Arreglos, voluntariado de las hermanas y concierto























P. Gustavo Pascual, IVE.
Ya en las bodas de Caná[1], por pedido de la Virgen Santa, Jesús adelantó su hora e hizo su primer milagro. A partir de entonces la Santísima Virgen sigue siempre intercediendo por nosotros ante su Hijo. Por eso los Santos Padres y los Papas la llaman “Omnipotencia Suplicante”[2] ya que es capaz de obtener de Dios todo lo que le pide en la oración. Los católicos nos dirigimos suplicantes a ella porque su oración es mejor escuchada por Jesús[3].
“No tienen vino”, palabra que María pronunció en unas bodas en Caná[4] y que motivó el comienzo de los milagros de Jesús.
Caná es epifanía. Sigue a la epifanía de los gentiles y del bautismo de Jesús. Es epifanía del poder y de la divinidad de Jesús[5].
Caná es símbolo. Símbolo de la gracia representada por el agua[6] y del amor representado por el vino.
La falta de vino hizo que María por amor a los esposos pidiera el milagro y que Jesús por amor lo realizara.
Y este vino excelente que el maestresala probó y que era mejor que el anterior[7] es el buen vino de la caridad faltante en el Antiguo Testamento[8].
Símbolo de la Eucaristía ya que Jesús en este milagro adelanta “su hora” que es la hora de su Pascua[9] y también muestra su poder sobre los elementos de la naturaleza convirtiendo el agua en vino. La Eucaristía será el sacramento de su Pascua y será un milagro permanente donde Jesús está presente bajo las apariencias de vino.
Símbolo de la dignidad del sacramento del matrimonio. Jesús y María santifican con su presencia aquellas bodas.
María fue la primera en recibir la revelación de los principales misterios de nuestra fe, en Caná es la primera en conseguir y presenciar un signo de su Hijo.
María conoce las necesidades de nuestra vida hasta las más triviales. Se dio cuenta de la necesidad de los novios y pidió el milagro.
En unas bodas el vino ayuda a la alegría. María nos trae a Jesús y con Él todo lo que necesitamos para vivir con alegría. Ella es causa de nuestra alegría. María se congratula con nuestra alegría como lo hizo con los esposos en Caná.
Y María en este detalle de tratar de subsanar la necesidad de los esposos nos da ejemplo de caridad perfecta. Ve la necesidad sin que se la digan y es porque el que ama sale al encuentro del amado para amarlo, se adelanta… María quiere remediar nuestras necesidades, hasta las más pequeñas. María ante Jesús expresa sencillamente la necesidad para que El la remedie. Caridad eficaz que pone los medios, pide a Jesús.
María también nos da ejemplo de modestia y discreción en el modo de proceder “no tienen vino”. El que ama presenta la necesidad para que el amado haga lo que le plazca. Y así es mejor… porque Dios sabe lo que nos conviene, se compadece del necesitado que pide humildemente.
María no retrocede en su empeño a pesar de las palabras “aparentemente duras” de Jesús[10]. “Que tengo yo contigo”, semitismo que según el contexto parece decir que no es el momento oportuno para obrar… “Mujer” que parece áspero comparado con Madre o María. Pero según las interpretaciones esta “Mujer” se refiere al libro del Génesis[11] y significaría la maternidad espiritual de María, nueva Eva. Aquí intercediendo por las necesidades de sus hijos. Al pie de la cruz[12] dándolos a luz.
María con confianza ilimitada dice simplemente: “haced lo que El os diga”. María conoce el poder de su Hijo y tiene fe indudable en Él, confía en su liberalidad.
María es la mediadora excelsa entre Jesús y nosotros.
“Haced lo que Él os diga”; contiene un programa de vida para llegar a la santidad.
María es modelo de fe para todos nosotros[13]. En Caná por su intercesión creció la fe de los discípulos[14].
[1] Jn 2, 1‑11
[2] Cf. Alastruey, Tratado de la Virgen Santísima, BAC Madrid 1945, 771.
[3] Buela C., El Catecismo de los jóvenes…, 51-2
[4] Cf. Jn 2, 1-12
[5] Cf. v. 11
[6] Cf. Jn 19, 34
[7] Cf. v. 10
[8] Cf. Mt 22, 37-40
[9] Cf. Jsalén. (edición 1998) a Jn 2,4.
[10] Cf. v. 4
[11] 3,15.20
[12] Cf. Jn 19, 26
[13] Cf. L.G. nº 63
[14] Cf. v. 11
Desde la casa de santa Ana
Catecismo de la Iglesia Católica Nº 153-165
La fe es una gracia
Cuando san Pedro confiesa que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios vivo, Jesús le declara que esta revelación no le ha venido «de la carne y de la sangre, sino de mi Padre que está en los cielos» (Mt 16,17; cf. Ga 1,15; Mt 11,25). La fe es un don de Dios, una virtud sobrenatural infundida por Él. «Para dar esta respuesta de la fe es necesaria la gracia de Dios, que se adelanta y nos ayuda, junto con los auxilios interiores del Espíritu Santo, que mueve el corazón, lo dirige a Dios, abre los ojos del espíritu y concede “a todos gusto en aceptar y creer la verdad”» (DV 5).
La fe es un acto humano
Sólo es posible creer por la gracia y los auxilios interiores del Espíritu Santo. Pero no es menos cierto que creer es un acto auténticamente humano. No es contrario ni a la libertad ni a la inteligencia del hombre depositar la confianza en Dios y adherirse a las verdades por Él reveladas. Ya en las relaciones humanas no es contrario a nuestra propia dignidad creer lo que otras personas nos dicen sobre ellas mismas y sobre sus intenciones, y prestar confianza a sus promesas (como, por ejemplo, cuando un hombre y una mujer se casan), para entrar así en comunión mutua. Por ello, es todavía menos contrario a nuestra dignidad «presentar por la fe la sumisión plena de nuestra inteligencia y de nuestra voluntad al Dios que revela» (Concilio Vaticano I: DS 3008) y entrar así en comunión íntima con Él.
En la fe, la inteligencia y la voluntad humanas cooperan con la gracia divina: «Creer es un acto del entendimiento que asiente a la verdad divina por imperio de la voluntad movida por Dios mediante la gracia» (Santo Tomás de Aquino, S.Th., 2-2, q. 2 a. 9; cf. Concilio Vaticano I: DS 3010).
La fe y la inteligencia
El motivo de creer no radica en el hecho de que las verdades reveladas aparezcan como verdaderas e inteligibles a la luz de nuestra razón natural. Creemos «a causa de la autoridad de Dios mismo que revela y que no puede engañarse ni engañarnos». «Sin embargo, para que el homenaje de nuestra fe fuese conforme a la razón, Dios ha querido que los auxilios interiores del Espíritu Santo vayan acompañados de las pruebas exteriores de su revelación» (ibíd., DS 3009). Los milagros de Cristo y de los santos (cf. Mc 16,20; Hch 2,4), las profecías, la propagación y la santidad de la Iglesia, su fecundidad y su estabilidad «son signos certísimos de la Revelación divina, adaptados a la inteligencia de todos», motivos de credibilidad que muestran que «el asentimiento de la fe no es en modo alguno un movimiento ciego del espíritu» (Concilio Vaticano I: DS 3008-3010).
La fe es cierta, más cierta que todo conocimiento humano, porque se funda en la Palabra misma de Dios, que no puede mentir. Ciertamente las verdades reveladas pueden parecer oscuras a la razón y a la experiencia humanas, pero «la certeza que da la luz divina es mayor que la que da la luz de la razón natural» (Santo Tomás de Aquino, S.Th., 2-2, q.171, a. 5, 3). «Diez mil dificultades no hacen una sola duda» (J. H. Newman, Apologia pro vita sua, c. 5).
«La fe trata de comprender» (San Anselmo de Canterbury, Proslogion, proemium: PL 153, 225A) es inherente a la fe que el creyente desee conocer mejor a aquel en quien ha puesto su fe, y comprender mejor lo que le ha sido revelado; un conocimiento más penetrante suscitará a su vez una fe mayor, cada vez más encendida de amor. La gracia de la fe abre «los ojos del corazón» (Ef 1,18) para una inteligencia viva de los contenidos de la Revelación, es decir, del conjunto del designio de Dios y de los misterios de la fe, de su conexión entre sí y con Cristo, centro del Misterio revelado. Ahora bien, «para que la inteligencia de la Revelación sea más profunda, el mismo Espíritu Santo perfecciona constantemente la fe por medio de sus dones» (DV 5). Así, según el adagio de san Agustín (Sermo 43,7,9: PL 38, 258), «creo para comprender y comprendo para creer mejor».
Fe y ciencia. «A pesar de que la fe esté por encima de la razón, jamás puede haber contradicción entre ellas. Puesto que el mismo Dios que revela los misterios e infunde la fe otorga al espíritu humano la luz de la razón, Dios no puede negarse a sí mismo ni lo verdadero contradecir jamás a lo verdadero» (Concilio Vaticano I: DS 3017). «Por eso, la investigación metódica en todas las disciplinas, si se procede de un modo realmente científico y según las normas morales, nunca estará realmente en oposición con la fe, porque las realidades profanas y las realidades de fe tienen su origen en el mismo Dios. Más aún, quien con espíritu humilde y ánimo constante se esfuerza por escrutar lo escondido de las cosas, aun sin saberlo, está como guiado por la mano de Dios, que, sosteniendo todas las cosas, hace que sean lo que son» (GS 36,2).
La libertad de la fe
«El hombre, al creer, debe responder voluntariamente a Dios; nadie debe ser obligado contra su voluntad a abrazar la fe. En efecto, el acto de fe es voluntario por su propia naturaleza» (DH 10; cf. CDC, can.748,2). «Ciertamente, Dios llama a los hombres a servirle en espíritu y en verdad. Por ello, quedan vinculados en conciencia, pero no coaccionados […] Esto se hizo patente, sobre todo, en Cristo Jesús» (DH 11). En efecto, Cristo invitó a la fe y a la conversión, Él no forzó jamás a nadie. «Dio testimonio de la verdad, pero no quiso imponerla por la fuerza a los que le contradecían. Pues su reino […] crece por el amor con que Cristo, exaltado en la cruz, atrae a los hombres hacia Él» (DH 11).
La necesidad de la fe
Creer en Cristo Jesús y en Aquel que lo envió para salvarnos es necesario para obtener esa salvación (cf. Mc 16,16; Jn 3,36; 6,40 e.a.). «Puesto que “sin la fe… es imposible agradar a Dios” (Hb 11,6) y llegar a participar en la condición de sus hijos, nadie es justificado sin ella, y nadie, a no ser que “haya perseverado en ella hasta el fin” (Mt 10,22; 24,13), obtendrá la vida eterna» (Concilio Vaticano I: DS 3012; cf. Concilio de Trento: DS 1532).
La perseverancia en la fe
La fe es un don gratuito que Dios hace al hombre. Este don inestimable podemos perderlo; san Pablo advierte de ello a Timoteo: «Combate el buen combate, conservando la fe y la conciencia recta; algunos, por haberla rechazado, naufragaron en la fe» (1 Tm 1,18-19). Para vivir, crecer y perseverar hasta el fin en la fe debemos alimentarla con la Palabra de Dios; debemos pedir al Señor que nos la aumente (cf. Mc 9,24; Lc 17,5; 22,32); debe «actuar por la caridad» (Ga 5,6; cf. St 2,14-26), ser sostenida por la esperanza (cf. Rm 15,13) y estar enraizada en la fe de la Iglesia.
La fe, comienzo de la vida eterna
La fe nos hace gustar de antemano el gozo y la luz de la visión beatífica, fin de nuestro caminar aquí abajo. Entonces veremos a Dios «cara a cara» (1 Co 13,12), «tal cual es» (1 Jn 3,2). La fe es, pues, ya el comienzo de la vida eterna:
«Mientras que ahora contemplamos las bendiciones de la fe como reflejadas en un espejo, es como si poseyésemos ya las cosas maravillosas de que nuestra fe nos asegura que gozaremos un día» ( San Basilio Magno, Liber de Spiritu Sancto 15,36: PG 32, 132; cf. Santo Tomás de Aquino, S.Th., 2-2, q.4, a.1, c).
Ahora, sin embargo, «caminamos en la fe y no […] en la visión» (2 Co 5,7), y conocemos a Dios «como en un espejo, de una manera confusa […], imperfecta” (1 Co 13,12). Luminosa por aquel en quien cree, la fe es vivida con frecuencia en la oscuridad. La fe puede ser puesta a prueba. El mundo en que vivimos parece con frecuencia muy lejos de lo que la fe nos asegura; las experiencias del mal y del sufrimiento, de las injusticias y de la muerte parecen contradecir la buena nueva, pueden estremecer la fe y llegar a ser para ella una tentación.
Entonces es cuando debemos volvernos hacia los testigos de la fe: Abraham, que creyó, «esperando contra toda esperanza» (Rm 4,18); la Virgen María que, en «la peregrinación de la fe» (LG 58), llegó hasta la «noche de la fe» (Juan Pablo II, Redemptoris Mater, 17) participando en el sufrimiento de su Hijo y en la noche de su sepulcro; y tantos otros testigos de la fe: «También nosotros, teniendo en torno nuestro tan gran nube de testigos, sacudamos todo lastre y el pecado que nos asedia, y corramos con fortaleza la prueba que se nos propone, fijos los ojos en Jesús, el que inicia y consuma la fe» (Hb 12,1-2).
Catecismo de la Iglesia Católica Nº 153-165
San Juan Pablo II
1. “¿Buscáis a Jesús el crucificado?” (Mt 28, 5).
Es la pregunta que oirán las mujeres cuando, “al alborear el primer día de la semana” (ib., 28, 1), lleguen al sepulcro.
¡Crucificado!
Antes del sábado fue condenado a muerte y expiró en la cruz clamando: “Padre, en tus manos entrego mi espíritu” (Lc 23, 46).
Colocaron, pues, a Jesús en un sepulcro, en el que nadie había sido enterrado todavía, en un sepulcro prestado por un amigo, y se alejaron. Se alejaron todos, con prisa, para cumplir la norma de la ley religiosa. Efectivamente, debían comenzar la fiesta, la Pascua de los judíos, el recuerdo del éxodo de la esclavitud de Egipto: la noche antes del sábado.
Luego, pasó el sábado pascual y comenzó la segunda noche.
2. Y he aquí que hemos venido todos a este templo, igual que tantos hermanos y hermanas nuestros en la fe, a los diversos templos en todo el globo terrestre, para que descienda a nuestras almas y a nuestros corazones la noche santa: la noche después del sábado.
Os encontráis. aquí, hijos e hijas de la Iglesia que está en Roma, hijos e hijas de la Iglesia extendida por los diversos países y continentes, huéspedes y peregrinos. Juntos hemos vivido el Viernes Santo: el vía crucis entre los restos del Coliseo —y la adoración de la cruz hasta el momento en que una gran piedra fue puesta a la puerta del sepulcro— y en ella fue colocado un sello.
¿Por qué habéis venido ahora?
¿Buscáis a Jesús el crucificado?
Sí. Buscamos a Jesús crucificado. Lo buscamos esta noche después del sábado, que precedió a la llegada de las mujeres al sepulcro, cuando ellas con gran estupor vieron y oyeron: “No está aquí…” (Mt 28, 6).
Hemos venido, pues, aquí, pronto, ya entrada la noche, para velar junto a su tumba. Para celebrar la Vigilia pascual.
Y proclamamos nuestra alabanza a esta noche maravillosa, pronunciando con los labios del diácono el “Exsultet” de la Vigilia. Y escuchamos las lecturas sagradas que comparan a esta noche única con el día de la Creación, y sobre todo, con la noche del éxodo, durante la cual, la sangre del cordero salvó a los hijos primogénitos de Israel de la muerte y los hizo salir de la esclavitud de Egipto. Y, luego, en el momento en que se renovaba la amenaza, el Señor los condujo por medio del mar a pie enjuto.
Velamos, pues, en esta noche única junto a la tumba sellada de Jesús de Nazaret, conscientes de que todo lo que ha sido anunciado por la Palabra de Dios en el curso de las generaciones se cumplirá esta noche, y que la obra de la redención del hombre llegará esta noche a su cénit.
Velamos, pues, y, aun cuando la noche es profunda y el sepulcro está sellado, confesamos que ya se ha encendido en ella la luz y avanza a través de las tinieblas de la noche y de la oscuridad de la muerte. Es la luz de Cristo: Lumen Christi.
3. Hemos venido para sumergirnos en su muerte; tanto nosotros que, hace tiempo, hemos recibido ya el bautismo, que sumerge en Cristo, como también los que recibirán el bautismo esta noche.
Son nuestros nuevos hermanos y hermanas en la fe; hasta ahora eran catecúmenos, y esta noche podemos saludarlos en la comunidad de la Iglesia de Cristo, que es: una, santa, católica y apostólica. Son nuestros nuevos hermanos y hermanas en la fe y en la comunidad de la Iglesia, y provienen de diversos países y continentes: Corea, Japón, Italia, Nigeria, Holanda, Ruanda, Senegal y Togo.
Los saludamos cordialmente y proclamamos con alegría el “Exsultet” en honor de la Iglesia, nuestra Madre, que los ve reunidos aquí en la plena luz de Cristo: Lumen Christi.
Y juntamente con ellos proclamamos la alabanza del agua bautismal, a la cual, por obra de la muerte de Cristo, descendió la potencia del Espíritu Santo: la potencia de la vida nueva que salta hasta la eternidad, hasta la vida eterna (cf. Jn 4, 14).
4. Así, todavía antes de que despunte el alba y las mujeres lleguen a la tumba de Jerusalén, hemos venido aquí para buscar a Jesús crucificado, porque:
“Nuestro hombre viejo ha sido crucificado con El, para que… no seamos más esclavos del pecado…” (Rom 6, 6), porque nosotros nos consideramos “muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús” (ib., 6, 11); efectivamente: “Porque su morir fue un morir al pecado de una vez para siempre; y su vivir es un vivir para Dios” (ib., 6, 10);
porque: “Por el bautismo fuimos sepultados con El en la muerte, para que, así como Cristo fue despertado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva” (ib., 6, 4);
porque: “Si nuestra existencia está unida a El en una muerte como la suya, lo estará también en una resurrección como la suya” (ib., 6, 5);
porque creemos que “si hemos muerto con Cristo…, también viviremos con El” (ib., 6, 8);
y porque creemos que “Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más; la muerte ya no tiene dominio sobre El” (ib., 6, 9).
5. Precisamente por esto estamos aquí.
Por esto velamos junto a su tumba.
Vela la Iglesia. Y vela el mundo.
La hora de la victoria de Cristo sobre la muerte es la hora más grande de su historia.
Sábado Santo, 18 de abril de 1981
“María dio a luz a la persona de Jesús, que es divina, según su naturaleza humana. María dio a luz a Dios. María es Madre de Dios.”
P. Gustavo Pascual, IVE.
“Pero al llegar la plenitud de los tiempos envió Dios a su Hijo, nacido de mujer nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la condición de hijos”.
Algunos, en vez de traducir “al llegar la plenitud de los tiempos”, traducen “cuando se cumplió el tiempo”. Pero, parece mejor la primera traducción. ¿Qué plenitud de los tiempos? ¿Qué tiempo? El tiempo mesiánico o escatológico que da cumplimiento a una larga espera de siglos, como algo que colma finalmente una medida[2].
La carta a los Hebreos dice que en estos últimos tiempos nos ha hablado el Hijo por el que Dios hizo los mundos[3]. Este Hijo es el nacido de mujer del que habla Gálatas.
Es el cumplimiento de las profecías del Antiguo Testamento sobre la venida del Mesías. Cumplimiento de las setenta semanas de Daniel[4] y de la concepción y el parto de la virgen de Isaías[5].
Parece mejor la traducción “plenitud de los tiempos” que “el tiempo”, pues, tiempo en este caso habría que subrayarlo y ponerlo con mayúsculas ya que se trata de la cumbre, el pico de ola, la plenitud propiamente del tiempo, el momento más elevado de la historia. Es un Instante, junto con el de la creación y con el del fin del mundo. Instante porque se une el cielo y la tierra. Lo divino y lo humano.
La creación y el fin del mundo, podríamos decir, tienen más de Instante, en cuanto a lo que nosotros conocemos por instante, el lapso infinitesimal de tiempo, la medida cronológica mínima, ya que abarcan un punto en la línea de la historia. Aunque pudiera ser que el hágase de la creación durara un tiempo y el fin del mundo también. En cambio, la plenitud de los tiempos aunque la Escritura lo puntualiza en el Nacimiento de Jesús, podría puntualizarse antes, en la Encarnación. También podríamos extenderlo desde la Encarnación hasta la Ascensión del Señor. Todo el tiempo en que Dios habitó entre los hombres, en que el Emanuel vivió entre nosotros.
Es la plenitud de los tiempos porque la historia mira a este punto, a este período, porque todo el tiempo mira a este tiempo. La consumación de la Encarnación y el Nacimiento se dan en la Pascua porque Jesús viene a salvar a los hombres y así el pasaje que estamos comentando dice “para (fin) rescatar a los que estaban bajo la ley para que llegáramos a ser hijos (ya no esclavos)”. El tiempo anterior a Cristo mira a Cristo y el posterior mira a Cristo. En su estancia entre los hombres se dio la plenitud del tiempo.
Pero Cristo no vino en el tiempo como un meteoro que cae del cielo. Primero fue concebido como cada uno de nosotros en el seno de una mujer y por su consentimiento explícito, al menos así sucede cuando la mujer ama la vida que quiere comunicar, por el sí de María fue concebido Jesús en su seno por obra del Espíritu Santo. Así lo dice Mateo[6] haciéndose eco de la voz lejana de Isaías[7] y después de nueve meses lo dio a luz en Belén como lo dice San Pablo en el pasaje de Gálatas y especialmente Mateo[8] que narra explícitamente las circunstancias y el lugar donde lo dio a luz.
Mateo encuadra el nacimiento en una orden de autoridad civil, es decir, Jesús nace bajo la ley civil romana y en Belén por causa de un censo. San Pablo dice que nace bajo la ley pero la ley religiosa y viene para rescatarnos de la ley que nos tenía esclavizados y darnos la gracia de ser hijos de Dios por el Espíritu.
La mujer de Gálatas es la Madre de Dios. Es María, la que dio a luz a Jesús en Belén. El nacido de la mujer es el Hijo de Dios[9], el “Hijo del Altísimo”[10].
En Jesús hay un doble nacimiento. Uno eterno, en el seno del Padre. El Padre engendró al Hijo desde toda la eternidad y el Hijo engendrado es en todo igual al Padre. Jesús, tiene un nacimiento temporal y este es propiamente nacimiento, como el nuestro, de mujer, aunque de madre virgen, según la naturaleza humana.
María dio a luz a Jesús según su naturaleza humana pero no se da a luz una naturaleza sola sin la persona en la que subsiste. María dio a luz a la persona de Jesús, que es divina, según su naturaleza humana. María dio a luz a Dios. María es Madre de Dios. Así lo definió el Concilio de Éfeso en el año 431.
Dios en la plenitud de los tiempos elige una mujer para ser la depositaria de las promesas mesiánicas, la hace protagonista de la obra más grande que se realizará en la historia humana. Dios elige una mujer para elevarla a la dignidad más alta que puede alcanzar una persona dentro de nuestro linaje y le elige un oficio, el más apropiado, para elevarla.
Dios elige a María y la elije para ser su madre. María es madre de Dios. La mujer ha sido elevada sobre el linaje humano y sobre las potestades angélicas.
Con razón San Pablo dirá que la mujer se santifica por su maternidad, pues, Dios mismo ha elegido una mujer para ser su madre.
El Hijo de Dios no quiso aparecer entre los hombres de forma extraordinaria sino que nació como todos nosotros de una madre.
La maternidad divina de María marca un sendero de santidad para la mujer y nos invita a todos a acogernos a esta madre, que también es madre nuestra, y a alabarla por tan excelsa dignidad. A alabarla y a imitarla porque ella es la plenitud de gracia y de virtudes, modelo sublime de la raza humana.
Del dogma de la maternidad divina brotan los demás dogmas marianos. Es el primer principio de la teología mariana. Es la fuente de múltiples manantiales. La virginidad perpetua, la Asunción, la Inmaculada Concepción, la Maternidad sobre los hombres, su reinado universal, no serían sin la maternidad divina.
De la misma manera, aunque en otro plano, la principal y primera ocupación de la mujer es su maternidad y las demás ocupaciones son secundarias. No tendrá sentido que la mujer sea buena profesional si es mala madre. A Dios no le importa tanto lo que sea la mujer en cuanto a su profesión cuanto que cumpla su principal profesión de ser madre. Y si es buena madre y puede ejercer otra profesión será buena en lo demás.
Dios da a cada uno las gracias para la misión a la cual lo llama. A María la colmó de todas las gracias necesarias para la misión a la cual la llamaba, ser su madre. María respondió sí al Señor en un completo abandono porque sabía la magnitud trascendente de la obra que el Señor le encomendaba.
La vocación a la maternidad es una vocación sublime. María fue madre de Dios y la mujer es madre de un hombre. Pero ambas son maternidades. La maternidad tiene por función prolongar la especie humana continuando la obra de Dios de la creación porque a la mujer junto con el hombre se le dijo “creced y multiplicaos y llenad la tierra”. En esta tarea la mujer lleva la parte principal. Ella concibe, gesta y da a luz al nuevo hombre. Ella lo protege en su seno materno durante nueve meses para que vea la luz del sol.
Y también María hizo esto con Jesús… Lo concibió en Nazaret y lo cuidó por nueve meses hasta darlo a luz en Belén. María dio a luz a su Hijo y lo envolvió en pañales. Dio a luz al Verbo Encarnado, al Emmanuel que es Dios con nosotros. María es la Madre de Dios.
Nosotros, los cristianos, nos gloriamos de tener a Dios por Padre, a Jesús por hermano y a María, que es mujer de nuestra raza, por madre. Nos gloriamos de tenerla por madre porque es también la Madre de Dios. Y también al verla valoramos a nuestras madres que nos han dado a luz y nos han cuidado imitando a este perfecto modelo de madre.
Madre de Dios y madre nuestra María te pedimos por la vida. Para que la mujer quiera ser madre como tú y para que como tú cuide a su hijo hasta darlo a luz. Te agradecemos por el amor que nos han tenido nuestras madres y te pedimos por ellas.
[1] Ga 4, 4-7
[2] Cf. Mc 1, 15; Hch 1, 7 ss.; Ef 1, 9-10
[3] Hb 1, 2
[4] 9, 24 ss.
[5] 7, 14
[6] 1, 23
[7] 7, 14
[8] 2, 6-7
[9] Cf. Ga 4, 4; Lc 1, 35
[10] Lc 1, 32
El orden de la celda es reflejo del orden del alma, del orden interior.
P. Gabriel Prado, IVE.
Hablar de la celda significa hablar de un aspecto esencial de la vida monástica, y esto es la soledad. La celda será el espacio físico y espiritual que resguarde este elemento.
Dice Colombás: “La soledad constituye la ascesis particular, el sacramento propio del monacato. San Ammonas la considera como el origen de todas las virtudes cuando enumera ‘en primer lugar, la soledad; la soledad engendra la ascesis y las lágrimas; las lágrimas el temor, etc’.
Si monje es sinónimo de solitario, lógicamente la soledad constituye el medio ambiente vital de quienes son designados por este nombre.
Se cuenta que a San Arsenio, que pidió en oración luz para ver el camino de salvación, el Señor le respondió: “Arsenio, huye de los hombres y te salvarás”; en Egipto, ya ermitaño volvió a pedir luz al Señor y éste le volvió a decir: “Arsenio, huye, calla y permanece tranquilo: tales son las raíces de la impecabilidad”[1].
La misión de la celda en los monasterios cenobíticos será la de custodiar la soledad que proporcionaban la ermita y el desierto a los ermitaños.
Es el espacio más privado y personal de que dispone el monje, su lugar de intimidad, allí donde más se identifica con el significado de su nombre (el solo). La celda es el verdadero lugar de retiro del monje. La celda monacal es un claustro dentro del claustro[2].
El orden de la celda es reflejo del orden del alma, del orden interior. El orden de la celda no solo refleja el orden de la voluntad a Dios, y de las potencias inferiores a la voluntad, sino el orden inspirado por la razón, a la cual se somete la voluntad.
En efecto, el orden de la celda responde a un orden dictado por la razón. El orden de la celda debería ser el orden que Dios quiere para esa celda. Dios quiere una celda libre de bienes superfluos, apta para ayudar a la santificación del religioso, apta para el desarrollo del apostolado intelectual, apta para que el religioso eleve su alma a Dios, pobre a imitación de la casa de Nazareth, cerrada para que el religioso se ocupe de Dios libre de las acechanzas del mundo, ornada con la Cruz –en el centro de todo- y sagradas imágenes que lo ayuden a convertir sus labores en plegaria, estrecha para recordar que es estrecho el camino al Paraíso, iluminada para ayudar a la iluminación de la mente, provista de libros ordenados y necesarios. De esta manera, la celda del religioso será una pequeña Cristiandad, una Fortaleza de Dios, un anticipo de la gloriosa morada que Cristo nos prepara en el Cielo.
Pero no solo el orden de la celda refleja el orden del alma, sino que también el orden y la disposición de la celda ayudan a ordenar siempre mejor el alma. En efecto, el orden de la celda ayuda a aprovechar mejor el tiempo, a cumplir mejor el horario, a tener más presente a Dios, a vacar más en Dios y olvidar más el mundo. Quien tiene la celda desordenada, se verás más estimulado a salir a divagar, más quien tiene una celda ordenada, hallará fuerte estímulo a ocuparse del estudio de las cosas de Dios y del apostolado intelectual.
El orden de la celda es un medio de apostolado. La celda ordenada, perfectamente ordenada, es un apostolado… Frente al desorden del mundo, urge la necesidad de oponer el orden, empezando por el orden –interno y externo- del mismo misionero. La celda, ademàs de arena de lucha interior y palestra del combate ascético, es en efecto, es el primer puesto de Misión.
Por eso, queda edificado quien entra a una celda ordenada, queda edificado y se ve estimulado a más ordenar su vida y sus cosas.
El Gobierno de Dios ordena el mundo y busca someterlo totalmente a Cristo Rey. El orden de la celda participa, entonces, del Gobierno Divino sobre el mundo. El religioso al ordenar su celda, coopera con el divino designio de ordenar el mundo y someterlo a Cristo Rey.
Finalmente, el religioso ordenando su celda, y mantieniendola ordenada, no solo lucra méritos y salva almas –si lo ofrece-, sino que rinde culto a Dios ya que todos los actos del religioso son actos de religión. En suma, el religioso ordenando su celda, alaba a Dios… El orden de la celda es alabanza divina.
[1] Apotegmas de San Arsenio, citado por Colombás en Monacato primitivo p. 555-ss.
[2] Cfr. MIGUEL MARTÍNEZ ANTÓN, Conocer el monacato de nuestro tiempo, Ed. Monte Casino.
Testigo de la grandeza y dignidad de María…
P. Gustavo Pascual, IVE.
Nazaret era una insignificante aldea de la provincia de Galilea a 140 Km. de Jerusalén. En Nazaret hay cosa buena, vaya que si lo hay. En ella vivió la Madre de Dios y el Hijo de Dios hecho hombre, Jesús. Fue la aldea de la Sagrada Familia.
Nazaret fue testigo de la grandeza y dignidad de María, una de sus hijas. Testigo también de la Encarnación del Verbo, de su infancia y juventud, de su predicación.
El ángel fue enviado de parte de Dios a Nazaret[1] para llamar a una de sus vírgenes, a María desposada con José[2].
La grandeza de María
El ángel la llama “llena de gracia”[3]. Este saludo lo usa el ángel como si fuera el nombre propio de María. Palabras que son el fundamento del dogma de la Inmaculada Concepción. María es un alma adornada de gracia y santidad.
“El Señor está contigo”[4]. Gabriel expresa la grandeza de María pero a su vez su humildad. Certifica que lo que tiene María es donado por Dios. Dios le ha comunicado con abundancia sus dones y bienes. Es la más grande entre todos los santos.
María se turba ante el anuncio pero su turbación no procede de desconfianza sino de respeto ante la divinidad. Pero no se turba de tal manera que no pueda discurrir “se preguntaba”[5].
El ángel le anuncia que va a concebir y dar a luz un hijo[6] y ella pide que le aclare pues no conoce varón. El sentido de las palabras “no conozco varón”[7] se refiere al futuro, no conozco ni voy a conocer. La Virgen desde pequeña, según la tradición, se habría consagrado en virginidad a Dios.
Pero ¿por qué se desposa? Para seguir las costumbres de su pueblo. San José habría aceptado secundarla en su promesa y ella se habría desposado con él.
El ángel le aclara que su concepción va a ser por obra del Espíritu Santo[8]. El Espíritu Santo que permanece infecundo en el seno de la Trinidad se hace fecundo en el seno de María.
Dios en su infinita Sabiduría pide a una mujer que represente a la humanidad con su aceptación libre y así como por una mujer entró el pecado por una mujer Dios haría la redención e iniciaría la nueva humanidad.
“He aquí la esclava del Señor”[9]. Ni cooperadora, ni ministro sino esclava. “y el Verbo se hizo carne”[10]. Como lo hace notar San Mateo[11] se cumple la profecía de Isaías[12] “Dios con nosotros”.
María que no ambicionaba ser la madre del Mesías fue enaltecida[13] y elegida con este don tan sublime.
Ya se cumplen las profecías del Antiguo Testamento:
La promesa hecha a Abraham “en tu posteridad serán bendecidas todas las naciones”[14]. A David “del fruto de tus entrañas pondré sobre tu trono”[15]. La profecía de Isaías 7, 14 y también la de Isaías 11, 1: “brotará una vara del tronco de Jesé y retoñará de sus raíces un vástago”. Esa vara es María y el retoño Jesús.
María es ejemplo de virtudes. Nos hace conocer su maravillosa humildad, su extraordinaria prudencia, su fe filial y su sumisión absoluta a la voluntad de Dios.
María es bendita entre las mujeres[16]. Es la esperada de las naciones, la que aplastó, por su descendencia, la cabeza de la serpiente[17], el lucero de la mañana, la segunda Eva, la nueva Ester por su intercesión, la nueva Judith por su glorioso triunfo.
La dignidad de María
María fue llamada a una altísima dignidad, la de ser Madre de Dios. Concibió por obra del Espíritu Santo[18], es bienaventurada por todas las generaciones[19].
Y María reconoce la dignidad a la que ha sido llamada y por eso alaba a Dios y reconoce su Divina Providencia.
+ María alaba a Dios por la vocación que le ha dado[20]
Comienza engrandeciendo a Dios. Lo alaba, le engrandece, lo celebra, lo bendice.
Se alegra, se goza en Dios su salvador.
El Dios Salvador es el Dios que ella lleva en su seno y que se llamará Jesús. Ella se goza en su Hijo.
María atribuye esta obra a la pura bondad de Dios que miró su humildad. Fue pura elección de Dios.
La humildad de María se ve en el desconocimiento social, era una nazaretana más. Pero por la mirada divina “desde ahora” la van a llamar bienaventurada por todas las generaciones. Estas palabras son proféticas.
La causa de llamarla bienaventurada es porque Dios hizo grandes cosas en ella. La maternidad mesiánica y divina.
Lo hizo el “Poderoso”, haciendo referencia a la omnipotencia de Dios. “Su nombre es santo”, su Persona es santa.
Todo su poder es ejercido por su misericordia y la mayor obra de su misericordia es la redención. Y esta obra de la redención es sobre los que temen a Dios con un temor reverencial.
+ Reconocimiento de la Providencia Divina[21]
Dios utiliza su poder para dispersar a los que “se engríen con los pensamientos de su corazón”. Enemigos son los “sabios” que se guían por la sabiduría del mundo. Les falta la sabiduría que viene de Dios[22].
Frente a esta sabiduría, Dios realiza sus obras con la suya.
[1] Cf. Lc 1, 26
[2] v. 27
[3] v. 28
[4] Idem
[5] v. 29
[6] Cf. v. 30-33
[7] v. 34
[8] Cf. v. 35
[9] v. 38
[10] Jn 1, 14
[11] 1, 22-23
[12] 7, 14
[13] Cf. Pr 15, 33
[14] Gn 22, 18
[15] Sal 131, 11
[16] Cf. Lc 1, 42
[17] Cf. Gn 3, 15
[18] Cf. Lc 1, 35
[19] Cf. Lc 1, 48
[20] Cf. Lc 1, 46b-50
[21] Cf. Lc 1, 51-53
[22] Cf. Pr 2, 1-9