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Sobre el anuncio de la Navidad

Sermones de Navidad

San Bernardo de Claraval

 

CAPÍTULO 1

Acabamos de oír un mensaje rebosante de alegría y digno de todo aprecio : Cristo Jesús, el Hijo de Dios, ha nacido en Belén de judá. El anuncio me estremece, mi espíritu se enciende en mi interior y se apresura, como siempre, a comunicaros esta alegría y este júbilo. Jesús, el Salvador, ¿hay algo tan imprescindible a los perdidos, tan deseable para los miserables  y  tan conveniente para los  desesperados?  ¿De  qué otra parte puede venimos la salvación o la más ligera esperanza de salvarse de la ley del pecado, del cuerpo mortal, del agobio de cada día y de este mundo de dolor, si no nos naciera esta realidad nueva e insospechada?

Seguramente que deseas a salvación, pero temes la crudeza del tratamiento, consciente como eres de tu sensibilidad y de tu enfermedad. No te preocupes. Cristo es muy delicado, compasivo y rico en misericordia, ungido con perfume de fiesta en favor de los que están con él. Y si no recae sobre ellos la totalidad de la unción, al menos participan. Si te han dicho que el Salvador es delicado, no pienses por ello que sea ineficaz, pues se dice también que es Hijo de Dios. Como es el Padre, es también el Hijo, que tiene el querer y el poder.

Si estás ya informado sobre la conveniencia de la salvación y sobre la alegría de la unción, no puedo comprender el motivo de tus cavilaciones y  te supongo,  incluso, ansioso en torno a su decencia. Te alegras de que se te acerque el Salvador, sobre todo postrado como estás en tu catre, paralítico o, mejor quizá, medio muerto, y a la vera del camino entre Jerusalén y Jericó. Alégrate, al contrario, de que no sea un médico intransigente ni te recete medicamentos revulsivos. Lo hace así para que la breve convalecencia no te parezca más insoportable que la interminable enfermedad. Así se explica que sigan pereciendo tantos por rechazar al médico. Conocéis a Jesús pero ignoráis a Cristo. Calibráis con apreciaciones humanas el fastidio embargante del remedio por el número y gravedad de las dolencias.

CAPÍTULO 2

Estás seguro en lo que atañe al Salvador   sabes que Cristo para curar no emplea el bisturí, sino el perfume. Y que tampoco le gusta cauterizar, sino ungir. Pero se me ocurre que quizá puede existir otro motivo que influya en alguna inteligencia ingenua: pensar -Dios no o permita- que el Salvador no es una persona suficientemente idónea. Creo que no eres tan ambicioso, ni ávido de gloria, o receloso de tu honor como para rehusar una gracia parecida que pudiera hacerte cualquiera de tus semejantes. Y tu rechazo sería aún menor si recibieras este favor de mano de un ángel, arcángel o alguno de los espíritus bienaventurados.

Por lo tanto, con tanta mayor confianza debes recibir a este Salvador cuanto más extraordinario es el nombre que se le ha dado: Jesús, el Cristo, el Hijo de Dios. Fíjate cómo recomendó abiertamente el ángel estos tres aspectos cuando anunció la gran alegría a los pastores. Escuchad : Os ha nacido hoy un Salvador, Cristo, el Señor. Alborocémonos, hermanos, en este nacimiento y felicitémonos siempre en él. Está tan enriquecido con el beneficio de la salvación, la suavidad de la unción y la majestad del Hijo de Dios, que no echamos en falta nada, ni de útil, ni de alegre, ni de conveniente. Alegrémonos, repito, meditando y comunicándonos mutuamente esta agradable palabra y dulce expresión : Jesús el Cristo, el Hijo de Dios, ha nacido en Belén de Judá.

CAPÍTULO 3

Y que ningún displicente, ingrato o descreído me replique: “Eso no es ninguna novedad; es un mensaje y una hazaña muy antiguos. Ya es viejo el nacimiento de Cristo”. Sí, le respondo yo, es viejo y más que viejo. Y nadie se extrañe de esto; el profeta lo dijo con otras palabras: Desde siempre y por siempre.

El nacimiento de Cristo precedió a nuestro tiempo histórico e incluso al tiempo de la creación. Su nacimiento está envuelto en un manto de oscuridad y habita en una luz inaccesible: se esconde en el corazón del Padre, en el monte encubierto de niebla. Mas para darse a conocer de alguna manera nació. Se hizo historia. Nació hombre, haciéndose Palabra-carne. No nos extraña la noticia que hoy nos comunica la Iglesia: Ha nacido el Mesías, el Hijo de Dios. Hace ya muchos siglos que se viene diciendo lo mismo. Un Niño os ha nacido. Es un mensaje muy viejo que nunca hastió a ningún santo. Porque Jesús, el Cristo, es el mismo hoy que ayer,  será el mismo siempre. Por eso, el primer hombre, padre  e todos los que viven, confesó aquel gran misterio, que más tarde, y de forma más clara, declaró Pablo refiriéndose a Cristo y a la Iglesia: Dejará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne.

                            CAPÍTULO 4

Del mismo modo, Abrahán, padre de todos los que creen, se alegró al ver este día; gozó lo indecible al verlo. Abrahán previó que de su mismo muslo habría de nacer el Señor de los cielos, en aquella ocasión en la que su criado obedeciendo a la orden de poner la mano bajo el muslo del amo, juró a su señor por el Dios del cielo. Y el mismo Dios comunicó esta confidencia íntima a un hombre, amigo, bajo fórmula juramental que nunca retractará: A uno de tu linaje pondré sobre tu trono.

Por eso, según el mensaje del ángel, nace en Belén de Judá, ciudad de David, como cumplimiento a la veracidad de Dios en las promesas hechas a los padres. Esto mismo, en múltiples ocasiones y de muchas maneras, se reveló a nuestros padres y a los profetas. No suceda nunca que cuantos aman a Dios adopten ni una sola vez actitudes desidiosas ante estos misterios. No era negligente aquel que imploraba: Por favor, Señor envía al que tengas que enviar: No se mostraba escéptico el que exclamaba: ¡Ojalá rasgases el cielo y bajases! Y otras expresiones parecidas.

Más tarde, los santos apóstoles lo vieron y oyeron; sus manos palparon a la Palabra, que es vida; y ella les interpelaba de forma muy concreta: ;Dichosos los oJos que ven lo que vosotros veis! En fin, esto mismo se ha venido conservando también para nosotros, creyentes, y se ha mantenido en el tesoro de la fe. Lo atestigua el mismo Señor: Dichosos los que tienen fe sin haber visto. Nuestra suerte estriba en esta palabra de vida, que no se puede menospreciar. Ella nos da la vida. En ella se vence al mundo, pues el justo vive de la fe. Y ésta es la victoria que la derrota o al mundo: nuestra fe. La fe es como un muestrario de la eternidad; recoge al mismo tiempo lo pasado, el presente y lo por venir en un seno inmenso. Lo dirige, conserva y abarca todo.

CAPÍTULO 5

Con razón, pues, impulsados por vuestra fe, cuando os llegó este mensaje, saltasteis de gozo, disteis gracias, os echasteis por tierra en adoración, apresurándoos a cobijaros como a la sombra de sus alas y esperar al calor de sus plumas. Todos vuestros corazones, nada más oír que nacía el Salvador, gritaban rebosantes de júbilo: Para mí lo bueno es estar junto a Dios. Más aún, os identificabais con las palabras del profeta: Descansa sólo en Dios, alma mía.

Desgraciado aquel que hace una postración fingida, abatiendo su cuerpo con un corazón rígido. Pues hay una humillación gue resulta detestable: la de aquel que acaricia en su corazón el engaño. Ese hombre hace caso omiso de sus carencias no siente sus molestias, no le importan los peligros, acude sin devoción a los remedios de la salvación que nace, no se somete a Dios con amor y canta con frialdad: Señor, tú has sido nuestro refugio. Su adoración no es atendida, porque su gesto de postración no es sincero. A menor humillación, menor victoria e incluso menos fe viva.

¿Por qué se dice: Dichosos los que tienen fe sin haber visto? Da la impresión que la fe es, en cierto modo, visión. Fíjate bien en las referencias de tiempo y de persona. Se alude a un recalcitrante que exigía la visión para creer. No es lo mismo ver y luego creer que ver creyendo. Por otra parte, ¿cómo se explica que Abrahán, vuestro padre, viera en cierto modo, este día del Señor sino creyendo?

Ahora comprendemos lo que vamos a cantar durante esta noche: Santificaos hoy y esta  preparados, que mañana veréis la majestad de Dios en medio de vosotros. Se trata de una visión espiritual, de una piadosa representación y de venerar con una fe sin fingimientos el gran misterio que se manifestó romo hombre, gue lo rehabilitó el espíritu, se apareció a los ángeles, se proclamó a las naciones, se le dio fe en el mundo y fue elevado a la gloria.

CAPÍTULO 6

Es algo siempre nuevo, algo que renueva continuamente nuestro espíritu. No imaginemos jamás vetustez alguna en aquello que no cesa de dar fruto, que no se marchita nunca. Este es el Santo, al que nunca se le permitirá conocer la corrupción. Es el hombre nuevo que, incapaz de aguantar rastro alguno de decrepitud, infunde la autentica vitalidad nueva en aquellos huesos ya consumidos. Por eso, si prestáis atención, resulta muy consecuente este mensaje de una noticia tan venturosa. No se dice que ha nacido, sino que nace Jesús el Cristo, el Hijo de Dios, en Belén de judá.

Y así como, en cierto modo, se inmola aún cada día siempre que anunciamos su muerte, de la misma manera parece nacer cuando vivimos con fe su nacimiento. Mañana veremos la majestad de Dios; pero no en Dios, sino en nosotros. La majestad de Dios, en a humildad; la fuerza, en la debilidad; Dios, en el hombre. Porque él es Emmanuel, que significa Dios con nosotros. Escucha, no obstante, algo más claro: La Palabra se hizo hombre y acampó entre nosotros. Y desde entonces y siempre contemplamos su gloria, pero la gloria del Hijo Unico del Padre. Le contemplamos lleno de gracia y de verdad. No es la gloria del poderío y de la luz; es la gloria del amor del Padre, la gloria de la gracia. A ella se refiere el Apóstol cuando dice: Para alabanza de su gracia gloriosa.

CAPÍTULO 7

Nace. Pero ¿dónde crees que nace? En Belén de Judá. No conviene que olvidemos Belén. Vayamos derechos a Belén, dicen los pastores. No pasemos de largo. ¿Qué importa que sea una aldea, e incluso lo más insignificante de toda Judea? No repara en este detalle aquel que siendo rico se hizo pobre por nosotros, que siendo Señor grande y muy digno de alabanza, se hizo niño por nosotros. Entonces estaba ya diciendo: Dichosos los pobres en el espíritu porque de ellos es el reino de los cielos. Y: Si no cambiáis y os hacéis como este niño, no entraréis en el Reino de los cielos. Por eso eligió un establo y un pesebre, casa de adobes y refugio de animales. Así sabrás que alza de la basura al pobre y socorre a hombres y animales.

CAPÍTULO 8

 ¡Ojalá seamos también nosotros ese Belén de Judá, para que nazca en nosotros y podamos oír: Porque respetáis a Dios, os alumbrará el sol de justicia! Probablemente, es lo mismo que recordábamos antes. Necesitamos un entrenamiento y una santificación previas para ver la majestad del Señor. Porque, según el profeta Judá fue santificación de Dios, ya que es también casa de pan. Belén significa eso; quizá por este motivo se alude a la preparación. ¿De qué forma puede disponerse a acoger un huésped tan notable quien anda diciendo que no tiene pan en casa? Pensad en aquel individuo que, carente de vituallas, se vio en la necesidad de golpear la puerta de su amigo en plena noche e importunarle: Acaba de llegar un amigo mío y no tengo qué ofrecerle. Su corazón confía en el Señor, dice el profeta, refiriéndose, sin duda, al justo; su corazón se siente seguro, no vacilará. El corazón que no se siente seguro es porque no está dispuesto. Además, sabemos, según el mismo profeta, que el pan conforta el corazón del hombre. Por tanto, no se encuentra dispuesto su corazón, está seco, lánguido, porque se olvidó de comer su pan.

Un corazón dispuesto, no ansioso, se dispone a observar los preceptos de vida y, olvidando lo que queda atrás, se lanza a lo que está delante. Ahí ves cómo debes evitar ciertos olvidos y cuánto debes desear otros, pues toda la tribu de Manasés no atravesó el Jordán, ni todos los que pasaron tuvieron una casa. Hay quien se olvida del Señor, su creador, y hay quien le tiene siempre presente, olvidando a su pueblo y la casa paterna. Aquel se olvida de las cosas de arriba; éste, en cambio, de las cosas de la tierra; uno se olvida de lo presente; otro, de lo venidero; éste, de lo visible; aquél, de lo invisible. En fin hay quien se olvida de sus asuntos, y otros, de los asuntos de Jesucristo.

Tanto unos como otros son Manasés, olvidadizos ambos; pero mientras éste se olvida de Jerusalén, aquél de Babilonia. Dispuesto está el que se olvida de los impedimentos; pero el que echa en olvido lo que conviene -y no se debe olvidarse encuentra totalmente indispuesto para contemplar en sí mismo la majestad del Señor. No es, por tanto, casa de pan en donde puede nacer el Salvador; tampoco es Manasés, a quien se aparece el que guía a Israel y tiene su trono sobre querubines. Pues dice: Resplandece ante Efraín, Benjamín y Manasés. A mi parecer, estos tres son quienes se salvan. A ellos, otro profeta los llamó Noé, Daniel y Job, representados en aquellos tres pastores a los que anunció el ángel la venturosa noticia del nacimiento del “Angel, Maravilla de Consejero”.

CAPÍTULO 9

Observa si tal vez no son éstos los tres magos que vienen de Oriente y de Occidente para sentarse a la mesa con Abrahán, Isaac y Jacob. Incluso no parece desatinado aplicar la ofrenda del incienso a Efraín, que significa fruto, pues la ofrenda del incienso de suave fragancia corresponde a quienes Dios destinó a ponerse en camino y a dar fruto. Me reFiero a los prelados de la Iglesia, pues Benjamín, el hijo de la derecha, debe hacer la ofrenda de  oro, esto es, de los bienes de este mundo, a fin de que el pueblo creyente, situado en la parte derecha, pueda oír al juez: Tuve hambre, y me diste de comer, y lo que sigue.

Manasés, para merecer que se le manifieste el Señor, tendrá que presentar la mirra de la renuncia. A mi entender, esto atañe muy en concreto a nuestra profesión. Insinúo estas cosas para que no formemos parte de las tribus de Manasés, que se quedaron a la otra orilla del Jordán. Olvidemos, pues, lo que queda atrás y lancémonos a lo que está delante.

CAPÍTULO 10

Ahora volvamos a Belén para ver lo que ha hecho y nos ha mostrado el Señor. Belén es casa de pan; ya lo hemos dicho. Nos encontramos bien allí. Donde esté la Palabra del Señor no faltará el pan que conforta el corazón. Lo dice el profeta: Afiánzame con tus palabras. El hombre vive en la palabra que pronuncia Dios por su boca; el hombre vive en Cristo, y Cristo en él. Allí nace, allí se muestra. No le agrada el corazón perplejo o vacilante. Descansa en él estable e intrépido. Si alguien se queja, duda o zozobra; si alguien intenta revolcarse en el fango o volver a su propio vómito, desertar de sus promesas, cambiar su propósito, ese tal no es de Belén, no es de la casa de pan.

Sólo un hambre, y un hambre intensa, obliga a bajar a Egipto, a cebar cerdos, y apetecer algarrobas. Es que se encuentra lejos de la casa de pan, de la morada paterna, donde los mismos criados disfrutan de pan abundante. Cristo no nace en el corazón de estos tales, porque les falta la fortaleza de la fe, el pan de la vida. La Escritura afirma que el justo vive por la fe; es decir, la verdadera vida del alma que es el Señor sólo la poseemos ahora en nuestros corazones por la fe. De otro modo, ¿cómo va a nacer Cristo, cómo va a despumar la salvación en él, siendo cierta la sentencia que sostiene que quien persevere hasta el final se salvará? Cristo no puede encontrarse en él.

Para todos éstos no tiene sentido aquello de el Consagrado os confirió una unción, porque se han secado sus corazones al olvidarse de comer su pan. Tampoco pertenecen al Hijo de Dios, pues el Espíritu del Señor descansa sobre el pacífico y el humilde y sobre el que se estremece a sus palabras. Además, no puede haber concordia alguna entre la eternidad y tanto cambio, entre el que es y el que nunca puede quedar en un mismo sitio. Y aunque estemos firmes, aunque nos sintamos robustos en la fe, aunque nos veamos dispuestos, con pan en abundancia, porque nos lo da aquel a quien suplicamos siempre: Danos hoy nuestro pan de cada día, tenemos que añadir lo que sigue: Perdónanos nuestras ofensas. Pues, si afirmamos no tener pecado, nos engañamos y no llevamos dentro la verdad. Porque la Verdad misma, Jesús el Cristo, el Hijo de Dios, no nace simplemente en Belén, sino en Belén de judá.

CAPÍTULO 11

Entremos a la presencia del Señor como pecadores, para que, santificados y dispuestos, seamos también nosotros Belén de Judá, y de este modo nos hagamos merecedores de contemplar al Señor que nace en nosotros.

Si algún alma progresara tanto, cuestión que nos concierne sobremanera, y llega a ser una virgen fecunda, una estrella del mar, una llena de gracia, en posesión del Espíritu Santo que se vuelca sobre ella, estimo que no sólo quiere nacer en ella, sino también de ella. Que nadie piense atribuirse esto a sí mismo, sino sólo aquellos a quienes el mismo Señor señala, diciendo: Ved a mi madre y a mis hermanos. Escucha ahora a uno de éstos: Hijos míos, otra vez me causáis dolores de parto hasta que Cristo se forme en vosotros. Si parecía nacer Cristo en ellos cuando se estaba formando en ellos, ¿cómo no se va a suponer que también nace en aquel que en cierto modo le estaba dando a luz en ellos?

RESUMEN

Jesús ha nacido en Belén de Judá. No debemos temer la crudeza del tratamiento que supone su venida. Él tiene el querer y el poder. No es un médico intransigente ni receta medicamentos revulsivos. No emplea el bisturí sino el perfume. No cauteriza sino que unge.

 El Ángel anunció que ha nacido el Salvador, el Cristo y el Señor. No es un mensaje viejo. En realidad ocurre desde siempre y por siempre. Su nacimiento precedió a nuestro tiempo histórico y se hizo Palabra-carne.

San Pablo, refiriéndose a la Iglesia afirmó que “dejará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne.

 Dios le prometió a Abraham que “a uno de tu linaje pondré sobre tu trono”.

 El justo vive de la fe y la fe es como un muestrario de la eternidad: recoge, al mismo tiempo, el pasado, el presente y lo por venir en un seno inmenso. Lo dirige, conserva y abarca todo. Desgraciado aquel que hace una postración fingida: a menor humillación menor victoria e incluso menor fe viva. No es lo mismo ver y luego creer que ver creyendo.

 El nacimiento de Cristo es siempre nuevo. No se dice que ha nacido, sino que nace Jesús el Cristo, el Hijo de Dios, en Belén de Judá. Nace y se inmola constantemente. Mañana veremos la majestad de Dios pero no en Dios sino en nosotros.

 Nació pobre pudiendo ser rico y si no cambiáis y os hacéis como este niño no entraréis en el Reino de los Cielos. Alza de la basura al pobre y socorre a hombres y animales.

 Ojalá seamos todos Belén de Judá que es también “casa del pan”. Necesitamos que nuestro corazón esté lleno de ese pan para recibir a Cristo. Debemos olvidar lo antiguo y pensar en lo venidero en invisible.

 Los tres magos de oriente pueden tener un significado peculiar:

-Efraín (que significa fruto) trae el incienso y puede representar a los prelados de la iglesia.

-Benjamín (que significa oro) los bienes de este mundo que se ofrecen   al Salvador.

-Manasés es la mirra de la renuncia: las tribus que se quedaron en la otra orilla del Jordán.

 Los que dudan o se revuelcan con el fango no son de Belén. Si creemos que estamos libres de pecados nos engañamos. Nadie puede carecer de pecados salvo aquellos a los que el Señor señala pues todos sufrimos “dolores de parto” hasta que Cristo se forma en nosotros.

La mansedumbre, una virtud que conquista…

“Aprended de mí, que soy manso

y humilde de corazón”

(Jesucristo)

P. Jason Jorquera M.

    

The Children with the ShellFrancisco de Zurbaran

“El monje magnánimo es una fuente tranquila, una bebida agradable ofrecida a todos, mientras la mente del iracundo se ve continuamente agitada y no dará agua al sediento y, si se la da, será turbia y nociva; los ojos del animoso están descompuestos e inyectados de sangre y anuncian un corazón en conflicto. El rostro del magnánimo muestra cordura y los ojos benignos están vueltos hacia abajo”. (Evagrio Póntico)

     Santo Tomás cita a Aristóteles (Ética, libro IV) para decir que la mansedumbre es la virtud que modera la ira. En seguida la distingue de la clemencia, que es la benevolencia del superior para con el inferior al momento de imponer el justo castigo; “pero la mansedumbre no sólo es propia del superior para con el inferior, sino de un hombre para con otro indistintamente. Luego la mansedumbre y la clemencia no son exactamente lo mismo”[1].

     Es esencial a las virtudes morales la sujeción del apetito respecto de la razón, como escribe el Filósofo en I Ethic. […] En cuanto a la mansedumbre, modera la ira […] en conformidad con la recta razón, como se dice en IV Ethic. . Es, pues, evidente que tanto la clemencia como la mansedumbre son virtudes[2].

Naturaleza y objeto de la mansedumbre

     «La mansedumbre es la virtud que tiene por objeto moderar la ira según la recta razón. Su materia propia es, por tanto, la pasión interna de la ira; la rectifica y modera de modo tal que no se levante sino cuando sea necesario y en la medida en que sea necesario; se dice, así, que modera “el apetito de venganza” pues se ocupa de las pasiones íntimas que se rebelan contra la injuria y postulan venganza. Esto puede resultar difícil de comprender si tomamos el término “venganza” en sentido vulgar, que ha devenido peyorativo en nuestro tiempo; debemos comprenderla en el sentido clásico de “castigo”. No todo castigo es malo; hay castigos justos e injustos, y la pasión que surge en el apetito sensible irascible ante un mal presente y vencible es de suyo indiferente, pues puede dar origen tanto a un movimiento justo como a uno injusto; es la razón la que debe regular la correcta reacción frente a los males que nos amenazan. La mansedumbre se encarga de hacer esto virtuosamente y tiene gran importancia en la vida moral y especialmente en la vida cristiana pues Jesucristo mandó imitar su propia mansedumbre (cf. Mt 11,29).

Como acabamos de indicar reside en el apetito irascible, como la ira que debe moderar»[3].

     Es importante señalar que la mansedumbre o dulzura es enumerada entre las bienaventuranzas en Mt 5,4 y entre los frutos en Gál 5,23. Recordemos que las bienaventuranzas son actos de virtudes, mientras que los frutos son gozo en los actos de virtud. Por eso –dice santo Tomás- no hay inconveniente en considerar a la mansedumbre como virtud, como bienaventuranza y como fruto.

A continuación la consideraremos, en consecuencia, como verdadera y, por lo tanto, noble virtud.

Parte integral de la templanza

     «Asignamos partes a las virtudes principales en cuanto que las imitan en materias secundarias, principalmente en cuanto al modo de obrar, que es lo más característico de la virtud y lo que le da nombre. Así, el modo y el nombre de justicia designan cierta igualdad; el de la fortaleza, firmeza; la templanza, freno, en cuanto que frena las concupiscencias sumamente fuertes de los deleites del tacto. Por su parte, la clemencia y la mansedumbre designan también cierto freno en el obrar, ya que la clemencia disminuye las penas y la mansedumbre reprime la ira, como ya dijimos […]. Por eso ambas se relacionan con la templanza como virtud principal, es decir, son partes suyas»[4].

Excelencia de esta virtud

     «Un hombre afable, no solamente es manso y humilde para sí mismo, sino también agradable y útil para los otros; pero el hombre colérico, es malo para sí y pernicioso para los demás: porque no hay cosa más desagradable, penosa y molesta para todo el mundo, que una persona fácil a la ira; por el contrario, nada agrada tanto como un hombre que jamás se enoja»[5].

     «Bienaventurados los mansos porque ellos en la guerra de este mundo están amparados del demonio y los golpes de las persecuciones del mundo. Son como vasos de vidrio cubiertos de paja o heno, y que así no se quiebran al recibir golpes. La mansedumbre les es como escudo muy fuerte en que se estrellan y rompen los golpes de las agudas saetas de la ira. Van vestidos con vestidura de algodón muy suave que les defiende sin molestar a nadie»[6]; «… pero el que es duro y soberbio, sujeto a la ira, es detestable a los ojos de Dios, ya tiene por alimento una porción de la amargura de los demonios, por vino la hiel de los dragones y por refresco el mortal veneno de los áspides»[7] ; en cambio «(A quien es paciente) nada puede apartarlo del amor de Dios, ni tiene necesidad de tranquilizar su ánimo, porque está persuadido de que todo es para bien; no se irrita, ni hay nada que le mueva a la ira, porque siempre ama a Dios, y a esto sólo atiende»[8].

     Respondiendo a las objeciones acerca de si la clemencia y la mansedumbre son las virtudes más excelentes, santo Tomás afirma que no, puesto que la principal es, obviamente, la caridad, y en cuanto a la naturaleza de la mansedumbre (y la clemencia, que trata juntas) tampoco pueden ser las virtudes más perfectas puesto que son parte integral de la templanza; sin embargo, en las respuestas a estas objeciones aclara de manera muy concisa la excelencia propia de estas virtudes como las demás en cuanto se ordenan al perfeccionamiento (santificación) del hombre y, en consecuencia, se vuelven sumamente importantes al momento de buscar la semejanza con Cristo:

 «La mansedumbre prepara al hombre para conocer a Dios quitando los obstáculos, y lo hace de dos modos. En primer lugar, haciendo al hombre dueño de sí mismo mediante la disminución de la ira, como ya dijimos (In corp.). Bajo un segundo aspecto, en cuanto que es propio de la mansedumbre el que el hombre no se oponga a las palabras de la verdad, lo cual sucede frecuentemente debido a los impulsos de la ira. Por eso dice San Agustín en II De Doct. Christ. : Ser dulce es no contradecir a la verdad de la Escritura, tanto si se entiende ésta en cuanto que fustiga algún vicio nuestro, como si no se entiende, como si por nosotros mismos fuéramos capaces de ser más sabios y de mandar mejor.

La mansedumbre y la clemencia hacen al hombre más grato a Dios por el hecho de concurrir al mismo efecto con la caridad, que es la principal de las virtudes: en tratar de apartar el mal del prójimo. La misericordia y la piedad coinciden con la mansedumbre y con la clemencia en cuanto que se ordenan a un mismo efecto, cual es el de evitar el mal del prójimo»[9].

     «La mansedumbre del hombre es recordada por Dios y el alma apacible se convierte en templo del Espíritu Santo. Cristo recuesta su cabeza en los espíritus mansos y sólo la mente pacífica se convierte en morada de la Santa Trinidad.»[10]

Pecados contra la mansedumbre

     «(A la mansedumbre) se le oponen dos vicios: por falta de mansedumbre la ira desordenada y la iracundia; por exceso la blandura o falsa mansedumbre[11].

     La ira desordenada designa generalmente el movimiento rápido, el golpe de furor; iracundia, en cambio, suele emplearse para indicar el estado diuturno de animadversión y deseo de venganza. La ira es un deseo de venganza que responde a una injuria o a lo que se considera una injuria. Pero a la mansedumbre se opone también el exceso de blandura que, tal vez por parecerse más a la mansedumbre, muchas veces no es tenido en cuenta.

     La blandura excesiva es el pecado que omite la justa indignación contra el desorden simplemente por no molestarse en castigarlo.

     Santo Tomás cita las palabras de San Juan Crisóstomo: “El que no se irrita teniendo motivo comete pecado, porque la paciencia irracional siembra vicios, alimenta la negligencia e invita al mal, no sólo a los malos, sino también a los buenos”[12]. “Paciencia irracional”, la llama el gran moralista de Oriente. Suele llevar a graves consecuencias en el plano de la educación e instaura la constante transgresión de la justicia, aprovechándose de la incapacidad de administrar justicia, especialmente cuando este defecto se da en un superior»[13].

     De aquí que Jesucristo, siendo Dios y varón perfecto, no fue falto de mansedumbre al momento de expulsar a los vendedores del templo sino al contrario, pues lo movía el celo por la gloria de su Padre Celestial[14].

La enseñanza de los santos

Los santos gozan de una autoridad del todo especial en lo que respecta a las virtudes, ya que precisamente en ellas es que consiste la santidad, en su práctica habitual, “asimilada”, y en el eximio mérito que acompaña cada uno de los actos por ellas realizados, pues detrás de ellos se encuentra un arduo esfuerzo por conseguir el obrar virtuoso, y que en algunos casos ha implicado años e incluso toda una vida para conseguirlo. Dejemos, pues, que nos hablen aquellas almas que gozan ya de la gloria junto a Aquel que quisieron sinceramente imitar. He aquí algunos ejemplos:

San Francisco de Sales: “La soledad tiene sus asaltos, el mundo tiene sus peligros; en todas partes es necesario tener buen ánimo, porque en todas partes el Cielo está dispuesto a socorrer a quienes tienen confianza en Dios, a quienes con humildad y mansedumbre imploran su paternal asistencia” (San Francisco de Sales, Carta a su hermana, Epistolario, 761); “la humildad, pues, nos perfecciona en lo que mira a Dios, y la mansedumbre en lo que toca al prójimo.”

San Efrén: “La gloria de los cristianos es la humildad del corazón, la pobreza espiritual, la obediencia, la penitencia, la penitencia acompañada con lágrimas, la mansedumbre y la paz”.

San Juan Crisóstomo: “Dios no ama tanto a los hombres porque guardan la castidad, practican el ayuno, desprecian las riquezas y gustan de hacer limosna, como por la mansedumbre, humildad y arreglo de costumbres”; “el Señor conoce más que nadie la naturaleza de las cosas: él sabe que la violencia no se vence con la violencia, sino con la mansedumbre.” (Hom. sobre S. Mateo, 33).

San Gregorio Magno: “Se hizo hombre por los hombres, y se manifestó a ellos lleno de humildad y mansedumbre; no quiso castigar a los pecadores, sino atraerlos hacia sí; quiso primeramente corregir con mansedumbre, para tener en el día del juicio a quién salvar.” (San Gregorio Magno, Hom. 30 sobre los Evang.).

San Ignacio de Antioquía: “Tened unos para con otros un corazón grande, con mansedumbre, como lo tiene Dios para con vosotros (Carta a S. Policarpo de Esmirna, 5).”

– “No creas que vas a adquirir la humildad sin las prácticas que le son propias, como son los actos de la mansedumbre, de paciencia, de obediencia, de mortificación, de odio de ti mismo, de renuncia a tu propio juicio, a tus opiniones, de arrepentimiento de tus pecados y de tantos otros; porque éstas son las armas que destruirán en ti mismo el reino del amor propio” […] (J PECCI -León XIII-, Práctica de la humildad, 7).

San Pablo, escribe a los gálatas: “Hermanos, si alguno fuere hallado en falta, vosotros, los espirituales, corregidle con espíritu de mansedumbre, cuidando de ti mismo no seas también tentado” (Gál 6,1);

– a los efesios: “Así pues, os exhorto yo, preso en el Señor, a andar de una manera digna de la vocación con que fuisteis llamados, con toda humildad, mansedumbre y longanimidad, soportándoos los unos a los otros con caridad” (Ef 4, 1);

– y a Tito: “Amonéstales que no sean pendencieros, sino modestos, dando pruebas de mansedumbre con todos los hombres.” (Tit 3, 1-2).

CONCLUSIÓN

«Hombre moderado es el que es “dueño de sí mismo”. Aquel en el que las pasiones no consiguen la superioridad sobre la razón, sobre la voluntad y también sobre el «corazón». ¡El hombre que sabe dominarse a sí mismo! Si es así, nos damos cuenta fácilmente del valor fundamental y radical que tiene la virtud de la templanza. Ella es justamente indispensable para que el hombre «sea plenamente hombre». Basta mirar a alguno que, arrastrado por sus pasiones, se convierte en «víctima» de las mismas, renunciando por sí mismo al uso de la razón (como, por ejemplo, un alcoholizado, un drogado), y comprobamos con claridad que «ser hombre» significa respetar la dignidad propia, y por ello, entre otras cosas, dejarse guiar por la virtud de la templanza.»[15]

     El paradigma tanto de la templanza como de cualquier otra virtud, ciertamente que es el Hombre perfecto, Jesucristo; de Él debemos aprender a practicar las virtudes, en Él está la fuente viva de la santidad y, por lo tanto, mediante su asimilación por los actos que realicemos imperados por la caridad, se hace posible alcanzar esa mansedumbre que caracterizó su paso sobre la tierra y que a tantas almas arrastró a la conversión. Quitemos, pues, los impedimentos a “la gran obra de la salvación” en nosotros, mediante la firme resolución de imitar al Cordero de Dios, que nos repite constantemente:

“Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón”

 

[1]Cfr.  S. Th. II-II q.157, art.1, sobre la clemencia y la mansedumbre

[2] Cfr.  S. Th. II-II q.157, art.3

[3] P. Fuentes, Dispensa de templanza, pág 92-93

[4] Cfr.  S. Th. II-II q.157, art.3

[5] San Juan Crisóst., Homl. 6, c. 2, sent. 264, Tric. T. 6, p. 355.

[6] F. de Osuna, Tercer abecedario espiritual, III, 4

[7] S. Cirilo de Alejandría,  sent. 18, Tric. T. 8, p. 103

[8] San Clemente de Alejandría, Strómata, 6

[9] Cfr.  S. Th. II-II q.157, art.4

[10] Evagrio Póntico, Sobre los ocho vicios malvados, Cap. X

[11] Cf. II-II, 158.

[12] II-II, 158, 8 sed contra.

[13] P. Fuentes, Dispensa de templanza, pág. 93-94

[14] Cf. Mt 21,12  Entró Jesús en el Templo y echó fuera a todos los que vendían y compraban en el Templo; volcó las mesas de los cambistas y los puestos de los vendedores de palomas. Cf. También  Mc 11,15 y Jn 2, 14.

[15] San Juan Pablo II, Sobre la templanza, Aud. gen. 22XI-1978

El pecado de ira

Escandaloso destructor de la paz

 

La tranquilidad de nuestro corazón

depende de nosotros mismos.

El evitar los efectos ridículos de la ira debe estar en nosotros

 y no supeditado a la manera de ser de los demás.

El poder superar la cólera no ha de depender

de la perfección ajena, sino de nuestra virtud.”

 (Casiano, Instituciones, 8).

El pecado de ira

El pecado de ira a menudo resulta escandaloso. Es violento, agresivo, y a la vez capaz de manifestar la falta de dominio de sí y, por lo tanto, señal clara de que debemos trabajar por alcanzar la mansedumbre, aquella virtud que tantas veces conquista los corazones para Dios por el sólo hecho de asemejarnos a Aquel que la poseyó de manera perfecta, Jesucristo: manso y humilde de corazón.

Para este trabajo, sencillamente seguiremos la doctrina tomista respecto a este tema.

 «Con el nombre de ira designamos propiamente una pasión […] Ahora bien: las pasiones del apetito sensitivo son buenas en cuanto están reguladas por la razón; si excluyen el orden de ésta, son malas. Y este orden de la razón admite una doble consideración. En primer lugar, por razón del objeto apetecible al que tiende, que es la venganza. Bajo este aspecto, el desear que se cumpla la venganza conforme a la razón es un apetito de ira laudable, y se llama ira por celo. Pero si se desea el cumplimiento de la venganza por cualquier vía que se oponga a la razón, como sería el desear que sea castigado el que no lo merece, o más de lo que merece, o sin seguir el orden que se debe, o sin atenerse al recto orden, que es el cumplimiento de la justicia y la corrección de la culpa, será un apetito de ira pecaminoso. En ese caso se llama ira por vicio.

     En segundo lugar, podemos considerar el orden de la razón para con la ira en cuanto al modo de airarse: que no se inflame demasiado interior ni exteriormente. Si esto no se tiene en cuenta, no habrá ira sin pecado, aun cuando se desee una venganza justa»[1]

     Al ser un pecado capital, la ira tiene, además, la capacidad de engendrar numerosos otros pecados sobre lo cual debemos estar muy atentos, ya que una vez que ha echado raíces en nosotros, es mucho más fácil que éstos se propaguen perjudicialmente en detrimento tanto nuestro como de aquellos que tendrán que sufrirlos de parte nuestra: y así tenemos «… pecados interiores (indignación excesiva, rencor), de palabra (gritos, blasfemias, injurias) y de acción (riñas, golpes, heridas, etc.).

Cuando es sólo un movimiento desordenado de la sensibilidad suele no pasar de pecado venial. Cuando es un deseo plenamente consentido de venganza puede ser pecado mortal.

     Al ser un acto que ordinariamente se manifiesta al exterior, puede también conllevar escándalo del prójimo. No hay que confundir, sin embargo, esta emoción, con la justa indignación, que nace del amor a Dios, al prójimo, a la verdad, al bien, etc. y reacciona cuando alguno de estos bienes es atropellado. Pero la justa indignación nunca se desborda, no priva a la persona del dominio de sí, no escandaliza, ni actúa en forma desmedida[2]

     Santo Tomás afirma puntualmente seis hijas de la ira (pecados originados a partir de ella):

«La ira puede considerarse bajo tres aspectos.

      En primer lugar, en cuanto que está en el corazón. Así considerada, nacen de ella dos vicios. Uno nace por parte de aquel contra quien el hombre siente ira, y al que considera indigno de haberle hecho tal injuria; así nace la indignación. Otro vicio nace por parte de sí misma, en cuanto que piensa en varios modos de venganza y llena su alma de tales pensamientos, según lo que se dice en Job 15,2: ¿Es de sabios tener el pecho lleno de viento? Bajo esta consideración le asignamos la hinchazón de espíritu.

      En segundo lugar consideramos la ira en cuanto que está en la boca. Así mirada, se origina de ella un doble desorden. Uno, en cuanto que el hombre da a conocer su ira en el modo de hablar, tal como dijimos antes […] de aquel que dice a su hermano “raca”. A este concepto responde el clamor, que significa una locución desordenada y confusa. Y otro desorden es aquel por el cual el hombre prorrumpe en palabras injuriosas. Si éstas son contra Dios, tendremos la blasfemia; si son contra el prójimo, la injuria.

     En tercer lugar, se considera la ira en cuanto que pasa a la práctica. Bajo este aspecto nacen de ella las querellas, entendiendo por tales todos los daños que, de hecho, se cometen contra el prójimo bajo el influjo de la ira.»[3]

La ira en la Sagrada Escritura

          En la Sagrada Escritura aparece repetidas veces el tema de la ira del Señor contra el pueblo elegido a causa de su infidelidad. La justicia divina está en todo su derecho de molestarse con el pueblo que tantas e innumerables veces le había vuelto la espalda a quien le había prodigado tantos beneficios, e inclusive les seguía manteniendo y confirmando la promesa de la Tierra Prometida. Aquí, en cambio, nos referimos al pecado de los hombres, el cual a menudo está mezclado con la pasión de la ira y, por lo tanto, es mucho más proclive a la injusticia -como hemos dicho-, cuando se desata sin el correspondiente señorío de la razón. De ahí que explique tan admirablemente San Gregorio: « ¿Quién puede conocer lo grande de vuestra ira? El entendimiento humano es incapaz de comprender el poder de la ira Divina, porque obrando su providencia sobre nosotros del modo más oculto, nos recibe algunas veces favorablemente cuando nos parece que nos desampara, y tal nos desampara cuando creemos que nos recibe. Muchas veces es un efecto de su gracia, lo que llamamos efecto de su indignación, y lo que pensamos que es efecto de su gracia, lo es de su ira.»[4]

     La Sagrada Escritura, “la gran carta de Dios a los hombres” nos advierte ampliamente acerca del peligro y consecuencias de la ira cuando no está debidamente ordenada. Mencionemos por ahora sólo tres aspectos:

  • 1º) Acarrea el mal: “Desiste de la ira, abandona el enojo, no te acalores, que será peor” (Sal 37,8); “Respuesta amable aplaca la ira, palabra hiriente enciende la cólera.” (Prov 15,1); “El iracundo promueve contiendas, el paciente aplaca las rencillas” (Prov 15,8); “Si un hombre alimenta la ira contra otro, ¿cómo puede esperar la curación del Señor?” (Eclo 28,3); La ira del rey es rugido de león: quien la provoca se daña a sí mismo (Prov 20,2).
  • 2º) Desagrada a Dios: “Rencor e ira también son detestables, ambas posee el pecador” (Eclo 27,30); “Porque la ira del hombre no realiza la justicia de Dios” (Stgo 1,20); “Dios no nos ha destinado para la ira, sino para obtener la salvación por nuestro Señor Jesucristo…” (1Tes 5,9)
  • 3º) Se opone a la caridad: “Quiero, pues, que los hombres oren en todo lugar elevando hacia el cielo unas manos piadosas, sin ira ni discusiones” (1Ti 2,8); “Tenedlo presente, hermanos míos queridos: Que cada uno sea diligente para escuchar y tardo para hablar, tardo para la ira” (Stgo 1,19); “El hombre sensato domina su ira y tiene a gala pasar por alto la ofensa.” (Prov 19,11); “Los justos desean sólo el bien; los malvados esperan la ira.” (Prov 11,23); etc.

El combate contra la ira comienza por la templanza, es decir, por aprender a ser justamente moderados en nuestras acciones, y en concreto es la virtud de la mansedumbre –como hemos dicho al principio-, quien debe aniquilarla, ya que el iracundo no es agradable a Dios, como escribía Evagrio Póntico (345-399): “los pensamientos del iracundo son descendencia de víboras y devoran el corazón que los ha engendrado. Su oración es un incienso abominable y su salmodia emite un sonido desagradable.”

En conclusión, al igual que en los demás pecados, la ira se debe trabajar por medio de las virtudes, y en este caso debemos tener presente a aquella que se le opone directamente y que es la mansedumbre, todo esto mediante un serio esfuerzo espiritual, acompañado de una profunda e intensa vida de oración; y teniendo también siempre presente que: «para combatir la ira (o encauzarla) hay que luchar, ante todo, contra el amor propio que es su raíz (el humilde no se encoleriza porque jamás se siente propiamente humillado); crecer en el amor al prójimo especialmente en las virtudes de la misericordia y la mansedumbre. Recordando el ejemplo de los santos y, especialmente, el de Jesucristo que era manso y humilde de corazón[5]

P. Jason Jorquera. IVE.

[1] S. Th. II-II q.158, a2.

[2] P. Miguel Ángel Fuentes, Revestíos de entrañas de misericordia,  5ª edición, cap.5º “Los pecados capitales”, pág. 283-284, EDIVE, 2007.

[3] S. Th. II-II q.158, a7.

[4] S. Greg. el Grande, lib. 5, c. 10, p. 145, sent. 9, Tric. T. 9, p. 232 y 233.

[5] P. Miguel Ángel Fuentes, Revestíos de entrañas de misericordia,  5ª edición, cap.5º “Los pecados capitales”, pág. 284, EDIVE, 2007.

Meditación sobre el juicio final

Texto tomado de

Introducción a la vida devota

San Francisco de Sales

 

PREPARACIÓN.

1. Ponte en la presencia de Dios. – 2. Pídele que te ilumine.

CONSIDERACIONES.

1. Finalmente, después de transcurrido el tiempo señalado por Dios a la duración del mundo y después de una serie de señales y presagios horribles, que harán temblar a los hombres de espanto y de terror, el fuego, que caerá como un diluvio, abrasará y reducirá a cenizas toda la faz de la tierra, sin que ninguna de las cosas que vernos sobre ella llegue a escapar.

  1. Después de este diluvio de llamas y rayos, todos los hombres saldrán del seno de la tierra, excepción hecha de los que ya hubieren resucitado, y, a la voz de¡ Arcángel, comparecerán en el valle de Josafat. ¡Mas, ay, con qué diferencia! Porque los unos estarán allí con sus cuerpos gloriosos y resplandecientes y los otros con los cuerpos feos y espantosos.
  1. Considera la majestad, con la cual el soberano Juez aparecerá, rodeado de todos los ángeles y santos, teniendo delante su cruz, más reluciente que el sol, enseña de gracia para los buenos y de rigor para los malos.
  1. Este soberano Juez, por terrible mandato suyo, que será enseguida ejecutado, separará a los buenos de los malos, poniendo a los unos a su derecha y a los otros a su izquierda; separación eterna, después de la cual los dos bandos no se encontrarán jamás.
  1. Hecha la separación y abiertos los libros de las conciencias, quedará puesta de manifiesto, con toda claridad, la malicia de los malos y el desprecio de que habrán hecho objeto a Dios; y, por otra parte, la penitencia de los buenos y los efectos de la gracia de Dios que, en vida, habrán recibido y nada quedará oculto. ¡ Oh Dios, qué confusión para los unos y qué consuelo para los otros!
  1. Considera la última sentencia de los malos. «Id malditos al fuego eterno, preparado para el diablo y sus compañeros». Pondera estas palabras tan graves. «Id», les dice. Es una palabra de abandono eterno, con que Dios deja a estos desgraciados y los aleja para siempre de su faz. Les llama « malditos ». ¡ Oh alma mía, qué maldición! Maldición general, que abarca todos los males; maldición irrevocable, que comprende todos los tiempos y toda la eternidad. Y añade «al fuego eterno». Mira, ¡oh corazón mío! esta gran eternidad. ¡Oh eterna eternidad de las penas, qué espantosa eres!
  1. Considera la sentencia contraria de los buenos: «Venid», dice el Juez. ¡Ah!, es la agradable palabra de salvación, por la que Dios nos atrae hacia sí y nos recibe en el seno de su bondad; «benditos de mi Padre»: ¡oh hermosa bendición, que encierra todas las bendiciones! «tomad posesión del reino que tenéis preparado desde la creación del mundo». ¡Oh, Dios mío, qué gracia, porque este reino jamás tendrá fin!
AFECTOS Y RESOLUCIONES.

1. Tiembla, ¡oh alma mía!, ante este recuerdo. ¿Quién podrá, ¡oh Dios mío!, darme seguridad para aquel día, en el cual temblarán de pavor las columnas del firmamento?

  1. Detesta tus pecados, pues sólo ellos pueden perderte en aquel día temible.
  1. ¡Ah!, quiero juzgarme a mí mismo ahora, para no ser juzgado después. Quiero examinar mi conciencia y condenarme, acusarme y corregirme, para que el Juez no me condene e aquel día terrible: me confesaré y haré caso de los avisos necesarios, etc.
CONCLUSIÓN.

1. Da gracias a Dios, que te ha dado los medios de asegurarte para aquel día, y tiempo para hacer penitencia.

  1. Ofrécele tu corazón para hacerla.

La maternidad de María respecto de la Iglesia

Catecismo de la Iglesia Católica

Nº 964-970

Totalmente unida a su Hijo…

El papel de María con relación a la Iglesia es inseparable de su unión con Cristo, deriva directamente de ella. “Esta unión de la Madre con el Hijo en la obra de la salvación se manifiesta desde el momento de la concepción virginal de Cristo hasta su muerte” (LG 57). Se manifiesta particularmente en la hora de su pasión:

«La Bienaventurada Virgen avanzó en la peregrinación de la fe y mantuvo fielmente la unión con su Hijo hasta la cruz. Allí, por voluntad de Dios, estuvo de pie, sufrió intensamente con su Hijo y se unió a su sacrificio con corazón de madre que, llena de amor, daba amorosamente su consentimiento a la inmolación de su Hijo como víctima que Ella había engendrado. Finalmente, Jesucristo, agonizando en la cruz, la dio como madre al discípulo con estas palabras: “Mujer, ahí tienes a tu hijo” (Jn 19, 26-27)» (LG 58).

Después de la Ascensión de su Hijo, María “estuvo presente en los comienzos de la Iglesia con sus oraciones” (LG 69). Reunida con los apóstoles y algunas mujeres, “María pedía con sus oraciones el don del Espíritu, que en la Anunciación la había cubierto con su sombra” (LG 59).

… también en su Asunción …

“Finalmente, la Virgen Inmaculada, preservada inmune de toda mancha de pecado original, terminado el curso de su vida en la tierra, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria del cielo y enaltecida por Dios como Reina del universo, para ser conformada más plenamente a su Hijo, Señor de los señores y vencedor del pecado y de la muerte” (LG 59; cf. Pío XII, Const. apo. Munificentissimus Deus, 1 noviembre 1950: DS 3903). La Asunción de la Santísima Virgen constituye una participación singular en la Resurrección de su Hijo y una anticipación de la resurrección de los demás cristianos:

«En el parto te conservaste Virgen, en tu tránsito no desamparaste al mundo, oh Madre de Dios. Alcanzaste la fuente de la Vida porque concebiste al Dios viviente, y con tu intercesión salvas de la muerte nuestras almas (Tropario en el día de la Dormición de la Bienaventurada Virgen María).

… ella es nuestra Madre en el orden de la gracia

Por su total adhesión a la voluntad del Padre, a la obra redentora de su Hijo, a toda moción del Espíritu Santo, la Virgen María es para la Iglesia el modelo de la fe y de la caridad. Por eso es “miembro supereminente y del todo singular de la Iglesia” (LG 53), incluso constituye “la figura” [typus] de la Iglesia (LG 63).

Pero su papel con relación a la Iglesia y a toda la humanidad va aún más lejos. “Colaboró de manera totalmente singular a la obra del Salvador por su obediencia, su fe, esperanza y ardiente amor, para restablecer la vida sobrenatural de los hombres. Por esta razón es nuestra madre en el orden de la gracia” (LG 61).

“Esta maternidad de María perdura sin cesar en la economía de la gracia, desde el consentimiento que dio fielmente en la Anunciación, y que mantuvo sin vacilar al pie de la cruz, hasta la realización plena y definitiva de todos los escogidos. En efecto, con su asunción a los cielos, no abandonó su misión salvadora, sino que continúa procurándonos con su múltiple intercesión los dones de la salvación eterna […] Por eso la Santísima Virgen es invocada en la Iglesia con los títulos de Abogada, Auxiliadora, Socorro, Mediadora” (LG 62).

“La misión maternal de María para con los hombres de ninguna manera disminuye o hace sombra a la única mediación de Cristo, sino que manifiesta su eficacia. En efecto, todo el influjo de la Santísima Virgen en la salvación de los hombres […] brota de la sobreabundancia de los méritos de Cristo, se apoya en su mediación, depende totalmente de ella y de ella saca toda su eficacia” (LG 60). “Ninguna creatura puede ser puesta nunca en el mismo orden con el Verbo encarnado y Redentor. Pero, así como en el sacerdocio de Cristo participan de diversas maneras tanto los ministros como el pueblo fiel, y así como la única bondad de Dios se difunde realmente en las criaturas de distintas maneras, así también la única mediación del Redentor no excluye, sino que suscita en las criaturas una colaboración diversa que participa de la única fuente” (LG 62).

Meditación sobre la muerte

Texto tomado de

Introducción a la vida devota

San Francisco de Sales

 

PREPARACIÓN.

1. Ponte en la presencia de Dios.-2. Pídele su gracia.

  1. Imagínate que estás gravemente enferma, en el lecho de muerte, sin ninguna esperanza de escapar de ella.
CONSIDERACIONES.

1. Considera la incertidumbre del día de tu muerte. ¡Oh alma mía!, un día saldrás de este cuerpo. ¿ Cuándo será? ¿ Será en invierno o en verano? ¿En la ciudad o en el campo? ¿De día o de noche? ¿De repente o advirtiéndolo? ¿ De enfermedad o de accidente? ¿Con tiempo para confesarte o no? ¿Serás asistida por tu confesor o padre espiritual? ¡Ah! de todo esto no sabemos absolutamente nada; únicamente es cierto que moriremos y siempre mucho antes de lo que creemos.

  1. Considera que entonces el mundo se acabará para ti; para ti ya habrá dejado de existir, se trastornará de arriba abajo delante de tus ojos. Sí, porque entonces los placeres, las vanidades, los goces mundanos, los vanos afectos nos parecerán fantasmas y niebla. ¡Ah desdicha da!, ¿por qué bagatelas y quimeras he ofendido a mi Dios? Entonces verás que hemos dejado a Dios por la nada. Al contrario, la devoción y las buenas obras te parecerán entonces deseables y dulces. Y, ¿por qué no he seguido por este tan bello y agradable camino? Entonces los pecados, que parecían tan pequeños, parecerán grandes montañas, y tu devoción muy exigua.
  1. Considera las angustiosas despedidas con que tu alma abandonará a este feliz mundo: dirá adiós a las riquezas, a las vanidades y a las vanas compañías, a los placeres, a los pasatiempos, a los amigos y a los vecinos, a los padres, a los hijos, al marido, a la mujer, en una palabra, a todas las criaturas; y, finalmente, a su cuerpo, al que dejará pálido, desfigurado, descompuesto, repugnante y mal oliente.
  1. Considera con qué prisas sacarán fuera el cuerpo y lo sepultarán, y que, una vez hecho esto, el mundo ya no pensará más en ti, ni se acordará más, como tú tampoco has pensado mucho en los otros. Dios le dé el descanso eterno, dirán, y aquí se acabará todo. ¡Oh muerte, cuán digna eres de meditación; cuán implacable eres!
  1. Considera que, al salir del cuerpo, el alma emprende su camino, hacia la derecha o hacia la izquierda. ¡Ah! ¿Hacia dónde irá la tuya? ¿Qué camino emprenderá? No otro que el que haya comenzado a seguir en este mundo.
AFECTOS Y RESOLUCIONES.

1. Ruega a Dios y arrójate en sus brazos. ¡Ah, Señor!, recíbeme bajo tu protección, en aquel día espantoso; haz que esta hora sea para mí dichosa y favorable, y que todas las demás de mi vida sean tristes y estén llenas de aflicción.

  1. Desprecia al mundo. Puesto que no sé la hora en que tendré que dejarte, joh mundo!, no quiero aficionarme a ti. ¡Oh mis queridos amigos!, mis queridos compañeros, permitidme que sólo os ame con una amistad santa que pueda durar eternamente. Porque ¿a qué vendría unirme con vosotros con lazos que se han de dejar y romper?
  1. Quiero Prepararme para esta hora y tomar las necesarias precauciones para dar felizmente este paso; quiero asegurar el estado de mi conciencia, haciendo todo lo que esté a mi alcance, y quiero poner remedio a éstos y a aquellos defectos.
CONCLUSIÓN.

Da gracias a Dios por estos propósitos que te ha inspirado; ofrécelos a su divina Majestad; pídele de nuevo que te conceda una muerte feliz, por los méritos de la muerte de su Hijo.

Padrenuestro, etc.

Haz un ramillete de mirra.

MENSAJE DEL PAPA

JUAN PABLO II
PARA LA XXIII JORNADA MUNDIAL DE ORACIÓN
POR LAS VOCACIONES

Venerados hermanos en el Episcopado,
queridos hermanos y hermanas de todo el mundo:

Es para mí motivo de profunda alegría y de gran esperanza dirigir a todo el Pueblo de Dios un especial Mensaje para la XXIII Jornada mundial de Oración por las Vocaciones, que se celebrará, como de costumbre, el IV domingo de Pascua, dedicado al Buen Pastor.

Es ésta una ocasión privilegiada para tomar conciencia de nuestra responsabilidad de colaborar, mediante la oración perseverante y la acción unánime, en la promoción de las vocaciones sacerdotales, diaconales, religiosas masculinas y femeninas, consagradas en los institutos seculares, misioneras.

A veinte años del Concilio

  1. Sobre el tema de las vocaciones el Concilio Vaticano II nos ha ofrecido un riquísimo patrimonio doctrinal, espiritual y pastoral. En sintonía con su profunda visión de la Iglesia, afirma solemnemente que el deber de hacer crecer las vocaciones “concierne a toda la comunidad cristiana” (Optatam totius, 2). A veinte años de distancia, la Iglesia se siente llamada a verificar la fidelidad a esta gran idea-madre del Concilio en vistas de un ulterior empeño.

A este respecto, se advierte sin duda un general aumento del sentido de responsabilidad en las diversas comunidades. No obstante los problemas, los desafíos y las dificultades de los últimos veinte años, aumentan continuamente los jóvenes que escuchan la llamada del Señor y en todas las partes del mundo se hacen cada vez más tangibles los signos de un resurgir, que anuncian una nueva primavera de las vocaciones.

Esto nos llena a todos de un gran consuelo y no cesamos de dar gracias a Dios por su respuesta a la oración de la Iglesia. Sin embargo, los frutos deseados por el Concilio, aunque abundantes, no han llegado aún a plena maduración. Se ha hecho mucho, pero queda aún muchísimo por hacer.

Así, pues, es mi deseo hacer que la atención del Pueblo de Dios se centre especialmente sobre las tareas específicas de las comunidades parroquiales, de las cuales el Concilio espera, junto con la aportación de la familia, la “máxima contribución” al crecimiento de las vocaciones (cf. Optatam totius, 2).

La comunidad parroquial
revela la perenne presencia de Cristo que llama

  1. Mi pensamiento afectuoso se dirige, por tanto, a todas y cada una de las comunidades parroquiales del mundo: pequeñas o grandes, situadas en los grandes centros urbanos o dispersas en los lugares más difíciles, ellas “representan de alguna manera a la Iglesia visible establecida por todo el orbe” (Sacrosanctum Concilium, 42).

Es sabido que el Concilio ha confirmado la fórmula parroquial como expresión normal y primaria, aunque no exclusiva, de la cura pastoral de las almas (cf. Apostolicam actuositatem, 10). Por tanto, la preocupación por las vocaciones no puede ser considerada como una actividad marginal, sino que debe integrarse plenamente en la vida y en las actividades de la comunidad. Este empeño se ha hecho aún más apremiante a causa de las crecientes necesidades del tiempo presente.

El pensamiento vuela inmediatamente a tantas comunidades parroquiales que los obispos se ven obligados a dejar sin Pastores, tanto, que se hace siempre actual el lamento del Señor: “La mies es mucha, pero los obreros pocos” (Mt 9, 37).

La Iglesia tiene una inmensa necesidad de sacerdotes. Es ésta una de las urgencias más graves que interpelan a las comunidades cristianas. Jesús no quiere una Iglesia sin sacerdotes. Si faltan los sacerdotes, falta Jesús en el mundo, falta su Eucaristía, falta su perdón. Para su propia misión la Iglesia tiene también una inmensa necesidad de abundancia de las otras vocaciones consagradas.

El pueblo cristiano no puede aceptar con pasividad e indiferencia la disminución de las vocaciones. Las vocaciones son el futuro de la Iglesia. Una comunidad pobre en vocaciones empobrece a toda la Iglesia; por el contrario, una comunidad rica en vocaciones es una riqueza para toda la Iglesia.

Responsabilidades particulares de los Pastores

  1. La comunidad parroquial no es una realidad abstracta, sino que está constituida por todos los componentes: laicos, personas consagradas, diáconos, presbíteros; ella es el lugar natural de las familias, de las auténticas comunidades de base, de los diversos movimientos, grupos y asociaciones. Nadie puede estar ausente en una tarea tan importante. Han de alentarse todas las iniciativas, promovidas en diversos países, con la finalidad de interesar en el problema a las parroquias, tales como las comisiones o centros parroquiales para las vocaciones, actividades catequísticas específicas, grupos vocacionales y otras semejantes.

Sin embargo, si el Pueblo de Dios está llamado a colaborar en el aumento de las vocaciones, esto no disminuye la responsabilidad específica de aquellos que desempeñan particulares ministerios: los párrocos y sus colaboradores en la cura de almas, unidos al obispo, son los continuadores auténticos de la misión de Jesús, Buen Pastor, que ofrece la vida por sus ovejas, las conoce y “llama a cada una por su nombre” (Jn 10, 3). Todos debemos sentirnos agradecidos hacia estos infatigables operarios del Evangelio, que dan testimonio de la paternidad de Dios para todo hombre.

El Concilio reconoce el valor insustituible del servicio de los presbíteros y afirma expresamente que el cuidado de las vocaciones es una “función que forma parte de la misión sacerdotal misma” (Presbyterorum ordinis, 11).

Gracias al ejemplo y a la palabra de tantos ministros suyos, Cristo ha llamado en el corazón de muchos jóvenes y adultos, obteniendo en el curso de la historia respuestas generosas de apóstoles y de santos. Los sacerdotes han tenido siempre un papel importante para las vocaciones.

Irradiad, por tanto, vuestro sacerdocio, queridos hermanos en el presbiterado, para que no falten nunca continuadores del ministerio que os ha sido confiado. Sed maestros de oración y no descuidéis el precioso servicio de la dirección espiritual para ayudar a los llamados a discernir la voluntad de Dios sobre ellos.

¡Cuento mucho con vosotros para un creciente florecimiento de vocaciones! No olvidéis que el fruto mejor de vuestro apostolado y el gozo más grande de vuestra vida serán las vocaciones consagradas, que Dios suscitará mediante vuestra ferviente acción pastoral.

Condiciones para una eficaz fecundidad vocacional

  1. Me dirijo ahora a vosotros, queridos hermanos y hermanas, para presentaros algunas metas esenciales y algunos puntos fundamentales, mediante los cuales vuestra comunidad podrá transformarse en un eficaz instrumento de las llamadas de Dios.

¡Sed una comunidad viva! Es un punto que el Concilio afirma con vigor: una comunidad promueve las vocaciones “sobre todo por medio de una vida perfectamente cristiana” (Optatam totius, 2). No me cansaré de repetir, como lo he hecho en varias ocasiones, que las vocaciones son el signo evidente de la vitalidad de una comunidad eclesial.

En efecto, ¿quién puede negar que la fecundidad es una de las características más claras del ser vivo?

Una comunidad sin vocaciones es como una familia sin hijos. En ese caso ¿no es de temer que nuestra comunidad tenga poco amor hacia el Señor y hacia su Iglesia?

¡Sed una comunidad orante! Es necesario convencerse de que las vocaciones son el don inestimable de Dios a una comunidad en oración. El Señor Jesús nos ha dado ejemplo cuando llamó a los Apóstoles (cf. Lc 6, 12) y ha mandado expresamente rogar “al Dueño de la mies que envíe obreros a su mies” (Mt 9, 38; Lc 10, 2).

Para esta intención debemos orar todos, debemos orar siempre y debemos unir a la oración la colaboración activa. La Eucaristía, fuente, centro y culmen de la vida cristiana, sea el centro vital de la comunidad que ruega por las vocaciones.

Los enfermos y todos los que sufren en el cuerpo y en el espíritu sepan que su oración, unida a la cruz de Cristo, es la fuerza más poderosa de apostolado vocacional.

¡Sed una comunidad que llama! Frecuentemente y en todo el mundo los jóvenes me hacen preguntas sobre la vocación, sobre el sacerdocio y sobre la vida consagrada. Es un indicio del gran interés por el problema, pero indica también la necesidad de evangelización y de catequesis específica. Que nadie por culpa nuestra ignore lo que debe saber para realizar el plan de Dios.

Pero no es suficiente un anuncio genérico de la vocación para que surjan vocaciones consagradas. Dada su originalidad, estas vocaciones exigen una llamada explícita y personal.

Es el método usado por Jesús. En mi Carta Apostólica “A los jóvenes y a las jóvenes del mundo“, con ocasión del Año Internacional de la Juventud, he tratado de poner de relieve este punto. El diálogo de Jesús con los jóvenes se concluye con una invitación explícita a su seguimiento: desde una vida según los mandamientos, a la aspiración a “algo más”, mediante el servicio sacerdotal o la vida consagrada (cf. n. 8).

Os exhorto, por tanto, a hacer actuales para el mundo de hoy las llamadas del Salvador, pasando de una pastoral de espera a una pastoral de propuesta. Esto vale no sólo para los sacerdotes con cura de almas, para las personas consagradas y para los responsables de las vocaciones a todo nivel, sino también para los padres de familia, los catequistas y los demás educadores de la fe.

Toda comunidad tiene esta certeza: ¡El Señor no cesa de llamar! Pero tiene también otra certeza: Él quiere tener necesidad de nosotros para hacer llegar sus llamadas.

¡Sed una comunidad misionera! En una Iglesia toda misionera, cada comunidad compromete sus fuerzas para anunciar a Cristo, sobre todo en el ámbito de la propia realidad local, aunque sin cerrarse sólo en sí misma y dentro de sus propios límites.

El amor de Dios no se detiene en las fronteras del propio territorio, sino que las supera para llegar a los hermanos de otras comunidades lejanas. ¡El Evangelio de Jesús debe conquistar el mundo!

Ante las graves necesidades del hombre de hoy, ante las apremiantes demandas de poder disponer de más misioneros, muchos jóvenes escucharán la llamada de Dios a dejar el propio país para dirigirse donde las necesidades son más urgentes. No faltará quien responderá generosamente como el Profeta Isaías: “¡Heme aquí, envíame a mí!” (Is 6, 8).

Plegaria

  1. Concluyendo estas reflexiones, con la confianza de que la próxima Jornada mundial constituirá una ocasión favorable para que cada comunidad crezca en la fe y en el empeño vocacional, invito a todos a unirse a mí en esta oración:

Oh Jesús, Buen Pastor,
suscita en todas las comunidades parroquiales
sacerdotes y diáconos, religiosos y religiosas,
laicos consagrados y misioneros,
según las necesidades del mundo entero,
al que tú amas y quieres salvar.

Te confiamos en particular nuestra comunidad;
crea en nosotros el clima espiritual
que había entre los primeros cristianos,
para que podamos ser un cenáculo
de oración en amorosa acogida del Espíritu Santo y de sus dones.

Asiste a nuestros Pastores
y a todas las personas consagradas.
Guía los pasos de aquellos
que han acogido generosamente tu llamada
y se preparan a las órdenes sagradas
o a la profesión de los consejos evangélicos.

Vuelve tu mirada de amor
hacia tantos jóvenes bien dispuestos
y llámalos a tu seguimiento.
Ayúdales a comprender
que sólo en Ti pueden realizarse plenamente.

Confiando estos grandes intereses de tu Corazón
a la poderosa intercesión de María,
Madre y modelo de todas las vocaciones,
te suplicamos que sostengas nuestra fe c
on la certeza de que el Padre concederá
lo que Tú mismo has mandado que pidamos. Amén.

Con estos votos, os imparto de corazón la bendición apostólica.

Vaticano, 6 de enero de 1986.

 

 

Meditación de los pecados

Texto tomado de

Introducción a la vida devota

San Francisco de Sales

 

PREPARACIÓN. 1. Ponte en la presencia de Dios. – Pídele que te ilumine.

CONSIDERACIONES.

1. Piensa en el tiempo que hace comenzaste a pecar y mira como, desde entonces, has ido multiplicando los pecados en tu corazón, y como, todos los días, has añadido otros nuevos contra Dios, contra ti mismo, contra el prójimo, de obra, de palabra, de deseo, de pensamiento.

  1. Considera tus malas inclinaciones y las muchas veces que has ido en pos de ellas. Estos dos puntos te enseñarán que el número de tus culpas es mayor que el de los cabellos de tu cabeza, tan grande como el de las arenas del mar.
  1. Considera aparte el pecado de ingratitud para con Dios, pecado general que abarca todos los demás y los hace infinitamente más enormes.

Mira cuántos beneficios te ha hecho Dios y cómo has abusado de todos ellos contra el Dador; singularmente, cuántas inspiraciones despreciadas, cuántas mociones saludables inutilizadas. Y más aún, ¿cuántas veces has recibido los sacramentos y con qué fruto? ¿Qué se han hecho las preciosas joyas con que tu amado esposo te había adornado? Todo ha quedado sepultado bajo tus iniquidades. ¿Con qué preparación los has recibido? Piensa en esta ingratitud, a saber, que, habiendo corrido tanto Dios en pos de ti para salvarte, siempre has huido tú de Él para perderte.

AFECTOS Y RESOLUCIONES. 1. Confúndete en tu miseria. ¡Oh Dios mío!, ¿cómo me atrevo a comparecer ante tus ojos? ¡Ah!, yo no soy más que una apostema del mundo y un albañal. de ingratitud y de iniquidad. ¿Es posible que haya sido tan desleal, que no haya dejado de viciar, violar y manchar uno solo de mis sentidos, una sola de las potencias de mi alma, y que, ni un solo día de mi vida haya transcurrido sin producir tan malos efectos? ¿Es de esta manera como había de corresponder a los beneficios de mi Creador y a la sangre de mi Redentor?

  1. Pide perdón y arrójate a los pies del Señor, como un hijo pródigo, como una Magdalena, como una esposa que ha profanado el tálamo nupcial con toda clase de adulterios. ¡Oh Señor!, misericordia para esta pobre pecadora. ¡Ay de mí! ¡Oh fuente viva de compasión, ten piedad de esta miserable!
  1. Propón vivir mejor. ¡Oh Señor! jamás, mediante tu gracia, me entregaré al pecado. ¡Ay de mí!, demasiado lo he querido. Lo detesto y me abrazo a Ti, ¡Oh Padre de misericordia!; quiero vivir y morir en Ti.
  1. Para borrar los pecados pasados, me acusaré de ellos valerosamente y no dejaré de confesar uno solo.
  1. Haré todo cuanto pueda, para arrancar enteramente las malas raíces de mi corazón, particularmente tales y tales, que son especialmente enojosas.
  1. Y para lograrlo, echaré mano de los medios que me aconsejen, y jamás creeré haber hecho lo bastante para reparar tan grandes faltas.

CONCLUSIÓN.

1. Da gracias a Dios, que te ha esperado hasta la hora presente y te ha comunicado tan buenos afectos.

  1. Ofrécele tu corazón, para llevarlos a la práctica.
  1. Pide que te robustezca, etc.

“Introducción a la vida devota”: Primera parte de la introducción, cap.XII

Meditación sobre los beneficios de Dios

Texto tomado de

Introducción a la vida devota

San Francisco de Sales

 

PREPARACIÓN.

1. Ponte en la presencia de Dios.-2. Pídele que te ilumine.

CONSIDERACIONES.

1. Considera las gracias corporales que Dios te ha concedido: este cuerpo, estas facilidades para sustentarlo, esta salud, estas satisfacciones lícitas, estos amigos, estos auxilios. Mas considera esto, comparándote con tantas otras personas que valen más que tú, las cuales se ven privadas de estos beneficios: unas son contrahechas, otras mutiladas, otras caree-en de salud; otras son objeto de oprobios, de desprecios y de deshonra; otras están abatidas por la pobreza; y Dios no ha querido que tú fueses tan desgraciada.

  1. Considera los dones del espíritu: cuantas personas hay, en el mundo, imbéciles, furiosas, insensatas; ¿y por qué no eres tú una de tantas? Porque Dios te ha favorecido. ¡Cuántos han sido criados groseramente y’ en la mayor ignorancia, y la Providencia divina ha hecho que tú fueses educada con urbanidad y con decoro!
  1. Considera las gracias espirituales: ¡Oh Filotea!, tú eres hija de la Iglesia; Dios te ha enseñado a conocerle, desde tu juventud. ¿Cuántas veces te ha dado sus sacramentos? ¿Cuántas veces te ha ayudado, con inspiraciones, luces interiores y reprensiones, para tu enmienda? ¿Cuántas veces te ha perdonado tus faltas?

¿Cuántas veces te ha librado de las ocasiones de perderte, a que te habías expuesto? Y estos años pasados ¿no te han ofrecido una oportunidad y una facilidad para avanzar en el bien de tu alma? Examina en sus pormenores, cuán suave y generoso ha sido Dios contigo.

AFECTOS Y RESOLUCIONES.

1. Admira la bondad de Dios.¡ Oh! ¡qué bueno es Dios para conmigo! ¡Qué bueno es! y tu Corazón, ¡oh Señor!, ¡cuán rico es en misericordia y cuán generoso en bondad! Cantemos eternamente, ¡oh alma!, la multitud de mercedes que nos ha otorgado.

  1. Admira tu ingratitud. Mas, ¿quién soy yo, ¡oh Señor!, para que hayas pensado en mí? ¡Oh, cuán grande es mi indignidad! ¡Ah! yo he pisoteado tus beneficios, he deshonrado tus gracias, convirtiéndolas en objeto de abuso y de menosprecio de tu soberana bondad; he opuesto el abismo de mi ingratitud al abismo de tu gracia y de tu favor.
  1. Excítate a agrade cimiento. Arriba, pues ¡oh corazón mío! ; no quieras ser infiel, ingrato y desleal con este gran bienhechor. Y ¿cómo mi alma no estará, de hoy en adelante, sometida a Dios, que ha obrado, en mí y para mí, tantas gracias y tantas maravillas?
  1. ¡ Ah, por lo tanto, oh Filotea!, aparta tu corazón de tales y tales placeres; procura tenerlo sujeto al servicio de Dios, que tanto ha hecho por ti; dedica tu alma a conocerle y reconocerle más y más, practicando los ejercicios que para ello se requieren, y emplea cuidadosamente los auxilios que, para salvarte y amar a Dios, posee la Iglesia. Sí, frecuentaré la oración, los sacramentos; escucharé la divina palabra y pondré en práctica las inspiraciones y los consejos.

CONCLUSIÓN.

1. Da gracias a Dios por el conocimiento que te ha dado de tus deberes y por todos los beneficios que hasta ahora has recibido.

  1. Ofrécele tu corazón con todas tus resoluciones.

3. Pídele que te dé fuerzas, para practicarlas fielmente, por los méritos de la muerte de su Hijo: implora la intercesión de la Virgen y de los santos.

Meditación sobre el fin para el cual hemos sido creados

Texto tomado de

Introducción a la vida devota

San Francisco de Sales

Meditación 2ª : DEL FIN PARA EL CUAL HEMOS SIDO CREADOS

PREPARACIÓN. 1. Ponte en la presencia de Dios.-2. Pídele que te ilumine.

CONSIDERACIONES.

1. Dios no te ha puesto en el mundo porque necesite de ti, pues le eres bien inútil, sino únicamente para ejercitar en ti su bondad, dándote su gracia y su gloria. Y, así, te ha dado la inteligencia para conocerle, la memoria para que te acuerdes de Él, la voluntad para amarle, la imaginación para representarte sus beneficios, los ojos para admirar las maravillas de sus obras, la lengua para alabarle, y así de las demás facultades.

  1. Habiendo sido creada y puesta en este mundo con este intento, todas las acciones que le sean contrarias han de ser rechazadas y evitadas, y las que en manera alguna sirvan para este fin, han de ser despreciadas como vanas y superfluas.
  1. Considera la desdicha del mundo, que no piensa en esto, sino que vive como si creyese que no ha sido creado para otra cosa que para edificar casas, plantar árboles, atesorar riquezas y bromear.

AFECTOS Y RESOLUCIONES.

1. Confúndete echando en cara a tu alma su miseria, la cual ha sido hasta ahora tan grande, que ni siquiera ha pensado en todo esto. ¡Ah!, dirás, ¿en qué pensaba, ¡oh Dios mío!, cuando no pensaba en Ti? ¿De qué me acordaba, cuando me olvidaba de Ti? ¿Qué amaba cuando no te amaba a Ti? ¡Ah! había de alimentarme de la verdad y me hartaba de vanidades, y era esclava del mundo, siendo así que ha sido hecho para servirme.

  1. Detesta la vida pasada. Pensamientos vanos, cavilaciones inútiles, renuncio a vosotros: recuerdos detestables y frívolos, os detesto-, amistades infieles y desleales, servicios perdidos y miserables, correspondencias ingratas, enfadosas complacencias, os desecho.
  1. Conviértete a Dios. Tú, Dios mío y Salvador mío, serás, en adelante, el único objeto de mis pensamientos; jamás aplicaré mi atención a pensamientos que te sean desagradables: mi memoria, durante todos los días de mi existencia, estará llena de la grandeza de tu bondad, tan dulcemente ejercida en mi vida; Tú serás las delicias de mi corazón y la suavidad de mis afectos.; ¡Ah, sí! ; aborreceré para siempre tales y tales bagatelas y diversiones a las cuales me entregaba, y a los ejercicios vanos, en los cuales empleaba mis días, y a tales afectos, que cautivaban mi corazón, y, para lograrlo, emplearé tales y tales remedios.

CONCLUSIÓN.

1. Da gracias a Dios que te ha creado para un fin tan excelente. Tú, Señor, me has hecho para Ti, para que goce eternamente de la inmensidad de tu gloria: ¿Cuándo llegaré a ser digna de ello y cuándo te bendeciré como es debido?

  1. Ofrecimiento. Te ofrezco, ¡oh mi amado Creador!, todos estos mismos afectos y resoluciones, con toda mi alma y con todo mi corazón.
  1. Pide. Te ruego, ¡oh Dios mío!, que te sean agradables mis anhelos y mis propósitos, y que concedas tu santa bendición a mi alma, para que pueda cumplirlos, por los méritos de la sangre de tu Hijo, derramada en la Cruz, etc.

Padrenuestro, etc.

Haz el ramillete de devoción.

“Introducción a la vida devota”: Primera parte de la introducción, cap.X