Un instrumento de santificación

El silencio como virtud

Beneficios y circunstancias

P. Jason Jorquera M., Monje IVE.

P1020945 - CopyDice el P. Alonso Rodriguez que el silencio es un medio muy importante para ser hombres [y mujeres] de oración. Y esto parece muy adecuado si consideramos que la oración y la penitencia son llamadas “las alas que nos han de elevar hacia las altas cumbres de la santidad”, y justamente el silencio es una de las virtudes mor­tificativas junto con la penitencia, la obediencia, el sacrifi­cio y el amor oblativo, que se vuelven eficaces instrumentos para una mayor unión con Dios. Pero el principal beneficio del silencio en nuestras vidas es que ha de ser la ocasión de aprender a hablar con Dios y convertirnos así en almas de profunda oración.

Tomamos para este trabajo el esquema que ofrece el P. Alonso Rodríguez en su muy recomendable libro “Ejercicio de perfección y virtudes cristianas.”

Beneficios del silencio

1º) Nos permite escuchar a Dios

«[Es] por esto que los padres del yermo, enseñados del Espíritu Santo, guardaban con suma diligencia el santo silencio, como causa de la santa contemplación. Y san Diádoco, tratando del silencio dice: “grande y excelente cosa es el silencio, porque es madre de santos y levantados pensamientos. Pues si queréis ser espiritual y hombre de oración, si queréis tratar y conversar con Dios, guardad silencio. Si queréis tener siempre buenos pensamientos y oír las inspiraciones de Dios, tened silencio y recogimiento; porque así como unos son sordos por impedimentos que tienen en el órgano del oído, otros por haber gran ruido no oyen, así también el ruido y estruendo de las palabras y cosas y negocios del mundo impide y nos hace sordos para oír las inspiraciones de Dios y caer en la cuenta de lo que nos conviene. Quiere Dios soledad para tratar con el alma. Llevarla a la soledad, [como] dice el profeta Oseas (2,14), y allí hablarle al corazón” »[1]

Respecto a este “escuchar a Dios” escribía el santo hermano Rafael: “Callen los hombres, callen las criaturas… Callemos a todo, para que en el silencio oigamos los susurros del Amor, del Amor humilde, del Amor paciente, del Amor inmenso, infinito que nos ofrece Jesús con sus brazos abiertos desde la Cruz.

El mundo loco, no escucha… Loco e insensato vuela embriagado en su propio ruido…, no oye a Jesús, que sufre y ama desde la Cruz.” El silencio, en consecuencia, se ha de mirar y buscar bajo la razón de lugar y disposición de encuentro con Dios, es decir, que el silencio nos proporciona la “ocasión” de dejar a Dios hablar al corazón y dejarnos a nosotros escucharlo; de hecho a menudo oímos personas que se quejan de no poder hacer oración, o al menos no con verdadera atención, y es justamente porque no se han preparado anteriormente a ella mediante la práctica del silencio; pero si pese a las naturales distracciones que sobrevienen al alma al estar herida por el pecado original, perseveramos y le rogamos a Dios que nos enseñe a escucharlo, ciertamente que la paciencia y la constancia darán en algún momento sus frutos, comenzando por los mismo méritos de querer oír mejor la voz de Dios mediante la búsqueda del silencio.

2º) Protege y fomenta nuestra devoción

Si queréis andar siempre devoto y muy dispuesto y preparado para entrar fácilmente en oración, tened silencio.

San Diádoco propone otra comparación: “así como cuando la puerta del baño se abre muchas veces, se sale presto por allí el calor, así cuando uno habla mucho, todo el calor de la devoción se va por la boca, luego se derrama el corazón, y el alma es desamparada de buenos pensamientos”[2]

De este texto se entiende perfectamente que hablamos del “silencio interior”, es decir, de aquel que busca acallar en el alma a las creaturas que intentan distraerla de su Creador; porque cuando un alma anda distraída de Dios y no busca momentos para encontrarse a solas con Él en el silencio, entonces su devoción se va enfriando, como cualquier otra especie del amor,  ya que el amor –lo sabemos- necesita de actos que mantengan avivado su fuego para que no se apague.

Escribía san Juan de la Cruz: «el alma que presto advierte en hablar y tratar, muy poco advertida está en Dios; porque cuando lo está, luego con fuerza la tiran de dentro a callar y huir de toda conversa­ción, porque más quiere Dios que el alma se goce con Él que con otra alguna creatura por más aventajada que sea y por más al caso que le haga»[3]. Nos sirva esto para examinar cuánto nos dejamos atraer interiormente por Dios.

3º) El silencio es utilísimo para la templanza

Según San Gregorio de Nacianzo «el silencio es una de las for­mas más útiles de templanza, uno de los medios más eficaces para regular los movimientos del corazón, la mejor salvaguar­dia del tesoro del alma, es decir, Dios y su Verbo, que exigen una habitación digna y recogi­da»[4].

Recordemos que la templanza es de hecho, la virtud que establece el “orden en el interior del hombre”, y por lo tanto, el silencio contribuye a ella en cuanto implica de suyo moderación (que es lo propio de esta virtud). Hablamos aquí del silencio que se contrapone a las palabras ociosas e inútiles y que nos permite entrar en intimidad con Dios mediante la oración; y que ha de redundar necesariamente (y a la vez será indicio de templanza) en quien sepa valerse de él como acicate de virtud.

De las circunstancias que hemos de guardar en el hablar

Las circunstancias en general

San Ambrosio y san Jerónimo tratan acerca de los muchos males que pueden seguirse del mal de la lengua. Pero también aclaran a qué se refiere este “refrenarla” para recogerse en el silencio. Y así se pregunta san Ambrosio: “¿qué queréis que hagamos?, ¿Qué seamos mudos? No queremos decir eso, porque la virtud del silencio no está en no hablar. Expliquemos: así como la virtud de la templanza no está en no comer, sino en comer cuando es necesario y lo que es necesario, y en lo demás abstenerse; así también la virtud del silencio no está en no hablar, sino en saber callar a su tiempo y en saber hablar a su tiempo”. Y este conocimiento obviamente lo va a dictar la virtud de la prudencia; por lo tanto, se nos hace necesario pedir constantemente en la oración la prudencia sobrenatural y cultivar la prudencia natural mediante el estudio.

Dice la sagrada escritura: “Pon, Señor, en mi boca un centinela, un vigía a la puerta de mis labios.”(Sal 141,3) y nota muy bien san Gregorio que no pide David que le ponga una pared en su boca y la cierre a pared y lodo para que nunca [más] se abra, sino que la puerta se abra y se cierre a sus tiempos, para darnos a entender que hemos de callar y cerrar la boca a su tiempo y abrirla [también] a su tiempo, y en esto está la discreción y la virtud del silencio. Esta es la razón de que existan ocasiones que se hablar se convierta en una obligación o un deber de justicia, así como por ejemplo cuando Dios nos pide defender la verdad, a un inocente o para extirpar un error; pensemos por ejemplo en la magna figura monástica de San Bernardo, quien amaba el silencio como pocos para encontrarse en él a solas con Dios, y sin embargo, no tuvo reparos en “romperlo” cuando se trataba de combatir el error.

Las circunstancias en particular

La primera y principal –dice el P. Alonso Rodríguez- es mirar primero muy bien lo que se ha de hablar[5], es decir, la materia. La misma naturaleza nos da a entender bien el recato que hemos de tener en esto, pue así guardó y escondió la lengua, no solamente con una puerta y cerradura sino con dos, primero con los dientes y después con los labios. Por eso dice el apóstol Santiago que “sea todo hombre presto y fácil para oír y tardo para hablar”.

San Cipriano dice que “así como el hombre sobrio y  templado ninguna cosa echa en su estómago sin que sea primero bien masticada , así el hombre prudente y discreto ninguna palabra echa de la boca sin que primero la rumie muy bien en su corazón; porque las palabras no bien pesadas y pensadas suelen levantar contiendas.”

San Vicente dice que tanta dificultad habríamos de tener en abrir la boca para hablar como la bolsa para pagar”; y san Efrén agrega que nuestras palabras antes bien deberían pasar por dos limas: la lima de Dios y la de nuestra razón. “esta es la principal circunstancia para hablar bien, y si esta guardamos, fácilmente podemos guardar las demás”. En definitiva, lo que nos quieren decir estos santos, es que debemos tender a que nuestro hablar sea edificante y cuando corresponda hacerlo. Esto no significa que no sea lícito alguna plática más bien para distenderse de vez en cuando, lo cual es completamente lícito y a veces hasta necesario, como un padre o madre de familia luego de una extenuante jornada de trabajo, o para fomentar la vida familiar, un jefe con sus empleados para descansar, tal vez con los amigos para celebrar, etc., e inclusive los mismos contemplativos ocasionalmente para retomar fuerzas y despejar la mente y así poder luego rezar mejor. Aquí nos referimos propiamente al hecho de de evitar caer en falta con nuestra lengua.

La segunda circunstancia que debemos atender en nuestro hablar es el fin e intención que nos mueve a hablar[6]: porque no basta que las palabras sean buenas, sino que además es necesario que el fin también sea bueno. Porque algunos -dice san Buenaventura-, hablan cosas buenas por parecer espirituales; otros por venderse por agudos y bienhablados: de lo cual, lo uno es hipocresía y fingimiento; y lo otro vanidad y locura (y notemos que dice “locura” porque la locura es, justamente, un estado de carencia de la razón; es decir, que sería irracional). Es decir, que aquello que ha de movernos tanto en el hablar como en cualquier otra de nuestras acciones, ha de ser siempre la rectitud de intención, o sea, el querer hacer el bien y hacerlo bien, como para corregir, edificar, aconsejar, rezar, etc.

 La tercera circunstancia, dice san Basilio, consiste en que es necesario es mirar quién es el que habla y a quién y delante de quién se habla[7]; así por ejemplo los jóvenes delante de los mayores, o los hijos de los padres, los súbditos de los superiores, etc., teniendo en cuenta que el guardar silencio y escuchar a los mayores, o revestidos de mayor dignidad, es un acto de reverencia. Y dice además san Bernardo que: “el silencio es un acto muy principal de la vergüenza (de la sana vergüenza, claro) que viene muy bien a los jóvenes”, porque es un notable signo de respeto y a menudo de buena educación.

La cuarta circunstancia, dice san Ambrosio, es mirar el tiempo en que se ha de hablar[8]: porque una de las principales partes de la prudencia -que rige, reiteramos, el silencio-, es saber decir las cosas a su tiempo. Como dice el libro del eclesiástico: “El sabio guarda silencio hasta su hora, mas el fanfarrón e insensato adelanta el momento.” (Ecclo 20,7).

A esta circunstancia pertenece el no interrumpir a otro cuando esté hablando, como dice la SªEª: “Sin haber escuchado no respondas ni interrumpas en medio del discurso.”(Ecclo 11,8).

Conclusión

Ante todo esto, concluye el P. Alonso Rodríguez (a quien principalmente hemos seguido en este trabajo) diciendo que: en muchas ocasiones lo más conveniente será recogernos en el puerto del silencio, donde sólo con callar está uno guardado de los muchos inconvenientes y peligros que hay en el hablar. Considerando las palabras del Kempis de que “Siempre es más fácil callar que hablar sin errar”; y la Sagrada Escritura cuando nos enseña que “El que guarda su boca y su lengua, guarda su alma de la angustia.” (Prov. 21,23).

Finalmente, nos han de servir de guía las palabras del santo abad Arsenio cuando decía: “muchas veces me pesó de haber hablado, y ninguna de haber callado”.

En definitiva, el silencio es necesario para el recogimiento interior y es instrumento de moderación para que cuando llegue el momento de hablar lo hagamos virtuosamente, para mayor gloria de Dios, edificación de nuestro prójimo y nuestro propio enriquecimiento espiritual.

A.M.D.G.

[1] P. Alonso Rodriguez, Ejercicio de perfección y virtudes cristianas, 7ª ed., Madrid, 1950. Pág. 793.

[2] Ídem. Pág. 794.

[3] San Juan de la Cruz, Epistolario, carta VI.

[4] Cf. D. García M. Colombás, op. cit., loc. cit.,  p. 197.

[5] P. Alonso Rodriguez, Ejercicio de perfección y virtudes cristianas, 7ª ed., Madrid, 1950. Pág. 803.

[6] P. Alonso Rodriguez, Ejercicio de perfección y virtudes cristianas, 7ª ed., Madrid, 1950. Pág. 805.

[7] Ídem.

[8] ídem. Pág. 806.

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