cruz.

La invitación de hoy, queridos hermanos, es a considerar hasta dónde estamos dispuestos a seguir a Jesucristo ahora que comienza su camino final a la pasión, es decir, a ofrecerse como Víctima inocente y expiatoria por cada uno de nosotros… sabemos bien que Jesucristo llegó hasta la cruz por nosotros; la pregunta es pues, ¿hasta dónde estamos nosotros dispuestos a llegar por Jesucristo?; no digo solamente asistir fielmente cada Domingo a la santa Misa, sino más (Dios se preocupa cada instante de nosotros y nos pide como mínimo esa horita a la semana); no digo solamente confesarse frecuentemente y más o menos llevar una vida de oración, sino mucho más. Esto está bien, está perfecto, pero es sólo la base de la gran obra de santidad que Jesucristo tiene dispuesta para cada uno de nosotros si lo dejamos obrar, si vamos más allá de la entrada a Jerusalén y llegamos hasta el Calvario, y sabemos ser generosos con Él, enamorados realmente, con sed de aprender más y más sobre la verdad, sobre nuestra fe, en definitiva, sobre cómo darle mayor gloria a Dios con nuestra vida. Entonces, y sólo entonces, podremos arrogarnos la verdadera victoria, la entrada triunfal definitiva en el Reino de los Cielos, reservada para aquellos que sigan a Jesucristo realmente hasta el final: con la cruz, con trabajos, con esfuerzos; pero especialmente con la alegría sobrenatural que nos mueve a emprender lo que sea que Dios nos pida con tal de tomar parte de su victoria absoluta en la Cruz: aparente fracaso para los incrédulos, señal de predilección para los creyentes.

Respecto a esto último escribía san Alberto Hurtado: “Los fracasos conducen al apóstol hacia Cristo. Todos ellos son un eco del fracaso grande de la Cruz, cuando fariseos, saduceos y los poderes establecidos triunfaron visiblemente sobre Jesús. ¿No fue Él acaso vestido de blanco y de púrpura, coronado de espinas y crucificado desnudo, con el título ridículo de Rey de los Judíos? Los suyos lo habían traicionado o huido. Era el hundimiento de su obra, y (sin embargo), en ese mismo momento Jesús comenzaba su triunfo. Aceptando la muerte, Jesús la dominaba. Al dejarse elevar sobre la Cruz, elevaba la humanidad hasta el Padre, realizaba su vocación y cumplía su oficio de Salvador.”

 

Queridos hermanos, pidamos en este día a María santísima que nos alcance la gracia de no retroceder jamás ante la cruz, y de acompañar a nuestros Señor Jesucristo hasta el final, hasta el verdadero final que consiste en poder estar toda la eternidad junto con Él.

Bienvenido a casa (2ª parte)

Los lazos espirituales

Por gracia de Dios ha llegado el momento en que puedo decir que, literalmente, la mitad de mi vida he sido religioso; y sinceramente estos 18 años de consagración han pasado volando (desde el noviciado hasta ahora), así como las experiencias, buenos consejos, buenos amigos, y gracias tras gracias y bendiciones que siempre saben estar presente y abrirse paso a través de las necesarias cruces -¡benditas cruces!-, en que ha de ser clavada la vida religiosa para poder -y sólo así-, dar frutos, pese a nuestras limitaciones, pese a nuestros defectos… bendito sea Dios para quien todas nuestras debilidades y miserias no le son impedimento si, confiados en sus manos paternales, “lo dejamos obrar”. Tenemos toda la vida para madurar, para crecer, para dejarnos moldear; pero como no sabemos cuándo llegará el momento de presentarnos ante nuestro Redentor, aquel mismo que por sus secretas razones nos ha elegido, es que debemos dedicarnos a trabajar y seguir arando lo mejor posible sin mirar jamás atrás: ¡que la Virgen nos alcance esta gracia!

A la luz de esta consideración fue que pude degustar de una manera muy especial el viaje para visitar a mi familia, donde no tan sólo constaté la intacta firmeza de los lazos de la carne con mi familia natural, la que Dios me regaló; sino también la de aquellos lazos espirituales que Dios mismo también se encarga de forjar y prolongar por el mundo entero a través de las misiones, y más y más en la medida en que éstas se sigan extendiendo, y me refiero a los lazos irrenunciables que se establecen entre todos nosotros, los religiosos de la familia del Verbo Encarnado, familia espiritual, familia sobrenatural, familia también elegida por Dios para nosotros…

“Bienvenido a casa”, me dijeron al recibirme en el noviciado de Chile, y también en “La Finca”, nuestro amado seminario y casa de formación durante nuestros primeros años, verdadero hogar en el que de golpe nos encontramos rodeados de un montón de nuevos hermanos (aunque esto ya desde el noviciado), unidos todos bajo el mismo ideal, Jesucristo; y bajo el mismo sendero hacia la santidad que debemos recorrer y aprovechar en miras a alcanzar esa meta con esfuerzo: el carisma, nuestro carisma…, “bienvenido a casa”, mismo saludo que me abrió las puertas en las demás casas religiosas por las que pasé: otros noviciados, otro seminario, conventos y monasterios tanto de los religiosos como de las religiosas, etc.; porque era mi familia, la de los lazos espirituales, familia unida también por las oraciones con las cuales nos ayudamos mutuamente y a las cuales constantemente nos encomendamos. “Padre, jamás había visto un monje de los nuestros”, me dijeron en algún lugar recibiéndome como a uno más de allí; “padre, ¿cómo está Séforis?”, me preguntaron en más de una oportunidad, personas que no conocía personalmente pero que nos acompañan con sus oraciones a la distancia y por las noticias y escritos que publicamos; “¿nos podría contar algo sobre su misión?, nos encanta recibir a los misioneros”, otra frase común que acompañó el itinerario. Y, si bien todo fue grandioso, cada lugar, cada charla de presentación, cada  santa Misa que allí podía celebrar, cada vez que fui a confesar, atender algunas consultas, etc., me gustaría hacer una mención especial de lo que fue “estar del otro lado de la mesa” después de haber podido visitar con indecible emoción el seminario donde fuimos preparando nuestras respectivas misiones con todo lo recibido de parte de Dios por medio de nuestros formadores y compañeros, verdaderos hermanos -reitero-, para continuar con esta base lo que se llama nuestra “formación permanente”, porque somos imperfectos y no hay que conformarse en la misión: hay que seguir rezando y cada vez más, seguir estudiando y aprendiendo para poder entregar más. Digo “del otro lado de la mesa”, porque tengo muy claro el recuerdo de cuando llegaba a visitar la Finca algún misionero y nosotros como seminaristas apenas nos enterábamos preguntábamos en qué misión estaba, cómo era estar en esas tierras, y el idioma y la cultura, etc.; y esperábamos sus “buenas noches” después del rezo de vísperas o alguna charla donde nos contara acerca de su misión, y si traía fotos ya se armaba la presentación normalmente después de la cena. Y entre lo que más claramente recuerdo, es cuando aparecía el misionero en el comedor para desayunar, donde “a los pocos segundos de sentarse a la mesa”, se veía rodeado del correspondiente grupo de seminaristas que comenzaba el curioso e infaltable interrogatorio acerca de dicha misión, con las típicas preguntas que todos nos hacíamos y que tanto nos entusiasmaban para discernir a dónde podríamos ofrecernos después a misionar, moviéndonos a disponernos desde ya para el futuro que Dios nos tuviera preparados.

El misionero sentado, sin poder terminar su desayuno hasta que tocara la campana para ir a las clases de los entusiastas seminaristas, es uno de mis mejores recuerdos luego de las Misas solemnes, las actividades comunitarias y hasta las mismas clases. Pero esta vez me tocó estar del otro lado de la mesa, como misionero, y cuando me senté y “de golpe me rodearon las negras vestimentas”, en vez de asustarme me sonreí, jajaja, al darme cuenta de que hace algunos años éramos nosotros los de las sotanas y las preguntas; esta vez era yo quien tenía algo para compartir: la gracia de contarles sobre Séforis y repetir tal vez los mismos consejos (caridad fraterna, generosidad, espíritu de renuncia, amor a la cruz, fidelidad, rezar sin cansarse para pedir la perseverancia, etc.), más lo que les pudiera servir de la experiencia personal. Qué dicha enorme la ver a estos jóvenes con ese fervor que ha de encender cada vez más el corazón del misionero conforme pasa el tiempo, templado por la madurez y la reflexión, pero especialmente por aquella íntima unión con Dios que debemos procurar como lo más importante en nuestras vidas.

Finalmente quisiera mencionar la gracia que fue -¡otra más!-, poder hacer una escala en Brasil para reencontrarme con algunos de mis compañeros de noviciado y ordenación sacerdotal, además de conocer varias de las casas que tenemos en ese país. Es cierto que sabemos desde el principio que tal vez sea difícil volver a encontrarnos con nuestros compañeros de curso, es decir, con aquellos con quienes comenzamos a caminar la senda de la consagración y con quienes tanto compartimos; fue por eso que aquel “bienvenido a casa” que me brindaron fue del todo especial, ya que no importaba que fuera otro lugar lejano de misión, ni que estuviera solamente de paso, pues era también mi familia religiosa la que me recibía. Y además de compartir especialmente con mis amigos y familia religiosa, me tocó estar nuevamente y varias veces del otro lado de la mesa.

Agradezco a la Sagrada Familia y a las oraciones de todos ustedes por esta hermosa oportunidad, a las familias que me ayudaron durante este viaje, familiares y amigos de nuestros religiosos; y les pido especiales oraciones por nuestros misioneros en todo el mundo, por los cuales los monjes rezamos de manera especial: los que están en las tierras más difíciles de misión, los que más sufren, los que más se sacrifican y se entregan con gran generosidad al servicio de Dios y de las almas, los que se desgastan por hacer el bien, etc.; y todo esto sobrellevado con aquella misteriosa y siempre fecunda alegría de la cruz, que sólo puede comprenderse a la luz de la fe, la esperanza y el sincero amor a Dios: “la mies es mucha, mas los obreros pocos. “Rogad, pues, al Señor de la mies, que envíe obreros a su mies” (Jesucristo)

Con mi bendición, en Cristo y María:

P. Jason Jorquera Meneses.

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Brasil, seminario mayor.
Con algunos de mis compañeros de curso del seminario, sacerdotes en Brasil.
Bachillerato humanista Alfredo Bufano, san Rafael
Monasterio san Miguel Arcángel, Brasil
Noviciado Marcelo Javier Morsella, Chile
Familia Fredes, familiares de dos religiosos, quienes me recibieron en Mendoza camino a san Rafael

San Rafael
“La Finca”, Seminario Mayor “María Madre del Verbo Encarnado”, san Rafael
Noviciado Brasil
Con Maira y Nancy, nazarenas que me recibieron y ayudaron durante la escala en Bogotá

Bienvenido a casa (Primera parte)

LOS LAZOS DE SANGRE
“Y todo el que haya dejado casas, o hermanos, o hermanas, o padre, o madre, o hijos o tierras por mi nombre, recibirá cien veces más, y heredará la vida eterna.” (Mt 19, 29)
Hace casi 10 años que me despedí de mi familia y salí de Chile rumbo a la misión que Dios, en su paterna bondad, me había preparado; es decir, aquel lugar tan esperado adonde nos llevamos “nuestra mochila” cargada de toda aquella hermosa e impagable formación, junto con los inolvidables momentos que fuimos preparando durante todo el tiempo de seminario, en nuestra amada “Finca”, la casa de formación que con su encantadora sencillez ha forjado con gran esfuerzo y dedicación a tantos misioneros que hoy en día van por todo el mundo llevando el Evangelio.
Ahora, después de mis primeros años en Tenerife (Monasterio del Socorro), y estos últimos en Tierra Santa; las cosas se dispusieron de tal manera que pudiera regresar a visitar a mi familia luego de todo este tiempo, en mi primera “visita como monje misionero”. No parecía nada fácil al principio, por lo cual le encomendé este viaje a la Sagrada Familia (que vivió aquí, incluidos san Joaquín y santa Ana en su momento: ¡qué gracia), pidiéndole que por favor me ayudara a disponer todo y conseguir lo necesario si es que era voluntad de Dios que realizara dicho viaje; y en muy poco tiempo Dios, una vez más, me mostró con claridad su generosidad, arreglando Él mismo todas las cosas para poder volver a ver a mi familia, y poder dar especialmente a mi hermana ese fuerte abrazo que por años estábamos esperando, al igual que el resto de mis seres queridos y amigos.
Pues bien, dejando de lado muchas cosas que podrían extender este relato a unas cuantas páginas más, resumo diciendo simplemente que no dejé de impresionarme con las gracias que venían a montones, y desde antes de salir del Monasterio hasta que regresé nuevamente a él.
Mi hermana estaba feliz conmigo, como siempre; mis padres y mis abuelos se veían un poco mayores, al igual que mis tíos aunque no me pareció mucho (será que yo estoy más viejo, jaja); mis primos y primas “pequeños” ya todos jóvenes grandes (especialmente los dos que bauticé la última vez que nos vimos y que son mis ahijados), hasta con sus familias unos cuantos; y mis primos mayores algunos con más hijos que antes y trabajos y responsabilidades nuevas, etc., lo mismo mis amigos y vecinos; es decir, que en todos se notaban obviamente cambios; pero lo más encantador fue el hecho de que de alguna manera el cariño parecía permanecer intacto… soy monje, mi existencia es más silenciosa, no me comunico tan a menudo debido a mi estilo de vida y demás responsabilidades, especialmente sacerdotales (direcciones espirituales, atención de consultas y peregrinos, predicaciones, apostolado online, estudios, etc.), y sin embargo, mi familia no dejó de alegrarse de mi visita en ningún momento: no sé a cuántos hice llorar con mi llegada (comenzando por mi mamá y mi papá), no sé cuántos me hicieron llorar con su llegada, pero sí sé que jamás abracé tanto ni me sentí tan cómodo con aquella hermosa frase que de seguro escuchan todos los misioneros cuando regresan a sus lugares de origen con sus familias, a sus países y sus barrios (en mi caso, a “la pobla”), pero que esta vez resuenan realmente de una manera diferente, nueva, llena de sincero afecto: “bienvenido a casa”… y es que así me hicieron sentir todo el tiempo, donde fuera. Ya no existía mi habitación como tal, pero me sentía en casa; la casa de mi mamá era nueva y recibió de mis manos su primera bendición, pero igual me sentía en casa; donde mis tíos, mis primos, mis abuelos, mis amigos y vecinos, donde cada persona que visité me sentía en casa. Tan natural seguía siendo el cariño familiar, que de una manera espontánea una de mis primas del lado materno, madre primeriza, apenas se enteró del viaje me pidió que le bautizara a su hijito; y lo mismo otra de mis primas, del lado paterno; y como si esto fuera poco hubo un detalle más: el único lugar que estaba disponible (ya que la parroquia estaba con todos los horarios cubiertos), era la “Capilla de la medalla milagrosa”, donde todos nosotros -los primos- recibimos nuestra primera Comunión. La ceremonia fue emotiva, así como el reencuentro, y más aun la alegría en el Cielo: ¡dos nuevos hijos de Dios!
En cada Misa que celebraba aparecía algún familiar, algún amigo, o amigos de mis amigos que querían conocerme; y pude predicar a los míos, confesar a muchas personas, y hasta despedirme de una tía abuela y compartir con ella un hermoso y emotivo momento de la lucidez que hace tiempo había perdido y que sorpresivamente reapareció cuando entré a su habitación, poco antes de que el Señor decidiera llevarla junto a Él… y hasta el funeral fue hermoso, con más familia para saludar y aconsejar.
Sólo Dios sabe la cantidad de recuerdos que se suscitaban en cada casa que visité, en el taller donde hasta el día de hoy trabaja a diario y duramente mi abuelo, la capilla que fuera antaño nuestro noviciado, lugar donde conocí a mi amada familia religiosa: el Instituto del Verbo Encarnado; el patio de mi casa, la mesa de mi abuela, etc. No faltaron los sacramentos administrados, no faltaron las conversaciones profundas, no faltaron los corazones que se abrían y se desahogaban y pedían consejo; y a Dios gracias tampoco faltó el consuelo en más de una ocasión, ni las risas ante los recuerdos graciosos o cierta nostalgia por otros.
Todos hemos crecido, todos tenemos nuestras vidas, y soy muy consciente de que mi felicidad está justamente en esto: en que mi vida no sea mía, es decir, que sea para buscar la gloria de Dios y el bien de las almas, ya que en cuanto sacerdote mientras menos me pertenezca mayores frutos daré, porque hay que ser cada vez “más de Dios” y más de las almas… y mucho menos de uno mismo; y en cuanto monje, regresé también con “más para rezar”, para pedir y para agradecer.
El tiempo pasó volando; fue intenso, fue grandioso, y fue también suficiente, ya que, si bien estaba feliz de ver a mi familia, ahora mi hogar está en el monasterio y extrañaba nuestra capilla, aquel sencillo espacio en la esquina de una ruina en donde a diario nos dedicamos a Dios, mismo lugar en que la familia modelo santificó lo cotidiano.
Le pedí a la Sagrada Familia que si era voluntad de Dios pudiera visitar a mi familia y me lo concedió… pero es mucho más lo que me regaló este viaje, porque pude palpar nuevamente aquel “ciento por uno” que nos promete Jesús en el Evangelio a todos los consagrados y que a veces, con todo respeto, hasta perece quedarse corto, es decir, ¡es más que el ciento por uno!, pues las gracias y bendiciones no se pueden mesurar, y respecto a nuestra limitada humanidad son siempre desproporcionadas: Dios siempre da más y nos regala una familia que no deja de crecer con lazos nuevos, lazos espirituales, de la cual hablaré en otra crónica: la familia religiosa.
Gracias a mi familia por haberme recibido con tanto cariño: los llevo conmigo a cada uno en el corazón, en el monasterio que sea, en la misión que sea, en mis oraciones. Gracias por esa calurosa bienvenida, tanto de ustedes como de las muchas personas a quienes pude conocer y asistir espiritualmente. Será hasta la próxima, cuando Dios lo disponga, aunque de todas maneras los espero aquí en mi hogar, para poder decirles yo algún día también a ustedes: bienvenidos a casa.
Que nuestra Madre del Cielo nos conceda la gracia de pensar y de sentir como decía aquella alma buena: “Mi mayor deseo es hacer lo que Dios quiere y estar allí donde Él me quiera” (Beata María Elena Stollenwerk)
En Cristo y María,
P. Jason Jorquera Meneses, IVE.
Monasterio de la Sagrada Familia.

Abnegación y alegría

“Si no se hace amar la virtud, no se la buscará”

San Alberto Hurtado

 

No hay sólo que darse, sino darse con la sonrisa. No hay sólo que dejarse matar, sino ir al combate cantando.

Hay que hacer amar la virtud. Hacer que los ejemplos sean contagiosos, de otra manera quedan estériles. Hacer la vida de los que nos rodean sabrosa y agradable.

Esto es triunfar sobre el egoísmo sutil, que una vez expulsado de la trama de nuestra vida, tiende a refugiarse en los repliegues, es decir, en nuestra sensibilidad egoísta haciendo sentir que uno es un mártir o al menos una víctima, alzándose sobre un pedestal y buscando el ser consolado.

Canta y avanza, la abnegación total es alegría perpetua. ¿Es la cuadratura del círculo? No. Porque hay un vínculo secreto entre el don de sí, por amor, y la paz del alma.

Nuestra vocación es integración total a Cristo, a Cristo resucitado. ¿En qué consiste esta actitud? Es difícil definirla, como no se puede definir belleza de una pieza de Beethoven, o de una Virgen de Fray Angélico. Es distinta para cada uno. Negativamente, es la eliminación de todo lo que choca, molesta, apena, inquieta a los otros, lo que les hace la vida más dura, más pesada, les desagrada…

San Pablo: “Ayudaos mutuamente a llevar vuestras cargas y cumplid así la ley de Cristo” (Gál 6,2). No dice: “imponed a los demás vuestras cargas”. Se hace más pesada la atmósfera general.

El temperamento dulce, alegre, ligeramente original, simple, no forzado, alegre, amable en el recibir las personas y las cosas, contribuye a la alegría de la vida… Así Santa Teresa alegraba y contribuye alegrando… Algunas bromitas a tiempo… El sentarse junto a una mesa modestamente.

Cada uno tiene posibilidad de hacer algo, cada uno siguiendo su carácter: unos alegres, otros artistas, otros tranquilos y pacíficos, otros simpáticos… Cada uno cultivando su naturaleza. La gracia supone la naturaleza.

Si no se hace amar la virtud, no se la buscará. Se la estimará, pero no se la buscará. Todos desearían estar en la cumbre de monte para gozar bella vista, pero lo que aparta de ella es la dificultad de escalar. La subida es difícil, a veces peligrosa, parece larga. Pero el alegre le quita esa aspereza. Es como el alpinista: si vuelve alegre y animoso: consigue otros adeptos; si vuelve molido, tiritón y quejándose, los otros dicen: ¡bah, esto no es para mí!

Un santo triste, ¡un triste santo! “Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera” (Mt 11,29–30). ¡Cuántas vocaciones al ver sonrientes a los novicios!

Meditación del Padre Hurtado en Ejercicios Espirituales del Clero de Concepción, posiblemente en febrero o marzo de 1948.

FIESTA DE LA SAGRADA FAMILIA DE JESÚS, MARÍA Y JOSÉ

El hogar de Nazaret
Pablo VI
En Nazaret, Nuestro primer pensamiento se dirigirá a María Santísima:
— para ofrecerle el tributo de Nuestra piedad
— para nutrir esta piedad con aquellos motivos que deben hacerla verdadera, profunda, única, como los designios de Dios quieren que sea: a la Llena de Gracia, a la Inmaculada, a la siempre Virgen, a la Madre de Cristo —Madre por eso mismo de Dios— y Madre nuestra, a la que por su Asunción está en el cielo, a la Reina. beatísima, modelo de la Iglesia y esperanza nuestra.
En seguida le ofrecemos el humilde y filial propósito de quererla siempre venerar y celebrar, con un culto especial que reconozca las grandes cosas que Dios ha hecho en Ella, con una devoción particular que haga actuar nuestros afectos más piadosos, más puros, más humanos, más personales y más confiados, y que levante en alto, por encima del mundo, el ejemplo y la confianza de la perfección humana;
— y en seguida, le presentaremos nuestros oraciones por todo lo que más llevamos en el corazón, porque queremos honrar su bondad y su poder de amor y de intercesión:
— la oración para que nos conserve en el alma una sincera devoción hacia Ella,
— la oración para que nos dé la comprensión, el deseo, la confianza y el vigor de la pureza del espíritu y del cuerpo, del sentimiento y de la palabra, del arte y del amor; aquella pureza que hoy el mundo no sabe ya cómo ofender y profanar; aquella pureza a la cual Jesucristo ha unido una de sus promesas, una de sus bienaventuranzas, la de la mirada penetrante en la visión de Dios;
— y la oración de ser admitidos por Ella, la Señora, la Dueña de la casa, juntamente con su fuerte y manso Esposo San José, en la intimidad de Cristo, de su humano y divino Hijo Jesús.
Nazaret es la escuela de iniciación para comprender la vida de Jesús. La escuela del Evangelio. Aquí se aprende observar, a escuchar, a meditar, a penetrar en el sentido, tan profundo y misterioso, de aquella simplísima, humildísima, bellísima manifestación del Hijo de Dios.
Casi insensiblemente, acaso, aquí también se aprende a imitar. Aquí se aprende el método con que podremos comprender quién es Jesucristo. Aquí se comprende la necesidad de observar el cuadro de su permanencia entre nosotros: los lugares, el templo, las costumbres, el lenguaje, la religiosidad de que Jesús se sirvió para revelarse al mundo. Todo habla. Todo tiene un sentido. Todo tiene una doble significación: una exterior, la que los sentidos y las facultades de percepción inmediata pueden sacar de la escena evangélica, la de aquéllos que miran desde fuera, que únicamente estudian y critican el vestido filológico e histórico de los libros santos, la que en el lenguaje bíblico se llama la “letra”, cosa preciosa y necesaria, pero oscura para quien se detiene en ella, incluso capaz de infundir ilusión y orgullo de ciencia en quien no observa con el ojo limpio, con el espíritu humilde, con la intención buena y con la oración interior el aspecto fenoménico del Evangelio, el cual concede su impresión interior, es decir, la revelación de la verdad, de la realidad que al mismo tiempo presenta y encierra solamente a aquéllos que se colocan en el haz de luz, el haz que resulta de la rectitud del espíritu, es decir, del pensamiento y del corazón —condición subjetiva y humana que cada uno debería procurarse a sí mismo—, y resultante al mismo tiempo de la imponderable, libre y gratuita fulguración de la gracia —la cual, por aquel misterio de misericordia que rige los destinos de la humanidad, nunca falta, en determinadas horas, en determinada forma; no, no le falta nunca a ningún hombre de buena voluntad—. Este es el “espíritu”.
Aquí, en esta escuela, se comprende la necesidad de tener una disciplina espiritual, si se quiere llegar a ser alumnos del Evangelio y discípulos de Cristo. ¡Oh, y cómo querríamos ser otra vez niños y volver a esta humilde, sublime escuela de Nazaret! ¡Cómo querríamos repetir, junto a María, nuestra introducción en la verdadera ciencia de la vida y en la sabiduría superior de la divina verdad!
Pero nuestros pasos son fugitivos; y no podemos hacer más que dejar aquí el deseo, nunca terminado, de seguir esta educación en la inteligencia del Evangelio. Pero no nos iremos sin recoger rápidamente, casi furtivamente, algunos fragmentos de la lección de Nazaret.
Lección de silencio. Renazca en nosotros la valorización del silencio, de esta estupenda e indispensable condición del espíritu; en nosotros, aturdidos por tantos ruidos, tantos estrépitos, tantas voces de nuestra ruidosa e hipersensibilizada vida moderna. Silencio de Nazaret, enséñanos el recogimiento, la interioridad, la aptitud de prestar oídos a las buenas inspiraciones y palabras de los verdaderos maestros; enséñanos la necesidad y el valor de la preparación, del estudio, de la meditación, de la vida personal e interior, de la oración que Dios sólo ve secretamente.
Lección de vida doméstica. Enseñe Nazaret lo que es la familia, su comunión de amor, su sencilla y austera belleza, su carácter sagrado e inviolable; enseñe lo dulce e insustituible que es su pedagogía; enseñe lo fundamental e insuperable de su sociología.
Lección de trabajo. ¡Oh Nazaret, oh casa del “Hijo del Carpintero”, cómo querríamos comprender y celebrar aquí la ley severa, y redentora de la fatiga humana; recomponer aquí la conciencia de la dignidad del trabajo; recordar aquí cómo el trabajo no puede ser fin en sí mismo y cómo, cuanto más libre y alto sea, tanto lo serán, además del valor económico, los valores que tiene como fin; saludar aquí a los trabajadores de todo el mundo y señalarles su gran colega, su hermano divino, el Profeta de toda justicia para ellos, Jesucristo Nuestro Señor!
He aquí que Nuestro pensamiento ha salido así de Nazaret y vaga por estos montes de Galilea que han ofrecido la escuela de la naturaleza a la voz del Maestro y Señor. Falta el tiempo y faltan las fuerzas suficientes para reafirmar en este momento su divino e inconmensurable mensaje. Pero no podemos privarNos, de mirar al cercano monte de las Bienaventuranzas, síntesis y vértice de la predicación evangélica, y de procurar oír el eco que de aquel discurso, como si hubiese quedado grabado en esta misteriosa atmósfera, llega hasta Nos.
Es la voz de Cristo que promulga el Nuevo Testamento, la Nueva Ley que absorbe y supera la antigua y lleva hasta las alturas de la perfección la actividad humana. Gran motivo de obrar en el hombre es la obligación, que pone en ejercicio su libertad: en el Antiguo Testamento era la ley del temor; en .la práctica de todos los tiempos y en la nuestra es el instinto y el interés; para Cristo, que el Padre por amor ha dado al mundo, es la Ley del Amor. El se enseño a Sí mismo obedecer por amor; y esta es su liberación. «Deus —nos enseña san Agustín— dedit minora praecepta populo quem adhuc timore alligare oportebat; et per Filium suum maiora populo quem charitate iam liberari convenerat» (PL 34, 11231). Cristo en su Evangelio ha dado al mundo el fin supremo y la fuerza superior de la acción y por eso mismo de la libertad y del progreso: el amor. Nadie lo puede superar, nadie vencer, nadie sustituir. El código de la vida es su Evangelio. La persona humana alcanza en la palabra de Cristo su más alto nivel. La sociedad humana encuentra en El su más conveniente y fuerte cohesión.
Nosotros creemos, oh Señor, en tu palabra; nosotros procuraremos seguirla y vivirla.
Ahora escuchamos su eco que repercute en nuestros espíritus de hombres de nuestro tiempo. Diríase que nos dice:
Bienaventurados nosotros si, pobres de espíritu„ sabemos librarnos de la confianza en los bienes económicos y poner nuestros deseos primeros en los bienes espirituales y religiosos, y si respetamos y amamos a los pobres como hermanos e imágenes vivientes de Cristo.
Bienaventurados nosotros si, educados en la mansedumbre de los fuertes, sabemos renunciar al triste poder del odio y de la venganza y conocemos la sabiduría de preferir al temor de las armas la generosidad del perdón, la alianza de la libertad y del trabajo, la conquista de la verdad y de la paz.
Bienaventurados nosotros, si no hacemos del egoísmo el criterio directivo de la vida y del placer su finalidad, sino que sabemos descubrir en la sobriedad una energía, en el dolor una fuente de redención, en el sacrificio el vértice de la grandeza.
Bienaventurados nosotros, si preferimos ser antes oprimidos que opresores y si tenemos siempre hambre de una justicia cada vez mayor.
Bienaventurados nosotros si, por el Reino de Dios, en el tiempo y más allá del tiempo, sabemos perdonar y luchar, obrar y servir, sufrir y amar.
No quedaremos engañados para siempre.
Así Nos parece volver a oír hoy su voz. Entonces era más fuerte, más dulce y más tremenda: era divina.
Pero a Nos, procurando recoger algún eco de la palabra del Maestro, Nos parece hacernos sus discípulos y poseer, no sin razón, une nueva sabiduría, un nuevo valor.
Iglesia de la Anunciación de Nazaret
Domingo 5 de enero de 1964.

Cosechamos y sembramos…

Un deber de gratitud…

Existe un dicho bastante conocido que dice más o menos así: “cosechas lo que siembras”, referido normalmente al fruto de nuestras acciones moralmente consideradas, es decir, el que hace el bien (siembra el bien), recibirá bienes a futuro (fruto de lo que ha cosechado), y así también respecto al mal; y sabemos que esto es más o menos así, aunque admite a veces largas esperas especialmente en lo que se refiere a la cosecha del bien, la cual puede incluso llevarse a cabo directamente como la eterna recompensa de la vida futura, como las almas buenas y piadosas que entre sufrimientos santamente sobrellevados, sembraron para cosechar la eternidad del Paraíso, que ya no admitirá más que gozo y alegría interminable.

Pero en esta oportunidad quiero referirme específicamente al caso tan especial consagrado, que constantemente debe estar sembrando y cosechando el bien, si desea ser consecuente con su vocación, rodeado de tantos y tan abundantes bienes sobrenaturales que éstos por fuerza lo exceden, lo desbordan, y que por esos secretos designios de la Divina Providencia y su amor eterno que arremete incesantemente, lo hacen cosechar también lo que no ha sembrado, a la vez que le imponen una alentadora obligación de caridad para sembrar también para aquellos que vendrán después de él: hermosa realidad que adorna a la vida consagrada en tierra de misión, donde el religioso llega a cosechar los frutos de las oraciones, trabajos, sudor y lágrimas, y hasta cruces tal vez inimaginables que sembraron los que estuvieron antes de él, preparando el terreno con los medios que tenían y las fuerzas que podían, de cara a esa “santa incertidumbre” que posee el misionero, de que no sabe con exactitud hasta cuándo seguirá en tal o cual lugar de misión, porque ya entregó a Dios su voluntad por medio de sus superiores, los cuales le dirán a su debido momento si continuar arando en esa misma tierra sin mirar atrás, o si debe ir a hacerlo a otros campos, quizás hasta más duros si confían en su experiencia para disponer mejor el terreno, quizás de tierras más blandas para que se reponga de su desgaste; pero sea como sea y donde sea, cosechando lo de los que pasaron primero, y sembrando lo más posible para los que vendrán después, movido por ese motor irrefrenable del santo entusiasmo, una vez que se pone en marcha con la fe, la esperanza, la caridad, la gratitud y generosidad con que se viva.

Tenemos un deber de gratitud muy grande aquí en Séforis (así como en tantas otras de nuestras misiones por el mundo), y nuestra respuesta no puede ser otra que la de imitar a nuestros predecesores sembrando con esfuerzo, llevando nuestra cruz, con esa visión que tenían, por ejemplo, los diseñadores de las grandes catedrales que sabían bien que tardarían tantos años en ser edificadas que ellos mismos no las verían terminadas, porque sabían que ver el fruto de su trabajo en esta vida no era lo importante, sino lo que se sembraba para el futuro y en bien de los demás, como los buenos consejos de los padres a sus hijos, como las virtudes que se adquieren en el tiempo de formación en el seminario, y como cada una de nuestras buenas obras para la eternidad: si aun no somos santos, es porque nos falta sembrar más para cosechar más, ¡¿qué estamos esperando?!

Gracias a los primeros monjes que se desgastaron con alegría por este sencillo y apartado monasterio; gracias a todas las personas que cooperan de una forma u otra con nosotros, sea con ayudas, sea con sus oraciones; gracias a nuestra amada familia religiosa por confiarnos un lugar santo que albergó la santidad cotidiana que hasta pasó humildemente desapercibida para muchos, y que aun así nos sigue dando ejemplo de virtudes. ¡Gracias a la Sagrada Familia; gracias a Dios!

Que jamás nos cansemos de sembrar en bien de los demás, de los que vendrán, de los que a su debido tiempo y circunstancias también sembrarán para el futuro.