Sobre la Catequesis
Anunciar el Evangelio 5.12.84
1. Nos encontramos en Jerusalén el día de Pentecostés, cuando los Apóstoles, reunidos en el Cenáculo, ´se llenaron del Espíritu Santo´ (Hech 2,4).
Entonces, Pedro habla a la multitud reunida en torno al Cenáculo. Evoca al Profeta Joel, que había anunciado ´la efusión del Espíritu de Dios sobre toda persona´ (Cfr. Hech 2, 17), y luego plantea a los que se habían reunido para escucharlo, la cuestión de Jesús de Nazaret. Recuerda cómo Dios había confirmado la misión mesiánica de Jesús ´con milagros, prodigios y señales´ (Hech 2, 22), y después que Jesús fue ´entregado, clavado en la Cruz y matado´ (Cfr. Ib. 24). Pedro se refiere al Salmo 15, en el cual se contiene el anuncio de la resurrección. Pero, sobre todo, se remite al testimonio propio y al de los otros Apóstoles: ´todos nosotros somos testigos´ (Hech 2, 32). ´Tenga, pues, por cierto toda la casa de Israel que Dios ha hecho Señor y Mesías a este Jesús a quien vosotros habéis crucificado´ (Ib. 36).
2. Con el acontecimiento de Pentecostés comenzó el tiempo de la Iglesia.
Este tiempo de la Iglesia marca también el comienzo de la evangelización apostólica. El discurso de Simón Pedro es el primer acto de esta evangelización. Los Apóstoles habían recibido de Cristo el mandato de ´ir a todo el mundo, enseñando a todas las naciones´ (Cfr. Mt 28, 19; Mc 16, 15).(…) El anuncio del Evangelio, según el mandato del Redentor que retornaba al Padre (Cfr. p.e. Jn 15, 28; 16, 10), está unido a la llamada al Bautismo, en nombre de la Santísima Trinidad. Así, pues, el día de Pentecostés, a la pregunta de quienes lo escuchaban: ´¿Qué hemos de hacer, hermanos?´ (Hech 2, 37), Pedro responde: ´Arrepentíos y bautizaos en el nombre de Jesucristo´ (Ib. 38).
“Ellos recibieron la gracia y se bautizaron, siendo incorporados a la Iglesia aquel día unas tres mil almas” (Ib. 41). De este modo nació la Iglesia como sociedad de los bautizados, que ´perseveraban en oír la enseñanza de los Apóstoles y en la fracción del pan y en la oración´ (Ib. 42). El nacimiento de la Iglesia coincide con el comienzo de la evangelización. Puede decirse que éste es simultáneamente el comienzo de la catequesis. De ahora en adelante, cada uno de los discursos de Pedro es no sólo anuncio de la Buena Nueva sobre Jesucristo, y por tanto un acto de evangelización, sino también cumplimiento de una función instructiva, que prepara a recibir el Bautismo; es la catequesis bautismal. A su vez, ese ´perseverar en oír la palabra de los Apóstoles´ por parte de la primera comunidad de los bautizados constituye la expresión de la catequesis sistemática de la Iglesia en sus mismos comienzos.
Nos remitimos constantemente a estos comienzos. Si ´Jesucristo es el mismo ayer y hoy.´ (Heb 13, 8), entonces a esa identidad corresponde, en todos los siglos y en todas las generaciones, la evangelización y la catequesis de la Iglesia.
3. Catequesis cristiana. 12.12.84
Basta leer atentamente el rito del sacramento del bautismo, para convencerse de que profunda y fundamental conversión es signo este sacramento. El que recibe el bautismo no sólo hace la profesión de fe, sino que del mismo modo ´renuncia a satanás, y a todas sus obras, y a todas sus seducciones´, y por esto mismo se entrega al Dios vivo: el bautismo es la primera y fundamental consagración de la persona humana, mediante la cual se entrega al Padre en Jesucristo, con la fuerza del Espíritu Santo que actúa en este sacramento (´el nacimiento del agua y del Espíritu´: Cfr. Jn. 3, 5). San Pablo ve en la inmersión en el agua del bautismo, el signo de la inmersión en la muerte redentora de Cristo, para tener parte en la nueva vida sobrenatural, que se manifestó en la resurrección de Cristo (Rom 6, 3-5).
4. Catequesis posteriores al Bautismo 19.12.84
La usanza de conferir el bautismo a los niños poco después de su nacimiento, se desarrolló como expresión de fe viva de las comunidades y, en primer lugar, de las familias y de los padres; éstos, habiendo crecido también ellos en la fe, deseaban este don para sus hijos lo antes posible después del nacimiento. Como es sabido, esta costumbres se mantiene constantemente en la Iglesia como signo del amor proveniente de Dios. Los padres solicitan el bautismo para sus hijos recién nacidos, comprometiéndose a educarlos cristianamente. Para dar una expresión todavía más completa a este compromiso, piden a otras personas, los llamados padrinos, que se comprometan a ayudarles -y en caso de necesidad sustituirles- a educar en la fe de la Iglesia al recién bautizado.
5. La renovación auténtica de la catequesis 16.1.85
La catequesis plantea problemas de pedagogía. Sabemos por los textos evangélicos que el mismo Jesús quiso afrontarlos. En su predicación a las muchedumbres se sirvió de las parábolas para impartir su doctrina de un modo adecuado a la inteligencia de sus oyentes. En la enseñanza a los discípulos procede gradualmente, teniendo en cuenta sus dificultades en comprender; y así sólo en el segundo periodo de su vida pública anuncia expresamente su camino doloroso y sólo al final de Clara abiertamente su identidad de Mesías y también de ´Hijo de Dios´. Constatamos así mismo que en los diálogos más reservados comunica su revelación respondiendo a las preguntas de los interlocutores y usando un lenguaje asequible a su mentalidad. Algunas veces El mismo hace preguntas y suscita problemas.
Cristo nos ha hecho ver la necesidad de adaptar la catequesis de muchas maneras. Nos ha indicado igualmente la índole y límites de dicha adaptación; presentó a sus oyentes toda la doctrina para cuya enseñanza había sido enviado y, ante las resistencias de quienes le escuchaban, expuso su mensaje con todas las exigencias de fe que comportaba. Recordemos el sermón sobre la Eucaristía, con ocasión del milagro de la multiplicación de los panes; no obstante las objeciones y defecciones, Jesús sostuvo su doctrina y pidió a los discípulos su adhesión (Cfr. Jn 6, 60-69). Al transmitir a sus oyentes la integridad de su mensaje contaba con la acción iluminadora del Espíritu Santo que iba a hacer comprender más tarde lo que no podían entender inmediatamente (Cfr. Jn 14, 26; 16, 13). Por tanto, tampoco para nosotros la adaptación de la catequesis debe significar reducción o mutilación del contenido de la doctrina revelada, sino más bien esfuerzo por hacer que se acepte con adhesión de fe, a la luz y con la fuerza del Espíritu Santo.
El escapulario de Nuestra Señora del Carmen es un poderoso 
El Escapulario ahonda sus raíces en la larga historia de la Orden, donde representa el compromiso de seguir a Cristo como María, modelo perfecto de todos los discípulos de Cristo. Este compromiso tiene su origen lógico en el bautismo que nos transforma en hijos de Dios.
1. “Yo soy la Inmaculada Concepción”. Las palabras que María dirigió a Bernardita el 25 de marzo de 1858 resuenan con intensidad muy particular en este año, en el que la Iglesia celebra el 150° aniversario de la definición solemne del dogma proclamado por el beato Papa Pío IX en la constitución apostólica Ineffabilis Deus.
En María nos impresiona, ante todo, la atención, llena de ternura, hacia su prima anciana. Se trata de un amor concreto, que no se limita a palabras de comprensión, sino que se compromete personalmente en una asistencia auténtica. La Virgen no da a su prima simplemente algo de lo que le pertenece; se da a sí misma, sin pedir nada a cambio. Ha comprendido perfectamente que el don recibido de Dios, más que un privilegio, es un deber que la compromete en favor de los demás con la gratuidad propia del amor.
Escuchad ante todo vosotros, jóvenes, que buscáis una respuesta capaz de dar sentido a vuestra vida. Aquí la podéis encontrar. Es una respuesta exigente, pero es la única respuesta que vale. En ella reside el secreto de la alegría verdadera y de la paz.
El gesto fundamental de la oración del cristiano es, y seguirá siendo, la señal de la cruz. Es una profesión de fe en Cristo Crucificado, expresada corporalmente según las palabras programáticas de san Pablo: «Nosotros predicamos a Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; pero para los llamados —judíos o griegos— un Mesías que es fuerza de Dios y sabiduría de Dios» (1 Cor 1,23s). Y más adelante: «Pues nunca entre vosotros me precié de saber cosa alguna, sino a Jesucristo, y éste crucificado» (2,2). Santiguarse con la señal de la cruz es un sí visible y público a Aquél que ha sufrido por nosotros; a Aquél que hizo visible en su cuerpo el amor de Dios llevado hasta el extremo; un sí al Dios que no gobierna con la destrucción, sino con la humildad del sufrimiento y un amor que es más fuerte que todo el poder del mundo y más sabio que toda la inteligencia y los cálculos del hombre.
Nosotros relacionamos la señal de la cruz con la profesión de fe en el Dios Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo. De este modo, se convierte en recuerdo del bautismo, recuerdo más evidente aún cuando, además, utilizamos el agua bendita. La cruz es un signo de la pasión, pero al mismo tiempo es también signo de la resurrección; es, por así decirlo, el báculo de salvación que Dios nos ofrece, el puente, gracias al cual atravesamos el abismo de la muerte y todas las amenazas del mal, y finalmente podemos llegar hasta Él. Se hace presente en el bautismo, por el cual nos convertimos en contemporáneos de la cruz y la resurrección de Cristo (Rom 6,1-14). Cada vez que hacemos la señal de la cruz, renovamos nuestro bautismo; Cristo desde la cruz nos atrae hacia Él (Jn 12,32) y, de este modo, nos pone en comunión con el Dios vivo. A fin de cuentas, el bautismo y el signo de la cruz, que lo representa y lo renueva, son, ante todo, un acontecimiento de Dios: el Espíritu Santo que conduce a Cristo, y Cristo que abre la puerta hacia el Padre. Dios ya no es el Dios desconocido: tiene un nombre. Podemos llamarlo, y Él nos llama.

Ahora bien, la Eucaristía es la apropiación de ese momento, es el representar, renovar, hacernos nuestra la Víctima del Calvario, y el recibirla y unirnos a ella. Todas las más sublimes aspiraciones del hombre, todas ellas, se encuentran realizadas en la Eucaristía:
Hacer de la Misa el centro de mi vida. Prepararme a ella con mi vida interior, mis sacrificios, que serán hostia de ofrecimiento; continuarla durante el día dejándome partir y dándome… en unión con Cristo.
Muchas veces desde los primeros meses de nuestro ministerio pontificio —y nuestra palabra, anhelante y sencilla, se ha anticipado con frecuencia a nuestros sentimientos— ha ocurrido que invitásemos a los fieles en materia de devoción viva y diaria a volverse con ardiente fervor hacia la manifestación divina de la misericordia del Señor en cada una de las almas, en su Iglesia Santa y en todo el mundo, cuyo Redentor y Salvador es Jesús, a saber, la devoción a la Preciosísima Sangre.
1. Aún permanece muy vivo en mi memoria el recuerdo de los momentos extraordinarios que hemos vivido juntos en Roma durante el Jubileo del año 2000, cuando habéis venido en peregrinación a las tumbas de los Apóstoles san Pedro y san Pablo. Habéis pasado por la Puerta Santa en largas filas silenciosas y os habéis preparado a recibir el sacramento de la Reconciliación; después, en la vigilia nocturna y en la Misa de la mañana en Tor Vergata, habéis vivido una intensa experiencia espiritual y eclesial; robustecidos en la fe, habéis vuelto a casa con la misión que os he confiado: que seáis, en esta aurora del nuevo milenio, testigos valientes del Evangelio.
Durante mucho tiempo, la sal ha sido también el medio usado habitualmente para conservar los alimentos. Como la sal de la tierra, estáis llamados a conservar la fe que habéis recibido y a transmitirla intacta a los demás. Vuestra generación tiene ante sí el gran desafío de mantener integro el depósito de la fe (cf 2 Ts 2, 15; 1 Tm 6, 20; 2 Tm 1, 14).
Así como la sal da sabor a la comida y la luz ilumina las tinieblas, así también la santidad da pleno sentido a la vida, haciéndola un reflejo de la gloria de Dios. ¡Con cuántos santos, también entre los jóvenes, cuenta la historia de la Iglesia! En su amor por Dios han hecho resplandecer las mismas virtudes heroicas ante el mundo, convirtiéndose en modelos de vida propuestos por la Iglesia para que todos les imiten. Entre otros muchos, baste recordar a Inés de Roma, Andrés de Phú Yên, Pedro Calungsod, Josefina Bakhita, Teresa de Lisieux, Pier Giorgio Frassati, Marcel Callo, Francisco Castelló Aleu o, también, Kateri Tekakwitha, la joven iraquesa llamada la “azucena de los Mohawks”. Pido a Dios tres veces Santo que, por la intercesión de esta muchedumbre inmensa de testigos, os haga ser santos, queridos jóvenes, ¡los santos del tercer milenio!


Por eso para ti, José, en adelante tu vida no tiene más que ese sentido: darte a Teresa, darte a esa alma que se entrega a ti, y que te confía su porvenir, que te abre su alma para que tú la llenes de sol, de alegría, de esperanza; esa alma virginal que en tus brazos se abandona para que tú des ternura a su corazón, para que tú le des robustez en su vida, para que tú seas su apoyo en sus momento difíciles, para que tú la santifiques, porque esa es la misión del marido: esposo ama a tu esposa como Cristo amó a su Iglesia y se sacrificó por ella (cf. Ef 5,25-26). La palabra sacrificarse no denota tanto el sufrimiento cuanto denota el santificarse por la esposa, ella va a ser la razón de tu vida en el futuro.
La felicidad tiene una sola norma: darse, entrega de sí mismo. Y por eso, si en vuestra vida ocurre, lo que en toda vida humana ocurre, por más bella que sea, por más noble y más generosa, si alguna vez viene alguna nubecita a enturbiar el sol del amor, que os apresuréis a ser el primero en dar al otro el perdón, en sufrir por el otro, en orar juntos, en la noche, al caer las luces del día, recogidos en una plegaria; y los sufrimientos del día, ponerlos a los pies de Cristo, especialmente deseando la felicidad para el ser amado.
Y más allá de vuestro hogar, están los que en vuestra vida de solteros tanto habéis amado, los pobres, los que sufren, los que padecen, el bien común, la patria. Empresas todas que en vuestra vida de casados no han de cesar, mis queridos esposos, sino que, al contrario, habéis de ser más fuertes y más generosos en prolongar hacia esas obras vuestros esfuerzos. No vais a estar solos ahora para trabajar sino que vais a estar acompañados; y si la tarea es difícil, y si la tarea es ingrata, y a momentos descorazonadora, tenéis ahora una nueva fuerza en vuestro mutuo amor. Una nueva fuerza la tendréis en esos hijos que han de venir también a sosteneros en esas empresas, para bien de los demás, porque les vais a legar a ellos esa tradición preciosa de una vida que no se consume egoístamente en las paredes del hogar, sino que pretende únicamente darse como Dios; os decía al principio, Dios se da, Dios es donación permanente.