Sermón sobre el orgullo II/II

Yo no soy cómo los demás.

(S. Lucas, XVIII, 11.)

San Juan María Vianney

 

Este maldito pecado del orgullo se desliza hasta entre los que ejercen las más bajas funciones. Así un trabajador de tierras, un podador, por ejemplo, si le ocurre practicar su oficio en lugares donde acude mucha gente, veréis que pone en su obra todos sus cinco sentidos, «a fin, dirá él, de que los que pasen por aquí no puedan decir que no sé mi obligación». Este pecado se mezcla también con el crimen o con la virtud: ¡cuántos son los que se glorían de haber hecho el mal! Escuchad la conversación de algunos bebedores: «¡Ah!, dirá uno, el otro día me topé con fulano; apostamos a quién bebería más sin embriagarse; y le gane.» Es también orgullo, desear riquezas que no se tienen o envidiar las de los demás, por ser los ricos respetados en el mundo.

Hallareis algunos que, según su manera de hablar, son humildes en extremo, y llegan hasta despreciar su persona, cómo si públicamente quisiesen confesar su pequeñez. Más decidles algo que los humille de verdad. A la primera palabra les veréis         erguirse,            y            plantaros         cara,      y           hasta     llegaran            al          extremo             de desacreditaros y volver  contra vuestra reputación, por el pretendido agravio que  le  habéis  inferido.  Mientras  se  los  alabe  y  lisonjee,  serán  ellos  muy humildes. Otras veces sucede que, cuando  delante de nosotros se habla con encomio  de  otra  persona,  nos  sentimos  molestados,   cual  si  aquello  nos humillara; ponemos mala cara, o bien decimos: «¡Ah!, ¡es como los demás, fue ella quién hizo esto o lo de más allá, no posee las bellas cualidades que le atribuís, se ve que no la conocéis».

He dicho que el orgullo se mete hasta en nuestras buenas obras. Son muchos los  que  no  darían  limosna  ni  favorecerían  al  prójimo  si  no  fuese  porque, mediante ello, son tenidos por personas caritativas y de buenos sentimientos. Si ocurre tener que dar limosna delante de los demás, dan mayor cantidad que cuando están a solas. Si desean hacer publico el bien que han practicado o los servicios que a los demás han prestado, comenzarán hablando de esta manera «Fulano es muy desgraciado, apenas puede vivir; tal día vino a manifestarme su miseria y le di tal cosa».

El orgulloso nunca quiere ser reprendido, en todo le asiste el derecho; todo cuanto dice esta bien dicho; todo cuanto hace esta bien hecho. En cambio, le veréis  constantemente  preocuparse  de  la  conducta  de  los  demás  todo  lo encuentra  defectuoso  :  nada  esta  bien  hecho  ni  bien  dicho..  Una  acción realizada con las mejores intenciones del mundo, su lengua viperina la convierte en cosa mala.

¿Cuántos hay, también, que mienten o inventan par causa del orgullo? Si les ocurre  narrar  sus dichos o sus hechos, ponen mucho más de lo que hay en realidad.  En  cambio,  otros  mienten  por  temor  de  la  humillación.  En  otras palabras: los viejos se vanaglorian de lo que no hicieron; si hemos de dar oídos a sus palabras, diremos que fueron los más valerosos conquistadores de la tierra; parece cómo si hubiesen recorrido el universo entero; y los jóvenes alábanse de lo que no harán nunca; todos mendigan, todos corren detrás de una boqueada de humo, que ellos llaman honor. Tal es el mundo de hoy;  explorad vuestra conciencia, poned  la  mano  sobre el  corazón,  y,  forzosamente  tendréis  que reconocer la verdad de lo que os digo.

Pero lo más triste y lamentable es que este pecado sume al alma en tan espesas tinieblas, que nadie se cree culpable del mismo. Nos damos perfecta cuenta de las vanas alabanzas  de  los demás, conocemos muy bien cuando se atribuyen elogios que jamás merecieron; mas nosotros creemos ser siempre merecedores de los que se nos tributan. Y yo os digo que quién busca la estimación de los hombres es ciego. –¿Por que, me diréis?— He aquí la razón, amigo mío. Ante todo, no diré que pierda todo el mérito de cuanto hace, que todas sus limosnas, sus oraciones y sus penitencias no sean más que motivo de condenación. El creerá haber hecho algo bueno, y todo estará estropeado por el orgullo. Pero os digo  yo  que  es  un  ciego.  Para  merecer  la  estimación  de  Dios  y de  los hombres, lo más seguro es huir de los honores en vez de procurarlos; no hay más que persuadirse de que nada somos, nada merecemos; y estemos ciertos de que lo tendremos todo. En todo tiempo se ha visto que cuanto más una persona quiere ensalzarse, tanto más permite Dios su humillación; y cuanto más empeño pone en esconderse, mayor es el brillo que Dios concede a su fama. Mirad: no tenéis más que poner la mano y los ojos sobre la verdad para reconocerla. Una persona, es decir, un orgulloso, corre a mendigar las alabanzas de los hombres, ¡y veréis que apenas si es conocido en una parroquia! Mas aquel que hace cuanto puede para ocultarse, que se desprecia a si mismo y se tiene en nada, hallareis que en veinte o  cincuenta leguas a la redonda son elogiadas y conocidas sus buenas cualidades. En una palabra: su fama se esparce par las cuatro partes del mundo; cuanto más se oculta, más conocido es; mientras que cuanto más el otro quiere hacerse visible, más profundamente  se  hunde en las tinieblas, lo cual hace que nadie le conozca, y él mucho menos que los demás.

Si el fariseo, según habéis visto, es el verdadero retrato del orgulloso, el publicano es  una imagen visible del corazón sinceramente penetrado de su pequeñez,  de  su nada, de su escaso mérito y de su gran confianza en Dios. Jesús  nos  lo  presenta  como  un  modelo  cumplido,  al  cual  podemos  tomar seguramente por guía. El publicano, nos dice San Lucas, echa en olvido todo el bien que ha podido hacer durante  su  vida, para ocuparse solamente de su indignidad y de su miseria espiritual; no se atreve a comparecer delante de un Dios tan santo. Lejos de imitar al fariseo, que se situó en un lugar donde podía ser visto de todo el mundo y recibir sus alabanzas, el pobre publicano apenas se atreve a entrar en el templo, corre a ocultarse en un rincón, se considera como si estuviese sólo ante su juez, la faz en tierra, el corazón quebrantado de dolor y los ojos bañados en lágrimas; tanta es su confusión al considerar sus pecados y la santidad de Dios, delante del cual se considera tan indigno de comparecer, que ni se atreve a mirar el altar. Con el corazón lleno de amargura, exclama:

«¡Dios mío, dignaos tener piedad de mi, pues soy un gran pecador! » (Luc., XVIII, 13.). Esta humildad movió de tal manera el corazón de Dios, que, no solamente le perdonó sus pecados, sino que le alabó públicamente diciendo que aquel publicano, aunque pecador, le había sido más agradable por su humildad que no el fariseo con la aparatosa ostentación de sus buenas obras: «Pues os digo, afirma Jesucristo, que aquel publicano regresó a su casa libre de pecado, mientras que el fariseo regresó más culpable que antes de entrar en el templo. De donde deduzco que quién se exalta será humillado, y quién se humilla será exaltado». Hasta aquí hemos visto en que consiste el orgullo, cuan horrible es este vicio, cuanto ofende a Dios y cuan duramente lo castiga el Señor. Vamos a ver ahora lo que sea su virtud contraria, a saber, la humildad.

III.-  «Si  el  orgullo  es  la  fuente  de  toda  clase  de  vicios»  (Eccli,  X,  15.), podemos también afirmar que la humildad es la fuente y el fundamento de toda clase de virtudes (Prov., XV, 33.) ; es la puerta por la cual pasan las gracias que Dios nos otorga ; ella es la que sazona todos nuestros actos, comunicándoles tanto valor, y haciendo que resulten tan agradables a Dios ; finalmente, ella nos constituye dueños del corazón de Dios, hasta hacer de Él, por decirlo así, nuestro servidor; pues nunca ha podido Dios resistir a un corazón humilde (1 Petr., V, 5.).- Pero, me diréis, ¿en que consiste esa humildad, que tantas gracias nos  merece?  -Helo  Aquí,  amigo  mío.  Escúchame:  has  podido  conocer  ya  si realmente estabas dominado por el orgullo, y ahora vas a ver si tienes la dicha de  poseer  esta  tan  rara  como  hermosa  virtud;  si  la  posees  en  toda  su integridad,  tienes  segura  la  gloria  del  cielo.  La  humildad,  nos  dice  San Bernardo, es una virtud que nos hace conocer a nosotros mismos, y nos inclina a concebir un constante desprecio de cuanto  procede de nuestra persona. La humildad    es          una antorcha     que        presenta            a          la         luz       del        día         nuestras imperfecciones;  no  consiste,  pues,  en  palabras  ni  en   obras,  sino  en  el conocimiento de sí mismo, gracias al cual descubrimos en nuestro ser un cúmulo de defectos que el orgullo nos ocultara hasta el presente. Y digo que esta virtud nos es absolutamente necesaria para ir al cielo; oíd, si no, lo que nos dice Jesucristo  en el Evangelio: «Si no os volvéis como niños, no entrareis en el reino de los cielos. En verdad os digo que, si no os convertís, si no apartáis esos sentimientos de orgullo y de ambición, tan naturales al hombre, nunca llegaréis al cielo (Matth., XVIII, 3.). «Sí, nos dice el Sabio, la humildad todo lo alcanza» (Ps. Cl, 18.). ¿Queréis alcanzar el perdón de los  pecados? Presentaos ante vuestro  Dios  en  la  persona  de  sus  ministros,  y  allí,  llenos  de  confusión, considerándoos indignos de obtener el perdón que imploráis, podéis tener  la seguridad  de  alcanzar  misericordia.  ¿Sois  tentados?

Corred  a  humillaros, reconociendo que por vuestra parte no podéis hacer más que perderos: y tened por cierto  que os veréis libres de la tentación. ¡Oh, hermosa virtud, cuan agradables son a Dios  las almas que lo poseen! El mismo Jesucristo no pudo darnos  más  hermosa  idea  de  sus  méritos  que  manifestándonos  que  había querido tomar «la forma de esclavo» (Philip., 11, 7.) la más vil condición a que puede llegar un hombre. ¿Qué es lo que tan agradable  hizo  a la Santísima Virgen ante los ojos de Dios sino la humildad y el desprecio de si mismo?

 Leemos en la historia (Vida de los Padres del desierto, 1, p. 52.) que San Antonio tuvo una visión en la que Dios le presentó el mundo cubierto con una red cuyos cuatro extremos estaban sostenidos por demonios. «¡Ah!, exclamo el Santo, ¿Quién podrá escapar de esta red? » «Antonio, le dijo el Señor, basta tener humildad: es decir, si reconoces que de tu parte nada mereces, que de nada eres capaz con tus solas fuerzas, entonces saldrás triunfante». Un amigo de San Agustín le preguntó cual era la virtud que debía practicar para ser más agradable a Dios. El Santo le contesta: «Te basta la sola humildad. En vano he trabajado en buscar la verdad; para conocer el camino que más seguramente lleve a  Dios, nunca  he  sabido hallar otro».
Escuchad  lo  que  nos  cuenta  la historia (Vida de los Padres del desierto, San Macario de Egipto, t. 11, p. 358.). San Macario, un día que  regresaba a su morada con un haz de leña, halló al demonio empuñando un tridente de fuego, el cual le dijo: «Oh, Macario, cuanto sufro por no poderte maltratar; ¿por que me haces sufrir tanto?, pues cuanto haces, lo practico yo mejor que tú: si tú ayunas, yo no como nunca; si tú pasas las noches en vela, yo no duermo nunca; solamente me aventajas en una cosa, y con ella me tienes vencido». ¿Sabéis cual era la cosa que tenía San Macario y el demonio no? ¡Ah!, amados míos, la humildad. ¡Oh, hermosa virtud, cuan dichoso y cuan capaz de grandes cosas es el mortal que la posee!

 En efecto, aunque tuvieseis todas las demás virtudes, si os faltase ésta, nada tendríais.  Abandonad toda vuestra fortuna a los pobres, llorad los pecados durante toda la vida,  someteos a todas las penitencias que vuestro cuerpo pueda soportar, pasad los años de vuestra existencia en el retiro; si no tenéis humildad, habréis de condenaros. Por esto vemos que todos los santos pasaron su vida entera trabajando en adquirirla o conservarla. Cuanto más les colmaba Dios  de  favores,  más  profundamente  se  humillaban.  Mirad  a  San  Pablo, arrebatado hasta el tercer cielo; se tiene por gran pecador, un perseguidor de la Iglesia de Cristo, un miserable bastardo, indigno del lugar que ocupa (I Tim.,

1, 13; I Con, XV, 8-9.). Mirad a San Agustín, a San Martín: entraban en el

templo temblando, tanta era la confusión que sentían al considerar su miseria espiritual.  Estas deberían ser nuestras disposiciones para ser agradables a Dios. Vemos que un  árbol, cuanto más cargado de fruto se halla, más inclina hacia el suelo sus ramas; así también nosotros, cuanto mayor sea el número de nuestras buenas obras,   más            profundamente            debemos           humillarnos, reconociéndonos indignos de que Dios se  sirva de tan vil instrumento para hacer el bien. Solamente por humildad podemos reconocer a un buen cristiano.

Más, me diréis, ¿de que manera podremos distinguir si un cristiano es humilde?

-Nada más fácil, según ahora vais a ver. Ante todo os digo que una persona verdaderamente  humilde  nunca  habla  de  sí  misma,  ni  en  bien  ni  en  mal; contentase con humillarse delante de Dios, que la conoce tal cual es. Sus ojos no atienden más que a su conducta propia, y gime siempre por reconocerse muy culpable; por otro lado, no deja de trabajar por hacerse cada vez más digna de Dios. Nunca la veréis emitir su juicio sobre la  conducta de los demás, nunca deja de formar buena opinión de todo el mundo. ¿Hay  alguien a quién sepa despreciar? A nadie más que a sí misma. Siempre echa a buena parte lo que hacen sus  hermanos, pues esta muy persuadida de que sólo ella es capaz de obrar el mal. De aquí viene que, si habla de su prójimo, es para elogiarlo; si no puede decir de los demás cosa buena, se calla; cuando la desprecian, piensa que en ello hacen los demás lo que deben, pues, después de haber ella despreciado a su Dios, bien merece ser despreciada de los hombres; si le tributan elogios, se ruboriza y huye, lamentándose de ver que en el día del juicio  final va a causar  una gran decepción a los que la creían persona de bien, cuando en realidad esta llena de pecados. Siente tanto horror de las alabanzas, cuanto los orgullosos aborrecen la humillación. Prefiere siempre para amigos a los que le dan a conocer sus defectos. Si se le ofrece la ocasión de favorecer a alguien, escogerá siempre como objeto de sus atenciones a quién le calumnió o le causo algún perjuicio.

Los orgullosos buscan siempre la compañía de quienes los adulan y tienen en algo; ella, por el contrario, se apartara de la lisonja para ir en busca de los que parecen tenerla en opinión desfavorable. Sus delicias consisten en hallarse sólo con su Dios, mostrarle sus miserias, y suplicarle que se apiade de ella. Ya esté sola, ya en compañía de otros, ningún cambio observaréis en sus oraciones, ni en su manera de obrar. Encaminando todas sus acciones solamente a agradar a Dios, nunca se preocupa de lo que podrán decir de ella los demás. Trabaja par agradar a  Dios, mientras que al mundo lo coloca debajo de sus plantas. Así piensan y obran los que poseen el preciado tesoro, de la humildad… Jesucristo parece no hacer distinción entre el sacramento del Bautismo, el de la Penitencia y la humildad. Nos dice que, sin el Bautismo, jamás entraremos en el reino de los cielos (Ioan., III, 5.); sin el de la Penitencia, después de hacer pecado, no cabe esperar el perdón, y en seguida nos dice también que sin la humildad no entraremos en el cielo (Matth., XVIII, 3.). Aunque estemos llenos de pecados, si somos humildes, tenemos la seguridad de alcanzar perdón; más sin la humildad, aunque  llevemos realizadas cuántas buenas obras nos sean posibles, no alcanzaremos la  salvación.  Ved un ejemplo que os mostrara esto perfectamente.

 Leemos en el libro de los Reyes (III Reg., XXI.) que el rey Acab era el más abominable de los soberanos que habían reinado hasta su tiempo; no creo que se pueda decir más de lo que de él dice el Espíritu Santo. Escuchad: «Era un rey dado a toda  suerte de  impurezas; echaba mano, sin discreción, de los bienes de sus súbditos; fue causa de que los israelitas se rebelasen contra su Dios; parecía un hombre vendido y comprometido a  realizar toda suerte de iniquidades: en una palabra, con sus crímenes dejó buenos a cuántos le habían precedido. Por todo lo cual, no pudiendo Dios soportar por más tiempo sus maldades, dispuesto a castigarle, llamo a su profeta Elías, ordenándole que se presentase al rey  para  darle a conocer los divinos propósitos: «Dile que los perros comerán sus carnes y se abrevaran en su sangre; descargaré sobre su cabeza toda mi cólera y toda mi venganza; nada omitiré para castigarle, hasta el punto de hacer llegar el exceso de mi  furor a los perros que se hayan alimentado de sus despojos». Fijaos aquí en cuatro cosas:

  1. ¿Se ha visto jamás hombre malvado cómo aquel?
  2. 2. ¿Se ha visto jamás que determinación tan clara de hacer perecer a un hombre, ciertamente merecedor de tal castigo?
  3. 3. ¿Se ha dado nunca orden tan precisa? «Todo ello, dijo el Señor, tendrá efecto en este lugar. »
  4. 4. ¿ Se ha visto nunca en la historia de un hombre condenado a un suplicio tan infame cual el que debía sufrir Acab, esto es, hacer que su cuerpo y su sangre sirviesen de pasto a los perros? ¿Quién podrá librarle de las manos de enemigo tan poderoso, el cual ha comenzado ya a ejecutar sus designios?

En  cuanto  el  profeta  terminó  su  mensaje,  Acab  comenzó  a  rasgar  sus vestiduras.  Escuchad  lo  que  le  dijo  el  Señor:  «Vamos,  ya  no  es  tiempo, comenzaste demasiado tarde; ahora me burlo de ti». Entonces ciñó a su cuerpo un áspero cilicio: ¿Crees tu, le dijo  el Señor, que esto me inspirará piedad y hará revocar mi decreto; ahora ayunas: debías haber ayunado de la sangre de tantas personas a quienes diste muerte. » Entonces el rey se arrojó al suelo y se cubrió de ceniza; cuando era preciso aparecer en publico, andaba  con la cabeza descubierta y los ojos fijos al suelo. «Profeta, dijo el Señor; has visto de que manera se ha humillado Acab; postrándose con la faz en tierra? Pues ve a decirle que, ya que se ha humillado, dejaré de castigarle; ya no descargaré sobre su cabeza los rayos de mi venganza que para el tenía preparados. Dile que  su  humildad  me  ha  conmovido,  ha  hecho  revocar  mis  órdenes  y  ha desarmado mi cólera» (III Reg., XXI).

Pues bien, ¿tenía razón al deciros que la humildad es la más hermosa, la más preciosa de todas las virtudes, que todo lo puede delante de Dios, que Dios no sabe denegar nada a sus instancias?

Poseyéndola, tenemos también todas las demás; pero, si nos falta, nada valen todas las demás. Terminemos, pues, diciendo que conoceremos si un cristiano es bueno por el desprecio que haga de si mismo y de sus obras, y por la buena

opinión que en todo momento le merezcan los hechos o los dichos del prójimo. Si  así  nos  portamos,  tengamos por  seguro  que  nuestro  corazón  gozara  de felicidad en esta vida, y después alcanzaremos la gloria del cielo…

Sermón sobre el orgullo I/II

“Yo no soy cómo los demás…”

(S. Lucas, XVIII, 11.)

San Juan Maria Vianney

Tal es el lenguaje ordinario de la falsa virtud y el de los orgullosos, quienes, siempre satisfechos de si mismos, estén en todo momento dispuestos a criticar y censurar el comportamiento de los demás. Tal es también la manera de hablar de los ricos, que miran a los pobres como si fuesen de una naturaleza distinta de la suya, y los tratan conforme a esta manera de pensar. En una palabra, esta es la manera de hablar de casi todo el mundo.  Son contados, hasta entre la gente de la más baja condición, los que no estén manchados con este maldito pecado, que no formen siempre buena opinión de si mismos, que no se coloquen en todo momento por encima de sus iguales, y no lleven su detestable orgullo hasta afirmarse en la creencia de que son ellos mejores que muchos otros. De todo lo cual  deduzco yo, que el orgullo es la fuente de todos los vicios y la causa de todos los males que acontecen y acontecerán hasta la consumación de los siglos. Llevamos hasta tal punto  nuestra ceguera, que muchas veces nos gloriamos de aquello que debería llenarnos de  confusión. Unos se muestran orgullosos porque creen tener mucho talento; otros,  porque  poseen algunos palmos de tierra o algún dinero; más todos éstos lo que debieran  hacer es temblar ante la terrible cuenta que Dios les pedirá algún día. Cuántos hay que necesitan hacer esta oración que San Agustín dirigía a Dios Nuestro Señor:

«Dios mío, haced que conozca lo que soy, y nada más necesito para llenarme de confusión y desprecio» (Noverim me, ut oderim me). Voy, pues, ahora a mostraros:

1.° Hasta que punto el orgullo nos ciega y nos hace odiosos a los ojos de Dios y de los hombres;

2.° De cuántas maneras lo cometemos; y

3.° Lo que debemos practicar para corregirnos.

  1. Para daros una idea de la gravedad de ese maldito pecado, sería preciso que Dios me permitiese  ir  a  arrancar  a  Lucifer  del  fondo  de  los  abismos,  y arrastrarle aquí, hasta este lugar que ocupo, para que el mismo os pintase los horrores de ese crimen, mostrándoos los bienes que le ha arrebatado, es decir el cielo, y los males que le ha  causado, que no son otros que las penas del infierno.

¡Ay! ¡Por un pecado que tal vez durara un solo momento, un castigo que durará toda una eternidad! Y lo más terrible de ese pecado es que, cuanto más domina al  hombre,  menos  culpable  se  cree  éste  del  mismo.  En  efecto,  jamás  el orgulloso querrá convencerse  de  que lo es, ni jamás reconocerá que no anda bien: todo cuanto hace y todo cuanto  desea, esta bien hecho y bien dicho.

¿Queréis haceros cargo de la gravedad de ese pecado? Mirad lo que ha hecho Dios para  expiarlo. ¿Por qué causa quiso nacer de padres pobres, vivir en la oscuridad, aparecer en el mundo no ya en medio de gente de mediana condición, sino como una persona de la más ínfima categoría? Pues porque veía que ese pecado había  de  tal  manera  ultrajado  a  su  Padre,  que  solamente Él  podía expiarlo rebajándose al estado más humillante y más despreciable, cual es el de la pobreza; pues no hay como no poseer nada para ser despreciado de unos y rechazados de otros.

Mirad cuan grandes sean los males que ese pecado ocasionó. Sin él, no habría infierno. Sin dicho pecado, Adán estaría aún en el paraíso terrenal, y nosotros todos, felices, sin enfermedades ni miseria alguna de esas que a cada momento nos agobian; no habría muerte; no estaríamos sujetos a aquel juicio que hace temblar  a  los  santos;  Ningún  temor  deberíamos  tener  de  una  eternidad desgraciada; el cielo nos estaría asegurado. Felices en este mundo, y aun más felices en el otro, pasaríamos nuestra vida bendiciendo la grandeza y la bondad de nuestro Dios, y después subiríamos en cuerpo y alma a continuar tan dichosa ocupación en el cielo. ¿Que digo?, ¡sin ese maldito pecado, Jesús no habría muerto!. ¡Cuántos tormentos se habrían evitado a nuestro divino Salvador! …

Pero, me diréis, ¿por que ese pecado ha causado peores daños que nosotros?

¿Por qué? Oíd la razón. Si Lucifer y los demás Ángeles malos no hubiesen caído en el  pecado de orgullo, no  existirían demonios, y,  por consiguiente, nadie habría  tentado  a  nuestros  primeros  padres,  y así  ellos  hubieran  tenido  la suerte de perseverar. No  ignoro que todos los pecados ofenden a Dios, que todos los pecados mortales merecen eterno castigo; el avaro, que sólo piensa en atesorar riquezas, dispuesto a sacrificar la salud, la fama y hasta la misma vida para acumular dinero, con la esperanza de proveer a su porvenir, ofende sin duda a la providencia de Dios, el cual nos tiene prometido que,  si nos ocupamos en servirle y amarle, Él cuidará de nosotros. El que se entrega a los excesos de la bebida hasta perder la razón, y se rebaja a un nivel inferior al de los brutos, ultraja también gravemente a Dios, que le dio los bienes para usar rectamente de ellos consagrando sus energías y su vida a servirle. El vengativo que se venga de las injurias recibidas, desprecia cruelmente a Jesucristo, que, hace ya tantos meses o quizás tantos años, le soporta sobre la tierra, y aún más, le provee de cuanto necesita, cuando sólo merecería ser precipitado a las llamas del infierno. El impúdico, al revolcarse en el fango de sus pasiones, se coloca en un nivel inferior a las  más inmundas bestias, pierde su alma y da muerte  a  su  Dios;  convierte  el  templo  del  Espíritu  Santo  en  templo  de demonios,        hace       de         los        miembros         de       Cristo, miembros         de          una        infame prostitución; de hermano del Hijo de Dios, se convierte, no ya en hermano de los demonios, sino en esclavo de Satán. Todo esto son crímenes respecto a los cuales  faltan  palabras  que  expresen  los  horrores  y  la  magnitud  de  los tormentos que merecen. Pues bien, yo os digo que todos estos pecados distan tanto del orgullo, en cuanto al ultraje que infieren a Dios como el cielo dista de la tierra: nada más fácil de comprender. Al cometer los demás pecados, o bien quebrantamos los preceptos de Dios, o bien despreciamos sus beneficios; o, si queréis, convertimos en inútiles los trabajos, los sufrimientos y la muerte de Jesús. Más el orgullo hace como un súbdito que, no contento con despreciar y hollar debajo de sus plantas las leyes y las ordenanzas de sus soberano, lleva su furor hasta el intento de hundirle un puñal en el pecho, arrancarle del trono, hollarle debajo de sus pies y ponerse en su lugar. ¿Puede  concebirse mayor atrocidad?  Pues  bien,  esto  es  lo  que hace  la persona  que halla  motivo  de vanidad en los éxitos alcanzados con sus palabras u obras. ¡Oh, Dios mío!, ¡cuan grande es el número de esos infelices!

Oíd lo que nos dice el Espíritu Santo hablando del orgullo: «Será aborrecido de Dios y de  los hombres, pues el Señor detesta al orgulloso y al soberbio». El mismo Jesucristo nos dice «que daba gracias a su Padre por haber ocultado sus secretos  a  los  orgullosos»  (Matth.,  XI,  25.).  En  efecto,  si  recorremos  la Sagrada Escritura, veremos que los males con que Dios aflige a los orgullosos son tan horribles y frecuentes que parece  agotar su furor y su poder en castigarlos, así cómo podemos observar también el especial placer con que Dios se complace en humillar a los soberbios a medida que ellos procuran elevarse. Acontece igualmente muchas veces ver al orgulloso caído en algún vergonzoso vicio que le llena de deshonra a los ojos del mundo.

Hallamos un caso ejemplar en la persona de Nabucodonosor el Grande. Era aquel  príncipe  tan  orgulloso,  tenía  tan  elevada  opinión  de  si  mismo,  que pretendía ser  considerado como Dios (Iudit, III, 13.)        Cuando más henchido estaba con su grandeza y poderío, de repente oyó una voz de lo alto diciéndole que el Señor estaba cansado de su orgullo, y que, para darle a conocer que hay un Dios,  Señor y dueño de los reinos terrenos, le sería quitado su reino y entregado a otro; que sería arrojado de la compañía de los hombres, para ir a habitar junto a las bestial  feroces,  donde comería hierbas y raíces cual una bestia de carga. Al momento Dios le trastorno de tal manera el cerebro, que se imaginó ser una bestia, huyó a la selva y allí llegó a conocer su pequeñez (Dan., IV,  27-34.).  Ved  los  castigos  que  Dios  envió  a  Core,  Dathán,  Abirón  y  a doscientos judíos notables. Estos, llenos de orgullo, dijeron a Moisés y a Aarón:

«¿Y por que no hemos de tener también nosotros el honor de ofrecer al Señor el incienso cual vosotros lo hacéis?» El Señor mandó a Moisés y a Aarón que todos se retirasen de  ellos y de sus casas, pues quería castigarlos. Apenas estuvieron separados, abrióse la tierra debajo de sus pies y se hundieron vivos en el infierno (Num., XVI.). Mirad a Herodes, el que hizo dar muerte a Santiago y  encarceló  a  San  Pablo.  Era  tan  orgulloso,  que  un  día,  vestido  con  su indumentaria real y sentado en su trono, habló con tanta elocuencia al pueblo, que hubo quién llegó a decir: «No, éste que habla no es un hombre, sino un dios». AL instante, un Ángel le hirió con una tan horrible enfermedad, que los gusanos se cebaban en su cuerpo vivo, y murió como un miserable. Quiso ser tenido por dios, y fue  comido por los viles insectos (Act., XII, 21-23.). Ved también a Amán, aquel, soberbio famoso, que había decretado que todo súbdito debía doblar la rodilla delante de él. Irritado y enfurecido porque Mardoqueo menospreciaba sus órdenes, hizo levantar una  horca para darle muerte; pero Dios, que aborrece a los orgullosos, permitió que aquella horca sirviese para el mismo Amán (Esther, VII, 10)…

En  todos  partes  y  en  todos  tiempos  hallamos  ejemplos  de  cómo  Dios  se complace   en   confundir  a  los  soberbios.  Y  no  solamente  el  orgulloso  es aborrecible a los ojos  de Dios, sino que también resulta insoportable a los hombres. ¿Por qué causa?, me  preguntaréis. – Pues porque no puede avenirse con nadie: unas veces quiere elevarse por encima de sus iguales, otras quiere igualarse con los que están sobre él, de manera que nunca puede estar en paz con nadie. Así es que los orgullosos están siempre en controversia con alguien, por lo cual todo el mundo los odia, huye de ellos y los desprecia. No hay pecado que produzca un cambio tan radical en el que lo comete cómo el orgullo; por él, un Ángel, la criatura más hermosa, se convirtió en el más horrible demonio, y entre los hombres, a un hijo de Dios lo convierte en esclavo de Satán

  1. II. Muy horrible es ese pecado, me diréis; preciso es que quién lo comete no conozca ni los bienes que pierde, ni los males que atrae sobre sí, ni, finalmente, los ultrajes que infiere a Dios y a su alma. Mas ¿de que modo podremos saber que hemos caído en él? – ¿Cómo, amigo mío? Helo Aquí. Podemos muy bien decir que este pecado se halla en todas partes, acompaña al hombre en todo cuanto dice o hace: viene a ser como una especie de condimento que en todas partes entra. Escuchadme un momento y lo vais a ver. Jesucristo nos presenta un ejemplo en el Evangelio, al hablarnos de aquel fariseo que fue al templo a hacer su oración, permaneciendo de pie ante todo el mundo y diciendo en alta  voz:

«Os doy gracias, Señor, porque no soy cómo los demás lleno de pecados; empleo mi vida haciendo el bien y procurando agradaros». Aquí tenéis el verdadero carácter  del  orgulloso:  en vez de dar gracias a Dios  por  haberse dignado servirse de él para el bien, mira a todo aquello como si procediese de sí propio y no de Dios. Entremos a examinar esto con más detención y veremos como casi nadie escapa a las redes del orgullo. Así los  viejos como los jóvenes, así los pobres como los ricos, todos se alaban y glorían de lo  que son y de lo que hicieron, o mejor, de lo que no son y de lo que no hicieron. Todos se aplauden y gustan de ser aplaudidos; todos corren de una parte a otra mendigando las alabanzas de los hombres, y cada uno trabaja por atraerse a los demás a su partido. Así pasa la vida la mayor parte de la gente. La puerta por la, cual el orgullo  entra  más  copiosamente  son  las  riquezas.  En  cuanto  una  persona aumenta sus bienes, la veréis va mudar de vida; hace lo que decía Jesucristo de los fariseos: «Esas gentes gustan de que les llamen maestros, de que todo el mundo  las  salude;  siempre  aspiran  a  los  primeros  puestos;  se  presentan ricamente  vestida»  (Matth.,  XXIII.);  abandonan  ya  su  primitivo  aire  de sencillez;  si  los  saludáis,  ni  se  dignaran  quitarse  el  sombrero,  apenas  si inclinarán  un  poco  la  cabeza;  andan  con  la  cabeza  erguida,  ponen  especial cuidado en escoger las más bellas palabras, cuya significación muchas veces ignoran,  pero  se complacen en repetirlas. Aquí hallaréis a un hombre que os llenará la cabeza dándoos cuenta de las herencias que le han tocado para hacer ostentación de la importancia de su fortuna. Toda su preocupación está en que le alaben y le tengan en mucho. ¿Se ha  visto coronada por el éxito alguna empresa suya?, pues le falta tiempo para darlo a  conocer, a fin de hacer ostentación de su saber. ¿Ha dicho algo digno de aplauso?, no  cesa ya de repetirlo a cuántos le quieren escuchar, hasta fastidiarlos y dar pie a que se burlen de su fatuidad. ¿Ha realizado, por ventura, algún viaje? preparaos, pues, a oír cien veces sus narraciones, hinchadas y exageradas, hablando de lo que vio y de lo que no vio con tanta desaprensión que llega a inspirar lástima a los que le escuchan.

Los pobres orgullosos piensan que de esta manera lograrán ser tenidos por personas de talento, mas lo que ocurre es que en la intimidad todo el mundo los desprecia. Ante las bravatas de cierta gente, una persona seria no sabe abstenerse de formular para sus adentros este o parecido juicio: ¡he Aquí un soberbio; el pobre piensa ser creído en todo cuanto afirma!…

Ved a un artesano contemplando la obra de otro; hallará en ella mil defectos y dirá: ¿que  le  vamos a hacer? ¡Su capacidad no da más de sí! Pero, como el orgulloso no rebaja nunca a los demás sin elevarse a sí mismo, entonces, a renglón seguido, os hablará de tal o cual obra por él realizada, diciéndoos que ha llamado la atención de los inteligentes, que se ha hablado mucho de ella… El orgulloso,  al  toparse  con  varias  personas  reunidas,  generalmente  cree  que hablan de él ya en bien ya en mal.

¿Se trata de una joven agraciada, o que tal cree ser? La veréis andar con un aire de afectación, con una vanidad cual de princesa. ¿Está bien provista de vestidos y adornos? Pues con el mayor disimulo dejará muchas veces su ropero abierto para que se enteren de ello los que frecuentan su casa.

Quién se enorgullece de su hogar y de sus bestias; Quién de saber confesarse, de saber  orar bien, de presentarse con mayor modestia en el templo. Una madre se enorgullecerá de sus hijos; un labrador, de tener las tierras mejor cultivadas que otros a quienes critica y se envanecerá de su saber. Un joven petimetre lleva con ostentación  una  gran cadena en el chaleco; pero, si se le pregunta que hora es, no puede decirlo porque no tiene reloj; otro, que lo lleva, a cada momento habla de si es tarde o temprano, para tener ocasión de lucirlo ante los demás. Si es un jugador, tomará en su mano todo lo que tiene o hasta lo que pidió prestado, para dar a entender que no le importa perder unos pesos.

¡Y cuántos hay que, para asistir a una partida de placer, tienen que pedir prestado no sólo el dinero sino también el vestido!

¿Es una persona que entra por primera vez en relaciones con una familia donde no era conocida? En seguida la oiréis dar grandes explicaciones acerca de su abolengo, sus bienes, su talento, y todo cuanto puede contribuir a que formen de ella un elevado  concepto.  Nada más ridículo, nada más tonto que estar siempre dispuesto a hablar de lo que se ha hecho, de lo que se ha dicho. Oíd a un padre de familia, cuando sus hijos se  hallan en estado de poder contraer matrimonio. En cuanto se le ofrece ocasión, habla de esta manera, para que le oiga todo el mundo: «Tengo prestados tantos miles de pesos, mis tierras rinden tanto»; más pedidle tan sólo un real para los pobres, y os contestara que no tiene nada. Un sastre o una modista habrán acertado en la confección de un traje o un vestido; si se ofrece la ocasión de ver pasar a la persona que lo lleva y alguien alaba el vestido y quiere saber su autor, pronto responden : «¡Mirad bien, es obra mía!». ¿Por qué hablan? Pues para dar a conocer su habilidad. Si no hubiesen acertado, y los comentarios fuesen desfavorables, se guardarían muy bien de abrir la  boca por temor a la humillación. Y no hablemos de las mujeres en lo concerniente a las cosas del hogar… Mas he de advertiros que este pecado debe ser aún más temido entre las personas que parecen profesar una gran piedad. He Aquí un ejemplo (Orígenes… Pastor apostólico, tomo 1, p.261. (Nota del Santo)).

La Eucaristía resume todas las maravillas que Dios realizó por nuestra salvación

Homilía, Misa de clausura del XVII Congreso Eucarístico Internacional, domingo 25 de junio del 2000

San Juan Pablo II

1. «Tomad, esto es mi cuerpo (…); esta es mi sangre» (Mc14, 22-23). Las palabras que pronunció Jesús durante la última Cena resuenan hoy en nuestra asamblea, mientras nos disponemos a clausurar el Congreso eucarístico internacional. Resuenan con singular intensidad, como una renovada consigna: «¡Tomad!».

Cristo nos confía su Cuerpo entregado a su Sangre derramada. Nos los confía como hizo con los Apóstoles en el Cenáculo, antes de su supremo sacrificio en el Gólgota. Pedro y los demás comensales acogieron estas palabras con asombro y profunda emoción. Pero ¿podían comprender entonces cuán lejos los llevarían?

Se cumplía en aquel momento la promesa que Jesús había hecho en la sinagoga de Cafarnaúm:«Yo soy el pan de vida,(…) El pan que yo daré es mi carne, para la vida del mundo» (Jn 6, 48.51). La promesa se cumplía en víspera de la pasión, en la que Cristo se entregaría a sí mismo por la salvación de la humanidad.

2. «Esta es mi sangre, sangre de la alianza, derramada por muchos» (Mc 14,24). En el Cenáculo Jesús habla de alianza. Es un término que los Apóstoles comprenden fácilmente, porque pertenecen al pueblo con el que Yahveh, como nos narra la primera lectura, había sellado la antigua alianza, durante el éxodo de Egipto (cf. Ex 19-24). Tienen muy presentes en su memoria el monte Sinaí y Moisés, que había bajado de ese monte llevando la Ley divina grabada en dos tablas de piedra.

No han olvidado que Moisés, después de haber tomado el «libro de la alianza», lo había leído en voz alta y el pueblo había aceptado, respondiendo: «Obedeceremos y haremos todo cuanto ha dicho el Señor» (Ex 24, 7). Así, se había establecido un pacto entre Dios y su pueblo, sellado con la sangre de animales inmolados en sacrificio. Por eso Moisés había rociado al pueblo diciendo: «Esta es la sangre de la alianza que el Señor ha hecho con vosotros, según todas estas palabras» (Ex 24,8).

Así pues, los Apóstoles comprendieron bien la referencia a la antigua alianza. Pero ¿qué comprendieron de la nueva? Seguramente muy poco. Deberá bajar el Espíritu santo a abrirles la mente. Sólo entonces comprenderán el sentido pleno de las palabras de Jesús. Comprenderán y se alegrarán.

Se percibe claramente un eco de esa alegría en las palabras de la carta a los Hebreos que acabamos de proclamar:«Si la sangre de machos cabríos y de toros y la ceniza de vaca santifica con su aspersión a los contaminados, en orden a la purificación de la carne, ¡cuánto más la sangre de Cristo!» (Hb 9,13-14). Y el autor de la carta concluye: «Por eso Cristo es mediador de una nueva alianza; para que (…) los que han sido llamados reciban la herencia eterna prometida» (Hb 9, 15).

3.- «Este es el cáliz de mi sangre». La tarde del Jueves Santo, los Apóstoles les llegaron hasta el umbral del gran misterio. Cuando, terminada la cena, salieron con él hacia el huerto de los Olivos, no podían saber aún que las palabras que había pronunciado sobre el pan y el cáliz se cumplirían dramáticamente al día siguiente, en la hora de la cruz. Quizá ni siquiera en el día tremendo y glorioso que la Iglesia llama feria sexta in parasceve -el Viernes santo-, se dieron cuenta de que lo que Jesús les había transmitido bajo las especies del pan y del vino contenía la realidad pascual.

En el evangelio de San Lucas hay un pasaje iluminador. Hablando de los dos discípulos de Emaús, el evangelista describe su desilusión: «Nosotros esperábamos que sería él el que iba a librar a Israel»(Lc 24, 21). Este debió de ser también el sentimiento de los demás discípulos, antes de su encuentro con Cristo resucitado. Sólo después de la resurrección comenzaron a comprender que en la pascua de Cristo se había realizado la redención del hombre. El Espíritu Santo los guiaría luego a la verdad completa, revelándoles que el Crucificado había entregado su cuerpo y había derramado su sangre como sacrificio de expiación por los pecados de los hombres, por los pecados de todo el mundo (cf. 1 Jn 2, 2).

También el autor de la carta a los Hebreos nos ofrece una clara síntesis del misterio:«Cristo(…) penetró en el santuario una vez para siempre, no con sangre de machos cabríos ni de novillos, sino con su propia sangre, consiguiendo una redención eterna» (Hb 9, 11-12)

4. Hoy reafirmamos esta verdad en la Statio orbis de este Congreso eucarístico internacional, mientras, obedeciendo al mandato de Cristo, volvemos a hacer «en conmemoración suya» cuanto él realizó en el Cenáculo la víspera de su pasión.

«Tomad, esto es mi cuerpo(….) Esta es mi sangre de la alianza, que es derramada por muchos» (Mc 14, 22, 24). Desde esta plaza queremos repetir a los hombres y a las mujeres del tercer milenio este anuncio extraordinario; el Hijo de Dios se hizo hombre por nosotros y se entregó en sacrificio por nuestra salvación. Nos da su cuerpo y su sangre como alimento para una vida nueva, una vida divina, ya no sometida a la muerte.

Con emoción recibamos nuevamente este don de manos de Cristo, para que, por medio de nosotros, llegue a todas las familias y a todas las ciudades, a los lugares del dolor y a los centros de la esperanza de nuestro tiempo. La Eucaristía es don infinito de amor; bajo los signos del pan y del vino reconocemos y adoramos el sacrifico único y perfecto de Cristo, ofrecido por nuestra salvación y por la de toda la humanidad. La Eucaristía es realmente «el misterio que resume todas las maravillas que Dios realizó por nuestra salvación» (cf.santo Tomás de Aquino, De sacr. Euch., cap.1)

En el Cenáculo nació y renace continuamente la fe eucarística de la Iglesia. Al terminar el Congreso eucarístico queremos volver espiritualmente a los orígenes, a la hora del Cenáculo y del Gólgota, para dar gracias por el don de la Eucaristía, don inestimable que Cristo nos ha dejado, don del que vive la Iglesia.

5. Dentro de poco concluirá nuestra asamblea litúrgica, enriquecida con la presencia de fieles procedentes de todo el mundo, y que es más sugestiva aún gracias a este extraordinario adorno floral. A todos os saludo con afecto y os doy las gracias de corazón.

Salgamos de este encuentro fortalecidos en nuestro compromiso apostólico y misionero. Qué la participación en la Eucaristía os lleve a ser pacientes en la prueba a vosotros, enfermos, fieles en el amor a vosotros, esposos; perseverantes en los santos propósitos a vosotros, consagrados; fuertes y generosos a vosotros, queridos niños de primera comunión, y, sobre todo, a vosotros, queridos jóvenes, que os disponéis a asumir personalmente la responsabilidad del futuro. Desde esta Statio orbis mis pensamiento va ahora a la solemne celebración eucarística con la que se concluirá la Jornada mundial de la juventud. A vosotros, jóvenes de Roma, de Italia y del mundo, os digo: preparaos esmeradamente para ese encuentro internacional de la juventud, en el que se os llamará a confrontaros con los desafíos del nuevo milenio.

6. Y Tú, Cristo, nuestro Señor, que «con este sacramento alimentas y santificas a tus fieles, para que una misma fe ilumine y un mismo amor congregue a todos los hombres que habitan un mismo mundo» (Prefacio II de la Santísima Eucaristía), haz que tu Iglesia, que celebra el misterio de tu presencia salvadora, sea cada vez más firme y compacta.

Infunde tu Espíritu en cuantos se acercan a la sagrada mesa, y dales mayor audacia para testimoniar el mandamiento de tu amor, a fin de que el mundo crea en ti, que un día dijiste: «Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre» (Jn 6,51)

Tú, Señor Jesucristo, Hijo de la Virgen María, eres el único Salvador del hombre, «ayer, hoy y siempre».

“Padre Gustavo Nieto, Superior General del IVE, en Séforis… pero no vino solo”

“25 años de sacerdocio”

Queridos amigos:

Por gracia de Dios hemos recibido una gran visita en la casa de santa Ana. Un grupo de doce de nuestros sacerdotes misioneros de diversos lugares del mundo venidos junto con nuestro Superior General, quisieron celebrar aquí la santa Misa y pasar una velada familiar junto con nosotros, todo inmerso en un clima de completa gratitud, ya que luego de muchos años han coincidido todos ellos para festejar sus 25 años de sacerdocio con esta peregrinación a Tierra Santa.

Bien sabemos nosotros que la perseverancia, especialmente en la vocación, es una gracia que hay que pedir todos los días, y en esta oportunidad nos alegramos junto con nuestros misioneros que durante todos estos años han perseverado, desde sus lejanas y variadas tierras de misión, en esta súplica filial al servicio de Dios: bautizando, predicando, confesando, alentando, y llevando el mensaje de la Buena Nueva del Evangelio según múltiples las necesidades y circunstancias de cada misión, y según el Carisma del Instituto del Verbo Encarnado, nuestra gran familia religiosa.

Delicadezas de la Divina Providencia

Como Dios no se deja ganar en generosidad y a menudo nos sorprende, pues en esta ocasión volvió a hacerlo mediante la generosidad de los cristianos árabes amigos del Monasterio quienes, apenas se enteraron de esta importante visita, quisieron ellos también tomar parte de esta bienvenida, y regalaron para nuestros peregrinos una cena típica árabe, además de venir a saludar y estrechar la mano de nuestros misioneros, signo de respeto que acá es mucho más fuerte que en Occidente, y rendir honor mediante sus especiales saludos, y lo mismo quiso hacer uno de nuestros benefactores que, si bien no es cristiano, profesa un profundo respeto hacia los consagrados. Incluso una pequeña ofreció “un canto para los abunas”.

La velada con estas dos familias transcurrió en un clima sumamente agradable, incluyendo cantos y acciones de gracias, y a los dos días nuestros sacerdotes vinieron a celebrar la santa Misa y conocer bien todo el lugar, terminando con un desayudo todos juntos.

Agradecemos al Padre Gustavo Nieto y todos sus compañeros de ordenación sacerdotal; los encomendamos a ellos y a todos nuestros misioneros a sus oraciones, pidiendo especialmente por su perseverancia y santificación y la de todos los miembros de nuestra familia religiosa.

Con nuestra bendición, en Cristo y María:

Monjes del Monasterio de la Sagrada Familia,

“La casa de santa Ana”

Velada con las familias árabes

La corrección fraterna

Un acto de caridad

Si tu hermano llega a pecar,

vete y repréndele, a solas tú con él.

Si te escucha, habrás ganado a tu hermano.

Mt 18,15

 P. Jason Jorquera Meneses.

 

Cuando hablamos de corrección fraterna, estamos hablamos de una enseñanza-obligación puramente de caridad. Corregir al hermano que ha errado o incluso pecado, es parte de la “preocupación de la caridad” que a diferencia del egoísmo quiere el bien también para los demás, y esto nos ayuda a comprender que por qué hay personas que no corrigen cuando corresponde y de la manera que corresponde: porque no tienen verdadera -o al menos es muy poca- preocupación por el prójimo; y las consecuencias las podemos ver a diario especialmente en los hijos abandonados al capricho por la falta de verdadero interés en que sean virtuosos. Ahora bien, en la vida religiosa, la corrección caritativa ocupa un puesto fundamental en la ayuda mutua para adquirir las virtudes.

Nuestro Señor Jesucristo anuncia explícitamente el gran deseo de Dios en el Evangelio, es decir, aquella amorosa determinación que movió a la santísima Trinidad a venir en busca del hombre atrapado por el pecado ofreciéndole nuevamente la posibilidad del paraíso, cuando dijo: no es voluntad de vuestro Padre celestial que se pierda ni uno solo de estos pequeños (Mt 18,14). Y a nosotros en cuanto sus discípulos, y en particular los consagrados, tenemos la obligación de amor de tomar parte en esta noble empresa, en este caso por medio de la corrección fraterna, que no busca otra cosa que sacar del error al que anda extraviado para que así pueda llegar al conocimiento de la verdad, porque la verdad es lo que hace libres, libres del pecado y capaces de caminar por los senderos de la luz de Dios; y nuestro Salvador nos lo presenta con total claridad: Si tu hermano llega a pecar, vete y repréndele, a solas tú con él. Si te escucha, habrás ganado a tu hermano. Si no te escucha, toma todavía contigo uno o dos, para que todo asunto quede zanjado por la palabra de dos o tres testigos. Si les desoye a ellos, díselo a la comunidad. Y si hasta a la comunidad desoye, sea para ti como el gentil y el publicano (Mt 18, 15-17).

     Dice San Agustín: El Señor nos advierte que (…) debemos corregir con amor, no con deseo de hacer daño, sino con intención de [enmendar]; si no lo hacéis así, os hacéis peores que el que peca[1]. Porque el que peca deberá rendir cuantas a Dios de su pecado, pero el que se da cuenta de que un hermano está en el error y teniendo obligación de corregirlo prefiere callar, acarrea consigo la culpa de la falta de caridad con el prójimo buscando enseñarle la verdad y además la incertidumbre de que tal vez se hubiese retractado de su pecado si algún alma caritativa le hubiese corregido a tiempo y como corresponde.

Enseña el catecismo que “las obras de misericordia son acciones caritativas mediante las cuales ayudamos a nuestro prójimo en sus necesidades corporales y espirituales”[2] y dice santo Tomás de Aquino que “las obras de misericordia son la prueba de la verdadera santidad[3]; y San Francisco de Asís escribía a sus religiosos: ayuden espiritualmente, como mejor puedan al que pecó, porque no son los sanos quienes necesitan de médico, sino los enfermos

¿Qué es la corrección fraterna?

Es la advertencia (con la palabra, con un gesto, etc.) hecha al prójimo culpable (especialmente si lo es por ignorancia o negligencia) por pura caridad, de hermano a hermano, para apartarle del pecado (o del error), sea sacándolo de él o evitando que lo cometa.

La corrección fraterna implica humildad para recibirla, y excluye la humillación por parte de quien la realiza. Es corrección caritativa, no condenatoria.

          Tanto por derecho natural como por derecho divino hay obligación grave de practicar la corrección fraterna.

          (a) Por derecho natural: porque si tenemos obligación de ayudar al prójimo en las necesidades corporales, con mayor motivo las tendremos en sus necesidades espirituales, ya que es la salvación del alma la que debemos procurar ante todo, y más importante aún que ayudar a aliviar el mal del cuerpo es contribuir a enderezar un alma que va por el camino torcido.

          (b) Por derecho divino: También la Sagrada Escritura nos menciona esta obligación. Ya el Antiguo Testamento encarece la obligación de corregir al prójimo que se aparta de la virtud: Corrige al amigo… Corrige al prójimo, antes de usar amenazas (Ecclo 19,13.17); El varón cuerdo y bien enseñado no murmura, cuando es corregido (Ecclo 10,28; cf. Prov 9,8). El mismo Jesucristo nos instruye acerca de la corrección fraterna: Si tu hermano ha pecado contra ti, ve y repréndelo a solas (Mt 18,15). Y san Pablo indica lo mismo: Reprende a los que pequen, en presencia de todos, a fin de que los demás sientan temor” (1Tim 5,20; cf. 2Tim 4,2).

Sujeto y condiciones de la corrección caritativa

Concretamente, se exige sólo a las personas que por su estado u oficio, están directamente encargadas de la formación de los demás: padres, educadores, maestros, autoridades. Para el resto de las personas, la obligación de ejercitar la corrección fraterna viene determinada por las siguientes condiciones:

1) Tener la seguridad moral de que el prójimo ha caído en un pecado, o bien que está en ocasión próxima de pecar.

2) Considerar que la corrección fraterna tiene una cierta posibilidad de ser eficaz; esta condición ha de entenderse en sentido amplio; o sea, que se dé aunque la eficacia no vaya a ser inmediata. Este requisito obliga, además, al que ha de hacer la corrección fraterna a poner los medios más adecuados para lograr la eficacia: p. ej., esperar el mejor momento para hacerla, prepararla con la oración y la mortificación, etc.

3) Que la corrección fraterna sea necesaria para que el prójimo se aparte del pecado, y que el pecador no pueda salir de su estado si alguien no le corrige.

4) Que la corrección fraterna sea moralmente posible, y no comporte una grave molestia para quien tiene que ejercitarla (S. Tomás, Sum. Th. 22 q33).

          La santidad no es egoísta, sino que busca siempre el beneficio de todos. Por lo tanto quien dice amar a Dios tiene la obligación de amar también a los demás sacándolos del error cuando éste amenaza la salvación del alma… por es una “obligación de amor”.

Para que la corrección sea verdadera debe ser:

  – Caritativa, buscando sólo el bien del corregido y extremando la dulzura y suavidad de la forma: “Hermanos, aun cuando alguno incurra en alguna falta, vosotros, los espirituales, corregidle con espíritu de mansedumbre[8]; y además porque nosotros mismo no estamos exentos de ser corregidos. Quien esté dominado por la ira, el desprecio o el egoísmo no está capacitado para corregir, sino que por el contrario debe antes corregirse él para poder ayudar a prójimo de manera eficaz. Es corrección de hermano a hermano, no de verdugo a culpable.

Paciente, aunque no se obtengan enseguida resultados positivos, hay que volver una y otra vez, hasta que suene la hora de Dios, como la gota de agua que lenta y perseverante horada la piedra; a veces incluso habrá que dejar de insistir, y tantas otras habrá que corregir una sola vez y dejar el resto en las manos de Dios, no sea que nuestra insistencia termine alejando al hermano de lo correcto por una imprudente reiteración.

Humilde, considerando siempre cómo lo haría Cristo en mi lugar, sin presunción ni altanería; el que corrige no lo hace poniéndose un manto de superioridad o arrogancia, sino de mansedumbre y comprensión: no viene a condenar sino a mover al hermano hacia la virtud.

Prudente, es decir, elegir el momento y la ocasión, difiriéndolo si el culpable está turbado o delante de otros, encomendándolo a otro si lo haría mejor, evitando en lo posible humillarlo; en definitiva, cuando todo el escenario está caritativamente preparado.

Discreta, no corregir todos los defectos, ni hacerla a cada momento y a propósito de todo: se quiere “conquistar para Dios” y no hostigar en detrimento de la salud espiritual. No hay que ser inquisidores de la vida ajena, evitando el celo indiscreto, porque no somos “la conciencia del prójimo” sino en hermano que quiere ayudar en un momento y ante una ocasión determinada y punto; de tal manera que, en lo posible, el corregido quiera ser ayudado nuevamente por mí.

Ordenada, “salvar la fama”, en lo posible siguiendo el orden del Evangelio: primero, en privado; luego, ante uno o dos testigos; y finalmente, ante la autoridad correspondiente. Si se duda de su efectividad, o el pecado afecta al bien común, puede y debe invertirse este orden.

Finalidad: acercar al hermano a la santidad

La corrección fraterna es una obra de misericordia espiritual que tiene sus fundamentos, como hemos dicho, en el amor de Cristo por las almas. Quien corrige busca la enmienda de algún hermano con la única finalidad de que se haga mejor, más santo, más grato a los ojos de Dios.

Hay que decir que quien realiza la corrección fraterna no debe olvidar nunca que él mismo no está exento de ser corregido pues todos tenemos flaquezas, debilidades, defectos, etc., y al corregir, lo que se pretende es ayudar a los demás a realizar este mismo trabajo de santificación. En otras palabras, la corrección fraterna es una especie de ayuda fraternal para el trabajo de educación de nuestros afectos y defectos, en miras a la consecución de la virtud. Lo que se busca es la enmienda, no la manifestación de la falta… por eso se la llama “fraterna”, porque ha de estar impregnada del amor de Cristo.

[1] San Agustín, sermones, 82,1,4

[2] Catecismo 2447

[3] Santo Tomás de Aquino, en Catena Aurea, vol. II, p. 15

[8] Ga 6, 1

“Fiesta de la exaltación de la santa Cruz y de nuestra Señora de los Dolores”

“Festejos en familia”

Queridos amigos:
Con gran alegría les queremos compartir estas dos celebraciones que pudimos realizar en un ambiente plenamente familiar, ya que en esta ocasión nos reunimos con nuestra familia religiosa que trabaja en Belén, Beit Jala y Beit-Sahur, lugares sumamente importantes dentro de la historia del cristianismo. A continuación, les contamos brevemente.

“Fiesta de la exaltación de la santa Cruz”

Para dicha celebración participamos de la santa Misa en el “Hogar Niño Dios” de Belén, que atienden nuestras hermanas asistidas y sacerdotes, a tan sólo unos metros de la Basílica de la Natividad. Para la ocasión vinieron algunos sacerdotes del Patriarcado Latino de Jerusalén y estuvieron también presentes los trabajadores y algunos de los voluntarios que ayudar en esta gran obra de caridad. La santa Misa fue presidida por el P. Iusuf Emad, misionero en gaza, y predicada por el P. Pablo De Santo, capellán de las hermanas del Hogar, quienes se encargaron de la liturgia y posteriores festejos en familia. Realmente ha sido una gracia enorme poder celebrar el día de “nuestro estandarte”: la santa Cruz de nuestro Señor Jesucristo, a tan pocos metros del lugar de su nacimiento.
Durante la santa Misa nuestras hermanas realizaron la renovación de sus votos religiosos, ya que ese día se celebra la “Virgen de Matará”, cuya cruz llevan nuestras religiosas como parte de su hábito.

“Nuestra Señora de los Dolores”

Al día siguiente celebramos temprano la santa Misa en Beit-Sahur, en el “Campo de los pastores”, lugar donde los pastores recibieron el anuncio de los ángeles sobre el nacimiento de Jesús, y desde donde fueron a verlo en el pesebre de Belén, a unos 30 o 40 minutos caminando. La santa Misa fue presidida por el P. Jason y predicada por el P. Néstor, y en ella participaron por supuesto nuestras religiosas que misionan cerca del lugar. Aquel día celebramos también el aniversario de votos perpetuos de varios de nuestros sacerdotes, y lo mismo el día anterior con las hermanas.
Posteriormente festejamos con un almuerzo en común en la casa Provincial de las hermanas, para luego retornar a nuestro Monasterio.

Damos gracias a Dios por las abundantes gracias recibidas, especialmente haber podido celebrar como familia religiosa con nuestros sacerdotes y hermanas que llevan a cabo su labor misionera con tanto esfuerzo por estas tierras santificadas por nuestro Señor Jesucristo mismo.
Nos encomendamos a sus oraciones pidiéndoles especialmente por los frutos de nuestras misiones en Medio Oriente, para que surjan santa vocaciones dispuestas a llevar el Evangelio donde sea y hasta las últimas consecuencias, como lo exige nuestra fe y amor a nuestro Señor.

Con nuestra bendición, en Cristo y María:
Monjes del Monasterio de la Sagrada Familia.

      

La Eucaristía: memorial de las maravillas de Dios

Catequesis sobre la Eucaristía

S.S. Juan Pablo II  

1. Entre los múltiples aspectos de la Eucaristía destaca el de “memorial”, que guarda relación con un tema bíblico de gran importancia. Por ejemplo, en el libro del Éxodo leemos: “Dios se acordó de su alianza con Abraham, Isaac y Jacob” (Ex 2, 24). En cambio, en el Deuteronomio se dice: “Acuérdate del Señor, tu Dios” (Dt 8, 18). “Acuérdate bien de lo que el Señor, tu Dios, hizo…” (Dt 7, 18). En la Biblia el recuerdo de Dios y el recuerdo del hombre se entrecruzan y constituyen un componente fundamental de la vida del pueblo de Dios. Sin embargo, no se trata de la simple conmemoración de un pasado ya concluido, sino de un zikkarón, es decir, un “memorial”. Esto “no es solamente el recuerdo de los acontecimientos del pasado, sino la proclamación de las maravillas que Dios ha realizado en favor de los hombres. En la celebración litúrgica, estos acontecimientos se hacen, en cierta forma, presentes y actuales” (Catecismo de la Iglesia católica, n. 1363). El memorial hace referencia a un vínculo de alianza que nunca desaparece: “El Señor se acuerda de nosotros y nos bendice” (Sal 115, 12).
Así pues, la fe bíblica implica el recuerdo eficaz de las obras maravillosas de salvación. Esas obras se profesan en el “Gran Hallel”, el Salmo 136, que, después de proclamar la creación y la salvación ofrecida a Israel en el Éxodo, concluye: “En nuestra humillación se acordó de nosotros, porque es eterna su misericordia. (…) Nos libró (…), dio alimento a todo viviente, porque es eterna su misericordia” (Sal 136, 23-25). En el evangelio encontramos palabras semejantes en labios de María y de Zacarías: “Acogió a Israel, su siervo, acordándose de su misericordia (…). Se acordó de su santa alianza” (Lc 1, 54. 72).
2. En el Antiguo Testamento el “memorial” por excelencia de las obras de Dios en la historia era la liturgia pascual del Éxodo: cada vez que el pueblo de Israel celebraba la Pascua, Dios le ofrecía de modo eficaz el don de la libertad y de la salvación. Así pues, en el rito pascual se entrecruzaban los dos recuerdos, el divino y el humano, es decir, la gracia salvífica y la fe agradecida: “Este será un día memorable para vosotros, y lo celebraréis como fiesta en honor del Señor (…). Y esto te servirá como señal en tu mano, y como recordatorio ante tus ojos, para que la ley del Señor esté en tu boca; porque con mano fuerte te sacó el Señor de Egipto” (Ex 12, 14; 13, 9). En virtud de este acontecimiento, como afirmaba un filósofo judío, Israel será siempre “una comunidad basada en el recuerdo” (M. Buber).
3. El entrelazamiento del recuerdo de Dios con el del hombre también está en el centro de la Eucaristía, que es el “memorial” por excelencia de la Pascua cristiana. En efecto, la “anámnesis”, o sea, el acto de recordar es el corazón de la celebración: el sacrificio de Cristo, acontecimiento único, realizado …fÆpaj, es decir, “de una vez para siempre” (Hb 7, 27; 9, 12. 26; 10, 12), difunde su presencia salvífica en el tiempo y en el espacio de la historia humana. Eso se expresa en el imperativo final que san Lucas y san Pablo refieren en la narración de la última Cena: “Esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros; haced esto en recuerdo mío (…). Este cáliz es la Nueva Alianza en mi sangre. Cuantas veces la bebiereis, hacedlo en recuerdo mío” (1 Co 11, 24-25, cf. Lc 22, 19). El pasado del “cuerpo entregado por nosotros” en la cruz se presenta vivo en el hoy y, como declara san Pablo, se abre al futuro de la redención final: “Cada vez que coméis este pan y bebéis este cáliz, anunciáis la muerte del Señor, hasta que venga” (1 Co 11, 26). Por consiguiente, la Eucaristía es memorial de la muerte de Cristo, pero también es presencia de su sacrificio y anticipación de su venida gloriosa. Es el sacramento de la continua cercanía salvadora del Señor resucitado en la historia. Así se comprende la exhortación de san Pablo a Timoteo: “Acuérdate de Jesucristo, descendiente de David, resucitado de entre los muertos” (2 Tm 2, 8). Este recuerdo vive y actúa de modo especial en la Eucaristía.
4. El evangelista san Juan nos explica el sentido profundo del “recuerdo” de las palabras y de los acontecimientos de Cristo. Frente al gesto de Jesús que expulsa del templo a los mercaderes y anuncia que será destruido y reconstruido en tres días, anota: “Cuando resucitó de entre los muertos, se acordaron sus discípulos de que había dicho eso, y creyeron en la Escritura y en las palabras que había dicho Jesús” (Jn 2, 22). Esta memoria que engendra y alimenta la fe es obra del Espíritu Santo, “que el Padre mandará en nombre” de Cristo: “él os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho” (Jn 14, 26). Por consiguiente, hay un recuerdo eficaz: el interior, que lleva a la comprensión de la palabra de Dios, y el sacramental, que se realiza en la Eucaristía. Son las dos realidades de salvación que san Lucas unió en el espléndido relato de los discípulos de Emaús, marcado por la explicación de las Escrituras y por el “partir del pan” (cf. Lc 24, 13-35).
5. “Recordar” es, por tanto, “volver a llevar al corazón” en la memoria y en el afecto, pero es también celebrar una presencia. “Sólo la Eucaristía, verdadero memorial del misterio pascual de Cristo, es capaz de mantener vivo en nosotros el recuerdo de su amor. De ahí que la Iglesia vigile su celebración; ya que si la divina eficacia de esta vigilancia continua y dulcísima no la fomentara; si no sintiera la fuerza penetrante de la mirada del Esposo fija sobre ella, fácilmente la misma Iglesia se haría olvidadiza, insensible, infiel” (carta apostólica Patres Ecclesiae, III: Enchiridion Vaticanum 7, 33; L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 27 de enero de 1980, p. 15). Esta exhortación a la vigilancia hace que nuestras liturgias eucarísticas estén abiertas a la venida plena del Señor, a la aparición de la Jerusalén celestial. En la Eucaristía el cristiano alimenta la esperanza del encuentro definitivo con su Señor.

Audiencia General, 4 de octubre, 2000

El hombre: imagen de Dios

Catecismo de la Iglesia Católica 355-361

EL HOMBRE

“Dios creó al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó, hombre y mujer los creó” (Gn 1,27). El hombre ocupa un lugar único en la creación: “está hecho a imagen de Dios” (I); en su propia naturaleza une el mundo espiritual y el mundo material (II); es creado “hombre y mujer” (III); Dios lo estableció en la amistad con él (IV).

“A imagen de Dios”

De todas las criaturas visibles sólo el hombre es “capaz de conocer y amar a su Creador” (GS 12,3); es la “única criatura en la tierra a la que Dios ha amado por sí misma” (GS 24,3); sólo él está llamado a participar, por el conocimiento y el amor, en la vida de Dios. Para este fin ha sido creado y ésta es la razón fundamental de su dignidad:

«¿Qué cosa, o quién, fue el motivo de que establecieras al hombre en semejante dignidad? Ciertamente, nada que no fuera el amor inextinguible con el que contemplaste a tu criatura en ti mismo y te dejaste cautivar de amor por ella; por amor lo creaste, por amor le diste un ser capaz de gustar tu Bien eterno» (Santa Catalina de Siena, Il dialogo della Divina providenza, 13).

Por haber sido hecho a imagen de Dios, el ser humano tiene la dignidad de persona; no es solamente algo, sino alguien. Es capaz de conocerse, de poseerse y de darse libremente y entrar en comunión con otras personas; y es llamado, por la gracia, a una alianza con su Creador, a ofrecerle una respuesta de fe y de amor que ningún otro ser puede dar en su lugar.

Dios creó todo para el hombre (cf. GS 12,1; 24,3; 39,1), pero el hombre fue creado para servir y amar a Dios y para ofrecerle toda la creación:

«¿Cuál es, pues, el ser que va a venir a la existencia rodeado de semejante consideración? Es el hombre, grande y admirable figura viviente, más precioso a los ojos de Dios que la creación entera; es el hombre, para él existen el cielo y la tierra y el mar y la totalidad de la creación, y Dios ha dado tanta importancia a su salvación que no ha perdonado a su Hijo único por él. Porque Dios no ha cesado de hacer todo lo posible para que el hombre subiera hasta él y se sentara a su derecha» (San Juan Crisóstomo, Sermones in Genesim, 2,1: PG 54, 587D – 588A).

“Realmente, el el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado” (GS 22,1):

«San Pablo nos dice que dos hombres dieron origen al género humano, a saber, Adán y Cristo […] El primer hombre, Adán, fue un ser animado; el último Adán, un espíritu que da vida. Aquel primer Adán fue creado por el segundo, de quien recibió el alma con la cual empezó a vivir […] El segundo Adán es aquel que, cuando creó al primero, colocó en él su divina imagen. De aquí que recibiera su naturaleza y adoptara su mismo nombre, para que aquel a quien había formado a su misma imagen no pereciera. El primer Adán es, en realidad, el nuevo Adán; aquel primer Adán tuvo principio, pero este último Adán no tiene fin. Por lo cual, este último es, realmente, el primero, como él mismo afirma: “Yo soy el primero y yo soy el último”». (San Pedro Crisólogo, Sermones, 117: PL 52, 520B).

Debido a la comunidad de origen, el género humano forma una unidad. Porque Dios “creó […] de un solo principio, todo el linaje humano” (Hch 17,26; cf. Tb 8,6):

«Maravillosa visión que nos hace contemplar el género humano en la unidad de su origen en Dios […]; en la unidad de su naturaleza, compuesta de igual modo en todos de un cuerpo material y de un alma espiritual; en la unidad de su fin inmediato y de su misión en el mundo; en la unidad de su morada: la tierra, cuyos bienes todos los hombres, por derecho natural, pueden usar para sostener y desarrollar la vida; en la unidad de su fin sobrenatural: Dios mismo a quien todos deben tender; en la unidad de los medios para alcanzar este fin; […] en la unidad de su Redención realizada para todos por Cristo (Pío XII, Enc. Summi Pontificatus, 3; cf. Concilio Vaticano II, Nostra aetate, 1).

“Esta ley de solidaridad humana y de caridad (ibíd.), sin excluir la rica variedad de las personas, las culturas y los pueblos, nos asegura que todos los hombres son verdaderamente hermanos.

María reina

22 de agosto

 

Celebramos hoy la memoria litúrgica de Santa María Reina (Reina de todo lo creado) por ser Madre de Jesús, Rey del Universo.

Esta fiesta fue instituida por el Papa Pío XII, en 1955 para venerar a María como Reina igual que se hace con su Hijo, Cristo Rey, al final del año litúrgico. A Ella le corresponde no sólo por naturaleza sino también por mérito el título de Reina Madre.

La virgen María ha sido elevada sobre la gloria de todos los santos y coronada de estrellas por su divino Hijo. Está sentada junto a Él y es Reina y Señora del universo.

Como sabemos, todo hijo ha sido hecho a imagen de sus padres; toma de ellos sus rasgos, sus gustos, algunos gestos, a veces la manera de pensar, de discernir, etc. En María, en cambio, se da algo exclusivo: en ella se da el único caso en que la madre ha sido hecha de tal manera para tal Hijo, o mejor dicho, en vez de ser el hijo según la madre, María ha sido tal madre según su Hijo, que es también el Hijo de Dios.

María, desde toda la eternidad jugó un papel fundamental en la historia de la redención de todo el universo: fue elegida para ser Madre de Dios y ella, sin dudar un momento, aceptó con alegría. Por esta razón, alcanza tales alturas de gloria. Nadie se le puede comparar ni en virtud ni en méritos. A Ella le pertenece la corona del Cielo y de la Tierra.
Según San Luis María, la virgen tiene el título, además, de reina de los corazones:

Y dice… María es la Reina del cielo y de la tierra, por gracia, como Cristo es su Rey por naturaleza y por conquista. Ahora bien, así como el reino de Jesucristo consiste principalmente en el corazón o interior del hombre, según estas palabras: “El reino de Dios está en medio de ustedes”, del mismo modo, el reino de la Virgen María está principalmente en el interior del hombre, es decir, en su alma. Ella es glorificada sobre todo en las almas juntamente con su Hijo más que en todas las creaturas visibles, de modo que podemos llamarla con los Santos: Reina de los corazones.

Para que María reine verdaderamente en nuestros corazones, junto con su Hijo, debemos hacernos esclavos de amor de ella, pues esta es la única esclavitud que libera al alma pues quien se hace esclavo de amor de María es conducido por ella misma hacia su Hijo. El devoto sincero de la santísima Virgen vive amándola con su vida. Ama a María, pero no por los favores que recibe o espera recibir de Ella, sino porque Ella es amable por sí misma. Por esto el verdadero devoto la ama y la sirve con la misma fidelidad en los sinsabores y sequedades que en las dulzuras y fervores sensibles. La ama lo mismo en el Calvario que en las bodas de Caná.
La Iglesia la proclama Señora y Reina de los ángeles y de los santos, de los patriarcas y de los profetas, de los apóstoles y de los mártires, de los confesores y de las vírgenes. Es Reina del Cielo y de la Tierra, gloriosa y digna Reina del Universo, a quien podemos invocar día y noche, no sólo con el dulce nombre de Madre, sino también con el de Reina, como la saludan en el cielo con alegría y amor los ángeles y todos los santos.

Esta fiesta se celebra, no para introducir novedad alguna, sino para que brille a los ojos del mundo una verdad capaz de traer remedio a sus males.
María está sentada en el Cielo, coronada por toda la eternidad, en un trono junto a su Hijo. Tiene, entre todos los santos, el mayor poder de intercesión ante su Hijo por ser la que más cerca está de Él.
A ella le pedimos que nos conceda un corazón como el suyo, humilde y casto, para que su Hijo pueda entrar a morar en él.

P. Jason Jorquera M.

El rumbo de la vida

Meditación escrita en un viaje en barco

San Alberto Hurtado

Padre Hurtado celebrando la santa Misa durante su viaje en barco

Un regalo de mi Padre Dios ha sido un viaje de 30 días en barco de Nueva York a Valparaíso, y mayor regalo porque en buque chileno. Por generosidad del bondadoso Capitán tenía una mesa en el puente de mando, al lado del timonel, donde me iba a trabajar tranquilo con luz, aire, vista hermosa… La única distracción eran las voces de orden con relación al rumbo del viaje. Y allí aprendí que el timonel, como me decía el Capitán, lleva nuestras vidas en sus manos porque lleva el rumbo del buque. El rumbo en la navegación es lo más importante. Un piloto lo constata permanentemente, lo sigue paso a paso por sobre la carta, lo controla tomando el ángulo de sol y horizonte, se inquieta en los días nublados porque no ha podido verificarlo, se escribe en una pizarra frente al timonel, se le dan órdenes que, para cerciorarse que las ha entendido, debe repetirlas cada una. “A babor, a estribor, un poquito a babor, así como va…”. Son voces de orden que aprendí y no olvidaré.

Algunas veces al día el piloto sube al púlpito de la cabina del timonel a verificar el rumbo por otro procedimiento. Tiene también allí otro instrumento de verificación: la rosa en el compás magistral que verifica el rumbo de la nave en compás de gobierno. Cuando un timonel entrega el timón al que lo reemplaza tiene obligación de indicarle el rumbo, además de tenerlo escrito en la pizarra: “178, 178″ llevamos, a la altura de Antofagasta…”. La corredera: otro instrumento preciso para medir lo recorrido y poder así controlar la exactitud de la posición del buque, frente al rumbo recorrido.

Cada vez que subía al puente y veía el trabajo del timonel no podía menos de hacer una meditación fundamental, la más fundamental de todas, la que marca el rumbo de la vida.

En Nueva York multitud de buques, de toda especie. ¿Qué es lo que los diferencia más fundamentalmente? El rumbo que van a tomar. El mismo Illapel en Valparaíso tenía rumbo Nueva York o Río de Janeiro; en Nueva York tenía rumbo Liverpool o Valparaíso.

Apreciar la necesidad de tomar en serio el rumbo. En un barco al Piloto que se descuida se le despide sin remisión, porque juega con algo demasiado sagrado. Y en la vida ¿cuidamos de nuestro rumbo?

Hay quienes tienen rumbo a Moscú, para otros su rumbo es Berlín; para otros rumbo al Banco, rumbo al prostíbulo; para los santos el rumbo es Cristo, y por Cristo al Padre Dios. ¿Cuál es tu rumbo? ¡Problema macizo! Cada año, más aún, cada día deberíamos verificarlo. Los Jesuitas tenemos obligación de señalarlo cada mañana, y de dos rectificaciones cada día….

Si fuera necesario detenerse aún más en esta idea, yo ruego a cada ejercitante que le dé la máxima importancia, porque acertar en esto es sencillamente acertar; fallar en esto es simplemente fallar.

Barco magnífico: Queen Elizabeth, 70.000 toneladas (un Illapel cargado son 8.000 toneladas). Si me tiento por su hermosura y me subo en él sin cuidarme de su rumbo, corro el pequeño riesgo que en lugar de llegar a Valparaíso, ¡¡llegue a Manila!! Y en lugar de estar con ustedes vea caras filipinas.

Cuántos van sin rumbo y pierden sus vidas… las gastan miserablemente, las “gaspillent”, las dilapidan sin sentido alguno, sin bien para nadie, sin alegría para ellos y al cabo de algún tiempo sienten la tragedia de vivir sin sentido. Algunos toman rumbo a tiempo, otros naufragan en alta mar, o mueren por falta de víveres, extraviados, ¡o van a estrellarse en una costa solitaria!

El trágico problema de la falta de rumbo, tal vez el más trágico problema de la vida. El que pierde más vidas, el responsable de mayores fracasos. La tragedia del barco en la costa del Brasil.

Luego la otra tragedia, tal vez la nuestra, es no tomar en serio el rumbo. La geografía me da el punto y la línea de viaje; la experiencia marina me señala los escollos; lo sé y sin embargo lanzo el buque por caminos que no son los señalados; ¡veo los escollos y obro como si no existieran! Yo pienso que si los escollos morales fueran físicos, y la conducta de nosotros fuera un buque de fierro, por más sólido que haya sido construido, no quedaría sino restos de naufragios.

Si la fe nos da el rumbo y la experiencia nos muestra los escollos, tomémoslos en serio. Mantener el timón. Clavar el timón, y como a cada momento, las olas y las corrientes desvían, rectificar, rectificar a cada instante, de día y de noche… ¡No las costas atractivas, sino el rumbo señalado! Pedir a Dios la gracia grande: ser hombres de rumbo.

1º punto. Mi rumbo. Puerto de partida. Es el primer elemento básico para fijarlo. Y aquí clavar mi alma en el hecho básico: Dios y yo. El primer hecho macizo de toda filosofía, de todo sistema de vida. En el fondo este es el pensamiento que califica todos los sistemas que dividen el mundo: Materialismo ateo, totalitarismo, comunismo, materialismo craso, socialismo auténtico, behaviorismo en psicología.

Posición tomada: No hay Dios; punto de partida: Vengo de la materia.

Agnosticismo: No sé de dónde vengo.

Filosofía religiosa: Vengo de Dios.

Filosofía religiosa al 50%: Vengo de Dios, sí… pero…

Filosofía del santo: Vengo de Dios, sí, de Él. Todo de Él. Nada más cierto, y sobre este hecho voy a edificar mi vida, sobre este primer dato voy a fijar mi rumbo.

No somos materialistas, ni agnósticos, pero nuestro problema está en la mezcla de agnosticismo en la teoría, de imprecisión en la práctica.

Y aquí como siempre: ¿Este hecho es así? ¿Es un hecho? Porque la religión se funda sobre hechos, no sobre teorías. El hecho de mi ser que postula un ser necesario, el hecho de mi espíritu que postula un espíritu.

Ateos no los hay… La idea de Dios, no sólo no la niega nadie, sino que la acepta positivamente la inmensa mayoría. Encuesta en l’École de Sciences… Se defienden de no negarlo, luchan por Él. En EE.UU., a pesar de tanta gente sin confesión religiosa a Dios no lo niega nadie. Pero aquí está la diferencia: nadie lo niega pero unos prescinden de Él y otros toman en serio el hecho hallado.

Yo descubro que Dios es… y es Causa Primera de todo cuanto existe y ha sido hecho sin Él: ex nihilo sui et subjecto… definición del Vaticano. Autor de todo: visible e invisible, no existiría un pensamiento sin Él. Luego, es dueño de todo cuanto existe. Nuestro Señor.

Nuestro Padre. Su hijo. Apuntes.

Tomar en serio estas verdades: Que sirvan para fundar mi vida, para darme rumbo. Uno es cristiano tanto cuanto saca las consecuencias de las verdades que acepta. De aquí también esa actitud, no de orgullo, pero sí de valentía, de serenidad y de confianza, que nos da nuestra fe: No nos fundamos en una cavilación sino en una maciza verdad.

2º punto. El puerto de término. Es el otro punto que fija el rumbo. ¿Valparaíso o Liverpool? De Nueva York salía junto a nosotros Liberty, portaaviones… ¿A dónde se dirigen? Desde la Universidad de Chile o desde la fábrica ¿a dónde? El término de mi vida es Él! (apuntes ).

Dios: Señor… Mi Padre: Soy su hijo. Soy para Él.

Bondad (Apuntes).

Belleza.

Amor… Amor de Padre que todo me lo da. El mismo pensamiento de Grandmaison: Todo es vuestro.

3º punto. El camino: Tengo los dos puntos, los dos puertos. ¿Por dónde he de enderezar mi barco? Al puerto de término, por un camino que es la voluntad de Dios.

La realización en concreto de lo que Dios quiere. He aquí la gran sabiduría. Todo el trabajo de la vida sabia consiste en esto: En conocer la voluntad de mi Señor y Padre. Trabajar en conocerla, trabajo serio, obra de toda la vida, de cada día, de cada mañana, qué quieres Señor de mí, de los Ejercicios muy en especial. Trabajar en realizarla, en servirle en cada momento. Esta es mi gran misión, mayor que hacer milagros.

Sobre cada uno una voluntad especial que uno ha de tratar de descubrir, pero sobre todo una voluntad general:

a) La santificación. Dios nos quiere santos. Ésta es la voluntad de Dios: no mediocres, sino santos. Esta es la flor que le interesa recoger en el mundo: Aspirar ese perfume de la creación. No le interesa el mundo por el mundo. El mundo por el hombre y el hombre para que lo conozca, ame, sirva.

El hombre constituido rey no por su cuerpo, pequeño e indefenso, el más indefenso de los animales… cuando el hombre comienza a poder servirse de él, ¡han muerto ya muchos!. Es rey por su espíritu. Inteligencia: la facultad de conocerlo a Él… la tendencia de la inteligencia a Dios (argumento de Maréchal )… al ser ilimitado. La inteligencia puede ser definida como la facultad de tender a Dios. En Él se completa y se perfecciona. ¡Alabarlo!, ¡de aquí alabanzas, doxologías! Amarlo. Como un hijo al Padre. Servirlo. ¡A sus órdenes! Adoración: de rodillas. Servirlo. Colaborar con Él. Porque he aquí una de las grandezas del hombre: puede hacer algo por su Dios. Le da la grandeza de ayudarlo. Lo toma en serio. Dios, el padre que asocia a su hijo a su trabajo; más aún, confía su trabajo a su hijo: depende de su hijo, se entrega a su hijo. Su obra, la más grande de sus obras, la que vino a realizar el Hijo de Dios, entregada a sus hijos de aquí… para que la completen. Dios creó hombres y de nosotros depende la salud, la prosperidad, el bienestar, la instrucción, la vida y la muerte de esas creaturas. Jesucristo, Hijo de Dios, vino a revelarnos una doctrina y de nosotros depende que esa doctrina sea conocida y en gran parte que sea aceptada, si sabemos ser testigos incorruptos de ella. Jesucristo vino a redimirnos y de nosotros depende que la redención se aplique a cada alma. Él dejó los sacramentos; de nosotros depende que se administren… Fundó una Iglesia y nos dejó el plan y los materiales de construcción: hasta calculada la resistencia de los materiales. El Arquitecto para dirigir las obras lo envió del cielo: el Espíritu Santo; pero de nosotros depende que la Iglesia se construya. Si nos declaramos en huelga, habrá países en que no se construirá, habrá épocas que no alcanzarán a gozar de ella. Somos colaboradores reales de Dios y su obra está entregada en nuestras manos.

¿Cuál es el Camino de mi vida? La voluntad de Dios: santificarme, colaborar con Dios, realizar su obra. ¿Habrá algo más grande, más digno, más hermoso, más capaz de entusiasmar?

¡¡Llegar al Puerto!!

Y para llegar al puerto no hay más que este camino que conduzca… ¡¡Los otros a otros puertos, que no son el mío!! Y aquí está todo el problema de la vida. Llegar al puerto que es el fin de mi existencia. El que acierta, acierta; y el que aquí no llega es un gran errado, sea un Rostchild, un Hitler, un Napoleón, un afortunado en amor, si aquí no acierta, su vida nada vale; si aquí acierta: feliz por siempre jamás. ¡¡Amén!!

Conclusión: ¿Qué es la vida? La breve vida de hoy, una sombra; flor de heno, que hoy es y mañana no (cf. Is 40,7-8); amapola de verano… Breve viaje del que ya hemos recorrido una buena parte.

¿De dónde? ¡Lo sé! ¿Lo sé? ¿Me doy cuenta?

¿Hacia dónde? ¡Qué grande!

¿Camino? Enfrentar el rumbo: El gran rumbo.

El pequeño rumbo de mi barco… Enfrente rumbo. El timón firme en mi mano y cuando arrecien los vientos: Rumbo a Dios; y cuando me llamen de la costa; rumbo a Dios; y cuando me canse, ¡¡rumbo a Dios!!

¿Solo? No. ¡Con todos los tripulantes que Cristo ha querido encargarme de conducir, alimentar y alegrar! ¡Qué grande es mi vida! Qué plena de sentido. Con muchos rumbos al cielo. Darles a los hombres lo más precioso que hay: Dios; y dar a Dios lo que más ama, aquello por lo cual dio su Hijo: los hombres.

Señor, ayúdame a sostener el timón siempre al cielo, y si me voy a soltar, clávame en mi rumbo, por tu Madre Santísima, Estrella de los mares, Dulce Virgen María.

Monjes contemplativos del Instituto del Verbo Encarnado