El hombre en oración II

La oración tiene su centro en el interior del corazón

Benedicto XVI

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy quiero seguir reflexionando sobre cómo la oración y el sentido religioso forman parte del hombre a lo largo de toda su historia.

Vivimos en una época en la que son evidentes los signos del laicismo. Parece que Dios ha desaparecido del horizonte de muchas personas o se ha convertido en una realidad ante la cual se permanece indiferente. Sin embargo, al mismo tiempo vemos muchos signos que nos indican un despertar del sentido religioso, un redescubrimiento de la importancia de Dios para la vida del hombre, una exigencia de espiritualidad, de superar una visión puramente horizontal, material, de la vida humana. Analizando la historia reciente, se constata que ha fracasado la previsión de quienes, desde la época de la Ilustración, anunciaban la desaparición de las religiones y exaltaban una razón absoluta, separada de la fe, una razón que disiparía las tinieblas de los dogmas religiosos y disolvería el «mundo de lo sagrado», devolviendo al hombre su libertad, su dignidad y su autonomía frente a Dios. La experiencia del siglo pasado, con las dos trágicas guerras mundiales, puso en crisis aquel progreso que la razón autónoma, el hombre sin Dios, parecía poder garantizar.

El Catecismo de la Iglesia católica afirma: «Por la creación Dios llama a todo ser desde la nada a la existencia… Incluso después de haber perdido, por su pecado, su semejanza con Dios, el hombre sigue siendo imagen de su Creador. Conserva el deseo de Aquel que lo llama a la existencia. Todas las religiones dan testimonio de esta búsqueda esencial de los hombres» (n. 2566). Podríamos decir —como mostré en la catequesis anterior— que, desde los tiempos más antiguos hasta nuestros días, no ha habido ninguna gran civilización que no haya sido religiosa.

El hombre es religioso por naturaleza, es homo religiosus como es homo sapiens y homo faber: «El deseo de Dios —afirma también el Catecismo— está inscrito en el corazón del hombre, porque el hombre ha sido creado por Dios y para Dios» (n. 27). La imagen del Creador está impresa en su ser y él siente la necesidad de encontrar una luz para dar respuesta a las preguntas que atañen al sentido profundo de la realidad; respuesta que no puede encontrar en sí mismo, en el progreso, en la ciencia empírica. El homo religiosus no emerge sólo del mundo antiguo, sino que atraviesa toda la historia de la humanidad. Al respecto, el rico terreno de la experiencia humana ha visto surgir diversas formas de religiosidad, con el intento de responder al deseo de plenitud y de felicidad, a la necesidad de salvación, a la búsqueda de sentido. El hombre «digital», al igual que el de las cavernas, busca en la experiencia religiosa los caminos para superar su finitud y para asegurar su precaria aventura terrena. Por lo demás, la vida sin un horizonte trascendente no tendría un sentido pleno, y la felicidad, a la que tendemos todos, se proyecta espontáneamente hacia el futuro, hacia un mañana que está todavía por realizarse. El concilio Vaticano II, en la declaración Nostra aetate, lo subrayó sintéticamente. Dice: «Los hombres esperan de las diferentes religiones una respuesta a los enigmas recónditos de la condición humana que, hoy como ayer, conmueven íntimamente sus corazones. ¿Qué es el hombre? [—¿Quién soy yo?—] ¿Cuál es el sentido y el fin de nuestra vida? ¿Qué es el bien y qué el pecado? ¿Cuál es el origen y el fin del dolor? ¿Cuál es el camino para conseguir la verdadera felicidad? ¿Qué es la muerte, el juicio y la retribución después de la muerte? ¿Cuál es, finalmente, ese misterio último e inefable que abarca nuestra existencia, del que procedemos y hacia el que nos dirigimos?» (n. 1). El hombre sabe que no puede responder por sí mismo a su propia necesidad fundamental de entender. Aunque se haya creído y todavía se crea autosuficiente, sabe por experiencia que no se basta a sí mismo. Necesita abrirse a otro, a algo o a alguien, que pueda darle lo que le falta; debe salir de sí mismo hacia Aquel que pueda colmar la amplitud y la profundidad de su deseo.

El hombre lleva en sí mismo una sed de infinito, una nostalgia de eternidad, una búsqueda de belleza, un deseo de amor, una necesidad de luz y de verdad, que lo impulsan hacia el Absoluto; el hombre lleva en sí mismo el deseo de Dios. Y el hombre sabe, de algún modo, que puede dirigirse a Dios, que puede rezarle. Santo Tomás de Aquino, uno de los más grandes teólogos de la historia, define la oración como «expresión del deseo que el hombre tiene de Dios». Esta atracción hacia Dios, que Dios mismo ha puesto en el hombre, es el alma de la oración, que se reviste de muchas formas y modalidades según la historia, el tiempo, el momento, la gracia e incluso el pecado de cada orante. De hecho, la historia del hombre ha conocido diversas formas de oración, porque él ha desarrollado diversas modalidades de apertura hacia el Otro y hacia el más allá, tanto que podemos reconocer la oración como una experiencia presente en toda religión y cultura.

Queridos hermanos y hermanas, como vimos el miércoles pasado, la oración no está vinculada a un contexto particular, sino que se encuentra inscrita en el corazón de toda persona y de toda civilización. Naturalmente, cuando hablamos de la oración como experiencia del hombre en cuanto tal, del homo orans, es necesario tener presente que es una actitud interior, antes que una serie de prácticas y fórmulas, un modo de estar frente a Dios, antes que de realizar actos de culto o pronunciar palabras. La oración tiene su centro y hunde sus raíces en lo más profundo de la persona; por eso no es fácilmente descifrable y, por el mismo motivo, se puede prestar a malentendidos y mistificaciones. También en este sentido podemos entender la expresión: rezar es difícil. De hecho, la oración es el lugar por excelencia de la gratuidad, del tender hacia el Invisible, el Inesperado y el Inefable. Por eso, para todos la experiencia de la oración es un desafío, una «gracia» que invocar, un don de Aquel al que nos dirigimos.

En la oración, en todas las épocas de la historia, el hombre se considera a sí mismo y su situación frente a Dios, a partir de Dios y en orden a Dios, y experimenta que es criatura necesitada de ayuda, incapaz de conseguir por sí misma la realización plena de su propia existencia y de su propia esperanza. El filósofo Ludwig Wittgenstein recordaba que «orar significa sentir que el sentido del mundo está fuera del mundo». En la dinámica de esta relación con quien da sentido a la existencia, con Dios, la oración tiene una de sus típicas expresiones en el gesto de ponerse de rodillas. Es un gesto que entraña una radical ambivalencia: de hecho, puedo ser obligado a ponerme de rodillas —condición de indigencia y de esclavitud—, pero también puedo arrodillarme espontáneamente, confesando mi límite y, por tanto, mi necesidad de Otro. A él le confieso que soy débil, necesitado, «pecador». En la experiencia de la oración la criatura humana expresa toda la conciencia de sí misma, todo lo que logra captar de su existencia y, a la vez, se dirige toda ella al Ser frente al cual está; orienta su alma a aquel Misterio del que espera la realización de sus deseos más profundos y la ayuda para superar la indigencia de su propia vida. En este mirar a Otro, en este dirigirse «más allá» está la esencia de la oración, como experiencia de una realidad que supera lo sensible y lo contingente.

Sin embargo, la búsqueda del hombre sólo encuentra su plena realización en el Dios que se revela. La oración, que es apertura y elevación del corazón a Dios, se convierte así en una relación personal con él. Y aunque el hombre se olvide de su Creador, el Dios vivo y verdadero no deja de tomar la iniciativa llamando al hombre al misterioso encuentro de la oración. Como afirma el Catecismo: «Esta iniciativa de amor del Dios fiel es siempre lo primero en la oración; la iniciativa del hombre es siempre una respuesta. A medida que Dios se revela, y revela al hombre a sí mismo, la oración aparece como un llamamiento recíproco, un hondo acontecimiento de alianza. A través de palabras y de acciones, tiene lugar un trance que compromete el corazón humano. Este se revela a través de toda la historia de la salvación» (n. 2567).

Queridos hermanos y hermanas, aprendamos a permanecer más tiempo delante de Dios, del Dios que se reveló en Jesucristo; aprendamos a reconocer en el silencio, en lo más íntimo de nosotros mismos, su voz que nos llama y nos reconduce a la profundidad de nuestra existencia, a la fuente de la vida, al manantial de la salvación, para llevarnos más allá del límite de nuestra vida y abrirnos a la medida de Dios, a la relación con él, que es Amor Infinito. Gracias.

Plaza de San Pedro
Miércoles 11 de mayo de 2011

 

Las virtudes teologales

Las virtudes teologales

Catecismo de la Iglesia Católica nº 1812-1829

 

Las virtudes humanas se arraigan en las virtudes teologales que adaptan las facultades del hombre a la participación de la naturaleza divina (cf 2 P 1, 4). Las virtudes teologales se refieren directamente a Dios. Disponen a los cristianos a vivir en relación con la Santísima Trinidad. Tienen como origen, motivo y objeto a Dios Uno y Trino.

Las virtudes teologales fundan, animan y caracterizan el obrar moral del cristiano. Informan y vivifican todas las virtudes morales. Son infundidas por Dios en el alma de los fieles para hacerlos capaces de obrar como hijos suyos y merecer la vida eterna. Son la garantía de la presencia y la acción del Espíritu Santo en las facultades del ser humano. Tres son las virtudes teologales: la fe, la esperanza y la caridad (cf 1 Co 13, 13).

La fe

La fe es la virtud teologal por la que creemos en Dios y en todo lo que Él nos ha dicho y revelado, y que la Santa Iglesia nos propone, porque Él es la verdad misma. Por la fe “el hombre se entrega entera y libremente a Dios” (DV 5). Por eso el creyente se esfuerza por conocer y hacer la voluntad de Dios. “El justo […] vivirá por la fe” (Rm 1, 17). La fe viva “actúa por la caridad” (Ga 5, 6).

El don de la fe permanece en el que no ha pecado contra ella (cf Concilio de Trento: DS 1545). Pero, “la fe sin obras está muerta” (St 2, 26): privada de la esperanza y de la caridad, la fe no une plenamente el fiel a Cristo ni hace de él un miembro vivo de su Cuerpo.

El discípulo de Cristo no debe sólo guardar la fe y vivir de ella sino también profesarla, testimoniarla con firmeza y difundirla: “Todos […] vivan preparados para confesar a Cristo ante los hombres y a seguirle por el camino de la cruz en medio de las persecuciones que nunca faltan a la Iglesia” (LG 42; cf DH 14). El servicio y el testimonio de la fe son requeridos para la salvación: “Todo […] aquel que se declare por mí ante los hombres, yo también me declararé por él ante mi Padre que está en los cielos; pero a quien me niegue ante los hombres, le negaré yo también ante mi Padre que está en los cielos” (Mt 10, 32-33).

La esperanza

La esperanza es la virtud teologal por la que aspiramos al Reino de los cielos y a la vida eterna como felicidad nuestra, poniendo nuestra confianza en las promesas de Cristo y apoyándonos no en nuestras fuerzas, sino en los auxilios de la gracia del Espíritu Santo. “Mantengamos firme la confesión de la esperanza, pues fiel es el autor de la promesa” (Hb 10,23).  “El Espíritu Santo que Él derramó sobre nosotros con largueza por medio de Jesucristo nuestro Salvador para que, justificados por su gracia, fuésemos constituidos herederos, en esperanza, de vida eterna” (Tt 3, 6-7).

La virtud de la esperanza corresponde al anhelo de felicidad puesto por Dios en el corazón de todo hombre; asume las esperanzas que inspiran las actividades de los hombres; las purifica para ordenarlas al Reino de los cielos; protege del desaliento; sostiene en todo desfallecimiento; dilata el corazón en la espera de la bienaventuranza eterna. El impulso de la esperanza preserva del egoísmo y conduce a la dicha de la caridad.

La esperanza cristiana recoge y perfecciona la esperanza del pueblo elegido que tiene su origen y su modelo en la esperanza de Abraham en las promesas de Dios; esperanza colmada en Isaac y purificada por la prueba del sacrificio (cf Gn 17, 4-8; 22, 1-18). “Esperando contra toda esperanza, creyó y fue hecho padre de muchas naciones” (Rm 4, 18).

La esperanza cristiana se manifiesta desde el comienzo de la predicación de Jesús en la proclamación de las bienaventuranzas. Las bienaventuranzas elevan nuestra esperanza hacia el cielo como hacia la nueva tierra prometida; trazan el camino hacia ella a través de las pruebas que esperan a los discípulos de Jesús. Pero por los méritos de Jesucristo y de su pasión, Dios nos guarda en “la esperanza que no falla” (Rm 5, 5). La esperanza es “el ancla del alma”, segura y firme, que penetra… “a donde entró por nosotros como precursor Jesús” (Hb 6, 19-20). Es también un arma que nos protege en el combate de la salvación: “Revistamos la coraza de la fe y de la caridad, con el yelmo de la esperanza de salvación” (1 Ts 5, 8). Nos procura el gozo en la prueba misma: “Con la alegría de la esperanza; constantes en la tribulación” (Rm 12, 12). Se expresa y se alimenta en la oración, particularmente en la del Padre Nuestro, resumen de todo lo que la esperanza nos hace desear.

Podemos, por tanto, esperar la gloria del cielo prometida por Dios a los que le aman (cf Rm 8, 28-30) y hacen su voluntad (cf Mt 7, 21). En toda circunstancia, cada uno debe esperar, con la gracia de Dios, “perseverar hasta el fin” (cf Mt 10, 22; cf Concilio de Trento: DS 1541) y obtener el gozo del cielo, como eterna recompensa de Dios por las obras buenas realizadas con la gracia de Cristo. En la esperanza, la Iglesia implora que “todos los hombres […] se salven” (1Tm 2, 4). Espera estar en la gloria del cielo unida a Cristo, su esposo:

«Espera, espera, que no sabes cuándo vendrá el día ni la hora. Vela con cuidado, que todo se pasa con brevedad, aunque tu deseo hace lo cierto dudoso, y el tiempo breve largo. Mira que mientras más peleares, más mostrarás el amor que tienes a tu Dios y más te gozarás con tu Amado con gozo y deleite que no puede tener fin» (Santa Teresa de Jesús, Exclamaciones del alma a Dios, 15, 3)

La caridad

La caridad es la virtud teologal por la cual amamos a Dios sobre todas las cosas por Él mismo y a nuestro prójimo como a nosotros mismos por amor de Dios.

Jesús hace de la caridad el mandamiento nuevo (cf Jn 13, 34). Amando a los suyos “hasta el fin” (Jn 13, 1), manifiesta el amor del Padre que ha recibido. Amándose unos a otros, los discípulos imitan el amor de Jesús que reciben también en ellos. Por eso Jesús dice: “Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros; permaneced en mi amor” (Jn 15, 9). Y también: “Este es el mandamiento mío: que os améis unos a otros como yo os he amado” (Jn 15, 12).

Fruto del Espíritu y plenitud de la ley, la caridad guarda los mandamientos de Dios y de Cristo: “Permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor” (Jn 15, 9-10; cf Mt 22, 40; Rm 13, 8-10).

Cristo murió por amor a nosotros cuando éramos todavía “enemigos” (Rm 5, 10). El Señor nos pide que amemos como Él hasta a nuestros enemigos (cf Mt 5, 44), que nos hagamos prójimos del más lejano (cf Lc 10, 27-37), que amemos a los niños (cf Mc 9, 37) y a los pobres como a Él mismo (cf Mt 25, 40.45).

El apóstol san Pablo ofrece una descripción incomparable de la caridad: «La caridad es paciente, es servicial; la caridad no es envidiosa, no es jactanciosa, no se engríe; es decorosa; no busca su interés; no se irrita; no toma en cuenta el mal; no se alegra de la injusticia; se alegra con la verdad. Todo lo excusa. Todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo soporta» (1 Co 13, 4-7).

Si no tengo caridad —dice también el apóstol— “nada soy…”. Y todo lo que es privilegio, servicio, virtud misma… si no tengo caridad, “nada me aprovecha” (1 Co 13, 1-4). La caridad es superior a todas las virtudes. Es la primera de las virtudes teologales: “Ahora subsisten la fe, la esperanza y la caridad, estas tres. Pero la mayor de todas ellas es la caridad” (1 Co 13,13).

El ejercicio de todas las virtudes está animado e inspirado por la caridad. Esta es “el vínculo de la perfección” (Col 3, 14); es la forma de las virtudes; las articula y las ordena entre sí; es fuente y término de su práctica cristiana. La caridad asegura y purifica nuestra facultad humana de amar. La eleva a la perfección sobrenatural del amor divino.

La práctica de la vida moral animada por la caridad da al cristiano la libertad espiritual de los hijos de Dios. Este no se halla ante Dios como un esclavo, en el temor servil, ni como el mercenario en busca de un jornal, sino como un hijo que responde al amor del “que nos amó primero” (1 Jn 4,19):

«O nos apartamos del mal por temor del castigo y estamos en la disposición del esclavo, o buscamos el incentivo de la recompensa y nos parecemos a mercenarios, o finalmente obedecemos por el bien mismo del amor del que manda […] y entonces estamos en la disposición de hijos» (San Basilio Magno, Regulae fusius tractatae prol. 3).

La caridad tiene por frutos el gozo, la paz y la misericordia. Exige la práctica del bien y la corrección fraterna; es benevolencia; suscita la reciprocidad; es siempre desinteresada y generosa; es amistad y comunión:

«La culminación de todas nuestras obras es el amor. Ese es el fin; para conseguirlo, corremos; hacia él corremos; una vez llegados, en él reposamos» (San Agustín, In epistulam Ioannis tractatus, 10, 4).

Las virtudes cardinales

Las virtudes cardinales, gozne de la vida moral

Catecismo de la Iglesia Católica nº 1805-1811

Se llaman cardinales porque son el gozne o quicio (cardo, en latín) sobre el cual gira toda la vida moral del hombre; es decir, sostienen la vida moral del hombre.

Cuatro virtudes desempeñan un papel fundamental. Por eso se las llama “cardinales”; todas las demás se agrupan en torno a ellas. Estas son la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza. “¿Amas la justicia? Las virtudes son el fruto de sus esfuerzos, pues ella enseña la templanza y la prudencia, la justicia y la fortaleza” (Sb 8, 7). Bajo otros nombres, estas virtudes son alabadas en numerosos pasajes de la Escritura.

La prudencia es la virtud que dispone la razón práctica a discernir en toda circunstancia nuestro verdadero bien y a elegir los medios rectos para realizarlo. “El hombre cauto medita sus pasos” (Pr 14, 15). “Sed sensatos y sobrios para daros a la oración” (1 P 4, 7). La prudencia es la “regla recta de la acción”, escribe santo Tomás (Summa theologiae, 2-2, q. 47, a. 2, sed contra), siguiendo a Aristóteles. No se confunde ni con la timidez o el temor, ni con la doblez o la disimulación. Es llamada auriga virtutum: conduce las otras virtudes indicándoles regla y medida. Es la prudencia quien guía directamente el juicio de conciencia. El hombre prudente decide y ordena su conducta según este juicio. Gracias a esta virtud aplicamos sin error los principios morales a los casos particulares y superamos las dudas sobre el bien que debemos hacer y el mal que debemos evitar.

La justicia es la virtud moral que consiste en la constante y firme voluntad de dar a Dios y al prójimo lo que les es debido. La justicia para con Dios es llamada “la virtud de la religión”. Para con los hombres, la justicia dispone a respetar los derechos de cada uno y a establecer en las relaciones humanas la armonía que promueve la equidad respecto a las personas y al bien común. El hombre justo, evocado con frecuencia en las Sagradas Escrituras, se distingue por la rectitud habitual de sus pensamientos y de su conducta con el prójimo. “Siendo juez no hagas injusticia, ni por favor del pobre, ni por respeto al grande: con justicia juzgarás a tu prójimo” (Lv 19, 15). “Amos, dad a vuestros esclavos lo que es justo y equitativo, teniendo presente que también vosotros tenéis un Amo en el cielo” (Col 4, 1).

La fortaleza es la virtud moral que asegura en las dificultades la firmeza y la constancia en la búsqueda del bien. Reafirma la resolución de resistir a las tentaciones y de superar los obstáculos en la vida moral. La virtud de la fortaleza hace capaz de vencer el temor, incluso a la muerte, y de hacer frente a las pruebas y a las persecuciones. Capacita para ir hasta la renuncia y el sacrificio de la propia vida por defender una causa justa. “Mi fuerza y mi cántico es el Señor” (Sal 118, 14). “En el mundo tendréis tribulación. Pero ¡ánimo!: Yo he vencido al mundo” (Jn 16, 33).

La templanza es la virtud moral que modera la atracción de los placeres y procura el equilibrio en el uso de los bienes creados. Asegura el dominio de la voluntad sobre los instintos y mantiene los deseos en los límites de la honestidad. La persona moderada orienta hacia el bien sus apetitos sensibles, guarda una sana discreción y no se deja arrastrar “para seguir la pasión de su corazón” (cf Si 5,2; 37, 27-31). La templanza es a menudo alabada en el Antiguo Testamento: “No vayas detrás de tus pasiones, tus deseos refrena” (Si 18, 30). En el Nuevo Testamento es llamada “moderación” o “sobriedad”. Debemos “vivir con moderación, justicia y piedad en el siglo presente” (Tt 2, 12).

«Nada hay para el sumo bien como amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma y con toda la mente. […] lo cual preserva de la corrupción y de la impureza del amor, que es los propio de la templanza; lo que le hace invencible a todas las incomodidades, que es lo propio de la fortaleza; lo que le hace renunciar a todo otro vasallaje, que es lo propio de la justicia, y, finalmente, lo que le hace estar siempre en guardia para discernir las cosas y no dejarse engañar subrepticiamente por la mentira y la falacia, lo que es propio de la prudencia» (San Agustín, De moribus Ecclesiae Catholicae, 1, 25, 46).

Las virtudes y la gracia

Las virtudes humanas adquiridas mediante la educación, mediante actos deliberados, y una perseverancia, mantenida siempre en el esfuerzo, son purificadas y elevadas por la gracia divina. Con la ayuda de Dios forjan el carácter y dan soltura en la práctica del bien. El hombre virtuoso es feliz al practicarlas.

Para el hombre herido por el pecado no es fácil guardar el equilibrio moral. El don de la salvación por Cristo nos otorga la gracia necesaria para perseverar en la búsqueda de las virtudes. Cada cual debe pedir siempre esta gracia de luz y de fortaleza, recurrir a los sacramentos, cooperar con el Espíritu Santo, seguir sus invitaciones a amar el bien y guardarse del mal.

Comenzando el año en Séforis

Noticias breves del Monasterio de la Sagrada Familia,

Tierra Santa

 

Queridos amigos:
Durante estos últimos meses, por gracia de Dios, hemos podido recibir a variados peregrinos en nuestro Monasterio: religiosos, familiares de nuestros misioneros, laicos peregrinos que nos han conocido a través de este medio, etc.
Si bien, debido a las actividades de fin de año no hemos tenido mucho tiempo de escribir pequeñas crónicas, no han faltado las oportunidades para agradecer a Dios sus muchos beneficios, de entre los cuales les compartimos algunos.

Bendición del “pequeño Charbel”

Un matrimonio allegado al monasterio, perteneciente al grupo de oración “Hijos de la luz”, luego de una larga espera y muchas oraciones han podido ser padres del pequeño Charbel. Para compartir con nosotros su alegría y gratitud por las oraciones a las cuales nos unimos desde la casa de santa Ana, decidieron venir a bendecir a su hijito aquí, en la santa Misa, antes de bautizarlo en uno de los lugares santos; y junto con ellos algunos de los Hijos de la luz que quisieron acompañarlos. De más está decir la gran alegría que reflejaba en los rostros de estos nuevos padres.

Peregrinos

Como ya les hemos dicho más arriba, hemos podido recibir a variados peregrinos, como varias de nuestras religiosas, algunas a punto de partir para sus nuevos destinos, quienes han podido peregrinar por los santos lugares y acompañarnos en la liturgia del monasterio, ayudándonos de esta manera a hermosear la liturgia, especialmente con los cantos al sumar más voces y a rendirle culto a Dios en este lugar que, si bien está apartado de las iglesias más cercanas a Nazaret y Caná, sin embargo, desde hace ya casi 13 años alberga un sagrario con nuestros Señor Sacramentado presente en él.
Entre las visitas que hemos tenido están los padres Pablo De Santo y Marcelo Gallardo, nuestros sacerdotes misioneros en Jerusalén, Belén y Bet Jala, quienes realizan una gran labor en dichos lugares y con quienes no pudimos estar este año para Navidad -ya que nos encontrábamos en el encuentro de nuestra Rama Contemplativa junto con los demás monjes y el P. Nieto, en España-, pero que, sin embargo, se hicieron el tiempo para venir a vernos y compartir en familia.

Trabajos

Gracias a Dios trabajo jamás nos falta, y para comenzar el año junto con las lluvias hemos dado comienzo a la limpieza del terreno de manera especial luego de tantas lluvias ya mencionadas, las cuales han sido una gran bendición luego del anterior año de sequía.
También continuamos con la elaboración de las mermeladas y algunos arreglos en nuestra pequeña hospedería.

Como siempre a Dios sean dadas las gracias por sus muchos beneficios y bendiciones, de las cuales ciertamente podemos ver tan sólo un ápice.
Nos encomendamos a sus oraciones y les pedimos especialmente por los peregrinos y los cristianos de Tierra Santa, por su santificación y valiente testimonio de fe.

Con nuestra bendición, en Cristo y María:
Monjes del Monasterio de la Sagrada Familia.

Los padres del pequeño Charbel y amigos del Monasterio

La imagen puede contener: 4 personas, personas sonriendo, personas de pie
Samer, amigo del Monasterio, quien amablemente se encarga de traducir al árabe la Homilía predicada en italiano, lengua común entre nosotros desde que nos conocemos. ¡Muchas gracias Samer!
 
Con peregrinas de nuestra familia religiosa después la Adoración Eucarística de la tarde y posterior del rezo de vísperas.
Daniel, nuestro feligrés habitual de los Domingo y amigo del Monasterio, quien vino a saludarnos con su hermano y rezaron junto con nosotros delante de Jesús sacramentado, como siempre que Daniel puede.
Preparando la mermelada de kinotos con la fruta que nos regaló la hermana de nuestra profesora de hebreo
Luego de la poda… las primeras rosas del año.

El hombre en oración I

El deseo de Dios en el corazón del hombre

Benedicto XVI

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy quiero comenzar una nueva serie de catequesis. Después de las catequesis sobre los Padres de la Iglesia, sobre los grandes teólogos de la Edad Media, y sobre las grandes mujeres, ahora quiero elegir un un tema que nos interesa mucho a todos: es el tema de la oración, de modo específico de la cristiana, es decir, la oración que Jesús nos enseñó y que la Iglesia sigue enseñándonos. De hecho, es en Jesús en quien el hombre se hace capaz de unirse a Dios con la profundidad y la intimidad de la relación de paternidad y de filiación. Por eso, juntamente con los primeros discípulos, nos dirigimos con humilde confianza al Maestro y le pedimos: «Señor, enséñanos a orar» (Lc 11, 1).

En las próximas catequesis, acudiendo a las fuentes de la Sagrada Escritura, la gran tradición de los Padres de la Iglesia, de los maestros de espiritualidad y de la liturgia, queremos aprender a vivir aún más intensamente nuestra relación con el Señor, casi una «escuela de oración». En efecto, sabemos bien que la oración no se debe dar por descontada: hace falta aprender a orar, casi adquiriendo siempre de nuevo este arte; incluso quienes van muy adelantados en la vida espiritual sienten siempre la necesidad de entrar en la escuela de Jesús para aprender a orar con autenticidad. La primera lección nos la da el Señor con su ejemplo. Los Evangelios nos describen a Jesús en diálogo íntimo y constante con el Padre: es una comunión profunda de aquel que vino al mundo no para hacer su voluntad, sino la del Padre que lo envió para la salvación del hombre.

En esta primera catequesis, como introducción, quiero proponer algunos ejemplos de oración presentes en las antiguas culturas, para poner de relieve cómo, prácticamente siempre y por doquier, se han dirigido a Dios.

Comienzo por el antiguo Egipto, como ejemplo. Allí un hombre ciego, pidiendo a la divinidad que le restituyera la vista, atestigua algo universalmente humano, como es la pura y sencilla oración de petición hecha por quien se encuentra en medio del sufrimiento, y este hombre reza: «Mi corazón desea verte… Tú que me has hecho ver las tinieblas, crea la luz para mí. Que yo te vea. Inclina hacia mí tu rostro amado» (A. Barucq – F. Daumas, Hymnes et prières de l’Egypte ancienne, París 1980, trad. it. en Preghiere dell’umanità, Brescia 1993, p. 30). «Que yo te vea»: aquí está el núcleo de la oración.

En las religiones de Mesopotamia dominaba un sentido de culpa arcano y paralizador, pero no carecía de esperanza de rescate y liberación por parte de Dios. Así podemos apreciar esta súplica de un creyente de aquellos antiguos cultos, que dice así: «Oh Dios, que eres indulgente incluso en la culpa más grave, absuelve mi pecado… Mira, Señor, a tu siervo agotado, y sopla tu aliento sobre él: perdónalo sin dilación. Aligera tu castigo severo. Haz que yo, liberado de los lazos, vuelva a respirar; rompe mi cadena, líbrame de las ataduras» (M.-J. Seux, Hymnes et prières aux Dieux de Babylone et d’Assyrie, París 1976, trad. it. en Preghiere dell’umanità, op. cit., p. 37). Estas expresiones demuestran que el hombre, en su búsqueda de Dios, ha intuido, aunque sea confusamente, por una parte su culpa y, por otra, aspectos de misericordia y de bondad divina.

En el seno de la religión pagana de la antigua Grecia se produce una evolución muy significativa: las oraciones, aunque siguen invocando la ayuda divina para obtener el favor celestial en todas las circunstancias de la vida diaria y para conseguir beneficios materiales, se orientan progresivamente hacia peticiones más desinteresadas, que permiten al hombre creyente profundizar su relación con Dios y ser mejor. Por ejemplo, el gran filósofo Platón refiere una oración de su maestro, Sócrates, considerado con razón uno de los fundadores del pensamiento occidental. Sócrates rezaba así: «Haz que yo sea bello por dentro; que yo considere rico a quien es sabio y que sólo posea el dinero que puede tomar y llevar el sabio. No pido más» (Opere I. Fedro 279c, trad. it. P. Pucci, Bari 1966). Quisiera ser sobre todo bello por dentro y sabio, y no rico de dinero.

En esas excelsas obras maestras de la literatura de todos los tiempos que son las tragedias griegas, todavía hoy, después de veinticinco siglos, leídas, meditadas y representadas, se encuentran oraciones que expresan el deseo de conocer a Dios y de adorar su majestad. Una de ellas reza así: «Oh Zeus, soporte de la tierra y que sobre la tierra tienes tu asiento, ser inescrutable, quienquiera que tú seas —ya necesidad de la naturaleza o mente de los hombres—, a ti dirijo mis súplicas. Pues conduces todo lo mortal conforme a la justicia por caminos silenciosos» (Eurípides, Las Troyanas, 884-886, trad. it. G. Mancini, en Preghiere dell’umanità, op. cit., p. 54). Dios permanece un poco oculto, y aún así el hombre conoce a este Dios desconocido y reza a aquel que guía los caminos de la tierra.

También entre los romanos, que constituyeron el gran imperio en el que nació y se difundió en gran parte el cristianismo de los orígenes, la oración, aun asociada a una concepción utilitarista y fundamentalmente vinculada a la petición de protección divina sobre la vida de la comunidad civil, se abre a veces a invocaciones admirables por el fervor de la piedad personal, que se transforma en alabanza y acción de gracias. Lo atestigua un autor del África romana del siglo ii después de Cristo, Apuleyo. En sus escritos manifiesta la insatisfacción de los contemporáneos respecto a la religión tradicional y el deseo de una relación más auténtica con Dios. En su obra maestra, titulada Las metamorfosis, un creyente se dirige a una divinidad femenina con estas palabras: «Tú sí eres santa; tú eres en todo tiempo salvadora de la especie humana; tú, en tu generosidad, prestas siempre ayuda a los mortales; tú ofreces a los miserables en dificultades el dulce afecto que puede tener una madre. Ni día ni noche ni instante alguno, por breve que sea, pasa sin que tú lo colmes de tus beneficios» (Apuleyo de Madaura, Metamorfosis IX, 25, trad. it. C. Annaratone, en Preghiere dell’umanità, op. cit., p. 79).

En ese mismo tiempo, el emperador Marco Aurelio —que también era filósofo pensador de la condición humana— afirma la necesidad de rezar para entablar una cooperación provechosa entre acción divina y acción humana. En su obra Recuerdos escribe: «¿Quién te ha dicho que los dioses no nos ayudan incluso en lo que depende de nosotros? Comienza, por tanto, a rezarles y verás» (Dictionnaire de spiritualitè XII/2, col. 2213). Este consejo del emperador filósofo fue puesto en práctica efectivamente por innumerables generaciones de hombres antes de Cristo, demostrando así que la vida humana sin la oración, que abre nuestra existencia al misterio de Dios, queda privada de sentido y de referencia. De hecho, en toda oración se expresa siempre la verdad de la criatura humana, que por una parte experimenta debilidad e indigencia, y por eso pide ayuda al cielo, y por otra está dotada de una dignidad extraordinaria, porque, preparándose a acoger la Revelación divina, se descubre capaz de entrar en comunión con Dios.

Queridos amigos, en estos ejemplos de oraciones de las diversas épocas y civilizaciones se constata la conciencia que tiene el ser humano de su condición de criatura y de su dependencia de Otro superior a él y fuente de todo bien. El hombre de todos los tiempos reza porque no puede menos de preguntarse cuál es el sentido de su existencia, que permanece oscuro y desalentador si no se pone en relación con el misterio de Dios y de su designio sobre el mundo. La vida humana es un entrelazamiento de bien y mal, de sufrimiento inmerecido y de alegría y belleza, que de modo espontáneo e irresistible nos impulsa a pedir a Dios aquella luz y aquella fuerza interiores que nos socorran en la tierra y abran una esperanza que vaya más allá de los confines de la muerte. Las religiones paganas son una invocación que desde la tierra espera una palabra del cielo. Uno de los últimos grandes filósofos paganos, que vivió ya en plena época cristiana, Proclo de Constantinopla, da voz a esta espera, diciendo: «Inconoscible, nadie te contiene. Todo lo que pensamos te pertenece. De ti vienen nuestros males y nuestros bienes. De ti dependen todos nuestros anhelos, oh Inefable, a quien nuestras almas sienten presente, elevando a ti un himno de silencio» (Hymni, ed. E. Vogt, Wiesbaden 1957, en Preghiere dell’umanità, op. cit., p. 61).

En los ejemplos de oración de las diversas culturas, que hemos considerado, podemos ver un testimonio de la dimensión religiosa y del deseo de Dios inscrito en el corazón de todo hombre, que tienen su cumplimiento y expresión plena en el Antiguo y en el Nuevo Testamento. La Revelación, en efecto, purifica y lleva a su plenitud el originario anhelo del hombre a Dios, ofreciéndole, en la oración, la posibilidad de una relación más profunda con el Padre celestial.

Al inicio de nuestro camino «en la escuela de la oración», pidamos pues al Señor que ilumine nuestra mente y nuestro corazón para que la relación con él en la oración sea cada vez más intensa, afectuosa y constante. Digámosle una vez más: «Señor, enséñanos a orar» (Lc 11, 1).

Plaza de San Pedro
Miércoles 4 de mayo de 2011

La unidad del Padre y del Hijo (Jn 12, 44-50)

Sermón de san Agustín

 

1. ¿Qué significa, hermanos, lo que hemos oído decir al Señor: Quien en mí cree, no cree en mí, sino en aquel que me ha enviado?1 Es bueno para nosotros creer en Cristo, sobre todo porque también él dijo con toda claridad lo que acabáis de oír, a saber, que él había venido al mundo como luz, y que el que cree en él no caminará en tinieblas2 sino que tendrá la luz de la vida3. Es, por tanto, bueno creer en Cristo, y un mal grande no creer en él. Mas como Cristo, el Hijo, tiene del Padre el ser todo lo que es —pues el Padre no procede del Hijo, sino que es Padre del Hijo—, nos recomienda, cierto, la fe en él, pero hace recaer la gloria sobre aquel de quien procede.

2. Si queréis proseguir siendo católicos, retened como dato firme e inamovible que Dios Padre engendró a Dios Hijo fuera del tiempo y que le hizo de la Virgen dentro del tiempo. Aquel nacimiento rebasa los tiempos, este lo ilumina. Ambos nacimientos, sin embargo, son admirables: el primero, sin madre; el segundo, sin padre. Cuando Dios engendró al Hijo, lo engendró de sí mismo, no de madre; cuando la madre engendró al hijo, lo engendró virginalmente, no de varón. Del Padre nació sin comienzo; de la madre nació hoy, en fecha determinada. Nacido del Padre, nos hizo; nacido de madre, nos rehizo. Nació del Padre para que existiésemos, nació de madre para que no pereciésemos. Mas el Padre lo engendró igual a sí, y todo lo que es el Hijo lo tiene del Padre. En cambio, lo que es Dios Padre no lo recibió del Hijo. Y así decimos que Dios Padre no proviene de nadie y que Dios Hijo proviene del Padre. Por esa razón, todas las maravillas que obra el Hijo, todas las verdades que dice, se las atribuye a aquel de quien proviene, y no puede ser algo distinto de lo que es aquel de quien proviene. Adán fue hecho hombre, y pudo ser algo distinto de lo que fue hecho. Efectivamente, fue hecho justo y pudo ser injusto. En cambio, el Hijo unigénito de Dios es lo que es, y no puede sufrir mudanza; no puede trocarse en otra cosa, no puede menguar, no puede no ser lo que era, no puede no ser igual al Padre. Pero ciertamente el que dio todo al Hijo en cuanto que nacía, no en cuanto que carecía de algo. Indudablemente, el Padre dio al Hijo incluso la misma igualdad con el Padre. ¿Cómo se la dio el Padre? ¿Acaso le engendró menor que él y sobre la naturaleza fue añadiendo hasta hacerle igual? Si hubiese obrado así, lo habría dado a quien carecía de algo. Pero ya os he dicho lo que debéis retener con toda firmeza, a saber, que todo lo que es el Hijo se lo dio el Padre, pero en cuanto que nacía, no en cuanto que carecía de algo. Si se lo dio en cuanto que nacía, no en cuanto que carecía de algo, sin duda le dio también la igualdad y, al darle la igualdad, le hizo igual. Y aunque el Padre sea uno y el Hijo otro, no es una cosa el Padre y otra el Hijo, sino que lo que es el Padre, eso es el Hijo. No digo que el Padre sea también el Hijo, sino que el Hijo es también lo que es el Padre.

3. El que me ha enviado —dice y habéis oído—; el que me ha enviado —dice— me mandó lo que he de decir y hablar, y yo sé que su mandato es vida eterna4. Es el evangelio de Juan; retenedlo en la memoria: El que me ha enviado me mandó lo que he de decir y hablar, y yo sé que su mandato es vida eterna. ¡Oh, si me concediera decir lo que quiero! Efectivamente, mi escasez y su abundancia me produce angustia. Él —dice— me mandó lo que he de decir y hablar, y yo sé que su mandato es vida eterna. Busca en la carta de este evangelista Juan lo que dijo de Cristo. Creamos —dice— en su verdadero Hijo Jesucristo. Él es Dios verdadero y la vida eterna5. ¿Qué significa Dios verdadero y la vida eterna? El verdadero Hijo de Dios es Dios verdadero y la vida eterna. ¿Por qué dijo: en su verdadero Hijo? Porque Dios tiene muchos hijos, por lo que había que distinguirle de los demás, añadiendo que Cristo era el Hijo verdadero. No sólo diciendo que es Hijo, sino añadiendo —como he indicado— que es el Hijo verdadero. Había que establecer la distinción, debido a los muchos hijos que tiene Dios. Porque nosotros somos hijos por gracia, él por naturaleza. A nosotros nos hizo el Padre por medio de él; él es lo que el Padre. ¿Acaso somos nosotros lo que Dios es?

4. Pero alguien, de soslayo, sin saber lo que habla dice: «Se dijo: Yo y el Padre somos una misma cosa6, porque entre ellos se da la concordia de sus voluntades, no porque la naturaleza del Hijo sea la misma que la del Padre. Pues también los apóstoles —esto lo ha dicho él, no yo—, pues también los apóstoles son una misma cosa con el Padre y con el Hijo». ¡Espantosa blasfemia! También los apóstoles —dice— son una misma cosa con el Padre y el Hijo, porque obedecen a la voluntad del Padre y del Hijo. ¿Esto se atrevió a decir? Diga, entonces, Pablo: «Yo y Dios somos una misma cosa»; diga Pedro, diga cualquiera de los profetas: «Yo y Dios somos una misma cosa». No lo dice, no; ¡ni soñarlo! Él sabe que es de otra naturaleza, una naturaleza necesitada de salvación; sabe que es de otra naturaleza, una naturaleza necesitada de iluminación. Nadie dice: «Yo y Dios somos una misma cosa.» Por muy adelante que vaya, por sobresaliente que sea su santidad, elévese cuanto quiera la cima de su virtud, nunca dirá: «Yo y Dios somos una misma cosa». Por mucho que progrese, por mucho que destaque por su santidad, por alta que sea la cima de su virtud, nunca dice: «El Padre y yo somos la misma cosa», porque si tiene virtud y por eso lo dice, al decirlo, ha perdido lo que tenía.

5. Así, pues, creed que el Hijo es igual al Padre; mas creed, a su vez, que el Hijo procede del Padre, pero no el Padre del Hijo. En el Padre está el origen; en el Hijo, la igualdad. Pues, si no es igual, no es hijo verdadero. ¿Qué decimos, pues, hermanos? Si no es igual, es menor; si es menor, yo pregunto a ese hombre que necesita salvación al tener una fe errónea, cómo nació siendo inferior al Padre. Responde: «El que nace inferior, ¿crece o no crece? Si el Hijo crece, entonces también el Padre envejece. Si, por el contrario, va a ser igual a como nació, si nació inferior, inferior continuará siendo: alcanzará su perfección con daño propio; al nacer perfecto sin participar del ser del Padre, nunca llegará al ser del Padre». Así condenáis, oh impíos, al Hijo; así blasfemáis, oh herejes, contra el Hijo. ¿Qué dice, entonces, la fe católica? Que Dios Hijo procede de Dios Padre; que Dios Padre no recibe del Hijo el ser Dios. Si Dios Hijo es igual al Padre, nació siendo igual a él, no inferior; no fue hecho igual, sino que nació igual. Lo que es él, eso mismo es también este que ha nacido. ¿Existió alguna vez el Padre sin el Hijo? En modo alguno. Elimina el «alguna vez» de donde no hay tiempo. Siempre existió el Padre, siempre existió el Hijo. Carece de comienzo temporal el Padre, carece de comienzo temporal el Hijo; nunca existió el Padre antes del Hijo, nunca el Padre sin el Hijo. No obstante, como Dios Hijo proviene de Dios Padre, y, a su vez, el Padre es Dios pero sin que provenga de Dios Hijo, no nos desagrade honrar al Hijo en el Padre. En efecto, la gloria del Hijo redunda en honor del Padre, sin mengua de la divinidad del Hijo.

6. Así, pues, estaba hablando de lo que me había propuesto hablar: Y yo sé que su mandato es vida eterna7. Prestad atención, hermanos, a lo que digo: Y yo sé que su mandato es vida eterna. También lo leemos en el mismo Juan, referido a Cristo: Él es Dios verdadero y la vida eterna8. Si el mandato del Padre es la vida eterna, y Cristo, el Hijo, es la vida eterna, luego el mandato del Padre es el mismo Hijo. ¿Cómo, en efecto, no es el mandato del Padre el que es la Palabra del Padre? O bien, si estáis pensando en un mandato físico dado al Hijo por el Padre, como si el Padre hubiera dicho al Hijo: «Esto te mando y quiero que hagas aquello», ¿con qué palabras habló el Padre a su única Palabra? ¿Anduvo cuando daba el mandato a la Palabra, buscaba palabras? Por tanto, como la vida eterna es el mandato del Padre y el Hijo mismo es la vida eterna, creedlo y lo recibiréis, creedlo y lo entenderéis, puesto que dice el profeta: si no creéis, no entenderéis9. ¿No os cabe en la cabeza? Dilataos. Escuchad al Apóstol: Dilataos; no os unzáis al yugo con los infieles10. Quienes rehúsan creer lo dicho antes de entenderlo, son infieles. A la vez, al optar por ser infieles, permanecerán ignorantes. Crean, pues, para entenderlo. Indiscutiblemente, el mandato del Padre es la vida eterna. Luego el mandato del Padre es el Hijo, que ha nacido hoy; no un mandato dado en el tiempo, sino un mandato nacido. El evangelio de Juan ejercita las mentes, las lima y descarna, para que no nuestras ideas sobre Dios sepan a carne, sino a espíritu. Así, pues, hermanos, tened suficiente con esto no sea que por durante el largo hablar el sueño del olvido os lo venga a robar.

Ocupáis un puesto especial…

DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LAS RELIGIOSAS DE CLAUSURA
EN LA CATEDRAL DE GUADALAJARA

Martes 30 de enero de 1979

Queridas religiosas de clausura:

En esta catedral de Guadalajara quiero saludaros con esas bellas y expresivas palabras que repetimos con frecuencia en la asamblea litúrgica: “El Señor esté con vosotras” (Misal Romano). Sí, que el Señor, al que habéis consagrado toda vuestra vida, esté siempre con vosotras.

¿Cómo podría faltar durante la visita a México, un encuentro del Papa con las religiosas contemplativas? Si a tantas personal yo quería ver, vosotras ocupáis un puesto especial por vuestra particular consagración al Señor y a la Iglesia. Por ese motivo, el Papa también quiere estar cerca de vosotras.

Este encuentro quiere ser la continuación del que tuve con las demás religiosas mexicanas; muchas cosas las decía también para vosotras, pero ahora deseo referirme a lo que es más específicamente vuestro.

¡Cuántas veces el Magisterio de la Iglesia ha demostrado su gran estima y aprecio por vuestra vida dedicada a la oración, al silencio, y a un modo singular de entrega a Dios! En estos momentos de tantas transformaciones en todo, ¿sigue teniendo significado este tipo de vida o es algo ya superado?

El Papa os dice: Sí, vuestra vida tiene más importancia que nunca, vuestra consagración total es de plena actualidad. En un mundo que va perdiendo el sentido de lo divino, ante la supervaloración de lo material, vosotras, queridas religiosas, comprometidas desde vuestros claustros en ser testigos de unos valores por los que vivís, sed testigos del Señor para el mundo de hoy; infundid con vuestra oración un nuevo soplo de vida en la Iglesia y en el hombre actual.

Especialmente en la vida contemplativa se trata de realizar una unidad difícil: manifestar ante el mundo el misterio de la Iglesia en el mundo presente y gustar ya aquí, enseñándoselo a los hombres, como dice San Pablo, “las cosas de allá arriba” (Col 1, 3).

El ser contemplativa no supone cortar radicalmente con el mundo, con el apostolado. La contemplativa tiene que encontrar su modo específico de extender el Reino de Dios, de colaborar en la edificación de la ciudad terrena, no sólo con sus plegarias y sus sacrificios, sino con su testimonio silencioso, es verdad, pero que pueda ser entendido por los hombres de buena voluntad con los que esté en contacto.

Para ello tenéis que encontrar vuestro estilo propio que, dentro de una visión contemplativa, os haga compartir con vuestros hermanos el don gratuito de Dios.

Vuestra vida consagrada arranca de la consagración bautismal y la expresa con mayor plenitud. Con una respuesta libre a la llamada del Espíritu Santo, habéis decidido seguir a Cristo consagrándoos totalmente a El. “Esta consagración será tanto más perfecta, dice el Concilio, cuanto, por vínculos más firmes y más estables, represente mejor a Cristo, unido con vínculo indisoluble a su Iglesia” (Lumen gentium, 44).

Las religiosas contemplativas sentís una atracción que os arrastra hacia el Señor. Apoyadas en Dios, os abandonáis a su acción paternal que os levanta hacia El y os transforma en El, mientras os prepara para la contemplación eterna, que constituye nuestra meta última para todos. ¿Cómo podríais avanzar a lo largo de este camino y ser fieles a la gracia que os anima, si no respondierais con todo vuestro ser, por medio de un dinamismo cuyo impulso es el amor, a esta llamada que os orienta de manera permanente hacia Dios? Considerad pues cualquier otra actividad como un testimonio, ofrecido al Señor, de vuestra íntima comunión con El, para que os conceda aquella pureza de intención, tan necesaria para encontrarlo en la misma oración. De este modo contribuiréis a la extensión del Reino de Dios, con el testimonio de vuestra vida y con “una misteriosa fecundidad apostólica” (Perfectae caritatis, 7).

Reunidas en nombre de Cristo, vuestras comunidades tienen como centro la Eucaristía, “sacramento de amor, signo de unidad, vínculo de caridad” (Sacrosanctum Concilium, 47).

Por la Eucaristía también el mundo está presente en el centro de vuestra vida de oración y de ofrenda como el Concilio ha explicado: “y nadie piense que los religiosos, por su consagración, se hacen extraños a los hombres o inútiles para la sociedad terrena. Porque, si bien en algunos casos no sirven directamente a sus contemporáneos, los tienen, sin embargo, presentes de manera más íntima en las entrañas de Cristo y cooperan espiritualmente con ellos, para que la edificación de la ciudad terrena se funde siempre en el Señor y se ordene a El, no sea que trabajen en vano quienes la edifican” (Lumen gentium, 46).

Contemplándoos con la ternura del Señor cuando llamaba a sus discípulos “pequeña grey” (cf. Lc 12, 32), y les anunciaba que su Padre se había complacido en darles el Reino, yo os suplico: conservad la sencillez de los “más pequeños” del Evangelio. Sabed encontrarla en el trato intimo y profundo con Cristo y en contacto con vuestros hermanos. Conoceréis entonces “el rebosar de gozo por la acción del Espíritu Santo” que es de aquellos que son introducidos en los secretos del Reino (cf. Exhortación Apostólica Evangelica Testificatio, 54).

Que la Madre amadísima del Señor, que en México invocáis con el dulce nombre de Nuestra Señora de Guadalupe, y bajo cuyo ejemplo habéis consagrado a Dios vuestra vida, os alcance, en vuestro caminar diario, aquella alegría inalterable que sólo Jesús puede dar.

Como un gran saludo de paz que no se agota en vosotras aquí presentes, sino que se extiende invisiblemente a todas vuestras hermanas contemplativas de México, recibid de corazón mi Bendición Apostólica.

El Reflejo Silencioso

 

Una reflexión sacerdotal

 

A mis compañeros

 de ordenación sacerdotal,

y a todos los sacerdotes

 del Instituto del Verbo Encarnado.

 

P. Jason Jorquera M.

 

Esta sencilla reflexión surgió, efectivamente, a partir de un reflejo silencioso. Al referirme así, me parece mejor para ir desglosando paulatinamente el significado que tal impresión tiene para mí.

El reflejo silencioso no es nada extraño al sacerdote, al contrario, le resulta tan familiar  como dar la bendición con el Santísimo Sacramento puesto en la custodia. Es justamente ahí, en el vidrio de la custodia que protege la Hostia Consagrada, que se produce este maravilloso reflejo silencioso en que el sacerdote puede verse impreso a la vez que observa atentamente a través del diáfano cristal al mismo Verbo Eterno convertido en sacramento.

Bien digo que este reflejo silencioso sea “maravilloso”, pues de alguna manera podemos decir que el sacerdote se ve reflejado en la misma hostia que han consagrado sus manos, que le ha dado todo el sentido a su existencia y que es el alma de su sacerdocio, pues sin Eucaristía no habría sacerdocio…ni viceversa.

Cuando el sacerdote “se contempla en la Hostia” no puede menos que reflexionar que ha sido tomado de entre los hombres, separado, consagrado para convertirse él mismo en el rostro de Cristo y prolongar así la imagen del Verbo que pasó por la tierra haciendo el bien[1], liberando las almas del pecado y quedándose con los hombres en cada sagrario y en cada copón para alimentarlos en su peregrinar hacia el encuentro definitivo en la eternidad.

 En aquel reflejo silencioso se descubre la mirada tierna del Padre a través de su Hijo que observa atentamente al sacerdote, a su sacerdote.

Es en aquel reflejo silencioso que ambos corazones pueden latir juntos al unísono del Sagrado Corazón divino, que ha hecho a su ministro partícipe de su mismo y eterno sacerdocio.

Cada vez que elevo la custodia para dar la bendición soy consciente de que junto con ella es el mismo Dios quien quiere elevar a los hombres hacia las cumbres más altas de la santidad. Cada reflejo silencioso es un llamado nuevo a una asimilación más profunda de la imagen divina, de las virtudes de Cristo, de su humanidad vivida por amor a las almas, de vivir mi sacerdocio muriendo, de vivir una vida inmolada, de vivir con el alma entregada y de abrazarse en aquel inagotable amor divino que brota del llagado Corazón de Cristo, expandiéndose ininterrumpidamente por el mundo entero.

¡Dichosa custodia!, ¡reliquia misteriosa en que el Verbo sacramentado se adora!; pero  más dichoso aún el sacerdote, “hostia y víctima con Cristo y Cristo mismo al consagrar tan sublime manjar celestial”; bienaventurado el sacerdote que contempla y se contempla, que bendice y es bendecido, que ama y es amado.

Aquel reflejo silencioso es una invitación perenne a ser cordero, a dejarse gastar y desgastar por las almas, a padecer en el silencio, a ser elevado también en el espíritu sobre la cruz, aquella que atrae a todos hacia Él[2], el varón de dolores[3] y Señor de los Señores[4].

En el reflejo silencioso  de la custodia el sacerdote comprende la invitación de este Rey de Reyes a transformar su misma alma en  diáfano cristal, que permita a los demás contemplar su divina misericordia, su entrega silenciosa y su constante llamado a acompañarlo.

No se critique al sacerdote cuando por su indigna y débil condición, colmado de gratitud, la emoción le arrebate lágrimas de los ojos, pues hasta Jesucristo las derramó;  no se admiren de que tiemble entre sus manos la custodia cuando su fragilidad pugne con la grandeza de Aquel que encierra; no se impacienten si el sacerdote se  queda absorto en un suspiro, ya que para suspirar por el cielo hemos venido y convertirnos en cristal y puente entre Dios y los hombres. Ese cristal, que no es otra cosa que la santidad, se forja con sufrimientos, se lava con lágrimas, se limpia con paciencia y reluce con alegría.

A mis hermanos en el sacerdocio que tienen junto conmigo la gracia hermosa de elevar la santa Víctima hacia el Padre por todas aquellas almas encomendadas a nuestro ministerio, y admirar cada día con un corazón enteramente  agradecido aquel maravilloso reflejo silencioso.

[1] Hch 10,38

[2] Cf. Jn 12,32

[3] Is 53,3

[4] 1 Tim 6,15

Ave María

Poesía dedicada a la Virgen

 

Dios te salve María,

noble albricia del Amor,

causa de nuestra alegría

y alabanza del Señor;

 

Llena eres de gracia

por divina dilección;

tu alma pura, sin falacia,

no conoce corrupción;

 

El Señor está contigo

como el sol junto a la luz,

como está en la espiga el trigo

o los brazos en la cruz.

Bendita, Madre, tú eres

-oh sagrario celestial-

entre todas las mujeres,

por ser Madre Virginal,

 

Y bendito sea el fruto

de tu vientre: tu Jesús,

cuya entrega fue el tributo

que agradó al Padre en la cruz.

 

“Santa María”, te aclaman

los creyentes con su voz,

y en los cielos te proclaman

como aquí, “Madre de Dios”;

 

Ruega tú, Corredentora,

por nosotros, pecadores,

desde ahora y en la hora

de la muerte y sus albores.

Amén.

 

P. Jason.

“Reunión de religiosos en Belén”

Instituto del Verbo Encarnado en Medio Oriente

Queridos amigos:
Por gracia de Dios, hemos tenido la posibilidad de participar de un encuentro de religiosos de las diversas congregaciones que misionan en Tierra Santa, organizado por “El comité de religiosos de Tierra Santa”.

La reunión fue presidida por Su Beatitud Michel Sabbah, quien recibió a nuestra familia religiosa del Verbo Encarnado en Medio Oriente, y participaron de la misma representantes de muchas y diversas congregaciones actualmente presentes en Medio Oriente, tales como jesuitas, salesianos, dominicanos, asuncionistas, franciscanos, miembros de la Congregación del Sagrado Corazón y finalmente nosotros, sacerdotes del Instituto del Verbo Encarnado.

El Comité de Religiosos de Tierra Santa se reúne periódicamente dos o tres veces al año para reunir representantes de todas las realidades religiosas presentes en el territorio y promover el intercambio y el conocimiento mutuos referente a la actividad misionera de cada congregación.
Este año el comité ha decidido designar para cada reunión a dos exponentes de algunas de las diversas congregaciones para presentarse ante los participantes, informándoles sobre las características de su propia familia religiosa. Los designados para esta ocasión fueron: el Instituto del Verbo Encarnado (exposición a cargo del P. Marcelo Gallardo) y los Padres del Sagrado Corazón.

Al final de las presentaciones, Su Beatitud Mons. Michel Sabbah presentó la undécima carta pastoral de los Patriarcas Católicos del Este, publicada para Pentecostés de 2018.

Digno de mención es el apostolado recíproco entre los religiosos allí presentes respecto a presentar lo propio de cada congregación, lo cual se palpó notablemente en el recreo y momento previo a la reunión, en que pudimos compartir y presentarnos con varios sacerdotes y hasta monjes de otras congregaciones, y dar a conocer así algo más sobre nuestra misión en Séforis.

Damos gracias a Dios por todos los beneficios recibidos durante este encuentro. Encomendamos a sus oraciones, en esta ocasión, especialmente a todos los religiosos que desempeñamos nuestra labor misionera en Medio Oriente, especialmente por nuestra perseverancia, santificación, y que jamás se apague de nuestros corazones el celo misionero.

Con nuestra bendición, en Cristo y María:

Monjes del Monasterio de la Sagrada Familia,
Séforis, Tierra Santa.

Durante las exposiciones
Su Beatitud Mons. Michel Sabbah
Su Beatitud Mons. Michel Sabbah

Monjes contemplativos del Instituto del Verbo Encarnado