El combate de la oración 2ªparte

EL COMBATE DE LA ORACIÓN

2ª parte

Catecismo de la Iglesia católica nº2734-2745

III. La confianza filial

La confianza filial se prueba en la tribulación, ella misma se prueba (cf. Rm 5, 3-5). La principal dificultad se refiere a la oración de petición, al suplicar por uno mismo o por otros. Hay quien deja de orar porque piensa que su oración no es escuchada. A este respecto se plantean dos cuestiones: Por qué la oración de petición no ha sido escuchada; y cómo la oración es escuchada o “eficaz”.

Queja por la oración no escuchada

He aquí una observación llamativa: cuando alabamos a Dios o le damos gracias por sus beneficios en general, no estamos preocupados por saber si esta oración le es agradable. Por el contrario, cuando pedimos, exigimos ver el resultado. ¿Cuál es entonces la imagen de Dios presente en este modo de orar: Dios como medio o Dios como el Padre de Nuestro Señor Jesucristo?

¿Estamos convencidos de que “nosotros no sabemos pedir como conviene” (Rm 8, 26)? ¿Pedimos a Dios los “bienes convenientes”? Nuestro Padre sabe bien lo que nos hace falta antes de que nosotros se lo pidamos (cf. Mt 6, 8), pero espera nuestra petición porque la dignidad de sus hijos está en su libertad. Por tanto es necesario orar con su Espíritu de libertad, para poder conocer en verdad su deseo (cf Rm 8, 27).

“No tenéis porque no pedís. Pedís y no recibís porque pedís mal, con la intención de malgastarlo en vuestras pasiones” (St 4, 2-3; cf. todo el contexto de St 4, 1-10; 1, 5-8; 5, 16). Si pedimos con un corazón dividido, “adúltero” (St 4, 4), Dios no puede escucharnos porque Él quiere nuestro bien, nuestra vida. “¿Pensáis que la Escritura dice en vano: Tiene deseos ardientes el espíritu que él ha hecho habitar en nosotros” (St 4,5)? Nuestro Dios está “celoso” de nosotros, lo que es señal de la verdad de su amor. Entremos en el deseo de su Espíritu y seremos escuchados:

«No pretendas conseguir inmediatamente lo que pides, como si lograrlo dependiera de ti, pues Él quiere concederte sus dones cunado perseveras en la oración» (Evagrio Pontico, De oratione, 34).

Él quiere «que nuestro deseo sea probado en la oración. Así nos dispone para recibir lo que él está dispuesto a darnos» (San Agustín, Epistula 130, 8, 17).

Para que nuestra oración sea eficaz

La revelación de la oración en la Economía de la salvación enseña que la fe se apoya en la acción de Dios en la historia. La confianza filial es suscitada por medio de su acción por excelencia: la Pasión y la Resurrección de su Hijo. La oración cristiana es cooperación con su Providencia y su designio de amor hacia los hombres.

En san Pablo, esta confianza es audaz (cf Rm 10, 12-13), basada en la oración del Espíritu en nosotros y en el amor fiel del Padre que nos ha dado a su Hijo único (cf Rm 8, 26-39). La transformación del corazón que ora es la primera respuesta a nuestra petición.

La oración de Jesús hace de la oración cristiana una petición eficaz. Él es su modelo. Él ora en nosotros y con nosotros. Puesto que el corazón del Hijo no busca más que lo que agrada al Padre, ¿cómo el de los hijos de adopción se apegaría más a los dones que al Dador?.

Jesús ora también por nosotros, en nuestro lugar y en favor nuestro. Todas nuestras peticiones han sido recogidas una vez por todas en sus palabras en la Cruz; y escuchadas por su Padre en la Resurrección: por eso no deja de interceder por nosotros ante el Padre (cf Hb 5, 7; 7, 25; 9, 24). Si nuestra oración está resueltamente unida a la de Jesús, en la confianza y la audacia filial, obtenemos todo lo que pidamos en su Nombre, y aún más de lo que pedimos: recibimos al Espíritu Santo, que contiene todos los dones.

  1. Perseverar en el amor

“Orad constantemente” (1 Ts 5, 17), “dando gracias continuamente y por todo a Dios Padre, en nombre de Nuestro Señor Jesucristo” (Ef 5, 20), “siempre en oración y suplica, orando en toda ocasión en el Espíritu, velando juntos con perseverancia e intercediendo por todos los santos” (Ef6, 18).“No nos ha sido prescrito trabajar, vigilar y ayunar constantemente; pero sí tenemos una ley que nos manda orar sin cesar” (Evagrio Pontico, Capita practica ad Anatolium, 49). Este ardor incansable no puede venir más que del amor. Contra nuestra inercia y nuestra pereza, el combate de la oración es el del amor humilde, confiado y perseverante. Este amor abre nuestros corazones a tres evidencias de fe, luminosas y vivificantes:

Orar es siempre posible: El tiempo del cristiano es el de Cristo resucitado que está con nosotros “todos los días” (Mt 28, 20), cualesquiera que sean las tempestades (cf Lc 8, 24). Nuestro tiempo está en las manos de Dios:

«Conviene que el hombre ore atentamente, bien estando en la plaza o mientras da un paseo: igualmente el que está sentado ante su mesa de trabajo o el que dedica su tiempo a otras labores, que levante su alma a Dios: conviene también que el siervo alborotador o que anda yendo de un lado para otro, o el que se encuentra sirviendo en la cocina […], intenten elevar la súplica desde lo más hondo de su corazón» (San Juan Crisóstomo, De Anna, sermón 4, 6).

Orar es una necesidad vital: si no nos dejamos llevar por el Espíritu caemos en la esclavitud del pecado (cf Ga 5, 16-25). ¿Cómo puede el Espíritu Santo ser “vida nuestra”, si nuestro corazón está lejos de él?

«Nada vale como la oración: hace posible lo que es imposible, fácil lo que es difícil […]. Es imposible […] que el hombre […] que ora […] pueda pecar» (San Juan Crisóstomo, De Anna, sermón 4, 5).

«Quien ora se salva ciertamente, quien no ora se condena ciertamente» (San Alfonso María de Ligorio, Del gran mezzo della preghiera, pars 1, c. 1)).

Oración y vida cristiana son inseparables porque se trata del mismo amor y de la misma renuncia que procede del amor. La misma conformidad filial y amorosa al designio de amor del Padre. La misma unión transformante en el Espíritu Santo que nos conforma cada vez más con Cristo Jesús. El mismo amor a todos los hombres, ese amor con el cual Jesús nos ha amado. “Todo lo que pidáis al Padre en mi Nombre os lo concederá. Lo que os mando es que os améis los unos a los otros” (Jn 15, 16-17).

«Ora continuamente el que une la oración a las obras y las obras a la oración. Sólo así podemos cumplir el mandato: “Orad constantemente”» (Orígenes, De oratione, 12,

El combate de la oración (1ª parte)

EL COMBATE DE LA ORACIÓN

1ª parte

Catecismo de la Iglesia católica nº2725-2733

La oración es un don de la gracia y una respuesta decidida por nuestra parte. Supone siempre un esfuerzo. Los grandes orantes de la Antigua Alianza antes de Cristo, así como la Madre de Dios y los santos con Él nos enseñan que la oración es un combate. ¿Contra quién? Contra nosotros mismos y contra las astucias del Tentador que hace todo lo posible por separar al hombre de la oración, de la unión con su Dios. Se ora como se vive, porque se vive como se ora. El que no quiere actuar habitualmente según el Espíritu de Cristo, tampoco podrá orar habitualmente en su Nombre. El “combate espiritual” de la vida nueva del cristiano es inseparable del combate de la oración.

I. Obstáculos para la oración

En el combate de la oración, tenemos que hacer frente en nosotros mismos y en torno a nosotros a conceptos erróneos sobre la oración. Unos ven en ella una simple operación psicológica, otros un esfuerzo de concentración para llegar a un vacío mental. Otros la reducen a actitudes y palabras rituales. En el inconsciente de muchos cristianos, orar es una ocupación incompatible con todo lo que tienen que hacer: no tienen tiempo. Hay quienes buscan a Dios por medio de la oración, pero se desalientan pronto porque ignoran que la oración viene también del Espíritu Santo y no solamente de ellos.

También tenemos que hacer frente a mentalidades de “este mundo” que nos invaden si no estamos vigilantes. Por ejemplo: lo verdadero sería sólo aquello que se puede verificar por la razón y la ciencia (ahora bien, orar es un misterio que desborda nuestra conciencia y nuestro inconsciente); es valioso aquello que produce y da rendimiento (luego, la oración es inútil, pues es improductiva); el sensualismo y el confort adoptados como criterios de verdad, de bien y de belleza (y he aquí que la oración es “amor de la Belleza absoluta” [philocalía], y sólo se deja cautivar por la gloria del Dios vivo y verdadero); y por reacción contra el activismo, se da otra mentalidad según la cual la oración es vista como posibilidad de huir de este mundo (pero la oración cristiana no puede escaparse de la historia ni divorciarse de la vida).

Por último, en este combate hay que hacer frente a lo que es sentido como fracasos en la oración: desaliento ante la sequedad, tristeza de no entregarnos totalmente al Señor, porque tenemos “muchos bienes” (cf Mc 10, 22), decepción por no ser escuchados según nuestra propia voluntad; herida de nuestro orgullo que se endurece en nuestra indignidad de pecadores, difícil aceptación de la gratuidad de la oración, etc. La conclusión es siempre la misma: ¿Para qué orar? Es necesario luchar con humildad, confianza y perseverancia, si se quieren vencer estos obstáculos.

II. La humilde vigilancia de la oración

Frente a las dificultades de la oración

La dificultad habitual de la oración es la distracción. En la oración vocal, la distracción puede referirse a las palabras y al sentido de estas. La distracción, de un modo más profundo, puede referirse a Aquél al que oramos, tanto en la oración vocal (litúrgica o personal), como en la meditación y en la oración contemplativa. Dedicarse a perseguir las distracciones es caer en sus redes; basta con volver a nuestro corazón: la distracción descubre al que ora aquello a lo que su corazón está apegado. Esta humilde toma de conciencia debe empujar al orante a ofrecerse al Señor para ser purificado. El combate se decide cuando se elige a quién se desea servir (cf Mt 6,21.24).

Mirado positivamente, el combate contra el ánimo posesivo y dominador es la vigilancia, la sobriedad del corazón. Cuando Jesús insiste en la vigilancia, es siempre en relación a Él, a su Venida, al último día y al “hoy”. El esposo viene en mitad de la noche; la luz que no debe apagarse es la de la fe: “Dice de ti mi corazón: busca su rostro” (Sal 27, 8).

Otra dificultad, especialmente para los que quieren sinceramente orar, es la sequedad. Forma parte de la oración en la que el corazón está desprendido, sin gusto por los pensamientos, recuerdos y sentimientos, incluso espirituales. Es el momento en que la fe es más pura, la fe que se mantiene firme junto a Jesús en su agonía y en el sepulcro. “El grano de trigo, si […] muere, da mucho fruto” (Jn 12, 24). Si la sequedad se debe a falta de raíz, porque la Palabra ha caído sobre roca, no hay éxito en el combate sin una mayor conversión (cf Lc 8, 6. 13).

Frente a las tentaciones en la oración

La tentación más frecuente, la más oculta, es nuestra falta de fe. Esta se expresa menos en una incredulidad declarada que en unas preferencias de hecho. Cuando se empieza a orar, se presentan como prioritarios mil trabajos y cuidados que se consideran más urgentes; una vez más, es el momento de la verdad del corazón y de su más profundo deseo. Mientras tanto, nos volvemos al Señor como nuestro único recurso; pero ¿alguien se lo cree verdaderamente? Consideramos a Dios como asociado a la alianza con nosotros, pero nuestro corazón continúa en la arrogancia. En cualquier caso, la falta de fe revela que no se ha alcanzado todavía la disposición propia de un corazón humilde: «Sin mí, no podéis hacer nada» (Jn 15, 5).

Otra tentación a la que abre la puerta la presunción es la acedia. Los Padres espirituales entienden por ella una forma de aspereza o de desabrimiento debidos a la pereza, al relajamiento de la ascesis, al descuido de la vigilancia, a la negligencia del corazón. “El espíritu […] está pronto pero la carne es débil” (Mt 26, 41). Cuanto más alto es el punto desde el que alguien toma decisiones, tanto mayor es la dificultad. El desaliento, doloroso, es el reverso de la presunción. Quien es humilde no se extraña de su miseria; ésta le lleva a una mayor confianza, a mantenerse firme en la constancia.

Instrumentos en las manos de Dios

INSTRUMENTOS

EN LAS MANOS DE DIOS

Extracto de “Medios divinos y medios humanos”.

San Alberto Hurtado

“Está muy bien no hacer el mal, pero está muy mal no hacer el bien” San Alberto Hurtado

Para ser santo no se requiere pues sólo el ser instrumento de Dios, sino el ser instrumento dócil: el querer hacer la voluntad de Dios. La actividad humana se hace santa mientras está unida al querer divino. Lo único que impediría nuestra santificación en el obrar es la independencia del querer divino. Este sería el camino de la esterilidad, como el de la dependencia será el de santificación.

Supuesta la voluntad de Dios, todas las criaturas son igualmente aptas para llevarnos al mismo Dios: riqueza o pobreza, salud o enfermedad, acción o contemplación, evangelio, liturgia, prácticas ascéticas: lo que Dios quiera de nosotros. Entre las manos de Dios cualquiera acción puede ser instrumento de bien como el barro en manos de Cristo sirvió para curar al ciego.

Cualquiera de nuestras acciones por más material que parezca, con tal que sea una colaboración con Dios, hace crecer la vida divina en nuestras almas. ¿Hay un criterio para poder distinguir las acciones nuestras que son una colaboración con Dios de las que no lo son? Sí. La unión de nuestra voluntad con la de Dios. La voluntad de Dios es la llave de la santidad: aceptar esta voluntad, adherir a ella es santificarnos.

Pensar en Dios, meditar su palabra son ocupaciones excelentes pero no pueden considerarse como exclusivas, pues no menos excelente fue María Santísima cumpliendo sus deberes de madre, de esposa, haciendo los deberes domésticos de su casa. Esta tendencia establece un divorcio entre la religión y la vida y puede llegar hasta hacer despreciar el cumplimiento de los deberes de estado aun los más elementales. El miedo de la acción, la convicción que la actividad humana aleja de Dios arrojan estas almas en la mediocridad y en la rareza; no pocos se vuelven orgullosos y testarudos.

No es raro que estas personas ilusionadas no tengan sino desprecio por la cosas de este mundo. No consideran a Dios como causa de su obrar y como alma de sus operaciones sino como un fin al cual hay que tender y este fin situado más allá de lo creado se alcanza por una elevación intelectual que ellos creen mística. Se desinteresan éstos de los progresos terrestres y de las calamidades que pesan sobre la sociedad humana. Allí no está Dios. Dios está en el cielo. De aquí una concepción de la vida espiritual sentada alrededor de algunas virtudes pasivas y secretas que ellos entienden a su manera.

“Qué haría Cristo en mi lugar”

Toda esta concepción de la vida nace de un desconocimiento de la doctrina de la colaboración del hombre con Dios. Si Dios no actúa en este mundo sino que únicamente nos aguarda en el otro es evidente que es una locura detenerse a considerar esta vida mortal y preocuparse en algo de las cosas finitas que nos alejan del infinito. Pero al que considera esta vida como la obra amorosa de un padre que nos la ha dado para su gloria; que nos la ha dado hasta el punto de enviar a su Hijo único a esta tierra a revestirse de nuestra carne mortal y tomar nuestra sangre e incorporar en sí como en un resumen todas las realidades humanas: para el que esto piensa este mundo tiene un valor casi infinito. Este mundo sin embargo lo mira no como el estado definitivo de su acción, sino como la preparación para la consumación de su amor con el Padre y el Hijo en el Espíritu Santo. Mientras tanto con su sacrificio de oraciones se une al Verbo Encarnado y agrega en lo que falta a la pasión de Cristo para salvar otras almas y dar gloria a Dios.

El que ha comprendido la espiritualidad de la colaboración toma en serio la lección de Jesucristo de ser misericordioso como el Padre Celestial es misericordioso, procura como el Padre Celestial dar a su vida la máxima fecundidad posible. El Padre Celestial comunica a sus creaturas sus riquezas con máxima generosidad. El verdadero cristiano, incluso el legítimo contemplativo, para semejar a su padre se esfuerza también por ser una fuente de bienes lo más abundante posible. Quiere colaborar con la mayor plenitud a la acción de Dios en El. Nunca cree que hace bastante. Nunca disminuye su esfuerzo. Nunca piensa que su misión está terminada. Tiene un celo más ardiente que la ambición de los grandes conquistadores. El trabajo no es para Él un dolor, un gasto vago de energías humanas, ni siquiera un puro medio de progreso cultural. Es más que algo humano. Es algo divino. Es el trabajo de Dios en el hombre y por el hombre. Por esto se gasta sin límites. Quisiera que los colaboradores no faltasen a Dios. Sabe que Dios está dispuesto a obrar mucho más de lo que lo hace, pero está encadenado por la inercia de los hombres que deberían colaborar con El. Como San Ignacio, piensa “que hay muy pocas personas, si es que hay algunas, que comprendan perfectamente cuánto estorbamos a Dios cuando Él quiere obrar en nosotros y todo lo que haría en nuestro favor si no lo estorbáramos”.

Frente al error que acabamos de señalar hay otro no menos grave que deriva también de una incomprensión de la espiritualidad de la colaboración. Hay personas, como se ve a diario que están de tal manera obsesionadas con el bien de las almas, la gloria de Dios, que olvidan casi completamente la causa invisible de este bien. Su celo es admirable. No tienen más que una idea: hacer avanzar el reino de Dios y combatir por el triunfo de la Iglesia; son leales y rectos en sus intenciones. Sin embargo no se santifican o se santifican muy poco; ganan partidarios a la Iglesia pero en realidad ni ellos se asemejan más a Cristo, ni hacen a nadie más semejante al Maestro. No colaboran con Dios, por tanto su acción es estéril.

Tienen un inmenso celo de la perfección de los otros pero poco celo de su propia perfección. Semejan al artista que preocupado de la función teatral que prepara no guarda tiempo para prepararse él mismo para ella. La realización de sus proyectos los absorbe en tal forma que no tienen tiempo ni fuerza ni gusto para pensar en su alma. Están devorados por la acción. A solas con Dios se aburren; están pensando en la acción que los aguarda y dan como excusa las necesidades del apostolado. Algunos para remediar a su mediocridad introducen en su vida algunos ejercicios de piedad pero su remedio es insuficiente y demasiado exterior a la misma actividad. Algunos llegan a extrañarse que se les pida otra cosa que una abnegación total en la acción. Desprecian secretamente la contemplación, la paz y el silencio.

El motivo de “la voluntad de Dios” es el lema para estar seguro de cumplir nuestra misión sobrenatural, mejor aún que el de la “gloria de Dios”, pues a veces el lema de la gloria de Dios encubre nuestra voluntad bajo pretextos especiosos. En resumen la gran ilusión de los activistas está en gastar demasiados esfuerzos en producir frutos y de hacer demasiado pocos esfuerzos por vivir en Cristo. De esta falta de vida en Cristo se sigue la esterilidad real de su apostolado ya que, como dijo Jesús, “sin mí no podéis nada”; y en cambio, el que cree en El hará las obras de Cristo y aún mayores; pero creer en Cristo es estar incorporado en El por una fe viva que supone la caridad. El sarmiento que no está incorporado a la vid no puede dar frutos, nosotros tampoco si no permanecemos en Cristo.

San Alberto Hurtado S.J.

El Hijo, Dios-Verbo – Catequesis de San Juan Pablo II

El Hijo, Dios-Verbo

(Comentario al Credo, IV Parte)

6.XI.85

El Hijo, Dios-Verbo 6.XI.85

1. La Iglesia basándose en el testimonio dado por Cristo, profesa y anuncia su fe en Dios-Hijo con las palabras del Símbolo niceno-constantinopolitano: ‘Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, de la misma naturaleza que el Padre.’.

Esta es una verdad de fe anunciada por la palabra misma de Cristo, sellada con su sangre derramada en la cruz, ratificada por su resurrección, atestiguada por la enseñanza de los Apóstoles y transmitida por los escritos del Nuevo testamento.

Cristo afirma: ‘Antes de que Abrahán naciese, yo soy’ (Jn 8, 58). No dice: ‘Yo era’, sino ‘Yo soy’, es decir, desde siempre, en un eterno presente. El Apóstol Juan, en el prólogo de su Evangelio, escribe: ‘En el principio era el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios. El estaba en el principio en Dios. Todas las cosas fueron hechas por El, y sin El no se hizo nada de cuanto ha sido hecho’ (Jn 1, 1-3). Por lo tanto, ese ‘antes de Abrahán’, en el contexto de la polémica de Jesús con los herederos de la tradición de Israel, que apelaban a Abrahán, significa: ‘mucho antes de Abrahán’ y queda iluminado en las palabras del prólogo del cuarto Evangelio: ‘En el principio estaba en Dios’, es decir, en la eternidad que sólo es propia de Dios: en la eternidad común con el Padre y con el Espíritu Santo. Efectivamente, proclama el Símbolo ‘Quicumque’: ‘Y en esta Trinidad nada es antes o después, nada mayor o menor, sino que las tres Personas son entre sí coeternas y coiguales’.

2. Según el Evangelio de Juan, el Hijo-Verbo estaba en el principio en Dios, y el Verbo era Dios (Cfr. Jn 1, 2). El mismo concepto encontramos en la enseñanza apostólica. Efectivamente, leemos en la Carta a los hebreos que Dios ha constituido al Hijo ‘heredero de todo, por quien también hizo los siglos. Este Hijo. es irradiación de su gloria y la impronta de su sustancia y el que con su poderosa palabra sustenta todas las cosas’ (Heb 1, 2-3). Y Pablo, en la Carta a los Colosenses, escribe: ‘El es la imagen de Dios invisible, primogénito de toda criatura’ (Col 1, 15).

Así, pues, según la enseñanza apostólica, el Hijo es de la misma naturaleza que el Padre porque es el Dios-Verbo. En este Verbo y por medio de El todo ha sido hecho, ha sido creado el universo. Antes de la creación, antes del comienzo de ‘todas las cosas visibles e invisibles’, el Verbo tiene en común con el Padre el Ser eterno y la Vida divina, siendo ‘la irradiación de su gloria y la impronta de su sustancia’ (Heb 1, 3). En este Principio sin principio el Verbo es el Hijo, porque es eternamente engendrado por el Padre. El Nuevo Testamento nos revela este misterio para nosotros incomprensible de un Dios que es Uno y Trino: he aquí que en la ónticamente absoluta unidad de su esencia, Dios es eternamente y sin principio el Padre que engendra al Verbo, y es el Hijo, engendrado como Verbo del Padre.

3. Esta eterna generación del Hijo es una verdad de fe proclamada y definida por la Iglesia muchas veces (no sólo en Nicea y en Constantinopla, sino también en otros Concilios, p.e., en el Concilio Lateranense IV, año 1215), escrutada y también explicada por los Padres y por los teólogos, naturalmente en cuanto la inescrutable Realidad de Dios puede ser captada con nuestros conceptos humanos, siempre inadecuados. Esta explicación la resume el catecismo del Concilio de Trento, que dictamina exactamente: . es tan grande la infinita fecundidad de Dios que, conociéndose a Sí mismo, engendra al Hijo idéntico e igual’.

Efectivamente, es cierto que esta eterna generación en Dios es de naturaleza absolutamente espiritual, porque ‘Dios es Espíritu’. Por analogía con el proceso gnoseológico de la mente humana, por el que el hombre, conociéndose a sí mismo, produce una imagen de sí mismo, una idea, un ‘concepto’, es decir, una ‘idea concebida’, que del latín verbum es llamada con frecuencia verbo interior, nosotros nos atrevemos a pensar en la generación del Hijo o ‘concepto’ eterno y Verbo interior de Dios. Dios, conoci éndose a Sí mismo, engendra al Verbo-Hijo, que es Dios como el Padre. En esta generación, Dios es al mismo tiempo Padre, como el que engendra, e Hijo, como el que es engendrado, en la suprema identidad de la Divinidad, que excluye una pluralidad de ‘Dioses’. El Verbo es el Hijo de la misma naturaleza que el Padre y es con El el Dios único de la revelación del Antiguo y del Nuevo Testamento.

4. Esta exposición del misterio, para nosotros inescrutable, de la vida íntima de Dios se contiene en toda la tradición cristiana. Si la generación divina es verdad de fe, contenida directamente en la Revelación y definida por la Iglesia, podemos decir que la explicación que de ella dan los Padres y Doctores de la Iglesia, es una doctrina teológica bien fundada y segura.

Pero con ella no podemos pretender eliminar las oscuridades que envuelven, ante nuestra mente, al que ‘habita una luz inaccesible’ (1 Tim 6,16). Precisamente porque el entendimiento humano no es capaz de Comprender la esencia divina, no puede penetrar en el misterio de la vida íntima de Dios. Con una razón particular se puede aplicar aquí la frase: ‘Si lo comprendes, no es Dios’.

Sin embargo, la Revelación nos hace conocer los términos esenciales del misterio, nos da su enunciación y nos lo hace gustar muy por encima de toda comprensión intelectual, en espera y preparación de la visión celeste. Creemos, pues, que ‘El Verbo era Dios’ (Jn 1, 1), ‘se hizo carne y habitó entre nosotros’ (Jn 1, 14), y ‘a cuantos le recibieron, les dio potestad de venir a ser hijos de Dios’ (Jn 1, 12). Creemos en el Hijo ‘unigénito que está en el seno del padre’ (Jn 1, 18), y que, al dejar la tierra, prometió ‘prepararnos un lugar’ (Jn 14, 2) en la gloria de Dios, como hijos adoptivos y hermanos suyos (Cfr. Rom 8, 15; Gal 4, 5; Ef 1, 5).

Dios Hijo – Catequesis de San Juan Pablo II

Dios Hijo

(Comentario al Credo, IV Parte)

30.X.85

1. ‘Creo en un solo Dios, Padre todopoderoso. Creo en Jesucristo, Hijo único de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos: Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, de la misma naturaleza que el Padre.’.

Con estas palabras del Símbolo niceno-constantinopolitano, expresión sintética de los Concilios de Nicea y Constantinopla, que explicitaron la doctrina trinitaria de la Iglesia, profesamos la fe en el Hijo de Dios.

Nos acercamos así al misterio de Jesucristo, el cual también n hoy, lo mismo que en los siglos pasados, interpela e interroga a los hombres con sus palabras y con sus obras. Los cristianos, animados por la fe, le muestran amor y devoción. Pero tampoco faltan entre los no cristianos quienes sinceramente lo admiran.

Dónde está, pues, el secreto de la atracción que Jesús de Nazaret ejerce?. La búsqueda de la plena identidad de Jesucristo ha ocupado desde los orígenes el corazón y la inteligencia de la Iglesia, que lo proclama Hijo de Dios, Segunda Persona de la Santísima Trinidad.

2. Dios, que habló repetidamente ‘por medio de los profetas y últimamente. por medio del Hijo’, como dice la Carta a los Hebreos (1, 1-2), se reveló a Sí mismo como Padre de un Hijo eterno y consubstancial. Jesús a su vez, al revelar la paternidad de Dios, dio a conocer también su filiación divina. La paternidad y la filiación divina están en íntima correlación entre sí dentro del misterio de Dios uno y trino. ‘Efectivamente, una es la Persona del Padre, otra la del Hijo, otra la del Espíritu Santo; pero la divinidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo es una, igual la gloria, coeterna la majestad. El Hijo no es hecho, ni creado, sino engendrado por el Padre solo’ (Símb. Quicumque).

3. Jesús de Nazaret que exclama: ‘Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque ocultaste estas cosas a los sabios y discretos y se las revelaste a los pequeñuelos’, afirma también con solemnidad: ‘Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quisiere revelárselo’ (Mt 11, 25, 27).

El Hijo que vino al mundo para ‘revelar al Padre’ tal como El sólo lo conoce, se ha revelado simultáneamente a Sí mismo como Hijo, tal como es conocido sólo por el Padre. Esta revelación estaba sostenida por la conciencia con la que, ya en la adolescencia, Jesús hizo notar a María y a José ‘que debía ocuparse de las cosas de su Padre’ (Cfr. Lc 2, 49). Su palabra reveladora fue convalidada además por el testimonio del Padre, especialmente en circunstancias decisivas, como durante el bautismo en el Jordán, cuando los que estaban allí oyeron la voz misteriosa: ‘Este es mi Hijo amado, en quien tengo mis complacencias’ (Mt 3, 17), o como durante la transfiguración en el monte (Cfr. Mc 9, 7, y paral).

4. La misión de Jesucristo de revelar al Padre, manifestándose a Sí mismo como Hijo, no carecía de dificultades. Efectivamente tenía que superar los obstáculos derivados de la mentalidad estrictamente monoteísta de los oyentes, que se habían formado por medio de la enseñanza del Antiguo Testamento, en la fidelidad a la Tradición, la cual se remontaba a Abrahán y a Moisés, y en la lucha contra el politeísmo. En los Evangelios, y especialmente en el de Juan, encontramos muchos indicios de esta dificultad que Jesucristo supo supera con habilidad, presentando con suma pedagogía estos signos de revelación a los que se dejaron abrir sus discípulos bien dispuestos.

Jesús hablaba a sus oyentes de modo claro e inequívoco: ‘El Padre, queme ha enviado, da testimonio de mí’. Y a la pregunta: ‘¿Dónde está tu Padre?’, respondía: ‘Ni a mí me conocéis ni a mi Padre; si me conocierais a mí conoceríais a mi Padre.’ ‘Yo hablo lo que he visto en el Padre.’. Luego a los oyentes que objetaban: ‘Nosotros tenemos por Padre a Dios.’, les rebatía: ‘Si Dios fuera vuestro Padre, me amaríais a mí, porque yo he salido y vengo de Dios. es El que me ha enviado.’, . en verdad, en verdad os digo: Antes que Abrahán naciese, yo soy’ (Cfr. Jn 8, 12-59).

5. Cristo dice: ‘Yo soy’, igual que siglos antes, al pie del monte Horeb, había dicho Dios a Moisés, cuando le preguntaba el nombre; ‘Yo soy el que soy’ (Cfr. Ex 3, 14). Las palabras de Cristo: ‘Antes que Abrahán naciese, Yo Soy’, provocaron la reacción violenta de los oyentes que ‘buscaban. matarlo, porque de Cía a Dios su Padre, haciéndose igual a Dios’ (Jn 5, 18). En efecto, Jesús no se limitaba a decir: ‘Mi Padre sigue obrando todavía, y por eso obro yo también’ (Jn 5, 17), sino que incluso proclamaba: ‘Yo y el Padre somos una sola cosa’ (Jn 5, 64)

La tragedia se consuma y se pronuncia contra Jesús la sentencia de muerte.

Cristo, revelador del Padre y revelador de Sí mismo como Hijo del Padre, murió porque hasta el fin dio testimonio de la verdad sobre su filiación divina.

Con el corazón colmado de amor nosotros queremos repetirle también hoy con el Apóstol Pedro el testimonio de nuestra fe: ‘Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo’ (Mt 16, 16).

Paternidad Divina – Catequesis de San Juan Pablo II

Paternidad Divina

(Comentario al Credo, IV Parte)

23.X.85

1. En la catequesis precedente recorrimos, aunque velozmente, algunos de los testimonios del Antiguo Testamento que preparaban a recibir la revelación plena, anunciada por Jesucristo, de la verdad del misterio de la Paternidad de Dios.

Efectivamente, Cristo habló muchas veces de su Padre, presentando de diversos modos su providencia y su amor misericordioso.

Pero su enseñanza va más allá. Escuchemos de nuevo las palabras especialmente solemnes, que refiere el Evangelista Mateo (y paralelamente Lucas): ‘Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque ocultaste estas cosas a los sabios y discretos y las revelaste a los pequeñuelos., e inmediatamente: ‘Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquél a quien el Hijo quisiera revelárselo’ (Mt 11, 25.27. Cfr. Lc 10, 21).

Para Jesús, pues, Dios no es solamente ‘el Padre de Israel, el Padre de los hombres’, sino ‘mi Padre’. ‘Mío’: precisamente por esto los judíos querían matar a Jesús, porque ‘llamaba a Dios su Padre’ (Jn 5, 18). ‘Suyo’ en sentido totalmente literal: Aquel a quien sólo el Hijo conoce como Padre, y por quien solamente y recíprocamente es conocido. Nos encontramos ya en el mismo terreno del que más tarde surgirá el Prólogo del Evangelio de Juan.

2. ‘Mi Padre’ es el Padre de Jesucristo: Aquel que es el Origen de su ser, de su misión mesiánica, de su enseñanza.

El Evangelista Juan ha transmitido con abundancia la enseñanza mesiánica que nos permite sondear en profundidad el misterio de Dios Padre y de Jesucristo, su Hijo unigénito.

Dice Jesús: ‘El que cree en mí, no cree en mí, sino en el que me ha enviado’ (Jn 12, 44). ‘Yo no he hablado de mi mismo; el Padre que me ha enviado es quien me mandó lo que he de decir y hablar’ (Jn 12,49). ‘En verdad, en verdad os digo que no puede el Hijo hacer nada por sí mismo, sino lo que ve hacer al Padre; porque lo que éste hace, lo hace igualmente el Hijo’ (Jn 5, 19). ‘Pues así como el Padre tiene vida en sí mismo, así dio al Hijo tener vida en sí mismo’ (Jn 5, 26). Y finalmente: el Padre que tiene la vida, me ha enviado, y yo vivo por el Padre’ (Jn 6, 57).

El Hijo vive por el Padre ante todo porque ha sido engendrado por El. Hay una correlación estrechísima entre la paternidad y la filiación precisamente en virtud de la generación: ‘Tú eres mi Hijo: yo te he engendrado’ (Heb 1, 5).

Cuando en las proximidades de Cesarea de Filipo, Simón Pedro confiesa: ‘Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo’, Jesús le responde: ‘Bienaventurado tú. porque no es la carne ni la sangre quien esto te ha revelado, sino mi Padre.’ (Mt 16, 16-17), porque ‘sólo el Padre conoce al Hijo’, lo mismo que sólo el ‘Hijo conoce al Padre’ (Mt 11, 27). Sólo el Hijo da a conocer al Padre: el Hijo visible hace ver al Padre invisible. ‘El que me ha visto a mí, ha visto al Padre’ (Jn 14, 9).3.

De la lectura atenta de los Evangelios se saca que Jesús vive y actúa constante y fundamental referencia al Padre. A El se dirige frecuentemente con la palabra llena de amor filial: ‘Abbá’; también n durante la oración en Getsemaní le viene a los labios esta misma palabra (Cfr. Mc 14, 36 y paralelos). Cuando los discípulos le piden que les enseñe a orar, enseña el’ Padrenuestro’ (Cfr. Mt 6, 9-13). Después de la resurrección, en el momento de dejar la tierra, parece que una vez más hace referencia a esta oración, cuando dice: ‘Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios'(Jn 1, 17).

Así, pues, por medio del Hijo (Cfr. Heb 1, 2), Dios se ha revelado en la plenitud del misterio de su paternidad. Sólo el Hijo podía revelar esta plenitud del misterio, porque sólo ‘el Hijo conoce al Padre’ (Mt 11, 27). ‘A Dios nadie le vio jamás; Dios unigénito, que está en el seno del Padre, se le ha dado a conocer’ (Jn 1, 18).

4. ¿Quién es el Padre?. A la luz del testimonio definitivo que hemos recibido por medio del Hijo, Jesucristo, tenemos la plena conciencia de la fe de que la paternidad de Dios pertenece ante todo al misterio fundamental de la vida íntima de Dios, al misterio trinitario. El Padre es Aquel que eternamente engendra al Hijo, al Hijo consubstancial con El. En unión con el Hijo, el Padre eternamente ‘espira’ al Espíritu Santo, que es el amor con el que el Padre y el Hijo recíprocamente permanecen unidos (Cfr. Jn 14, 10).

El Padre, pues, es en el misterio trinitario el ‘Principio-sin principio’.’ El Padre no ha sido hecho por nadie, ni creado, ni engendrado’ (Símbolo ‘Quicumque’). Es por sí solo el Principio de la Vida, que Dios tiene en Sí mismo. Esta vida es decir, la misma divinidad la posee el Padre en la absoluta comunión con el Hijo y con el Espíritu Santo, que son consubstanciales con El.

Pablo, apóstol del misterio de Cristo, cae en adoración y plegaria ‘ante el Padre, de quien toma su nombre toda familia en los cielos y en la tierra’ (Ef 3, 15), principio y modelo.

Efectivamente hay ‘un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, por todos y en todos’ (Ef 4, 6).

Dios Padre – Catequesis de San Juan Pablo II

Dios Padre

(Comentario al Credo, IV Parte)

16.X.85

1. ‘Tú eres mi hijo: / yo te he engendrado hoy’ (Sal 2, 7). En el intento de hacer comprender la plena verdad de la paternidad de Dios, que ha sido revelada en Jesucristo, el autor de la Carta a los Hebreos se remite al testimonio del Antiguo Testamento (Cfr. Heb 1, 4-14), citando, entre otras cosas, la expresión que acabamos de leer tomada del Salmo 2, así como una frase parecida del libro de Samuel:

‘Yo ser para él un padre / y él será para mí un hijo’ (2 Sm 7, 14):

Son palabras proféticas: Dios habla a David de su descendiente. Pero, mientras en el contexto del Antiguo Testamento estas palabras parecían referirse sólo a la filiación adoptiva, por analogía con la paternidad y filiación humana, en el Nuevo Testamento se descubre su significado auténtico y definitivo: hablan del Hijo que es de la misma naturaleza que el Padre, del Hijo verdaderamente engendrado por el Padre. Y por eso hablan también de la paternidad real de Dios, de una paternidad a la que le es propia la generación del Hijo consubstancial al Padre. Hablan de Dios, que es Padre en el sentido más profundo y más auténtico de la palabra. Hablan de Dios, que engendra eternamente al Verbo eterno, al Hijo consubstancial al Padre. Con relación a El Dios es Padre en el inefable misterio de su divinidad.

‘Tú eres mi hijo: / yo te he engendrado hoy’:

El adverbio ‘hoy’ habla de la eternidad. Es el ‘hoy’ de la vida íntima de Dios, el ‘hoy’ de la eternidad, el ‘hoy’ de la Santísima e inefable Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo, que es Amor eterno y eternamente consubstancial al Padre y al Hijo.

2. En el Antiguo Testamento el misterio de la paternidad divina intratrinitaria no había sido aún explícitamente revelado. Todo el contexto de la Antigua Alianza era rico, en cambio, de alusiones a la verdad de la paternidad de Dios, tomada en sentido moral y analógico. Así, Dios se revela como Padre de su Pueblo Israel, cuando manda a Moisés que pida su liberación de Egipto: ‘Así habla el Señor: Israel es mi hijo primogénito. Yo te mando que dejes a mi hijo ir.’ (Ex 4, 22-23).

Al basarse en la Alianza, se trata de una paternidad de elección, que radica en el misterio de la creación. Dice Isaías: ‘Tú eres nuestro padre, nosotros somos la arcilla, y tú nuestro alfarero, todos somos obra de tus manos’ (Is 64, 7; 63, 16).

Esta paternidad no se refiere sólo al pueblo elegido, sino que llega a cada uno de los hombres y supera el vínculo existente con los padres terrenos. He aquí algunos textos: ‘Si mi padre y mi madre me abandonan, el Señor me acogerá’ (Sal 26, 10). ‘Como un padre siente ternura por sus hijos, siente el Señor ternura por sus fieles’ (Sal 102, 13). ‘El Señor reprende a los que ama, como un padre a su hijo preferido’ (Prov 3, 12). En los textos que acabamos de citar está claro el carácter analógico de la paternidad de Dios-Señor, al que se eleva la oración: ‘Señor, Padre Soberano de mi vida, no permitas que por ello caiga. Señor, Padre y Dios de mi vida, no me abandones a sus sugestiones’ (Sir 23, 1-4). En el mismo sentido dice también: ‘Si el justo es hijo de Dios, El lo acogerá y lo librará de sus enemigos’ (Sab 2, 18).

3. La paternidad de Dios, con respecto tanto a Israel como a cada uno de los hombres, se manifiesta en el amor misericordioso. Leemos, p.e., en Jeremías: ‘Salieron entre llantos, y los guiar con consolaciones. pues yo soy el padre de Israel, y Efraín es mi primogénito’ (Jer 31, 9).

Son numerosos los pasajes del Antiguo Testamento que presentan el amor misericordioso del Dios de la Alianza. He aquí algunos: ‘Tienes piedad de todos, porque todo lo puedes, y disimulas los pecados de los hombres para traerlos a penitencia. Pero a todos perdonas, porque son tuyos, Señor, amador de las almas’ (Sab 11, 24-27). ‘Con amor eterno te amé , por eso te he mantenido mi favor’ (Jer 31, 3). En Isaías encontramos testimonios conmovedores de cuidado y de cariño:

‘Sión decía: el Señor me ha abandonado, y mi Señor se ha olvidado de mí. ¿Puede acaso una mujer olvidarse de su niño, no compadecerse del hijo de sus entrañas.? Aunque ella se olvidare, yo no te olvidaría’ (Is 49, 14-15. Cfr. también 54, 10). Es significativo que en los pasajes del Profeta Isaías la paternidad de Dios se enriquece con connotaciones que se inspiran en la maternidad (Cfr. Dives in misericordia, nota 52).

4. En la plenitud de los tiempos mesiánicos Jesús anuncia muchas veces la paternidad de Dios con relación a los hombres remitiéndose a las numerosas expresiones contenidas en el Antiguo Testamento. Así se expresa a propósito de la Providencia Divina para con las criaturas, especialmente con el hombre: vuestro Padre celestial las alimenta.’ (Mt 6, 26. Cfr. Lc 12, 24), ‘sabe vuestro Padre celestial que de eso ten is necesidad’ (Mt 6, 32. Cfr. Lc 12, 30). Jesús trata de hacer comprender la misericordia divina presentando como propio de Dios el comportamiento acogedor del padre del hijo pródigo (Cfr. Lc 15, 11-32); y exhorta a los que escuchan su palabra: ‘Sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso’ (Lc 6, 36).

Terminar diciendo que, para Jesús, Dios no es solamente ‘el Padre de Israel, el Padre de los hombres’, sino ‘mi Padre’.

La principal batalla del monje

“Que mis pensamientos le sean agradables”

(Sal 104:34)

P. Theodore  Trinko

Monje, IVE.

¿Qué es lo más difícil del monasterio?

 A pesar de lo que ustedes piensen,  no es hacer penitencias corporales a lo loco de las cuales leemos en los padres del desierto especialmente porque no hacemos mucho de eso. Lo que diría yo que es lo más difícil es cumplir la petición mencionada arriba del salmista: tener pensamientos agradables hacia Dios. Lo que sigue es una elaboración del tema.

¿Cuál es el oficio que distingue al  contemplativo?  Contemplar. ¿Qué es contemplar?  Es una mirada amorosa a Dios. Entonces se puede entender que la tarea más difícil del contemplativo es retirar todo aquello que nos impide hacer nuestro deber, aquello que nos distrae de la contemplación de Dios. ¿Que nos imposibilita la contemplación? Nuestros pensamientos distractivos o divagantes.

Nadie puede escaparse de las distracciones. Son parte de la vida que acompaña nuestro ser racional. “A pesar de todo nuestro fervor, nos vemos asaltados con distracciones…las distracciones son inevitables. Somos débiles y hay muchos objetos que atraen nuestra atención y que disipan nuestra alma”[1] “Desde el momento en el cual el hombre deja de conversar con otros, empieza a conversar interiormente con sí mismo.”[2]

Para el contemplativo que dedica una gran parte del día en silencio, esta realidad antropológica está siempre presente. El hombre siempre está pensando en algo.

El P. Walter Ciszek experimentó lo mismo de un modo potentísimo durante sus años de celda en su  aislamiento en Rusia: “La mente humana es inquieta y no puede estar limitada. Trabaja en cada momento que está despierta, siempre pensando, recordando, soñando, o temiendo del futuro con ansiedad y temor en el presente. Se puede controlar esta inquietud encauzándola, pero no se puede detener.”[3]

Aunque parezca que el contemplativo no hace mucho y aunque exteriormente de hecho no esté haciendo nada, su facultad más noble está trabajando a toda velocidad. Todos experimentamos esta calma exterior con la actividad interior durante los ejercicios espirituales, días de retiro, y diariamente durante la Adoración al Santísimo.

¿Entonces, qué debe hacer el monje con todos estos pensamientos? Simplemente debe rezar. El día del monje debe ser una oración continua en cumplimiento del precepto de San Pablo de “rezar sin cesar” (1 Tess. 5,17). Pero hay tantas maneras de oración que esto puede significar un  sinfín de actividades. ¿Están los monjes haciendo meditaciones según San Ignacio a cada hora del día?,  ¿estamos constantemente recitando versículos bíblicos de memoria?, ¿nos colocamos a menudo en los distintos escenarios de la vida de Cristo? Aunque estos ejercicios son laudables, sería un error el limitar la oración sólo a estas actividades. Como lo ha dicho un monje trapense, “ser un hombre de piedad, un hombre de oración, significa ser un hombre en quien todos los pensamientos, palabras, obras no son sólo sobre Dios sino dirigidos hacia Dios…un hombre piadoso es un hombre que reza siempre pero no uno que está siempre diciendo oraciones.”[4]

La oración que buscamos practicar todo el día es conocida en la espiritualidad Teresiana como recogimiento y no es fácil.

El P. Marie-Eugene nos recuerda que “debemos tener recogimiento dentro de nosotros mismo aun en nuestras ocupaciones ordinarias.”[5] No hay un momento en el cual no podamos practicar esta oración. Es siempre posible: en la celda, en el refectorio, en el taller, en el campo, en el pasillo, todos estos nos sirven como oratorios.

¿En qué consiste esta oración? Nada más que en recordar que la Santísima Trinidad está substancialmente presente dentro de nuestras almas, en la medida que estemos en el estado de gracia santificante.

Dando respuesta a una pregunta sobre sus sueños, St. Teresa del Niño Jesús menciona que está todo el día pensando en Dios. Una teoría simple pero ardua de poner en práctica.

Como dice nuestro directorio, “una de las tareas más arduas será la lucha acética de adquirir el silencio interior, una lucha que presupone la purificación interna de los sentidos y de los pensamientos.”[6] El directorio continúa haciendo una conexión entre este silencio interior y el silencio exterior. Silencio exterior sólo es útil si  lleva al monje al silencio interior; estamos en silencio por fuera para estar en silencio interiormente: ¿qué es el ruido interior?, “todo lo que nos quita la atención a Dios”[7]

Santa Teresa habla detenidamente sobre esta oración de recogimiento. No es “un estado sobrenatural sino que depende de nuestro querer.” [8] Dicho de otra manera, recogernos es algo que está al alcance de nuestras capacidades naturales. Se presupone la necesidad de la gracia que es necesaria para casi actividad[9] pero este estado requiere inicialmente mucha cooperación de nuestra parte. Sólo después de haber logrado adquirir este recogimiento por nuestros esfuerzos asistidos por la gracia, podremos recibir un estado de recogimiento más alto que es el estado infuso.

Sin embargo, el recogimiento natural adquirido no es  fácil de obtener, por lo que  santa Teresa anima a los que se esfuerzan por alcanzar este estado a “no cansarse de acostumbrarse al método descrito.” [10] Aunque “nos pasemos todo un año sin obtener lo que pedimos, preparémonos para seguir intentando por más tiempo aun.” [11] No es algo que se dá aquellos que no se esfuerzan por conseguirlo, “el alma tiene que poner su esfuerzo vigoroso. Recogimiento lleva un ascetismo difícil.” [12]

Todos hemos experimentado la lucha con las distracciones y nuestros pensamientos divagantes durante la Adoración, durante largas horas de estudio en preparación para el tiempo de exámenes, o en los días que estamos enfermos en cama. Ahora imagínense que este hecho se lleva a cabo durante todo el día. “Recogimiento y distracción son dos adjetivos que están en oposición.” [13] “Distracción es una invasión a una o todas las facultades por otro objeto que interrumpe nuestro recogimiento.” [14] Algunos de los padres del desierto hablan hasta de ahuyentar “el violento combate interior de nuestros pensamientos.”, y e l beato Columba Marmion recomienda “estrellar los pensamientos distractivos contra la roca que es Cristo.” [15]

Si cumplimos esto de vencer sobre las batallas del combate interior contra los pensamientos que no sean Dios, lograremos que el monasterio sea verdaderamente una prefiguración, anticipación, o vestíbulo del cielo.[16] De hecho en eso consiste el cielo: en pensar en Dios. En la visión beatifica tendremos una visión intelectual de Dios. En el monasterio, estamos constantemente empeñados en una batalla espiritual contra nuestros pensamientos ociosos para que podamos amorosamente contemplarlo a Él en todo momento.

María, que siempre reflexionó sobre los misterios de la vida de Cristo en su corazón (Lc 2,19), nos alcance la gracia de perseverar en esta batalla para que podamos siempre tener a Cristo delante de nosotros.

[1] Bl. Columba Marmion, Jesucristo: Ideal del monje, 931.

[2] Garrigou-Lagrange, The Three Ages of the Interior Life, I, pg. 2

[3] Fr. Walter Ciszek, He Leadeth Me, 52-3.

[4] Fray M. Raymond, Incienso Quemado, Prefacio, 16.

[5] P. Marie-Eugene, O.C.D., I Want to See God, pg. 202.

[6] Directory of Contemplative Life, 111.

[7] Ibid. 109.

[8] St. Teresa of Jesus, Way of Perfection, Ch. XXIX.

[9] Cf. St. Thomas Aquinas, Summa Theologica, I-II, 109, 2.

[10] Ibid.

[11] Ibid. Ch. XXXVI.

[12] P. Marie-Eugene, O.C.D., I Want to See God, pg. 204.

[13] Ibid. 235.

[14] P. Marie-Eugene, O.C.D., I Want to See God, pg. 235.

[15] Bl. Columba Marmion, Christ: The Ideal of the Monk, Ch. 2.

[16] Cf. Christ: The Ideal of the Monk, Ch. 1.

Nueva imagen de María Santísima en Séforis

Nueva ermita en Séforis

 

Queridos amigos:

Nueva ermita de la Virgen en nuestro monasterio

Con gran alegría, luego de haber preparado un jardín con una cruz de 3 metros de alto en nuestro monasterio, queremos compartirles la construcción e inauguración de una ermita dedicada a la santísima Virgen María, quien cuando niña vivió, jugó y se santificó en este santo lugar que fue la casa de su mamá, santa Ana.
Como en todas las cosas que nos acontecen, la mano de la Divina Providencia siempre presente y atenta a nuestras necesidades, se valió de un amigo del monasterio: Daniel, primer feligrés de este sencillo lugar, quien nos hizo llegar la imagen de la santísima Virgen (donada a su vez a para alguna casa religiosa en Tierra Santa), quien quiso contribuir pagando todo lo necesario para la construcción de la ermita; y así fue que con gran esfuerzo y dedicación, hicimos las veces de constructores, y con ayuda de varias personas: un voluntario, un par de benefactores, muchas oraciones y finalmente nuestra improvisada mano de obra, pudimos finalmente inaugurar y bendecir el pasado 28 de enero la imagen de nuestra Señora durante la santa Misa, pare ser posteriormente colocada en el lugar a ella destinada por manos del mismo Daniel, quien feliz la llevaba en sus brazos durante la solemne procesión, para quedarse al centro del jardín, y a quien le encomendamos nuestra misión y a los peregrinos que vengan a visitar este santo lugar, ubicado en las afueras de un Moshav hebreo y en consecuencia desconocido para muchos cristianos de Nazaret, quienes poco a poco han ido tomando conocimiento de su existencia y van apareciendo de vez en cuando para rezar, pedir alguna confesión o participar de la santa Misa aquí, en la casa de santa Ana.

Nos encomendamos a sus oraciones y les pedimos también por las intenciones de los peregrinos y nuestra santificación.

Con nuestra Bendición, en Cristo y María: Monjes del Monasterio de la Sagrada Familia.

P. Enrique González
P. Jason Jorquera M.
P. Néstor Andrada

Comenzando los preparativos…

 

Base terminada

 

Vamos por la ermita!!

 

Definiendo algunos detalles

La puerta de vidrio

 

La santa Misa de bendición de la imagen

Amigos del monasterio

 

Llevando a la Virgen a su ermita

 

Bendición del lugar y entronización

Nueva ermita de la Virgen en nuestro monasterio

Animarse a la santidad

Un llamado universal

 

P. Jason Jorquera M.

San Rafael Arnáiz

A veces al leer la vida de los santos, encendidos en animoso ardor, decimos “qué admirable, qué grandioso sería hacer aquello”  y nos quedamos en el umbral contemplando impresionados, pero sin entrar a compartir y realizar aquellas grandes hazañas. ¿Por qué nos estancamos en vez de fluir como agua de vertiente?; sí, es cierto, nadie está obligado a lo imposible, ya que no todos tenemos las mismas cualidades y/o facultades físicas ni espirituales, y sin embargo, es cierto también que todos estamos llamados a fluir e ir arrastrando en nuestras aguas aquellos “minerales” que la tierra nos va proporcionando. Los minerales son los beneficios, dones, talentos, etc., que tenemos que llevar a las almas -y lo digo especialmente como religioso-; y la tierra es la gracia, que es la que nos entrega todos esos beneficios. Corramos pues por aquella buena tierra.

Quizá alguno objete: “pero ¿qué soy yo, pequeño riachuelo, comparado a aquellos magníficos torrentes que son los santos?”, y no obstante, muchos de aquellos torrentes comenzaron siendo pequeños hilos de agua; algunos incluso en su momento fueron tierra árida y seca, pero la primera y más grandiosa obra que realizaron fue la de ser dóciles a la gracia y esto está a nuestro alcance, no lo podemos objetar. “Un santo no nace, se hace” reza el dicho; ¿hasta cuándo, pues, nos excusaremos en nuestra debilidad, propia de nuestra naturaleza caída?; es cierto que somos frágiles e inclinados al mal, pero también es cierto que la gracia que nuestro Señor Jesucristo nos concedió gratuitamente en la cruz eleva nuestra naturaleza hacia las cumbres más altas e inimaginables de la vida espiritual: el mismo San Pablo antes de ser el apóstol de los gentiles fue el perseguidor de los cristianos, pero donde  abundó el pecado sobreabundó la gracia[1] -nos dejó escrito después él mismo-, y nuestro Señor Jesucristo nos dice sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial[2], y evidentemente Él no pide nada sin antes concedernos la gracia que necesitamos para su cumplimiento, de ahí que también se diga: haz lo posible y lo imposible déjaselo a Dios.

Venerable Antonietta Meo

Ciertamente que no es fácil, es necesario pasar por la cruz, y ése es exactamente el denominador común entre todos los santos, que son aquellos que sinceramente quisieron imitar a Cristo, pero a Cristo Crucificado. Así también debemos tener en claro que todo árbol por enorme e imponente que se vea salió de una pequeña semilla que paulatinamente se fue regando antes de llegar a ser lo que es. Es verdad que Dios si quiere puede encender un alma hasta hacer que se funda en amor, pero eso dejémoselo a Dios que obra libremente en quien quiere, cuando quiere y cuanto quiere: ¿quién eres tú para pedirle cuentas a Dios?[3]; conformémonos con los medios ordinarios que en sí mismos son extraordinarios pues que Dios habite en nuestras almas por su gracia ¿no es acaso una desbordante y desproporcionada muestra de su infinita misericordia?, reguemos, pues, la semilla que Dios ha plantado en nosotros, pongamos cada día en nuestros actos el mayor fervor posible; por insignificante que parezca lo que hacemos, cuando es hecho con total entrega siempre glorifica a Dios y predispone nuestra alma al aumento de santidad y méritos que posteriormente recibiremos de nuestro Creador.

San Martín de Porres se santificó con la escoba y Dios, además, lo coronó con grandiosos prodigios ya desde su vida aquí en la tierra, los cuales “no son requisito necesario” o demostración de la práctica de las virtudes humanas que nos llevan a las heroicas. Tantos santos hay que jamás hicieron grandes milagros en la tierra y, sin embargo, llegaron a altísimos grados de contemplación y unión con Dios; como por ejemplo el mismo san José del cual históricamente no tenemos prácticamente datos escritos o testimonios de que ya en su vida terrenal haya realizado grandes y maravillosos milagros, es más, ni siquiera en los evangelios podemos encontrar siquiera algunas palabras salidas de su boca, simplemente se santificó amando a Dios sobre todas las cosas en una humilde y sencilla carpintería; y pensemos con cuánto amor amaba a Dios que Él mismo lo eligió como custodio de sus dos más grandes tesoros: su propio Hijo y su madre. No busquemos hacer milagros, ni realizar grandes hazañas a los ojos de los hombres, sino sencillamente esforcémonos en dar gloria a Dios incondicionalmente, eso es la santidad. Si queremos gloriarnos que sea en Jesús y en nada más;  pongamos los medios que nos permitan nuestras fuerzas, pero “todas nuestras fuerzas” al servicio y entrega a Dios, en nuestro estado, en nuestro oficio, pero sobre todo hagámoslo siempre para la Mayor Gloria de Dios y salvación de las almas: quizás no podré realizar las grandes penitencias de un San Pedro de Alcántara pero sí arrodillarme un minuto ante el sagrario, y después cinco, y después más o tal vez no, pero poniendo todo de mi parte aun cuando no logre todo lo que quiera pues más importa hacer todo lo que Dios quiera; quizás tampoco podré dormir menos de una hora al día como hacía Santa Catalina de Siena, ni mucho menos convertir a un pecador con dos o tres palabras como San Juan María Vianney; pero sí puedo, como todos ellos, pedirle a Dios constantemente crecer en las virtudes que me asemejan a Cristo, ese es un derecho que el mismo Mesías nos regaló y que no debemos desaprovechar en absoluto, ya que Él mismo nos dijo Pedid y se os dará…[4], y por más insignificantes y miserables que seamos podemos siempre rogar confiadamente al Cielo sin dejar que nuestra miseria nos oprima, ya que si bien es cierto que somos pecadores y de naturaleza caída también es cierto que somos imagen y semejanza de Dios[5]. Podemos llorar nuestros pecados ¿Quién nos lo impide?, y ¿acaso no fue esta una actitud fundamental en la vida de los santos?, ¿apuntamos a lo accidental o a lo esencial en nuestra vida ascética?; podemos también ayudar a Cristo en nuestros hermanos, podemos imitar a Cristo en la cruz rogando por nuestros enemigos, perdonando a quienes nos han ofendido, haciendo pequeños sacrificios, ofreciéndole nuestras buenas obras, etc., en fin, viviendo movidos por la caridad iluminada por la fe y fortalecida por la gracia: si después Dios nos quiere exaltar con prodigios extraordinarios que haga como a Él le plazca pues para eso es Dueño y Señor de la creación entera, pero si no ocurre así ¡lo mismo bendito sea Dios!, pues como dijimos anteriormente aquellas “cosas extraordinarias” no son necesarias para progresar sino mero don gratuito de Dios; de nuestra parte corresponde dar el puntapié inicial y seguir caminando abandonados con plena confianza en Él. No debemos ser mediocres y estancarnos sino fluir incansablemente animados por la gracia, entregados completamente, para que Dios pueda obrar en y por nosotros aquel hermosísimo plan divino de salvación que nos tiene preparado desde toda la eternidad: He aquí nuestra santificación, en ser dóciles al Espíritu Santo en aquello que Dios me pide “a mí”, porque la salvación es personal, la santificación también, y yo me santifico en aquello que la voluntad divina tiene preparado para mí. Es verdad que puedo y es muy loable querer hacer lo que los santos han hecho pero cada uno de ellos llegó a ese elevado grado de unión con Dios siendo fiel al Espíritu Santo en el designio divino que tenía para ellos en concreto, designio que si bien puede materialmente parecer inclusive el mismo para mí o ser mi ideal (por ejemplo el monje que quiere imitar a san Antonio, o el médico que desea ser como san José Moscati) es concretamente distinto pues yo soy una persona realmente diferente, que debe ser fiel a Dios en aquello que propiamente Él me pide: de ahí la importancia de la docilidad, sea ésta manifestada (como ocurre de ordinario) en el director espiritual o claramente por moción divina. Eso es lo que nos eleva y diviniza, el cumplimiento de lo que Dios me tiene preparado a mí y hacerlo con el mayor entusiasmo posible.

Santa Gianna Beretta Molla

Finalmente no debemos cometer el grave error de querer solamente imitar a los santos, pues si queremos verdaderamente emular sus virtudes ha de ser porque éstas son participación de las de Cristo y por tanto siempre limitadas por extraordinarias y heroicas que sean: Cristo es el modelo perfectísimo que debemos imitar; si obramos como los santos es porque aquellos resaltan de modo admirable (lo cual es innegable) algún o algunos de los muchos aspectos de la perfección de Cristo, y queremos ser como ellos porque queremos ser como Jesucristo, ese es nuestro fin: la amorosa configuración con nuestro Señor Jesucristo que se da sólo, como ya sabemos, en la cruz, en su bendita cruz a la cual nos invita a clavarnos junto con Él para resucitar así también con Él. No le neguemos nada entonces y seamos generosos con aquel que fue primero desmedidamente generoso con nosotros sin haberlo merecido, porque, como decía el doctor melifluo: La medida del amor a Dios es amarlo sin medida.

Pidámosle a la Santísima Virgen María, madre de nuestro modelo a imitar por excelencia, la gracia de parecernos a su Hijo, empezando por las cosas pequeñas pero sin dejarnos desanimar por nuestra miseria y finitud sino más bien encendiendo cada uno de nuestros actos en el amor divino cuyo apogeo es el calvario: No hay cosas grandes ni chicas, pues todo es para la mayor gloria de Dios. (P. Casanova).

Que la santísima Virgen sea nuestra maestra,

Y nuestra escuela el crucifijo.

[1] Ro 5,20

[2] Mt 5,48

[3] Ro 9,20

[4] Cfr. Jn 16,24

[5] Cfr. Gén 1,26

Monjes contemplativos del Instituto del Verbo Encarnado